ID de la obra: 791

El Planeta del Tesoro: los lazos del Etherium

Het
PG-13
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planificada Midi, escritos 116 páginas, 43.509 palabras, 8 capítulos
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Rumbo hacia un nuevo destino

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Author note: los diálogos entre comillas y negrita se refieren al lenguaje de signos.  « …» Aquella noche, después de toda la agitación y emoción por la decisión tomada, la casa por fin quedó en silencio. El destino de todos había cambiado. Esa noche había marcado un antes y un después en sus vidas. Elisabeth y Jim se retiraron a sus habitaciones, pero antes de entrar en la suya, Jim se detuvo frente a la puerta de su hermana. —Lizzie… —murmuró, rascándose la nuca—. ¿Puedo…? Ella lo miró y le dedicó una tierna sonrisa, comprendiendo al instante lo que quería decir. Desde que eran niños, cuando Jim tenía pesadillas o simplemente no quería dormir solo, buscaba refugio junto a ella. Aquello se volvió costumbre cuando las cosas comenzaron a ponerse difíciles en casa, sobre todo después de la muerte del abuelo. Esas noches siempre quedaban en la memoria de Lizzie: leían cuentos, jugaban con linternas o hablaban hasta tarde de cuándo saldrían a navegar por el Etherium y vivirían aventuras como exploradores. La chica asintió y le hizo un gesto para que pasara. Jim se dejó caer sobre la cama, y Lizzie lo cubrió con una manta. Era extraño repetir ese ritual en otra casa. No era la primera vez que ella dormía en casa del doctor, pero en ese momento cayó en la cuenta de que ya no tenía una casa a la que volver… ni siquiera su cama. Los dos hermanos quedaron tumbados mirando al techo, en silencio al principio, hasta que Jim habló. —¿Qué piensas, Lizzie? —preguntó. Elisabeth, sorprendida, giró la cabeza hacia él. La penumbra hacía difícil distinguir sus gestos. Jim, recordando que no podría leer sus manos, encendió la lámpara de la mesilla. La luz cálida envolvió la habitación, como cuando se escondían bajo la cobija para leer con linterna. —Miedo… tengo miedo —admitió ella con un hilo de voz. Con Jim se sentía más cómoda para hablar, aunque enseguida acompañó sus palabras con señas. «No me malinterpretes, también tengo ganas, pero no me gustan los cambios… ya lo sabes.» Jim sonrió con tristeza. Sabía que su hermana estaba a punto de salir de su zona de confort, y eso la aterraba. A él también le daba miedo… miedo a perderla de nuevo. Por eso había insistido tanto en que viniera: quería verla feliz y, sobre todo, protegerla él mismo de cualquier peligro. «¿Sabes? No me apena haber perdido la Posada, Jim. ¿Eso me convierte en mala persona?» Él la abrazó con fuerza. Sabía exactamente a qué se refería. La Posada estaba llena de buenos recuerdos, sí… pero también de otros muy duros que pesaban más. —No. A mí tampoco me apena —admitió al fin—. Para mí ese lugar tampoco era un hogar… Ella sonrió suavemente, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo único que lamentaba era haber perdido todo lo que les quedaba. «Bueno… ¡no nos pongamos nostálgicos! Mañana hay que empezar a prepararlo todo para el viaje.» Jim se rio. Lizzie siempre intentaba ver lo positivo, incluso en los peores momentos. Después de eso, los dos se quedaron dormidos, con las manos entrelazadas y la respiración tranquila, encontrando consuelo y seguridad el uno en el otro. Tiempo después, Sarah entró a la habitación en silencio. Los arropó como hacía cuando eran pequeños… y no tan pequeños. Se quedó observándolos, con el corazón encogido. Pronto estaría sola, sin lo que más quería en todo el universo. La mañana siguiente amaneció clara. Los nubarrones del día anterior habían desaparecido y el sol iluminaba los salones de la mansión Doppler. Elisabeth se levantó temprano, moviéndose en silencio para no despertar a Jim, que seguía profundamente dormido. Bajó las escaleras y, al llegar al despacho, encontró al doctor Doppler rodeado de pilas de papeles, libros abiertos y su viejo comunicador, que emitía pitidos intermitentes. —Ah, Lizzie, buenos días… —dijo sin apartar la vista de una serie de códigos que estaba marcando—. Estoy contactando con el puerto espacial. «Buenos días, doctor. No me digas que no has dormido…» le dijo Lizzie con una sonrisa burlona, acompañando las señas con una ligera risa. —Touché, querida. —Doppler sonrió como un niño en el día de Navidad—. Estoy tan emocionado… No me sentía así desde que publicaron mi última entrevista en el periódico local. Lizzie se acercó a la mesa y revisó la lista que había escrito el doctor con su caligrafía impecable: barcos disponibles, capitán confiable y con experiencia, tripulación decente y costes aproximados. —Necesitamos un navío rápido, resistente… y, por supuesto, una tripulación discreta, respetable, pero eficiente —continuó Delbert, más hablando consigo mismo que con ella. En ese momento, Sarah salió de la cocina con una bandeja. Encima llevaba una cafetera y varias tazas. La dejó en un hueco libre de la abarrotada mesa y empezó a servir café para el doctor, su hija y, por supuesto, para ella misma. En su mirada aún se podía percibir la preocupación. Seguía insegura sobre ese viaje que emprenderían sus hijos y su viejo amigo. Pero en el fondo, sabía que no le quedaba otra que resignarse… y confiar. El comunicador emitió un pitido más agudo, y una luz verde parpadeó en la pantalla. Doppler, con las orejas erguidas por la emoción, casi derramó el café al apartar la taza para contestar. —¡Ah, por fin! —exclamó mientras manipulaba los controles con torpeza—. Puerto espacial de Crescentia, habla el doctor Delbert Doppler. Del otro lado se escuchó un murmullo entrecortado, pero lo suficiente para que el doctor empezara a asentir con entusiasmo. —Sí… sí… entiendo… un viaje largo, cierto… por supuesto, estoy dispuesto a cubrir gastos… Ajá, sí, sé