ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 21

Ajustes de texto

"These fatal fantasies

Giving way to labored breath

Taking all of me

We've already done it in my head"

Estaba sentada junto al ventanal de su habitación, con la postura rígida de alguien que ha decidido contemplar el jardín toda la tarde sin propósito alguno más que evitar pensamientos peligrosos, cuando la puerta se abrió de golpe, sin el protocolo habitual de golpes anunciadores. Francia. Entró con esa naturalidad arrogante que sólo tiene el dueño absoluto de un espacio. El cuarto era suyo, evidentemente. El palacio también. Todo en París parecía obedecerle automáticamente: las alfombras persas amortiguaban su paso como si fueran cómplices silenciosos, los muros revestidos en damasco parecían inclinarse ante su sombra proyectada, incluso el aire parecía moverse según su voluntad. Era su imperio personal en cada detalle. Y, sin embargo, se detuvo abruptamente al verla. Portugal lo notó inmediatamente. Ese segundo exacto, casi imperceptible, en que sus pasos seguros se interrumpieron. Se quedó de pie como una estatua, una mano aún en el picaporte dorado, simplemente mirándola con una intensidad que hizo que el aire de la habitación se espesara hasta volverse casi sólido. No la miraba con sorpresa—Francia raramente se sorprendía por algo. La observaba con escrutinio puro, con esa mirada suya tan característica, tan intrínsecamente francesa, tan devastadoramente personal, que no necesitaba palabras para desnudar psicológicamente a quien tuviera adelante. Era una mezcla densa e intoxicante de deseo masculino crudo y autoridad imperial que se le desbordaba por los ojos azules cuando permanecía en silencio, cuando permitía que su expresión hablara en lugar de su elocuencia habitual. Portugal tragó saliva con esfuerzo visible, sintiendo cómo la simple presencia de él alteraba el equilibrio químico de la habitación. De pronto, el vestido que llevaba—ese rubí profundo con escote cuadrado que Francia había elegido específicamente para ella—se sentía más corto de lo que recordaba haber sido esa mañana. Más osado en sus líneas. Más deliberadamente pecaminoso en cada pliegue diseñado para exhibir en lugar de ocultar. Apartó la mirada con un gesto que pretendía ser discreto pero que resultó demasiado consciente, demasiado calculado para pasar desapercibido ante los ojos entrenados de Francia. —No acudiste a romper el ayuno esta mañana —dijo él finalmente, con voz tan contenida que resultaba más punzante que una recriminación abierta—. Tampoco al almuerzo que había mandado preparar especialmente. Fuiste declarada indispuesta por tus criadas. Debo confesar que eso me inquietó considerablemente. No había dulzura en su tono controlado, pero tampoco la acritud que habría mostrado con cualquier otro súbdito desobediente. Era esa frialdad particular suya que aparecía siempre que algo no encajaba perfectamente en el esquema meticuloso que tenía planeado, cuando alguna pieza de su tablero de ajedrez personal se negaba a moverse según sus cálculos. —Me duele el estómago —respondió Portugal sin mirarlo todavía, manteniendo los ojos fijos en los jardines que se extendían más allá del cristal como si el paisaje pudiera ofrecerle refugio. —¿Ah, sí? —replicó él, dando un paso calculado más dentro de la estancia, el sonido amortiguado de sus botas de cuero italiano perdiéndose completamente en la alfombra oriental que cubría el suelo de madera oscura—. Qué curioso y conveniente. Porque a mis ojos entrenados, estás en un estado absolutamente impecable. Su voz llevaba esa calidad aterciopelada que había aprendido a asociar con peligro inminente. Ella no replicó inmediatamente. Permaneció sentada en su posición junto al ventanal, con la vista obstinadamente fija más allá del cristal, como si el horizonte parisino pudiera salvarla mágicamente del presente que se cernía sobre ella. El silencio creció entre ellos, espeso como hiedra silvestre enredándose lentamente alrededor de dos árboles hasta ahogarlos. Entonces, Francia se acercó con esos pasos medidos que había perfeccionado durante años de intimidar enemigos políticos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para que ella pudiera oler su colonia—esa mezcla familiar de bergamota, flores y algo más oscuro que no lograba identificar—alzó la mano enguantada. Con una lentitud absolutamente deliberada, pero