ID de la obra: 791

El Planeta del Tesoro: los lazos del Etherium

Het
PG-13
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planificada Midi, escritos 116 páginas, 43.509 palabras, 8 capítulos
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Niñera a la fuerza

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Días antes del viaje… Tras finalizar la conversación con el doctor, Silver se reunió con su tripulación en un rincón apartado del puerto, lejos de oídos curiosos. —Capitán… ¿No estará hablando en serio? —gruñó Onus, con el ceño fruncido. —Sí, ¿por qué no atacarlos ahora y robarles el mapa? —intervino Bird Brain Mary con los brazos cruzados y visiblemente molesta. En cuestión de segundos, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, proponiendo planes cada vez más absurdos y violentos. Las voces se alzaron hasta convertirse en un estruendo insoportable. Silver, con el ceño cada vez más apretado, aguantó hasta que perdió la paciencia. —¡Silencio! —rugió, golpeando su brazo mecánico contra una caja cercana, haciendo que todos se callaran de golpe. —Idiotas… sois una panda de inútiles. La tripulación tragó saliva, algunos encogiendo los hombros como niños regañados. —Si les robamos ahora o los matamos por el mapa —continuó Silver, con voz grave y controlada—, tanto la policía como la Armada estarán tras nosotros antes de que tengamos tiempo de abandonar la galaxia. ¿Acaso creéis que nos perdonarían si nos atrapan? —Sus ojos brillaron con un destello frío—. No, acabaríamos en la cárcel… o peor, en la horca. Un silencio sepulcral se apoderó de todos. La mención de la horca siempre lograba el efecto deseado. Silver sonrió con una calma. —En cambio… si nos infiltramos y viajamos con ellos, será mucho más fácil. Los dejamos hacer el trabajo sucio, encontramos el tesoro… y entonces nos deshacemos de ellos. —Paseó la mirada por sus hombres, asegurándose de que cada palabra calara—. Por lo que sé, serán tres civiles más el capitán y el primer oficial. Simulamos un "accidente"… y luego desaparecemos con nuestro botín. Y, ¡seremos increíblemente ricos! La tripulación asintió, algunos con sonrisas torcidas, otros frotándose las manos con ansias. Silver volvió a sonreír, complacido por verlos alineados con su plan. —Así me gusta… —dijo con tono grave—. Paciencia, muchachos. El juego apenas comienza. Paseó la mirada por todos y añadió, con un deje más serio: —Pero recordad bien esto: ahora somos una tripulación respetable. Y como tal, vamos a actuar. Ni una palabra fuera de lugar, ni un gesto que levante sospechas. Si alguien mete la pata, no solo nos arriesgamos a perder el tesoro. Un murmullo de aprobación recorrió al grupo, hasta que una voz áspera rompió el momento. —¿Y si husmean? —dijo Scroop, con su siniestra voz siseante. El alienígena, mezcla de araña y escorpión, ladeó la cabeza con una sonrisa que dejaba entrever sus colmillos. Silver lo miró con calma, pero su ojo cibernético brilló con una luz rojiza. —Si husmean… —pausó, dejando que el silencio hiciera el resto—. Veremos qué hacer. Scroop sonrió disfrutando la insinuación. Silver dio un paso al frente, clavando su mirada en todos. —No pueden sospechar de nosotros. Y en todo caso… —Su brazo mecánico hizo un suave chasquido, cambiando su mano por el sable—, yo me encargaré de cualquier eslabón débil. No tardaron en contactar con Silver para confirmarle la fecha de partida. En apenas un par de días, debía presentarse con su "tripulación" al alba en el Muelle 17, donde el R.L.S. Legacy los aguardaría y prepararlo para zarpar. Allí conocería en persona al capitán y al primer oficial, y empezarían de inmediato con los preparativos del viaje. Silver estaba entusiasmado. Su corazón latía con una mezcla de ambición y deseo: por fin, después de tantos años, ponía rumbo hacia aquello que había perseguido gran parte de su vida —el legendario tesoro de Flint. El día acordado llegó. Él y su grupo se presentaron puntualmente, impecablemente disfrazados, como una tripulación trabajadora y disciplinada. Allí, los recibió el primer oficial, el señor Arrow, un hombre imponente y corpulento, seguido de la figura elegante y autoritaria de la capitana del navío, la capitana Amelia Smollet. Silver no pudo ocultar su sorpresa… ni su sonrisa. Una mujer. Perfecto. Más fácil de embaucar —o al menos, eso creyó él en ese momento. Silver se adelantó con paso seguro, el tintineo de su pierna metálica resonando sobre la madera de la cubierta mientras se quitaba su sombrero con un gesto teatral. Mostró una sonrisa cortés, la misma que usaba cuando quería ganarse la confianza. —Capitana Amelia Smollet, un placer… —dijo con una reverencia exagerada—. Permítame decirle que es un honor estar bajo a sus órdenes. Una mujer de su temple al mando de esta magnífica nave… es una inspiración para todos los que surcamos el Etherium. La capitana lo observó en silencio durante un segundo. —Señor Silver —respondió finalmente, sin mover un solo músculo de su rostro—. Le agradecería que se guarde sus halagos y dedicara su tiempo a lo que se le ha contratado, que es cocinar. No a parlotear y a adular, ¿me equivoco? El pirata se quedó un instante con la sonrisa congelada, pero se repuso enseguida con una carcajada suave y una inclinación de cabeza. —Touché, capitana. Le aseguro que mis intenciones son tan puras como mi estofado de