que es arriesgado. Ya le he dicho el propósito del viaje, por eso, busco un capitán dispuesto a llevarme a mí y a dos personas más. Sí, soy consciente de ello, gracias. Lizzie y Sarah intercambiaron una mirada. Conocían ese tono de voz: Delbert ya estaba completamente metido en su papel de académico entusiasmado, olvidando cualquier riesgo. —¡Perfecto! —exclamó el doctor, casi dando un salto de emoción—. Entonces quedamos en que se comunicará conmigo esta misma tarde para mostrarme los candidatos a capitán y el barco disponible para este tipo de viaje. ¿La tripulación? Sí, sí…, publique un anuncio: Se necesita tripulación para expedición académica. Excelente. Cerró la comunicación con un gesto triunfal y se giró hacia Lizzie y Sarah, inflando el pecho como si acabara de lograr una hazaña. —Damas… y Jim, cuando despierte… —añadió, mirando al techo—, esta tarde recibiremos las propuestas para capitán y tripulación. Y basándonos en eso… nos asignarán una nave. Sarah lo miró con una ceja alzada. —¿Y no sería mejor ir en persona al puerto? Delbert sonrió con aire condescendiente. —Sarah, por favor… qué anticuada. Ahora todo se puede hacer por comunicador. Elisabeth, que observaba en silencio, alzó las manos e hizo señas con una expresión escéptica. «Espero que no nos timen.» No pasó mucho tiempo antes de que Jim bajara las escaleras, aún medio, adormilado y con el cabello despeinado. Se frotó los ojos y miró a los presentes con el ceño fruncido. —¿Qué me he perdido? —preguntó, bostezando. Delbert, encantado con su papel de portavoz, no perdió tiempo en anunciar: —Mi querido muchacho, tenemos buenas noticias. Esta misma tarde recibiremos las propuestas de capitán, tripulación y nave para nuestra… —hizo una pausa dramática— expedición académica. Jim se despertó del todo en cuanto escuchó la palabra "expedición", y una sonrisa se dibujó en su rostro. —¡Genial! —dijo, mirando a Lizzie—.¡Vamos a ser ricos! Elisabeth rodó los ojos ante la afirmación de Jim. Sabía que su hermano tenía buena intención al querer buscar el tesoro, pero estaba ignorando, como siempre, todos los peligros que podían esperarles en el camino. En ese momento, el timbre de la mansión sonó, rompiendo la relativa calma que reinaba en la casa. Delbert fue a abrir la puerta, y al instante la entrada se llenó de energía. Arthur, su sobrino —estudiante de medicina en la Universidad Estelar de Montresor— apareció junto a Beatrice Johnson, hija del alcalde de Benbow y estudiante de moda. Los tres se conocían desde niños. Beatrice, sin embargo, siempre había sido la más alocada y extrovertida del grupo: alta, carismática y con varios brazos que a veces olvidaba controlar, lo que solía provocar abrazos casi letales. Pese a ser tan diferentes entre sí, los tres habían encajado siempre. Arthur y Beatrice habían estado con Lizzie en sus momentos más difíciles: cuando murió su abuelo y cuando tuvo el accidente que la dejó sorda. Ambos, sin dudarlo, aprendieron lenguaje de signos para seguir comunicándose con ella. Benbow entero se había enterado del ataque a la Posada. Beatrice sabía por su padre que Lizzie estaba en casa del doctor Doppler, mientras que Arthur lo había sabido por una llamada directa de su tío. También se habían enterado de que los Hawkins se preparaban para un viaje… y por supuesto, fueron a visitarla. —¡Lizzie! —exclamó Beatrice al entrar, llevando varias bolsas en sus múltiples brazos. —Me he enterado de lo de la Posada… ¡así que te traje ropa! Lizzie la miró sorprendida. Beatrice dejó las bolsas sobre un sillón con una gran sonrisa. «Tenía en casa algunas cosas tuyas de cuando te quedabas a dormir… y pensé que esto podría ayudarte.» Sin esperar más, Beatrice corrió a abrazarla, levantándola del suelo y estrujándola sin piedad. Lizzie tuvo que golpearle el hombro para que la bajara y, sobre todo, la dejara respirar. —¡Ups! Lo siento, Lizzie… me he emocionado. —dijo avergonzada la chica por tanta efusividad. Arthur, más tranquilo, saludó con una sonrisa cálida y le dio un abrazo delicado. «¿Estás bien?» Ella asintió, y Beatrice, incapaz de contenerse, volvió a intervenir: «Santo cielo, Lizzie… menos mal que estáis bien. Me preocupé muchísimo cuando mi padre me lo contó.» «Trixie, no te preocupes. Estoy bien. No estaba en ese momento en la Posada… quienes lo pasaron peor fueron mamá, Jim y el doctor, que tuvieron que escapar del ataque.» Le explicó Lizzie por señas. —Pues no se hable más —replicó Beatrice, encendiendo su entusiasmo—. ¡Hay que ir de compras! Tienes que renovar tu vestuario. «No hace falta, Trixie, de verdad…» Contestó Lizzie, ya resignada, pues sabía lo intensa que podía ser su amiga con el tema de las compras. —Por cierto… —intervino Arthur, mirando a ambos hermanos. «¿Qué es eso que escuché de que os vais de viaje?» Lizzie suspiró, sabiendo que tarde o temprano sus amigos se enterarían. Alzó las manos y empezó a explicarles por señas, con Jim como ocasional intérprete para reforzar lo que decía: «Hemos encontrado… el mapa del tesoro de Flint.» Arthur parpadeó, incrédulo. —¿El tesoro de Flint? ¿El de las leyendas? —preguntó, como si no pudiera creer que lo decía en serio. Beatrice abrió los ojos como platos. —¿¡El botín de los Mil Mundos!? —dijo, agitando sus brazos con tanto entusiasmo que casi tiró una lámpara. Lizzie asintió y, con un gesto firme, añadió por señas. «No podemos decírselo a nadie. Es un secreto.» Miró directamente a Trixie, con una expresión de advertencia. Sobre todo, tú. —¡Oye!