Capítulo 24
13 de septiembre de 2025, 16:42
La lluvia caía fina, casi en susurros, mientras Pablo y Mora subían los tres escalones que llevaban a la puerta principal de la casa Colucci-Rey. No hacía frío, pero todo el aire estaba impregnado de hierba mojada.
Pablo se adelantó apenas para tocar el timbre, pero Sonia ya abría la puerta antes de que pudiera hacerlo. Su expresión era serena, pero los ojos estaban ligeramente húmedos.
—Gracias por ayudarnos —dijo Mora, con un intento de sonrisa.
Sonia tomó sus manos entre las suyas.
—No tenés que agradecer nada, Mora. Somos familia. En esto... estamos todos juntos.
Franco apareció detrás de ella, vestido con una camisa remangada, sin corbata, el rostro serio pero presente. Se acercó a Pablo y le puso una mano en el hombro.
—¿Todo bien, hijo?
Pablo asintió sin decir nada. Sus ojos eran un torbellino, y su mandíbula estaba tan apretada que le marcaba la línea del rostro. Franco notó la tensión, pero no insistió.
Fue entonces cuando Marizza bajó las escaleras.
Llevaba unos jeans rotos y una sudadera enorme que claramente le quedaba grande, una de él. Su pelo estaba recogido con prisa, como si no hubiera dormido en toda la noche, y sus ojos... sus ojos lo buscaban con una urgencia silenciosa. Bajó un peldaño tras otro sin decir palabra, hasta quedar frente a Pablo.
—Hola —dijo él, en voz baja, como si cada sílaba doliera.
—Hola, vos —respondió ella, suavemente. Se acercó, le rozó los labios con un beso ligero, casi tímido. Pero fue al separarse cuando lo notó: el cuerpo de él estaba rígido, el calor de su mano era frío. Y su mirada... ausente.
Se le quedó mirando un segundo más. No preguntó nada. Pero algo se le instaló en el pecho, punzante, incómodo.
Pasaron al salón, donde ya los esperaba el abogado de la familia de los Colucci, un hombre de unos sesenta años, de gesto cansado y mirada aguda. Había colocado varias carpetas cerradas sobre la mesa de centro.
Se sentaron todos: Sonia al lado de Franco, Mora junto al abogado, Marizza junto a Pablo. Aunque decir "junto" era generoso. Pablo se sentó con el cuerpo inclinado hacia adelante, los codos en las rodillas, las manos entrelazadas. Casi como si intentara no desmoronarse.
—Gracias por estar acá —comenzó el abogado, con voz grave—. Sé que estos días han sido difíciles. Y lo que tengo que decir no va a aliviarlos.
Guardó silencio un momento, como si dudara de por dónde empezar.
—Hace exactamente un año, logramos una condena importante contra Sergio Bustamante. Lo encarcelaron por corrupción agravada, malversación de fondos públicos y tráfico de influencias. Sabíamos que apelaría. Lo esperábamos. Pero la clave de esta nueva instancia era la causa que impulsamos paralelamente: la que por primera vez lo juzga no solo como político, sino como hombre. Como padre. Como esposo.
Mora bajó la vista. Sonia entrelazó sus dedos con los de Franco.
—Pablo y Mora hicieron algo valiente. Muy valiente. Entregaron informes psicológicos, peritajes, grabaciones íntimas, documentos médicos y testimonios bajo reserva. Fueron meses de trabajo para construir un nuevo frente legal. Este juicio iba a permitir mostrar la verdadera dimensión del daño que Sergio causó a nivel familiar y humano. Con eso... teníamos un 80% de probabilidades de mantenerlo encerrado. O más.
El abogado respiró hondo.
—Hasta hace tres días.
Un silencio denso se extendió en el salón. La lluvia afuera seguía su ritmo, indiferente.
—Las pruebas fueron filtradas. Las que Mora y Pablo entregaron con carácter confidencial. Todas. No fue una filtración del juzgado ni de la fiscalía. Fue alguien con acceso directo. Alguien que las entregó, deliberadamente, a la defensa de Sergio.
