Capítulo 8
                                                    14 de septiembre de 2025, 0:02
                                            
                Capítulo 8
El sol apenas comenzaba a teñir el horizonte de tonos naranjas y rojos cuando un sonido agudo rompió la tranquilidad de la mañana. Un chillido penetrante, casi molesto, hizo eco sobre los territorios de los clanes Chiba, Miura y Uchima.
Cada líder, ocupado en sus propios asuntos, alzó la vista al cielo, frunciendo el ceño.
“¡Tsk! ¡Qué sonido tan molesto!” murmuró Chiba Takamasa, observando al halcón peregrino que surcaba los cielos con un vuelo calculado.
“¿Desde cuándo estas aves vuelan tan cerca de nuestros territorios?” preguntó Miura Haruto a uno de sus hombres, quien se encogió de hombros, igual de confundido.
“No lo sé, mi señor. Tal vez un halcón extraviado...”
“Hmph, no me gusta,” gruñó Uchima Yoshinori, siguiéndolo con la mirada. “Mátenlo si se acerca demasiado.”
Ninguno de ellos sospechaba que esos halcones peregrinos no eran simples aves.
Eran espías.
Entrenados con meticulosidad por Senji, Hana y Himari, estos halcones tenían una misión clara: investigar territorios enemigos, observar movimientos sospechosos y descubrir escondites de líderes que debían ser eliminados.
Desde las alturas, donde ningún samurái podría alcanzarlos, los halcones vigilaban. Ojos afilados, alas firmes cortando el viento, su presencia era una extensión de la voluntad de los Muramasa.
Y en el corazón de Nagoya, Senji, Hana y Himari observaban con satisfacción mientras recibían información de sus fieles aves.
La cacería apenas comenzaba.
Un día después...
La lluvia caía sin cesar, como un manto gris que cubría la vasta extensión del bosque. Las gotas golpeaban con insistencia el techo de madera, formando pequeños charcos en la entrada de la casa donde Chiba Takamasa revisaba los pergaminos esparcidos sobre la mesa.
Su ceño estaba fruncido. Llevaba ya una hora esperando que la tormenta cediera, pero el cielo seguía oscuro, como si presagiara una desgracia.
Afuera, los guardias compartían su malestar.
“Maldita lluvia…” murmuró uno, ajustándose la armadura.
“Sí… y lo peor es que no deja de hacerme sentir… inquieto.” respondió otro, frotándose los brazos, como si un escalofrío lo hubiese recorrido.
El bosque alrededor de la casa era espeso, los árboles ofrecían una cobertura natural que convertía el lugar en un escondite perfecto. Pero incluso la vegetación más densa no podía detener lo inevitable.
Un trueno rasgó el cielo.
Por un instante, la oscuridad se disipó con un destello blanco y eléctrico.
Y en esa fracción de segundo, una sombra apareció entre los árboles.
Algo más se hacía presente.
La luz se desvaneció, devolviendo la oscuridad al bosque.
Los guardias se tensaron. Sus ojos escudriñaron la espesura, pero ya no había nada allí.
“¿Viste eso…?” susurró uno, con la voz cargada de duda.
“Solo… solo fue el relámpago…” respondió el otro, aunque su mano buscó el mango de su espada casi por instinto.
Pasos.
No apresurados. No titubeantes.
Firmes, seguros, inquebrantables.
Los guardias giraron la cabeza hacia el camino lodoso que conectaba la casa con la espesura. Una figura se aproximaba, sosteniendo un wagasa negro.
Bajo la tenue luz de la tormenta, su silueta se recortaba con una presencia abrumadora. Su paso era lento, pausado… como si la lluvia no lo afectara en lo más mínimo.
El chirrido del wagasa al cerrarse resonó con un eco siniestro cuando el extraño lo dejó caer al suelo. Los guardias tragaron saliva.
“¡A-alto ahí!” gritó uno, empuñando su lanza con manos temblorosas.
No hubo respuesta.
Senji Muramasa simplemente alzó la mirada.
