Capítulo 7
                                                    14 de septiembre de 2025, 0:02
                                            
                
Hana (Izquierda) y Himari (Derecha)
Capítulo 7
Japón, 1547.
 
En una sala oscura y lúgubre, lejos de las tierras de Owari, tres hombres se reunían en secreto. Eran líderes de clanes menores, pero su alianza los había convertido en una fuerza a tener en cuenta. Sin embargo, en los últimos dos años, algo había cambiado. El equilibrio de poder en la región se estaba inclinando peligrosamente hacia un solo nombre: Oda Nobunaga.
El primero en hablar fue Chiba Takamasa, líder del Clan Chiba. Era un hombre de mediana edad, con una barba gris y ojos fríos que reflejaban años de batallas y traiciones.
"Han pasado dos años desde que ese mocoso, Oda Nobunaga, comenzó a ganar influencia," dijo Takamasa, golpeando la mesa con el puño. "Y en ese tiempo, hemos visto cómo nuestros aliados se acercan a ella. Samuráis de renombre, artesanos talentosos, incluso algunos de nuestros propios vasallos han comenzado a simpatizar con su causa. Si no actuamos pronto, será demasiado tarde."
El segundo hombre, Miura Haruto, líder del Clan Miura, asintió con gravedad. Era más joven que Takamasa, pero su rostro estaba marcado por la preocupación. "No podemos subestimarla solo por su edad. Apenas tiene doce años, pero ya demuestra una astucia que supera a la de muchos generales experimentados. No ha librado batallas, pero su habilidad para ganarse aliados es alarmante. Si no la detenemos ahora, cuando tenga la edad suficiente para liderar su propia campaña, será imparable."
El tercer hombre, Uchima Yoshinori, líder del Clan Uchima, permaneció en silencio por un momento antes de hablar. Era el más anciano de los tres, y su voz tenía un tono de autoridad que los demás respetaban. "El problema no es solo Nobunaga," dijo finalmente. "Es ese siervo suyo, el pelirrojo. Senji Muramasa. He oído rumores de que es un prodigio con la espada y la forja. Si Nobunaga tiene a alguien así a su lado, nuestra tarea será aún más difícil."
Takamasa frunció el ceño. "Entonces, ¿qué propones? ¿Atacamos directamente el castillo de Oda Nobunaga?"
Yoshinori negó con la cabeza. "No. Un ataque frontal sería un error. Nobunaga es demasiado astuta, y sus defensas son sólidas. Necesitamos una estrategia más sutil."
Haruto se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una idea. "¿Y si eliminamos a Nobunaga antes de que su padre muera? Si el anciano Oda Nobuhide fallece, él tomará el control del clan, y entonces será imparable. Pero si lo matamos ahora, mientras todavía es un niño, el Clan Oda se sumirá en el caos."
Los tres hombres intercambiaron miradas, considerando la propuesta. Era arriesgado, pero también era su mejor oportunidad.
"Necesitamos a alguien que pueda infiltrarse en el castillo de Nagoya," dijo Takamasa finalmente. "Alguien que pueda acercarse a Nobunaga sin levantar sospechas."
Yoshinori asintió. "Y que sea lo suficientemente hábil para matarlo y escapar sin ser detectado."
Haruto sonrió, pero no había alegría en su expresión. "Tengo a alguien en mente. Un ninja de mi clan, Kageyama. Es silencioso, letal y no tiene conexión con ninguno de nuestros clanes. Si falla, no podrán rastrearlo hasta nosotros."
Los otros dos líderes asintieron, comprendiendo la gravedad de la decisión que acababan de tomar. No se trataba solo de matar a un niño; se trataba de evitar que un futuro líder naciera y cambiara el curso de la historia.
"Entonces está decidido," dijo Takamasa, levantando su copa. "Eliminaremos a Oda Nobunaga antes de que sea demasiado tarde."
Los otros dos líderes levantaron sus copas también, y los tres brindaron en silencio, sabiendo que sus vidas y sus clanes dependían del éxito de esta misión.
❅──────✧❃✧──────❅•
Provincia de Owari, Ciudad Nagoya.
 
El sol de la tarde proyectaba sombras alargadas sobre el sendero de piedra que conducía a la gran entrada del castillo. Kageyama se detuvo a pocos pasos de los guardias que bloqueaban su avance.
“¿Tu propósito aquí?” preguntó uno de ellos, su voz seca y profesional.
