Capítulo 23
13 de septiembre de 2025, 16:42
Pablo no dijo nada.
Ni un gesto. Ni una palabra.
Simplemente se puso de pie.
Lo hizo con una lentitud que parecía medida, como si cada músculo estuviera atravesando barro. Nadie se movió al principio. Solo lo observaron, extrañados, confundidos. Su rostro no tenía expresión. Ya no era el Pablo que se había reído hacía unos minutos. Ese se había evaporado.
Marizza fue la primera en notarlo.
—Pablo... —dijo en voz baja, incorporándose un poco, con la mano aún extendida hacia él.
Él no respondió. Caminó hacia el pasillo con pasos pesados, arrastrados, como si cada uno doliera. Como si estuviera empujando un peso invisible.
—¿A dónde vas? —preguntó Manuel, sin entender.
Pero Pablo siguió caminando.
—Che, pará... —empezó Marcos, más en broma que otra cosa.
—Pablo —insistió Marizza, esta vez ya de pie, siguiéndolo a unos pasos.
Él llegó al final del pasillo, se detuvo un segundo frente a la puerta de su habitación... y ahí giró. Sus ojos se encontraron con los de ella. Por un segundo, no dijo nada. Pero en ese silencio, algo se rompía.
—Quiero estar solo —dijo, seco, sin suavidad. Ni gritos. Solo... frío.
Marizza se frenó en seco, sorprendida.
—Pero... —empezó, dando otro paso.
—No. No ahora. No quiero hablar. Solo quiero... —hizo una pausa larga, respirando hondo, como si contener algo enorme lo estuviera destrozando por dentro—. Quiero estar solo. ¿Podés dejarme solo, Marizza?
Lo dijo con los dientes apretados, con la voz tensa. No era rabia. Era desesperación camuflada.
Ella se quedó inmóvil. Tragó saliva. Le temblaban los dedos.
—Pablo, si esto es por...
—¡Te dije que me dejes en paz! —espetó, más fuerte esta vez, aunque su voz quebró al final. No era un grito. Era casi un ruego.
Silencio.
Las palabras rebotaron en las paredes de la casa como piedras arrojadas sin mirar. El grupo en la sala se quedó mudo. Todos lo habían escuchado.
Marizza dio un paso atrás.
Y entonces, sin más, Pablo entró a la habitación y cerró la puerta detrás de él.
El sonido del picaporte al cerrarse fue más doloroso que cualquier grito.
En el living, nadie se movía. Ni Mia, ni Marcos, ni Manuel. Luján tenía las cejas fruncidas, como si sintiera que había algo más debajo, algo que no encajaba. Mora se había llevado una mano a los labios, conteniendo una exhalación.
Marizza seguía de pie frente a la puerta cerrada.
No lloraba. No hablaba. Solo lo miraba. Como si tratara de verlo a través de la madera.
Como si intentara entender qué se estaba rompiendo ahora.
Porque todos comprendían el golpe de la noticia. Todos entendían que Pablo estaba harto, cansado, vulnerable.
Pero algo más... se les estaba escapando. Algo más se había quebrado en él.
Y nadie —nadie— sabía aún qué.
*********
Tomás y Pablo están sentados en el piso, apoyados contra la pared. La luz que entra desde el final del pasillo parece ser lo único que los conecta con el mundo exterior. Tomás, con la mirada fija en cualquier punto que no sea Pablo, habla sin mucho interés, como para llenar el vacío.
—Te juro que si Guido vuelve a mirarme así en clase de biología, le clavo el lápiz en la mano —dice, intentando hacer una broma.
Pablo no responde. Solo mueve ligeramente la cabeza, pero su mente parece estar a kilómetros de distancia. Tiene los ojos fijos en el suelo, como si cada rincón de ese pasillo le revelara algo más que solo baldosas desgastadas.
Tomás lo observa de reojo. Sabe que algo está mal, pero también sabe que no puede preguntar. No sin romper algo, no sin invadir demasiado.
Entonces, al final del pasillo, aparece Marizza. Sus pasos resuenan de manera suave pero firme. Lleva un cuaderno en la mano, su cuerpo parece moverse con una especie de delicadeza, como si caminara sobre un terreno inestable.
—Ey, vos —dice con una sonrisa que es más una caricia que una expresión—. Te traje esto... son los apuntes de literatura, para que puedas ponerte al día.
Se agacha frente a él, extendiendo el cuaderno, pero ni siquiera lo toca. Hay una distancia que no quiere cruzar, como si temiera que cualquier gesto rompiera lo que queda de ellos.
Pablo nota la timidez en su gesto. Y, como si fuera un golpe en el pecho, algo dentro de él se quiebra.
—Gracias —murmura, sin levantar la vista.
Marizza lo observa, buscando algo en su expresión, una grieta, un destello de la persona que solía ser. Un lugar donde pueda entrar. Pero no lo encuentra. Solo vacíos.
—Si querés, podemos estudiar juntos después —dice, con una suavidad que parece más una invitación que una propuesta. Como si el simple hecho de decirlo pudiera aliviar el peso en su pecho. —Tranquilo, si no podés... si no tenés energía, también está bien.
Y ahí es donde todo se quiebra. No en las palabras que dice, sino en el tono con que las dice. Como si él fuera frágil. Como si ya no lo viera como Pablo, sino como una versión rota de sí mismo. Como si ya no hubiera forma de llegar al Pablo que ella conocía.
Él levanta la mirada de golpe. Y es como si una chispa se prendiera dentro de él.
—¿Me podés dejar de tratar como si fuera un nene?
Marizza se queda quieta, desconcertada.
—¿Qué?
—Eso. Que no me hables como si estuviera a punto de desmayarme. Como si fuera un nene que no sabe qué hacer.
Tomás se tensa, sintiendo la tormenta que está por desatarse.
—Pablo...
—¡No! —grita él, levantandose del piso, interrumpiendo a su amigo—. ¡Estoy harto de que todos me miren como si fuera a romperme! ¡Sobre todo vos! - dijo mirando a Marizza.Marizza se incorpora, su rostro una mezcla de confusión y dolor.
—Yo no te estoy tratando así...
—Sí, lo hacés —responde él, la rabia y el cansancio afilando cada palabra—. Caminás de puntillas a mi alrededor. Me hablás como si fuera de vidrio. Me sonreís como si fuera un niño de cinco años. ¡Y no soy eso! ¡Estoy cansado de sentir que todos me ven como si fuera incapaz de manejar mi propia mierda!
Marizza siente que algo dentro de ella también se quiebra, pero no se rinde.
—¡Estoy tratando de cuidarte! —le grita, la voz quebrada, llena de angustia—. ¡Porque no sé qué más hacer! ¡Porque no hablas, no dices nada! ¡Porque yo también estoy perdida en esto, Pablo!