Ojos fríos. Profundos. Como si contemplaran a presas insignificantes.
El infierno acababa de llegar a la puerta del Clan Chiba.
La tormenta rugía sobre el Clan Chiba, pero, en otro rincón de la noche, la muerte se cernía sobre el Clan Miura.
Un trueno rasgó el cielo, y por un instante, su luz pálida proyectó una sombra oscura sobre el suelo empapado.
Uno de los guardias la vio primero.
Su aliento se detuvo en su garganta.
Con un gesto instintivo, alzó la mirada hacia el techo de la gran casa del líder del Clan Miura.
Allí, bajo la incesante lluvia, una figura se erguía en lo alto.
Hana Muramasa.
El wagasa negro que sostenía impedía que el agua empapara su cabello, pero su vestimenta ondeaba con la brisa helada de la tormenta. La silueta no se movía. No decía nada. Solo estaba allí, observando.
Un escalofrío recorrió a los guardias.
No sabían por qué, pero sentían que esa presencia los atravesaba, como si sus almas hubieran sido vistas… y marcadas para morir.
"¿Q-quién…?" balbuceó uno, con la mano temblorosa sobre la empuñadura de su katana.
La respuesta no llegó en palabras.
Sino en muerte.
Mientras la sangre teñía la noche en los dominios de los clanes Chiba y Miura, otro destino estaba sellado bajo la lluvia…
El Clan Fujimoto aún no se daba cuenta de que su final había llegado.
A diferencia de los otros clanes, aquí la tormenta no traía ecos de guerra ni sombras en el techo. No hubo truenos anunciando la muerte, ni siluetas espectrales observando desde las alturas. Solo la lluvia… y el suave murmullo del viento.
Los guardias en la entrada de la residencia principal permanecían en sus puestos, sin la inquietud que azotaba a los demás clanes. Quizás porque aún no habían sentido el peligro.
O quizás porque la muerte ya estaba entre ellos… y ni siquiera lo sabían.
Uno de los guardias, con la armadura empapada, suspiró con hastío y se acomodó la katana en la cintura.
"Qué noche más maldita...", murmuró.
"Sí… pero al menos aquí está tranquilo", respondió su compañero.
El primero asintió, pero, en ese instante, su rostro se tornó pálido.
Se dio cuenta de algo.
Demasiado tarde.
El sonido de la lluvia había cambiado.
No había más pisadas en el suelo lodoso, ni ecos de movimiento en la espesura.
El viento ya no soplaba con la misma intensidad.
Todo estaba en un silencio extraño… como si la misma naturaleza contuviera el aliento.
Y entonces la vieron.
De pie, en medio del patio empedrado, sosteniendo un wagasa negro con delicadeza, con su vestimenta impecable a pesar de la tormenta.
Himari Muramasa.
Su expresión no reflejaba odio ni furia. Ni siquiera satisfacción.
Solo tranquilidad.
La tranquilidad de alguien que ya sabía cómo terminaría todo.
Los guardias quisieron moverse. Alzar sus armas. Gritar una advertencia.
Pero no pudieron.
Porque en el instante en que sus ojos se cruzaron con los de Himari… supieron que ya estaban muertos.
La entrada del Clan Chiba, custodiada por dos guardias, fue destruida brutalmente. Sus cuerpos destrozados se estrellaron contra el suelo empedrado, con agujeros del tamaño de un puño en el pecho que aún goteaban sangre. La escena era espantosa. Los guardias que estaban en el patio retrocedieron instintivamente, sintiendo un escalofrío recorrer sus espaldas.
El sonido de la lluvia repiqueteando contra las piedras era interrumpido por el crujido de la madera destrozada. Entre los restos de la entrada derrumbada, una figura avanzó con paso firme. No había prisa en su andar, tampoco duda. Solo una presencia abrumadora que hacía temblar las manos de los hombres que sostenían sus katanas.
Los truenos iluminaron su rostro por un instante. No había miedo en sus ojos, ni rastro de preocupación. Solo determinación fría y una intención de matar que se sentía en el aire. Los guardias tragaron saliva, sintiendo que sus espadas pesaban más de lo normal. Pero no tenían opción.