Franco frunció el ceño. Sonia exhaló con fuerza. Mora cerró los ojos por un segundo largo.
Pablo no se movió.
—La defensa ya presentó una solicitud de nulidad por violación al debido proceso. Alegan persecución personal, manipulación de pruebas y exposición indebida. Están construyendo un relato de "venganza emocional" que puede funcionar ante un juez conservador.
—¿Y qué significa eso en términos reales? —preguntó Sonia.
—Significa que pasamos de un 80% de éxito a menos de un 40%. Y si el juez acepta la nulidad, Sergio podría quedar en libertad condicional en menos de un mes.
El silencio ahora pesaba. Era denso. Duro.
Marizza seguía mirando a Pablo de reojo. Notaba que no decía nada. Que no pestañeaba. Que tenía los nudillos blancos de apretar las manos.
El abogado carraspeó.
—Y hay otra cosa. Pablo...
Él levantó la cabeza, por fin. Pero no dijo nada.
—Después de analizar los últimos movimientos de la defensa, y cómo están utilizando tu testimonio... creo que lo más sensato es que no declares esta vez.
—¿Qué? —saltó Sonia.
—Es por protección —aclaró el abogado—. Lo harían pedazos. No solo desviarían el foco, sino que podrían acusarlo de calumnias, incluso abrir una contra demanda. Su testimonio, hoy, sería más perjudicial que útil.
—Estoy de acuerdo —dijo Mora con rapidez—. Pablo ya dio demasiado. No tiene que volver a revivirlo todo.
Todos lo miraron.
Pablo no respondió. Solo asintió.
Levemente.
Se mordió el labio inferior con fuerza.
Marizza lo vio.
Y ahí lo supo.
Ese gesto. Ese silencio. Ese temblor.
Él ocultaba algo.
*******
Después de que Mora y el abogado se fueron, la casa quedó envuelta en un silencio denso, de esos que no calman, sino que laten como un segundo corazón. Franco se había encerrado en el estudio, Sonia se quedó mirando por la ventana del comedor con un té frío entre las manos, y Marizza... Marizza solo podía pensar en Pablo.
Lo había observado durante toda la reunión. Cómo apretaba la mandíbula cuando hablaron de los documentos filtrados. Cómo se le oscurecieron los ojos cuando el abogado le recomendó no testificar. Cómo se mordió el labio y bajó la mirada, sin discutir. No era como él. Y eso la inquietaba más que cualquier palabra dicha en esa sala.
Bajó a la cocina sin decir una palabra. Hilda le ofreció una tostada que ella rechazó con un gesto de la mano. Abrió la heladera y sacó dos latas de gaseosa. Cuando se dio vuelta, Hilda la estaba mirando con esos ojos suyos que todo lo ven.
—Tenelo cerca, nena —le dijo bajito, como si lo hubiera olido en el aire—. Cuando los hombres se encierran así, es porque están a punto de romperse o de hacer una locura.
Marizza no respondió. Subió las escaleras con paso firme, aunque por dentro sentía que tenía un nudo en el estómago. Se detuvo frente a la puerta, respiró hondo y empujó con la cadera. Pablo estaba exactamente como lo había dejado: en la punta de su cama, encorvado, con el cuerpo hablando lo que su boca se negaba a decir.
Pablo estaba sentado al borde de la cama de Marizza, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados. Llevaba una camiseta blanca ajustada que dejaba ver la forma de sus brazos, el pelo revuelto como si se lo hubiese pasado las manos mil veces —y de hecho, lo había hecho—. Tenía la mandíbula tensa. Sus ojos iban del suelo a la puerta del cuarto, nerviosos, como si esperara algo o a alguien.
Marizza apareció de golpe, con dos latas de gaseosa en las manos y su típica expresión de travesura. Sin decir palabra, le lanzó una de las latas a la cara con puntería discutible.
