Capítulo 20
17 de septiembre de 2025, 16:46
Apenas había despuntado el alba cuando golpearon a la puerta con esa cadencia específica que utilizaba el personal del palacio—tres toques suaves pero firmes, espaciados según el protocolo imperial que Francia había establecido para todo, incluso para las interrupciones matutinas.
Portugal ya estaba despierta, o más bien, no había logrado conciliar el sueño en toda la maldita noche.
Las horas se le habían escurrido interminablemente entre sábanas que no solo estaban arrugadas por su agitación constante, sino que amanecieron húmedas—no de sudor sino de algo más vergonzoso que se negaba a reconocer verbalmente. Su cuerpo había traicionado durante el sueño lo que su mente se empeñaba en negar durante las horas de vigilia. Podía sentir la evidencia pegajosa de su excitación nocturna entre sus muslos, un recordatorio físico e innegable de exactamente qué tipo de sueños había tenido y cómo había reaccionado su cuerpo a ellos.
Su cuerpo había permanecido en un estado de agitación constante, cada terminación nerviosa parecía estar viva, eléctrica, recordando sensaciones que técnicamente no habían ocurrido pero que se sentían más reales que la realidad misma.
Las sábanas perfumadas de lavanda francesa—ese aroma que ahora asociaba con su cautiverio—llevaban ahora también el aroma almizclado de su propio deseo, mezclándose de una manera que la hacía sentir como si estuviera durmiendo en la evidencia de su propia debilidad.
La noche la había sorprendido dando vueltas sin descanso entre sábanas que parecían haberse impregnado no solo del perfume habitual de lavanda, sino también de un aroma ajeno, masculino, que aún flotaba en el aire como un fantasma insolente que se negaba a desvanecerse con las horas. Podía jurar que olía a vino tinto, a rosas frescas, a esa colonia específica que Francia usaba y que ahora parecía haberse filtrado en cada fibra de la habitación.
La tela celeste de su vestido estaba hecha jirones patéticos. El escote, desgarrado hasta límites completamente indecorosos por las manos de Francia la noche anterior, dejaba expuesta considerablemente más piel de la que ella se sintiera cómoda mostrando, aún en la supuesta tranquilidad y privacidad de su habitación. La seda, ahora estirada y rota en múltiples lugares, le ceñía el torso con una crueldad casi simbólica, como si la prenda misma pretendiera castigarla físicamente por los pecados que había cometido en el territorio prohibido de sus sueños.
Y el sueño...
Oh, Dios santo... el sueño.
Había intentado expulsarlo de su mente con la disciplina férrea que había desarrollado durante años de entrenamiento militar y diplomático. Contó meticulosamente, en voz baja como una letanía, los nombres de los grandes navegantes de su patria: Vasco da Gama, Bartolomeu Dias, Pedro Álvares Cabral. Recitó de memoria fragmentos completos del Tratado de Tordesillas, invocó en su mente mapas detallados de rutas marítimas que había memorizado durante su juventud, constelaciones enteras que había usado para navegar en noches despejadas cuando el mundo parecía menos complicado.
Absolutamente nada funcionó.
La imagen del sueño volvía una y otra vez, insidiosa y persistente como una melodía que se niega a abandonar la cabeza.
La boca de Francia descendiendo lentamente por sus muslos con una paciencia tortuosa, sus dientes jugando deliberadamente con su piel y dejando pequeñas mordidas posesivas a su paso, las manos firmes como anclas sosteniéndola contra la pared mientras el mundo se desvanecía a su alrededor. El murmullo grave de su voz susurrando promesas y obscenidades en francés sobre la piel ardiente, palabras que la hacían temblar incluso en el recuerdo borroso del sueño.
Nada lograba disipar completamente la memoria vívida de aquel cuerpo masculino alzándola como si no pesara más que una pluma, sujetándola contra la pared tallada con una fuerza que le robaba el aliento de una manera que era tanto aterradora como excitante, mientras susurros en francés le encendían en el vientre, y que sin esfuerzo aparente la había embestido contra la madera con una mezcla brutal de deseo animal y dominio calculado.
Fue solo un sueño, se repetía con desesperación. Solo un producto de su subconsciente torturado y su frustración sexual acumulada.
Pero su cuerpo traidor no lo sabía. Su cuerpo no distinguía entre la fantasía nocturna y la realidad diurna.
Cada vez que cerraba los ojos, incluso por un segundo, el recuerdo regresaba con una claridad vívida que la dejaba sin aliento. El calor abrasador, el peso masculino contra ella, la voz ronca murmurando su nombre como una oración blasfema. La manera en que, en el sueño, se había dejado llevar completamente, sin resistencia alguna, sin el orgullo que normalmente la definía. No. Peor aún: lo había buscado activamente. Lo había deseado con una desesperación que la avergonzaba hasta la médula.
