ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 19

Ajustes de texto

"Someone told me There's no such thing as bad thoughts Only your actions talk."

La noche había sido interminable, arrastrándose con la lentitud cruel de una herida que se niega a sanar. El resplandor pálido de la luna llena se colaba a través de la seda francesa, proyectando sombras inciertas y cambiantes sobre los muros de piedra tallada que Francia había mandado decorar específicamente para ella. El silencio del cuarto era espeso como miel amarga, apenas interrumpido por el murmullo persistente de la brisa otoñal que se deslizaba por los ventanales entreabiertos, trayendo consigo el aroma lejano del Sena y el susurro fantasmal del viento entre los árboles de los jardines imperiales. Portugal yacía aún en la cama de dosel, inmóvil como una estatua yacente, como si el menor movimiento pudiese desatar el vértigo emocional que contenía a duras penas desde que Francia había abandonado su habitación horas antes. El vestido celeste de Aragón colgaba de su cuerpo como un jirón de memoria materializada, como evidencia física de la violencia controlada de la noche anterior. Desgarrado desde el escote hasta la cadera en un tajo irregular que parecía una herida abierta en la tela. El aire nocturno acariciaba su cintura expuesta y sus muslos desnudos con una frialdad punzante, como dedos invisibles pero persistentes que le recordaban constantemente lo ocurrido. Había intentado dormir durante horas. Lo había logrado por momentos breves, fragmentos robados de inconsciencia, pero su cuerpo se negaba a descansar completamente. Su cuerpo recordaba con una precisión dolorosa cada segundo de la confrontación. Y el recuerdo no venía en imágenes ordenadas que pudiera analizar y descartar racionalmente. Venía en sensaciones físicas que la asaltaban sin previo aviso. El peso abrasador de la mirada azul de Francia sobre su piel desnuda. El aliento cálido, suspendido como una promesa sobre su cuello, sin llegar jamás a cumplirse con el beso que había anticipado. El sonido brutal del crujido de la seda al desgarrarse entre sus manos como si fuera papel. La proximidad asfixiante de su cuerpo masculino aprisionándola contra la cama. Y fue esa tensión sexual contenida—ese gesto brutal interrumpido justo en el momento culminante—lo que la persiguió hasta los fragmentos desesperados de sueño que logró arrebatar a la noche. Allí, en el territorio peligroso de los sueños, el tiempo parecía disolverse como azúcar en agua tibia. Estaba de pie en la misma habitación, pero bañada por una luz dorada e irreal, como si todo cuanto la rodeaba hubiera sido sumergido en miel líquida o en el resplandor de miles de velas encendidas simultáneamente. La brisa mecía los visillos con una suavidad fantasmal, creando ondas hipnóticas en la tela que parecían seguir el ritmo de su respiración acelerada. Y él estaba allí. Francia. No en su forma de conquistador imperial arrogante, sino como algo más primitivo, más honesto. No hablaba con esa elocuencia calculada que usaba como arma. No sonreía con esa crueldad estudiada. Solo la observaba con una intensidad muda e impúdica que tenía la capacidad sobrenatural de despojarla de tanto sus defensas emocionales como sus prendas sin mover un solo dedo. Llevaba solo una camisa de lino blanca, desabotonada hasta la mitad del pecho, y esos pantalones ajustados que siempre la habían vuelto loca de deseo. Su cabello dorado caía desordenado sobre su frente, como si acabara de levantarse de la cama donde la había amado hasta el amanecer. Sus ojos azules no parpadeaban, estaban fijos en ella con una concentración que la hacía sentir como si fuera la única mujer que hubiera existido jamás. Se acercó con pasos que no hacían sonido sobre el suelo de mármol, con esa gracia depredadora que había perfeccionado, pero aquí sus movimientos tenían una calidad onírica, como si estuviera caminando a través de agua o aire espeso. Su figura parecía crecer con cada paso, llenando más espacio del que debería ser físicamente posible, hasta que su presencia ocupó toda la habitación, todo su campo de visión, toda su conciencia. Su paso era lento pero inevitable, como un depredador que conocía el ritmo exacto del miedo y el deseo, que había estudiado durante años la manera en que ella respiraba cuando estaba excitada. