La solución a nuestros problemas
12 de septiembre de 2025, 14:21
Las primeras horas en la taberna solían ser tranquilas. Apenas había clientes, y el trabajo se reducía a llevar alguna que otra jarra de cerveza a las pocas mesas ocupadas y a limpiar. Por eso, Elisabeth aprovechaba para adelantar toda la faena posible antes de que el lugar se llenara… y más aún esta noche, que habría música en directo.
Para ella, aquello era un arma de doble filo. Ser sorda podía ser tanto un suplicio como una bendición. A veces sus audífonos le fallaban y no alcanzaba a escuchar bien la música… y con lo que le gustaba escucharla, bailar, cantar… Incluso sabía tocar un par de instrumentos. Pero desde que le ocurrió aquello, no había vuelto a atreverse. No encontraba la fuerza ni la motivación para recuperar esas pasiones.
En ese momento, su patrón Robbie descargaba barriles en la parte trasera junto con Molly, su esposa. Lizzie, por su parte, estaba detrás de la barra, lustrando vasos con paciencia. La luz tenue de la taberna se reflejaba en el cristal, pero también en un objeto mucho más especial: el colgante que llevaba al cuello.
Era uno de sus tesoros más preciados, regalo de su abuelo, que a su vez había pertenecido a su abuela. Una reliquia familiar. Al igual que el colgante de su madre, el suyo guardaba en su interior imágenes holográficas: sus abuelos, su madre, y ella junto a Jim cuando eran pequeños.
Llevaba un rato inquieta. Tenía una sensación que le oprimía el pecho. Un mal presentimiento. Como si esta noche fuese a ocurrir algo mucho peor que la amonestación que Jim había recibido por la mañana de la policía.
Tan absorta estaba Lizzie en sus pensamientos que no notó la presencia de Molly hasta que esta le tocó suavemente el hombro para no asustarla.
—¡Lizzie! ¿Qué te ocurre, querida? ¿Te encuentras bien? —preguntó la mujer con genuina preocupación.
Molly no sabía mucho lenguaje de signos, pero era paciente y siempre trataba de que Elisabeth se sintiera cómoda. Como la mayoría de los clientes y conocidos, vocalizaba con cuidado cada palabra para que pudiera leerle los labios.
Lizzie negó suavemente con la cabeza y tomó la libreta que siempre llevaba consigo cuando salía de casa. Abrió el cuaderno en una página limpia y escribió con trazos rápidos.
Estoy bien, solo… un poco distraída.
Molly leyó el mensaje, esbozó una sonrisa y le dio una palmadita en el hombro.
—¿Segura? Si no te encuentras bien, puedes irte a casa. No te preocupes —insistió Molly con voz suave.
Lizzie negó con la cabeza y se apresuró a escribir en su libreta. Estoy bien… es solo que Jim se metió en líos otra vez.
Molly sonrió con ternura. Conocía de sobra a los hermanos Hawkins. Era una muy buena amiga de Sarah, al igual que Robbie. Ni ella ni su esposo eran humanos, eran de una especia alienígena de anfibios, pero eso no quitaba que quisieran a esos chicos como si fueran de la familia, especialmente a Lizzie.
Cuando supo por Sarah que Elisabeth buscaba trabajo, no dudó en ofrecerle un puesto para ayudar por las noches en la taberna. Al principio no fue fácil: volcaba jarras, servía la cerveza con demasiada espuma, y más de una vez tuvo problemas con clientes que no entendían que fuera sorda.
Pero Lizzie aprendió rápido. Pronto dominó el ritmo frenético de la barra y se ganó el cariño de los clientes. Aunque no hablaba, siempre regalaba una sonrisa sincera, y era imposible no notar su encanto. Además, no era ingenua. Si algún cliente se pasaba de la raya, sabía muy bien cómo ponerlo en su sitio.
En ese momento, Robbie entró sonriente desde la parte trasera, cargando un barril a la vez que empapado de pies a cabeza.
—¡Santo cielo! —exclamó, sacudiéndose el agua de las mangas—. Está cayendo una tormenta tremenda. Espero que la lluvia no espante a la gente para la noche de música en directo.
—No creo, cariño —respondió Molly desde la barra—. Ya sabes que estas noches son las que más llenamos la taberna. Además… —miró a Lizzie con una sonrisa cómplice—. Esta noche vendrá un grupo a hacer tributo a ese grupo que tanto te gusta.