—Entonces no hagas nada —responde él, enojado, como si su rabia pudiera destruir lo que queda entre ellos—. Capaz eso es lo que necesito. Que no hagas nada. Que me dejes estar. Que no me sigas empujando con tu versión de "cuidarme".
Tomás, sintiendo el peso de lo que está pasando, se mete entre los dos, intentando calmar la situación.
—Pará, Pablo...
Pero Marizza ya no puede más. Toda la tensión que había guardado, todo lo que no dijo, explota en un torrente.
—¡Yo no sé cómo mierda bancarte si no me dejás! ¡Si me echás cada vez que intento acercarme! ¿Querés que no te cuide? ¡Perfecto! ¡No te cuido más! ¡No te hablo más! ¿Querés guerra? ¡Listo! ¡Volvé a mirar para otro lado y empujame como si fuera cualquier mina más!
Pablo la mira, con los ojos llenos de dolor y rabia. Por un segundo parece que va a decir algo, pero se muerde la lengua. La herida en él es demasiado profunda. Ella da media vuelta, sin poder contener las lágrimas que ya no puede retener. El cuaderno en su mano está tan apretado contra su pecho que parece que podría romperse.
—¿Sabés qué? —dice, con la voz rasgada—. Tenés razón. No estás roto. Estás cerrado. Y yo ya no tengo más llave para eso.
Se aleja rápidamente, y sus pasos se pierden en el pasillo, dejando un silencio pesado.
Tomás observa cómo se va, la mirada fija en el lugar donde ella estuvo. El aire se siente denso entre él y Pablo. Tomás no dice nada durante unos segundos, solo respira hondo.
—Te zarpaste, boludo.
Pablo no responde. Su mirada sigue fija, vacía, como si no hubiera fuerzas para mirarlo a los ojos.
—Sabés que sí —añade Tomás, en un tono más tranquilo—. No necesitás que te lo diga, pero igual te lo digo. Porque alguien tiene que hacerlo. Vos no necesitás que te traten como si estuvieras roto —dice finalmente, con calma, pero con una dureza que cala—. Pero ella tampoco merece que la trates como si fuera la culpable.
—Estoy cansado, Tomás. Y lo último que necesito es que venga ella a tratarme como si fuera una carga.
—Y ella está cansada también —responde Tomás, suave pero con una firmeza que no puede esconder—. En otras circunstancias, ya te hubiera montado un quilombo y probablemente ya no estaría ahí con vos, solo por la mentira que le dijiste. Y le mentiste, Pablo. Y todos sabemos que eso que nos has contado no fue lo que pasó.
Pablo permanece en silencio, el peso de las palabras cayendo sobre él como una capa más.
—Ella ha estado ahí bancandote como la que más, para no hacerte sentir más mierda de lo que ya estás. Y mirá cómo le pagás.
Tomás lo observa, sin rabia, solo con la verdad clara en su mirada.
—Hermano, no sé en lo que estás metido, pero o lo solucionás... o la vas a perder.
*********
Marizza camina rápido, con la mochila colgando de un solo hombro y el cuaderno que le había llevado a Pablo todavía apretado contra el pecho. Tiene los ojos hinchados, las lágrimas cayendo sin esfuerzo, y una bronca que le quema en el estómago. Cada paso es un intento de huir de sí misma.
De repente, escucha pasos detrás.
—¡Marizza! ¡Pará, por favor!
Ella se detiene en seco. Reconoce la voz. Gira lentamente, confundida.
—¿Guido?
Él está ahí, medio agitado, con la campera abierta y cara de apuro. Marizza frunce el ceño.
—¿Qué hacés vos...? —pregunta, con un tono incrédulo—. ¿Vos y Pablo no estaban peleados?
—Sí. Estamos peleados. Por eso mismo vine.
—¿Y por qué no vas a hablarlo con él, entonces? —lanza ella, cortante, con los ojos brillando de bronca—. Porque si pensás que yo voy a interceder por ese imbécil, estás re equivocado.
— Vine porque hay algo que vos tenés que saber.
—¿Y desde cuándo te importa lo que yo tenga que saber? —responde ella, dolida, todavía sin entender por qué de todos, Guido se le acerca justo ahora—. Si te pasaste semanas mirándome como si yo fuera el virus que separó tu grupito perfecto.
Guido baja la vista. Traga saliva.
—Capaz me equivoqué con vos —dice, sincero—. Pero con Pablo también.
Marizza aprieta el cuaderno contra el pecho, como si eso pudiera protegerla.
—No quiero saber más nada de Pablo, ¿ok? No me importa lo que tenga, lo que hizo o lo que le pasó. Que se quede con su orgullo, sus mentiras, y su silencio.
—Marizza, es más grave de lo que pensás...
—Me importa un pomelo, Guido —lo interrumpe, con la voz quebrada, caminando hacia atrás—. Te juro que no me importa. Estoy cansada. Que alguien más lo salve esta vez, porque yo ya no puedo.
Y con eso, se da media vuelta y se va, sin mirar atrás.
Guido se queda quieto en la vereda. Siente la impotencia subirle por la garganta, pero no dice nada. Solo la ve alejarse, sabiendo que está solo en esto. Mira hacia el colegio a lo lejos, como si buscara respuestas.
*****************
La clase transcurre en un ambiente denso. El sol entra a medias por las persianas mal cerradas, creando líneas de luz sobre los pupitres. Se escucha el chirrido intermitente de la tiza sobre el pizarrón, el zumbido leve de una mosca que se cuela por la ventana, y la voz de la profesora que habla con monótonia:
—Entonces, como les decía, la Revolución de Mayo no fue un hecho aislado, sino el inicio de un proceso que cambiaría profundamente la historia de nuestro país...
Algunos alumnos escriben, otros se dejan vencer por el sopor del mediodía. Marizza, en la segunda fila, está más pálida de lo habitual. Sus párpados se notan pesados, el cuerpo flojo sobre la carpeta. Respira por la boca, como si le costara mantenerse presente. Se pasa una mano por la frente, tratando de despejar la neblina de su cabeza. Le tiembla levemente la muñeca.
Estos últimos dos días han sido intensos desde que ha discutido con Pablo, no se han vuelto a dirigir la palabra, ni tan solo se dirigen la mirada. Marizza ha tratado de entender que estaba pasando pero por más que intenta entender no sabe nada. Apenas ha comido nada en los últimos días y tampoco ha descansado lo suficiente.
Pablo, desde un asiento más atrás, la observa. No escribe. Su bolígrafo está suspendido en el aire, olvidado. La mira con el ceño fruncido, notando cómo ella se retuerce un poco en el asiento, cómo se lleva la mano a la sien y cierra los ojos por unos segundos demasiado largos.