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para que ella pudiera sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, se detuvo. Su aroma la envolvió como una droga—no solo vino y rosas como en la realidad, sino algo más primitivo, más esencial. Olía a deseo destilado, a noches de pasión recordadas, a promesas no cumplidas que flotaban entre ellos como fantasmas tangibles. Portugal podía sentir su propia respiración volviéndose errática, superficial. El vestido celeste que llevaba—el mismo que él había desgarrado en la realidad—ahora se sentía diferente contra su piel. La tela parecía más pesada, más restrictiva, como si cada fibra estuviera conspirando para recordarle lo que había ocurrido, lo que había estado a punto de ocurrir. Cuando estuvo a un palmo de distancia, lo suficientemente cerca para que ella pudiera aspirar su aroma familiar—vino y rosas y algo más oscuro que no sabía nombrar—bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron la concha de su oreja. Su voz, cuando habló, fue un murmullo rasgado, apenas un roce de aliento cálido que la hizo estremecer de la cabeza a los pies: —¿Quieres que termine de romperlo completamente? Ella no respondió con palabras. No podía formar sonidos coherentes. Su pecho subía y bajaba con una ansiedad que ya no podía distinguir entre furia reprimida y necesidad desesperada. Cada terminación nerviosa de su cuerpo estaba viva, eléctrica, esperando su toque como una tierra reseca espera la lluvia. Francia no esperó su respuesta verbal. Sabía leer su cuerpo mejor que ella misma—conocía cada señal, cada temblor involuntario, cada aceleración de su pulso. Alzó ambas manos y las posicionó con firmeza posesiva en su cintura, sus dedos abarcando el espacio entre sus costillas con una familiaridad que hablaba de cuerpos que se habían conocido íntimamente durante años, que habían memorizado cada curva, cada punto sensible, cada manera de hacerse temblar mutuamente. Sin apuro, sin prisa, sus labios descendieron hasta el escote del vestido celeste. Esta vez no hubo la contención calculada de la realidad. Esta vez no hubo autocontrol o consideraciones políticas. Había solo hambre pura. Sus dientes atraparon el hilo suelto de la costura y tiraron con una lentitud calculada y deliberadamente cruel, como si cada fibra que se rompía fuera una pequeña victoria personal. La seda se deslizó, rendida y susurrante, por su clavícula, dejando al descubierto la piel dorada de su pecho, la línea vulnerable y expuesta de su vientre. Centímetro a centímetro, su boca siguió la trayectoria de la tela que caía, como si el acto mismo de desnudarla fuese un ritual sagrado que había estado esperando completar durante meses de frustración acumulada. Portugal cerró los ojos, entregándose a la sensación. El temblor que recorría su cuerpo ya no era de vergüenza o indignación. Era deseo puro, destilado, imposible de negar o racionalizar. Las manos de Francia la alzaron sin esfuerzo aparente, como si no pesara más que una pluma. Su espalda desnuda golpeó suavemente contra la pared tallada en madera, pero no sintió dolor, solo la solidez reconfortante de algo firme contra lo cual apoyarse mientras el mundo se volvía líquido a su alrededor. Y cuando su nombre escapó de sus labios como una oración involuntaria—"Francis..."