Cuidado con el cíborg
12 de septiembre de 2025, 14:21
Llevaba meses persiguiendo cada rumor, cada susurro en cualquier cantina de mala muerte, o en los muelles de los puertos espaciales. John Silver no dejaba escapar una sola pista sobre el paradero de ese escurridizo reptiliano, Billy Bones. Pero empezaba a agotársele la paciencia.
Sabía con certeza que Bones poseía la clave para encontrar el Tesoro de los Mil Mundos. Era el último miembro vivo de la temida tripulación de Flint… y eso lo convertía en el objetivo más valioso del Etherium.
El cíborg se recostó en su silla, haciendo que la madera crujiera bajo el peso desigual de su cuerpo. La taberna estaba situada en una remota estación espacial, lejos de cualquier ruta comercial concurrida y de la habitual ruta de la armada espacial.
Su ojo cibernético recorrió el lugar: completamente vacío, salvo por el tabernero, un alienígena alto y escuálido de piel grisácea que secaba vasos con un trapo mugriento, y dos mercantes en un rincón, enfrascados en lo que parecía un intercambio de mercancía de dudosa legalidad.
El lugar era perfecto para pasar desapercibido. No era una de esas tabernas ruidosas con parroquianos habituales que mataban el tiempo bebiendo y apostando. No. Era un establecimiento pequeño, sumido en penumbras, con el hedor persistente del alcohol rancio impregnando el aire.
Era un sitio donde las miradas duraban lo justo, donde nadie hacía preguntas y donde cualquier negocio podía cerrarse si se pagaba bien. Allí estaba Silver, sentado en una mesa oscura, esperando a su informante. El contacto debía darle por fin el paradero de Billy Bones.
Llegaba tarde. Y al viejo cíborg no le gustaba esperar.
Le habían asegurado que esta vez la información era fiable, que lo llevaría directo hasta esa vieja salamandra huidiza. Silver no sabía si creerlo, pero estaba dispuesto a averiguarlo… de una manera u otra.
Su vaso estaba vacío. Lo giró lentamente entre sus dedos antes de llenarlo de nuevo con whisky lunar, su favorito: fuerte, oscuro y con carácter. Bebió el contenido de un trago, sin inmutarse, aunque era ya su tercera copa. Pocas veces se emborrachaba; el alcohol apenas le afectaba gracias a su resistencia natural.
El líquido ámbar le quemó la garganta y, paradójicamente, lo calmó. Aun así, su ojo cibernético no dejaba de escanear la entrada.
Entonces, la puerta se abrió.
Un hombre cruzó el umbral, dejando que la penumbra de la taberna lo envolviera.
El hombre se acercó a la mesa, con paso cauteloso, la capucha, cubriéndole buena parte del rostro. Silver no necesitaba verlo del todo; su ojo cibernético ya había registrado la tensión en su postura y el leve temblor de sus manos.
—Llegas tarde—dijo Silver, con voz grave, sin levantar la vista de su vaso.
—He tenido que dar un rodeo para llegar hasta aquí. Tengo que pasar desapercibido —se justificó el hombre.
—Déjate de escusas, y ves al grano. ¿Qué sabes de Bones? —le cortó Silver con tono amenazante.
El informante tragó saliva antes de hablar.
—Bones… Billy Bones. Lo han visto en las islas flotantes de la Gran Nube de Magallanes.
Silver ladeó la cabeza, calculando mentalmente la distancia. Un día y medio de viaje desde donde estaban. Su instinto había vuelto a guiarlo en la dirección correcta.
—Interesante… —murmuró, dejando que una media sonrisa se dibujara en su rostro.
Abrió una bolsa y dejó caer sobre la mesa unas cuantas monedas. El tintineo del metal llenó el silencio espeso.
—Lo acordado —dijo, empujando las monedas hacia el informante.
Luego se levantó despacio. Caminó hacia la barra para pagar el whisky, su pierna mecánica marcando un compás metálico en el suelo de madera gastada, y salió de la taberna. Ya había oscurecido, aunque no lo podía saber a ciencia cierta, ya que se encontraba en un pequeño callejón, donde la luz apenas se dejaba ver. Enseguida, el viento del Ethereum lo golpeó y respiró hondo, desintoxicándose del ámbito rancio de la taberna.
