Capítulo 22
13 de septiembre de 2025, 16:42
La puerta de la casa de Mora se abrió con rapidez. Sonia y Marizza cruzaron el umbral con la urgencia escrita en la cara. Mora, pálida, temblorosa, las recibió con los ojos enrojecidos.
—No volvió —dijo apenas, con la voz quebrada.
Sonia no dijo nada. Le dio un leve apretón en el brazo y la siguió al interior. Marizza iba detrás, apretando su teléfono en la mano, como si pudiera aferrarse a él para no desmoronarse.
Eran casi las diez de la noche.
—¿Intentaste llamarlo de nuevo? —preguntó Sonia.
—Una y otra vez. Está apagado —susurró Mora, y se sentó en el sofá con las manos en la cabeza—. No sé dónde está. Esto no es normal en él. últimamente, con lo de Sergio... ha estado tenso, pero nunca desaparecería así.
Marizza se quedó parada en medio del salón, con la mandíbula apretada y el corazón latiéndole a mil por hora.
—Yo... llamé a Tomás —dijo, sin mirar a nadie—. Pensé que tal vez estaba con él. Pero no. Dice que la última vez que lo vio fue esta tarde en el patio. No le dijo nada.
—¿Y si está en el Elite? —sugirió Mora, esperanzada.
—Fuimos. Nadie lo ha visto —respondió Sonia con suavidad.
Las horas comenzaron a estirarse. Fueron al parque donde Pablo solía ir a escribir letras. Nada. Al bar que visitaba con los chicos. Nada. A la vieja cancha abandonada donde a veces se refugiaba. Nadie lo había visto.
A las dos de la madrugada, Marizza estaba de pie frente a la ventana del salón, con los brazos cruzados y el rostro desencajado. Llevaba la misma ropa desde la tarde, y el pelo revuelto como si no hubiera tenido tiempo ni de pensar en ella misma. Sonia hablaba con Mora en voz baja, pero la tensión ya se había instalado como una tercera presencia viva en la casa.
—Esto no es normal —dijo Marizza de pronto, con la voz cortada—. Pablo no desaparece. Él no se borra así.
—Puede que se haya ido a pensar —intentó Sonia, aunque ni ella creía en sus propias palabras.
—No, mamá —dijo Marizza girándose—. No se fue a pensar. Algo le pasó. Algo le pasa. Yo lo sé. Lo sentí. ¡Lo vi hoy! Estaba raro. Estaba... como asustado. Como si no pudiera hablar conmigo.
Y de pronto, estalló.
—¡Y no hice nada! ¡No le pregunté más! ¡No lo obligué a hablar! ¡No le dije que se quedara conmigo! ¡Y ahora está desaparecido y yo no sé si...!
Su voz se quebró, cubriéndose el rostro con las manos. Un sollozo desgarrado le salió del pecho, de esos que no tienen palabras, solo dolor puro. Sonia corrió a abrazarla, y Mora, con los ojos llenos de lágrimas, se apoyó en la pared como si todo su cuerpo se hubiera vuelto de plomo.
El reloj marcaba las 03:04.
Afuera, la ciudad dormía. Pero adentro, en esa casa, el tiempo se había congelado en el miedo.
*******
El teléfono sonó justo cuando empezaba a amanecer. Mora estaba en la cocina, sin fuerzas ni para preparar café. Sonia y Marizza se habían quedado a dormir en el sofá, si es que a eso se le podía llamar dormir. Apenas unos minutos con los ojos cerrados y el cuerpo vencido por la angustia.
—¿Hola? —dijo Mora con la voz entrecortada.
—¿Señora Mora Bustamante? Le hablamos del Hospital General. Su hijo, Pablo Bustamante, fue ingresado anoche.
El mundo se le cayó encima.
—¿Qué? ¿Qué le pasó? ¿Está vivo?
—Sí, señora. Está estable. Lo encontraron herido en un polígono industrial. Tenía contusiones, un esguince en el brazo derecho y algunas heridas menores. Está consciente, pero agotado.
Mora apenas colgó y corrió al salón.
—¡Lo encontraron! —gritó. Sonia se levantó de golpe. Marizza, pálida, se incorporó—. ¡Está en el hospital!
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Qué le pasó? —preguntó Marizza ya con la voz rota, como si el alma no le alcanzara para gritar.
—¡Nos vamos! ¡Ya mismo! —dijo Sonia, agarrando las llaves con manos temblorosas.
********
El viaje fue eterno. Nadie habló. Marizza miraba por la ventana con la frente apoyada en el cristal, los ojos abiertos pero perdidos. No podía llorar. Aún no. Tenía que verlo. Tenía que saber que seguía vivo.