Al escuchar eso, Lizzie levantó la vista, sorprendida y emocionada. Por un momento, intentó dejar a un lado el mal presentimiento que la había estado acompañando toda la tarde y enfocarse en la noche musical que se avecinaba.
La noche había caído, y el escenario ya estaba preparado para los grupos que tocarían. Poco a poco, los clientes empezaron a llenar la taberna, trayendo consigo el bullicio habitual de las noches de música en directo.
El trabajo se aceleró. Elisabeth iba de un lado a otro, sirviendo cervezas y licores sin descanso, mientras Molly se encargaba de tomar los pedidos y atender a las mesas. El primer grupo ya había empezado su actuación, y pronto los clientes comenzaron a animarse, algunos incluso cantando a coro.
Lizzie sonreía de vez en cuando, contagiada por la energía del lugar. No era su noche ideal: ella prefería la calma de su habitación, un buen libro o sumergirse en un videojuego holográfico. Sin embargo, debía admitir que, a su manera, también estaba cómoda en medio de ese ambiente tan bullicioso.
No muy lejos de allí, un viejo cíborg avanzaba por el camino hacia la taberna. Su humor no era precisamente bueno: ahora le tocaba empezar de nuevo, recopilando información sobre el paradero del maldito mapa.
Durante el trayecto, había preguntado a un par de lugareños por la taberna, y estos, amables, pero curiosos, le indicaron el camino. Podría haberse ahorrado la charla: se veía a leguas cuál era el edificio. Un gran letrero luminoso lo delataba. Música en directo.
La taberna, El Barril Dorado, tenía un aspecto peculiar. Su fachada de madera envejecida contrastaba con destellos de neón en las ventanas y una iluminación cálida que invitaba a entrar. Desde fuera se oían risas, conversaciones animadas y el rumor de la música que ya había empezado.
Silver podía oír perfectamente la música que sonaba en la taberna. No era que estuviera a un volumen ensordecedor, sino que sus sentidos —el oído y el olfato especialmente— eran más agudos de lo normal. Ventajas de ser un Ursid.
A los de su especie no solían agradarles los lugares tan escandalosos, pero tras tantos años recorriendo la galaxia, Silver se había acostumbrado. Aquello, en realidad, había sido una gran ventaja para muchas de sus misiones.
Sin embargo, algo lo desconcertaba: un olor que provenía de la taberna. No porque fuera desagradable… al contrario, lo encontraba delicioso.
Se detuvo frente a la puerta. Con calma, ajustó el abrigo para cubrir mejor su brazo mecánico. Una sonrisa ladeada apareció en su rostro mientras su ojo orgánico brilló con determinación y curiosidad por saber el origen de ese olor.
—Morfo, será mejor que te escondas —murmuró.
El pequeño compañero rosado emitió un sonido breve, como si entendiera perfectamente la orden, y deslizarse dentro de uno de los bolsillos del abrigo, quedando oculto a la vista de cualquier curioso.
Silver empujó la puerta de El Barril Dorado y entró con paso firme, pero sin llamar demasiado la atención. Un calor acogedor lo envolvió de inmediato, mezclado con el olor a cerveza, comida especiada y madera vieja.
El interior estaba muy animado: el primer grupo aún tocaba en el escenario, arrancando aplausos y risas. Mesas repletas de parroquianos bebían y charlaban, mientras la barra no daba abasto.
Silver avanzó despacio, su abrigo ocultando gran parte de su brazo mecánico. Nadie parecía fijarse demasiado en él; en una taberna como esa, gente extraña entraba y salía todo el tiempo.
Su mirada, sin embargo, recorría el lugar observando cada rincón. Analizaba rostros, gestos y posibles salidas. En la barra, entre vasos alineados y una bandeja con jarras espumosas, sus ojos se detuvieron un instante.
Allí estaba una joven que no encajaba del todo con el ruido y el desorden de la taberna. Sirviendo con rapidez, dedicaba sonrisas cortas a los clientes, aunque su mirada parecía ir siempre más allá de ellos, como si estuviera en otra parte.
Silver sonrió para sí mismo.
—Interesante… —murmuró, y buscó un rincón desde el que pudiera observar sin ser observado.
Molly fue la primera en acercarse a la mesa del recién llegado, sin mostrar sorpresa alguna por su aspecto encapuchado.