Se disponía a buscar a su tripulación, cuando escuchó a sus espaldas que alguien más salía de la taberna.
—Faltan monedas. —siseó el informante.
—Eso es lo acordado.
—No, no lo es… —La voz del informante cambió, a una más amenazante.
Silver escuchó el inconfundible chasquido de una pistola de plasma al ser desenganchada de su funda. Sonrió, casi divertido.
En un movimiento tan rápido como letal, su brazo cibernético se transformó. La mano se plegó, las piezas mecánicas se reacomodaron con un zumbido seco, y de la muñeca emergió un sable afilado que destelló bajo la tenue del callejón.
Antes de que el informante pudiera apuntar, Silver se giró con precisión. El filo describió un arco limpio. Un segundo después, el hombre se desplomaba al suelo, llevándose una mano al cuello en un intento inútil de contener la sangre.
Silver lo observó sin expresión. Ni un rastro de remordimiento. Se agachó, tomó las monedas de las manos del tipo y se la guardó. Había planeado pagarle menos desde el principio, provocarlo, y luego eliminarlo.
Nadie debía saber que estaba tras Billy Bones. Silver enderezó su abrigo, se ajustó el sombrero de tres picos y caminó como si nada hubiera ocurrido. Sus pasos eran tranquilos, pero cada pisada resonaba en el asfalto adoquinado.
Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó su vieja pipa, junto con la bolsa de tabaco. Tomó un puñado y lo acomodó con calma, como si tuviera todo el tiempo del universo. Con un pequeño mecanismo de su brazo mecánico, encendió la pipa; la chispa azul iluminó su rostro por un instante. Aspiró una bocanada profunda y exhaló lentamente, dejando que el humo formara volutas perezosas que flotaron hasta perderse en la penumbra.
Sin apartar la mirada del horizonte de la estación, puso rumbo hacia el muelle donde lo esperaba la mayor parte de su tripulación.
Era hora de zarpar.
El muelle de la estación espacial bullía de actividad. Los cargadores iban y venían con cajas de suministros, y el olor a combustible y metal oxidado impregnaba el ambiente.
Al lado del barco, un grupo de mujeres llamaba la atención de la tripulación, lanzando miradas y sonrisas sugerentes. Algunas reían con descaro, otras fingían indiferencia mientras sus ojos medían a los mercantes adinerados que estuvieran dispuestos a ser generosos con sus pagos.
Silver llegó a la pasarela de su con paso seguro, su pierna mecánica marcando un compás metálico.
—Tomad lo que queráis, muchachos —ordenó con voz grave, sin dejar de caminar.
La tripulación soltó carcajadas de entusiasmo y no tardaron en dispersarse, cada uno siguiendo sus propios vicios. Silver, sin embargo, ya tenía la mirada puesta en una en particular: una mujer de curvas, generosas y sonrisa descarada; como le excitaban las fogosas.
En cada puerto buscaba algo así: una compañía fugaz que le hiciera olvidar, aunque fuera por unas horas, los problemas y los enemigos que lo perseguían, además de pasar un buen rato.
Ella lo observó acercarse, sin miedo. Y Silver sonrió, con ese brillo en los ojos que combinaba deseo y peligro. En cuanto lo tuvo delante, lo miró arriba abajo, sin prisa, como si evaluara un cargamento valioso que estaba a punto de ser subastado.
—Vaya, vaya… —dijo con voz grave y dulce a la vez—. El famoso cíborg.
Silver sonrió ladeando la cabeza, tomando una calada de su pipa antes de contestar:
—Famoso… o infame, depende a quién le preguntes.
Ella dio un paso más cerca, lo bastante para que pudiera percibir su perfume especiado, una mezcla de flores sintéticas y canela.
—¿Y cuál de los dos te consideras, capitán?—preguntó ella con una sonrisa ladeada, inclinándose para mostrar su generoso busto.
—No sé, si quieres, puedes descubrirlo tú misma si vienes conmigo, guapa —respondió Silver con una mueca divertida. No era hermosa, pero tampoco fea. Lo que más llamaba la atención de la mujer eran sus fascinantes curvas, pero Silver era bueno camelando a la gente con sus palabras, hasta el punto de manipularlas.
Ella soltó una breve carcajada. No era la risa nerviosa de quien se asusta, sino la de alguien acostumbrado a tratar con hombres peligrosos.