—no fue como un reproche o una protesta. Fue un llamado. Una súplica. Una rendición completa. Él la besó entonces con hambre centenaria. Su boca devoró la suya con una violencia contenida pero palpable, y ella respondió con la misma intensidad desesperada. No lo detuvo. No protestó. Lo sostuvo contra ella como si fuera un salvavidas en medio de una tormenta. Lo deseó con una ferocidad que la aterraba. Sus manos hundiéndose en el cabello de él, sus cuerpos presionándose juntos como si quisieran fusionarse en uno solo. Y luego... él descendió. Sus labios abandonaron su boca y la pérdida de contacto fue una pequeña agonía. Pero entonces empezaron a trazar un camino húmedo por su cuello deteniéndose para succionar suavemente el pulso frenético que latía allí. Luego descendió más, su lengua dibujando la delicada línea de su clavícula, luego la suave pendiente de su pecho, su aliento caliente contra su piel. Se arrodilló ante ella con esa especie de reverencia lasciva que siempre la desarmaba completamente, que convertía su resistencia en agua. Sus ojos, oscuros e increíblemente hambrientos, se clavaron en los de ella mientras sus manos se deslizaban por sus costados, sobre la curva de sus caderas. Él se tomó su tiempo explorando cada centímetro de su piel, recordando exactamente dónde tocarla para hacerla temblar, dónde besarla para arrancarle gemidos involuntarios. Sus dedos se crisparon en el cabello rubio de Francia, sin saber si quería empujarlo más cerca o alejarlo para preservar lo que quedaba de su cordura. Un sonido bajo y apreciativo retumbó en su pecho, una vibración que sintió en la médula de sus huesos cuando él se inclinó hacia adelante, y su aliento, tan caliente, inundó su piel más íntima, haciéndola jadear. Su cuerpo se arqueó hacia él involuntariamente, traicionando todos sus intentos de mantener algún tipo de dignidad o control. Se entregó sin reservas a esa boca experta, a esa lengua que sabía exactamente cómo hacerla temblar, cómo arrancarle sonidos que no sabía que podía hacer, al abismo de placer que se abría ante ella como un precipicio tentador... Él empezó no con una lamida, sino con un beso. Una suave presión de sus labios, con la boca cerrada, contra sus labios mayores, que la hizo gemir. Luego otra, un poco más abajo. Entonces su lengua, un punto de calor suave, húmedo y dolorosamente deliberado, recorrió su raja de abajo arriba en un arrastre devastadoramente lento. Oh, Dios. Su cabeza echó hacia atrás, un gemido más fuerte escapó de su garganta. Él lo hizo de nuevo, esta vez aplanando la lengua, lamiéndola con una caricia más amplia y húmeda que lo cubrió con su esencia. Gimió contra ella, el sonido era de puro placer, y la vibración recorrió su clítoris como un rayo. Él la sujetaba con firmeza, sujetándola en su lugar mientras su lengua comenzaba a trabajar con vehemencia. La lamió, deleitándose con un ansia que la mareaba. Podía sentir el roce de su barba incipiente contra la sensible cara interna de sus muslos, una deliciosa fricción que contrastaba con el calor sedoso y resbaladizo de su boca. Rodeó su clítoris con la punta de la lengua, una órbita lenta y tortuosa que la hizo gemir y empujar las caderas hacia arriba, buscando más presión, más fricción, más de él. La estaba consumiendo. Su lengua se convirtió en la herramienta de un artista, pintándola de sensaciones. Rodeó su entrada, jugueteando con el apretado anillo de músculos, hundiéndose en su interior solo una fracción de centímetro, lo suficiente para hacer que sus caderas se sacudieran, antes de retirarse. El mundo se redujo a esa pura sensación. No existía nada más allá de las caricias que él regalaba a su cuerpo, de la tensión que crecía dentro de ella como una tormenta acumulándose en el horizonte. Sus gemidos llenaron la habitación, sin vergüenza, sin restricciones, completamente libres de las consideraciones que la habrían silenciado en la vigilia. Su lengua, ese ágil y húmedo instrumento de tortura y placer, se hundió más profundo. No fue una inmersión exploratoria. Fue una embestida deliberada, profunda y húmeda hasta el centro de ella. Un grito ahogado escapó de su garganta. Sus dedos, aún enredados en su sedoso cabello rubio, se apretaron en puños, sujetándolo allí, en una silenciosa y desesperada súplica por más. Y él se lo dio. Empezó a follarla con la lengua a un ritmo primitivo. Sus dedos se clavaron en la suave carne de la parte interna de sus muslos, marcando sus muslos con sus manos, para mantenerla abierta de par en par para su incesante festín de su boca. Él era un hombre hambriento, y