Capítulo 18
16 de septiembre de 2025, 17:11
La madera del suelo crujía bajo los tacones de Portugal mientras ascendían los últimos escalones del ala oriental del palacio, acompañada por dos guardias que nunca la dejaban sola—una presencia constante que se había vuelto tan familiar como su propia sombra. Las lámparas de aceite, colgadas en intervalos matemáticamente regulares sobre las paredes revestidas en damasco azul, proyectaban sombras ondulantes que alargaban las figuras hasta convertirlas en formas espectrales y teñían de ámbar dorado el corredor que se extendía vacío ante ella. A lo lejos, la música del salón principal aún vibraba tenuemente, filtrada a través de múltiples paredes y puertas, disuelta por la distancia y la hora tardía: una danza aristocrática desvaneciéndose en ecos melancólicos, como el final inevitable de una ilusión hermosa pero insostenible.
Cada paso que daba la alejaba más del teatro social que había sido la cena, pero la acercaba a la soledad de su habitación—un espacio que Francia había decorado meticulosamente para ella pero que nunca se había sentido como suyo, que olía a lavanda francesa cuando ella prefería la portuguesa, que estaba lleno de objetos hermosos que eran regalos disfrazados de cadenas.
Portugal giró el picaporte dorado de su habitación asignada con movimientos cansados, despidió a los guardias con un gesto silencioso que habían aprendido a interpretar durante semanas de rutina forzada, y entró a su santuario temporal. Cerró la puerta tras de sí con el cuidado de alguien que sabe que cada sonido puede ser interpretado como rebeldía. El aire en su habitación era considerablemente más fresco que el del salón abarrotado, cargado con el perfume tenue de lavanda que aún flotaba desde las sábanas de lino irlandés que las criadas cambiaban diariamente. A ella le encantaba la lavanda, aunque detestaba que fuera la variedad francesa—otra pequeña imposición en una vida llena de ellas.
Apenas cruzó el umbral de mármol, su cuerpo cedió bajo el peso acumulado de horas de actuación perfecta. El corsé del vestido celeste le oprimía el pecho como una armadura demasiado pequeña, los hombros le dolían por la tensión acumulada de mantener una postura real durante toda la noche, y cada hebilla y cordón del vestido ajeno parecía haber sido forjado con plomo líquido que se volvía más pesado con cada hora que pasaba.
Se dejó caer de espaldas sobre el colchón de plumas de ganso, sin importarle la etiqueta o la dignidad. El vestido celeste crujió bajo su peso, protestando contra el movimiento brusco, la tela ajustándose con violencia renovada a su torso comprimido. Sentía como si llevara puesta una cárcel de seda y encaje.
Soltó una risa breve y completamente desprovista de humor, un sonido que se perdió entre las molduras doradas del techo.
—Tendré que dormir con esto puesto —murmuró con voz ronca por el cansancio y la frustración, observando las molduras barrocas que decoraban el techo como si pudieran ofrecerle alguna solución—. No pienso llamar a una criada a estas horas de la madrugada, y sola me es físicamente imposible desatar todos estos cordones sin destruir el vestido de Aragón.
Cerró los ojos con resignación, permitiéndose finalmente relajar los músculos faciales que había mantenido en control perfecto durante horas.
Durante un instante precioso, todo fue silencio bendito. Solo el sonido de su respiración finalmente libre de restricciones sociales. Solo el latido acelerado de su corazón empezando a calmarse después de una noche de tensión constante.
Entonces, el clic.
Metálico. Definitivo. Inconfundible.
La puerta.
Abriéndose.
Sin permiso. Sin invitación. Sin respeto por su privacidad o su agotamiento.
Portugal se incorporó de golpe como si hubiera recibido una descarga eléctrica, el corsé le cortó la respiración violentamente y le envió punzadas de dolor por las costillas. El corazón le martilleaba en el pecho con una violencia que podía sentir hasta en las sienes.
Francia.
Estaba allí, enmarcado en la penumbra dorada del umbral como una aparición que había materializado directamente de sus pesadillas más complejas. Su figura alta llenaba completamente el marco de la puerta, creando una silueta imponente contra la luz tenue del corredor. Llevaba aún el traje de gala: blanco inmaculado con bordados dorados que capturaban la luz como hilos de sol líquido—como si se hubiera vestido deliberadamente para combinar con el vestido que él había escogido meticulosamente para ella, pero que había terminado adornando el cuerpo de Aragón en una inversión que debía haberlo enfurecido.