—Me gustan los que saben lo que quieren —dijo, jugando con un mechón de cabello—. Pero… aquí nada es gratis.
Silver acercó su brazo mecánico a su cinturón, sacó una pequeña bolsa de monedas y la hizo tintinear, sin apartar la mirada de ella.
Ella tomó la bolsa, pesándola en la mano con gesto profesional. Después, lo miró con una chispa de desafío.
—Entonces, capitán… ¿Subimos a bordo o prefieres un rincón más privado de esta estación?
Silver inclinó la cabeza, su ojo cibernético destellando a la luz de los faroles del muelle.
—A bordo. Vamos a mi camarote.
Ella sonrió y lo tomó del brazo. Juntos caminaron hacia la nave, mientras la tripulación también se divertía con otras pelandruscas que buscaban dinero fácil.
Silver, como siempre, conseguía exactamente lo que quería.
Tras una hora, la tripulación había terminado de cargar los últimos suministros. Cada hombre había saciado, a su manera, los vicios y deseos que la estación ofrecía. Y Silver después de pasar un buen rato, echó a la mujer del barco sin remordimientos, pues él vivía sin ataduras y promesas. Se vistió y subió a cubierta a preparar la tripulación para el despegue.
—¡Señor Turnbuckle! Ponga rumbo 6,2,1,1.
—Rumbo 6,2,1,1. ¡A sus órdenes, capitán!
El barco encendió sus motores, desprendiendo un rugido profundo mientras las velas solares se desplegaban, captando la luz distante de estrellas cercanas. La nave se elevó con elegancia, dejando atrás la estación y poniendo proa hacia su próximo destino: las Islas Flotantes, en la Gran Nube de Magallanes.
Silver permanecía en la cubierta, su pipa entre los labios, observando el horizonte estelar con la certeza de que la caza estaba por comenzar.
El trayecto fue rápido, pero la paciencia de la tripulación estaba prácticamente agotada. Llevaban meses siguiendo el rastro de Billy Bones, y cada parada sin resultados solo aumentaba su frustración. No querían nombres ni rumores. Querían oro. Querían el tesoro de Flint que tanto les había prometido Silver.
Cuando por fin, a través de la bruma estelar, aparecieron las siluetas iridiscentes de las Islas Flotantes de la Gran Nube de Magallanes, un murmullo recorrió la cubierta. El aire se cargó de expectativa.
Silver, desde la rueda del timón, ordenó maniobrar con precisión. No atracarían en un puerto concurrido. Buscarían un muelle apartado, lo bastante discreto para que su llegada pasara inadvertida.
Era hora de cazar, y el viejo cíborg sabía que en esta cacería la discreción valía más que ir de frente y a cañonazos.
El barco descendió suavemente entre nubes densas teñidas de tonos púrpura y dorado. Las Islas Flotantes aparecían suspendidas en el aire, enormes masas de roca cubiertas de vegetación y conectadas por puentes de madera y metal que crujían al vaivén de los vientos. En sus bordes, cascadas infinitas se derramaban hacia el vacío, convirtiéndose en bruma luminosa que flotaba bajo las plataformas.
Silver eligió un muelle apartado, apenas iluminado por faroles de aceite y ocupado por un par de embarcaciones mercantes. Maniobró para atracar sin llamar la atención. Sus hombres descendieron en silencio, ajustándose los abrigos y ocultando sus armas.
—Oídos abiertos, bocas cerradas —ordenó Silver con un gruñido mientras su pierna mecánica retumbaba sobre la pasarela—. Bones es muy escurridizo y sabe que lo buscamos.
El grupo se internó por callejones estrechos que olían a especias, óxido y humedad a causa de la constante bruma en el aire. Pasaron frente a tabernas donde marineros de todas las especies jugaban a las cartas, y a tenderetes donde se vendían desde piezas de motor de segunda mano hasta frutas muy raras de ver.
En su camino, Silver se cruzó con un gorgoliano de escamas verdes, con el ojo izquierdo cubierto por un implante rudimentario. El cíborg le lanzó una mirada fija.
—Busco a un viejo amigo… piel verdosa, con varias cicatrices en la cara, sobre todo en el hocico, y además cojea —dijo, dejando caer una moneda sobre el mostrador de un puesto de bebidas.