—¡Buenas noches, señor! ¿Qué le apetece tomar? —preguntó Molly con su amabilidad habitual, acercándose a la mesa de Silver.
—Una jarra de cerveza —respondió él con voz grave, sin levantar demasiado la vista.
—Enseguida se la traemos —asintió Molly, dedicándole una sonrisa cordial antes de girarse para pasar el pedido a la barra.
Poco después, fue Lizzie quien apareció con una bandeja. Su blusa blanca y el colgante que siempre llevaba brillaban tenuemente bajo las luces cálidas de la taberna. Sin pronunciar palabra, dejó la jarra frente a Silver con un movimiento ágil, acompañada de una sonrisa breve y profesional.
El cíborg, que hasta ese momento solo había notado un aroma indefinido, lo reconoció de golpe. Ese olor que lo había intrigado desde fuera… provenía de ella. Era algo difícil de describir, un matiz suave que lo atrapó por completo.
Elisabeth, sin embargo, no pareció prestarle demasiada atención. Tenía demasiadas mesas que atender y, justo en ese momento, el grupo tributo empezó a tocar. Reconoció las primeras notas al instante: era una de sus canciones favoritas.
Por un instante, sus ojos brillaron y la cara de agobio de esa noche, dio paso a una sonrisa genuina. El cambio fue tan natural que Molly, que la observaba desde la barra, no pudo evitar soltar una pequeña risa.
—Mira esa cara… —murmuró Molly divertida—. Es adorable cuando se emociona.
Silver, en silencio, alzó la jarra y bebió, sin dejar de observarla por el rabillo del ojo.
Su ojo biológico siguió a Lizzie mientras atendía otras mesas, y su ojo cibernético, tapado por el parche, pero podía ver a través de este, la analizaba de manera más precisa. La ligereza de sus pasos, la atención con la que manejaba bandejas, y el pequeño destello de emoción que había visto cuando empezó la música.
Silver se reclinó en la silla, dejando que el ruido de la taberna lo cubriera como un manto.
Mantente tranquilo… observa. Descubre quién puede saber algo del mapa…
Mientras tanto, Morfo asomó brevemente la cabeza desde el bolsillo, imitando por un segundo la jarra de cerveza que Lizzie acababa de dejar, antes de volver a esconderse.
Silver ocultó una sonrisa. No tenía prisa.
Silver esperó el momento oportuno. Molly pasó cerca de su mesa, dejando un par de jarras en la mesa contigua. El cíborg alzó la voz lo justo para hacerse oír entre el bullicio, sin destacar demasiado.
—Disculpe, señorita… —dijo con una sonrisa cortés, muy distinta a la que usaba con su tripulación—. Buen sitio este. Buena cerveza… y parece que conocen bien a su clientela.
—¿Señorita? —Molly arqueó una ceja con un leve rubor—. Yo ya estoy casada, señor.
Silver ladeó la sonrisa. Con las mujeres siempre era un perfecto adulador.
—Mis disculpas, pero se la ve tan joven, señora…
—Molly. Solo Molly —respondió ella, aún más colorada que un tomate estelar ante el comentario. Aun así, mantuvo la compostura y sonrió con orgullo—. Llevamos años en esto. La mayoría de los que vienen son vecinos de toda la vida. Aquí todos nos conocemos… y eso lo hace especial.
—¿Sí? —preguntó Silver con aparente curiosidad de viajero—. Debe de haber gente interesante por aquí.
—Claro que sí —rió Molly—. Benbow tiene de todo: comercio, minería, transporte directo al puerto estelar de Crescentia…, y mucha historia. Así que, aquí hay familias que llevan generaciones en el pueblo.
Silver asintió, como si aquello fuera una charla sin importancia.
—Me gustan esos pueblos con historia… Siempre hay algún apellido que destaca más que otros.
Molly, sin sospechar nada, respondió con naturalidad:
—Bueno… por ejemplo, los Hawkins. Todo el mundo los conoce, sobre todo porque llevan la Posada Benbow. Si necesita hospedaje, ese es un buen sitio.
Silver disimuló el destello de interés en su mirada.
—La Posada Benbow… Tomo nota —dijo con calma, aunque por dentro su mente trabajaba rápido. Recordó que al salir del lugar incendiado había visto un cartel con ese nombre.