bonzabuey, por cierto, receta familiar. Delicioso, ya verá cuando lo pruebe, será de lo mejor que ha comido en su vida —añadió, volviendo a colocarse su sombrero con una leve inclinación. —Ya veremos. —Amelia se giró sobre sus talones con elegancia y caminó hacia su camarote sin darle más importancia. Arrow, que había presenciado toda la escena sin inmutarse, se acercó a Silver y le palmeó el hombro con una fuerza que hizo rechinar su brazo mecánico. —Un consejo, señor Silver… No subestime a la capitana. Silver entrecerró el ojo orgánico, mientras su ojo cibernético brillaba tenuemente. —Oh, no lo haría jamás… —susurró para sí mismo mientras descendía al camarote del cocinero. Una de las pocas ventajas de ocupar ese puesto era precisamente esa: tener un espacio privado y amplio. Al entrar, esbozó una sonrisa al ver que incluso había lugar para una cama adicional. Perfecto. Privacidad, almacenamiento y, sobre todo, libertad de movimiento, pues era un hombre bastante corpulento. La capitana resultó más lista de lo esperado. Pero aún quedan los civiles. Todos, incluso los más astutos, pueden ser engañados… solo era cuestión de tiempo. Dejó sus cosas con tranquilidad y se dirigió a la cocina. A partir de ahora, él era el señor Silver, cocinero oficial del R.L.S. Legacy. Ya en la cocina, se puso manos a la obra. No supo cuánto tiempo pasó, sumido en su tarea, concentrado en preparar su famoso estofado de bonzabuey. A pesar de todo, cocinar le gustaba de verdad. Era una de las pocas cosas que le conectaban con su infancia… con su pasado, ese rincón lejano de su memoria donde aún existía la calidez de un hogar. Un hogar… La nostalgia le apretó el pecho, pero no podía permitirse debilidades. No en su mundo, pues si veían que eras blando o débil, lo más seguro es que uno acabe destripado, literalmente. De repente, escuchó voces desde la cubierta. Activó discretamente su ojo de cíborg, escaneando los nuevos movimientos a bordo. La tripulación parecía ya completa. Y entonces… ese aroma. Lo reconoció al instante. Ese olor sutil. El mismo que había olido en la taberna de Montresor. —Así que ha venido… —murmuró entre dientes, sin dejar de remover la olla. ¿Buena noticia o mala? Quién sabe. Pero desde luego… será interesante. Oyó pasos descendiendo por la escalera. Uno de ellos era de ella. Su instinto —y su nariz— no fallaban. Disimuló rápido. Dejó que el vapor del estofado cubriera su expresión, y empezó a silbar una vieja melodía que había aprendido de niño, una de esas canciones que nadie recordaba, pero que él tarareaba cada vez que quería aparentar tranquilidad. Fue entonces cuando la voz profunda del señor Arrow lo sacó de sus pensamientos.Empezaba el espectáculo. —Le presento al doctor Doppler, el patrocinador de esta expedición —anunció Arrow con formalidad. Silver se giró con una sonrisa afable mientras seguía cortando algunos vegetales. Delbert dio un paso al frente, intentando parecer más digno de lo que su ridículo traje espacial permitía. —Vaya, qué traje más… original, doctor —comentó Silver con una sonrisa ladeada, activando sutilmente el escáner de su ojo de cíborg para analizarlo, aunque en realidad solo lo hacía para burlarse un poco. —Gracias, señor. Bonito ojo —replicó Delbert con ironía, sobresaltado al notar cómo el láser de escaneo descendía a su entrepierna. Rápidamente, agarró a los dos hermanos para ponerlos a modo de barrera —le presento a los jóvenes Jim y Elisabeth Hawkins. —¡Jimbo! —exclamó el cíborg con entusiasmo, extendiendo su brazo como si fuera a estrecharle la mano. Pero, en lugar de una mano, de su brazo mecánico emergieron de golpe varios utensilios de cocina afilados y nada tranquilizadores: como un punzón, una navaja… Jim y Lizzie dieron un pequeño respingo. Silver, sin perder la sonrisa, retrajo las herramientas con un chasquido metálico y las reemplazó por una mano mecánica más "convencional". —Ups… viejo reflejo de cocinero —bromeó con un guiño. Jim lo miró de arriba abajo, receloso, y mantuvo las manos firmemente en sus bolsillos. No pensaba estrechársela. Silver, lejos de ofenderse, sonrió aún más. Estaba acostumbrado a que la gente se apartara o le temiera. Y, en su caso, aquello jugaba a su favor. Después de todo, ser visto como un monstruo podía ser útil para un pirata. Fue entonces cuando, entre la incomodidad general, una mano más pequeña y delicada se extendió hacia él. Perplejo, Silver siguió la línea de aquella mano pequeña hasta descubrir a su dueña… y entonces la vio. En la taberna había reparado en su belleza, pero ahora, tan cerca, pudo observar cada detalle: aquellos ojos azules penetrantes, la piel pálida y tersa, los labios carnosos y rosados, y el cabello castaño recogido en lo que parecía una trenza, oculto en parte bajo un sombrero militar.También notó que era algo más alta que su hermano. Vestía una blusa blanca ceñida por un corpiño negro, pantalones ajustados del mismo color, botas altas y una gabardina que le daba un aire elegante y decidido. Y, por encima de todo, ese aroma… inconfundible, envolvente, que le golpeó los sentidos y le hizo pensar que quizá esa muchacha sería un problema, sobre todo con sus hombres, siempre al acecho de "presa nueva". Disimuló el impacto y el interés que le despertaba. Ella lo miraba con seriedad y un matiz de desafío. Silver tomó su mano y, en lugar de estrecharla, la llevó