El gorgoliano sonrió con una hilera de dientes irregulares.
—Ese viejo lagarto… —dijo con voz grave—. Lo vi hace un par de noches. Preguntando demasiado. Diría que buscaba un sitio para esconderse.
Silver sintió que su instinto se encendía como un motor al rojo vivo. Bones estaba cerca.
—Bien, muchachos —dijo en voz baja a su tripulación—. Mantened los ojos abiertos. El que lo vea primero… le daré 100 drublones.
Silver avanzaba por una callejuela estrecha, su brazo mecánico reflejando la luz tenue de uno de los soles de ese sistema, solo se escuchaba el leve zumbido de uno de sus engranajes de su oído, que iba al compás de sus pasos. La bruma espesa de las Islas Flotantes se arremolinaba a su alrededor, ocultando parcialmente las figuras que se movían más adelante.
Y entonces lo vio.
Una sombra conocida cojeaba entre la multitud: piel verdosa, hocico marcado por cicatrices, algo jorobado por la edad y cojeando. Llevaba un abrigo negro y un tricornio del mismo color, como con un color oscuro fuera hacerle invisible al mundo, pero ese porte era inconfundible, era él. Billy Bones.
—Ahí está… —susurró Silver, y en un instante la calma desapareció de su rostro.
Bones, como si sintiera el peso de esa mirada sobre su espalda, giró la cabeza. Sus ojos se abrieron como platos al reconocer al cíborg.
—¡Maldición! —gruñó, y echó a correr.
Silver reaccionó al instante.
—¡Lo tengo, muchachos! ¡Tras él! —rugió a su tripulación por el comunicador. Y activó el modo rastreo de su comunicador para que sus hombres supieran dónde estaban en ese momento.
La persecución comenzó. Bones se abrió paso a empujones entre vendedores y clientes de los tenderetes de un mercadillo improvisado. Derribó una pila de cajas llenas de frutas translúcidas, que estallaron en un estallido de jugo iridiscente. Silver saltó sobre los restos sin perder el ritmo, su brazo mecánico ajustándose a modo pistola de plasma con un chasquido mientras apartaba obstáculos con fuerza descomunal.
Bones giró por un puente estrecho que unía dos plataformas. El viento silbaba alrededor, empujando la estructura con violencia. Silver no vaciló y lo siguió, cada paso haciendo rechinar la pasarela.
—¡No escaparás esta vez, Bones! —bramó Silver, su brazo mecánico apuntándole para dispararle en cualquier momento.
Bones se lanzó hacia una plataforma secundaria, donde había una pequeña nave esférica de un pasajero, anclada y lista para partir. El viejo reptiliano subió de un salto, liberó las amarras y encendió los motores.
Silver llegó al muelle justo cuando la nave se elevaba. Durante un instante, sus miradas se cruzaron: el miedo de Bones y la determinación implacable de Silver.
—Corre, vieja salamandra… —murmuró Silver con una media sonrisa, observando cómo la nave de Bones se alejaba entre la bruma—. Corre a donde quieras.
Activó el comunicador en su muñeca mecánica.
—¡Muchachos, traed la nave! —ordenó con voz grave—. Nos vamos de cacería.
La orden no tardó en cumplirse. Parte de la tripulación había permanecido a bordo, lista para despegar en cuanto él lo indicara. Los hombres que habían desembarcado con él ya se habían reunido en el muelle, alertados por la señal del comunicador.
En cuestión de minutos, el casco oscuro de su navío emergió entre la neblina, deslizándose como un depredador silencioso. Las velas solares captaron la tenue luz estelar, desplegándose con elegancia amenazante.
Silver subió por la pasarela, seguido de cerca por sus hombres.
—¡A bordo, rápido! —rugió el cíborg.
En cuanto estuvieron todos en posición, la nave viró con agilidad y aceleró, persiguiendo la estela luminosa que había dejado la pequeña nave de Bones.
Silver se apoyó sobre la baranda, observando el horizonte con paciencia, mientras su ojo de cíborg ya calculaba la distancia que había entre su barco y la otra nave.
—No importa cuán lejos corras, Bones —susurró para sí mismo—. Te atraparé y me haré con ese mapa.