Cuando entraron al hospital, un médico salió a recibirlas.
—¿Familiares de Pablo Bustamante?
—Soy su madre —dijo Mora.
—Él está fuera de peligro. Creemos que fue víctima de un robo. Tiene golpes en la cabeza, una contusión en la cabeza y algunos rasguños. Está sedado para que descanse, pero está bien.
Sonia abrazó a Mora con fuerza. Marizza no se movió. Sentía que las piernas le pesaban toneladas. Solo preguntó:
—¿Dónde está?
—Habitación 213.
*****
Pablo dormía, y en su rostro, marcado por el vendaje y el dolor, se reflejaba una vulnerabilidad que Marizza nunca había visto. Su frente cubierta, el brazo derecho inmovilizado contra el pecho, la vía en la mano izquierda. Se veía más pequeño, más frágil. Como si todo lo que siempre había ocultado detrás de su coraza se hubiera rendido ante el dolor. La piel pálida, la expresión serena pero herida. Y Marizza... Marizza lo observaba en silencio, con la misma intensidad con la que alguien se aferra a la vida.
Llevaba horas ahí. No había movido un dedo. No había probado bocado. Solo se quedaba ahí, mirando, como si su mirada pudiera sostenerlo, como si fuera lo único que podía darle algo de paz en medio de la tormenta que había en su pecho.
Cuando Mora y Sonia salieron a tomar un café, Marizza ni se inmutó. El dolor en sus ojos se veía reflejado en el cuerpo inmóvil de él, pero no lloraba. Estaba vacía. Vacía de explicaciones, vacía de respuestas. Llena de miedo.
Y fue en ese instante, cuando algo cambió. Un suspiro más profundo. Un parpadeo. Y finalmente, los ojos de Pablo se abrieron, lentos, desorientados, como si no pudiera creer lo que veía. Marizza se inclinó hacia él de inmediato, su respiración entrecortada por la emoción de verlo despertar.
—¿Pablo? —susurró, como si su voz fuera la única forma de asegurar que él estaba realmente ahí.
Él giró la cabeza con esfuerzo. La vio. Y, por un segundo, su alma pareció calmarse. No sabía si estaba soñando. Pero ahí estaba ella, su Marizza, con esa mirada rota que no podía disimular el dolor que le provocaba verlo tan vulnerable.
—¿Qué... qué pasó? —murmuró, con la voz seca, casi inaudible.
—Eso te pregunto yo —respondió ella, tomando su mano con suavidad, sin mirarla siquiera—. ¿Qué hacías tan lejos? ¿Por qué estabas solo? ¿Que hacias en ese poligono industrial?
Pablo tragó saliva. Su garganta estaba rasposa. Quiso decirle la verdad. Quiso contarle todo. Pero las palabras no le salían. No podía. No de esa forma. No todavía.
—Me perdí... y... me asaltaron —dijo finalmente, con la voz baja, una mentira tan frágil como él.
Marizza frunció el ceño. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Había algo en su tono que no cuadraba. Algo en su voz que no sonaba real.
—¿A vos te parece que me lo voy a creer? —preguntó, casi sin levantar la voz, pero con una furia contenida que comenzó a arder en su interior.
Pablo bajó la mirada. No podía mirarla a los ojos. Sabía que no la convencía. Sabía que le estaba fallando, que le estaba mintiendo, y eso lo desgarraba por dentro.
—Eso fue lo que pasó... —susurró, sin convicción.
Y ahí se hizo el silencio. Un silencio denso. Un silencio tan pesado que parecía que todo a su alrededor se colapsaba.
Marizza, furiosa pero controlándose, se levantó lentamente de la cama. Cada paso que daba hacia la puerta era como una condena para ambos. El peso de la angustia sobre sus hombros la hundía, pero aún así no decía nada. Su rostro reflejaba la rabia que no salía de su boca, la desconfianza, el miedo a lo que él le estaba ocultando. Su cuerpo le pedía gritar, pero no lo hizo. Solo caminó hacia la puerta.
Antes de salir, se giró hacia él.
—Voy a la máquina a comprar algo. ¿Querés algo?
—No... gracias —respondió él, apenas respirando, incapaz de decir algo más.
Fue en ese momento que Pablo sintió algo atravesarle el pecho, algo que lo desarmó por completo. El miedo. El miedo más real que había sentido jamás. El miedo de perderla, de nuevo. De que ella se fuera, y no pudiera hacer nada para evitarlo.
—Marizza —la llamó desesperado, con voz quebrada, y ella se detuvo en seco.