Molly, atareada con otras mesas, asintió y se alejó. Silver se recostó en su silla, su sonrisa ladeada intacta.
Así que la familia que lleva la posada es la Hawkins…
El cíborg tomó un trago largo de su jarra, dejando que el sabor amargo y fuerte se deslizara por su garganta. Luego volvió a fijar la vista en la joven que servía mesas. La que llevaba consigo ese aroma que lo había intrigado desde antes de cruzar la puerta.
Desde que la vio, había notado algo fuera de lugar. No era que desentonara con la taberna; al contrario, parecía moverse con soltura, incluso con cierta alegría en sus gestos. Pero había algo en su manera de estar allí que lo inquietaba. Como si ese no fuera su verdadero mundo.
La muchacha disfrutaba de la música que sonaba, moderna para el gusto de Silver, pero no desagradable. Cada vez que se acercaba a una mesa, los clientes la recibían con sonrisas y miradas de genuino aprecio.
Era, sin duda, una joven hermosa. No tenía las curvas exuberantes que Silver solía buscar en los puertos, pero había algo en su porte que la distinguía: una elegancia natural, refinada, alejada de la vulgaridad. Era un tipo de belleza diferente, y eso, para Silver, la hacía aún más interesante.
Elisabeth pasó junto a una mesa abarrotada, llevando una bandeja vacía después de haber servido una tanda de varias jarras de cerveza espumosa. No había dado más de dos pasos cuando sintió un pellizco en la nalga. Se detuvo en seco.
Giró la cabeza lentamente y vio al culpable: un hombre alienígena con múltiples ojos, con las mejillas encendidas por el alcohol, y que la miraba con una expresión lasciva.
Lizzie lo fulminó con la mirada. Sin vacilar, alzó la bandeja y le asestó un golpe seco en el hombro. El impacto hizo que el borracho se tambaleara, derramando parte de su bebida.
Los demás clientes, al presenciar la escena, se encendieron.
—¡A nuestra Elisabeth no la toca nadie! —gritaron desde varias mesas, apoyando a la joven con indignación.
Silver, que había captado de inmediato la actitud del tipo, se había tensado en su asiento. Durante un segundo evaluó si debía intervenir, pero al ver la reacción de Lizzie, una sonrisa se dibujó en sus labios.
La chica tiene agallas… pensó, relajándose y tomando otro sorbo de su jarra.
Silver no dejaba de pensar en cómo podría indagar más en los Hawkins y descubrir quién se había llevado el mapa. Su mente tejía posibilidades, evaluaba movimientos… cuando, de pronto, la puerta de la taberna se abrió de golpe.
El sonido resonó por encima de la música y las conversaciones. Como un reflejo, la taberna entera quedó en silencio.
Por el umbral entraron un par de robocops, escoltando a un inspector que avanzaba con paso firme. Silver se tensó de inmediato. Cada fibra de su cuerpo gritaba que debía pasar desapercibido y, si era posible, salir de allí antes de llamar la atención.
El inspector, sin embargo, no se fijó en él. Se dirigió directamente hacia la barra, donde Molly lo recibió con gesto preocupado.
—Inspector Doyle… —lo saludó, intentando mantener la calma—. ¿Qué se le ofrece? ¿Ha ocurrido algo?
—Busco a Elisabeth Hawkins —respondió el inspector, su voz grave llenando el local. Era un hombre de la misma especie que el doctor Doppler, alto y con un aire de autoridad que imponía respeto.
Al percibir que la música se había detenido, Robbie salió de la cocina secándose las manos, sorprendido por el silencio. Era extraño: esas noches la taberna nunca quedaba callada.
Elisabeth, que había captado parte de la conversación leyendo los labios del inspector, se acercó con cautela. Doyle la reconoció de inmediato; conocía bien a la joven por los incidentes de su hermano con la ley.
El inspector se acercó a ella con expresión grave.
—Señorita Hawkins… —dijo con voz grave—. Será mejor que se siente.
Lizzie permaneció de pie, inmóvil, su mirada fija en él. Al ver que no obedecía, Doyle prosiguió:
—Lamento informarle que esta noche la Posada Benbow ha sido atacada por una banda de piratas.
Elisabeth sintió cómo la sangre se le helaba. Su rostro perdió el color de inmediato.
—¿La posada… atacada? —intervino Molly, incapaz de contenerse—. ¿Y Sarah? ¿Y Jim?
