ID de la obra: 836

En El Mismo Infierno

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planificada Mini, escritos 42 páginas, 15.877 palabras, 10 capítulos
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El eco de los caídos

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Era uno de esos días templados de finales de verano, cuando el sol no abrasaba, pero sí calentaba lo suficiente como para que la sombra se sintiera como un refugio. El cielo estaba despejado, de un azul suave, y la brisa movía las hojas de los árboles con lentitud, como si el mundo no tuviera prisa por cambiar. En el campus, los estudiantes iban y venían cargando libros, termos de café y nervios recién estrenados. La luz entraba por los ventanales del salón común y dibujaba rectángulos cálidos sobre el suelo encerado. Afuera, las risas y pasos creaban un murmullo constante, tranquilo, casi armonioso.No llovía, no hacía frío, no había nada extraordinario   Matt aún no dominaba del todo a los nuevos sonidos que llenaban su mundo. Estaba en el salón común de la universidad, apenas comenzando su primer semestre en Columbia, cuando escuchó esa risa. No era especialmente fuerte, pero tenía un ritmo contagioso, despreocupado, como si no le pesara el mundo sobre los hombros.Matt se giró ligeramente, guiado por el sonido.   -¿Estás esperando a alguien o solo estás vigilando el café como si fuera evidencia? — preguntó una voz frente a él. El comentario, inesperado, lo hizo sonreír.-Estoy ciego — respondió Matt, con una media sonrisa — . Así que, técnicamente, estoy vigilando todo — . El otro chico soltó una carcajada.-¡Perfecto! — dijo — . Eso te convierte automáticamente en mi socio de estudio.   Foggy Nelson se presentó con la seguridad ingenua de quien aún creía que los juicios siempre terminaban con un alegato brillante. Su voz tenía algo cálido, un tono medio que rozaba la ironía, pero sin malicia. A Matt le sorprendió lo rápido que bajó la guardia con él. Desde el primer momento, hubo algo en Foggy que lo arrastraba hacia la superficie, como si le recordara que podía reír, que no todo tenía que ser sombra y disciplina. Foggy hablaba mucho — demasiado, quizá — pero Matt lo escuchaba con una atención que rara vez ofrecía a otros. No porque necesitara la información, sino porque le gustaba cómo sonaban sus palabras.   Se sentaron juntos ese día, y sin acordarlo, volvieron a hacerlo todos los días después. Foggy traía café barato, Matt corregía sus apuntes en voz baja, y entre bromas, sarcasmos y preguntas de derecho, se fue tejiendo algo. No era solo amistad, aunque tampoco sabían nombrarlo todavía. Era algo que vibraba entre ambos, una certeza muda de que se entendían, incluso antes de entenderse.Cuando se despidieron, Foggy lo tocó brevemente en el brazo, como si dudara si debía hacerlo.   -Nos vemos mañana, ¿no?-Claro — respondió Matt, y esa simple palabra le dejó un sabor tibio en la boca por horas.   Entonces, la imagen se desvaneció.El colchón crujió bajo su cuerpo al moverse. La sábana aún olía al sudor de Foggy. Matt abrió los ojos, pero no necesitaba hacerlo. El recuerdo se deshizo como humo en su mente.El día ya comenzaba a empujar por los bordes de la ventana. Y él seguía solo. El sol no entraba aún por completo, pero la claridad pálida del amanecer ya se deslizaba por entre las persianas, tiñendo de gris las paredes del apartamento. Matt se había quedado sentado en la cama mucho tiempo. El cuerpo aún le dolía, no solo por lo físico, sino por el peso que arrastraba desde dentro. Se levantó en silencio, como si no quisiera hacer ruido en una casa vacía… aunque que no lo estaba. Desde la cocina llegaba el sonido sutil del aceite chispeando, el golpe suave de una cuchara contra el borde de una sartén, el olor tenue del café recién hecho.Matt frunció el ceño. Caminó descalzo hasta la puerta del pasillo. Frank estaba ahí.   