Giró el rostro apenas, no dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su silencio fue peor que cualquier palabra.
Pablo no sabía qué decir. Quería explicar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Quería correr hacia ella, abrazarla, pero algo en su mirada lo detuvo. Marizza vio las lágrimas de Pablo a punto de caer de sus ojos, y un dolor profundo se apoderó de él. Pablo la miró, y en sus ojos ya no había ira, sino una tristeza tan profunda que casi dolía más que el reproche más fuerte. Una tristeza serena que lo atravesó sin piedad.
—Sé que me estás mintiendo —dijo Marizza, con voz temblorosa y dura, pero firme—. Y no entiendo nada. Me siento afuera. Me siento lejos de vos. Como si de repente no supiera quién sos.
Y ahí, por fin, Pablo sintió cómo una lágrima le resbalaba por la mejilla. No por el dolor físico. No por la paliza. Por ella. Por el miedo de perderla. Por darse cuenta de que, a veces, una mentira, por pequeña que sea, puede poner en peligro lo único puro que le quedaba en la vida.
—Pero confío —dijo ella, casi sin aliento—. Aunque no me guste lo que estás haciendo, aunque no entienda, confío. Porque te amo, Pablo. Y vos sabes que no soy de las que da estas oportunidades. Pero, si me estás mintiendo, quiero creer que lo haces porque no te queda más remedio.
Las palabras de Marizza lo desarmaron por completo. Quiso abrazarla, pero su cuerpo no le respondía. Quiso explicarle todo, pero no sabía por dónde empezar.
Ella, al ver la lucha interna de Pablo, volvió a acercarse. Se sentó al borde de la cama y, con la suavidad de quien toca algo frágil, acarició su mejilla húmeda. Lo miró con esa ternura que solo ella sabía darle, con el amor que parecía capaz de curar cualquier herida, pero también con una advertencia silenciosa.
—Pero no me hagas arrepentirme de confiar en vos —susurró, como si le estuviera dando una última oportunidad.
Y entonces, sin decir más, lo besó. Un beso lento, suave, profundo. Un beso que no necesitaba palabras, porque decía todo lo que no habían logrado expresar. Un beso que estaba lleno de amor, de dolor, de advertencia y de esperanza.
Un beso que decía: "Estoy acá. Pero no me hagas irme."
Y Pablo, con los ojos cerrados, prometió en silencio que no iba a volver a fallarle.
******
Tomás salió del hospital con el ceño fruncido, las manos hundidas en los bolsillos del buzo y los hombros ligeramente encogidos, como si llevara un peso invisible. Afuera, Marizza lo esperaba sentada en un banco de piedra, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta automática. En cuanto lo vio salir, se paró de golpe, apretando los labios.
—¿Y? —preguntó, su voz un poco más aguda de lo normal, como si llevara rato conteniendo el aire.
Tomás negó con la cabeza, soltando un suspiro largo mientras evitaba mirarla de frente.
—Nada. No me dijo nada. —Se encogió de hombros, frustrado—. Me tiró una sonrisa, me preguntó boludeces... y ya. Ni siquiera cuando le pregunté directo.
Marizza frunció el entrecejo. Sus ojos brillaban con esa mezcla de rabia y tristeza que solo aparece cuando algo te importa demasiado. Dio un par de pasos en círculo, frotándose los brazos como si tuviera frío.
—No lo entiendo, Tomás —murmuró, más para sí que para él—. No me lo dice a mí, y ahora tampoco a vos. Me está mintiendo y no lo soporto.
Tomás la miró por fin. La vio distinta. Desgastada. Le temblaban un poco los dedos, como si contuviera algo a punto de estallar. Y Tomás que habia conocido el caracter de Marizza en más de una ocasión, le parecío que Marizza estaba haciendo un gran esfuerzo para no saltar y entrar dentro de la habitación a gritar a Pablo. Se acercó despacio y se sentó a su lado, con la cabeza gacha.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo, con la voz más baja, casi susurrando—. Pablo siempre me cuenta todo, ¿sabés? Desde que somos chicos. Siempre. Esto es distinto. Está asustado. O no sé, raro. Nunca lo vi así. Ni siquiera en los peores momentos con Sergio.
Ella lo miró rápido y volvió a bajar la vista. Se apretó las manos entre las piernas.
—Yo lo noto... pero no sé si es por lo que pasó, o si hay algo más. Algo que no quiere que sepamos. Me mira y no es él. Está... apagado.
Tomás ladeó la cabeza y la observó con más detenimiento. Se dio cuenta de lo mal que la estaba pasando. No era solo preocupación: era miedo.