a sus labios en un gesto exageradamente cortés, acompañándolo con una reverencia. —Encantado, señorita Liz… —murmuró con una sonrisa ladeada, guiñándole un ojo con descaro. Elisabeth rodó los ojos. Luego, sin decir nada, hizo una seña que él no comprendió. La vio entonces sacar una libreta de su bolso y escribir con letra clara: "Encantada, pero prefiero que me llames Lizzie… o Elisabeth". Entonces, Silver reparó en un detalle: en cada una de sus orejas brillaba un pequeño dispositivo. La chica era sorda. Sonrió con un aire astuto y dijo: —Está bien, Liz. Y, Jimbo, no deberías temerle a este montón de chatarra. Sin más, se dirigió a la encimera y, con una rapidez sorprendente, empezó a pelar unas gambas calioides usando una de las herramientas de su brazo cibernético. Lizzie lo observaba con una mezcla de curiosidad y cautela, además de irritación porque había hecho caso omiso a lo que había escrito. Y, Jim no quitaba los ojos de cada movimiento. Después, cortó varias verduras en juliana y, en medio de la faena, hizo el viejo truco de fingir que se cortaba la mano, su mano de carne y hueso. Alzó una ceja, riendo ante su propia broma, pero los hermanos apenas reaccionaron con una sonrisa discreta. Público difícil, pensó Silver. —Fue duro acostumbrarse a estos aparejos —comentó, mientras añadía tres huevos zolorianos a la sartén con las verduras y las gambas—, pero a veces resultan muy útiles. Cambiando su mano por un pequeño soplete, calentó la mezcla antes de verterla en una gran olla que reposaba a fuego lento en el centro de la cocina. Murmuraba para sí, un poco de esto… le falta aquello, mientras espolvoreaba varias especias y probaba el guiso con gesto satisfecho. —Mmmm… listo. Con soltura, sirvió tres boles. A pesar de su corpulencia, se movía con una destreza, y el aroma que inundó la cocina resultaba irresistible. —Listo. Aquí tienen, prueben mi famoso guiso de bonzabuey —anunció Silver, entregando los boles a Delbert, Lizzie y Jim. Jim y Elisabeth intercambiaron una mirada. El aroma era tentador, pero el aspecto… digamos que no inspiraba demasiada confianza. Delbert, en cambio, lo olfateó con entusiasmo y lo probó. —Mmmm… —murmuró, saboreando—. Deliciosamente ácido y con un toque robusto. —Antigua receta de familia —replicó Silver, con una sonrisa orgullosa. El doctor estaba a punto de dar otro bocado cuando, de pronto, algo emergió lentamente a la superficie del guiso… un ojo. Delbert lo miró con asco. —Mire por dónde… ahí va un trozo de mi familia —bromeó Silver, soltando una carcajada grave. —¿No se lo habrá creído? —Antes de que nadie reaccionara, tomó el ojo entre sus dedos y, con total naturalidad, se lo tragó de un bocado. Jim parpadeó varias veces, sin saber si sentirse asqueado o impresionado. Lizzie, en cambio, arqueó una ceja. "Definitivamente, es un idiota", pensó la chica. —Me gusta bromear, muchachos —añadió Silver con una amplia sonrisa, rodeando a los hermanos con sus enormes brazos—. Vamos, comed, a ver si os gusta. Lizzie, aunque algo recelosa, decidió probarlo para no hacer un feo. El sabor la sorprendió: estaba realmente bueno. Eso sí, antes de seguir comiendo, echó un vistazo al bol, asegurándose de que no hubiera más ojos flotando. Levantó el pulgar hacia Silver en señal de aprobación.El cíborg sonrió, intrigado; comunicarse con ella iba a ser interesante. Jim, en cambio, miró su bol con desconfianza. Justo cuando iba a probarlo, su cuchara cobró vida, se curvó, y se transformó en un pequeño alienígena rosa. —¡Morfo, mi pequeño bribón tontorrón! —exclamó Silver con una carcajada—. Así que estabas ahí escondido. Morfo, en forma de pajita, sorbió todo el contenido del bol en cuestión de segundos y se relamió satisfecho. Lizzie soltó una risa, divertida, y sin pensarlo le ofreció su propio bol. Morfo, encantado, se lanzó a devorarlo también. La chica sonrió con ternura, y Silver, al verla, sintió que esa expresión le gustaba más de lo que debería. Esa era la sonrisa que, pensó, siempre debería iluminar su rostro. El pequeño alienígena rosa les agradeció, restregándose cariñosamente contra las mejillas de ambos. Jim, divertido, sonrió y lo observó con curiosidad. —¡Eh! ¿Qué es esto? —preguntó, tocándolo con cuidado. Morfo repitió con su voz aguda. —¿Qué es esto? Y, de pronto, su cuerpo se descompuso en un enjambre de partículas hasta recomponerse en una diminuta versión de Jim, idéntica hasta en la expresión incrédula. —Es un Morfo —explicó Silver, entretenido mientras Jim jugaba con su doble en miniatura—. Rescaté a este ladronzuelo de formas en Proteo Uno. Morfo soltó una risita, volvió a su forma original y flotó hasta la mejilla de Silver, quien lo recibió con afecto, acariciándolo como a una mascota muy querida. —Sí, se quedó prendado de mí —continuó el cíborg—. No nos hemos separado desde entonces, ni un solo día. Lizzie le hizo una seña rápida a su hermano: «Es tan mono.» Silver, intrigado, arqueó una ceja y preguntó: —¿Qué ha dicho? —Cree que Morfo es una monada —respondió Jim. En ese momento, unas voces resonaron desde la proa. —¡Elisabeth Nebula Hawkins! Lizzie se quedó helada. El color le abandonó el rostro en cuanto escuchó aquella voz.Jim, que la conocía demasiado bien, frunció el ceño y giró la cabeza hacia la cubierta. —¿Beatrice? —murmuró, incrédulo. Ella asintió, todavía sin reaccionar, con la mirada fija en la