sin titubeo alguno, tomó su mentón entre los dedos cubiertos de cuero negro. La presión fue firme pero no violenta, irresistible pero no brutal. La obligó a girarse, a mirarlo directamente, a enfrentar esos ojos azules que parecían ver a través de todas sus defensas cuidadosamente construidas. —Menteuse —susurró, y no lo hizo con cólera o decepción, sino con algo infinitamente peor: con esa certeza absoluta que sólo nace en quienes conocen todos los gestos del otro, cada respiración alterada, cada micro-expresión que traiciona la verdad. (Mentirosa.) Sus rostros estaban peligrosamente cerca ahora, lo suficiente para que Portugal pudiera contar cada pestaña que enmarcaba esos ojos que la estudiaban como si fuera un manuscrito en un idioma que solo él podía descifrar. No había furia en su expresión, ni la severidad que mostraba en las reuniones diplomáticas. Solo intensidad pura, concentrada, una intensidad tan poderosa que abría grietas en las defensas más férreas que Portugal había construido. Portugal no replicó porque no confiaba en su voz para mantenerse firme. Su garganta se había contraído involuntariamente, como si los músculos se hubieran endurecido bajo la intensidad de esa mirada. Pero el rubor que comenzaba a subirle lentamente por el cuello, apenas disimulado por el encaje negro de la gargantilla, lo dijo absolutamente todo. Podía sentir cómo su pulso se aceleraba, un latido errático que estaba segura de que Francia podía escuchar. Francia no retiró la mano de su mentón. La sostuvo en esa posición vulnerable, estudiándola con la fascinación de un científico observando una reacción química en desarrollo. Observó cómo el color ascendía gradualmente desde la base de su cuello hacia sus mejillas. Cómo los labios se entreabrían apenas lo suficiente para permitir respiraciones más aceleradas. Cómo los dedos se crispaban involuntariamente sobre la tela roja del vestido, aferrándose a ella como si fuera un salvavidas. Sus ojos ya no esquivaban su mirada. Ya no resistían el contacto visual. Lo miraban con una intensidad que hablaba de rendición silenciosa. Ella mantenía el rostro erguido con toda la dignidad real que pudo reunir, los labios tensos en una línea que pretendía ser desafiante, pero su cuerpo la traicionaba de maneras que no podía controlar. Ya no eran solo sus ojos los que la delataban—toda ella se había convertido en un libro abierto que Francia leía con la facilidad de quien conoce cada página de memoria. Su respiración se había vuelto más superficial, más rápida, haciendo que sus pechos se alzaran y descendieran de manera visible bajo el corsé ajustado. El aire parecía haberse vuelto más espeso en la habitación, y cada inhalación requería un esfuerzo consciente. Y no miraban precisamente a los ojos. Miraban su boca. Miraban su boca con una fascinación que rayaba en la hipnosis, como si sus labios ejercieran una atracción magnética que no podía resistir. Su lengua salió involuntariamente para humedecer sus propios labios, un gesto nervioso que solo sirvió para llamar más atención hacia su boca. Francia ladeó apenas la cabeza con esa gracia felina que había perfeccionado, como un tiburón que olfateaba sangre en el agua y sabía que la cacería estaba llegando a su fin inevitable. —Curioso... —murmuró, con apenas una sombra de sonrisa curvando las comisuras de sus labios—. Si no te conociera tan íntimamente como te conozco, pensaría que tu sonrojo se debe a algo considerablemente más interesante que una simple indisposición estomacal. Ella frunció ligeramente el ceño y se incorporó de su asiento en un intento desesperado de buscar distancia física, pero su cuerpo parecía haberse tornado ajeno a su voluntad consciente. Sus movimientos eran demasiado lentos, demasiado vacilantes, como si estuviera moviéndose a través de miel espesa. Y Francia lo notaba todo. Lo saboreaba como un vino particularmente exquisito. Sus ojos descendieron, fugaces pero deliberados, hacia los labios entreabiertos de ella, estudiando la forma en que su respiración se había alterado. —Quizá... —dijo con lentitud tortuosa, degustando cada sílaba como si fuera un veneno dulce que estuviera administrando gota a gota— soñaste conmigo anoche. Portugal palideció instantáneamente, como si toda la sangre hubiera abandonado su rostro de golpe. No respondió porque no pudo formar palabras coherentes. Su garganta se había cerrado