—Mirá... no somos íntimos vos y yo. Nos llevamos bien por él, sí. Pero los dos lo queremos, y eso es suficiente. —Respiró hondo antes de seguir—. Pero, yo te juro que nunca vi a Pablo como está desde que está con vos.
Marizza lo miró, sorprendida por la ternura en su voz. Sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque las contuvo con un pestañeo rápido.
—¿De verdad?
—De verdad —afirmó él, con seguridad—. Vos lo hiciste cambiar, Marizza. Desde que estás con él, lo vi más feliz, más libre... más él. Sé que lo que más le importa es vuestra relación. No haría nada para fastidiar lo que tienen. —Le sostuvo la mirada con firmeza—. Y si ahora está así, raro, frío, mintiendo incluso... es porque está en algo jodido. Pero si te oculta algo, te lo juro por lo que quieras, es para protegerte. No para alejarte.
Ella se pasó las manos por el rostro, desesperada, y luego dejó caer los brazos con resignación. Se notaba que estaba al límite.
—Sé que no me haría algo para hacerme daño... pero esto me está matando. No puedo con este silencio. Me conoces un poco y sabés que no aguanto las mentiras. No sabes lo que me estoy conteniendo para no montar un quilombo en el hospital.
Tomás sonrió y la miró con una mezcla de comprensión y compasión. Le puso una mano firme en el hombro, apretándole apenas, con cuidado. No estaba acostumbrado a ver a Marizza así. Siempre tan brava, tan segura, tan lista para enfrentarse al mundo entero... verla vulnerable por su amigo le encogía el pecho.
—Entonces confía en él. Aguantá un poco más. Pablo puede ser un cabeza dura, pero yo lo conozco —Hizo una pausa, buscando las palabras con cuidado—. No sé qué está ocultando, pero estoy casi seguro de que si se está callando, es porque piensa que es la única forma de protegerte. Aunque esté equivocado... aunque no sea justo... lo está haciendo porque te quiere. Porque eres algo muy importante para él.
Marizza no contestó. Cerró los ojos un segundo, respiró hondo y dejó escapar un sollozo contenido. Asintió muy despacio. El gesto de Tomás, sus palabras, la habían tocado más de lo que esperaba. Y aunque seguía dolida, ya no se sentía tan sola en esa angustia.
En silencio, se sentaron ahí, bajo el cielo encapotado, compartiendo el mismo miedo por la misma persona. Unidos, aunque no por una amistad de años, sino por el amor sincero que ambos sentían por Pablo.
—Gracias, Tomás... —susurró ella, quebrada.
Tomás solo asintió.
—Cuidalo. Y cuidate vos también, ¿sí? Por favor, me vas informando.
Y por un segundo, el dolor compartido los unió. Tomás no tenía respuestas. Pero tenía fe en su amigo. Y en el amor que le veía cada vez que Pablo miraba a Marizza.
******
La puerta de la casa de Mora se abre con suavidad y Marizza, Pablo y Mora entran lentamente. Aunque la casa está tranquila, el ambiente está cargado de tensión. El sonido de los pasos sobre el suelo de madera resuena en el silencio, y Marizza no puede evitar notar cómo Pablo camina con paso lento, casi como si le pesara cada movimiento. Ella lo sigue de cerca, sin dejar de observarlo.
Pablo parece agotado, pero hay algo más en su rostro. Su mirada está perdida, como si estuviera en otro lugar, y aunque no lo dice, Marizza lo siente profundamente. Una preocupación silenciosa se va apoderando de ella, pero decide no decir nada. Sabe que Pablo necesita su espacio.
—Creo que lo mejor es que cenemos algo, ¿no? —dice Mora con tono suave, intentando aligerar la atmósfera, pero también con una ligera sonrisa para evitar que la tensión se haga más pesada.
Pablo, sin mucha energía, asiente y se deja caer en la silla que Mora le señala. Marizza se sienta junto a él, pero ni uno ni otro intercambia muchas palabras. El sonido de los cubiertos es lo único que llena el silencio entre ellos.
Mora no deja de mirar a los dos, observando cómo la distancia emocional entre Marizza y Pablo parece aumentar con cada segundo que pasa. Sabe lo que ambos están sintiendo, pero decide no interferir demasiado.
Después de una cena rápida, Pablo suspira con cansancio.
—Me voy a acostar un rato —dice en voz baja, casi como si hablara consigo mismo.
Marizza lo mira con una mezcla de tristeza y frustración. Ella lo sigue con la mirada mientras se dirige hacia su habitación, pero no sabe cómo abordar el tema. Se queda allí, inmóvil, con el nudo en el estómago.