ella era el único alimento que podría saciar un hambre. El sonido era obsceno y gloriosamente húmedo. Un suave y rítmico roce de su boca contra ella, el deslizamiento de su lengua hundiéndose profundamente, los sonidos guturales y hambrientos que emitía al consumirla. Sus propios sonidos no eran mejores, eran una sinfonía de desenredo. Gemidos agudos y lastimeros se unieron a los gemidos profundos y estremecedores que sacudían todo su cuerpo. Sus caderas comenzaron a moverse por voluntad propia, respondiendo a cada embestida de su lengua con una sacudida desesperada, intentando que su lengua la penetre más y más profundamente. Su boca era un milagro de coordinación. Mientras su lengua entraba y salía de ella, su punta dura encontraba un punto en su interior que le hacía ver destellos blancos tras los párpados, la parte plana de su lengua presionaba y raspaba sus labios superiores, hinchados y sensibles. Y sus labios… sus labios la rodeaban, succionando, extrayendo más humedad, haciendo que todo aquel embrollo fuera aún más húmedo. Entonces, cambió de ángulo. Retiró la lengua y un sollozo de pérdida se apoderó de su garganta. Pero fue solo un segundo. Él se reposicionó, sus ojos oscuros recorriendo su cuerpo con fiereza para encontrarse con los de ella, y ella vio la necesidad cruda y sin adornos allí. Era un reflejo de la suya. Era aterrador. Era estimulante. Bajó la boca de nuevo, pero esta vez su enfoque se desplazó hacia arriba. Evitó su entrada y, con una reverencia que se sentía como una marca, tomó todo su clítoris en su boca. Succionó su clítoris, aplicando una presión que la hizo gritar. Luego pasó la lengua sobre el clítoris tenso, rápido e implacable, mientras dos de sus dedos se deslizaban dentro de ella sin resistencia alguna. Él dobló los dedos, encontrando ese punto profundo en ella que la hacía ver estrellas, y presionó. Al mismo tiempo, selló sus labios alrededor de su clítoris y succionó con más fuerza. El efecto fue cataclismo. Ella gritó. Fue un sonido crudo y desgarrado que rompió el silencio onírico de la habitación. Su boca succionándola con una presión firme y rítmica que destrozó todo rastro de su coherencia. Su lengua, esa cosa perversa y maravillosa, no se detuvo. Recorrió la pequeña y dura protuberancia con círculos frenéticos y rápidos, luego se aplastó contra ella, presionando con una presión firme y lánguida que, de alguna manera, era aún más intensa. Él era implacable. La saliva goteaba de sus labios, mezclándose con su propia humedad, resbalando por sus muslos y goteando. El sonido era un chapoteo húmedo y lascivo con cada movimiento de su boca, testimonio de su total inmersión en devorarla. Podía sentir la tensión acumulándose en cada músculo de su cuerpo, concentrándose en un punto específico hasta que pensó que podría volverse loca de la intensidad, alimentado por cada succión, cada embestida desesperada e impulsiva de su lengua cuando abandonaba momentáneamente su clítoris para sumergirse de nuevo. Sus caderas se movían involuntariamente, buscando más presión, más contacto, más de todo lo que él estaba dispuesto a darle. Ella se restregaba contra su rostro, sin pudor, sus caderas moviéndose frenéticamente contra su boca. Sus muslos temblaban violentamente y balbuceaba, un torrente de súplicas incoherentes: "Francis, Francis, Francis, por favor, no pares" Sus dedos la penetraron, su pulgar ahora rodeaba su clítoris dolorosamente sensible mientras su lengua continuaba su diabólico trabajo. El sueño se llenó de los húmedos y obscenos sonidos de su festín, de su placer. El precipicio estaba justo ahí. Ella se tambaleaba al borde, con todo su cuerpo arqueándose, lista para romperse, para estallar en un millón de pedazos de puro placer. Y justo cuando la tensión alcanzó un punto insoportable, cuando su cuerpo se preparó para entregarse completamente al placer que se abría ante ella como un precipicio tentador y aterrador... Y entonces despertó. Y el despertar fue brutal. Fue como caer desde una altura considerable y estrellarse contra la realidad. El cuarto volvía a