Uno de ellos gritó, cargando hacia la sombra que había cruzado la entrada. Fue su última acción en esta vida.
Los guardias rompieron su parálisis y se lanzaron contra él, katanas en alto, gritando para ahogar su propio miedo. Pero era inútil.
El primero en atacar apenas pudo ver el movimiento de Senji antes de que su propia espada fuera desviada con un golpe seco. La hoja, guiada con precisión monstruosa, perforó el pecho de su compañero detrás de él. Un jadeo ahogado escapó de los labios del hombre moribundo antes de desplomarse sobre los húmedos adoquines, y la sangre esparciéndose.
Otro guardia intentó un tajo descendente, pero Senji, sin esfuerzo aparente, lo detuvo con la palma de su mano desnuda, rompiendo la muñeca del atacante con la misma facilidad con la que un niño quiebra una ramita. El hombre cayó de rodillas, gritando de dolor, pero su alarido fue interrumpido cuando Senji lo tomó por el rostro y lo estrelló contra el suelo con tal fuerza que el cráneo se partió como una vasija rota.
Los demás titubearon, pero no tuvieron tiempo de reaccionar. Senji ya estaba sobre ellos.
Se movía entre los guardias como una tormenta viviente, desviando cada tajo con un gesto de la muñeca, girando las espadas enemigas contra sus propios dueños. Un hombre lanzó una estocada desesperada, pero Senji giró su cuerpo con gracia letal, empujando la katana en la trayectoria de otro guardia. La hoja perforó su garganta, y un chorro de sangre caliente se mezcló con la fría lluvia.
El camino empedrado se cubría de cuerpos. La sangre formaba riachuelos escarlatas que serpenteaban por las grietas entre las piedras. Los últimos sobrevivientes dieron un paso atrás, comprendiendo al fin que no enfrentaban a un hombre, sino a un monstruo. Pero ya era demasiado tarde.
Senji avanzó sin detenerse, su silueta recortada contra la luz de los relámpagos. La lluvia lavaba la sangre de su rostro, pero no la brutalidad de su mirada. Cada paso lo acercaba más a su objetivo.
Chiba Takamasa lo esperaba al final del sendero, y su destino sellado.
La lluvia repiqueteaba contra el wagasa negro de Hana mientras descendía del techo con la ligereza de una hoja en el viento. Su silueta apenas tocó el suelo cuando un destello metálico rasgó la oscuridad.
Un grito quedó ahogado en la tormenta.
El guardia más cercano ni siquiera sintió el corte cuando su cabeza se separó de su cuerpo, rodando por el suelo empapado. Su sangre se mezcló con la lluvia, oscureciendo las piedras bajo sus pies.
Los demás reaccionaron con un instante de retraso, y en una batalla contra Hana Muramasa, un instante era suficiente para morir.
Con un movimiento fluido, su katana giró en sus manos, deslizándose entre las defensas de dos hombres que apenas habían desenvainado. Un tajo limpio, preciso. Uno de ellos cayó de rodillas, su torso separado en diagonal mientras el otro apenas tuvo tiempo de ver su propia mano desprenderse antes de que un segundo golpe le abriera el estómago de lado a lado.
La tormenta rugió con otro trueno, iluminando la escena macabra.
El último guardia, paralizado, retrocedió torpemente, su katana resbalando en sus manos mojadas. Intentó gritar, pero su voz se quebró en el terror absoluto.
Hana caminó hacia él con la misma calma con la que la muerte se acerca a los condenados.
El hombre intentó un tajo desesperado.
No importó.
Con un solo giro de muñeca, Hana desvió la hoja con la parte plana de su katana y, en el mismo movimiento, realizó un corte ascendente.
La espada del guardia cayó al suelo con un sonido sordo. Su brazo aún la sujetaba.
El hombre se tambaleó, el dolor apenas registrándose en su mente antes de que Hana diera un paso adelante y atravesara su corazón con una estocada firme.