La nave de Silver cortaba el espacio como un depredador tras su presa. La pequeña embarcación de Bones zigzagueaba, intentando aprovechar cualquier corriente solar para ganar velocidad, pero Silver sabía que solo era cuestión de tiempo.
Se giró hacia su artillero, un alienígena de piel marrón, rechoncho y de ojos rojos que brillaban con malicia.
—¡Meltdown! —rugió Silver—. Apunta a la vela de babor. Quiero que frene, no que explote.
Meltdown sonrió, mostrando dientes irregulares.
—Será un placer, capitán.
El artillero ajustó la mira del cañón de plasma, calculando la trayectoria mientras el objetivo se movía a toda velocidad.
—Espera… espera… —murmuraba, siguiendo el patrón de la nave de Bones.
Silver observaba, con calma, su brazo mecánico apoyado sobre la baranda.
—Cuando estés listo, Meltdown…
—Listo.
El disparo retumbó en toda la cubierta. Un proyectil de plasma cruzó el vacío como una flecha ardiente y golpeó de lleno la vela lateral de la nave de Bones. La tela energética se rasgó, liberando un estallido de chispas azules.
En la distancia, la pequeña nave perdió estabilidad, reduciendo drásticamente su velocidad. Bones luchó por controlarla, pero Silver ya sabía lo que vendría después.
—Y ahí está… —murmuró con satisfacción.
La nave averiada descendió en espiral, obligada a buscar un lugar de aterrizaje de emergencia.
—¡Onus! ¿Qué planeta tenemos allí abajo? —preguntó el cíborg.
—¡Montresor, mi capitán! Un planeta minero. — respondió un alienígena de la raza Optoc, por sus múltiples ojos.
Frente a ellos, el planeta Montresor se desplegaba en toda su magnitud, con su cielo encapotado y su puerto espacial suspendido como una joya en la atmósfera.
Silver sonrió de lado.
—Preparad un bote, bajaremos unos cuantos al planeta.
Ya casi podía oler ese maravilloso tesoro.
En Montresor, más concretamente en la posada Benbow, Jim estaba sentado sobre el tejado, oxidado, distraído, lanzando piedrecitas que rebotaban con un sonido hueco. Desde allí vio a su hermana Lizzie salir con paso ligero, rumbo a la taberna del pueblo.
Cerca de él, una ventana abierta dejaba escapar fragmentos de una conversación. Su madre y el doctor Delbert hablaban dentro, y, como siempre, el tema era Lizzie… y él.
—Sarah, no sé cómo lo haces —decía Delbert—. Llevar el negocio, incluso con la ayuda de Elisabeth… y, además, criar a un delinquen—… digo, a un delicioso chico como Jim —se apresuró a corregirse.
Sarah soltó un suspiro cansado.
—¿Qué lo consigo dices? Me he quedado sin recursos, Delbert. —Su voz arrastraba el agotamiento de todo el día y la frustración por el nuevo lío de su hijo menor—. Desde Leland hizo aquello… ya sabes… Jim no ha sido el mismo. Y tampoco Elisabeth. Ese día nos marcó a todos… pero sobre todo a ellos.
—Lo sé, Sarah —respondió el doctor con voz más baja—. Fue… terrible.
Sarah continuó, con el tono quebrándose entre la preocupación y la tristeza.
—Jim es tan inteligente… Se construyó su primera tabla solar a los ocho años. Pero suspende en la escuela, se mete en líos, y cuando intento hablar con él, siento que hablo con un desconocido. Y Lizzie… ¿Te crees que no me duele verla trabajando aquí en vez de ir a la universidad? Lo he intentado, Delbert, lo he intentado todo… Como no ocurra algo que cambie las cosas…
Jim dejó de escuchar. No porque no quisiera, sino porque el rugido de un motor interrumpió la calma.
Alzó la vista justo a tiempo para ver cómo una pequeña nave descendía sin control, envuelta en humo, y se estrellaba contra uno de los muelles cercanos a la posada.
El impacto sacudió el aire y el ruido resonó por todo el acantilado.
Jim se apresuró a bajar del tejado, saltando los últimos peldaños, y corrió hacia el hangar del muelle. El humo se elevaba desde la nave recién estrellada, serpenteando hacia el cielo gris.
—¡Eh, señor! ¿Está bien? ¡Oiga! —llamó Jim, golpeando la escotilla con los nudillos, intentando provocar alguna reacción desde dentro.