—protestó Beatrice, ofendida—. ¿Por qué me miras a mí? Arthur levantó una ceja. —¿En serio quieres que te enumere las veces que has guardado un secreto más de cinco minutos? Beatrice cruzó los brazos con dramatismo. —Bah, da igual. No pienso decírselo a nadie. Lo juro por mis seis manos. Arthur negó con la cabeza, aunque su expresión se suavizó. —¿Estáis seguros de que es buena idea? —No, pero igual vamos —intervino Jim, con una sonrisa ladeada. Beatrice, por su parte, se mostró entusiasmada… hasta que su mirada se entristeció un poco. —Esto significa que… no te veré en mucho tiempo, Lizzie. —Su tono bajó. Lizzie le tocó uno de sus brazos y le sonrió con ternura, haciéndole señas. «No importa dónde esté, seguiremos siendo amigas. Y volveré para contarte todo.» Su amiga la miró. Sería la primera vez que pasarían tanto tiempo separadas y eso le apenaba, pero dentro de ella tenía la corazonada de que el destino de Lizzie no estaba en Montresor. —Vale, vale… —dijo Beatrice, recuperando de inmediato su tono animado—. Pero antes de que te vayas… ¡vamos de compras! Arthur suspiró. —Aquí vamos… Beatrice giró hacia Jim, que ya estaba poniendo mala cara. —Y tú también vienes. —¿Yo? —Jim frunció el ceño—. ¿Por qué yo? —Porque si vas a cruzar medio Etherium no puedes ir vestido como si te acabases de caer de tu tabla solar. Jim refunfuñó, pero al final, entre risas y protestas, acabó saliendo con ellas rumbo a las tiendas, mientras Arthur los seguía con calma. Las calles cercanas al centro comercial de Benbow estaban llenas de actividad. Trixie, con sus seis brazos y su energía inagotable, casi iba arrastrando a todo el grupo como si fueran parte de una misión urgente. —¡Primera parada, la mejor tienda de ropa de todo Montresor! —anunció, sin dejar opción a réplica. Jim caminaba un par de pasos detrás, las manos en los bolsillos, con la misma expresión que si lo hubieran obligado a asistir a una reunión de etiqueta. —No entiendo para qué tanto… voy a ensuciarme igual. —¡Y justamente por eso necesitas más ropa! —replicó Trixie, dándole un golpecito en el hombro, casi lo desestabiliza—. Si vas a recorrer media galaxia, al menos hazlo con estilo. Lizzie se reía en silencio, observando cómo su amiga manejaba la situación. Arthur, mientras tanto, caminaba al lado de Lizzie cargando algunas bolsas, con su habitual tranquilidad. La primera tienda fue un campo de batalla para Jim. Trixie le fue colocando chaquetas, botas, camisetas y hasta un abrigo largo "para cuando estés en planetas más fríos", mientras él se quejaba en cada probador. —Me niego a usar esto. —dijo Jim al salir con una camisa elegante. «Te queda perfecto» intervino con señas Lizzie, sonriendo y haciendo un gesto afirmativo con la mano. Arthur se acercó, intentando mediar. —Jim, mejor que estés preparado. Nunca sabes qué tipo de sitios vais a pisar. Jim bufó, pero al final aceptó un par de conjuntos prácticos. En la sección femenina, Trixie no tuvo piedad con Lizzie. Entre vestidos ligeros, pantalones de viaje y botas resistentes, la dejó lista para cualquier situación. Lizzie escogió prendas cómodas, pero dejó que su amiga la convenciera de añadir un par de cosas "por si hay eventos importantes, o una cita nunca se sabe cuándo va a aparecer el amor de tu vida". «Exagerada.» Dijo Lizzie con señas y rodando los ojos. Al final, salieron del centro cargados de bolsas. Trixie iba satisfecha, Arthur tranquilo como siempre y Jim con la expresión de alguien que había sobrevivido a una prueba de resistencia. —Ahora sí, estáis listos para la aventura —dijo Trixie, guiñando un ojo a Lizzie. En el camino de regreso, el grupo pasó por la taberna. Molly y Robbie, al verlos entrar, no dudaron en invitarlos a comer. Durante la comida, Lizzie decidió aprovechar el momento. Con señas, acompañadas por la interpretación ocasional de Trixie, Arthur y Jim, les explicó que tendría que ausentarse durante un tiempo: le había surgido una oportunidad para participar en una expedición académica junto al doctor Doppler… y Jim la acompañaría. Molly y Robbie intercambiaron una mirada de tristeza, aunque enseguida sonrieron con calidez. —Te vamos a echar mucho de menos, Lizzie… —dijo Molly, tomándole la mano—. Pero entendemos que es una gran oportunidad. —Y cuando vuelvas —añadió Robbie con voz firme— tu puesto seguirá esperándote, por si quieres volver a trabajar aquí. Lizzie les dedicó una sonrisa sincera. Aquellas palabras la aliviaban más de lo que estaba dispuesta a admitir. Antes de que se marcharan, Robbie la llamó desde la barra y le entregó una pequeña bolsa de tela. —Para ti —dijo, guiñándole un ojo—. Los drublones que ganaste este mes… para que los gastes en tu viaje. Lizzie se quedó en silencio un momento, conmovida. Guardó la bolsa con cuidado y abrazó a ambos antes de despedirse. Cuando Lizzie y Jim regresaron a la mansión, encontraron al doctor Delbert en su despacho caminando de un lado a otro muy emocionado. El comunicador seguía encendido y una carpeta digital flotaba sobre la mesa, mostrando datos técnicos y sellos oficiales. —¡Ah, ahí estáis! —exclamó, girándose hacia ellos con una sonrisa de oreja a oreja—. Tenemos nave. Jim alzó una ceja. —¿Así de fácil? —No cualquier nave —continuó Delbert, ignorando la incredulidad—. El R.L.S. Legacy. Un buque formidable, rápido, resistente, perfectamente equipado para largas travesías. Lizzie intercambió una mirada con su hermano. El nombre sonaba… importante. Delbert alzó un dedo. —Y el capitán… —hizo una pausa dramática— el único que aceptó la propuesta es un tal Capitán Smollet. Junto a su primer oficial, el señor Arrow. Sarah, que había estado escuchando desde la puerta, cruzó los brazos con un gesto de preocupación. —Delbert, ¿y no crees que sería mejor conocer al capitán en persona antes de contratarlo? El doctor sonrió con aire confiado. —Sarah, por favor… Las reseñas son impecables. Tripulaciones satisfechas, expediciones exitosas, además ha luchado contra los Procyon… ¿Qué podría salir mal? «De verdad, espero que no nos timen.» Volvió a decir con señas Lizzie, quien de verdad le preocupaba que algo fuese a salir mal. Jim, apoyado contra el marco de la puerta, observó cómo Delbert confirmaba la contratación del capitán con entusiasmo. —¿Y qué hay de la tripulación? —preguntó con curiosidad—. ¿Alguien