Con la camisa remangada y el rostro concentrado, cocinaba con la torpeza de quien solo se preocupa por que la comida sea comestible, no bonita. Había café servido en dos tazas. Pan tostado. Huevos. Silencio. Matt no dijo nada. Frank tampoco. Pero cuando Matt entró en la cocina, el otro hombre lo miró, y en ese instante supo todo. Lo vio en su postura encorvada, en el temblor contenido de sus dedos, en la sombra oscura debajo de los ojos. Lo supo, y no preguntó. Solo le acercó una taza.Matt la tomó con manos vacilantes. Bebió un sorbo. El calor era casi doloroso contra su garganta cerrada. Se sentó.   -No lo detuve — murmuró, al fin. La voz quebrada, deshilachada.   Frank no respondió de inmediato. Se sentó frente a él, apoyando los codos en la mesa. Sus ojos eran más suaves de lo que cualquiera imaginaría en alguien como él.   -Ya lo sabía — dijo, apenas un susurro.   Matt dejó la taza a un lado. Sus manos cayeron el mesón, crispadas, como si aún estuviera atrapado en la escena de la noche anterior. Quería gritar, pero solo podía respirar con dificultad. El nudo en la garganta era una soga. Frank, sin pedir permiso, extendió una mano sobre la mesa y la dejó cerca de la suya. No lo tocó aún. Solo le ofrecía un puente.Matt lo sintió. Entonces soltó el aire. Sus dedos buscaron los de Frank y se aferraron como un náufrago. El contacto era tenue, pero firme. Como si en ese roce pudieran equilibrarse mutuamente en medio del caos. Las lágrimas llegaron sin aviso. Silenciosas, densas, quemando cada surco de su rostro. se había traicionado a él mismo. Mucho peor, había traicionado a Foggy. Frank no dijo nada. Lo dejó llorar. Y cuando Matt se inclinó hacia él, sin fuerzas, buscó su hombro y apoyó la cabeza. Frank lo sostuvo con un brazo en la espalda, acariciándole con lentitud. No había deseo. Solo consuelo. Solo refugio.La yema de los dedos de Frank subió hasta el cabello de Matt, acariciando con una ternura brutalmente inesperada. Matt cerró los ojos. Su respiración era entrecortada, pero comenzaba a calmarse. Ninguno habló de lo que ocurrió la noche anterior. No hacía falta. El silencio entre ellos no era incomodidad: era respeto. Era contención. Era amor en su forma más pura y más triste: esa que no pide nada a cambio.Solo al final, cuando el café se enfrió y las lágrimas se secaron, Matt murmuró:   -Gracias por quedarte.   Frank no respondió. Solo volvió a acariciarle el cabello y dejó un beso silencioso en su frente. Nada más. Nada que rompiera el equilibrio. Y Matt, por primera vez en mucho tiempo, se permitió quedarse ahí, sin fingir fuerza, sin esconderse… simplemente sostenido.   -Lo traicione, Frank — susurró Matt-El entendería — dijo el otro hombre-Dejé que hiciera lo que quisiera en mi — dijo Matt — no me defendí. No pelee realmente-Nunca podemos — dijo Frank — . No cuando quiere...-¿por qué se lo permitimos? — pregunto Matt-Porque somos adictos a él — dijo Frank — . Porque lo que nos da, no nos lo da nadie mas-Pero también nos los roba todo — susurro Matt — . Nos deja sin nada...