Kageyama mantuvo la calma. No esperaba una bienvenida fácil. Conseguir acceso al castillo de Oda Nobunaga era un desafío en sí mismo, pero tenía confianza en su plan. Se inclinó levemente, preparado para responder.
Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, los guardias reaccionaron de manera inesperada.
Sus cuerpos, antes tensos, se suavizaron en un movimiento casi ensayado. Como si una presencia invisible hubiera cambiado la atmósfera. Luego, sin decir una palabra, se inclinaron respetuosamente.
Fue en ese instante que Kageyama las vio.
Desde el sendero, avanzaban dos jóvenes de una elegancia feroz.
Eran idénticas. El mismo cabello largo y negro, liso como la seda, que reflejaba destellos dorados cuando la luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles. Su andar era firme, casi etéreo, como si flotaran sobre la piedra con una confianza absoluta.
Lo primero que atrapó su atención fueron sus ojos. Un dorado vibrante que resplandecía con intensidad y determinación, como si pudieran atravesar cualquier mentira con una sola mirada.
Kageyama sintió algo extraño en su interior. No era miedo, ni sorpresa. Era la sensación de estar frente a algo que no pertenecía del todo a este mundo.
La gemela de la derecha tenía una expresión firme, su rostro impasible y afilado, como si pudiera leer fácilmente a Kageyama. Su cabello estaba recogido parcialmente en dos moños adornados con rosas negras. Su atuendo se asemejaba al de un ninja, pero al mismo tiempo, no lo era. El blanco del traje contrastaba con el negro de las mangas y el cuello alto, creando una combinación llamativa, ajena a los tonos sombríos que un verdadero ninja usaría para ocultarse en la oscuridad.
El atuendo se ajustaba a su figura, eliminando lo holgado característico de los trajes ninjas, como si la discreción no fuera su prioridad. Y en su cintura, un daishō colgaba con una presencia imponente, una elección que rompía aún más con la imagen de un ninja. No era un arma para el sigilo.
Era un símbolo de autoridad y peligro.
La gemela de la izquierda, en cambio, era distinta. No menos intimidante, pero sí más reservada. Su expresión era serena, observadora, como si analizara cada detalle a su alrededor sin prisa. Su cabello, aunque similar en longitud al de su hermana, tenía adornos distintos: rosas en tonos suaves como lavanda y rosa claro, lo que le confería una imagen más sutil.
A pesar de esas diferencias, su vestimenta era idéntica, con ligeros detalles que las diferenciaban. Ambas llevaban un emblema bordado en el hombro: el símbolo del Clan Oda.
Una flor estilizada de cinco pétalos con un diseño simétrico.
No eran simples cortesanas ni acompañantes de la nobleza.
Eran samuráis.
Kageyama no necesitó más que un instante para entenderlo. Estas chicas no eran ornamentales.
El modo en que los guardias se habían inclinado ante ellas, la forma en que caminaban sin miedo, con una confianza natural… Todo indicaba que su presencia significaba algo.
Ignorando la inquietud que le causaban, retomó su propósito con naturalidad.
“Estoy aquí para solicitar trabajo,” dijo, dirigiéndose a los guardias con un tono tranquilo y seguro. “Soy un buen cocinero.”
Los guardias intercambiaron miradas.
“¿Cocinero?” preguntó uno con escepticismo.
“Sí. He trabajado en varias casas nobles antes de venir aquí,” respondió Kageyama con confianza. “Puedo preparar platillos que incluso el señor Nobunaga encontraría satisfactorios.”
Los guardias no parecían del todo convencidos. No era común que alguien pidiera entrar al castillo con una excusa tan simple. Sin embargo, la necesidad de otro cocinero era real. La anciana encargada de la cocina se había retirado hace poco, su edad ya no le permitía trabajar como antes.
Finalmente, tras unos segundos de deliberación, uno de los guardias asintió.
“Tienes suerte. Justamente estamos buscando un reemplazo. Acompáñame, Nobunaga-sama decidirá si eres apto para este lugar o no.”
Kageyama inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, pero internamente su mente seguía analizando la situación. Ahora tenía la oportunidad de ingresar al castillo. Era solo el primer paso, pero lo más importante era no cometer errores.
Mientras el guardia comenzaba a guiarlo hacia el interior, sus ojos se desviaron por última vez hacia las gemelas. Ambas lo observaban con la misma intensidad fría e indescifrable. No dijeron nada. No hicieron ningún gesto.
