Mal Día
12 de septiembre de 2025, 21:42
La mañana había empezado con promesas: cielo despejado, croissants gratis en la panadería de la esquina, y un nuevo mapa actualizado del distrito para patrullar. T’Challa, Sam y Bucky, también conocidos como Los Patrupatas, se reunieron frente al cuartel comunitario con sus chalecos reflectantes medio arrugados, listos para “servir y proteger” su vecindario animal. O al menos, eso intentaban.
T’Challa, una pantera negra con porte serio y bigotes perfectamente alineados, sostenía el mapa al revés. Nadie se lo dijo. Sam, una halcón rojo de alas nerviosas y voz fuerte, repartía silbatos chillones y daba instrucciones como si fueran a detener un atraco, cuando en realidad su misión era vigilar que los niños-pollitos cruzaran bien la calle. Y Bucky, un lobo blanco de mirada gruñona y cola medio despeinada, mascaba una goma que no sabía de dónde había salido. Su actitud era clara: no estaba de humor para tonterías.
—Vamos al sector norte, ¿no? —preguntó Sam.—Sí, sí —respondió T’Challa, sin mirar bien—. Donde está el farol azul.
Caminaron durante una hora. Luego otra más. Descubrieron que habían bordeado el parque seis veces en círculo. El “farol azul” era en realidad un kiosco de helados, y lo peor fue que nadie había traído agua, y Figaro, el pequeño gato negro que acompañaba a T’Challa en cada patrullaje, ya se estaba subiendo por las paredes del calor.
—Estoy seguro de que pasamos por aquí antes —dijo Bucky, mientras pisaba sin querer una tapa de alcantarilla suelta que lo lanzó directo a un charco de barro.—Ese cartel estaba en inglés hace un rato… —murmuró Sam, mirando una señal que ahora decía “No molesten. Hora de la siesta”.
Fue ahí cuando lo inevitable ocurrió. Una señora-pata les pidió ayuda para bajar a su pato nieto de una fuente donde se había subido a jugar. Intentaron acercarse por distintos ángulos. Sam voló en picada pero se chocó con un toldo. Bucky se resbaló al entrar al agua. T’Challa se cayó de bruces. Y Figaro, que odiaba mojarse, saltó en defensa de su humano y le mordió la pantorrilla al oficial-perro que justo pasaba por allí.El pastor alemán, que tenía bigote y voz chillona, se puso a ladrar reglamentos. Figaro silbó como si fuera un té hirviendo. Nadie entendió nada.
Cuando por fin escaparon —empapados, con olor a fuente y orgullo herido— encontraron refugio bajo el toldo de cartón de un quiosco cerrado. Nadie hablaba. T’Challa se exprimía la cola. Sam le sacaba hojas a su ala. Bucky intentaba que su pelaje volviera a su forma habitual con la tapa de un refresco a modo de peine.
—Somos un desastre —dijo Sam, riendo por lo bajo.—Habla por ti —gruñó Bucky, aunque tenía jabón de fuente en la oreja.
T’Challa suspiró, pero su hocico se curvó apenas. Y luego sucedió algo que ninguno había planeado: se empezaron a reír. Primero Sam, con esa risa aguda de halcón; luego Bucky, con una carcajada profunda y ronca; y por último T’Challa, que trató de resistirse, pero acabó doblado de la risa, con Figaro en el regazo intentando fingir dignidad. Reían por todo: por el mapa mal leído, por la fuente, por el mordisco, por ellos mismos.
Cuando se dieron cuenta, ya estaban acurrucados, espalda con espalda, húmedos y agotados. La ciudad seguía haciendo ruido a su alrededor, pero dentro de ese pequeño espacio… solo quedaba calor. Y entre suspiros y risas entrecortadas, se quedaron dormidos, mojados, enredados, con el deber (más o menos) cumplido.
Título: Lo que no dijimos antesUniverso: Tierra-10943 (Marvel Noir)Tono: Íntimo, melancólico, atmosférico
La lluvia no cedía.Golpeaba los techos, los ventanales, los empedrados húmedos de la ciudad dormida. Dentro del departamento, el aire olía a ropa mojada, a tabaco sin encender, a historia acumulada en los bordes del silencio.
T’Challa se mantenía de pie junto a la ventana, las manos en los bolsillos, como si buscara algo en la oscuridad del vidrio. Sam estaba sentado en el alféizar, los codos sobre las rodillas, con la mirada fija en la calle que no se veía. Bucky, con las botas aún puestas, giraba un encendedor oxidado entre los dedos.
No hablaban. No hacía falta. No todavía.
Entonces, sin levantar la vista, Bucky rompió la pausa.
—Cuando era niño… dormía con las botas puestas.
T’Challa y Sam lo miraron. Bucky no los miró de vuelta.
—Vivíamos en un edificio donde echaban a la gente de noche. Sin aviso. Si hacías ruido, si no pagabas a tiempo, si no caías bien… te echaban. Así que mi madre me vestía antes de dormir. Por si teníamos que correr. A veces lo sigo haciendo. Cuando no puedo fiarme de un lugar.
La lluvia siguió sonando. Sam bajó la cabeza, como si hubiera estado esperando ese momento.
—Yo… coleccionaba piedras cuando tenía siete años —dijo, en voz baja—. Las limpiaba, les ponía nombre. Una por cada amigo que se fue y no volvió. Unos se mudaron. Otros… no sé. Mi madre las tiraba porque decía que eran sucias. Pero yo las escondía. En una caja de zapatos. Todavía la tengo.
Bucky levantó la vista. T’Challa seguía sin moverse.
Sam respiró hondo.
—No sé por qué nunca las tiré. Tal vez porque son lo único que no me abandonó.
Tardaron varios segundos en darse cuenta de que T’Challa hablaba. Su voz era suave, como si no le perteneciera.
—Cuando tenía diez años, perdí a mi gato.
No lo dijeron, pero sabían que no hablaba de Panther.
—Era un animal callejero. Flaco. Renco. No tenía nombre. Me seguía cuando volvía del colegio. Se metía por la ventana de mi pieza y dormía en mi ropa. Un día no volvió. Pensé que lo habían atropellado. Pero lo encontré en casa de otro niño. Le habían dado nombre. Collar. Comida. Y él… me ignoró. Como si nunca me hubiera conocido.
Nadie respondió. Solo la lluvia.
—No lo odié. Pero desde entonces… me cuesta confiar en que algo se quede. Aunque lo hayas cuidado. Aunque lo ames.
El cuarto se mantuvo en silencio. Pesado. Vivo. Cargado de todo lo que no se dijo antes y que ahora flotaba entre ellos, como humo sin llama.
Sam fue el primero en moverse. Se acercó a Bucky y apoyó la cabeza en su hombro. T’Challa se sentó frente a ellos, cruzando las piernas en el suelo, sin decir palabra. Pero sus ojos decían todo. Que habían escuchado. Que comprendían.
Que también se quedaban.
Y cuando el reloj invisible marcó alguna hora fantasma, los tres seguían allí. Juntos. Empapados por dentro, pero enteros. Porque el secreto no los había roto. Los había unido.