La profesora sigue hablando, ajena al ambiente:
—...las tensiones internas, sumadas a las invasiones inglesas y el vacío de poder por la abdicación de Fernando VII, generaron un clima propicio para que surgiera la Primera Junta...
Marizza levanta la mano con lentitud, como si le costara el simple esfuerzo de levantar el brazo.
—¿Sí, Marizza?
—¿Puedo ir al baño? —pregunta con un hilo de voz, tan bajo que apenas se oye.
La profesora se gira, extrañada por el tono.
—¿Tan urgente es? Esperá cinco minutos que termino de explicar...
Pero necesita salir de ahí. Escucha su nombre de nuevo a lo lejos cuando se pone de pie con esfuerzo, sujetándose del pupitre. Da un paso, como si caminara sobre nubes, los ojos vidriosos, la piel blanquísima.
Pablo ya se está moviendo discretamente en su asiento, tenso. La nota rara.
Entonces, de golpe, el cuerpo de Marizza cede. Sus rodillas se doblan y cae de lado, con un sonido sordo que hace que más de uno en el aula se sobresalte.
—¡Marizza! —grita la profesora, dejando caer la tiza, que rueda y golpea el suelo con un clac seco.
Sillas se arrastran bruscamente, murmullos suben de volumen como una ola de pánico. Mia se cubre la boca con ambas manos, congelada. Tomás da un salto desde su pupitre y corre hacia ella, pero algo lo detiene a medio camino.
Pablo.
Se ha levantado de su asiento tan violentamente que su silla ha caído hacia atrás.
—¡Apartense! —dice, fuerte, seco, con una urgencia que no admite discusión mientras se abre paso entre los pupitres. Empuja sin violencia, pero con determinación, y cae de rodillas junto a ella.
El corazón le late como un tambor cuando la ve en el suelo, pálida, el cabello revuelto cayéndole sobre el rostro. Un mechón le cubre parte de los labios. Su respiración es débil, apenas perceptible.
—Ey... —susurra Pablo, con la voz rota mientras le aparta el pelo de la cara con una ternura que contrasta con el temblor en sus dedos—. Marizza, por favor...
Sus dedos le rozan la sien, donde nota la piel fría y húmeda. Marizza parpadea lentamente, con los ojos desorientados, como si tratara de enfocar una realidad que aún no encaja del todo.
—¿Qué...? —musita, desorientada, con la voz ronca—. ¿Qué pasó?
—Te desmayaste —responde Pablo, la voz le tiembla de rabia, de miedo, de todo junto.—¿Te diste la cabeza? —pregunta, apurado, nervioso. Le busca en la nuca con los dedos, sin apurarse, tratando de palpar si hay algún golpe—. ¿Te golpeaste? ¿Estás sangrando?
Ella hace un leve gesto, apenas perceptible. Su respiración se agita un poco, y en sus pestañas tiemblan restos de humedad. Intenta hablar, pero no le sale la voz.
—Ey, mírame... —Pablo le acaricia la mejilla con el dorso de la mano—. ¿Dónde te duele?
Marizza parpadea despacio, sus labios se separan con esfuerzo.
—Estoy bien... creo —susurra, aunque su voz suena tan lejana como si viniera desde el fondo de un sueño.
—¿Seguro que no te golpeaste? —insiste él, con el ceño fruncido, sin dejar de buscarle señales de golpe o de sangre—. Te caíste muy mal.
Ella niega apenas, aunque enseguida cierra los ojos otra vez, mareada. Pablo baja la frente, apretando los dientes.
—No me hagas esto... —murmura en voz muy baja, casi para sí.
Los demás han formado un semicírculo alrededor, pero nadie se atreve a interrumpir. La profesora se acerca, preocupada pero sin saber qué hacer.
—¿Está bien? —pregunta la profesora, inclinándose con evidente preocupación.
—No sé —responde Pablo, sin despegar los ojos de Marizza—. La llevo a la enfermería.
—Andá con ella.
Ella intenta moverse por su cuenta, orgullosa hasta en el suelo. Apoya las palmas sobre el suelo, intenta incorporarse.
—Puedo sola... —murmura con esfuerzo, en un hilo de voz.
—Sí, claro —dice Pablo, con una media sonrisa—. ¿Y después te volvés a caer? No seas cabezadura.
—Pablo... —resopla ella, con más fastidio que fuerza, mientras otra oleada de mareo la hace tambalear.
—Shhh... —le dice él, ya pasándole el brazo con firmeza por la cintura para sostenerla—. No discutas ahora. Si querés, me gritás después.
Ella lo fulmina con la mirada por un segundo, incluso en ese estado. Pero su cuerpo le traiciona: cuando intenta levantarse, un nuevo mareo la sacude. Pablo la sostiene con firmeza antes de que vuelva a desplomarse.
—Tranquila... —le murmura—. Te tengo.
Sus compañeros se han quedado en un círculo silencioso. Tomás junto a Pilar, con los brazos cruzados, observa a Pablo con una expresión seria. Luján esta preocupada mirando a su mejor amiga. Mia aprieta los labios, inquieta.
Mientras Pablo la ayuda a ponerse de pie, ella se tambalea. Él ajusta el brazo a su cintura, la mantiene erguida sin esfuerzo.
—Vamos —le dice en voz baja.
La mirada de Marizza ya no pelea. Solo asiente, débilmente, mientras el mechón rebelde de pelo vuelve a caerle sobre la mejilla. Pablo se lo acomoda una vez más con cuidado antes de guiarla hacia la salida.
La puerta se cierra tras ellos con un clic suave, dejando al aula suspendida en un silencio que no logra romperse de inmediato.
******
Marizza está sentada en la camilla, pálida, con una toalla húmeda sobre la frente. Tiene los labios secos y los ojos apagados, como si el cansancio se le hubiese metido en los huesos. Pablo está a su lado, de pie, sin moverse, con las manos en los bolsillos del pantalón del uniforme y la espalda ligeramente encorvada hacia ella. No hace preguntas. Solo está. Mirandola con preocupación.
La enfermera retira el tensiómetro de su brazo con un leve chasquido y la mira con el ceño fruncido.
—No tenés fiebre —dice, mirando la hoja donde anota—, pero tu presión está muy baja. ¿Estás comiendo? ¿Estás durmiendo bien?
Marizza se encoge de hombros. Tarda un poco en contestar.
—No mucho... estos días no tuve hambre y no estoy durmiendo muy bien.
Pablo cierra los ojos un segundo, muy brevemente. Como si la frase le doliera físicamente.
-¿Mucho estres?
-Algo... bastante.