estar en penumbra gris, despojado de la luz dorada del sueño. Solo la luna, testigo muda de su vergüenza, filtraba su luz fría y acusadora a través de los visillos. El vestido celeste seguía colgando patéticamente de su cuerpo, pero ahora estaba húmedo por el sudor frío que le cubría toda la piel como una segunda piel pegajosa. Su respiración era errática, entrecortada como si hubiera estado corriendo durante horas. El temblor que recorría sus piernas no provenía solo del sueño vivido, sino del ardor real que aún palpitaba entre sus muslos, de la humedad que era evidencia innegable de su traición corporal. El peso de Francia se había ido. El calor de su boca se había ido. Los sonidos, los olores, las sensaciones que la consumían… todo se había ido. Un gemido bajo y gutural de frustración y pérdida escapó de sus labios. Su mano voló entre sus piernas, sus dedos rozando los rizos empapados y enredados de su pulcro vello púbico oscuro. Estaba empapada. Se incorporó con torpeza, llevando las manos temblorosas al rostro como si pudiera arrancarse físicamente de la piel el eco persistente de ese deseo prohibido. Un gemido sofocado escapó de sus labios, cargado de rabia dirigida contra sí misma, de confusión que la hacía sentir como si estuviera perdiendo la cordura, de vergüenza que la quemaba desde adentro, de un deseo que se negaba a ser ignorado o suprimido. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía su cuerpo traicionarla de manera tan absoluta? Después de lo que él le había hecho la noche anterior. Después de la humillación del vestido desgarrado. De la amenaza velada pero clara. De la invasión. Y sin embargo, allí estaba. Jadeando como un animal en celo. Ardiendo por dentro como si tuviera fiebre. Con el corazón latiendo como un tambor de guerra que anunciaba una batalla que no estaba segura de querer ganar. La tela del vestido pegada a su piel, sucia de culpa y de un deseo no consumado pero brutalmente vívido, imposible de negar. «No lo deseo», se repitió con furia desesperada, como si la repetición mental pudiera convertir la mentira en verdad. «Es arrogante hasta la médula. Es cruel sin justificación. Es un conquistador que ve a las personas como territorios por anexar.» Pero su cuerpo... su cuerpo traidor no mentía. El deseo era un pecado que aún no se había cometido con acciones. Solo soñado. Solo deseado en la oscuridad de su subconsciente. Y aun así, la culpa ardía en su pecho como si ya lo hubiera hecho, como si ya se hubiera entregado completamente a él. Portugal cerró los ojos con fuerza, tratando de borrar las imágenes que persistían detrás de sus párpados. Y por un instante, solo uno, deseó desesperadamente no recordar el calor de esa boca entre sus muslos, la habilidad de esas manos sobre su piel, la manera en que él podía hacerla temblar con solo una caricia bien dirigida. Pero lo recordaba todo con claridad cristalina. Lo recordaba demasiado bien. Recordaba noches pasadas, cuando la política europea era menos complicada, cuando podían ser amantes sin que eso significara traición a todo en lo que creía. Recordaba la forma en que Francia la había tocado entonces, como si fuera algo precioso y peligroso a la vez. Recordaba cómo la había hecho sentir—poderosa y vulnerable simultáneamente. Y eso era lo peor de todo. No que Francia la deseara con esa intensidad obsesiva que rayaba en la locura. Sino que, en algún rincón oscuro e inconfesable de su alma, en un lugar que se negaba a ser iluminado por la luz de la razón... ella también lo deseaba. Con la misma intensidad. Con la misma desesperación. Con la misma hambre que la estaba consumiendo desde adentro como un fuego lento pero implacable. Se quedó allí sentada en la cama, abrazándose a sí misma, mientras las primeras luces del amanecer comenzaban a filtrarse por las ventanas, prometiendo un nuevo día de resistencia que cada vez se sentía más frágil. Y supo, con la certeza terrible de las verdades que no se pueden negar indefinidamente, que esto estaba lejos de terminar.
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