-Y solo con ganas de él — también susurro Frank antes de respirar hondo — ven acá — dijo acomodándolo en sus piernas — aun es temprano-Hoy es la audiencia de Héctor — dijo Matt cerrando los ojos sintiendo la caricia en su rostro-Eres demasiado hermoso para este mundo, rojo — dijo Frank antes de besarlo suavemente-Mi mundo ya no existe — respondió cargando su frente en la de Frank mientras ambos cerraban los ojos   La mañana caía con un peso gris sobre Hell’s Kitchen. Afuera, los autos salpicaban charcos mientras el viento arrastraba hojas sueltas por las aceras frías. El juicio contra Héctor Ayala había alcanzado su punto más tenso. El tribunal estaba repleto: reporteros, civiles, agentes de policía, todos con la mirada fija en aquel joven puertorriqueño que había intentado hacer el bien... y había acabado acusado de asesinato. Matt ya estaba en la mesa de defensa. Sentía su forma de sostener las manos, la manera en que su respiración cambiaba con cada palabra del fiscal. Sabía que estaba asustado. Sabía, también, que era inocente. La acusación era despiadada. Describían al difunto oficial como un héroe caído y a Héctor como un agresor oculto tras una máscara. Usaban cada recurso posible para pintar un retrato salvaje, peligroso. Matt replicaba con serenidad, apelando a los hechos, a los gestos olvidados: el momento en que Héctor protegió a un civil, cuando detuvo un acto de violencia. Pero la duda era como una marea oscura: siempre volvía.   El momento decisivo llegó con la aparición de Nicky, el testigo que lo había visto todo. Matt lo había convencido para testificar. Pero cuando el chico subió al estrado, algo cambió. Su voz se volvió quebradiza, sus manos temblaban. Miraba al jurado, pero no con convicción, sino con miedo. Mintió. Dijo que no había visto a Héctor, que no recordaba bien, que no podía asegurar nada.Matt no necesitó más. Lo escuchó temblar, lo olió sudar. Alguien lo había amenazado, probablemente los mismos policías corruptos que ya habían intentado enterrar la verdad. El caso se desmoronaba ante sus ojos. Matt cerró los puños bajo la mesa. Quería gritar. Quería romper la madera, hacer temblar las paredes del tribunal. En lugar de eso, respiró hondo… y tomó la única decisión que le quedaba. Se puso de pie. Caminó al centro de la sala y sacó del maletín la máscara de White Tiger. El murmullo estalló como una chispa en pólvora.   -Señoría — dijo con voz firme — , lo que están juzgando no es a un asesino, sino a un héroe. Un hombre que arriesgó su vida para proteger esta ciudad. Esta es la prueba.   Aquel acto cambió el rumbo del juicio. La identidad de Héctor Ayala, como vigilante enmascarado, salió a la luz. Pero Matt supo usarlo a su favor. Presentó pruebas, informes de testimonios de policías que Héctor había ayudado. Mostró informes que lo vinculaban con rescates, detenciones limpias, actos que hablaban de un código moral. El jurado deliberó por horas. Y al fin, el veredicto cayó: No culpable.Héctor bajó la mirada y respiró, por primera vez en días, como un hombre libre. Matt le estrechó la mano, y aunque no dijo nada, Héctor entendió que ese gesto significaba respeto. Había peleado por él hasta el final. Pero la ciudad no perdonaba. Esa misma noche, mientras la lluvia volvía a empapar el concreto, Héctor caminaba solo por el muelle de Red Hook. Había recuperado su libertad, sí, pero también había vuelto a sentir la vieja necesidad de proteger. Se había puesto el traje, una última vez. Tal vez creyó que era su regreso. Pero solo fue una despedida.El disparo fue limpio. Preciso. Silencioso.La bala atravesó su cráneo con la frialdad de una ejecución. El atacante, oculto entre las sombras, se marchó sin dejar rastro. Solo una silueta quedó grabada en la oscuridad: un chaleco con una calavera blanca en el pecho. White Tiger yacía sobre el asfalto mojado. La máscara aún en su rostro. La sangre mezclándose con el agua de lluvia.En la distancia, entre los edificios dormidos, un coquí invisible cantaba. Como si, en ese instante, Puerto Rico lo llamara de vuelta.
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