Su cuello estaba ligeramente desarreglado, la corbata de seda aflojada de una manera que sugería que había estado tirando de ella con frustración. Su cabello rubio, que durante la cena había estado perfectamente peinado según la moda imperial, ahora caía desordenadamente sobre su frente, algunos mechones rebeldes liberados por horas de pasar las manos por él. Su expresión era cuidadosamente inescrutable, pero Portugal podía leer la tensión en su mandíbula, la cólera aún contenida pero hirviendo detrás del barniz de cortesía aristocrática que había mantenido durante toda la noche.
Cerró la puerta detrás de sí con una lentitud deliberada, sin apartar ni por un segundo los ojos de ella, como si fuera un depredador que había finalmente acorralado a su presa después de una cacería larga y frustrante.
—Qué escena tan conmovedora acabas de protagonizar esta noche —dijo en voz baja, con una ironía amarga que parecía gotear venenosa en cada palabra cuidadosamente elegida—. Tú, luciendo tu vestido... prestado, y ella brillando como una diosa con lo que debería haber sido tuyo.Brillant, Portugal. Verdaderamente brillante.
Su voz llevaba esa calma peligrosa que había aprendido a asociar con sus momentos más impredecibles.
Ella no se levantó de la cama.
No se inmutó.
No le dio la satisfacción de mostrar intimidación.
Lo miró con una calma helada que había perfeccionado durante años de negociaciones diplomáticas imposibles, casi peligrosa en su serenidad absoluta.
—¿Disfrutaste tu pequeña victoria personal? —murmuró él, bajando el tono de voz hasta convertirlo en un hilo firme pero afilado como una navaja recién forjada—. ¿Te sentiste muy astuta cambiando las piezas de mi tablero de ajedrez?
Francia avanzó un paso calculado hacia el interior de la habitación. Su aroma llenó inmediatamente el espacio cerrado: vino tinto de la mejor cosecha de Borgoña, el perfume persistente de rosas frescas cortadas al atardecer, lirios blancos recién abiertos, y una nota aguda e inconfundible de enojo masculino sofocado con esfuerzo sobrehumano. Su mirada recorrió la habitación como si fuera la primera vez que la veía, evaluando cada detalle con esa precisión que aplicaba a todo lo que consideraba de su propiedad, luego volvió a posarse en ella con una intensidad que la hizo sentir como si estuviera siendo catalogada, estudiada, diseccionada.
Fría. Calculadora. Posesiva.
—¿De verdad crees que esto fue una rebelión significativa? —inquirió, con una sonrisa ladeada que no llegaba ni remotamente a sus ojos azules—. Aragón puede llevar tu vestido durante una noche, las joyas que elegí para ti, puede capturar toda la atención que yo había planeado que fuera tuya... Pero tú sabes, tan bien como yo, que ese vestido era algo mucho más simbólico que una simple prenda de ropa.
Portugal se incorporó lentamente, con movimientos que hablaban de dignidad real acumulada durante siglos. El corsé se tensó aún más sobre su pecho comprimido, pero no se permitió mostrar incomodidad. Se sostuvo con la elegancia que nacía del orgullo inquebrantable, no del protocolo aprendido, y lo enfrentó con la mirada directa.
—No me interesa en absoluto lo que tú querías mostrar o demostrar con él.
Francia la observó en silencio durante un momento que se sintió eterno, como si estuviera midiendo el alcance exacto de cada palabra, pesando cada matiz de desafío en su voz. Luego se alejó un poco, y comenzó a pasear lentamente por la habitación hasta detenerse frente al tocador de caoba donde ella se cepillaba el cabello cada noche. Sus dedos, largos y aristocráticamente elegantes, se posaron sobre el respaldo de la silla tapizada en terciopelo azul con un gesto aparentemente distraído, pero cargado de posesividad.
—Tú siempre tan altiva —murmuró, su voz tomando un matiz más íntimo, más peligroso—. Convencida hasta la médula de que nada puede alcanzarte si tú no lo permites explícitamente. Tan absolutamente segura de que él vendrá galopando a salvarte como un caballero andante.
Ella frunció el ceño apenas, pero la tensión en sus hombros se intensificó perceptiblemente.
—¿Inglaterra?
Francia rió, pero fue un sonido completamente desprovisto de alegría o humor genuino. Una carcajada seca que sonó más como el chasquido de ramas quebrándose bajo presión, casi cruel en su desnudez emocional.