—La Posada ha quedado reducida a cenizas —confirmó el inspector.
Lizzie sintió un nudo en la garganta, los ojos se le llenaron de lágrimas. Robbie, alarmado, se acercó para abrazarla y darle apoyo.
—Afortunadamente, el doctor Doppler estaba con ellos —añadió Doyle— y pudieron escapar a tiempo. Ahora se encuentran a salvo en su residencia.
Lizzie alzó la cabeza, limpiándose rápidamente las lágrimas con el dorso de la mano. Agarró su libreta y escribió con mano temblorosa: debo ir con ellos…
El inspector asintió con firmeza.
—Eso pensaba, señorita Hawkins. Es mejor que venga conmigo. Yo mismo la llevaré a la residencia del doctor.
Robbie y Molly intercambiaron miradas preocupadas. Molly se inclinó hacia Lizzie, apretándole suavemente los hombros.
—Ve, querida. Tu madre te necesita.
Lizzie asintió, aunque la angustia se le veía en cada gesto.
A unos metros, Silver permanecía en silencio, su jarra aún en la mano. La noticia lo había hecho unir todas las piezas.
La Posada Benbow… la familia Hawkins… la chica…el doctor Doppler
Mientras el inspector guiaba a Lizzie hacia la salida, Silver bajó la mirada, ocultando la media sonrisa que se dibujaba en sus labios.
Parece que la noche acaba de ponerse interesante.
—Morfo… —murmuró Silver en voz baja, sin apartar la vista de la puerta por donde salía Lizzie—. Sigue a la chica hasta la residencia del doctor… y no pierdas detalle de la ubicación.
Cuando Doyle condujo a Lizzie hacia la salida, algunos clientes se levantaron de sus mesas para despedirla.
¡Te queremos, Elisabeth!
¡Estamos contigo!
¡Ánimo!
La joven, visiblemente conmovida, sonrió con timidez y levantó la mano a modo de agradecimiento antes de desaparecer bajo la lluvia junto al inspector.
Una vez la puerta se cerró, el bullicio de la taberna regresó, aunque con un tono más sombrío. Las voces se alzaron en murmullos que, poco a poco, se transformaron en comentarios más crudos.
¡Qué mala suerte tiene esa familia…!
Primero el padre, luego el hermano…
Y ahora esto… como si estuvieran malditos.
Silver, que seguía en su rincón. Cada palabra que escuchaba le servía para trazar un mapa más claro de la historia de los Hawkins… y de las posibles debilidades que podría aprovechar.
El trayecto hasta la mansión Doppler no era largo, pero para Elisabeth se hizo eterno. Cada minuto sentía que el corazón le latía más rápido. Solo quería llegar, ver a su familia, abrazarlos y confirmar con sus propios ojos que estaban bien.
Al llegar, la gran puerta de la residencia se abrió y allí estaba el doctor Doppler, esperándola con una sonrisa de alivio.
—Lizzie… —murmuró al verla.
Ella no dudó un segundo y corrió hacia él. Se abrazaron con fuerza, y el doctor, con gesto cariñoso, le habló en lenguaje de señas.
«Ve al estudio. Allí están tu madre y tu hermano. Yo hablaré con el inspector. »
Lizzie asintió con un leve temblor en las manos y se apresuró a entrar. Cruzó el pasillo de la residencia, sus pasos acelerados resonando sobre el suelo de madera. La puerta del estudio estaba entreabierta, y una luz cálida se filtraba desde dentro.
Empujó la puerta con suavidad y allí los vio.
Sarah estaba de pie, mirando por la ventana con los brazos cruzados, intentando mantener la calma. Jim estaba sentado en un sillón, con la cabeza gacha y el ceño fruncido, sin atreverse a mirar a su madre.
Al ver a su hermana, Jim se puso de pie de golpe.
—Lizzie… —susurró, y en dos pasos la rodeó con un abrazo apretado.
Sarah se giró al escuchar el movimiento. Al ver a su hija, sus ojos se llenaron de lágrimas y se unió al abrazo. Lizzie sintió el calor de ambos, esa mezcla de alivio y miedo que aún flotaba en el aire.
Durante un largo instante, ninguno dijo nada. Solo permanecieron abrazados, respirando aliviados de estar juntos.