—Maldição... —susurró hacia el techo ornamentado, mientras los primeros hilos dorados de luz matutina se filtraban tímidamente por entre los pesados cortinados de terciopelo azul.
(Maldición.)
El deseo era un traidor que vivía en su propio cuerpo. Y la culpa que lo acompañaba era un látigo de púas que la flagelaba sin descanso.
—Que vergonha... —murmuró con voz quebrada, cubriéndose el rostro con ambas manos temblorosas, como si pudiera borrar físicamente el rubor ardiente que le quemaba las mejillas desde que había despertado.
(Qué vergüenza.)
Por eso, cuando las criadas entraron discretamente tras una reverencia muda y perfectamente ejecutada, portando una caja alargada de terciopelo carmesí que parecía contener promesas peligrosas, Portugal apenas logró disimular el temblor involuntario de sus manos.
—Su Excelencia el Mariscal desea que se vista apropiadamente para el almuerzo de esta tarde —anunció una de ellas con la mirada respetuosamente baja, su voz apenas audible, como si comprendiera intuitivamente lo inapropiado del encargo y quisiera minimizar su participación en él.
El Mariscal.
Francia.
El título formal no conseguía disfrazar la realidad de lo que él era para ella ahora: su captor, su obsesión, el hombre que había invadido no solo su país sino también sus sueños más íntimos.
El nombre le cayó al estómago como una piedra lanzada al fondo del mar, hundiéndose hasta las profundidades más oscuras de su ser y arrastrando consigo cualquier tranquilidad que hubiera conseguido acumular durante la madrugada.
Portugal se irguió con lentitud calculada, cada movimiento controlado a pesar de que sentía los músculos tensos bajo el vestido destrozado. No pronunció palabra alguna mientras las jóvenes criadas abrían la caja con movimientos ceremoniosos y desplegaban, con una delicadeza que rayaba en lo reverencial, el vestido nuevo sobre la cama de dosel como si fuera una ofrenda en un altar pagano.
Era rojo.
No un rojo discreto que pudiera pasar desapercibido en un salón diplomático, ni un rojo moderado que respetara las convenciones sociales. Era un rubí vivo, profundo, intenso, casi obsceno bajo la luz tibia y dorada del amanecer parisino. El color parecía tener vida propia, pulsando con una intensidad que prometía llamar la atención de todos los hombres en cualquier habitación donde hiciera su aparición.
La seda brillaba como sangre recién derramada y pulida hasta alcanzar la perfección. Lo acompañaban accesorios cuidadosamente seleccionados: guantes largos de un blanco perla impecable que contrastarían dramáticamente con el rojo intenso, un corsé ceñido con cordones tan finos como crueles que prometían moldear su figura de maneras que serían imposibles de ignorar, y una gargantilla de encaje negro, bordada meticulosamente con pequeñas piedras granate que centelleaban como ojos maliciosos bajo la luz cambiante.
El escote del vestido era insultantemente osado, diseñado por alguien que conocía exactamente las dimensiones de su cuerpo y había decidido exhibirlas sin subterfugios.
No insinuaba con coquetería. Mostraba con descaro.
Era una línea indecorosa que había sido calculada precisamente para exhibir la generosidad de su busto con total descaro, no para sugerirlo con la sutileza que dictaban las normas sociales. El diseño completo gritaba intenciones que no tenían nada que ver con diplomacia o cortesía.
Una prenda confeccionada no para conversar en salones civilizados, sino para ser mirada, admirada, deseada. No para facilitar la diplomacia europea, sino para la seducción pura y sin disfraces.
No era simplemente un vestido. Era una sentencia vestimentaria. Una declaración de guerra librada en el campo de batalla de la sensualidad.
—É muito... sensual... —murmuró Portugal con voz queda y un leve estremecimiento que no logró ocultar completamente.
(Es demasiado sensual.)
Los vestidos anteriores que Francia le había proporcionado habían sido sensuales, ciertamente, diseñados para resaltar su feminidad de maneras que la incomodaban. Pero este ya bordeaba directamente el territorio del abuso psicológico.
Una de las doncellas, la más joven del grupo y aparentemente la más atrevida, esbozó una sonrisa cómplice que hablaba de secretos compartidos entre mujeres que entendían perfectamente las intenciones masculinas.
—Su Excelencia el Mariscal lo escogió personalmente para usted esta mañana, madame. Supervisó cada detalle de la confección.
"Como todos los anteriores," pensó Portugal con amargura creciente, recordando la colección de vestidos provocativos que la obligo a usar y que había sido curada específicamente según los gustos de Francia.
Portugal sintió cómo se le helaba la sangre en las venas, una sensación de frío que se extendía desde su corazón hasta las puntas de sus dedos.
