ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 17

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El gran salón palaciego resplandecía bajo la luz dorada de innumerables arañas de cristal importadas de las mejores fábricas de Bohemia, cada una vibrando suavemente con el eco etéreo de las notas musicales que flotaban desde el rincón donde los músicos imperiales, vestidos en uniformes azul marino con bordados dorados, interpretaban un adagio delicado con violines Stradivarius, violonchelos centenarios y un clavecín cuyas teclas de marfil habían sido tocadas por los dedos de compositores muertos hacía generaciones. La luz danzaba hipnóticamente sobre el mármol de Carrara pulido hasta alcanzar un brillo especular, multiplicándose en reflejos infinitos que se entrelazaban como constelaciones atrapadas en una noche artificial creada por la voluntad imperial. Las mesas, que parecían extenderse hasta el infinito, estaban dispuestas con una simetría matemática que hablaba de obsesión por el control: candelabros de plata maciza traídos de las minas del Nuevo Mundo, copas de cristal de Baccarat talladas a mano por artesanos cuyas familias habían servido a la realeza durante siglos, platos de porcelana de Sèvres tan fina que la luz los atravesaba como si fueran pétalos cristalizados, y servilletas de lino irlandés dobladas con precisión geométrica hasta parecer lirios dormidos esperando el beso del rocío matutino. Todo en ese espacio, desde los muros revestidos en pan de oro hasta el aroma tenue pero omnipresente del incienso de sándalo encendido en braseros ocultos, hablaba de riqueza acumulada durante generaciones. De exceso convertido en arte. De un poder imperial que deseaba ser simultáneamente admirado por su magnificencia y temido por su capacidad de crear tal ostentación mientras la mitad de Europa luchaba por sobrevivir a las guerras que ese mismo poder había desencadenado. Y en el centro de aquel teatro deslumbrante de luces y poder, descendiendo la escalinata de mármol como si fuera una aparición celestial, Aragón caminaba del brazo de Portugal. Llevaba el vestido blanco nacarado como quien porta un título sagrado otorgado por los dioses. El oro bordado se ceñía a su talle menudo con la precisión matemática de un secreto arquitectónico bien guardado, y los zafiros que adornaban su cuello y muñecas brillaban con una intensidad que trascendía lo meramente mineral—parecían capturar y reflejar no solo la luz física sino también toda la admiración que generaba su presencia. Caminaba erguida con una gracia que parecía innata, el mentón alzado con dignidad real, los labios curvados en una sonrisa que había sido ensayada durante años de protocolo cortesano pero que no por eso dejaba de ser genuinamente hermosa. A su lado, Portugal avanzaba con un paso sereno y controlado, firme como una estatua de mármol clásica que hubiera cobrado vida para bendecir a los mortales con una demostración de gracia terrenal. El vestido celeste, aunque visiblemente estrecho en el busto—donde la tela luchaba valientemente contra las curvas generosas que Francia había querido exhibir en el vestido blanco—y ligeramente ajustado en las caderas, no delataba ni una sola incomodidad en su andar regio. Sostenía entre los dedos un abanico de encaje color marfil, abriéndolo y cerrándolo con una cadencia tan precisa y rítmica que evocaba el eco lejano de una danza de guerra ritual, un morse visual que solo ella conocía completamente. Su cabello castaño, recogido con una sencillez deliberada que contrastaba dramáticamente con los peinados elaborados que la rodeaban, permitía que algunas hebras rebeldes cayeran artísticamente a los lados de su rostro, enmarcando sus facciones con una naturalidad que la suntuosidad artificial del salón no lograba opacar. Sin embargo, lejos de desentonar con la magnificencia del ambiente, su simplicidad relativa creaba un contraste que la hacía destacar de manera diferente pero igualmente poderosa. Las miradas fueron inmediatas y voraces. Los murmullos, inevitables como la gravedad. —Elle brille comme une déesse descendue de l'Olympe... —susurró una dama de la alta sociedad parisina en una mesa lateral, llevándose el abanico a los labios con el gesto teatral que las damas francesas