Durante unos segundos no hubo respuesta, solo el crepitar del metal caliente. Entonces, algo se posó contra la ventanilla: una garra escamosa, temblorosa.
La escotilla se abrió con un chirrido y de ella emergió un viejo reptiliano, tosiendo sin parar a causa del humo. Sus ojos amarillentos se movían inquietos, como si buscaran alguna amenaza. En sus brazos sostenía un pequeño cofre, que dejó en el suelo del muelle.
Al ver a Jim, el reptiliano extendió una mano y lo aferró por la camiseta con sorprendente fuerza.
—Está de camino… —susurró con voz áspera—. ¿No lo oyes venir?
Jim frunció el ceño, desconcertado.
—¿Oír qué?
El viejo acercó su rostro al del muchacho, su cuello alargándose como el de una tortuga. Sus pupilas se contrajeron.
—Los engranajes restallan… y el giroscopio silba como un demonio…
Otra tos violenta lo interrumpió, sacudiendo su cuerpo. Jim lo miró sorprendido y preocupado.
—Se ha pegado fuerte en la cabeza, señor —dijo, intentando ayudarlo a estabilizarse.
—Quiere… mi cofre… —jadeó el viejo, su voz rota por la tos—. Ese maldito cíborg… con su banda de asesinos.
Jim abrió los ojos, incrédulo.
—¿Cíborg?
—Tendrán que arrancárselo… al viejo Billy Bones… de sus fríos dedos —gruñó el reptiliano, pero un espasmo de dolor lo hizo llevarse una mano a la garganta. Su cuerpo se retorció y, con un golpe seco, dejó caer el cofre al suelo.
Jim se agachó enseguida para ayudarlo.
—¡Señor! Deme la mano… eso es.
Bones se apoyó en él, respirando con dificultad.
—Buen chico… —dijo con un hilo de voz—. No te olvides del cofre… muchacho.
Jim se inclinó, recogió el cofre con cuidado y lo sostuvo firmemente.
—Vamos, lo llevaremos dentro.
Juntos comenzaron a avanzar hacia la posada, Jim soportando el peso del viejo mientras este se tambaleaba. El cielo, como si compartiera el dramatismo de ese momento, se abrió de pronto, y una lluvia intensa comenzó a azotar toda la zona.
—Qué alegría se va a llevar mamá… —murmuró Jim con ironía, apretando el paso bajo el aguacero.
Cuando por fin llegaron a la posada, tanto Jim como el viejo Billy Bones estaban completamente empapados. El reptiliano apenas podía mantenerse en pie; cada paso era un esfuerzo y su respiración se volvía más áspera y entrecortada.
Jim, cargando con el peso del viejo y sosteniendo con firmeza el cofre, levantó una mano para llamar a la puerta.
Antes de que pudiera hacerlo, esta se abrió de golpe. En el umbral apareció el doctor Doppler, que alzó las cejas al ver la escena.
—¡Por las cuatro lunas de Proteo I! —exclamó, sorprendido.
Dentro de la posada, Sarah alzó la vista y se quedó helada al ver la escena en la puerta.
—¡James Pléyades Hawkins! ¿Qué…? —exclamó, poniéndose de pie de golpe y corriendo hacia su hijo.
Jim la interrumpió con voz firme, aunque cargada de urgencia.
—Mamá, está herido. Grave.
Sin más explicaciones, dejó caer con cuidado al viejo Billy Bones sobre el suelo del comedor, junto con el cofre que traía. El reptiliano apenas tenía fuerzas para mantenerse consciente, su respiración era entrecortada y su piel mostraba un tono grisáceo enfermizo.
Jim, agotado por el peso, se incorporó con dificultad, mientras Sarah se inclinaba de inmediato para auxiliar al extraño visitante.
Con un hilo de voz, Bones giró la cabeza hacia Jim.
—Mi… cofre… chico… —susurró, extendiendo su garra temblorosa hacia él.
Jim asintió y acercó el pesado cofre hasta donde el reptiliano pudiera alcanzarlo. Bones, con un esfuerzo que parecía exprimirle las pocas fuerzas que le quedaban, tecleó una serie de cuatro dígitos en el cierre metálico. El mecanismo emitió un chasquido y la tapa se abrió con un sonido leve.