Pasado ese momento, Lizzie se separó con suavidad. Sus manos comenzaron a moverse con rapidez, preguntando a su madre y a Jim qué había ocurrido exactamente. ¿Cómo era posible que en un lugar tan tranquilo como Benbow hubieran atacado piratas?
Sarah intercambió una mirada con Jim.
El chico entendió al instante que debía ser él quien hablara. Sus hombros se encogieron levemente, pero dio un paso adelante.
«Te lo contaré desde el principio…»
Le dijo con señas, y comenzó a relatar lo ocurrido desde la llegada de Bones hasta el momento en que abrió el cofre y apareció la esfera.
Pasado un rato, después de que Jim terminara de explicar todo lo ocurrido, apareció el doctor con una bandeja de té. Sarah estaba sentada en el sillón frente a la chimenea, con la mirada clavada en el suelo, abatida.
—He hablado con el inspector —dijo Delbert con voz grave, acercándose a ella—. Esos piratas… canallas… han desaparecido sin dejar rastro.
Hizo una pausa, bajando el tono.
—Lo siento, Sarah. Me temo que la Posada Benbow… se ha quemado por completo.
Se inclinó un poco, tomando su mano en un gesto de consuelo. Pero Sarah apenas reaccionó. La noticia la había golpeado con fuerza: había perdido su negocio, su hogar… parte de su vida.
Elisabeth se inclinó para servirle una taza de té caliente, mientras Jim se acercó por detrás y le colocó una manta sobre los hombros. Abrió la boca como para decir algo, pero se detuvo. La culpa seguía pesando sobre él como una losa.
Ver la tristeza en los ojos de su madre lo consumía. Una vez más, la había decepcionado… y no solo a ella, también a Lizzie, que se desvivía para que todos pudieran vivir dignamente.
Se hizo un silencio incómodo en la sala. El doctor, notándolo, decidió desviar el tema de la posada.
—Hay que ver los problemas que está acarreando esa esferita tan rara—comentó Delbert, intentando sonar más ligero.
Jim aprovechó ese momento para acercarse a la mesa de atrás, que estaba repleta de libros. Sus ojos se posaron en la esfera y, sin decir nada, la tomó entre sus manos para examinarla.
—Esas marcas me desconciertan… —continuó Delbert—. No se parecen a nada que haya visto antes. Y, a pesar de mi vasta experiencia y mi intelecto superior, abrirla me llevaría… años, tal vez décadas…
Mientras hablaba, Jim empezó a girar la esfera entre sus dedos, probando distintos movimientos casi por instinto.
Elisabeth lo observaba en silencio, siguiendo con atención cada giro de sus manos. Entonces, algo se activó: un brillo sutil recorrió las ranuras de la esfera.
—¿Qué…? —murmuró Jim, emocionado, dándole un par de giros más.
De pronto, la esfera se abrió con un chasquido metálico y proyectó en el aire un mapa holográfico que iluminó todo el estudio. Frente a ellos se desplegó, con un detalle asombroso, la vasta extensión del Etherium.
Todos quedaron inmóviles, boquiabiertos.
—¡Es un mapa! —exclamó el doctor, incorporándose de golpe.
Elisabeth, fascinada, empezó a moverse alrededor de la proyección, sus manos atravesando los haces de luz hasta que señaló un planeta que reconocía.
—Sí, Lizzie… ese es nuestro planeta, Montresor —confirmó Delbert con entusiasmo.
Ella lo tocó suavemente, y como respuesta, el mapa comenzó a desplazarse. Una ruta luminosa se desplegó desde Montresor hacia distintos puntos. El doctor y Lizzie, casi sin darse cuenta, empezaron a seguirla juntos.
—¡Mirad! La Gran Nube de Magallanes… —señaló Delbert. Elisabeth apuntó a una galaxia— Muy bien, Lizzie esa es la Galaxia de Coral. Y esa es la Constelación del Cisne… ¡Oh, y la Nube Caliana! —añadió el doctor, emocionado.
Ambos estaban disfrutando como niños, señalando y reconociendo lugares a medida que el recorrido avanzaba.
Finalmente, la ruta luminosa se detuvo. La proyección enfocó un planeta distinto, aislado, que brillaba por encima de los otros planetas.
Delbert entrecerró los ojos, intrigado.
—¿Eso es…?
—¡Sí! —exclamó Jim, adelantándose—. ¡Es el Planeta del Tesoro!