Pero Kageyama lo supo en ese instante.
Aquellas dos adolescentes no lo perderían de vista.
El sonido de sus pasos resonaba suavemente en los pasillos del castillo, mezclándose con el lejano murmullo de sirvientes y guerreros ocupados en sus labores. Kageyama mantenía su expresión serena, pero su mirada no dejaba de analizar cada detalle a su alrededor.
Las paredes estaban decoradas con biombos pintados con escenas de batallas y dragones en vuelo, símbolos de poder y ambición. El aire llevaba el sutil aroma del incienso quemándose en algún rincón lejano.
El guardia que lo guiaba no dijo una sola palabra, lo que le dio a Kageyama tiempo para prepararse mentalmente. Su misión apenas comenzaba, pero ya había encontrado factores inesperados: aquellas gemelas y ahora la incertidumbre sobre cómo sería su encuentro con Oda Nobunaga.
Finalmente, llegaron a una gran sala.
Al abrirse las puertas corredizas, Kageyama fue recibido por una escena de tranquilidad y refinamiento.
En el centro, rodeado de varias sirvientas que realizaban la ceremonia del té con precisión casi coreografiada, estaba él.
Oda Nobunaga.
Kageyama sintió una leve pausa en su pensamiento.
El líder de los Oda no era lo que esperaba.
Sentado con una elegancia natural, Nobunaga tenía una expresión serena, observando la preparación del té con una calma que contrastaba con su reputación de estratega implacable. Su postura era relajada pero refinada, y sus movimientos, al tomar la taza entre sus manos, eran suaves y calculados.
Pero lo que realmente desconcertó a Kageyama fueron sus rasgos.
Eran delicados. Demasiado.
El rostro de Nobunaga tenía una feminidad que desafiaba cualquier primera impresión. Ojos grandes y afilados, labios finos y piel blanca. Su cabello oscuro estaba peinado con precisión, dejando caer algunos mechones que enmarcaban su rostro de una manera que podría hacer dudar a cualquiera.
Por un instante, Kageyama se preguntó si realmente estaba viendo a un joven señor de la guerra... o a una chica disfrazada de uno.
No mostró su confusión, pero su mente giraba en torno a esa única pregunta.
¿Es realmente un niño... o una niña?
El sonido del té siendo vertido en la taza de cerámica resonó en la gran sala. Nobunaga, sin levantar la mirada, tomó el recipiente entre sus manos y bebió con total tranquilidad, como si la presencia de Kageyama fuera completamente irrelevante.
El guardia que lo había traído se inclinó.
“Mi señor, soy Kageyama. He venido en busca de trabajo como cocinero.”
Nobunaga finalmente alzó la mirada. Sus ojos, llenos de un brillo difícil de descifrar, se posaron sobre Kageyama con una mezcla de indiferencia y curiosidad.
“Oh, ¿un cocinero?” dijo con un tono casi despreocupado, apoyando su mejilla en una mano. “Dime, extraño... ¿cuántos granos de arroz hay en un saco?”
Kageyama parpadeó.
“... ¿Disculpe?”
“Tsk, no prestaste atención,” Nobunaga hizo un gesto de decepción exagerada. “Te pregunté cuántos granos de arroz hay en un saco.”
Kageyama mantuvo la compostura. ¿Era una broma? ¿Una prueba?
“No podría decirlo con exactitud, señor. Dependería del tamaño del saco y la variedad del arroz.”
“¡Bah! Qué respuesta aburrida,” se quejó Nobunaga, girando hacia una de las sirvientas. “¿Tú qué piensas?”
La mujer, acostumbrada a las excentricidades de su señor, simplemente sonrió y vertió más té.
Nobunaga chasqueó la lengua y volvió a mirar a Kageyama con ojos entrecerrados.
“Bien, segunda pregunta. Si un gallo pone un huevo en la cima del castillo, ¿hacia dónde rodará?”
Kageyama sintió una punzada de incredulidad.
“Señor... los gallos no ponen huevos.”
Nobunaga golpeó la mesa con emoción, como si acabara de presenciar un gran descubrimiento.
“¡Ohhh! Así que al menos tienes cerebro. No eres tan tonto como pareces.”
Kageyama no supo si tomarlo como un cumplido o un insulto.