entrada, como si esperara que de un momento a otro irrumpiera una tormenta. Silver los observaba de reojo, confundido. ¿Quién demonios era Beatrice? La tensión en el gesto de la muchacha le encendió todas las alarmas. ¿Se trataba de una amenaza? Por instinto, ocultó su brazo mecánico tras la espalda y lo transformó en un sable, listo para blandirlo si hacía falta. El señor Arrow, ajeno a la incomodidad que se respiraba, subió a cubierta para recibir a los visitantes. Poco después, descendió por la escalera acompañada de una joven alta, que cargaba con varias bolsas y paquetes distribuidos entre sus seis brazos, y de un chico cuya semejanza con el doctor Doppler era inconfundible. —¡Lizzie! ¿Piensas marcharte sin despedirte de mí? —exclamó Trixie con su característico tono teatral, como si aquello fuera la mayor traición del universo. —Al menos podrías habernos dejado una nota —añadió Arthur, con su habitual serenidad, aunque su mirada dejaba claro que también estaba dolido. Lizzie suspiró y, con señas, les dijo: «Lo siento, chicos… Sabéis que no me gustan las despedidas.» —Te perdono solo porque eres mi mejor amiga… y porque vengo cargada de regalos para tu viaje —replicó Trixie, levantando varias bolsas como si fueran trofeos. Lizzie abrió mucho los ojos y firmó, sorprendida. «¿Qué? ¡Es broma, ¿no?! Si ya he traído más que suficiente ropa…» Jim, que observaba la escena entre divertido y desconcertado, intervino: —¿Cómo habéis llegado tan rápido? ¿Y cómo demonios os habéis enterado de que nos íbamos hoy? Arthur y Beatrice se intercambiaron una mirada cómplice. El chico se ajustó las gafas antes de responder: —Me enteré por mi padre de que hoy zarparíais. Ayer, mi tío —miró fugazmente a Delbert— habló con él y se lo comentó. Esta mañana, mientras yo leía el periódico en la cocina, mi padre me lo soltó como si nada. Hizo una pequeña pausa y añadió con cierto pesar: —Y hemos llegado tan rápido porque, en cuanto se lo conté a Trixie, ella… bueno… contrató un transporte privado y sobornó al piloto para que sobrepasara un poquito —levantó los dedos haciendo comillas— el límite de velocidad. Jim y Elisabeth comenzaron a curiosear el contenido de las bolsas, pero no tardaron en quedarse petrificados… y colorados como tomates estelares. «¿Qué demonios, Beatrice? ¿Has comprado lencería? ¿Y eso es…?» —Condones —respondió Trixie con total naturalidad—. Por sí surge la ocasión. Nunca se sabe. Jim soltó una carcajada que resonó por toda la cocina, mientras Elisabeth abría la boca, sin poder articular palabra, y se llevaba las manos a la cara. La vergüenza fue tal que sintió que las piernas le flaqueaban. Por suerte, Silver reaccionó a tiempo y la sujetó antes de que se golpeara contra la encimera. —Tranquila, Liz, respira… —susurró con una media sonrisa divertida. Los dos se miraron, la chica lo fulminó con la mirada y se apartó. Morfo, curioso, se transformó en una caja de condones en miniatura y empezó a dar saltitos por la encimera, lo que provocó que Jim se doblara de la risa y hasta Arrow carraspeara para disimular la suya. —¿Pero qué…? —murmuró el doctor Doppler, entrando en ese momento y viendo la escena—. No, no, no quiero saberlo. Trixie, ajena al escándalo que había provocado, le guiñó un ojo a Lizzie. —Créeme, me lo agradecerás después. Elisabeth, todavía roja como un rubí, le dio un manotazo amistoso a su amiga con una libreta, mientras Silver observaba divertido… y ligeramente intrigado por el tipo de amistades que tenía la muchacha. Trixie, con su eterna sonrisa pícara, rebuscó entre las bolsas. —Y ahora… esto sí que te va a encantar. —Sacó un grueso libro con un cierre de cuero, trabajado y suave al tacto, y lo colocó con cuidado en las manos de Lizzie—. Es un libro especial. Mira… aquí tienes todas las tarjetas con las novelas, y por esta ranura las puedes ir insertando. Así no tendrás que cargar con tantos libros físicos. Te he puesto sobre todo de romance… tus favoritas. Pero también un par de terror, porque Halloween está a la vuelta de la esquina y sé que es tu festividad preferida. Así, por las noches, podrás leer lo que quieras según el humor que tengas. Lizzie lo abrió y pasó las páginas con cuidado, encontrando pequeñas tarjetas ilustradas, cada una con el título, el autor y una breve nota escrita a mano por Trixie. La chica sonrió: su amiga la conocía demasiado bien. —Sé que vivirías en una biblioteca si pudieras… —continuó Trixie—. Y no por nada has pasado tantas horas encerrada en la municipal de Benbow. La señora Honey, seguro que te va a echar de menos. —Ah, y también… —añadió sacando un segundo paquete—. Un álbum de fotos. Con imágenes nuestras, de las ferias, de las noches en la taberna, de los cumpleaños… para que no se te olvide esta cara tan guapa. Lizzie sonrió, conmovida, mientras pasaba las páginas del álbum y veía a Trixie y Arthur en poses ridículas, caras imposibles y momentos que parecían capturar toda una vida de recuerdos. Silver, desde la encimera, observaba en silencio; y pudo notar cómo a la chica se le humedecían los ojos, conteniéndose para que no se le escapara una lágrima. «¿Por qué os habéis molestado tanto» PreguntóLizzie con señas, genuinamente sorprendida. —Pues porque no te voy a ver en un tiempo. Así que considéralo tu regalo de cumpleaños… y quizás también de Navidad. —Trixie, que no se te olviden las galletas… —recordó