—Não há outra opção? —inquirió, permitiendo que un dejo de súplica genuina se filtrara en su voz, abandonando temporalmente la dignidad real en favor de la desesperación humana.
(¿No hay otra opción?)
Las jóvenes criadas intercambiaron una mirada breve pero elocuente, cargada de incomodidad y comprensión mutua.
—Es el único vestido nuevo que ha llegado esta mañana, madame —respondió la mayor con cuidado diplomático—. Los demás vestidos de su guardarropa... fueron retirados durante la madrugada, por orden directa del Mariscal.
Por supuesto. Francia había decidido que aquello no era una sugerencia cortés, sino un mandato imperial que no admitía negociación o alternativas.
Le quedaban exactamente dos opciones: el vestido rubí que parecía diseñado específicamente para convertirla en un objeto de deseo... o los harapos irreparables de la noche anterior que la dejarían prácticamente desnuda.
Se sentó lentamente en el diván tapizado, manteniendo la espalda recta a pesar del cansancio emocional que amenazaba con quebrarla, contemplando el vestido rojo como si fuese una criatura venenosa que había sido colocada deliberadamente en su camino.
No era una prenda diseñada para ser llevada en negociaciones diplomáticas serias, ni para caminar con dignidad por los pasillos de mármol del palacio. Era un atuendo específicamente confeccionado para ser observado, admirado, para provocar que la desearan sin reservas. Para exhibirse como una obra de arte erótica.
No era simplemente un vestido provocativo. Era una humillación psicológica envuelta en seda de la mejor calidad.
Una exhibición de poder que demostraba exactamente quién controlaba incluso los aspectos más íntimos de su existencia diaria.
Y ella lo comprendía con perfecta claridad.
—Parece uma peça de bordel... —musitó con amargura que no se molestó en disimular.
(Parece una prenda de burdel...)
Las criadas, educadas desde la infancia en el arte aristocrático de la indiferencia selectiva, fingieron diplomáticamente no haber escuchado el comentario. Colocaron con orden meticuloso las piezas complementarias sobre el tocador de caoba: los guantes blancos, las joyas granate, el corsé que prometía ser tan hermoso como incómodo. Y aguardaron en silencio respetuoso.
Portugal alzó la vista hacia el espejo dorado que dominaba la pared opuesta.
El vestido celeste destrozado ya no ocultaba absolutamente nada. Uno de sus pechos había quedado completamente expuesto al aire matutino, y la tela restante colgaba de su cuerpo como evidencia tangible de lo que paso la noche anterior.
Y aunque detestaba con cada fibra de su ser la osadía calculada del traje rubí, no podía negar objetivamente su belleza técnica. Era impecable en su confección, perfectamente diseñado según las últimas tendencias de la moda parisina. Francia tenía un gusto atrozmente certero para la ropa femenina, como si hubiera estudiado durante años exactamente qué tipo de prendas harían que una mujer se viera irresistible.
Porque las había estudiado. A todas. Durante siglos.
Portugal lo había visto en acción en innumerables recepciones diplomáticas: la forma en que su mirada evaluaba automáticamente a cada mujer que entraba en una habitación, catalogando mentalmente qué colores resaltarían su piel, qué cortes acentuarían su figura, qué joyas complementarían sus facciones. Era un conocimiento que había adquirido no por casualidad sino por dedicación obsesiva al arte de la seducción. Francia coleccionaba mujeres como otros hombres coleccionaban arte, y como cualquier coleccionista serio, había perfeccionado su capacidad para realzar la belleza de sus adquisiciones.
Eso la irritaba aún más que la prenda misma. Saber que era solo una más en una larga línea de mujeres que él había vestido, desnudado, y exhibido según su capricho personal.
—Não me resta escolha, não é? —murmuró, dirigiéndose no a las criadas sino a su propio reflejo fragmentado en el espejo.
(No me queda opción, ¿no?)
El proceso de vestirse se convirtió en una forma de tortura refinada. El vestido rojo estaba frío al tacto inicial, pero envolvía su cuerpo con una precisión implacable, como un guante de hierro forrado en terciopelo y disfrazado de lujo aristocrático.
El corsé la obligaba a mantener el torso erguido en una postura que alzaba sus pechos como una ofrenda involuntaria a cualquier mirada masculina que se posara en ella. Cada pliegue de seda había sido diseñado específicamente para resaltar sus curvas más prominentes, no para ocultarlas con modestia femenina.
Los guantes perla se deslizaron por sus brazos hasta los codos, encajando como una caricia obligada que la hacía sentir como si estuviera siendo vestida por manos invisibles que conocían su cuerpo con intimidad.
Y la gargantilla de encaje negro, cuando se cerró alrededor de su cuello, se sintió exactamente como lo que era: una cadena elegante disfrazada de adorno.