El joven señor de Owari dio un sorbo a su té y lanzó otra pregunta con una sonrisa pícara.
“Última prueba: si tienes tres rábanos y te quitan dos, ¿cuántos te quedan?”
Kageyama frunció el ceño.
“Uno, señor.”
Nobunaga dejó escapar un suspiro dramático.
“¡Ah, qué simple eres! La respuesta es obvia, pero no pensaste más allá... Te quedan los recuerdos de los rábanos que te quitaron.”
El silencio se instaló en la sala.
Kageyama sintió que su mente se nublaba.
¿Este es el prodigio de los Oda? ¿El estratega temido por sus enemigos? ¿O simplemente un estúpido sin remedio?
Mientras intentaba procesar la situación, Nobunaga sonrió de oreja a oreja, satisfecho con su espectáculo.
“Muy bien, muy bien. Me agradas, cocinero. Ahora dime, ¿qué sabes preparar? ¿O también necesitas que te lo explique?”
Kageyama mantuvo la compostura y respondió con voz firme:
“Puedo preparar arroz con pescado frito, ensalada de verduras, tofu y sopa de papa.”
Nobunaga chasqueó la lengua, como si su respuesta no le impresionara en lo más mínimo. Dio otro sorbo a su té y sonrió con aire despreocupado.
“Suena decente.”
Kageyama aprovechó el momento para preguntar:
“Señor, ¿qué tenían que ver esas preguntas anteriores con este trabajo?”
El silencio que siguió fue más pesado de lo esperado. Nobunaga no respondió. No había ni rastro de su actitud burlona ni de su fingida torpeza.
Fue entonces cuando Kageyama lo vio.
Los ojos rojos de Nobunaga brillaban.
El aire en la habitación pareció volverse más denso, como si un peso invisible cayera sobre él.
Antes de que pudiera reaccionar, su instinto le gritó peligro.
Y entonces sucedió.
No los había escuchado moverse. Ni siquiera sintió un cambio en el ambiente hasta que ya era demasiado tarde.
Uno al frente.
Dos a los lados.
Las gemelas estaban ahora a su izquierda y derecha.
Y un chico pelirrojo estaba justo delante de él.
Como si hubieran aparecido de la nada.
Kageyama no era un novato. Había enfrentado todo tipo de guerreros y asesinos, pero esto… esto era otra cosa.
Sintió su respiración agitarse ligeramente al ver los ojos del pelirrojo.
Escleróticas negras. Pupilas blancas como la luna.
No había iris.
"Esto no es humano."
Un escalofrío recorrió su espalda cuando su mente le trajo un recuerdo enterrado.
Provincia de Echigo.
Kageyama había viajado allí en una misión de asesinato. El objetivo: un señor menor aliado de Uesugi Masatora.
Fue una operación rápida, limpia, como todas las que realizaba. Se infiltró en la residencia en plena noche, eliminó a su objetivo sin que nadie se percatara y desapareció antes del amanecer.
Pero lo que más se le quedó grabado de aquella misión no fue la sangre ni el sigilo con el que operó.
Fueron los murmullos.
Mientras se deslizaba entre las sombras, escuchó a los soldados susurrando en las barracas.
"Dicen que Masatora-dono ha tomado bajo su protección a un niño con ojos que no son de este mundo."
"Ojos de Luna, lo llaman. Algunos dicen que es un espíritu. Otros, que es un demonio disfrazado de humano."
"Parece normal al principio… hasta que lo miras a los ojos."
Eran palabras dichas entre tragos de sake y risas nerviosas. Rumores. Historias para asustar a los novatos.
Kageyama no creyó en ellas.
Hasta ahora.
Porque lo tenía justo delante de él.
No solo era uno.
Las gemelas a su lado compartían esos mismos ojos inhumanos.
Escleróticas negras. Pupilas blancas como la luna llena.
No había iris.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
"¿En qué demonios me he metido?"
Su cuerpo se tensó instintivamente. No podía darse el lujo de demostrar debilidad.
Pero ahora lo sabía con certeza:
Estas personas no eran ordinarias.
…
El aire dentro del castillo de Nagoya se sentía denso, pesado. Kageyama respiraba con dificultad.
Lo había intentado. Se había infiltrado, había planeado cada detalle, había pensado en todas las posibilidades. Pero había cometido un error.
Y ahora estaba rodeado.