ha contestado al anuncio? Delbert, sin apartar la vista de su comunicador, asintió con entusiasmo. —Sí, de hecho… Un tal señor Silver. Ha trabajado como cocinero en varios barcos de largo recorrido. Tiene experiencia, buenas referencias y… lo más importante, conoce a varios navegantes espaciales con experiencia, que estarían dispuestos a embarcarse en esta expedición académica. Lizzie, que escuchaba en silencio, levantó las manos y preguntó por señas. «¿Esta vez te reunirás con él en persona?» —Ah… no, no es necesario —respondió Delbert, casi ofendido por la sugerencia—. Tendremos una entrevista por comunicador esta misma noche. Jim entrecerró los ojos. —¿Así que vamos a confiar en un tipo que ni siquiera has visto? —¡Por favor, Jim! —exclamó el doctor—. Las recomendaciones son excelentes. Además, todo se está moviendo muy bien. Si todo sale como está previsto… en un par de días estaremos zarpando. Lizzie cruzó los brazos, sin decir nada más. Algo en su interior le decía que había demasiadas cosas encajando demasiado rápido. En el bullicioso puerto espacial, decenas de naves, desde cargueros oxidados hasta cruceros de lujo, entraban y salían constantemente. Entre el ir y venir de comerciantes, mecánicos y estibadores, una figura avanzaba por sus callejones: John Silver. El cíborg se movía con seguridad por allí, aunque no había pisado mucho ese puerto. Sus instintos le habían dicho que era cuestión de tiempo antes de que los Hawkins o el doctor Doppler buscasen barco, capitán y tripulación para una expedición, en este caso, "académica". Por lo menos han sido creativos en llamarla "expedición académica". Exactamente como había predicho. Los anuncios estaban por todas partes: desde carteles en paredes, hologramas flotantes, tablones digitales y mensajes transmitidos por comunicador. Expedición académica busca tripulación. Buen sueldo. Trabajo estable. Contactar al doctor Delbert Doppler. Así es como cualquier navegante respetable buscaba trabajo, pero ellos eran todo lo contrario… Silver sonrió para sí mismo, sus colmillos apenas asomando. —Exactamente, como lo imaginé, Morfy —murmuró a su pequeño compañero, que asomó curiosamente de uno de sus bolsillos. No perdió tiempo. En una terminal de contratación, envió su propio currículum. "John Silver. Cocinero. Experiencia en múltiples rutas y buques de largo recorrido." No era mentira. Silver sabía cocinar. Pero había retocado el documento para que pareciera impecable: limpio, respetable, y sin la menor sombra de su verdadera vida. Además, añadió el toque perfecto: "Cuento con contactos que podrían estar interesados en unirse a la expedición. Navegantes de confianza, experimentados y adaptables." Envió el archivo y sonrió. —Un cocinero respetable… que trae su propia tripulación. Justo lo que querrán escuchar. Morfo se transformó en un pequeño chef con gorro, arrancándole una carcajada grave a Silver. —Eso es, Morfy… Ahora a ver cómo acabamos de cocinar este plan. Esa noche tendría su entrevista con el doctor. No sería, en persona, solo una conversación a distancia… y eso era perfecto. Silver era un maestro de la labia, un embaucador nato, y sin la mirada directa del otro, engañarlo sería todavía más sencillo. La mansión Doppler estaba tranquila esa noche. En el estudio, Delbert había preparado su comunicador, ajustando la señal para una llamada de voz. Lizzie, Jim y Sarah observaban desde la sala contigua, intrigados por conocer al misterioso candidato. Un pitido anunció la conexión, y una voz grave y amable llenó la estancia. —¡Doctor Doppler! —saludó Silver con entusiasmo—. Es un honor poder hablar con usted. Me han hablado maravillas de su trabajo y de esta… expedición académica que planea. Delbert, halagado, sonrió, aunque el otro no pudiera verlo. —Oh… bueno… es un proyecto modesto, pero requiere de una tripulación experimentada. —Y ahí es donde entro yo —respondió Silver, con un tono que transmitía seguridad—. Llevo años trabajando como cocinero en buques de largo recorrido. Rutas difíciles, ambientes diversos… y siempre manteniendo a la tripulación bien alimentada y en buen ánimo. Lizzie frunció ligeramente el ceño al escuchar esa voz. Había algo en ella, que le despertaba una vaga desconfianza. Delbert hojeó sus notas. —Sus referencias son… impecables. —Me alegra que lo diga, doctor. Y, por si fuera poco, no vengo solo. Conozco a varios hombres que estarían encantados de embarcarse en su proyecto. Buenos navegantes, trabajadores, leales… Jim, escuchando desde la puerta, murmuró por lo bajo: —Qué conveniente… Mientras la voz de Silver resonaba en el estudio, Lizzie, se sentó junto a Delbert, y empezó a escribir algo en un papel. Su letra era rápida, pero legible. Con disimulo, deslizó la nota hacia el doctor. Delbert la leyó de reojo: ¿Ha trabajado antes en un barco pirata? ¿Conoce bien a esos navegantes cómo para asegurarnos de que no sean piratas? Delbert parpadeó, algo desconcertado, pero decidió hacer las preguntas. —Señor Silver… hay algo que me gustaría aclarar antes de formalizar nada. —Su tono se volvió un poco más formal—. ¿Ha trabajado antes en… embarcaciones menos… respetables? Hubo una breve pausa al otro lado de la comunicación. No duró ni un segundo, pero Lizzie lo notó. La voz de Silver regresó con calma absoluta. —Doctor, llevo años sirviendo en buques de comercio y exploración. He conocido a todo tipo de gente, pero siempre en rutas legítimas. Y si me pregunta por mi tripulación… le garantizo que son hombres honestos. — Tener la tripulación asegurada nos ahorrará tiempo. Lizzie escribió otra pregunta rápidamente y se la deslizó. ¿Tiene referencias de otras embarcaciones? —Señor Silver, otra cuestión… ¿tiene referencias de embarcaciones con las que haya trabajado? —Por supuesto, doctor. Mis antiguos capitanes podrían dar fe de mi profesionalidad… aunque, siendo honesto, muchos ya no están navegando. Pero