Mora observa a Marizza y se acerca a ella, colocando una mano en su hombro.
—No te preocupes, Marizza —dice con una sonrisa reconfortante—. Sonia me dio permiso para que te quedes a dormir aquí con él. Necesita descansar, pero tenerte cerca le va a hacer bien. Así que quédate tranquila, ¿sí?
Marizza asiente, aunque la inquietud sigue brillando en sus ojos. Sabe que Pablo está lidiando con algo más, pero no sabe cómo ayudarlo.
*******
La noche avanza y Pablo ya se ha acostado. Marizza, aún inquieta, decide no irse a dormir. Se queda en la cocina con Mora, buscando alguna respuesta a las preguntas que la atormentan. Aunque la conversación había comenzado como algo trivial, ahora es profunda.
—Mora... —comienza Marizza, nerviosa, mientras mira su taza de café—. ¿Crees que lo que le ha pasado a Pablo tiene algo que ver con su padre? Con Sergio.
Mora se queda en silencio por un momento, dejando que las palabras de Marizza se asienten. La expresión de su rostro se torna seria, y Marizza puede ver cómo su suegra se tensa un poco al mencionar a Sergio. Finalmente, Mora suspira y la mira con una mezcla de cansancio y preocupación.
—Es posible —dice Mora con tono grave—. Conociendo a Sergio, te diría que no me sorprendería. Él tiene una forma muy particular de hacer las cosas... y siempre sabe cómo presionar a Pablo. No me extrañaría que lo estuviera manipulando de alguna manera para que no hablara.
Marizza se queda en silencio, procesando las palabras de Mora. La sensación de que todo lo que ha estado sucediendo está relacionado con Sergio la abruma, pero también la inquieta profundamente. Mira a Mora, buscando más respuestas.
—¿Pero qué le pudo haber hecho para que Pablo se quede callado? —pregunta con voz temblorosa. Siente el peso de la pregunta en sus hombros, pero necesita saberlo. Sabe que algo le ha pasado a Pablo y no puede soportar no entenderlo.
Mora baja la cabeza por un momento, como si intentara encontrar las palabras adecuadas. Luego, suspira y se acerca a Marizza, poniendo una mano sobre su brazo en un gesto de consuelo.
—Sergio es un manipulador, Marizza —dice con suavidad, pero firme—. Pablo ha pasado mucho tiempo lidiando con él, intentando no ser como él. Pero cuando te enfrentas a alguien así, a veces tienes que callar, porque hablar es arriesgarlo todo. Pero si esto tiene que ver con Sergio te aseguro que lo pagará.
Marizza asiente lentamente, aunque la preocupación no la abandona. No sabe qué hacer con toda esta información, pero siente que finalmente algo empieza a encajar.
—¿Qué hago entonces? —pregunta, mirando a Mora con ojos llenos de incertidumbre.
Mora la mira con ternura, entendiendo su angustia.
—Dale tiempo, Marizza. No lo presiones más. Si está callado, es porque lo necesita. Lo que te puedo asegurar es que te quiere, y lo que está haciendo no es por nada personal. Simplemente... tiene miedo.
Marizza toma aire, tratando de calmarse, pero sus emociones siguen alborotadas. Sabe que tiene que confiar en Pablo, pero el miedo y la duda siguen acechando.
Mora, con una sonrisa ligera y un toque de humor, intenta aliviar un poco el ambiente.
—Igual, eso sí... tratá de no cansarlo mucho esta noche, ¿sí? Está en recuperación —dice en tono de broma, con una chispa en los ojos.
Marizza se sonroja ligeramente y no puede evitar reírse un poco.
—¡Mora! - se queja avergonzada.
—¿Qué? Una madre se preocupa —responde Mora con dramatismo fingido—. Que te tenga ahí toda la noche está bien... pero si mañana no se puede levantar, yo te miro a vos, ¿eh?
Marizza se ríe entre dientes, sintiendo la tensión en su cuerpo disiparse un poco.
—¡Te juro que no lo voy a cansar! —responde, aún con una sonrisa.
Mora la abraza con cariño.
—Te quiero, Marizza. Todo va a estar bien.
******
La habitación de Pablo está en penumbra, iluminada solo por la luz suave que se filtra por la ventana. Marizza entra en silencio, para no despertar a Pablo, viéndolo descansar en la cama. Él parece estar medio dormido, su respiración tranquila pero todavía irregular. Se acerca lentamente y se acurruca a su lado, mirandole de frente.
Pablo abre los ojos lentamente. Sus ojos brillan débilmente cuando ve a Marizza a su lado.