habían perfeccionado durante generaciones—. Qui est cette beauté divine? (Ella brilla como una diosa descendida del Olimpo... ¿Quién es esa belleza divina?) Aragón sintió cada mirada posándose sobre ella como una coronación tácita, como si miles de ojos la estuvieran eligiendo como reina de la noche sin necesidad de votación formal. Y le encantó esa sensación con una intensidad que la sorprendió. A ella siempre le había fascinado ser el centro de atención cuando se trataba de admiración genuina, no de la lascivia babosa que a menudo acompañaba a los eventos diplomáticos. Sintió cómo la confianza florecía en su pecho como una flor que finalmente recibe el sol que había estado esperando durante todo el invierno. Caminó con aún más decisión, con más elegancia consciente, casi flotando sobre el mármol como si las leyes de la física fueran meramente sugerencias que podía elegir ignorar. Sonrió con el aplomo natural de quien ha esperado toda su vida este momento de reconocimiento sin siquiera saberlo. Portugal, en contraste marcado, parecía completamente ajena a las atenciones que la presencia a su lado generaba. Pero era una actuación magistral. No estaba ajena en absoluto. Notaba cada giro súbito de cabeza, cada suspiro ahogado de admiración, cada cuchicheo furtivo que se extendía por el salón como ondas en un estanque perturbado por una piedra. En un ambiente como este, saber quién te observaba, cómo te observaban, y qué pensaban de ti podía ser la diferencia entre la vida y la muerte política. España ya estaba sentado en su lugar asignado—por supuesto que Francia había controlado hasta el último detalle de la disposición de los asientos—con la chaqueta de gala militar impecable pero el cabello ligeramente revuelto, como si la formalidad protocolaria le irritara la piel y hubiera estado pasándose las manos por el pelo durante toda la tarde. Se puso de pie inmediatamente en cuanto las vio acercarse, y alzando una ceja con esa expresión que Portugal conocía desde hace siglos—mitad diversión, mitad exasperación—las observó con una atención y perplejidad contenida que hablaba de conocimiento íntimo. —¿Intercambiaron vestidos a propósito? —inquirió con tono bajo pero cargado de significado, una nota irónica apenas disimulada escondida en su voz. Reconoció inmediatamente los signos reveladores: el vestido blanco le quedaba demasiado grande a Aragón en el pecho—la tela formaba pequeñas ondas donde debería estar tensa—mientras que el vestido celeste le apretaba visiblemente a Portugal en lugares que él conocía con precisión cartográfica. Conocía el cuerpo de ambas mujeres a la perfección, con la familiaridad que solo años de matrimonio pueden crear. No por nada había estado casado con ambas, y técnicamente seguía casado con Aragón. Portugal le sostuvo la mirada con esa calma helada que había perfeccionado durante años de negociaciones diplomáticas imposibles, mientras tomaba asiento en la silla que un criado silencioso había retirado para ella—el asiento que estratégicamente la colocaba entre España y Aragón, formando un triángulo de tensiones históricas. Abrió el abanico con un leve chasquido que sonó como un disparo diminuto en el aire perfumado. —Lo consideré más apropiado para la ocasión. Para ambas —respondió con esa neutralidad que había aprendido a usar como armadura. España suspiró profundamente, dejando caer los hombros con una resignación que había ido acumulando durante meses de vivir las consecuencias de sus decisiones políticas desastrosas. —Sabes perfectamente que él no lo tomará bien. De hecho, probablemente lo tomará como una declaración de guerra personal. Luego sus ojos se posaron directamente en Aragón con una intensidad que Portugal reconoció inmediatamente. La mirada que había visto miles de veces durante su matrimonio, pero rara vez dirigida hacia ella. España observaba a Aragón como si fuera una aparición divina que había descendido específicamente para bendecirlo. El vestido blanco la transformaba en algo etéreo, casi irreal, y él parecía completamente hechizado por la visión. Sus ojos verdes se suavizaron de una manera que Portugal no había visto en años, y una sonrisa genuina se extendió lentamente por su rostro. —Estás... deslumbrante —murmuró España, y su voz llevaba una