puedo darle nombres y contactos que confirmen mi historial. Silver entendió que había alguien más en la habitación con el doctor, alguien que estaba influyendo en estas preguntas. —Je, doctor… no se me escapa que hay curiosidad al otro lado de la línea. —Su tono seguía siendo jovial, pero con un matiz de picardía—. Entiendo sus dudas, y no las tomo a mal. Estoy acostumbrado a ganarme la confianza… y sé que la tendré cuando trabajemos juntos. Delbert asintió, anotando lo que decía. Lizzie, en cambio, no dejó de sentir esa incomodidad que la voz de Silver le provocaba. —Perfecto, señor Silver. No le robo más tiempo. —respondió Delbert, entusiasmado. —Entonces, doctor —añadió Silver, con una ligera risa que retumbó en la conexión—, si todo sale bien, estaré listo para zarpar en cuanto lo indiquen. La llamada se cortó después de un intercambio de cortesías. Delbert estaba encantado. Jim fruncía el ceño. Lizzie, en silencio, no podía quitarse de la cabeza el tono amable… y sospechosamente perfecto de Silver. Los días siguientes pasaron más rápido de lo que nadie esperaba. Entre mensajes del puerto, preparativos y una atmósfera de nervios, en apenas un par de días Jim, Lizzie y el doctor estarían partiendo rumbo al Etherium en busca del legendario tesoro. En la mansión, cada uno preparaba su equipaje a su manera. Jim, fiel a su estilo, empacó lo justo: su vieja chaqueta negra, un par de camisas resistentes, ropa interior, y alguna pieza extra "por si acaso". —Viajar ligero, esa es la clave —decía, aunque Lizzie rodara los ojos. Lizzie, más meticulosa, guardó cuidadosamente la ropa que Beatrice le había regalado, su cuaderno de notas y, sobre todo, el cuaderno de su abuelo Abner, donde apuntó parte de sus estudios. En un último momento, Delbert se le acercó con algo envuelto en una funda de tela. —Esto… era de tu abuelo —dijo Delbert con una sonrisa cargada de nostalgia, mientras le entregaba el viejo gorro militar de Abner—. Me lo dio hace muchos años, cuando tuve el honor de convertirme en su pupilo. Siempre lo he conservado con gran aprecio… pero creo que ha llegado el momento de que pase a uno de sus herederos. —La miró con afecto—. Y no hay nadie mejor para llevarlo que su nieta… y mi nueva pupila. Lizzie sostuvo el gorro entre sus manos como si fuera un tesoro frágil. La tela estaba gastada por el tiempo, pero aún conservaba el aroma leve a tabaco y cuero que siempre acompañaba a su abuelo. Con cuidado, se lo colocó. Jim, que estaba terminando de ajustar la correa de su mochila, se giró al verla. Sus labios esbozaron una sonrisa genuina, de esas que reservaba para pocas ocasiones. —Te queda perfecto, Lizzie… justo como le quedaba al abuelo. Sarah, que había permanecido en silencio observando, sintió un nudo en la garganta. —Abner estaría orgulloso de ti —dijo con voz suave, acariciando la mejilla de su hija—. Y yo también lo estoy. Lizzie, con el gorro ligeramente ladeado, se permitió sonreír, aunque sus ojos brillaban por la emoción. Era como si, en ese momento, una parte de su abuelo estuviera con ellos, acompañándolos en el viaje que estaba por comenzar. El doctor Doppler, por su parte, parecía estar empacando para una expedición de varios años: ropa, instrumentos y, sobre todo, una colección impresionante de dispositivos y sensores de medición para sus estudios del Etherium. Cada uno fue cuidadosamente embalado en cajas, que envió directamente al Legacy. —Hay que ir bien equipado —murmuró, mientras revisaba una lista interminable—. ¿Quién sabe qué maravillas científicas podré observar ahí fuera? Como guinda, añadió una vieja cámara fotográfica a su equipaje. —Para inmortalizar cada hallazgo… y cada momento a bordo —dijo, con una sonrisa de niño a punto de salir de excursión. Finalmente, llegó el día de partir. Sarah estaba en la puerta de la mansión, con Delilah, que movía la cola nerviosa, pues intuía que su amo iba a irse. Fue una despedida breve, pero muy emocional. —Cuidaros, ¿me oís? —dijo Sarah, abrazando primero a Lizzie y luego a Jim—. Y tú… —miró al doctor—, asegúrate de que vuelvan enteros. —Por supuesto, Sarah, palabra de astrofísico —contestó Delbert con su mejor sonrisa. Sarah se quedaría cuidando la mansión y a Delilah, además de acabar de atender algunos asuntos con la policía. Además, trataría de averiguar si el seguro cubría algo de la Posada destruida. Pusieron rumbo al hangar donde abordarían un transporte directo al gran puerto espacial de Montresor: el Puerto de Crescentia. Aquella colosal estación había sido construida menos de cincuenta años atrás como un punto estratégico clave, tanto para la Armada como para el comercio del Imperio Terran. Antes de tomar el transporte, una señora de dos cabezas se les acercó. —¡Oferta limitada! ¡Trajes espaciales de última moda! —entonaron las dos voces a la vez. —Yo… esto… tal vez… —balbuceó el doctor, mirando un traje pintoresco con más adornos de los necesarios. Jim suspiró. —Doctor, no lo necesita… «Exacto. Creo que es demasiado llamativo, ¿no cree?» —Pero es funcional y creo que es elegante… —replicó Delbert, ya sacando la cartera. —Le queda ideal. —dijo una de las cabezas de la vendedora. —Es su color, sin duda. — añadió la otra. Lizzie, divertida, negó con la cabeza mientras lo veía salir con un traje que parecía sacado de una ópera espacial. Abordaron la nave que los llevaría al puerto. Los tres —Jim, Lizzie y el doctor— estaban entre nerviosos y emocionados; su aventura estaba a punto de comenzar. El transporte estaba abarrotado: una dama noble viajaba con sus sirvientes, un músico afinaba su extraño instrumento de cuerda, un padre intentaba calmar a su pequeña hija curiosa, y varios viajeros, como ellos, miraban por las ventanillas con expectación. A medida que se acercaban, Lizzie se inclinó para observar por el cristal. El puerto espacial de Crescentia se desplegaba ante ella como una visión imponente. Desde