—Pronto… vendrá… —jadeó Bones.
Metió la mano dentro y extrajo un pequeño objeto envuelto en tela. Sus ojos, vidriosos, se clavaron en los de Jim.
—Que… no encuentre… esto…
Jim lo observó con el ceño fruncido.
—¿Quién vendrá?
Bones lo agarró por la camiseta con una fuerza sorprendente, tirando de él hasta acercarlo a su hocico agrietado.
—El… cíborg… —susurró, su voz convertida en un suspiro quebrado—. Cuidado… con el cíborg…
Esas fueron sus últimas y agonizantes palabras. Los dedos que lo sujetaban se aflojaron, su cuerpo se relajó… y la vida abandonó al viejo reptiliano.
En su último aliento, Bones depositó el objeto envuelto en manos de Jim. A través de la tela, el muchacho sintió la forma esférica y fría de aquello que ahora quedaba bajo su custodia.
La posada quedó sumida en un silencio denso. Jim, Sarah y el doctor Doppler observaban incrédulos el cuerpo inerte de Bones. Todo había sucedido en cuestión de minutos.
Entonces, una luz exterior atravesó los ventanales, bañando el interior con una fuerte luz blanca. El rugido de un motor rompió la calma, anunciando que una nave estaba descendiendo justo frente a la entrada.
Con cautela, Jim se acercó a la puerta. Levantó un extremo de la cortina holográfica —esa misma que su madre había cambiado hace poco, con un apacible paisaje de flores— y se asomó.
En la oscuridad distinguió varias figuras armadas, acercándose rápidamente a la posada.
—¡Rápido, vámonos! —exclamó, girando en seco y corriendo hacia su madre para tomarla de la mano y tirar de ella hacia las escaleras.
El doctor, que todavía procesaba lo ocurrido, se acercó confuso a la puerta.
Un disparo láser reventó el pomo de la puerta, arrancando chispas y fragmentos de metal.
—¡Ah! —gritó Doppler, retrocediendo de un salto—. Creo que esta vez estoy con Jim.
Los tres corrieron escaleras arriba, mientras más disparos atravesaban la sala, haciendo añicos, botellas y vidrios. Uno de los tiros impactó contra el candelabro, que cayó sobre la gran chimenea del comedor. Las llamas, alimentadas por aceite y madera seca, empezaron a expandirse con rapidez.
La puerta de la posada se abrió de golpe. Varias figuras armadas irrumpieron en el lugar, buscando frenéticamente algo muy específico.
Entre ellos, una figura más imponente cruzó el umbral y se detuvo ante el cuerpo sin vida de Billy Bones.
Silver frunció el ceño al ver el cofre abierto. Maldición… ¡No está!
—¡Revisad cada rincón! —ordenó con voz dura, mientras sus hombres empezaban a registrar muebles y cajones.
En la planta superior, Doppler abrió apresuradamente una de las ventanas que daba al exterior. Justo abajo, su transporte esperaba. Delilah, un alienígena gasterópodo bípedo, lo miraba con ojos brillantes.
—¡Delilah! —llamó el doctor con alivio—. ¡Delilah, quieta, no te muevas!
El doctor Doppler se subió al alféizar de la ventana, tambaleándose un poco, y tendió la mano a Sarah para que lo siguiera. La mujer, pálida y con el corazón acelerado, lo miró horrorizada al entender lo que planeaba.
—No, Delbert… —dijo, con un tono entre súplica y advertencia.
—¡Vamos, Sarah! —respondió él, con la seguridad de alguien que claramente sobreestimaba sus habilidades—. Soy un experto en las leyes de la física.
—No… no, no… —negó ella, aferrándose al marco de la ventana.
Jim, que estaba detrás de ambos, vigilaba el pasillo. Fue entonces cuando escuchó la voz profunda y furiosa de alguien resonar desde abajo.
—¡Encontradlo!
Los hombres del piso de abajo ya subían las escaleras hacia el primer piso. Jim no dudó más: empujó a su madre y al doctor, que estaban contando apenas hasta tres, para que saltaran al carro que esperaba abajo.
El aterrizaje no fue elegante, pero cayeron sobre el acolchado del transporte.
En cuanto estuvieron a salvo, Delbert no perdió ni un segundo: agarró las riendas de Delilah con manos temblorosas y azuzó al gasterópodo.