Arthur. —¡Uy, sí! —exclamó ella, rebuscando otra vez—. Toma, un par de bolsas con tus favoritas. Sé que casi cada día te compras de estas, así que mejor que tengas de sobra. Jim rio. —Se ha comprado cuatro bolsas antes de venir. —No esperaba menos de Lizzie, pero sé que esas bolsas no serán suficientes —replicó Trixie, guiñándole un ojo. Después, su tono cambió, más suave y cargado de afecto. —Te voy a echar muchísimo de menos… ¿Con quién voy a comentar los cotilleos del pueblo? ¿Quién me va a hacer de modelo cuando diseño vestidos? ¿Quién me va a decir que deje de meterme en líos? ¿Quién va a ser mi heroína? Lizzie dejó a un lado el libro y el álbum para responder con señas: «Y yo a ti, Trixie.» Trixie no lo dudó: la atrapó en un abrazo de seis brazos que casi le sacó el aire. Lizzie tuvo que darle unas palmaditas para que la soltara. Entonces Arthur, más contenido, pero igual de afectuoso, se unió al abrazo. —Cuidaos mucho, ¿de acuerdo? —dijo él, mirando tanto a Lizzie como a Jim—. Tú también, tío Delbert… por cierto, bonito traje. —¡Gracias, Arthur! Alguien que aprecia de verdad mi compra —respondió el doctor con aire triunfal, mientras Jim rodaba los ojos, resignado. En ese momento, un fuerte silbato resonó por toda la nave. —Estamos a punto de zarpar. Me temo, chicos, que debéis bajar del barco —anunció el señor Arrow con voz firme. —Sí, por supuesto. Vámonos, Trixie —asintió Arthur. «Os acompaño», dijo Lizzie con señas, dejando las bolsas, el libro y el álbum sobre una de las mesas. Subió a cubierta junto a sus dos amigos, mientras Trixie, todavía agitada por la emoción, le repetía que le escribiera desde cada puerto para contarle todas sus aventuras. —Por cierto, doctor, ¿quiere ver el lanzamiento? —preguntó Arrow, amable. —¿Para qué? Ni que fuera a observar núcleos galácticos superluminales… —respondió Delbert, encogiéndose de hombros. Al ver la expresión del primer oficial, se apresuró a rectificar—. Es decir… claro, le acompaño. Jim estaba a punto de seguirlos cuando Arrow le cortó el paso. —El señor Hawkins se quedará aquí, a su cargo, señor Silver. La señorita Hawkins también, en cuanto termine de despedirse en cubierta. Silver, que justo estaba probando su guiso, se atragantó y escupió la cuchara. —Discúlpeme, señor, pero no necesito a nadie… y la chica… bueno, es sorda, no podría… —Son órdenes de la capitana. Mantenga ocupados a los grumetes. Además, no tendrá problemas con la señorita Hawkins —replicó Arrow con un tono que no dejaba lugar a discusión. —Pero el chico… —Intentó protestar Silver. —Es que él… —comenzó Jim al mismo tiempo. Pero el primer oficial ya se había marchado a cubierta con el doctor, dejándolos a ambos mirándose con resignación. —Bueno… —suspiró Silver—. La capitana dice que estáis a mi cargo, así que… —Yo paso —bufó Jim—. Pero te advierto: Elisabeth no es sorda de nacimiento, lo suyo fue un accidente. Así que no la trates como si fuera menos. —¿Menos? —arqueó una ceja, el cíborg, con media sonrisa—. Chico, ¿acaso no me ves? Yo tampoco nací con todos estos cachivaches. —Se arremangó la manga del brazo de carne y hueso y volvió a sus quehaceres—. En fin… un humilde cíborg no es quién para discutir con una capitana. —Ya… —murmuró Jim, dejando que su mirada se desviara hacia un barril lleno de fruta de color púrpura—. Oye, estas limonzanas me recuerdan a las de mi casa en Montresor. —Agarró una y, sin pedir permiso, se sentó sobre la encimera—. ¿Has estado allí? —Si dijera que sí, mentiría, Jimbo. —Por cierto… antes de irme conocí a un viejo que estaba buscando a un cíborg que era amiguete suyo —dijo Jim, dándole un bocado a la fruta. Silver, mientras tanto, cortaba otra con su brazo mecánico transformado en una sierra circular. —Qué curioso… —musitó. —Sí… ¿Cómo se llamaba esa vieja salamandra? Ah, sí: Bones. Billy Bones. Silver no perdió el ritmo. Llenó una olla con agua como si nada. —¿Bones? ¿Bones…? Mmmm… no me suena. Debe de ser otro cíborg. Hay infinidad por este puerto. —Colocó la olla junto a Jim. En ese momento, otro silbato resonó en todo el barco y la atronadora voz del señor Arrow ordenó: —¡Prepárense para el lanzamiento! —Anda, chico, ve a verlo. Te va a gustar… —le dijo Silver con un gesto hacia la escalera—. Después os espera un buen montón de trabajo a ti y a tu hermana. Jim se encogió de hombros y subió a cubierta. En cuanto se aseguró de que el muchacho no estaba a la vista, Silver se inclinó hacia Morfo. —No les quitaremos la vista de encima ni un segundo… sobre todo a la chica. —El pequeño alienígena rosa masticaba feliz la galleta que le había dado el Ursid—. Que no se enteren de los asuntillos que nos importan, ¿eh, Morfo? Silver tenía sus sospechas: por lo que había observado, esa chica seguramente fue quien preparó las preguntas incómodas para el doctor en la entrevista. Ni ella ni su hermano confiaban en él. Chicos astutos… pero nada que no pudiera arreglar. Conseguiría su confianza. Y luego, los engañaría. Iba a retomar la cocina cuando su mirada se posó en la mesa donde estaban las bolsas que había traído Trixie. El álbum de fotos estaba abierto en una página que mostraba a la chica con sus amigos, sonriendo radiante en lo que parecía una graduación. Tenía una sonrisa… bonita. Demasiado bonita para alguien que estaba a punto de ser un simple instrumento en su plan. Alargó la mano, tentado de pasar