Montresor, se veía como una media luna luminosa suspendida en el firmamento, y ahora comprendía por qué: su estructura curvada brillaba con luces doradas y plateadas, uniendo docenas de muelles y plataformas que orbitaban lentamente, como si formaran una joya colosal suspendida en el Etherium. El transporte se acopló suavemente a una de las pasarelas laterales del puerto. Un pitido metálico anunció que la esclusa estaba presurizada y las compuertas se abrieron con un hiss de vapor. Lizzie sintió cómo su corazón latía más rápido al dar sus primeros pasos fuera del transporte. El puerto la envolvió con una oleada de sensaciones: el olor a metal y madera recién barnizada, mezclado con el inconfundible aroma de aceite de motor, y las especias dulces y picantes que flotaban desde los mercadillos cercanos. Jim se puso a su lado, observando con la misma fascinación. Era la primera vez que ambos pisaban aquel puerto… y la primera vez que salían de Montresor. —¿Jim? ¿Elisabeth? ¿Dónde estáis? ¡Esperadme! —La voz del doctor Doppler resonó desde el interior de la nave. Jim rodó los ojos. No solo por la lentitud del doctor, sino también por su pintoresco traje espacial, que lograba atraer más miradas de las que a él le gustarían. Nunca había tenido demasiada confianza con Delbert, y la perspectiva de pasar meses junto a él no lo entusiasmaba. Delbert finalmente salió, deteniéndose unos segundos a contemplar el bullicioso puerto. Se acercó a los hermanos con una sonrisa optimista y dirigió su mirada a Jim. Sabía que, como le había prometido a Sarah, tendría que cuidar de ambos… pero apenas conocía al muchacho rebelde. —Escucha, Jim… —empezó, con tono conciliador—. Este viaje será una magnífica ocasión para que podamos conocernos, como conozco a tu hermana. Ya sabes lo que dicen: "la confianza da… Da asco." Pero en este caso… —Oye —lo interrumpió Jim—. Mejor vayamos a buscar el barco, ¿vale? El pobre Delbert se quedó boquiabierto por la respuesta cortante. Lizzie, que observaba la escena, se apresuró a suavizar el momento. Hizo señas rápidas al doctor y luego le dedicó una sonrisa: «No te preocupes, Delbert. Seguro que os acabaréis conociendo. Ya verás». Descendieron por la rampa junto a los demás pasajeros. A su alrededor, el bullicio era incesante. Mercaderes alienígenas voceaban sus mercancías, soldados de la Armada revisaban papeles y cargamentos, técnicos corrían de un muelle a otro y naves de todos los tamaños entraban y salían, rodeadas de drones de mantenimiento. Jim miraba todo con ojos muy abiertos. —Es enorme… —murmuró, girándose, para observar una fragata de guerra que estaba atracando en un muelle cercano. Lizzie, en cambio, observaba con calma, intentando grabar cada detalle. La estructura curvada del puerto era aún más impresionante desde dentro: plataformas en distintos niveles, pasarelas colgantes, hangares abiertos como bocas gigantes y ventanas panorámicas que dejaban ver el Etherium en todo su esplendor. Delbert, sin perder un segundo, revisó el pequeño dispositivo con la información recibida. Sus ojos brillaron al confirmar los datos. —¡Vamos, muchachos! Nuestro destino está en el Muelle 17. Allí nos espera el R.L.S. Legacy. Lizzie alzó las cejas y le hizo una pregunta por señas: «¿Y… dónde está eso exactamente?» El puerto era inmenso, con centenares de muelles, pasarelas y hangares, extendiéndose en todas direcciones. —Mejor preguntamos —propuso Jim. Se acercó a un hombre bajo y robusto que sostenía una escalera, mientras un androide trabajaba en la parte superior. —Eh, disculpen… ¿podrían decirme dónde está el muelle 17? El androide, sin apartar la mirada de su tarea, contestó con voz metálica: —Segundo muelle a la derecha. El hombre, bajito y con un espeso vello en brazos y cejas, añadió mientras ajustaba la escalera: —No tiene pérdida, muchacho. —Gracias —respondió Jim con un leve gesto de cabeza. Detrás de Jim caminaban Lizzie y Delbert. El doctor, sin dejar de observar a su alrededor, seguía dándole vueltas a la actitud esquiva del muchacho. —Es por el traje, ¿verdad? —preguntó de pronto, con un suspiro—. No debí escuchar a la vendedora de dos cabezas… Una aseguraba que estaba ideal, la otra insistía en que era mi color. Y yo, claro, me quedé indeciso y… un poco aturullado. Jim y Lizzie se detuvieron de golpe. Delbert, distraído con su propia explicación, no reparó en ello y se chocó con ambos. —¡Ouch! ¿Pero por qué…? —Se interrumpió al levantar la vista. Allí, frente a ellos, se alzaba una silueta imponente. —Mirad eso, chicos… —dijo con orgullo—. Nuestro barco. El R.L.S. Legacy. Ante sus ojos se desplegaba una majestuosa embarcación espacial: casco de madera pulida con detalles metálicos, velas solares recogidas como alas doradas, y un mascarón de proa que parecía listo para surcar el Etherium. No era solo un transporte, sería su hogar durante los próximos meses. —Qué pasada… —murmuró Jim, con una chispa de entusiasmo en los ojos. Lizzie asintió con entusiasmo, incapaz de apartar la mirada del Legacy. «Menos mal… al menos parece que no nos han timado con el barco.» Añadió por señas, con una media sonrisa. —¡Estibad esos toneles a proa! —retumbó una voz autoritaria desde la cubierta—. ¡Todos a la vez, vamos! Absorbidos por la magnitud de la nave, los tres empezaron a subir la pasarela sin apartar la vista de cada detalle. Jim, completamente embobado, murmuraba para sí: —Qué bonito es… Tan abstraído estaba, que no vio al alienígena gasterópodo que se arrastraba lentamente por la pasarela. Sin querer, le pisó una de sus babosas extremidades. El alienígena emitió un sonido húmedo y molesto, encarándose con el chico. —Perdona, yo no… —intentó disculparse Jim, levantando las manos. Por desgracia, ni él ni Lizzie entendían el gruñido en espiral de sonidos burbujeantes con el que el gasterópodo le respondía. Delbert, al ver la escena, intervino rápidamente. —Dejádmelo