DOCE
12 de septiembre de 2025, 23:26
El primer día de las pruebas terminó. Lo bueno era que tendrían el resto del día libre para hacer lo que quisieran. Tanto Marshall como el resto de su escuadrón obtuvieron calificaciones lo suficientemente destacadas como para atraer las miradas de los demás.
Cuando el sol comenzó a descender, los cuatro decidieron salir a dar un paseo, relajando sus músculos y abordando al fin el muy obvio “elefante en la habitación”.
Ninguno de ellos había dicho nada sobre la simulación. Sobre los disparos y gritos para los que no estaban preparados. No lo habían mencionado desde que Evans —Rocky— y Quinn se burlaron de Zuma.
—Zuma… ¿puedo preguntarte por qué te uniste? —Marshall mantenía la mirada al frente, enfocado en el camino de grava que ya era parte de su rutina cada vez que salían a correr—. Es que… no sé, tengo la impresión de que no es solo por patriotismo —dijo, rascándose la nuca, incómodo.
Marshall sentía que debía preguntar. Tal vez, si entendía mejor a su amigo, encontraría una forma de protegerlo. Aquel lugar era demasiado hostil y cruel para alguien con un corazón tan dulce como el de Zuma. No era justo que lo pisotearan todos los días.
—Bueno… el ejército ofrecía la oportunidad de una carrera universitaria pagada… vengo de una familia de esclavos —la confesión dejó helados a los tres jóvenes que lo acompañaban. ¿Esclavos…?—. Mi bisabuelo logró escapar al norte cuando mi padre era solo un niño… desde entonces hemos vivido en un barrio pobre a las afueras de Virginia. Solo quería cumplir el sueño de mi padre… ser el primero de mi familia en ir a la universidad.
Skye fue la primera en reaccionar. Puso su mano sobre el hombro de su amigo. No era una historia sencilla.
—¿Qué piensas estudiar?
—Ingeniería civil. Es una buena opción para sacar adelante a mi familia —la nostalgia en su voz hizo que a Marshall le doliera el corazón. Eran similares. Tenían razones parecidas para estar ahí—. Sé que… sé que quizá no pertenezco aquí. Pero traeré orgullo a la puerta de mi casa. Mis padres y abuelos no volverán a sentirse inferiores nunca más. Les daré una razón para levantar la cabeza con firmeza.
Llegaron al final del camino, que daba paso a un campo donde los cadetes solían reunirse para fogatas. Pero, ese día, por lo duro del entrenamiento, la mayoría se había ido a descansar temprano.
—Estoy seguro de que lo harás, Zuma —lo animó Rubble, dándole un medio abrazo.
—¿Y tú, Rubble? —preguntó entonces Zuma.
—No tengo mucho que decir. Mi hermano mayor se enlistó hace un año y no ha habido noticias de él… pensé que si entraba al ejército podría saber dónde está. Además… creo que quería empezar a hacer mi vida. Ya sabes, dejar el nido —su última frase hizo reír a los demás—. ¿Qué? —rió también él—. Es en serio. Tal vez no es una razón tan buena como la tuya, pero… sentí que debía venir. No lo sé. Quizá fue Dios guiándome a conocerlos. A ustedes, amigos. Nunca tuve amigos reales en la secundaria, así que… estoy feliz de haberlos conocido.
—¡Hey! ¡Me harás llorar, imbécil! —se quejó Zuma, dándole un golpe en el brazo. Todos llegaron a unos troncos acomodados horizontalmente en el suelo y aprovecharon para sentarse.
Marshall alzó la vista al cielo, pintado en tonos rosados, anaranjados y amarillos. En poco tiempo, las estrellas comenzarían a adornar la noche.
Si de verdad existía un Dios… ¿era capaz de juntar a las personas? Si Dios era real… ¿el camino que estaban tomando era el que Él quería?