Senji Muramasa estaba frente a él, su expresión era serena, pero sus ojos lo analizaban con la precisión de un verdugo. No había rabia ni furia en su mirada, solo certeza. Como si desde el principio supiera que este era el final del camino para él.
A su derecha estaba Hana. Su postura era firme, con la seguridad de alguien que no temía ensuciarse las manos. Sus ojos de luna parecían iluminarse en la penumbra, y su katana descansaba en su cintura como una bestia esperando ser desatada.
A su izquierda estaba Himari. Su expresión era distinta a la de Hana: no mostraba agresividad, sino una calma peligrosa. Esa clase de calma que precede a la tormenta.
Kageyama sintió un escalofrío recorrer su espalda. El sudor resbalaba por su cuello.
Estaba atrapado, con dos opciones.
Matar a Oda Nobunaga.
Si lo hacía, tal vez tendría una oportunidad. Si lograba un golpe certero, si su hoja encontraba la carne de Nobunaga antes de que los Muramasa pudieran reaccionar…
Tal vez moriría, pero su misión estaría cumplida.
El caos se desataría dentro de Owari y el Clan Oda.
Pero… ¿podría hacerlo? ¿Realmente podría moverse antes de que ellos lo atravesaran con sus katanas?
Las probabilidades eran mínimas.
O Escapar.
Podía intentarlo. Podía lanzar un ataque, desviar la atención por una fracción de segundo y huir. No sería una retirada digna, pero seguiría con vida.
Sin embargo, algo dentro de él le decía que ya era demasiado tarde. Los Muramasa no lo estaban deteniendo con palabras.
No lo estaban interrogando.
No estaban pidiéndole explicaciones.
Ellos ya habían decidido.
El sudor goteó desde el cuello. Su respiración se volvió errática.
Sabía lo que significaba. Lo iban a matar.
Kageyama tragó saliva.
¿Atacar o huir?
¿Arriesgarse a la gloria o aferrarse a la vida?
Tenía solo un segundo para decidir.
Un solo instante. Un latido de su corazón.
La gota de sudor resbaló desde su frente, recorrió su mejilla, descendió por su barbilla y finalmente cayó sobre el tatami con un leve plop.
Fue la señal.
Kageyama desapareció.
Se movió a una velocidad inhumana, su figura se desdibujó en el aire como una sombra en la tormenta. Su instinto de supervivencia lo impulsó a lanzarse hacia la salida, esquivando cualquier amenaza en su camino.
Si lograba cruzar el umbral, sería libre.
Si lograba un solo paso más, podría escapar.
Pero entonces…
El mundo se inclinó.
Un sonido cortante rasgó el aire.
No sintió dolor al principio. Solo un vacío. Un cambio repentino en la estructura de su propio cuerpo.
Luego vino el impacto.
El tatami tembló cuando su cuerpo cayó de rodillas.
Y finalmente, el grito.
La pierna de Kageyama ya no estaba.
Senji Muramasa había estado allí desde el principio.
Había aparecido en el umbral antes de que Kageyama pudiera comprenderlo. Como un relámpago, como una maldición ineludible.
Y con un solo corte, su destino estaba sellado.
La sangre empapó el suelo. Kageyama respiraba entrecortado, con la mirada clavada en el muñón donde antes estaba su pierna.
Se suponía que debía escapar.
Pero ahora, solo podía desangrarse en el suelo.
Senji, en cambio, seguía de pie.
Con la katana manchada de rojo.
Observando a su presa con la misma calma con la que alguien mira el amanecer.
Hana y Himari lo rodearon sin decir palabra. No había burla en sus ojos de luna. No había crueldad. Solo una frialdad absoluta.
Kageyama intentó reír, pero el sonido que salió de su garganta fue un jadeo débil, casi patético.
“Así que… así termina.”
No era una pregunta.
Sabía la respuesta.
Oda Nobunaga no se había movido ni un centímetro. Seguía sentado, observando la escena con la misma expresión despreocupada de antes. Con una calma que parecía burla.
“Kageyama…” dijo Nobunaga, su voz suave, casi entretenida. “¿Sabes qué dicen sobre los perros heridos?”
Kageyama alzó la vista.
“Que cuando ya no pueden correr… hay que ponerles fin.”
Hana y Himari desenvainaron sus katanas al mismo tiempo.
El sonido metálico fue lo último que escuchó antes de que todo se volviera negro.
                
                
                    