Silencio.
Solo el sonido de la lluvia.
Hana retiró su espada con un movimiento elegante, dejando que el cuerpo sin vida se desplomara a sus pies.
Su mirada se elevó hacia la casa.
Miura Haruto no había tenido la oportunidad de escapar.
Sabía que lo buscaría en su habitación.
Y pronto, la tormenta se llevaría su último aliento.
La lluvia seguía cayendo con fuerza, arrastrando la sangre por los canales de piedra como ríos carmesís bajo la luz espectral de la tormenta.
Desde la oscuridad de la casa principal del Clan Fujimoto, una figura emergió con pasos tranquilos, deslizándose entre la carnicería con la indiferencia de alguien que ya había determinado el destino de todos los que yacían a su alrededor.
Himari Muramasa.
Su kimono, impecable, apenas tenía rastros de sangre, salvo por unas pequeñas salpicaduras en las mangas, como si la matanza que había ocurrido dentro no hubiese requerido el mínimo esfuerzo de su parte.
En su mano derecha, sostenía la cabeza de Fujimoto Daizen, el líder del clan, cuyos ojos aún reflejaban el horror de sus últimos momentos. Su boca permanecía entreabierta, como si hubiese intentado pronunciar sus últimas palabras, sin haber tenido la oportunidad de terminarlas.
A su alrededor, los cuerpos de sus hombres yacían desparramados en el empedrado. Algunos sin brazos, otros sin piernas, varios partidos en dos como si hubieran sido abiertos sin resistencia. La lluvia golpeaba sus restos, lavando lentamente la escena de su brutalidad, pero no podía borrar el hedor a muerte que impregnaba el aire.
Himari avanzó sin apuro, el peso de la cabeza en su mano parecía insignificante en comparación con el silencio sepulcral que la rodeaba.
Al fondo del camino, las pocas linternas de papel que aún permanecían encendidas titilaban con la brisa, proyectando sombras distorsionadas en las paredes de madera.
No miró atrás.
No había necesidad.
El Clan Fujimoto había dejado de existir.
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La luz de las lámparas oscilaba suavemente en la sala privada de Oda Nobunaga, proyectando sombras alargadas sobre el tatami. El aroma a incienso se mezclaba con un tenue rastro de hedor, una presencia sutil pero innegable.
Frente a Nobunaga, alineadas con precisión sobre un paño de seda carmesí, estaban las cabezas de los líderes que habían osado alzarse contra ella. Sus ojos vacíos reflejaban el peso de sus decisiones y el resultado inevitable de su enfrentamiento.
Sentada con la espalda recta y una expresión serena, Nobunaga observó en silencio la macabra presentación. Un instante después, una sonrisa se dibujó en sus labios.
“Magnífico.” Su voz era suave, pero cargada de satisfacción. “Han hecho un trabajo impecable, como siempre.”
Ante ella, Senji, Hana e Himari permanecían arrodillados, sus miradas firmes, sin orgullo ni arrogancia, solo con la serenidad de quienes cumplen su deber.
Nobunaga recorrió con la vista a los tres Muramasa, como si estuviera memorizando la imagen de sus fieles siervos.
“No hay nadie más en este mundo que pueda darles órdenes,” continuó ella, con un tono que no admitía cuestionamientos. “Solo yo. Y han demostrado, una vez más, por qué confío en ustedes.”
La sala permaneció en absoluto silencio. En los pasillos, los sirvientes y generales de Nobunaga esperaban, pero ninguno osaba acercarse demasiado. Ellos sabían que los Muramasa no respondían a nadie más que a su señora.
Finalmente, Nobunaga tomó su copa de sake y la elevó levemente en señal de reconocimiento.
“Descansen. La noche ha sido larga.”
Las llamas de las lámparas titilaron, proyectando la sombra de los Muramasa sobre las paredes. Eran sombras que, con el tiempo, se volverían leyenda.
Y con ello, la tormenta de esa noche llegó a su fin.
                
                
                    