Cuando las criadas recogieron su cabello castaño en un moño alto, trenzado con esmero profesional, y colocaron un pequeño broche de granates y encaje negro que completaba el conjunto, Portugal suspiró con una resignación que sonó más a derrota que a aceptación.
Se veía... magnífica. Incluso ella tenía que admitirlo.
Y se sentía... completamente expuesta. Como si estuviera caminando desnuda por los pasillos del palacio a pesar de estar técnicamente cubierta de pies a cabeza.
Las criadas terminaron su trabajo en silencio reverencial, admirando el resultado final con una satisfacción profesional discreta pero evidente.
Una de las criadas, la más joven del grupo, dio un paso atrás para contemplarla en su totalidad. Sus ojos se iluminaron con admiración genuina que no logró disimular completamente.
—Está... espléndida,madame. Como una reina salida de los cuentos.
Portugal alzó una ceja con expresión escéptica.
Se giró apenas hacia el espejo, observando su reflejo con una expresión que mezclaba disgusto y reconocimiento reluctante de su propia belleza.
Luego, ladeó la cabeza ligeramente y murmuró con una sonrisa tensa que no llegaba a sus ojos:
—Sim. Uma rainha... de bordel.
(Sí. Una reina... de burdel.)
Las otras dos criadas disimularon una risa nerviosa detrás de sus manos.
La joven enrojeció visiblemente, bajando la mirada con vergüenza, aunque una sonrisa traviesa seguía jugando en las comisuras de sus labios.
—Se eu aparecesse assim na corte de Lisboa, os bispos me excomungavam antes mesmo do aperitivo.
(Si yo me presentara así en la corte de Lisboa, los obispos me excomulgarían antes del aperitivo.)
—Entonces es afortunada de estar en París,madame —se atrevió a comentar la más atrevida del grupo.
—Afortunada no es precisamente la palabra que usaría para describir mi situación actual —replicó Portugal con sequedad elegante.
—¿Desea que avisemos a Su Excelencia el Mariscal que está lista para el almuerzo? —preguntó otra de las criadas con tono comedido y profesional.
Portugal dudó durante un momento que se sintió eterno. Un leve salto en su pulso, perceptible en la base de su cuello, delató su inquietud creciente.
No podía recibirlo. No así. No vestida específicamente para tentar y seducir. No después de su sueño erótico. No después de la confrontación de ayer en esta misma habitación. No con su cuerpo aún recordando sensaciones que técnicamente no habían ocurrido.
—Digam-lhe que estou... indisposta. —respondió con voz baja pero firme, cada palabra cuidadosamente medida.
(Díganle que estoy indispuesta.)
—¿No bajará al salón principal, madame?
—Hoje, não.
(Hoy, no.)
No con este vestido que la convertía en una invitación ambulante. Porque no era solo Francia quien estaría presente con su mirada hambrienta y posesiva. También estaría España, quien había sido bastante claro su deseo de que Francia la "compartiera" con él como en los viejos tiempos cuando la política era menos complicada. O Holanda, quien no había apartado su mirada evaluadora de ella durante todo el banquete de ayer.
Suficiente tenía ya con las complejidades de navegar el deseo de un hombre obsesionado con conquistarla.
No se les iba a entregar en bandeja de plata a ninguno de ellos, sin importar cuánto su cuerpo traidor pudiera estar deseando exactamente eso.
Aún si una parte profunda y prohibida de ella ansiaba la atención, sus creencias católicas arraigadas durante siglos se lo impedían con la fuerza de la convicción religiosa.
Las criadas asintieron con reverencias perfectamente ejecutadas y abandonaron la estancia con discreción.
Y Portugal quedó sola con su reflejo y sus pensamientos turbulentos.
Se sentó con delicadeza en el borde del diván, sintiendo cómo el corsé la obligaba a mantener la espalda erguida como si estuviera a punto de comparecer ante un tribunal supremo para ser juzgada por crímenes que aún no había cometido pero que había deseado con intensidad.
Y en cierto modo, así era exactamente como se sentía.
Porque Francia vendría a buscarla. Tarde o temprano. Era inevitable como la salida del sol.
Y cuando llegara ese momento, no debía permitirle mirarla directamente a los ojos.
Porque si lo hacía, si sostenía esa mirada azul que parecía ver a través de todas sus defensas, él sabría inmediatamente lo que había soñado durante la noche.
Sabría cómo había amanecido entre sus sábanas—húmedas y perfumadas de deseo.
Sabría que su resistencia se estaba desmoronando como un castillo de arena bajo la marea.
Y eso, Portugal no se lo podía permitir bajo ninguna circunstancia. Era la última línea de defensa que le quedaba entre la dignidad y la rendición completa.