completamente. Pero sus ojos se abrieron apenas un segundo más de lo debido, dilatándose con una sorpresa que confirmó todas las sospechas de Francia. Y él lo sintió como un golpe sordo de satisfacción, como un estremecimiento de victoria compartida que recorrió su cuerpo. —Ah... —exhaló con la satisfacción de un cazador que acaba de ver a su presa caer en la trampa perfecta, y esta vez la sonrisa fue plena, peligrosa, completamente desprovista de compasión—. Lo sabía. Qué escándalo delicioso. La virtuosa Portugal soñando indecencias nocturnas. Ella intentó apartar el rostro de su agarre, pero la verdad ya había sido servida en bandeja de plata, confesada por su propio cuerpo sin necesidad de palabras. —¿Qué fue exactamente lo que hice en ese sueño? —inquirió él bajando la voz hasta convertirla en un murmullo grave, acercándose tanto que su aliento cálido rozó la mejilla de ella como una caricia fantasmal—. ¿Te arranqué este hermoso vestido que elegí para ti, acaso? Y mientras hablaba, rozó con los dedos la tela rubí que descansaba sobre su pecho, el contacto tan leve que podría haber sido accidental, pero ambos sabían que nada en Francia era jamás accidental. Portugal jadeó involuntariamente, un sonido suave pero audible que llenó el espacio entre ellos. Su pecho se alzó bruscamente bajo el corsé, presionando involuntariamente contra su mano por un segundo antes de que se diera cuenta de lo que había hecho, sin embargo él aprovecho para apretar su pecho, sus ojos se oscurecieron visiblemente, mientras observaba cómo el cuerpo de ella respondía a su toque, a como la apretaba. Pudo ver cómo se endurecían sus pezones a través de la tela fina del corsé, una reacción que ella no podía controlar ni ocultar. Portugal cerró los ojos con fuerza, pero eso solo sirvió para intensificar todas las otras sensaciones. Su propio cuerpo parecía haberse vuelto hipersensible, cada terminación nerviosa despierta y esperando, todo debido al sueño de anoche. No era decoroso para una mujer de su estatus, de su educación católica, confesar con palabras lo que él había hecho en su sueño. Lo que había hecho su lengua entre sus muslos mientras ella se arqueaba y gemía su nombre como una oración blasfema. Prefería morir antes de confesarlo verbalmente. Cuando abrió los ojos, Francia estaba observándola con una intensidad que la hizo sentir como si estuviera siendo devorada visualmente. Sus ojos recorrieron su rostro, deteniéndose en sus labios entreabiertos, en sus mejillas enrojecidas, en la base de su cuello donde podía ver su pulso latiendo erráticamente. —Ou foi mais...? —musitó él, cambiando al portugués con esa fluidez que siempre la desarmaba, como si conociera todos los idiomas de su alma, mientras su mano bajaba por su vientre. (¿O fue más...?) No había burla en su voz ahora. Solo una curiosidad sutil, paciente, inquietantemente genuina. Como quien escucha una confesión sin necesidad de palabras, quien lee secretos escritos en el lenguaje corporal. —Dímelo,ma chère. Me consumes literalmente de curiosidad. Y la sonrisa que siguió no fue la de un amante tierno. Fue la de un conquistador que acaba de encontrar una ciudad abierta, sin muros, sin defensas, completamente vulnerable a su merced. —És um bastardo... —susurró ella con voz temblorosa, entre dientes apretados. Las palabras no sonaron a reproche indignado. Sonaron a rendición absoluta. (Eres un bastardo.) —Je le remarque—replicó él con una sonrisa lenta e insolente, saboreando cada temblor involuntario que le nacía a ella en la piel, lamiéndose los labios con anticipación depredadora. (Lo estoy notando.) Ella no se apartó de él. Al contrario. Sus pupilas se dilataron hasta volverse casi negras, los labios se entreabrieron involuntariamente buscando más aire, los dedos se aferraron al pliegue de su falda como única ancla a una voluntad que se desvanecía como humo. Lo sabían ambos con certeza absoluta. La resistencia ya no habitaba en el cuerpo de ella. —Admítemelo, Portugal... —ronroneó él, su mano apretando fuertemente su cintura, acercándolo a él — no has dormido por mi culpa. Estás así por mi culpa. Tu cuerpo me recuerda, me desea, me necesita. Y lo sabes. Y te agrada más de lo que quieres admitir. No le dio margen para fingimientos ni negaciones. La besó. Con la certeza absoluta de quien ya ha vencido, de quien sabe que el cuerpo se ha rendido mucho antes que la conciencia, de