—Hey, lo siento, Zuma, pero es la verdad —dijo Rubble, al ver los ojos cristalinos de su amigo—. ¡Sabes que no debes llorar! ¡Los hombres no lloramos! Eso es lo que dicen todos aquí, así que no lo hagas o se burlarán de ti otra vez.
Marshall giró el rostro, consternado. Pensó en lo que ese lugar les estaba haciendo.Una persona tan emocional como Zuma, obligada a reprimir sus lágrimas… ¿Era eso correcto?La verdadera pregunta era si Zuma aceptaría algo así.
—Tienes razón, Rubble. No debo llorar.
Zuma lo aceptó.
—Ahora yo tengo curiosidad sobre nuestra única mujer —dijo Rubble, inclinándose hacia atrás para poder ver a Skye, quien estaba erguida, tocándose las manos con nerviosismo. Se la veía distante, como perdida en sus pensamientos—. ¿Tierra llamando a Skyla?
—¿Mh?
—Sigues tú. ¿Por qué te uniste al militar?
—Bueno... —Se acomodó en su lugar, enderezando la espalda mientras pensaba cómo responder—. Soy una mujer...
—¿En serio? ¿Dónde está? —se burló Zuma, haciendo como si no la viera, aunque ella estaba justo a su lado. Un suave golpe en la cabeza lo hizo reír. Su amiga trató de contener la risa por su actitud—. Ya, lo entiendo. Continúa, continúa.
—Como decía... —carraspeó, lanzándole una mirada reprobatoria—. La verdad es que mi padre quería obligarme a casarme con un hombre mucho mayor que yo —comenzó, mientras jugueteaba con las costuras de su uniforme—. Me criaron para servir en casa, pero... un día vi un cartel en el que solicitaban mujeres para enlistarse en el ejército. El único requisito era tener 18 años o más. Tan pronto como los cumplí, escapé de casa y firmé el contrato —se encogió de hombros, intentando mostrar indiferencia frente a su historia—. Siempre me dijeron que no lograría nada aquí por ser tan pequeña, pero... actualmente creo que eso no es cierto. Ustedes me ayudaron a ver que no es así.
Su voz se volvió más baja, casi un susurro.
Marshall la observó. Recordó cómo siempre había creído que las mujeres eran inútiles para cualquier cosa fuera del hogar. Pero al conocer a Skye, al ver cuánto se esforzaba por mejorar y llegar lejos, esa idea errónea se había desmoronado.
Sonrió suavemente.Sin duda, ese cambio se lo debía a ella.
Hubo un silencio incómodo que nadie quería romper… al menos no todavía. Cuando la tensión se volvió demasiado, Rubble no pudo evitar abrir la boca.
—¿Pero sí sabes cocinar, verdad?
No lo decía de forma despectiva, sino con verdadera curiosidad, y Skye lo sabía. Ella se rió, negó con la cabeza y luego asintió.
—Sí, Rubble. Ahora solo nos queda uno… —añadió, y de inmediato todos los ojos se posaron en Marshall, quien se encogió de hombros con timidez.
—¿Y-yo?
—Obviamente.
—Uh… —pensó un momento—. Quiero ser médico militar.
Siguió un silencio largo, inesperado. Todos esperaban que continuara. Pero no lo hizo.
—¿Y luego…? —preguntó Rubble. Marshall, sin embargo, no logró articular una sola palabra.
—¡Vamos, hombre! No puede ser todo.
Se quejó, y Marshall soltó una risa nerviosa. Bajó la vista, sintiéndose vulnerable. Trató de enfocarse, de ordenar las palabras. Aún le costaba decirlo.
—Vine porque… porque mi familia no tiene mucho dinero. Y mi madre está enferma —dijo, comenzando a jugar con el borde del tronco bajo sus manos—. El ejército cubriría los gastos del hospital… para que mi mamá no muera.
La presión a su alrededor se intensificó, pero en su pecho sintió algo parecido a libertad. Finalmente lo había dicho.
Pero haberlo dicho en voz alta también lo volvió innegable.
Su mamá se moría.