reverencia que hizo que Portugal sintiera una punzada familiar de algo que no quería identificar como celos. Aragón se sonrojó delicadamente, sus mejillas tomando el color perfecto de rosas al amanecer, y bajó la mirada con esa coquetería natural que parecía tan sin esfuerzo, como respirar. —Tú tampoco te ves mal esta noche, Antonio —respondió con una sonrisa que prometía conversaciones privadas más tarde, y tal vez más que solo conversaciones. España se acercó para retirar la silla de Aragón personalmente, sus dedos rozando "accidentalmente" la mano de ella mientras la ayudaba a sentarse. El contacto duró unos segundos más de lo estrictamente necesario. Portugal, atrapada literalmente en el medio de esta pequeña danza de seducción matrimonial, rodó los ojos con la expresión de alguien que había visto esta misma obra demasiadas veces. La diferencia en la atención que recibían era notable y deliberadamente ignorada por todos los presentes. Mientras Aragón era el centro de todas las miradas—hombres que giraban sutilmente la cabeza para admirarla, mujeres que estudiaban cada detalle de su atuendo con envidia apenas disimulada—Portugal en su vestido celeste modesto pasaba prácticamente desapercibida. Era como si hubiera logrado volverse invisible en una habitación llena de gente, lo cual, reflexionó irónicamente, había sido exactamente su objetivo. Y entonces Portugal lo sintió. Como el frío súbito e inequívoco de una corriente invisible pero tangible deslizándose sobre su nuca, erizando cada vello de su piel con la precisión de una caricia fantasmal. La mirada. Giró lentamente el rostro hacia la fuente de esa sensación, con la calma estudiada de quien no teme al fuego que observa porque ha caminado a través de incendios antes y ha salido victoriosa. Y lo encontró sin dificultad alguna. Al otro extremo del salón, estratégicamente posicionado entre un grupo selecto de diplomáticos de alto rango y figuras ilustres de la corte imperial, estaba Francia. Impecable como siempre. Elegante como un grabado salido de las mejores imprentas francesas, con la copa de vino de Borgoña sostenida entre dedos enguantados y esa media sonrisa característica curvada como una daga recién afilada pero cubierta en terciopelo azul. No participaba en la conversación que se desarrollaba a su alrededor—hombres importantes discutiendo tratados y conquistas futuras. Sus ojos estaban completamente focalizados en ella. Pero sus ojos... Esos ojos azules que lograban ser simultáneamente encendidos y gélidos, como brasas ardientes preservadas en hielo eterno, como el corazón de una llama que no puede ser extinguida pero tampoco puede proporcionar calor. Portugal no parpadeó. No se permitió siquiera el alivio momentáneo de cortar el contacto visual. Sostuvo su mirada con la misma calma imperturbable con que se sostiene una bandera nacional en territorio hostil, sabiendo que bajarla significaría admitir derrota. Alzó el abanico una vez más con una lentitud completamente deliberada, estudiada, y comenzó a abanicarse con movimientos regulares y controlados. No por calor—era invierno, por el amor de Dios, y el salón estaba apenas templado por las chimeneas—sino porque el corsé del vestido celeste, diseñado para una figura considerablemente más pequeña, le oprimía las costillas y los pulmones de una manera que hacía cada respiración un esfuerzo consciente. Pero no cedería terreno. No se movería de su posición. No mostraría incomodidad. Se abanicaba con la naturalidad performativa de quien no tiene absolutamente nada que ocultar y nada de qué avergonzarse. La cena comenzó poco después, marcada por un brindis formal en francés impecable que el mismo Francia pronunció desde su posición de honor, su voz resonando con ecos imperiales calculados por todo el salón hasta llegar a cada rincón donde pudiera haber algún invitado lo suficientemente importante como para necesitar escuchar cada palabra. Las conversaciones subsiguientes fluyeron en múltiples acentos europeos—alemán, italiano, holandés, español—pero todas conducidas obligatoriamente en una sola lengua: el francés que había sido establecido como el idioma de la diplomacia continental. Se sirvieron secuencialmente platos que más parecían pinturas ejecutadas por maestros culinarios: pavo relleno de castañas dulces y especias orientales que habían viajado miles de millas para llegar a esa mesa, acompañado por peras pequeñas cocidas en vino de Champagne, pasteles salados elaborados con masas que requerían días de preparación, y porciones artísticamente dispuestas de pescado ahumado traído desde los fjordos nórdicos. Portugal se permitió saborear conscientemente un bocado del pavo, cerrando los ojos durante un instante breve para apreciar completamente los sabores. Estaba perfectamente cocido, tierno hasta la médula, con un dejo sutil de comino que le recordaba vívidamente algún puerto comercial olvidado de sus expediciones africanas. Las aceitunas negras, dispuestas como pequeñas joyas comestibles alrededor de los platos, la transportaron instantáneamente a su infancia en las colinas romanas: a los días dorados donde el mar aún era una promesa infinita de aventuras por descubrir y no el peso asfixiante de responsabilidades imperiales que se había convertido en su edad adulta. Aragón conversaba animadamente con la joven nación, Rusia de ojos claros y sonrisa tímida, sus frases entrecortadas por risas suaves y cristalinas y miradas que navegaban hábilmente entre la coquetería diplomática y el interés genuino. Era una maestra en ese tipo de conversación—el arte de hacer que un hombre se sintiera fascinante mientras extraía información útil sin que él se diera cuenta. Bélgica, sentada estratégicamente no muy lejos de su grupo, les dirigió una sonrisa cálida y genuina que iluminó su rostro delicado. —Estás absolutamente preciosa esta noche, Aragón —dijo con sinceridad evidente en cada palabra—. Ese vestido parece haber sido diseñado específicamente por los dioses para ti. Aragón se volvió hacia ella con esa vivacidad natural que no podía fingirse ni enseñarse, que simplemente brotaba de su personalidad como agua de un manantial. —Muchas gracias, querida Bélgica. Aunque debo confesar que en realidad es de... Portugal —añadió, dirigiendo una mirada llena de afecto y gratitud hacia la mujer que había hecho posible su transformación nocturna—. Me lo prestó para esta noche. Fue un gesto extraordinariamente noble de su parte. Bélgica asintió con aprobación, su propio vestido dorado resaltando elegantemente contra su piel clara como porcelana y su porte discreto pero innegablemente aristocrático. Su escote era considerablemente menos dramático que el del vestido blanco, menos llamativo que las creaciones más audaces que Francia solía preferir, pero perfectamente armonioso con su figura esbelta y su personalidad naturalmente dulce. —Tú también estás hermosa, Portugal —añadió Bélgica con suavidad genuina, sus ojos reflejando admiración sincera—. El celeste realza maravillosamente el color de tus ojos. Portugal le devolvió una leve inclinación de cabeza en reconocimiento, manteniendo el abanico en movimiento constante, los ojos apenas entrecerrados en esa expresión que había aprendido a usar cuando necesitaba parecer relajada mientras cada fibra de su ser permanecía en alerta máxima. No solo ella, España y Aragón habían sido "cordialmente invitados" como huéspedes forzosos en París. También lo eran Bélgica, Holanda, Italia del Norte, y media docena de otras naciones menores que Francia había decidido mantener cerca "por su propia protección" durante estos tiempos turbulentos. Aunque la mayoría parecían disfrutar de ciertos privilegios y libertades que a ella le eran negados sistemáticamente. Probablemente porque no eran tan abiertamente rebeldes como ella había elegido ser. Probablemente porque habían aprendido más rápidamente las reglas del nuevo juego que Francia había establecido. Tanto Aragón como Bélgica sabían instintivamente cómo actuar como damas en estos ambientes, cómo jugar el complejo juego de la diplomacia siendo mujeres en un mundo de hombres. Con astucia sutil. Con coquetería calculada. Con esa feminidad que podía ser usada como arma o como escudo según las circunstancias lo requirieran. Portugal no había desarrollado nunca esas habilidades, y parte de ella se enorgullecía de esa deficiencia. Pero otra parte, envidiaba profundamente a quienes sí las poseían. La envidia era real y dolorosa. Observaba a Aragón coquetear sin esfuerzo y sentía esa familiar punzada de