quien comprende que las batallas más importantes se libran en el territorio del deseo. Sus labios se apoderaron de los de ella con una posesividad que rayaba a la violencia, pero Portugal, aunque una parte diminuta de su mente quiso resistirse, se derritió contra él. Sus labios, que habían estado tensos por la resistencia, se suavizaron involuntariamente bajo los de él, moviéndose en una danza que él dirigía con maestría absoluta. Abrió su boca inconscientemente, permitiendo que Francia profundizara el contacto de una manera que la hizo temblar desde la raíz del cabello hasta las puntas de los pies. Su lengua se deslizó entre sus labios con una habilidad que la hizo gemir involuntariamente, explorando su boca con movimientos que eran tanto arte como conquista. Y ese sonido sirvió para hacer que Francia sonriera con satisfacción contra sus labios, y ella pudo sentir esa sonrisa, esa arrogancia masculina que la enfurecía y la excitaba a partes iguales. Su lengua jugaba con la de ella de maneras que la hacían temblar desde la raíz del cabello hasta las puntas de los pies. Era como si Francia hubiera convertido el simple acto de besar en una forma de arte sensual, cada movimiento calculado para volverla loca de deseo. La presión del beso la hizo abrir la boca aún más, sin pensarlo, permitiendo que Francia profundizara el contacto hasta que sintió que se ahogaba en él. Sus labios se movían contra los de ella con una seguridad que hablaba de años de experiencia y conquistas, pero también con una intensidad específicamente dirigida hacia ella, como si estuviera poniendo toda su considerable experiencia al servicio de poseerla completamente. Sus manos, que habían estado aferradas a su falda, se alzaron involuntariamente hacia él. Sin darse cuenta, sus dedos se hundieron en la tela de su chaqueta militar, aferrándose a él como si fuera lo único sólido en un mundo que se había vuelto líquido. Francia, por su parte, no pudo ocultar completamente su propia reacción. Su respiración se había vuelto más pesada, más controlada, como si estuviera luchando por mantener la compostura. Podía sentir la tensión en sus músculos donde ella lo tocaba, la forma en que su cuerpo se había endurecido contra el de ella de maneras que hablaban de su propio deseo, pero lo manejaba con la maestría de quien está acostumbrado a dominar situaciones, incluso cuando su propio cuerpo respondía. Había una satisfacción depredadora en la forma en que observaba cada una de sus reacciones, como un conquistador catalogando las defensas que caían una por una. Era como si la besaba reclamando un territorio que le pertenecía por derecho, como si estuviera sellando un contrato que ella ya había firmado en sueños. Después, sus labios se apartaron de su boca pero no de su cuerpo. Descendieron lentamente por la línea de su mandíbula, bajaron por el cuello con una lentitud calculada para volverla loca. Su aliento cálido rozaba la piel expuesta de ella, provocando ondas de piel de gallina que se extendían desde el punto de contacto hasta cada terminación nerviosa de su cuerpo. Y entonces dejó la primera marca. Una mordida deliberada sobre la base del cuello, justo donde nacía la clavícula, donde la piel era más sensible y donde sabía que cada toque se sentiría amplificado. Sus dientes se hundieron lo suficiente para dejar evidencia, para marcarla como suya de una manera que ningún vestido podría ocultar completamente. Portugal jadeó audiblemente, su cuerpo arqueándose involuntariamente hacia él. Podía sentir cómo su piel se calentaba bajo su boca, cómo los nervios enviaban ondas de sensación que se irradiaban desde el punto de contacto hasta lugares que no debería mencionar. Sus dedos se crisparon en la tela de la chaqueta de Francia, aferrándose con más fuerza. Francia gruñó suavemente contra su piel al sentir su reacción, un sonido grave que vibró contra su cuello y la hizo temblar. Un sonido que sonó más de satisfacción que de pérdida de control. Era el gruñido de un cazador que ve a su presa exactamente donde la quería. Su respiración se mantuvo controlada incluso cuando se hizo más profunda, como si incluso su excitación fuera algo que administraba según su voluntad. La segunda marca llegó sobre la curva del hombro, donde el corsé rojo apenas cubría la piel dorada por el sol mediterráneo. Allí sus dientes se clavaron con más decisión, más posesividad, y