—¡Vamos, Delilah! ¡A toda velocidad!
El vehículo se puso en marcha con un tirón brusco, alejándose de la posada que empezaba a arder detrás de ellos.
Sarah no pudo evitar girarse para mirar atrás. La posada ardía con rapidez: las llamas devoraban la madera, iluminando la noche con un resplandor anaranjado. Su hogar, su negocio… su vida entera, reduciéndose a cenizas.
La mujer llevó las manos al rostro, intentando ocultar su expresión, pero su abatimiento era evidente.
Jim la observó en silencio. Un nudo de culpa se formó en su estómago: si no hubiera llevado al viejo a la posada…
Miró hacia sus propias manos. Aún sostenía el objeto que Billy Bones le había entregado con sus últimas fuerzas. Con cuidado, lo desenvolvió.
En su interior había un artefacto dorado, esférico, cubierto de intrincadas marcas que no lograba descifrar.
Lo sostuvo un momento, sintiendo su peso frío y compacto.
—Así que… esto es lo que estaban buscando… —murmuró para sí, con la mirada fija en la extraña esfera.
Entonces, el chico cayó en la cuenta de algo muy importante.
—¡Hay que ir a por Lizzie! —exclamó, con la voz cargada de urgencia.
Sarah levantó la cabeza al escuchar el nombre de su hija, su expresión cambiando de abatimiento a alarma.
—Debemos ir a la taberna… —dijo, ya incorporándose.
—Es mejor que vayamos directamente a mi residencia y alertemos a la policía —intervino el doctor Doppler con tono firme, intentando mantener la calma—. Elisabeth está a salvo en la taberna, y no sale hasta dentro de varias horas. Podemos pedir a la policía que la lleven a mi casa.
Sarah respiró hondo y asintió, aunque la inquietud no desaparecía de su rostro.
—Es una buena idea. Avisemos a la policía. Hay que informarles de qué han atacado… piratas.
Jim apretó los puños. No estaba del todo de acuerdo, su instinto le decía que deberían ir directamente por Lizzie, pero decidió no discutir más y obedecer el criterio de su madre y del doctor.
En la posada, Silver maldecía una y otra vez. Habían dejado escapar a quienquiera que tuviera el mapa… y, peor aún, el mapa.
El fuego avanzaba rápido, devorando vigas y paredes. No quedaba tiempo. Sin embargo, antes de salir, una idea tomó forma en su mente.
Se acercó al cuerpo inerte de Bones, le arrancó el pesado abrigo y se lo colocó por encima, como una capa.
—¿Qué hace, capitán? —preguntó uno de sus hombres, viendo la extraña maniobra.
—Hay que salir de aquí antes de que llegue la policía —respondió Silver sin dejar de ajustar la prenda—. Pero yo voy a ir al pueblo. Necesito información sobre quién pudo llevarse el mapa.
Tiró del abrigo hacia delante, cubriendo la mayor parte de su brazo mecánico. Después, sacó de uno de sus bolsillos un viejo parche y se lo colocó sobre el ojo.
—Esto me ayudará a pasar desapercibido… al menos lo suficiente.
—¿Va a ir solo, capitán?—insistió el hombre, desconfiado.
Silver le dedicó una sonrisa ladeada.
—Sí. Vosotros manteneos fuera de vista. Os avisaré por el comunicador cuando llegue el momento de venir a buscarme.
El capitán giró sobre sus talones, el abrigo de Bones ondeando a su paso, y salió por la puerta trasera mientras el fuego consumía lo que quedaba de la posada.
—Vamos a ver qué se cuece en la taberna de este pueblo, ¿eh, Morfy? —dijo Silver con una sonrisa ladeada, mientras un pequeño alienígena rosado asomaba la cabeza desde uno de sus bolsillos.
Morfo soltó un sonido curioso, inflándose como una burbuja y tomando por un instante la forma de un cofre diminuto antes de volver a su aspecto habitual.
—Eso mismo, pequeño bribón… —murmuró Silver con voz baja, ajustándose el abrigo para cubrir mejor su brazo mecánico—. Quienquiera que se haya llevado el mapa… deseará no haber nacido.
Morfo soltó una risa aguda y traviesa, flotando a su lado mientras Silver se internaba en la penumbra del camino que conducía al pueblo.