inadecuación. ¿Por qué a ella no le salía natural esa sonrisa tímida pero prometedora? ¿Por qué no podía inclinar la cabeza de esa manera que sugería inocencia y seducción al mismo tiempo? ¿Por qué cada vez que intentaba coquetear se sentía como una actriz amateur interpretando mal un papel que no comprendía? Tal vez era por su educación profundamente católica, por los años de catolicismo ortodoxo que habían moldeado su carácter durante sus siglos formativos. Le habían enseñado que la modestia era una virtud, que llamar la atención sexual era pecaminoso, que una mujer decente no usaba su cuerpo como arma política. Esas lecciones se habían grabado tan profundamente en su alma que ahora, cuando las circunstancias requerían exactamente esas habilidades, se encontraba paralizada por siglos de condicionamiento moral. Sin embargo, ella siempre había creído férreamente que era capaz de enfrentar y derrotar a otras naciones masculinas en igualdad de condiciones, mano a mano, poder contra poder. Detestaba visceralmente la idea de tener que coquetear o usar su cuerpo como moneda de cambio para conseguir lo que quería políticamente. Prefería mil veces resolver conflictos con espadas desenvainas o batallas navales donde el mérito y la estrategia fueran los únicos factores determinantes del éxito, no la capacidad de hacer que un hombre perdiera el juicio por un escote generoso o una sonrisa prometedora. Y probablemente por esa obstinación suya, por esa negativa a adaptarse a las reglas implícitas del juego femenino en la política europea, su situación actual era considerablemente más complicada y peligrosa que la de sus compañeras de cautiverio. Porque se resistía abiertamente. Porque se negaba a doblegarse. Porque Francia podía vestirla como una muñeca pero no podía hacer que actuara como una. Y algunos hombres—hombres como Francia—encontraban ese comportamiento desafiante infinitamente más atractivo y excitante que si ella le hubiera coqueteado descaradamente desde el primer día. Sin embargo, Portugal no respondió verbalmente al cumplido de Bélgica. Porque sabía con certeza absoluta lo que había logrado esa noche. Sabía que no necesitaba el vestido blanco nacarado ni las joyas de zafiro imperial para hacer una declaración política poderosa. Esa noche, Francia había preparado meticulosamente una escena de dominación, un teatro donde ella sería exhibida como su trofeo más preciado. Y ella había cambiado deliberadamente el final de la obra. Lo sabía. Él lo sabía. Todos en ese salón lo sabían, aunque no todos comprendieran completamente las implicaciones. Era, finalmente, una victoria suya. Pequeña en el gran esquema de las guerras europeas, tal vez. Pero completamente, irrefutablemente suya. Y mientras saboreaba esa satisfacción silenciosa, su mirada vagó casualmente por el salón hasta detenerse en una figura familiar sentada en una mesa lateral. Holanda estaba allí, impecablemente vestido de azul marino con detalles dorados que resaltaban su cabello rubio, conversando animadamente con otros diplomáticos pero con sus ojos grises ocasionalmente dirigiéndose hacia ella con esa intensidad calculada que ella recordaba perfectamente de sus encuentros pasados. Cuando sus miradas se encontraron a través del salón lleno de gente, él alzó ligeramente su copa de vino en un saludo casi imperceptible, sus labios curvándose en esa sonrisa que ella conocía demasiado bien—la misma que había usado durante años cuando trataba de seducirla con promesas de alianzas comerciales mutuamente beneficiosas y puertos compartidos, cuando había atacado sus colonias no por malicia sino como una extraña forma de cortejo que solo otra nación podría comprender. Esa sonrisa que prometía que sus complejos juegos de poder y seducción estaban lejos de haber terminado, que París solo había añadido una nueva dimensión a una danza que llevaban bailando durante décadas. Portugal simplemente rodó los ojos con exasperación contenida y apartó la mirada deliberadamente. Suficiente tenía ya con Francia y sus intentos cada vez más intensos de poseerla como para añadir a Holanda y sus propias ambiciones a la ecuación. Una nación obsesionada con conquistarla era más que suficiente para una vida.
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