—Parece que ha sido un desmayo por no comer y por el estres. Así que tenés que comer —responde la enfermera con tono firme—. Esto no es joda, ¿sabés? Y si además estás estresada, peor todavía. ¿Querés que llame a tu mamá?
Marizza sacude la cabeza con una rapidez casi infantil.
—No. Estoy bien.
—Mmm... Bien no estás, pero está bien. No te fuerces ahora. Comé algo y descansá. ¿Sí?
—Sí —responde ella, apenas audible.
La enfermera le da una última mirada y luego se vuelve hacia Pablo.
—Gracias por traerla. Ya está estable, así que pueden irse. Pero vos —le señala a Marizza con un gesto firme—, directa a la cafeteria. Si volvés sin haber comido algo, me entero.
—Lo que digas —murmura Marizza.
Cuando la enfermera se aleja y cierra la puerta tras de sí, el silencio en la sala se vuelve más frío que antes. Marizza no lo mira. Está demasiado quieta.
—Andate, Pablo —dice de repente, sin levantar la voz.
Él gira levemente la cabeza hacia ella. No contesta.
—No tenés que estar acá. No necesito que me cuides —agrega, más firme, casi con frialdad. Pero hay una tensión en su mandíbula. Como si las palabras no fueran verdaderas, sino prestadas. Como si necesitara decirlas aunque no las sintiera.
Él la escucha. Las reconoce. Porque son las mismas que le dijo él, días atrás, en otro contexto. La última vez que se dirigieron la palabra. Y aunque no dice nada al respecto, lo entiende. Sabe por qué lo dice. Sabe qué está haciendo.
Pero no se mueve. No se va.
Da un paso hacia ella, tranquilo. Marizza alza los ojos, sorprendida. Él se agacha, sin apuro, y le alcanza los zapatos que se había quitado al llegar. Después, le acomoda la blusa sobre los hombros sin tocarla más de lo necesario.
Y entonces, con voz baja, casi en un susurro, dice:
—No pienso dejarte sola.
Ella traga saliva. Mira hacia el suelo.
—Pablo...
—No voy a dejarte - Repite. - Vamos a la cafeteria —responde él, suave.
Ella respira hondo. Se ve cansada. Cansada de todo. Pero no discute más.
Cuando se pone de pie, tambalea un poco. Él no hace ningún gesto brusco, solo se mantiene cerca, lo suficiente para que sepa que puede apoyarse si quiere. Y sin decir nada más, caminan juntos hacia la puerta.
Ella no lo mira. Pero no lo echa otra vez. Y él, con cada paso, deja claro que no se va a ir.
*******
La cafetería está abarrotada. El ruido constante de risas, charlas y el golpeteo de las bandejas parece ajeno a lo que ocurre en esa mesa.
Marizza está sentada, los codos sobre la mesa, con la espalda encorvada y la mirada fija en un punto lejano. Frente a ella, una banana, unas galletas y un jugo de naranja, todo cuidadosamente dispuesto. Pero no fue ella quien eligió nada de eso. Fue Pablo quien lo trajo.
Él se sienta frente a ella, sin una palabra, sin presionar. Solo la observa en silencio. Marizza toma la galletita envuelta con movimientos lentos, exagerados, como si cada gesto le costara el triple de lo normal. La desenvuelve, muerde un pedazo y toma un sorbo del jugo. No dice nada. No hace nada más.
Los minutos pasan. Ninguno se atreve a mirarse.
Hasta que ella, finalmente, lo hace.
Sus ojos, grandes, con ojeras que apenas son visibles, lo atraviesan con una mezcla de agotamiento, rabia contenida y tristeza silenciosa, todo lo que no necesita decir con palabras.
—Ya está, ¿okey? —le dice, sin brusquedad, pero con un nudo palpable en la garganta—. Ya comí. Estoy bien. Podés irte. No hace falta que sigas actuando como si te importara.
La frase le golpea a Pablo, lenta pero fuerte. Pero no se sorprende. Solo baja la mirada un instante, como si estuviera procesando cada palabra.
—No estoy actuando —responde Pablo, con voz baja, sincera—. Me asustaste...
Marizza lo mira, sin apartar la mirada de él, y luego se suelta con una risa irónica.
—¿Asustado vos? ¿Por mi? —responde, sorprendida, casi riendo—. Wow, qué loco. El otro día parecía que te daba igual, porque iba a asustarte una mina que ni te importa, ¿no?
Pablo se queda callado, un poco descolocado por la respuesta de Marizza.
—¿Ahora de repente te asusta lo que me pase? —continúa ella, con la voz cargada de ironía—. Yo que pensaba que lo mío ya no te afectaba.
Pablo la mira fijamente, el nudo en su garganta parece hacerle más difícil articular las palabras. Sus ojos se suavizan al ver la mezcla de dolor y rabia en el rostro de Marizza. Finalmente, sus labios tiemblan al hablar:
—No dije eso... —se detiene, el dolor en su voz es evidente—. Lo que quise decir es que no quería que me cuidaras... que no quería depender de vos para sentirme mejor, para no ser una carga. Pero... me importas, Marizza. Lo que te pase me afecta mucho. Sabes lo que siento por vos.
Pero al ver su rostro, algo en su pecho se rompe. Pablo se acerca un poco más, su tono ahora cargado de vulnerabilidad. Un largo suspiro se escapa de sus labios, mientras se toma un momento para procesar lo que está a punto de decir.
—Me duele verte así, me duele saber que te hice sentir menos importante, que te hice sentir que no me importabas. Te fallé, y lo siento... —su voz tiembla—. Lo siento mucho, por todo,
Marizza lo mira fijamente, entrecerrando los ojos, como si no esperara esa respuesta.
—No tengo excusa para lo que te dije. Me zarpé —continúa él, con un suspiro, su tono suave pero lleno de arrepentimiento—. Me dejé llevar por todo esto y... no pensé. No te merecías eso. Lo siento mucho, Marizza. En serio.
Ella no dice nada. Su mirada vuelve al plato, pero no lo toca.
—Sé que lo arruiné —agrega él, con la voz quebrada, como si cada palabra fuera un peso—. Que estuviste ahí todo el tiempo y yo te usé como escudo, como muro, como si fueras mi saco de boxeo. Y no era contigo. Era con todo lo que no sé manejar. Con este quilombo en el que estoy metido. Y lo pagaste vos.
Marizza aprieta los labios. Un pequeño temblor cruza su mandíbula, pero no dice nada.
—Y eso... —Pablo se detiene, mirando al vacío—. Eso es lo peor que pude haber hecho. Porque si alguien no se merecía mi mierda, eras vos.
El silencio cae pesado entre ellos, mientras el bullicio de la cafetería sigue sin cesar. Todo el mundo sigue hablando, pero en su mesa todo se reduce a silencio y a sentimientos no dichos.