—Oh, ma chère... No tienes idea de cuánto se ríen de ti las otras naciones europeas cuando pronuncias su nombre como si fuera una oración sagrada, como si invocar a Arthur pudiera cambiar las leyes de la política continental.
Ella no respondió inmediatamente. No porque creyera en sus palabras—había aprendido a desconfiar de todo lo que salía de su boca cuando tenía esa expresión—sino porque las palabras dolían de una manera que no esperaba. Porque dolía que él conociera con tanta precisión sus puntos más vulnerables, que pudiera usar su amor por Inglaterra como un arma contra ella.
Francia se acercó de nuevo, despacio, como un felino que se aproxima a su presa con paciencia infinita.
—¿Sabes qué me irrita más que tu pequeño truco con el vestido? —susurró, su voz bajando hasta convertirse en una caricia venenosa—. Que aún creas sinceramente que tienes opciones reales. Que te baste un gesto simbólico, un abanico agitado con actitud, un cambio estratégico de atuendo para fingir que conservas algo de libertad genuina.
Portugal alzó el rostro hacia él, desafiante, sus ojos turquesa brillando con esa furia helada que él había aprendido a desear con una intensidad que lo aterraba.
—Soy infinitamente más libre que tú, Francia. Aún siendo tu prisionera. Porque tú eres esclavo de tu propia ambición.
Él la miró fijamente, estudiando cada línea de su rostro como si fuera un mapa que necesitara memorizar. Su sonrisa se convirtió en una línea tensa, peligrosa. Luego se inclinó ligeramente hacia ella, acortando la distancia hasta que su voz se convirtió en un aliento cálido contra su piel expuesta.
—Tú me perteneces esta temporada, mon amour. Y no me gusta que mis posesiones más preciadas se repartan como juguetes en manos ajenas.
La observó en silencio durante un momento cargado de electricidad. Sus ojos se deslizaron deliberadamente hacia el escote del vestido celeste, notando cómo la tela se ajustaba de manera casi violenta sobre su torso, cómo el tirante dorado que decoraba el hombro descansaba sobre su clavícula desnuda como una invitación. Vio la forma en que su piel se enrojecía ligeramente donde el corsé la comprimía, la manera en que su respiración se había vuelto más superficial bajo su escrutinio.
Se acercó otro paso, eliminando completamente el espacio personal entre ellos.
Sin decir una palabra, sin pedir permiso, alzó una mano y tomó el hilo del tirante entre sus dedos enguantados.
Y tiró con fuerza deliberada.
Crac.
El sonido fue leve, casi insignificante. Pero el efecto fue absolutamente brutal.
La tela cedió inmediatamente bajo la presión. El escote se deshilachó con un sonido susurrante, dejando un costado completo del vestido abierto en un desgarrón que exponía su pecho y destruía su dignidad vestimentaria de una manera que se sintió más violenta que cualquier golpe físico.
Y Portugal ardía de humillación y rabia.
—¿Estás completamente loco? —susurró, incrédula, su voz temblando no de miedo sino de una furia tan pura que parecía tener temperatura física.
Y lo abofeteó con toda la fuerza que pudo reunir. Un golpe seco que resonó en la habitación como un disparo, cargado con toda la rabia del desprecio acumulado durante semanas de humillaciones sutiles y no tan sutiles.
El sonido cortó el aire como un látigo, creando un silencio súbito y absoluto.
Francis giró apenas la cara bajo el impacto, pero no se inmutó realmente. Ni siquiera pestañeó. Su arrebato de furia física no le causó ni la más mínima molestia—había soportado golpes mucho peores en campos de batalla, y este venía de una mujer que, por muy fuerte que fuera como nación, no tenía la masa corporal para hacerle daño real. Su expresión no cambió ni un ápice. Simplemente la miró de reojo, lentamente volvió la cabeza hacia ella como si absolutamente nada hubiera ocurrido, como si la bofetada hubiera sido una caricia distraída.
—Este vestido es de Aragón —escupió Portugal, temblando de rabia impotente, tratando de cubrir su pecho expuesto con los brazos—. No tenías derecho a...
—Non, mon ange —la corrigió él con voz que se había vuelto un filo helado, cortante—. Ese vestido es mío. Como todos los que llevas puestos. Yo los diseñé personalmente. Yo los pagué con oro de mi tesoro. Si deseo arrancarlos con los dientes como un animal salvaje, lo haré. Si deseo quemarlos hasta convertirlos en ceniza, también lo haré. Son míos. Como tú.
La última frase cayó entre ellos como una declaración de guerra.