otra página, pero se detuvo. No. No podía permitirse ese lujo. Cerró el álbum con un golpecito seco y volvió a los fogones. Arriba, en cubierta, el ritmo era ya frenético. Tras despedirse de Trixie y Arthur con lágrimas incluidas, Lizzie los vio bajar del barco y colocarse a una distancia prudencial para presenciar cómo su amiga partía rumbo al Etherium. Desde lo alto, Elisabeth los miraba con el corazón encogido: esta sería la primera vez que se alejaba realmente de su hogar. Echó un vistazo a su alrededor: el doctor estaba junto a la capitana, y el señor Arrow, firme junto al timón, supervisaba cada orden del lanzamiento. La tripulación se movía al unísono, como engranajes perfectamente engrasados, respondiendo a cada comando del primer oficial. —¡Todo despejado, mi capitana! —gritó un pequeño optoc desde lo alto del palo de vigía. El diminuto ser, con varios ojos parpadeantes, le guiñó uno a Lizzie antes de volver a su trabajo. La capitana Amelia, con su sombrero a juego con el uniforme, se volvió hacia Arrow. —Bien, amigo mío… ¿listo para elevar este cascarón? —Será un placer, mi capitana. —Arrow cuadró los hombros—. ¡Atención, todo el mundo a sus puestos! ¡Con energía! Al grito, la tripulación se lanzó a las velas solares. Jim, que ya estaba en cubierta, no podía quitar los ojos de lo que ocurría. Buscó a su hermana y, en cuanto la vio, se acercó y vio a Trixie y Arthur en el muelle. Ambos agitaban la mano, visiblemente emocionados. «¿Nervioso?», le preguntó Lizzie con señas. —¿La verdad? No. Me muero de ganas de salir de aquí. —¡Desplieguen las velas solares! —ordenó Arrow. Los hermanos observaron, fascinados, cómo el barco se alzaba poco a poco. Tan ensimismados estaban que ni se dieron cuenta de que un tripulante chocó con ellos. Lanzó a Jim una mirada de fastidio… pero al ver a Lizzie, la evaluó de arriba abajo con una sonrisa. Jim rodó los ojos. Este viaje va a ser largo, pensó. Su hermana siempre provocaba ese tipo de reacciones. —¡A popa, a las brazas! —continuó Arrow. El barco ascendía más y más, dejando el puerto como una maqueta lejana. Lizzie alzó la mano para despedirse una última vez de sus amigos antes de que se perdieran de vista. —Mira arriba —le dijo Jim, tirando de ella hasta un punto del mástil desde donde podían ver cómo se desplegaban por completo las velas solares. Ambos sonrieron al notar que, al estar tan alto, la gravedad era casi inexistente. Comenzaron a flotar, y Jim, por instinto, aferró más fuerte la mano de su hermana. —¡Señor Snuff, active la gravedad artificial! —ordenó Amelia. El gasterópodo hizo un saludo torpe y murmuró algo ininteligible —probablemente un "a sus órdenes"— antes de accionar una máquina en el centro de la cubierta. Una onda recorrió toda la nave, devolviendo el peso a sus cuerpos. El doctor, que no estaba para nada acostumbrado, perdió el equilibrio y cayó de bruces. —Sur suroeste, rumbo 2-1-0-0 —ordenó Amelia al timonel. —Sí, capitana. Rumbo 2-1-0-0 —respondió el zirreliano, manejando el timón con sus tentáculos. —Señor Arrow, a toda velocidad. —¡Arriba con el barco! —gritó Arrow a través de la tubería de comunicación con la sala de máquinas. —Agárrese bien, doctor —dijo Amelia, con una sonrisa de suficiencia. Delbert imitó su gesto con una mueca, justo antes de salir despedido contra la pared cuando el barco aceleró como una flecha, dejando atrás el puerto espacial. Jim y Lizzie corrieron a los obenques para contemplar la inmensidad del Etherium. Mantarrayas espaciales planeaban a su alrededor, pero lo que realmente les dejó sin aliento fue la visión de un grupo de orcas galácticas flotando cerca del barco. Verlas tan de cerca era algo poco común. —Guau… ¿has visto eso, Lizzie? —dijo Jim. Ella tenía los ojos brillantes; estaba empezando el mismo viaje que, muchos años atrás, había hecho su abuelo. A lo lejos, Montresor y su puerto se reducían a un punto, y una mezcla de tristeza y nostalgia se apoderó de ella… hasta que miró a su hermano, subido al obenque, radiante como si estuviera surcando el cielo con su tabla solar. Tan absorta estaba que no se dio cuenta de que una orca flotaba junto a ella. Instintivamente, extendió la mano para tocarla. El doctor, mientras tanto, observaba maravillado. —No puedo creerlo… una orca galáctica. —De su traje salió un mecanismo con cámara integrada—. ¡Di "patata"! —Doctor, apártese —le advirtió Amelia. Pero no fue lo bastante rápida: una de las orcas lo roció con una espesa mucosidad. La capitana dejó escapar una carcajada. Por muy insufrible que fuera, aquel doctor tenía momentos en los que resultaba adorablemente ridículo. Silver subió a cubierta, dejando que su ojo de cíborg recorriera el lugar hasta encontrar lo que buscaba: una cierta muchacha de cabello castaño. Allí estaba, junto a su hermano, disfrutando de las vistas del espacio. Cálmate, viejo lobo de mar… se dijo, apartando la mirada a la fuerza. La dirigió entonces hacia la capitana. Era momento de poner a prueba su encanto. —Ah, hoy es un gran día para navegar, mi capitana —dijo, luciendo su abrigo y sombrero—. Y usted… usted está tan hermosa como un balandro recién pintado, con velas nuevas listas para el viento. Se quitó el sombrero e hizo una reverencia impecable, esperando alguna señal de interés. Pero Amelia, imperturbable, le contestó sin apenas mirarlo: —Reserve sus piropos para las pelandruscas