Muelle
12 de septiembre de 2025, 21:42
Nada picaEl muelle de Delacroix tenía esa quietud que sólo aparece cuando el calor ha alcanzado su punto más alto y ni los mosquitos se animan a zumbar. Las tablas de madera crujían bajo el peso de las botas gastadas, y el agua marrón se deslizaba sin apuro, como si supiera que nada urgente ocurriría ese día.
T’Challa, de camisa clara arremangada y sombrero de ala ancha, ya estaba ahí cuando Sam llegó. No lo saludó de inmediato, pero sus ojos se encontraron con una breve inclinación de cabeza que bastó como reconocimiento. Se conocían de vista, desde veranos anteriores. T’Challa venía por temporadas, haciendo estudios de botánica para alguna universidad que nadie recordaba el nombre, y Sam era local: el hijo de los Wilson, el que alguna vez había querido irse pero siempre volvía.
Sam se sentó al otro extremo del muelle con su caja de aparejos y un termo con café tibio. Tampoco dijo mucho. Sólo desenrolló su sedal y lo lanzó al agua con una destreza que hablaba de costumbre más que de entusiasmo. El aire estaba denso, y lo único que se movía eran las olas pequeñas y el aliento compartido del pantano.
El tercero en llegar fue Bucky. Nadie lo esperaba, pero su caminar era familiar. Llevaba una radio portátil que no funcionaba bien, una camiseta sin mangas y el mismo gesto serio que lo había hecho famoso entre los vecinos como "el tipo de la cabaña que arregla cosas sin hablar mucho". Se detuvo unos segundos al verlos a los dos, luego se encogió de hombros y ocupó el centro del muelle, entre ellos.
—Nadie ha picado en toda la mañana —dijo Sam, por decir algo.
T’Challa asintió lentamente. —Quizá sepan algo que nosotros no.
—O quizás nos están dejando tiempo para hablar —murmuró Bucky, sin mirar a nadie en particular.
No hubo respuesta inmediata. Pero Sam le pasó el termo. T’Challa le ofreció pan de maíz envuelto en una servilleta. Y de a poco, entre silencios largos y frases breves, la tarde se deslizó como el río.
Hablaron poco. Compartieron más. Comentaron sobre la temperatura del agua, sobre la lluvia que no llegaba, sobre una tortuga vieja que vivía en la curva del canal. Bucky arregló la radio con una pieza que sacó de su bolsillo; logró que sonara una canción medio perdida entre estática. T’Challa tarareó sin querer. Sam se rió bajito.
Y aunque no se pescaron peces, se quedaron allí hasta que el cielo comenzó a oscurecer y las luciérnagas encendieron su primera ronda de luces. Cuando cada uno se levantó, no hubo promesas ni invitaciones. Pero al irse, todos sabían que volverían.
Tal vez al día siguiente. Tal vez no. Pero volverían.
Porque a veces, sin necesidad de decirlo, uno encuentra compañía en los lugares más quietos. Y porque, aunque nada picó ese día, el muelle de Delacroix les había regalado algo más profundo que la pesca: un instante de pertenencia.
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Pasaron trece años.
El muelle seguía ahí. Más desgastado, con las tablas un poco combadas por la humedad, pero firme. El agua seguía sin apurarse. Las luciérnagas, fieles. Y ellos tres, también.
T’Challa llegó primero, como la vez anterior, aunque esta vez sin sombrero. El cabello tenía hebras grises, pero la calma en su andar era la misma. Se sentó sin ceremonia, como quien vuelve a un sitio que nunca dejó del todo.
Sam apareció poco después, con una hielera que crujía y una gorra con el logo de una estación de radio local. Ya no vivía en el pueblo, pero venía cuando podía. Y cuando venía, pasaba por ahí.
Bucky tardó más. Pero llegó. Siempre llegaba. Con la misma radio —ahora sí funcionando— y una bolsa con galletas medio rotas. Se sentó en el centro, como antes, como siempre.
—¿Crees que piquen esta vez? —preguntó Sam, sonriendo con la voz.
—Ojalá que no —dijo T’Challa.
—Me gusta cuando no lo hacen —añadió Bucky, repartiendo galletas sin mirarlos.
Hablaron del clima, del precio del pan, del hijo de la señora Bernard que ahora era dentista en Baton Rouge. Ninguno preguntó por cosas grandes. No era necesario.
El silencio volvió a acomodarse entre ellos, tibio y conocido.
Y mientras el sol bajaba, sin promesas ni urgencias, se quedaron ahí.
Hacía muchos años, en una ciudad mucho más ruidosa que Delacroix, se habían encontrado de nuevo. No en el muelle, sino en Nueva York. Y en lugar de dejar pasar la oportunidad, se la dieron. A ellos. A los tres.
Desde entonces, volvían cada año a ese mismo muelle, cada aniversario, como un pacto silencioso.
Esta vez, por motivos de trabajo, ninguno había podido coordinarse. Pero, uno por uno, sin avisarse, todos habían venido directo al río. Como si supieran —como si confiaran— que los otros dos estarían ahí.Y lo estaban. Se quedarían unos días y luego volverían al departamento que compartían en Nueva York
Porque algunos encuentros no se planean: se repiten.Y el muelle, como ellos, siempre sabrían esperar por los otros.