—Entonces hazlo —dijo ella con veneno destilado, sus ojos brillando con un odio tan puro que podría haber incendiado París—. Quema todos los vestidos que quieras. Destruye todo lo que has comprado. Pero recuerda esto cada vez que respires: podrás controlar muchas cosas, Francia. Mi ropa, mi ubicación, mis movimientos. Pero nunca a mí. Nunca mi voluntad.
El silencio que siguió cayó como una sentencia de muerte sobre la habitación.
Él la miró durante un momento que se sintió infinito, y en su sonrisa torcida ardía algo más antiguo que el deseo, más primitivo que la lujuria. Algo más cruel y más hambriento.
—¿Non? —murmuró, su voz bajando hasta convertirse en susurro—. ¿Y por qué tiembla tu voz entonces, ma belle?
—Porque estoy furiosa hasta el punto de la violencia. No porque sienta miedo de ti.
"O porque te desee", pensó para sus adentros, pero esas palabras jamás saldrían de sus labios. Jamás le daría esa satisfacción.
Francia bajó la mirada deliberadamente hacia su pecho descubierto, estudiando la piel expuesta con una intensidad que la hizo sentir más desnuda de lo que realmente estaba. Sus dedos, aún enguantados en cuero negro, rozaron el borde roto del vestido con una delicadeza que contrastaba violentamente con la brutalidad de haberlo desgarrado. Subieron lentamente por su cuello, trazando el camino de su pulso acelerado, su mandíbula tensa, hasta llegar a su boca entreabierta por la rabia y la indignación.
Su pulgar se detuvo sobre sus labios, presionando ligeramente.
El calor de sus respiraciones entremezcladas se había convertido en un campo de batalla invisible.
—Eres tan... frustrante —susurró, como si fuera el elogio más hermoso que hubiera pronunciado jamás.
—Y tú, tan... patéticamente predecible.
La tensión entre ellos era absolutamente palpable, cargada de electricidad estática. Ni un soplo de viento se atrevía a disturbar el aire. Solo el latido acelerado de ambos, pulsando con furia y algo mucho más peligroso en el mismo compás desesperado.
Francia bajó la mirada otra vez, despacio, siguiendo el camino del tirante caído del vestido hasta llegar a la piel expuesta de su hombro. Luego subió por su cuello desnudo, notando cómo el pulso le latía visiblemente bajo la piel , su mandíbula tensa por el esfuerzo de mantener el control, hasta llegar finalmente a sus labios entreabiertos por la rabia que no lograba contener completamente. Sus ojos turquesa lo desafiaban con ese fuego helado que lo enloquecía, que lo había estado obsesionando durante meses.
—Puedes romper todos los vestidos que quieras —le dijo ella, firme como una roca contra la tormenta, la voz baja como un cuchillo deslizándose entre los dientes—. Pero no me vas a romper. Nunca.
Esa frase lo inmovilizó por un instante que se sintió eterno. La miró en silencio, procesando las palabras, saboreando el desafío... y sonrió con una satisfacción que prometía peligros futuros.
—¿Sabes qué me vuelve absolutamente loco de ti? —murmuró, acercándose más, hasta que todo su cuerpo se posicionó encima de ella, aprisionándola contra la cama—. Que incluso cuando estás sangrando por dentro, te las arreglas para parecer la vencedora de cada batalla.
Su aliento le rozó la mejilla como una caricia fantasmal. La diferencia de alturas entre ellos era abrumadora, diseñada por la naturaleza para hacer que ella se sintiera pequeña, pero Portugal no retrocedió ni un milímetro. Ni siquiera cuando él levantó una mano y la apoyó—con una delicadeza absurdamente contrastante—en la baranda dorada del dosel detrás de ella, aprisionándola efectivamente.
La miró de cerca, tan cerca que su nariz apenas rozó la suya, tan cerca que podía contar cada pestaña, cada matiz de su piel.
—Y tú —dijo ella, apenas un soplo cargado de calor y veneno—, que ni con todo tu poder imperial, ni con todos tus ejércitos, ni con toda tu arrogancia, logras que te tema realmente. Y eso... te quema por dentro como ácido.
La risa de Francia fue áspera, breve, un chasquido que no llegó a ser alivio ni diversión. Sus ojos la devoraban sin permiso, sin disculpas, desde la clavícula tensa por el tirón violento del vestido hasta la piel expuesta donde el encaje había cedido, mostrando la curva de su pecho que ella intentaba inútilmente ocultar con sus brazos.