del puerto espacial, Silver. La sonrisa del cíborg se congeló por un instante. Esta mujer es más dura que un casco de acero, pensó con un deje de frustración. Morfo, que flotaba a su lado, no perdió la oportunidad: se transformó en una diminuta capitana y empezó a repetir con voz chillona: —¡Pelandruscas, pelandruscas! Silver lo fulminó con la mirada, lo agarró con disimulo y lo metió dentro del sombrero antes de ponérselo de nuevo. —Está hiriendo mis sentimientos, mi capitana —replicó, llevándose una mano al pecho en un gesto exagerado—. Hablo desde el corazón, nada más… Amelia rodó los ojos, aburrida de sus comentarios, y se volvió para seguir supervisando la maniobra. A pocos metros, Lizzie, que había presenciado la escena de reojo, no pudo evitar una sonrisa divertida. La capitana acababa de poner a Silver en su sitio. Entonces, la atención de la capitana se centró en los hermanos Hawkins. —Oiga, Silver, ¿esos dos jovenzuelos que veo holgazaneando en los obenques no son sus grumetes? —preguntó con tono cortante. El cíborg, al ver a Jim y Lizzie sonreír mientras señalaban las orcas galácticas que acababan de pasar, no encontró excusa convincente para esquivar la reprimenda. —Eh… esto… mi capitana, un descuido que voy a rectificar ahora mismo. ¡Jimbo! ¡Liz! Jim, encaramado en las cuerdas, giró la cabeza al escuchar su nombre. Lizzie también lo hizo, al ver que su hermano reaccionaba. Silver se acercó a ellos con una media sonrisa. —Tengo aquí a dos amigos que quieren conocerte —dijo, mirando directamente a Jim. El muchacho, intrigado, bajó un poco la vista para ver de quién hablaba… hasta que el cíborg le lanzó una fregona y un cubo. —Anda, saluda a la señora Fregona y al señor Cubo. ¡Jajajaja! Jim atrapó ambos objetos con agilidad y respondió con fingida emoción: —Yupi. —Y tú, señorita, acompáñame. Vamos a la cocina —ordenó Silver a Lizzie. Jim la miró con preocupación, dispuesto a protestar, pero ella fue más rápida y le hizo señas: «Estaré bien, tranquilo». Entonces siguió al cíborg escalera abajo. Mientras descendían, Lizzie no pudo evitar ponerse tensa. Iba a quedarse a solas con un hombre al que apenas conocían y en quien ya desconfiaban. No había reparado antes en lo alto que era; apenas le llegaría al pecho. Y su corpulencia… bueno, si quisiera, podría reducirla a polvo en un instante. Al llegar a la cocina, Silver se quitó el abrigo y el sombrero, dejándolos en un perchero junto a las mesas. Luego se giró y la observó detenidamente. —Tú me ayudarás aquí abajo. Además de limpiar, prepararás ingredientes y me asistirás mientras cocino. Lizzie asintió. Abrió su bolso, sacó su libreta y escribió: "¿Por dónde quieres que empiece?" Silver sonrió de lado. Esto iba a ser interesante; la muchacha parecía dispuesta a trabajar, pero no se lo pondría fácil. —Ponte un delantal, lávate las manos y pela esos tubérculos androtianos —le indicó. Ella dejó sus cosas sobre la mesa, junto a las bolsas que Trixie le había traído, y notó de inmediato que alguien había curioseado su álbum. Sabía perfectamente quién había sido, pero decidió no decir nada. Se ajustó el delantal y se puso manos a la obra. Silver la observó mientras trabajaba y no pudo evitar sorprenderse por la soltura con la que manejaba el cuchillo. Él, sin más demora, también se colocó el delantal y empezó a preparar la cocina. De vez en cuando, Silver levantaba la vista para observarla. Sin la gabardina y el sombrero militar, podía apreciar mejor su figura. En la taberna ya había notado que no estaba nada mal, pero tenerla tan cerca le permitía fijarse en detalles: las piernas largas y bien torneadas, la postura erguida, el porte elegante. No era de caderas anchas, pero estaba perfectamente proporcionada. Tuvo que interrumpir su análisis cuando oyó pasos en la escalera. Descendía la capitana Amelia. —Veo que ya tiene a sus grumetes bajo control, Silver —comentó, lanzando una mirada fugaz a Lizzie. La joven le devolvió el gesto con una leve inclinación de cabeza, y Amelia sonrió—. He venido a hablar con usted. Hay algo que quiero proponerle. Silver se secó las manos en el delantal y se acercó a ella. —Dígame, capitana. Soy todo oídos. —Verá… no tenemos suficientes camarotes. Quiero que la señorita Hawkins no duerma en la galería junto con el resto de la tripulación. No confío en que sus hombres —hizo una breve pausa, eligiendo bien las palabras— se comporten como deberían. —¿Y qué sugiere, capitana? —preguntó Silver, aunque algo en su tono indicaba que ya intuía la respuesta. —Además de tenerla bajo su mando, quiero que la vigile y la proteja. Su camarote es lo bastante grande como para dividirlo en dos, así que lo compartirá con usted. Encontraremos la manera de que cada uno tenga su propio espacio. Silver arqueó una ceja. —Espere, espere… Primero me encasqueta a los dos hermanos como grumetes, y ahora tengo que hacer de niñera de la chica… ¿Y encima compartir camarote? Mientras tanto, Lizzie había dejado de pelar los tubérculos y, aunque fingía seguir trabajando, no perdió detalle de la conversación. No era tonta; sabía leer los labios y estaba segura de que hablaban de ella. Tomó su libreta y escribió con rapidez antes de acercarse a ambos. "Capitana, con todos mis respetos, no necesito ningún trato de favoritismo. Puedo defenderme sola. En cuanto al camarote, de verdad, no se preocupe. Si no quiere