—No puedo contarte todo, Marizza —dice él, bajando la voz y mirándola directamente—. Hay cosas que no puedo explicarte. No ahora. No es por vos. Es por todo lo que está pasando.
Ella lo mira, incrédula.
—¿Qué cosas, Pablo? —susurra, como si temiera la respuesta—. ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
Él se inclina hacia ella, su voz se vuelve aún más baja, casi inaudible.
—Hay cosas que... podrías salir lastimada. Y no voy a permitir que eso pase.
—¿Lastimada por qué? —su voz se quiebra un poco, tensa—. ¿Qué hiciste?
Pablo se queda en silencio por un momento, tragando saliva, como si las palabras le pesaran. Finalmente, suspira.
—Lo único que puedo decirte... es que tomé decisiones. Malas decisiones. Pero lo hice porque no me quedo otra. Y ahora... ahora no sé cómo salir de esto.
Marizza lo observa, sus ojos brillosos por la mezcla de cansancio, dolor y confusión. Ella respira profundo, el dolor en su pecho se hace más fuerte. Se odia un poco por creerle, por seguir sintiendo lo que siente por él. Y aún así, cuando lo mira... algo en la forma en que él la mira la hace dudar.
Pablo se acerca un poco más, apoyando los antebrazos sobre la mesa, sin dejar de mirarla.
—Marizza... Si pudiera deshacer todo, lo haría. Pero no puedo, ahora mismo no puedo decidir nada.
—¿Y pensás que dejarme afuera me cuida? ¿Que tenerme lejos me protege? —su voz se eleva, no en volumen, sino en intensidad—. ¿Cuándo vas a entender que no contarme también me lastima? Que a mí también me duele verte mal. Saber que estás metido en algo que no puedo entender. Y que encima me grites por tratar de ayudarte.
Silencio. Él baja la mirada. Aprieta las manos sobre la mesa.
—Tenés razón. Pero tengo miedo, Marizza. Miedo de que algo te pase. Miedo de que si te cuento todo, me odies más de lo que ya me odiás.
Ella niega lentamente con la cabeza. Una lágrima se le escapa, pero no hace nada por esconderla.
—No te odio —dice—. Te amo. Y me siento una imbécil por eso.
Pablo levanta la vista, conmovido. Le agarra una mano sobre la mesa, pero ella no se la retira ni se la devuelve. Solo la deja ahí, como si no supiera qué hacer.
—Sos un idiota —dice ella, en voz baja, con la garganta apretada—. Y yo también.
—Sí. Un poco los dos —responde él, sin dejar de mirarla.
Ella se aparta lentamente. Se limpia las mejillas. Suspira.
—No me alcanza con que me pidas perdón. No esta vez.
Pablo asiente despacio.
—Lo sé. Pero no voy a dejar de intentarlo.
Marizza lo mira, larga y profundo. Y entonces toma la banana, la pela con lentitud. Da un mordisco.
—Entonces empezá por sentarte y no decir ni una sola palabra más —murmura.
Pablo sonríe apenas. Obedece. Se queda allí, sin hablar, como si ese pequeño gesto fuera el inicio de algo. No un perdón. Pero sí una grieta en la coraza.
**********
Cuando llegaron a la puerta de la casa de Marizza, ella ni siquiera sabía cómo había dejado que Pablo la convenciera de ir a descansar. Había protestado más de lo que habría querido admitir, pero al final, estaba ahí, en la entrada de su casa. Se giró hacia él, mirando con algo de incomodidad.
—Te dije que no era necesario —dijo, mientras le lanzaba una mirada casi desinteresada. Pero lo decía más por costumbre que por realmente querer estar sola.
Pablo la miró y levantó las cejas.
—Ya basta, Marizza. Estás agotada. No vas a convencerme de que seguís bien después de lo de la clase —respondió con suavidad.
Ella resopló, pero no contestó. Él tenía razón.
Cuando entraron en la casa, todo estaba tranquilo. Ni Sonia, ni Franco, ni Hilda estaban en casa. Solo el eco de la casa vacía respondía a sus pasos.
—¿Dónde están todos? —preguntó Pablo, mirando alrededor.
—Probablemente están organizando lo de la boda. Me tienen podrida con todo eso —respondió Marizza, tirándose en el sofá con un pequeño suspiro, claramente irritada por los preparativos.
Pablo sonrió de medio lado, comprendiendo su frustración. Se acercó a la cocina sin decir nada, y pronto volvió con una bandeja de pastelitos, uno de esos que Marizza siempre había adorado.
—Aquí tenés. —Le tendió el plato con una sonrisa traviesa.
Marizza lo miró, suspirando.
—¿Qué hacés? ¿Tratando de ganarme con comida? —dijo, divertida pero con una ligera sonrisa.
—No sé, ¿funciona? —dijo él, divertido por la situación.
Marizza sonrió más abiertamente y negó con la cabeza.
—Tenés suerte de que sí. —Tomó uno de los pastelitos, mirando cómo él se sentaba en el borde del sofá, sin moverse demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos.
Pablo la observó mientras ella probaba el pastelito, su rostro relajado por fin. Entonces, decidió decir algo que había estado pensando desde hacía un rato.
—Sé que no va a ser fácil, pero no quiero perderte, Marizza. Sé que fui un idiota, que por estupidez casi lo pierdo todo. Pero estoy acá, y lo único que quiero ahora es que estemos bien.
Marizza lo miró, los ojos de él se encontraron con los suyos. Su expresión era sincera, y algo en su tono hizo que un nudo se formara en su garganta. Ella lo miró por un momento, sin decir nada. Algo en sus ojos mostraba la vulnerabilidad de un chico que estaba tratando de enmendar sus errores, pero a la vez algo en ella aún no se atrevía a dar el paso.
—No es tan fácil, Pablo... —empezó a decir, su voz algo entrecortada. Pero antes de que pudiera seguir, él se levantó y fue hasta el televisor.
—Voy a poner algo para que descanses. —Pablo no dijo nada más mientras encendía la televisión. Volvió hacia el sofá, se sentó nuevamente a su lado y, para su sorpresa, le tendió la manta que había traído consigo.
Marizza levantó una ceja, mirando el gesto con algo de desconcierto.
—¿De verdad me estás poniendo una manta? ¿Qué soy, una niña pequeña? —dijo, negando con la cabeza, pero sonriendo divertida.
Pablo no respondió de inmediato. Simplemente la cubrió con la manta, y aunque su gesto fue suave y sencillo, había algo en su forma de hacerlo que la hizo sentir que se preocupaba de una manera profunda, casi protectora. Luego, sin presionarla, se sentó cerca de ella, pero sin invadir su espacio. Estaba a su lado, lo suficientemente cerca como para que ella pudiera sentir su presencia, pero no lo suficiente como para que se sintiera incómoda.