—Sabes perfectamente que podría tenerte —susurró, su voz volviéndose grave como una confesión indecente pronunciada en un confesionario—. Aquí mismo. Ahora mismo. Ni Inglaterra con toda su marina, ni España con todos sus arrepentimientos, ni Dios mismo bajando del cielo podrían detenerme. Ni tú podrías detenerme realmente.
Portugal le sostuvo la mirada como si pudiera desnudar su alma con solo eso, como si pudiera hacerle ver todas sus debilidades ocultas.
Francia bajó apenas la cabeza, acercando su rostro al de ella hasta que sus labios—pecadores, hermosos, antiguos como un sacrilegio pronunciado en latín—rozaron sin llegar a tocar realmente la comisura de los suyos. Apenas la promesa susurrada de una condena que ambos sabían que era inevitable.
—Dímelo —susurró con los labios suspendidos sobre los de ella, su voz convertida en un aliento que sabía a vino y a pecado—. Mírame directamente a los ojos y dime que no me deseas. Que no ardes por dentro... como yo ardo por ti.
Portugal tragó saliva con dificultad. Su pecho subía y bajaba con una velocidad que no tenía nada que ver con furia. Con algo más profundo, más peligroso. Algo completamente inconfesable que la aterraba más que cualquier amenaza política.
Porque sí lo deseaba. Desde aquella mañana en el Castelo de Óbidos cuando la había tocado con esa mezcla de reverencia y hambre, cuando si no hubiera sido por el soldado que los había interrumpido en el momento exacto, ella se habría dejado consumir completamente por él, se habría entregado sin reservas a esa pasión que la quemaba desde adentro.
—Te odeio —dijo al fin, pero en su voz había una grieta audible. Un temblor revelador. Una nota musical que definitivamente no era odio puro.
(Te odio.)
Francia cerró los ojos un instante, como si estuviera saboreando esa mentira hermosa, como si fuera el vino más exquisito que hubiera probado jamás.
—La furia —murmuró contra su piel—es solo deseo... con las uñas afiladas y los dientes al descubierto. Y yo también te odio, ma belle. Je te déteste tellement que ma langue brûle de te goûter complètement.
(Te odio tanto, que me arde la lengua por saborearte completamente.)
Ella se quedó inmóvil, como una estatua de mármol que hubiera sido encantada para sentir pero no para moverse. No retrocedía. No cedía terreno. Pero su piel parecía llamarlo, suplicarle en silencio, arder por su toque de una manera que su mente se negaba a reconocer.
Y entonces, cuando Portugal pensó que él la empujaría contra la cama, que la despojaría del orgullo y el vestido por igual, que la devoraría como tantas veces había hecho... retrocedió.
Se alejó de ella como si hubiera sido quemado.
Y algo profundo en ella gimió de frustración, de decepción, de una necesidad que no sabía que había estado sintiendo hasta que le fue negada.
Como un lobo que ha probado sangre fresca... pero aún no está listo para morder.
—Mañana te mandaré un vestido nuevo —dijo sin mirarla, girándose hacia la puerta con movimientos rígidos que traicionaban el costo personal de su autocontrol—. Uno que nadie más podrá arrancarte, que será exclusivamente tuyo.
Su voz había recuperado esa frialdad aristocrática, pero Portugal podía escuchar el temblor oculto debajo.
Y justo antes de salir, antes de abandonar la habitación cargada de tensión no resuelta, giró la cabeza por sobre el hombro sin llegar a mirarla completamente.
Su voz fue un filo bajo, una promesa envuelta en amenaza.
—Sauf moi, bien sûr.
(Excepto yo, claro está.)
La puerta se cerró con un clic suave pero definitivo.
Y Portugal quedó sola, de pie en medio del cuarto cargado con el aroma masculino de él—vino y rosas y algo más oscuro—, con el calor de su cuerpo aún suspendido en el aire como un fantasma que se negaba a desvanecerse.
Con el vestido rasgado colgando de su cuerpo como evidencia de su vulnerabilidad.
Con el orgullo técnicamente intacto, pero tambaleándose.
Con la piel ardiendo como si él aún la estuviera tocando, como si sus dedos hubieran dejado marcas invisibles.
Su respiración tardó largos minutos en calmarse, en recuperar algo que se pareciera a la normalidad.
Y mientras se abrazaba a sí misma, intentando desesperadamente apagar ese temblor que no venía del miedo sino de algo mucho más complicado y peligroso, supo—como se saben las guerras inevitables, como se saben las tormentas que se ven venir desde el horizonte—que esto apenas estaba comenzando.