a mí… —dijo, y se inclinó hacia el alienígena para emitir una serie de pedorretas controladas y gorgoteos extraños. El cambio de actitud fue inmediato: el gasterópodo pasó de la furia a una risa babosa, antes de seguir su camino. —Estudié Flatula, dos años en el instituto —explicó orgulloso el doctor. Jim lo miró con incredulidad y cierta admiración. —¿Flatula? Qué tío… Lizzie, divertida, hizo señas: «Ojalá hubiera tomado clases de Flatula… » Delbert avanzó por la cubierta, hasta que su vista se posó en una figura corpulenta y de gran estatura: un alienígena cragoriano, reconocible por su piel que recuerda a la piedra y hombros tan anchos como un barril. —¡Buenos días, capitán! ¿Todo en orden? —lo saludó Delbert con entusiasmo. El cragoriano, con una voz grave, respondió con calma: —Todo en orden, señor… Pero yo no soy el capitán. Delbert parpadeó, confundido. El cragoriano negó con un leve gesto de su robusta cabeza de piedra, y señaló hacia el mástil principal. —La capitana está allí. Delbert, Lizzie y Jim siguieron la dirección hacia donde señalaba. Para su sorpresa, vieron a una figura ágil y felina descendiendo por las cuerdas con una destreza impecable. Sus movimientos eran rápidos y precisos, adornados con piruetas. En un abrir y cerrar de ojos, aterrizó en cubierta delante de ellos. Elisabeth esbozó una sonrisa. Así que el capitán Smollet era, en realidad, capitana. Echó un vistazo de reojo al doctor, que se había quedado momentáneamente sin palabras, impresionado por su porte. Jim, por su parte, también parecía sorprendido, aunque intentaba disimularlo. La mujer felina, alta y esbelta, descendió a cubierta con un salto elegante. Su uniforme impecable realzaba su figura, y su corto cabello oscuro enmarcaba unos penetrantes ojos verdes que parecían evaluarlo todo a su alrededor. —Señor Arrow —dijo con voz firme, dirigiéndose a su primer oficial—. He examinado de proa a popa este lamentable barco, y como siempre… está perfecto. ¿No se equivoca nunca? —Me abruma usted, capitana —respondió Arrow, inclinando ligeramente la cabeza y llevándose el sombrero al pecho con cortesía. La capitana giró sobre sus talones con natural elegancia… y se topó de frente con el doctor Doppler. Apenas pestañeó al verlo vestido con su extravagante traje espacial. Una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. —¡Ajá! El doctor Delbert Doppler, supongo —dijo con teatralidad. Desde dentro del casco, apenas se entendía la voz del doctor, amortiguada por el visor bajado. —Mmmm… sí, ese soy yo… La capitana entrecerró los ojos y, sin disimular la sorna, levantó una ceja. —¿Hola? ¿Puede oírme? —dijo con exagerado volumen, mientras le daba un par de golpecitos al casco. —Sí, sí, le oigo. No hace falta que me abolle el casco. —protestó él. —Espere, doctor… si esto se coloca así —dijo mientras giraba un conector del traje y enchufaba un cable suelto—… Yesto se ajusta, ya está. ¿Ve? Mucho mejor. El visor del casco se levantó de golpe, revelando el rostro algo acalorado del doctor. —Si no le importa, prefiero encargarme yo mismo de mis enchufes. —gruñó, desenchufando el cable con torpeza. Jim y Lizzie intercambiaron una mirada cómplice y apenas pudieron contener la risa. «Parece que entre ellos hay chispa…» bromeó Lizzie con señas, mientras Jim asentía entre risitas. —Capitana Amelia Smollet —se presentó con voz firme y segura, su postura impecable e ignorando por completo la evidente molestia del doctor por sus burlas anteriores—. He participado en varias disputas, contar con la Marina de Procyon… Aunque, sois de Montresor, vuestro planeta ya sabe de sobras lo que es hacerles frente. Y, mi primer oficial, el señor Arrow: fuerte, formal, honrado, valiente y sincero. Arrow inclinó la cabeza con modestia. —Por favor, mi capitana… La felina sonrió con un destello de picardía. —Vamos, Arrow sabe que no hablo en serio. El primer oficial suspiró, como si estuviera acostumbrado, a ese tipo de comentarios, lo que provocó que Jim rodase los ojos, cansado de su actitud, pero a Lizzie le parecía bastante divertida. —Disculpen —intervino el doctor con cierto fastidio—. Siento interrumpir sus juegos florales, pero quería presentarles a Jim y a Elisabeth Hawkins. De hecho, Jim… atención… es el muchacho que encontró el map… Antes de que pudiera terminar la frase, la capitana, con un movimiento rápido, le cubrió el hocico con la mano. —Doctor… calle —murmuró con voz baja, pero firme, sus ojos verdes lanzándole una clara advertencia. Delbert parpadeó, sorprendido, mientras ella echaba un vistazo a su alrededor. No muy lejos, tres marineros con miradas de pocos amigos habían alzado la vista hacia ellos, observando con un interés que no le gustó nada a la capitana. En cuanto los hombres notaron el silencio, retomaron su trabajo, aparentando indiferencia. —Vamos a reunirnos en mi camarote —ordenó Amelia en voz baja, sin dejar lugar a discusión, mientras los guiaba hacia la entrada con paso decidido. Una vez dentro del camarote, la capitana cerró la puerta con cerrojo. El ambiente se volvió más serio al instante. —Doctor —comenzó Amelia—, lloriquear y parlotear sobre el mapa del tesoro delante de esta tripulación denota un nivel de ineptitud que raya la estupidez. Y se lo digo con todo mi cariño. Delbert abrió la boca, indignado. —¿Estupidez? ¿Ha dicho estupidez? En todo caso, yo… —El mapa, por favor —lo interrumpió Amelia, sin siquiera molestarse en mirarlo, manteniendo su tono cortante. El doctor lanzó una mirada de fastidio hacia los chicos. Jim se encogió de hombros, mientras Lizzie lo miraba con expresión clara de "te lo dije, deberías haber investigado mejor a la tripulación que contratabas". Delbert, resignado, hizo señas a Jim para que entregara la esfera. —Tenga —dijo Jim de manera escueta, lanzándosela sin apenas mirarla. «¡Jim! Sé más amable, es la capitana» le advirtió Lizzie con señas, frunciendo el ceño