Lizzie asintió con fuerza. Lo reconocía de inmediato: había leído con Jim incontables veces el libro sobre el legendario botín de Flint.
—No puede ser… —murmuró Delbert, dando un paso atrás—. ¿El tesoro de Flint? ¿El botín de los Mil Mundos?
Su voz subió de tono, temblando entre el asombro y la incredulidad.
—¿Sabéis lo que esto significa?
—Significa que solo necesitamos un barco para llegar a él —interrumpió Jim, con una sonrisa llena de emoción.
Delbert ignoró el comentario, dejándose llevar por su fervor académico.
—Quien logre recuperar ese tesoro ostentará para siempre un lugar en el Templo Sagrado de los Exploradores… y vivirá experiencias que…
Pero antes de que pudiera terminar su épico discurso, Jim giró la esfera entre sus manos y el mapa holográfico se cerró de golpe. La habitación volvió a su iluminación habitual.
—Uy… —dijo el doctor estupefacto—. ¿Qué ha sido eso?
—¡Mamá, Lizzie! —exclamó Jim, con una chispa de emoción en los ojos—. ¡Lo tengo! Esa es la solución a todos nuestros problemas.
Elisabeth le hizo señas rápidas.
«¿Estás loco? ¿Quieres ir a por el tesoro de Flint?»
—Jim, haz caso a tu hermana —replicó Sarah con firmeza—. Ni se te pase por la cabeza.
—¿Pero habéis olvidado lo que decían los cuentos? —insistió él, sin rendirse.
—Solo eran eso: cuentos —contestó su madre, con cansancio en la voz.
—Con ese tesoro podríamos reconstruir el Benbow todas las veces que quisiéramos, contratar a gente… —continuó Jim, mirando a su hermana—. Y tú, Lizzie, podrías ir a la universidad… a cualquiera que quisieras.
Elisabeth sintió cómo la idea despertaba algo en ella, pero se contuvo. No podía dejarse llevar por una fantasía tan peligrosa. Sus manos se movieron con determinación.
«Jim, se te olvidan todos los peligros que hay ahí fuera. Tormentas solares, meteoritos, criaturas del Ethereum… y piratas. Hoy mismo os habéis salvado de milagro.»
—Pero Lizzie… —intentó interrumpirla Jim.
—Eso es, Delbert —dijo Sarah, mirando al doctor con cierta desesperación—. Convéncele de que es una idea ridícula.
—Es una soberana estupidez —declaró el doctor con solemnidad. —No puedes atravesar la galaxia, tú solo —añadió.
Sarah sonrió satisfecha al escucharlo, convencida de que había encontrado un aliado en la discusión.
—¿Ves, Jim? —dijo, mirando a su hijo—. Alguien más con sentido común. Gracias, Delbert.
Jim rodó los ojos. ¿Por qué nadie creía que era una buena idea?
—Por eso… —continuó Delbert con repentino entusiasmo— yo iré contigo.
Sarah lo miró boquiabierta.
—¡Delbert! —exclamó, indignada.
Elisabeth también lo miró incrédula. ¿El doctor… quería ir?
Delbert, sin perder un segundo, agarró una bolsa de viaje y comenzó a meter cosas con energía.
—Financiaré la expedición con mis ahorros. Conseguiré un barco, un capitán y una tripulación.
Lizzie, atónita, le hizo señas rápidas.
«¿No lo dices en serio? »
—¡Por supuesto que sí! —respondió él, hinchando el pecho—. He esperado toda mi vida una oportunidad como esta. Y tú, Lizzie, deberías verlo igual. Esta es tu ocasión para explorar la galaxia… uno de tus sueños, el mismo que tuvo Abner.
Se llevó una mano al pecho con dramatismo.
—Siento algo en mi interior que me grita: ¡Delbert, Delbert! ¿No lo sientes tú también? —añadió, haciendo un pequeño bailecito de emoción.
—¡Ya está bien! —exclamó Sarah, con el ceño fruncido—. Estáis castigados. Y Lizzie… ni se te pase por la cabeza en ir.
—Mamá, escucha —dijo Jim con un tono inusualmente serio.
Sarah lo miró, algo desconcertada.
—Ya sé que no paro de buscaros problemas, tanto a ti como a Lizzie… —continuó—. Y que te he decepcionado más veces de las que puedo contar.