Marizza lo miró de reojo, sintiendo una extraña mezcla de calma y confusión. En su mente, todavía tenía tantas dudas, pero, de alguna manera, lo sentía allí, tan presente, tan tranquilo. Algo en su forma de ser, sin forzar nada, comenzaba a derribar las barreras que Marizza había levantado.
La televisión empezó a mostrar una película, pero ni ella ni Pablo prestaban mucha atención. Él solo estaba allí, a su lado, como si fuera lo más natural del mundo, sin esperar nada a cambio. Marizza se acomodó, sus pensamientos dispersos, pero la sensación de tenerlo tan cerca la hacía sentir algo extraño, algo que no había sentido en mucho tiempo.
Sin previo aviso, Marizza se inclinó un poco hacia él, impulsivamente. No fue una acción planeada, ni mucho menos algo que ella hubiera estado pensando. De hecho, ni siquiera estaba segura de lo que estaba haciendo. Pero algo en el aire cambió, una tensión suave y cálida, que la hizo acercarse un poco más.
De repente, sin pensarlo más, Marizza se inclinó hacia él y, con un movimiento rápido, lo besó. Fue un beso inesperado, sin anticipación, pero cargado de una emoción que había estado reprimiendo durante tanto tiempo. El sabor de la dulzura de los pastelitos que acababa de comer se mezclaba con la sorpresa de Pablo, que se quedó totalmente inmóvil al principio, sin saber cómo reaccionar.
Pero cuando sus labios se encontraron, el mundo a su alrededor desapareció. Marizza no pensó en nada más, solo en el calor que sentía al tenerlo tan cerca, en el instante que se estaba dando sin que fuera planeado. Cuando se separó, vio la expresión de Pablo, atónito, completamente sorprendido.
Él la miró, confundido, pero también algo emocionado.
—Marizza... —dijo, su voz suave, apenas un susurro.
Ella lo miró, su respiración aún agitada por la adrenalina del momento.
—No me mires así —dijo, con una ligera sonrisa, sin atreverse a mirarlo completamente a los ojos—. No es nada... Solo... no sé, tenía que hacerlo.
Y aunque él no dijo nada más, la respuesta estaba en su mirada: Marizza había dado el paso, sin esperar nada a cambio. Y en ese instante, ambos sabían que algo había cambiado, que el espacio entre ellos, aunque aún no completamente resuelto, había dado un pequeño paso hacia la reconciliación.
*******
La lluvia golpeaba suavemente contra las ventanas, llenando la habitación con un murmullo constante. Marizza yacía en la cama, con los ojos fijos en el techo, dejando que el silencio la envolviera por dentro. El día había sido intenso. Desde su desmayo en clase, todo parecía haberse vuelto más lento, más borroso, aunque la tensión aún vibraba en su cuerpo como un eco lejano.
Pablo había estado con ella todo el tiempo, hasta que Sonia y Franco regresaron. Los sorprendió encontrar a su hija dormida en el sofá, recostada su cabeza en los muslos de él, mientras Pablo le acariciaba los cabellos. Pablo les explicó lo que había ocurrido. Sonia, aunque alterada al principio, se tranquilizó al verla estable.
La relación entre ellos estaba en un punto nuevo. Se habían reconciliado, pero Marizza no dejaba de preguntarse si estaba siendo demasiado indulgente con él. Aun así, algo en su interior le decía que esta vez Pablo lo intentaba de verdad. Que necesitaba ese espacio, y que estaba dispuesto a llenarlo bien.
Estaba a punto de quedarse dormida cuando la puerta se abrió con suavidad. Pablo apareció en el umbral, empapado por la lluvia. Marizza no se sorprendió. No era la primera vez que él se colaba en su casa. Sonrió.
—¿Y vos qué hacés acá? —preguntó Marizza, sin reproche.
Pablo no respondió enseguida. Cerró la puerta con cuidado y se acercó a la cama. Se arrodilló a su lado, con esa sonrisa tímida que sólo le mostraba a ella.
—Vine a estar con vos —dijo simplemente.
Marizza lo miró con una mezcla de ternura y resignación. Le levantó la sábana sin decir nada, y se quitó la ropa empapada con movimientos lentos, antes de deslizarse bajo las sábanas junto a ella. Entrelazaron las piernas, compartiendo el calor de sus cuerpos, mientras el aire frío de la noche quedaba fuera.
Pablo apoyó la cabeza en su pecho, como si ese fuera el único lugar del mundo donde todavía podía respirar. Marizza no dijo nada. Solo deslizó los dedos por su pelo, en movimientos suaves, casi automáticos, como si su cuerpo supiera lo que él necesitaba.
El silencio entre ellos era espeso, lleno de todo lo que no se decían.
—¿Cómo estás? —murmuró él—. ¿Comiste?
Marizza tardo en responder.
—Mejor —dijo por fin, sin emoción, sin explicar—. Y sí. Comí.
Pablo asintió, su mejilla aún contra su pecho. Se notaba que no le bastaba la respuesta, pero tampoco quería presionar.
—¿Y vos? —preguntó ella, apenas moviendo los labios.
Él tardó unos segundos. Cuando habló, su voz se quebró un poco.
—A tu lado... siempre mejor.
El silencio volvió, pero esta vez era distinto. Un silencio que unía, que tejía puentes. Se quedaron así, acariciándose bajo las sábanas, respirando juntos. Sin pretensión de nada más, como tratando de recuperar la conexión que esos días habían perdido.
Fue Marizza quien lo besó primero. No fue algo planeado. Solo se inclinó y lo hizo. Un beso largo, suave, sin urgencias. Pablo respondió con el mismo cuidado, como si temiera romper algo frágil. Sus bocas se reencontraron, como si ese beso hubiera estado esperando desde hacía tiempo. Sus cuerpos se acercaron sin prisa, en un lenguaje que ya conocían. Las manos se buscaron, primero en los brazos, luego en la espalda. Caricia tras caricia. No había apuro. Era un reencuentro, una tregua.
Pablo se incorporó apenas para acariciar su rostro. La miró, buscando en sus ojos la certeza de que ella también quería eso. Marizza, con un susurro, lo confirmó:
—No te vayas.
Y ese "no te vayas" no hablaba solo de la noche. Era un pedido más profundo, era más bien un "no te alejes". Pablo lo entendió sin que hiciera falta preguntar.
Se besaron otra vez, más profundo. Afuera, la lluvia seguía cayendo. Pero adentro, el tiempo parecía haberse detenido.