que duerma en la galería, puedo dormir en la bodega… o incluso en el calabozo." —Señorita Hawkins —respondió Amelia con tono firme—, aprecio su disposición, pero no voy a permitir que duerma en esos lugares. Y no dudo de su capacidad para defenderse, pero en un viaje largo siempre es mejor ser precavidos. Silver observó a Lizzie. Por mucho que renegara de la idea, tampoco le gustaba imaginarla durmiendo sola en una bodega o un calabozo. —Liz, podemos compartir camarote. Lo arreglaremos para separarlo en dos —le aseguró con un encogimiento de hombros. Ella se apresuró a escribir de nuevo. "Gracias, señor Silver." Amelia dio las últimas indicaciones. —Silver, ayude a la señorita Hawkins a acomodarse y prepare el camarote para ambos —ordenó antes de retirarse. En cuanto la capitana salió, Lizzie tomó su libreta y escribió: "No hace falta que me hagas de niñera, ya soy mayorcita." Silver soltó una breve carcajada. —Mira, Liz… Haré lo que me ha pedido la capitana, te guste o no. A mí tampoco me agrada la idea, pero no puedo desobedecer sus órdenes. Y aunque quieras hacerte la fuerte, los hombres que hay ahí fuera… —señaló con un gesto hacia cubierta—. Son muchos, y créeme, a algunos les da igual con quién. Hizo una breve pausa antes de añadir con crudeza: —Y tú, jovencita, eres carne fresca. Y peor aún… dudo que se molesten en usar protección. Lizzie le sostuvo la mirada, fría y dura, antes de darse la vuelta sin responder. Tomó sus cosas, se colgó el bolso y esperó en silencio a que el cíborg la guiara al camarote. Silver apretó la mandíbula mientras la observaba. Sabía que sus palabras habían sido bruscas y que ganarse la confianza de la chica no iba a ser tarea fácil, pero tampoco pensaba dejar que esos patanes le pusieran una mano encima; no solo por un mínimo de decencia, sino porque ponerla en peligro significaba arriesgar toda la búsqueda del tesoro. —Vamos —dijo al fin, tomando su abrigo del perchero y su sombrero, y se los puso como era costumbre en él. Caminó por el estrecho pasillo de la cubierta inferior, abriéndose paso entre cajas y barriles que se mecían con el balanceo de la nave, hasta llegar a una puerta reforzada con herrajes. La abrió de par en par y la invitó a pasar con un gesto. —Aquí es —anunció—. Tendremos que adaptarlo para que ambos tengamos nuestro rincón. Elisabeth echó un vistazo. El camarote era más amplio de lo que esperaba. Una de las camas ya estaba ocupada y, en el extremo opuesto, había un somier vacío sin colchón. El escritorio y el gran baúl junto a la cama de Silver dejaban claro quién había llegado primero. Ella lo miró en silencio, esperando instrucciones. —Espérame aquí, voy a ver si en la bodega hay un colchón y algo para separar los espacios. Lizzie escribió rápidamente en su libreta antes de que él se marchara: "Te acompaño. No pienso quedarme mirando mientras trabajas." Silver soltó una media sonrisa. —Terca… Ella lo fulminó con la mirada. Ese hombre era cada vez más insufrible. En la bodega encontraron un colchón en aceptable estado, un pequeño arcón y una lona con ganchos que serviría como separador improvisado. Solo les faltaba buscar cómo fijarla. Entre los dos cargaron con las cosas y regresaron al camarote. Silver dejó el colchón sobre el somier y, entre ambos, lo arrimaron a la pared junto a la portilla. Luego, con unos hierros y un poco de maña, el cíborg improvisó unas sujeciones para colgar la lona y así dividir la habitación en dos mitades. Lizzie se quedó con el arcón para guardar sus pertenencias. —Listo —dijo Silver, apartándose—. Tu lado es ese, junto a la portilla. El mío, junto a la puerta. Si quieres privacidad, cierras la lona. Lizzie inspeccionó su lado. Sobre la cama encontró el libro de cuero con las tarjetas, el álbum de fotos y las bolsas que Trixie le había traído. Guardó todo, junto con su bolso, dentro del arcón. Al ver el álbum, no pudo evitar que una leve sonrisa se dibujara en su rostro; pasó los dedos sobre la tapa y, por un instante, olvidó dónde estaba. Desde el otro lado, Silver la observó en silencio. Esa expresión la hacía parecer tan distinta… tan vulnerable… pero enseguida apartó esos pensamientos. —Bueno, Liz, ya está todo —dijo al fin—. Vamos a la cocina, aún queda trabajo por hacer. Volvieron a la cocina. Lizzie apenas había prestado atención al barril que había en un rincón, pero esta vez el aroma ácido de su contenido le llamó la atención. —Tu hermano me dijo antes que las limonzanas son típicas de Montresor —comentó el cíborg mientras se acercaba—. ¿Ese es vuestro planeta natal? Elisabeth asintió con un leve gesto. Silver tomó un par de frutas del barril y las hizo girar en su mano. No era muy dado a las treguas, pero algo le decía que con esta chica debía ir con cautela. Quizá un gesto amable serviría para rebajar la tensión entre ellos. —Toma —iba a ofrecerle una, pero en ese instante un estruendo de voces y pasos resonó desde la cubierta. Se detuvieron en seco. Los gritos se volvieron más claros y agudos, mezclados con órdenes y un tono de amenaza. Lizzie, con el corazón acelerado, dejó el delantal sobre la mesa y corrió hacia las escaleras. Subió los peldaños de dos en dos y, al alcanzar la luz del exterior, la escena la dejó helada: un alienígena con cuerpo de araña y pinzas de escorpión sostenía a Jim por el cuello.
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