—Marizza... —susurra, su voz rasposa—. Gracias por estar acá.
Marizza le acaricia el cabello con suavidad. Su corazón late más despacio, como si todo lo que había estado acumulando finalmente empezara a soltarlo.
—Siempre estaré acá —le responde con ternura, mirando sus ojos con una intensidad que refleja todo lo que no puede decir con palabras.
Pablo la mira fijamente, sus ojos, llenos de emociones reprimidas, no pueden esconder lo que realmente siente. Le toma la mano y la guía hacia su pecho. Marizza se siente tan cerca de él que puede escuchar su respiración, rápida pero tranquila al mismo tiempo.
—Te amo —murmura Pablo.
La sinceridad de su voz le llega al corazón a Marizza, quien no puede evitar sonrojarse al oírlo, pero sobre todo, siente que sus propios miedos se disipan un poco más. Marizza sonríe débilmente, sus ojos brillando, aunque llenos de la misma ansiedad que había sentido antes.
—Yo también te amo —responde, su voz suave pero firme.
En ese instante, algo cambia. Es como si el mundo que los rodea desapareciera por un momento. Marizza siente un impulso en su interior, una necesidad de estar más cerca de él, no solo emocionalmente, sino físicamente, de darle a Pablo lo que ambos necesitan en ese momento. No hay nada más importante que este instante, en que están juntos, en que todo lo que comparten se reduce a ese roce, a esa mirada que se dice todo sin palabras.
Marizza lo observa de cerca, el dolor y la incertidumbre aún marcados en su rostro, pero algo dentro de él le dice que lo que más necesita ahora es estar cerca de ella. Se acerca un poco más, su cuerpo casi pegado al de él, sus piernas se entrelazan, y la conexión entre ellos crece, lenta y suave.
—Pablo, no hace falta que hagamos nada... —dice Marizza, interrumpiendo el tierno beso que Pablo habia empezado a dar. Sus ojos se llenan de una mezcla de preocupación y ternura, como si no quisiera presionarlo más de lo que ya estaba.
Pablo la mira, sorprendido por sus palabras, pero en sus ojos no hay rechazo, solo una ligera sonrisa.
—Yo... quiero estar contigo —responde con voz baja, pero firme, un susurro de necesidad.
Marizza siente que su pecho se aprieta un poco al escuchar su sinceridad. Pero aún con eso, su preocupación no desaparece. Se inclina hacia él y le besa la frente con delicadeza, tocando su piel suavemente, buscando una manera de aliviar cualquier duda que él tenga.
—Entiendo que quieras estar conmigo, pero... —Marizza suspira, tomando un momento para ordenar sus pensamientos, cuando las manos de Pablo acarician sus caderas por debajo de la blusa—. Estás recuperándote, Pablo. No tenemos que hacer nada si no te sientes bien... No quiero que te esfuerces.
Pablo la mira, pero hay algo en sus ojos que no puede disimular: una necesidad más profunda que la física, algo emocional que sólo él comprende en ese momento. Necesita demostrarle con sus gestos, su cuerpo, todo su amor.
—Marizza... —su voz es suave pero cargada de algo que no puede ocultar—. No estoy en forma, lo sé, pero... quiero estar con vos. Necesito esto, más que cualquier otra cosa. Porque cuando estoy con vos, todo lo demás desaparece.
Ella lo mira en silencio, con los ojos llenos de comprensión. Pero sabe que, en ese momento, lo que Pablo más necesita es sentirse vivo, sentirse completo a través de su amor.
Y, sin más palabras, Marizza toma las riendas, dejándose llevar por el mismo deseo que siente por él. Sus labios se encuentran de nuevo, esta vez con mayor intensidad, sin prisas, sin expectativas. La suavidad de sus besos, de sus caricias, se convierte en una danza lenta, un ritmo que es solo de ellos.
Se quitan la ropa con calma, sin prisa, como si cada movimiento fuera una declaración de que están aquí, juntos, sin que nada más importe. El contacto de sus cuerpos, las manos que se deslizan por la piel del otro, el roce de sus labios y la fragancia de su cercanía hacen que el tiempo pase sin que lo noten.
Cuando Marizza se mueve sobre él, guiándolo suavemente hacia su interior, sin que él tenga que esforzarse demasiado, suspiran de placer. Olvidándose de todo. Ambos se entregan a la lentitud del momento, sin apresurarse, sabiendo que lo importante es el amor que se entregan mutuamente, el confort que encuentran en cada gesto, en cada caricia.