el gemido que escapó de los labios de Portugal fue tembloroso, completamente indecoroso para una mujer de su posición. Sus piernas comenzaron a fallarle. Literalmente. Podía sentir cómo se volvían inestables, como si los músculos hubieran olvidado cómo sostener su peso. Su respiración se había vuelto errática, entrecortada, cada exhalación cargada de pequeños sonidos que no podía controlar. Francia notó inmediatamente la debilidad en sus piernas y sus manos se movieron para sostenerla, presionándola más firmemente contra él, y Portugal pudo sentir la dureza de él contra su cuerpo y eso solo la hizo jadear más fuerte, su rostro enrojeciendo aún más. La tercera mordida fue más atrevida. Francia había deslizado los dedos bajo la tela del vestido con movimientos que hablaban de años de experiencia, que ya rayaba lo ofensivo y allí, sobre la curva superior de su pecho derecho, dejó una marca más prolongada, más intensa, que le arrancó a Portugal un jadeo audible, el sonido ahogándose en su garganta. Su cuerpo se arqueó violentamente hacia él, buscando más contacto. Sus manos se movieron hacia su cabello, hundiéndose en los mechones dorados y tirando ligeramente, aferrándose a él para mantenerse en equilibrio. Francia gimió contra su piel al sentir sus dedos en su cabello. Su respiración se había vuelto pesada, irregular, y Portugal podía sentir cómo el control que él mantenía tan cuidadosamente comenzaba a resquebrajarse. De todas formas, Francia no se detuvo ahí. Una cuarta marca se dibujó en el nacimiento del escote, donde la piel era aún más sensible, y Francia la selló con un beso lento y húmedo, como si estuviera lamiendo y succionando la confesión directamente de su piel ardiente. Sus labios continuaron deslizándose por su cuello, bordeando el encaje negro de la gargantilla que había elegido para ella. Allí dejó otro mordisco leve. Luego otro, más abajo, en la curva donde el cuello se encontraba con el hombro. Sus manos, decididas y expertas, delinearon su cintura ceñida por el corsé, memorizando cada curva, y la empujaron suavemente hacia atrás mientras su pierna presionaba entre las de ella, creando una fricción ardiente que la hizo jadear. Ella retrocedió sin darse cuenta, sin resistencia, como si sus pies se movieran por voluntad ajena. Y cuando finalmente reaccionó y quiso recuperar el control, su espalda ya reposaba contra los ventanales fríos. El vidrio estaba helado contra su piel expuesta. El cuerpo de Francia, en cambio, ardía como un horno contra ella. Portugal se aferró desesperadamente a los pliegues de la cortina de terciopelo detrás suyo, intentando no caer completamente, pero ya había caído en todos los sentidos que importaban. —Tu vas finir par aimer être à moi —murmuró Francia contra su cuello, dejando otra de sus marcas posesivas sobre la piel que ya se veía salpicada de evidencias de su pasión, como si estuviera saboreando un vino raro y peligroso que había estado esperando probar durante años. (Vas a acabar adorando ser mía.) Sus dedos ya tanteaban las cintas del corsé con movimientos que hablaban de experiencia y determinación, sus manos inquietas pero increíblemente hábiles. Portugal cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo el deseo se convertía en una traición dulce que le recorría toda la espina dorsal y le robaba completamente el juicio, pero podía sentir la evidencia física de su erección presionando contra ella a través de las capas de tela Su respiración se había vuelto completamente errática, entrecortada, cada exhalación cargada de pequeños sonidos involuntarios que no podía suprimir. Su cuerpo entero parecía vibrar con una tensión que se acumulaba en su centro, una presión que crecía con cada caricia, cada mordida, cada susurro contra su piel. Estaba completamente perdida y ambos lo sabían. Francia, por su parte, mantenía ese control que lo caracterizaba incluso mientras su cuerpo respondía a ella. Pero entonces... —¡Francia! La puerta se abrió con estrépito, el sonido del picaporte golpeando contra la pared resonando como un disparo en la habitación cargada de tensión sexual. Portugal se paralizó instantáneamente, como si hubiera recibido una descarga de electricidad helada. España acababa de entrar sin invitación a su habitación, y por la expresión de su rostro, había visto exactamente lo que había pasado.
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