Manos Frías
22 de noviembre de 2025, 3:20
Número de palabras: 457
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El portazo de la puerta retumbó por toda la casa, haciendo vibrar las paredes.
Sherlock, con una parsimonia y tranquilidad que parecía demasiado contradictoria con respecto al violento sonido que había llegado desde la planta baja, alzó la cabeza del libro que tenía entre sus manos para mirara a la puerta de departamento.
Mantuvo el silencio, escuchando atentamente hasta que unos pasos en la escalera le hicieron cerrar su libro y apartarlo a un lado, apoyándolo sobre la mesita que tenia junto a su sillón.
Luego, se levantó y comenzó a caminar, con la misma calma, hacia la puerta.
Los pasos continuaron resonando por la escalera, haciendo crujir la madera en cada golpe. Sherlock puso más atención y logró captar como unos resoplidos se unían al sonido proveniente de aquel lugar.
Por fin, llegó junto a la puerta y, casi al mismo tiempo, pudo escuchar como una llave era introducida en la cerradura. Colocó sus manos tras la espalda, esperando que la persona que se encontraba tras la puerta la abriera.
Pocos segundos después, un característico "clic" le hizo saber que el último pistón se había abierto.
Enarcó una ceja y esbozó una media sonrisa al reconocer quien se encontraba tras la puerta.
Jim Moriarty se presentó frente a él, con el pelo cubierto por pequeños copos de nieve que relucían como estrellas sobre su pelo negro y engominado. Llevaba un grueso abrigo largo de color gris y una bufanda negra anudada al cuello.
Pero nada de ello, tal y como podía deducir por el rojo de sus mejillas y de la punta de su nariz, le había salvado de sufrir los infiernos gélidos de la tormenta de nieve que estaba azotando Londres aquella noche.
Moriarty le observó por unos segundos, justo antes de cerrar la puerta tras él.
—Hace un frío espantoso —dijo, alzando sus manos hacia la boca para calentarlas con su aliento.
Sherlock observó aquellas manos.
Las conocía perfectamente blancas y hermosas, pero ahora tenían impregnada a la piel el rojizo registro de la violenta diferencia entre las temperaturas del cuerpo de su pareja y el frío de la calle.
Sin pensarlo dos veces, lanzó sus brazos hacia adelante y atrapó las manos de Jim entre las suyas. Antes de que éste pudiera preguntar qué estaba haciendo, dirigió aquellas manos que tanto amaba hacia su propia boca.
Su cálido aliento impactó contra la piel fría, provocando un suave estremecimiento de gusto en Moriarty.
—La próxima vez llévate guantes también —dijo de pronto Sherlock, plantando un suave beso sobre el dorso de la mano.
El corazón de Moriarty comenzó a latir con fuerza en su pecho cuando sus miradas conectaron tras aquellas palabras.
Una certeza se abrió paso por su mente.
No iba a comprarse guantes jamás.