Sus frentes se juntan, y en ese pequeño gesto, el mundo desaparece. Se miran a los ojos, y en ese silencio compartido, solo pequeños gemidos y palabras de amor, todo lo que importa es el uno al otro. Ningún esfuerzo, solo la conexión pura que se transmite a través de sus cuerpos. Se mueven lentamente sin querer forzar nada.
Cuando finalmente llegan al clímax, no es un acto de urgencia ni de desesperación. Es un suspiro, un momento suspendido en el tiempo, donde lo único que importa es estar el uno para el otro. Y se quedan allí, abrazados, en silencio, sin necesidad de palabras, porque sus corazones ya han hablado.
*******
Pablo no esperaba visitas. Después de todo lo que había pasado, su mundo se había reducido a un par de habitaciones, sus medicinas, los silencios entre él y Marizza... y el eco de todo lo que no podía contar. Cada día era una repetición del anterior: despertarse con el cuerpo adolorido, soportar los mareos, la presión en el pecho, la fatiga constante... y luego sentarse en el sillón, frente al televisor apagado, esperando a que pasara el tiempo.
Pero esa noche, todo cambió.
—¡Sorpresaaa! —gritó Mia al abrir la puerta con una bolsa de medialunas y una sonrisa que parecía iluminar la sala entera como si trajera el sol en la mano.
—¿Estamos locos o estamos locos? —añadió Marcos, entrando detrás con una botella de gaseosa bajo el brazo—. ¡¿Quién viene a ver a un enfermo un viernes a la noche?!
—Nosotros, claramente —remató Manuel, dándole una palmadita en la pierna a Pablo.
La casa, que hasta ese momento había estado sumida en un silencio espeso, se llenó de voces, pasos, risas. Pablo los miró desde el sillón, sorprendido, con los ojos entrecerrados por la luz repentina y por la confusión de verlos ahí.
Luján entró última, con un tupper enorme entre las manos.
—Hice brownies —anunció, tímida pero con un dejo de complicidad—. No sabía si podías comer, pero pensé que igual Marizza se los va a robar.
—¡Ey! —protestó Marizza, ya con una sonrisa dibujada, mirándolos entrar como un torbellino de ruido y cariño.
Pablo los miró uno a uno mientras se acomodaban en la sala como si la casa fuera suya. Y aunque su cuerpo seguía cansado, su pecho se sintió, por un momento, menos apretado. Había algo en ese caos desordenado, en las voces superpuestas, en los olores mezclados de medialunas, empanadas y brownies, que lo reconectaba con una versión de sí mismo que sentía muy lejana: esa en la que podía reír sin mirar sobre el hombro.
—¿Qué es esto, una intervención? —bromeó Pablo, con una sonrisa ladeada, un poco oxidada pero sincera.
—Sí, vinimos a decirte que sos demasiado dramático —le respondió Mia, sentándose en el respaldo del sillón como si fuera su trono.—Y que te bañes —añadió Marcos, riéndose con la boca llena.
—Y que vuelvas a tocar la guitarra porque ya te estás poniendo insoportable —dijo Manuel, mientras se servía una empanada sin ningún respeto por la vajilla.
-¿Cómo está mi paciente estrella? -Pregunto Mia.
—Vivo —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Y con suerte, más simpático que antes —dijo Manuel, dándole un leve codazo.
—Che... igual gracias —susurró Pablo, apenas audible, mientras los veía discutir por quién se sentaba dónde, sintiendo que, por primera vez en semanas, no era un enfermo, ni una carga.
No muchos lo escucharon. Pero Marizza sí. Y su mano buscó la de él, suave, silenciosa. Él la apretó. Por un segundo, no necesitó decir nada más. Se entendieron en ese gesto: "Estoy acá. Estás acá. Estamos".
El ambiente se llenó de bromas, anécdotas del colegio, canciones mal cantadas a los gritos. Mia se puso a jugar con el control remoto, buscando alguna peli absurda que nadie realmente iba a mirar. Marcos y Manuel discutían por si existía o no un "multiverso de empanadas", inventando teorías cada vez más ridículas. Luján, Marizza y Pablo hablaban sobre las bandas de rock de la Argentina.
Y Pablo, en medio de todos, se permitía reír. No forzado. No por cortesía. De verdad. A carcajadas. Con el pecho vibrando, con los ojos brillando un poco. Por un momento, no había dolor. Solo esa risa.
—¡Ey, vos! —Marizza lo interrumpió con un golpecito suave en el brazo—. Hora de tu medicación.
—¿Otra vez? —puso cara de sufrimiento exagerado, como si fuera un niño al que le están por dar jarabe. —¿Vieron? Me controla —le dijo a los demás, exagerando el gesto, con una media sonrisa divertida.