ante la actitud de su hermano. Amelia atrapó la esfera con agilidad, examinándola con interés. —Fascinante… —murmuró, antes de guardarla en un cofre reforzado y encerrarla en la caja fuerte de su camarote. Cerró la llave con un giro preciso y la guardó en uno de sus bolsillos. Entonces, volvió su atención a Jim. —Señor Hawkins, cuando se dirija a mí, me llamará capitana… o señora. ¿Está claro? Jim rodó los ojos, incómodo, con tanta formalidad. —¿Señor Hawkins? —insistió Amelia, su mirada felina clavada en él. Lizzie le dio un codazo poco disimulado para que respondiera. —Sí… señora —dijo finalmente Jim, con resignación. —Mejor —respondió Amelia, satisfecha. —Dama y caballeros, esto se quedará bajo llave mientras no se use. Luego volvió la mirada hacia Elisabeth, evaluándola con sus penetrantes ojos verdes. —¿Es sordomuda? —preguntó con franqueza. Delbert se apresuró a responder. —No, no es sorda de nacimiento. Puede escuchar con ayuda de sus audífonos y lee los labios perfectamente. Lo único es que se comunica, en la mayoría de los casos, con lenguaje de señas… o, en su defecto, lleva una libreta para escribir. La capitana asintió, y volvió a posar su mirada sobre Lizzie. No esperaba encontrar otra mujer a bordo… y menos a una joven tan guapa. No confiaba en la tripulación, y aquello podía convertirse en un problema. —Señorita Hawkins —dijo con voz firme—, usted no dormirá con los demás en las hamacas de la galería. Sería arriesgado y pondría su seguridad en peligro. Elisabeth, sin perder la compostura, tomó su cuaderno y escribió con caligrafía clara: No se moleste, capitana. Sé cuidarme bien, lo juro. No quiero ser un estorbo. Además, puedo trabajar en lo que usted necesite: tengo experiencia en limpieza, servir mesas y algo de cocina. Amelia arqueó una ceja y sonrió apenas. Aunque la joven tenía una discapacidad, estaba claro que podía valerse por sí misma. —No lo dudo, señorita. Pero el barco está repleto de hombres, el viaje será largo… y, siendo francos, es usted bastante mona. No quisiera que alguno intentara sobrepasarse. Buscaré una solución para ubicarla de manera segura. Lizzie asintió, aceptando que discutir sería inútil. —Por cierto —añadió la capitana con un matiz más relajado—, podrá usar mi baño cuando quiera. —Qué morro… —soltó Jim por lo bajo, lo suficiente para ganarse una fulminante mirada de Amelia… y otra de Lizzie que decía claramente "cállate". —Y, doctor… con todos mis respetos, tenga el pico cerrado. —advirtió la capitana. Delbert se enderezó, indignado. —Capitana, le aseguro que… —Se lo volveré a decir de un modo muy esquemático —lo interrumpió Amelia, alzando una mano—. No me importa la tripulación que ha contratado. Son… ¿cómo los he descrito, Arrow? Antes del café me salió algo brillante. Arrow, impasible, respondió como quien recita una rutina: —Un ridículo puñado de mentecatos, señora. —Exacto. Poesía pura. —Amelia sonrió con autosuficiencia. —¿Qué está diciendo? —preguntó Delbert, ofendido. —Doctor —continuó la capitana, inclinándose apenas hacia él—, me encantaría tomar el té, charlar un rato y todo eso… pero yo tengo un barco que botar y usted un trajecito que pulir. —dijo, pasando un dedo por el traje metálico y mirándolo con fingida apreciación. Se enderezó de nuevo y, sin más rodeos, ordenó: —Señor Arrow, acompañe a estos neófitos a la cocina. El señor y la señorita Hawkins ayudarán a nuestro cocinero, el señor Silver. —¿Cómo dice? ¿El cocinero?—exclamó Jim, sorprendido. Elisabeth también alzó la vista, sorprendida. El señor Silver… Recordó la entrevista por comunicador y aquella extraña incomodidad que le había provocado. No confiaba del todo en él, pero… tal vez ayudar en la cocina fuese la oportunidad perfecta para observarlo de cerca. Sacó su libreta y escribió con una caligrafía firme: Gracias por la confianza, capitana. Amelia sonrió con aprobación. Esa chica le caía bien. El señor Arrow guio a los tres por la cubierta, descendiendo hacia la cocina. Mientras tanto, el doctor y Jim no paraban de refunfuñar. —Vaya mujer, ¡qué felina! —se quejaba Delbert—. ¿Para quién se creerá que está trabajando? —Es mi mapa… se lo doy y me manda a fregar —protestó Jim, exasperado. Elisabeth rodó los ojos, harta de lo infantiles que podían sonar los dos. Ella se mantenía callada, más concentrada en lo que estaba por venir. Sentía un nudo en el estómago: estaba a punto de ponerle cara a esa voz. Fue la primera en bajar la escalera y se quedó inmóvil al pie, observando la tenue luz de la cocina. Podía oír —gracias a sus audífonos— el silbido de alguien al otro lado. —No toleraré que hablen mal de nuestra capitana —reprendió Arrow a los otros dos mientras bajaban—. No hay mejor oficial ni en esta ni en ninguna otra galaxia. Elisabeth apenas los escuchaba. Sus ojos estaban fijos en la silueta que se movía con calma dentro de la cocina: un hombre alto, de hombros anchos, corpulento, de espaldas a ellos mientras tarareaba una melodía. —Señor Silver —anunció Arrow con su voz profunda. —¡Caramba, señor Arrow! —respondió una voz grave y cordial—. ¿Usted aquí? ¿Cómo es que honra mi humilde cocina con huéspedes tan distinguidos? —Se giró un poco y, con una sonrisa ladeada, añadió—: Si lo sé, me habría puesto la camisa. Con un gesto ágil, se colocó el delantal, metiéndolo por dentro de los pantalones con un toque de humor improvisado. Entonces, se giró del todo. Jim y Elisabeth lo vieron con claridad por primera vez. Su pierna derecha cojeaba levemente: era metálica. Su brazo derecho terminaba en un robusto mecanismo en su hombro. Su oído derecho estaba sustituido por un amplificador, y su ojo derecho… un ojo cibernético dorado que, al enfocarlos, parecía analizarlos a cada uno. —¡Un cíborg! —exclamó Jim sin poder contenerse. Elisabeth no dijo nada, pero sus ojos se entrecerraron. Así que este era el señor Silver.
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