Marizza se separó ligeramente, apenas unos centímetros, sus frentes aún unidas, respirando el mismo aire.
—No sabés lo que me hacés sentir —susurró Pablo, su voz grave, como un eco suave. Acarició su rostro con ternura, su pulgar deslizándose por la mejilla de ella. Era más que deseo. Era conexión.
Marizza abrió los ojos lentamente, encontrando los suyos. No respondió con palabras. No hacía falta. Su mirada lo decía todo. Pablo se inclinó para besarle la nariz, luego los labios, más intensamente. Un beso cargado de todo lo que no se habían dicho, de todo lo que aún sentían.
La rodeó con sus brazos, acercándola más a él, como si el espacio entre ellos fuera intolerable. Marizza se acomodó sobre su cuerpo, y él la abrazó fuerte, sus manos recorriendo su espalda con delicadeza, tirando de la ropa fina que aún los separaba. La boca de Marizza bajó por su cuello, dejando besos que encendían cada rincón de su piel.
La temperatura del cuarto subió con cada toque. Las ropas comenzaron a desaparecer. Marizza, con la respiración entrecortada, acariciaba el pecho de Pablo con una suavidad que contrastaba con la intensidad de su mirada. Sus ojos brillaban con deseo... y con algo más: vulnerabilidad.
Las caricias de Pablo se volvieron más firmes, pero siempre tiernas, como si quisiera demostrarle que no había presión, solo amor. Sus manos recorrieron sus caderas, sus curvas, sus pechos. La besó profundamente, como si quisiera prometerle que esa noche solo existían ellos. Sin juicios. Sin futuro. Solo el presente.
Bajó su boca por su cuello, su piel dulce y se deiletó con sus duros pezones, haciendo que Marizza gimiera suavemente.
Y, cuando Pablo comprobó que estaba lista, entró en ella, no sin antes agarrar un preservativo de su cartera. En ese momento, ya no podia contener el deseo, lo que sentían les desbordaba en sus cuerpos. Él no lo había planeado, no había ido a su casa con la intención de tener sexo con ella. Solo quería dormir a su lado. Pero las emociones hablaron más fuerte.
Se movieron despacio, entre susurros, caricias y palabras que nacían del alma. Marizza clavó sus uñas en la espalda cuando él aceleró sus embestidas. Pablo la miraba fijo, fascinado por esos ojos oscuros y su boca entreabierta. Marizza se movía con él, gimiendo más fuerte con cada movimiento. Hasta que él, entre jadeos, la miró con media sonrisa:
—Marizza... tenes que estar en silencio, ¿eh? Nos van a escuchar...
Ella, aún agitada, le lanzó una mirada divertida. Sonrió con picardía.
—Mira quien fue hablar... vos no sos silencioso precisamente —murmuró, riéndose en voz baja.
Esa risa suya lo desarmó. El deseo volvió a ganar terreno. Se besaron de nuevo, esta vez con más hambre, más necesidad.
Los movimientos se volvieron erráticos, primitivos. Marizza le mordía el cuello, le pedía más, más rápido en su oreja, y Pablo no podía negarse a la petición de su novia. Pero no tardo en sentirla deshacerse entre sus brazos, gimiendo contra su boca. La besó, tratando de callar ese sonido delicioso que lo volvía loco.
Minutos después, fue él quien la siguió, entregándose por completo. Y escondiendo su rostro en su cuello, donde le dio un beso que la hizo estremecerse. Marizza se acurrucó contra su pecho, su respiración aún desordenada. Pablo la abrazó con fuerza, besándole el pelo.
—Lo siento... esto no era lo que tenía en mente cuando vine —murmuró él entrecortado.
—Mentiroso —respondió ella, riendo.
Pablo bajó la mirada por un segundo, como si la risa de Marizza lo desarmara. Después de todo lo que habían pasado, tenerla así —desnuda, entre las sábanas arrugadas, con la piel aún tibia contra la suya— le parecía irreal. Acarició con la yema de los dedos en su espalda.
—No lo planeé, de verdad —susurró.
—Bueno... si me desmayo otra vez, esta vez va a ser tu culpa —bromeó ella con una sonrisa cansada—. Por toda la energía que me hiciste gastar.
Pablo se tensó por un instante. Se incorporó un poco, mirándola con seriedad.
—Ni en broma digas eso —dijo, casi en un susurro—. Me asusté demasiado.
Marizza lo miró con ternura, como si en su rostro aún quedaran rastros del miedo que había sentido. Alargó una mano y le tocó la mejilla con suavidad.
—Estoy bien, tarado.
—Ahora sí —murmuró él, inclinándose para besarle la frente.
Marizza lo miró desde la almohada, exhausta y feliz. Había algo en ese instante, entre la ternura y el deseo, que la dejaba sin defensas.
—¿Sabés qué pasa? —dijo, en voz baja, como confesando algo importante—. Que cuando estás así conmigo... me olvido de todo lo que dolió antes. Me olvido de por qué nos alejamos.
Pablo se incorporó apenas para besarle la frente, lento, casi con reverencia.
Volvieron a abrazarse. Esta vez no fue solo deseo. Fue amor, fue hogar. Como si, por un momento, bajo las sábanas y la lluvia, pudieran inventar una tregua.
Y entonces, solo entonces, Marizza cerró los ojos. Porque por primera vez en días, se sintió segura. En paz. Entera. Y Pablo, al escuchar su respiración calmarse, entendió que esa noche no fue un escape, ni un impulso. Fue un reencuentro.
****
El olor a ajo dorándose en la sartén llenaba la cocina, mezclado con el sonido de la música que salía de los altavoces del aparato de música del living. Marizza, con una cuchara de madera en una mano y un trapo en la otra, bailaba al ritmo de la canción como si estuviera en un videoclip. Movía las caderas, se reía, cantaba mal a propósito y daba vueltas como si nadie la estuviera mirando. Pero sí. Él la miraba. Todo el tiempo.
—Dale, movete, Bustamante. No podés ser tan aburrido —canturreó, antes de darle una palmada en su trasero y empezando a menearse exageradamente mientras fingía que la cuchara era un micrófono.
—Estoy cocinando. No ves que soy un chef muy serio. Esto es arte, che —respondió él desde la tabla de picar, sin poder evitar la sonrisa.
—Sos arte, sí... pero conceptual. Esos que nadie entiende, ni siquiera vos —le lanzó con picardía, y acto seguido le pintó la nariz con un poco de salsa de tomate—. Dale, sacate la cara de trauma existencial y bailá un poco, que estás más tenso que el cierre de mis jeans después de Navidad.
Él soltó una carcajada, se limpió con el dorso de la mano y dejó el cuchillo a un lado.
—Cuando explote la cocina no digas que no te avisé.