Lo dijo con una sinceridad que sorprendió a Sarah. Desde que Leland se había marchado, Jim casi nunca hablaba de lo que sentía.
—Pero esta es mi oportunidad de compensaros —añadió, con una determinación que no solía mostrar—. Voy a enderezar las cosas.
Se giró hacia su hermana.
—Y Lizzie… el doctor tiene razón. Si vinieses, podrías explorar, ver la galaxia… ese siempre ha sido tu sueño.
Elisabeth lo miró fijamente. Tenía razón. Era una oportunidad increíble, casi imposible de imaginar. ¿Y ella qué estaba haciendo? ¿Dejándose vencer por el miedo? Sí… lo tenía. Pero no podía dejar que la paralizara. Sonrió suavemente y tomó la mano de su hermano.
Sarah observó a sus hijos con una mezcla de preocupación y ternura.
—Ejem… ¿Sarah? Sarah, ven aquí un momento —interrumpió Delbert, guiándola discretamente hacia un rincón.
—Tú misma has dicho que lo has intentado todo —dijo el doctor con tono persuasivo—. Y hay remedios peores que dejar que un chico fortalezca su carácter viajando por el espacio. Esta oportunidad es perfecta para Jim… y para Elisabeth.
Sarah lo miró con suspicacia.
—¿Me dices esto porque es lo correcto? ¿O por qué estás deseando ir?
Delbert bajó la voz, con un brillo travieso en los ojos.
—Tengo unas ganas de ir que me muero… y también porque es lo correcto.
Sarah lo miró un instante en silencio, luego volvió la vista hacia sus hijos. Ellos la miraban expectantes, con la esperanza en el rostro. Su mirada se suavizó, aunque todavía cargada de resignación.
—Jim, Elisabeth… no quiero perderos —dijo con voz quebrada.
—Mamá… —vocalizó Lizzie con esfuerzo. Su voz, rara vez usada, hizo que Delbert se emocionara sin poder evitarlo.
—No nos vas a perder. Estarás orgullosa de nosotros —añadió Jim, tomando la mano de su madre—. Además, cuidaré de Lizzie. —dijo esto último guiñando el ojo a su hermana para picarla.
«Me sé cuidar sola»
Le señaló ella con un gesto rápido. Luego añadió, también con señas.
«Y soy yo la mayor. Así que yo cuidaré de ti. »
Sarah no pudo evitar sonreír. En ese gesto, estaba dando su aprobación.
—Bueno… ejem… —dijo Delbert, rompiendo el momento con entusiasmo—. Entonces ya está decidido. Empezaremos los preparativos.
Se volvió hacia los hermanos con una sonrisa amplia.
—Muchachos, pronto pondremos rumbo al puerto espacial. ¿Y sabéis qué me ilusiona aún más? —miró a Lizzie con complicidad— Que podrás volver a ser mi pupila.
Elisabeth sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su sueño estaba a punto de hacerse realidad.
No muy lejos de allí, una figura enfundada en un grueso abrigo negro y un parche en el ojo salió discretamente de la taberna. Silver se adentró en uno de los callejones laterales, sus pasos amortiguados por el eco húmedo de la lluvia reciente.
—Y bien, Morfy… ¿qué has averiguado? —preguntó en voz baja. Buscando donde estaba a su amigo, pues lo había visto por la ventana de la taberna haciéndole señas después de haber vuelto de su misión.
El pequeño alienígena rosa emergió de su escondite, flotando frente a Silver. Con rápidas transformaciones, comenzó a recrear escenas. Silver lo observó en silencio, sin perder detalle, mientras una sonrisa lenta se dibujaba en su rostro.
—Excelente, Morfo… —murmuró con voz grave y ladeada satisfacción—. Así que han descubierto hacia dónde apunta el mapa… y planean ir a buscarlo.
Su sonrisa se ensanchó, más retorcida.
—No me hagas reír…
Su voz se endureció. La irritación ardía bajo la superficie, pero su instinto de cazador le recordaba que debía pensar con cuidado su siguiente paso.
Sacó su comunicador, pulsó un par de botones y llevó el dispositivo a su boca.
—Chicos… —dijo con tono satisfecho—, ya tengo la información que necesitaba.
Una sonrisa fría se dibujó en su rostro.
—Hay que prepararse. Ahora os explico mi plan.