—¡Ya está re domado! —bromeó Manuel, mientras brindaba con una lata de gaseosa.
—Siguiente paso: anillo —añadió Marcos con picardía, provocando un "¡Uhhhhh!" colectivo.
—Paren, paren —dijo Marizza, entre risas, llevándose la mano al rostro—. No lo asusten.
Pero entonces Pablo, que normalmente habría esquivado el comentario, la miró. Y no fue una mirada cualquiera. Fue una que desnudaba todo: amor, gratitud, fragilidad, ternura. Como si no tuviera más escudos.
—Con ella... no me hace falta nada más.
Un "Awww" en estéreo estalló en el living. Las risas se mezclaron con burlas, con aplausos exagerados. Marizza se llevó las manos a la cara, entre ruborizada y conmovida.
—¡Ay, miralo! —exclamó Marizza, entre risas, llevándose las manos a las mejillas con gesto teatral—. ¿Y este ahora es romántico delante de todos? ¿Quién sos y qué hiciste con mi Pablo?
Todos rieron fuerte, incluso Mora desde la cocina. Pablo ladeó una sonrisa, pero sin apartar los ojos de ella.
Y Marizza, aunque mantuvo el gesto burlón, sintió algo aflojarse dentro. Como si, por un momento, la tensión acumulada por todo lo que no se habían dicho en los últimos días... se disolviera un poco.Solo un poco.
Ese comentario, tan simple, dicho delante de sus amigos, de su madre, de todos... le dio una paz extraña. No le quitaba las preguntas, ni las sombras, pero sí le recordó algo esencial: que Pablo la seguía eligiendo, aun con todo el peso encima.
Y entonces, sin pensarlo, le apretó la mano bajo la manta.
Él la apretó de vuelta.
Como si en medio del caos, todavía hubiera un refugio.
—Ay, chicos... me emociono —dijo Mia con falso drama, secándose una lágrima imaginaria con el borde de una servilleta.
Siguieron riéndose, y durante un largo rato parecían inmunes a todo lo malo del mundo. Pablo se sentía casi él mismo otra vez. Y por un instante, pensó que tal vez, solo tal vez, todo podía estar bien.
Pero entonces, el teléfono fijo sonó.
Ese sonido, tan cotidiano, tan inocente, rompió el hechizo como un cristal quebrándose en cámara lenta.
Mora, que había estado escuchando desde la cocina, se acercó con rapidez a descolgarlo. Su andar era firme, pero sus ojos ya empezaban a endurecerse.
—¿Hola?... Sí, soy yo.
Todos siguieron con sus cosas, aunque Pablo ya no reía. Algo en su pecho se tensó de golpe, como si su cuerpo reconociera el peligro antes que su mente. Su risa murió en los labios.
—¿Cómo?... No, eso no puede ser... —la voz de Mora cambió, se hizo más baja, más alerta—. ¿Filtradas?... No... ¿Qué pruebas? ¿Cómo llegaron a la defensa?... —una pausa larga, cargada de horror—. No puede ser. Esas pruebas estaban bajo custodia judicial.
El silencio cayó como un bloque de hielo sobre la sala.
Marizza fue la primera en girar la cabeza hacia Mora, que aún tenía el auricular en la mano, pero ya no hablaba. Su rostro había perdido el color.
—¿Mamá? - Dijo Pablo.
Mora los miró, los ojos brillosos, el rostro desencajado. Sus manos temblaban levemente.
—Filtraron todo —dijo finalmente—. Las pruebas... todas las que habíamos reunido. Las psicológicas. Las de maltrato. Las de la psiquiatra. Todo fue entregado a la defensa de Sergio. No sabemos cómo... pero ahora su abogado puede invalidarlas. Usarlas a su favor.
—¿Qué? —susurró Luján, sintiendo que se le cerraba el estómago.
—¿Qué significa eso? —preguntó Mia, ya poniéndose de pie, el rostro encendido de preocupación.
Mora tragó saliva. Su voz era un hilo, quebrado por la impotencia.
—Significa que las posibilidades de que Sergio salga de la cárcel... son ahora mucho más altas.
Un golpe invisible atravesó el cuarto. Como si el mundo se inclinara de pronto hacia un lado. Como si el aire se hubiera ido.
Marizza se giró hacia Pablo, pero él seguía mirando al suelo. Quieto. Demasiado quieto. Como si ya lo supiera. Como si el corazón se le hubiera adelantado a las palabras de Mora.
Su mano seguía sobre la pierna, pero no la apretaba.
Y aunque nadie lo notó en ese instante, en el fondo de sus ojos había algo... algo que no era solo miedo.