Ella subió el volumen del aparato, y antes de que él pudiera siquiera protestar, lo tomó de las manos y lo arrastró al medio de la cocina. Entre risas, lo hizo girar como si estuvieran en una pista de baile. Él se dejó llevar. Sin esfuerzo, sin resistencias. Como si ella fuera la única música que necesitaba.
Gritaron el estribillo de la canción, desafinando con orgullo, mientras sus cuerpos se acercaban más y más. En una de esas vueltas, él la sostuvo de la cintura. Ella apoyó las manos en su pecho, aún riéndose, aún jadeando de la risa, y entonces se miraron.
Solo un segundo.
Pero fue de esos segundos que lo cambian todo.
Sus sonrisas se apagaron despacio, como si supieran que lo que venía era otra cosa. Una pausa. Un vértigo. Un deseo viejo y nuevo al mismo tiempo.
Pablo deslizó una mano por su espalda baja y la alzó de un impulso, sentándola sobre la encimera, sin romper ese contacto de ojos. Marizza soltó una risita sorprendida, pero no apartó la mirada. Lo rodeó con las piernas, lo atrajo hacia ella con fuerza, con necesidad, con hambre. La falda se subió un poco, dejando al descubierto el suave contorno de sus muslos.
Él sintió la piel cálida bajo sus manos, la suavidad de la tela contra su piel, y el roce de sus piernas desnudas. Todo fue un impulso, una chispa encendida entre ellos.
El primer beso fue suave, casi tierno. Un roce de labios. Pero bastó ese toque para incendiarlo todo.
El segundo fue distinto.
Más profundo. Más crudo. Con lengua, con dientes, con la urgencia de los que ya se conocen pero igual se buscan como si fuera la primera vez. Las manos de él se perdieron bajo su camiseta, acariciando su cintura. Las de ella se aferraron a su nuca primero, a su pelo después, como si el contacto no fuera suficiente.
Marizza gimió bajo, sin despegarse. Él gruñó contra su boca. Sus cuerpos se apretaron aún más. El ritmo de la música ya no era el que los guiaba. Ahora era el latido. El deseo.
Ella le mordió el labio inferior con provocación. Él le respondió con un beso aún más lento, más cargado, con la concentración de quien quiere memorizar cada milímetro. Bajó la boca por su mandíbula, su cuello, sintiendo cómo ella se arqueaba hacia él, vulnerable y desafiante a la vez.
—Pablo... —susurró ella, contra su oído.
Él se separó un segundo para mirarla, con los ojos oscuros, la respiración agitada, el pecho subiendo y bajando con fuerza.
—Me volvés loco.
Y ella sonrió. Una sonrisa de esas que le desarman.
Se volvieron a besar. Esta vez más lento, pero más profundo. Como si supieran que, si se apuraban, se rompía la magia. Como si quisieran quedarse ahí para siempre. En ese instante donde el mundo era solo piel, aliento y ganas.
Y entonces...
—¡La puta madre! ¡La comida! —gritó Marizza de golpe, apartándose bruscamente, con los labios aún hinchados, el pelo revuelto y la mirada encendida.
Pablo se quedó parado, con la camiseta arrugada, el corazón a mil y una sonrisa estúpida en la cara. El humo salía de la olla como si hubieran invocado un espíritu culinario. Él corrió a apagar el fuego mientras ella abría las ventanas.
—¡Nos va a matar Mora! ¡Esto huele como si hubiéramos quemado un zapato! —dijo Pablo entre risas, agitando el trapo como si eso pudiera salvarlos del desastre.
—¡Esto es tu culpa! —respondió ella, señalándolo con una cuchara chamuscada —. Por ponerme tan nerviosa con esa boca. Casi nos quedamos sin cena.
—¡¿Mi culpa?! Vos sos la que baila como si estuviera en un videoclip de reguetón —le contestó Pablo, sacudiendo la tapa de la olla—. Me distrajiste. Sos jodidamente magnética. ¿Ves? No puedo cocinar si estás así de cerca. Hay que establecer una distancia de seguridad. Metro y medio, mínimo. - Dijo Pablo señalando el espacio que debía de haber entre ellos.
—Claro, claro... El típico caso de "me distraje porque mi novia está demasiado buena" —dijo ella con una sonrisa irónica mientras se acomodaba el pelo con dramatismo—. Te voy a poner una multa por acercarte a mí.
—Poneme lo que quieras... menos la cena quemada.
Volvieron a reírse como dos pibes que acaban de salvar un desastre. Mientras él intentaba resucitar la salsa con magia de último momento, ella puso la mesa con lo poco que no olía a quemado. Fue entonces que lo vio.
Un flyer doblado en el suelo, justo al lado de la puerta. Lo levantó con la ceja arqueada.
—¿Esto es tuyo? —preguntó, desenrollándolo.
Él se giró con la cuchara en la mano, como si estuviera armado.
—¿Qué es?
—"LA TIRABOMBAS – Un drama en tres actos. A tu tirabombas se le está por acabar la pólvora. ¿Estás listo para el estallido?" —leyó, riéndose—. ¡Es buenísimo! ¿Quién habrá escrito esto? Me re representa. ¡La tirabombas! O sea, me habla directamente.
Él se acercó, despacio. Sonrió. Pero era una sonrisa fingida.
—Capaz lo metieron por debajo de la puerta... propaganda o algo. Algún grupito de teatro alternativo.
—¡Si hacen una obra con ese nombre, yo voy! —dijo Marizza, dejando el flyer sobre la mesa—. Aunque si es un drama en tres actos, ojalá no me maten en el segundo.
Pablo no dijo nada. Tomó el papel, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo del pantalón.
No era una propaganda.
No era una obra de teatro.
No era casual.
Era él.
Era Sergio.
Y eso, Pablo lo sabía con una certeza que le calaba los huesos.
Pero no dijo nada.
La sensación de que, su pasado no solo lo alcanzaba, sino que estaba de vuelta con un propósito. Pero no podía hablar de eso. No podía romper la burbuja de normalidad que estaban intentando crear entre risas y caos.
En un intento de retener el momento, se acercó a Marizza desde atrás. La rodeó con los brazos, como si todo lo que pasara alrededor no fuera nada. La besó en la nuca con ternura, fingiendo que todo estaba bien. Pero sus pensamientos estaban lejos, recorriendo pasillos oscuros y amenazas.
Ella se apoyó contra él, sin imaginar lo que él estaba cargando en su interior. Cerró los ojos, disfrutando de la cercanía. Sus manos se entrelazaron sin pensarlo, como si este abrazo pudiera protegerlos de todo lo que estaba por venir.
Y aunque por fuera parecía un momento perfecto, adentro suyo, sabía que algo se estaba moviendo.
+++++++