—¿Gracias por el intento de asesinato? —dijo Pablo, atajándola apenas a tiempo, aunque con una sonrisa que empezaba a relajarle la expresión.
—De nada —respondió ella, sentándose a su lado con las piernas cruzadas sobre la cama.
Se quedaron unos segundos en silencio. Se escuchaba a lo lejos la radio de Hilda en la cocina, sonando bajito, con un tango antiguo que flotaba como fondo. El sol se filtraba naranja por las cortinas, tiñendo todo de un calor suave.
-¿Cómo estás con el juicio?
-¿Sabes qué Marizza? No quiero hablar del juicio. Ni de mi papá, ni nada de eso. ¿Podemos hablar de otra cosa?
Marizza le sonrió y asintió. Bajó la mirada, jugando con la anilla de su lata, y entonces habló, con esa mezcla tan suya de soltura y vulnerabilidad:
—El otro día me di cuenta de algo.
Pablo alzó una ceja, divertido.
—¿Qué hiciste ahora?
Ella sonrió.
—No sé cuándo empezamos a salir realmente —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Fue cuando te bese para distraerte de Gloria y salvar a Nachito? ¿O cuando nos besamos en el aula y después por nuestro noviazgo falso? ¿O cuando nos pusimos de novios por tu maldita apuesta? ¿O esta última vez?
Lo miró, medio riéndose, mientras se encogía de hombros.
—¿Pablo, desde cuándo estamos juntos?
Él rió bajo, esa risa que le nacía del pecho, y negó con la cabeza, acercándose más.
—No lo sé... pero yo creo que desde que me besaste cuando salí de la cárcel, eso fue lo más real que tenemos. Sin mentiras, ni apuestas, ni nada. Todo lo de antes sí, forma parte de nuestra historia, pero hasta ese momento no estuvimos de novios oficialmente.
Ella asintió, sin quitarle los ojos de encima. Después bajó la mirada, y sus manos, que siempre eran seguras, empezaron a trazar círculos pequeños sobre la tela de la sudadera.
—La verdad es que no hacemos lo que las parejas normales hacen... tipo celebrar los meses o los años juntos. Capaz porque ni siquiera sabemos cuándo fue que empezó lo nuestro.
—Creo que nosotros somos todo menos normales —respondió él, acariciándole el muslo con los nudillos, como si no pudiera evitar tocarla.
—Eso es cierto...
Pablo sonrió, y ella tragó saliva, como si estuviera por soltar algo importante. Jugó con un anillo en su dedo pulgar, dándole vueltas.
—Marizza, ¿qué pasa? —preguntó él, ladeando la cabeza, mitad divertido, mitad tierno.
Ella respiró hondo, y al fin le sostuvo la mirada.
—Es que... te quería hacer un regalo. Me di cuenta de que no soy muy demostrativa y... vos me regalaste ese finde en el hotel, y todo eso, el anillo, y...
—No tenés que hacer nada —la interrumpió él enseguida, tomándole la mano. Su pulgar acarició el dorso con lentitud, y se detuvo en una pequeña cicatriz junto al nudillo, una que conocía bien.
—Igual me apetecía —susurró.
Pablo la miró de cerca, observando los detalles en su rostro. Marizza vaciló antes de continuar.
—Es que... creo que nos merecemos celebrar el tiempo que estamos juntos, ¿no? Y quizá es una boludez mía... en realidad no tiene mucho sentido, nada de lo que estoy diciendo —dijo bajito, hablando más para ella, nerviosa y trabándose. Pablo se rió, pero la voz de Marizza temblaba. Se mordió el labio, sus dedos inquietos se enredaron entre sí. Era raro verla así.
—No, no es una boludez —respondió él con suavidad, como si estuviera entendiendo la profundidad de sus palabras.
Se inclinó hacia un costado y sacó un paquete envuelto con papel rojo. Se lo dio. Él lo miró con una mezcla de sorpresa y risa en los ojos.
Cuando lo abrió, se encontró con una guitarra. Pero no una cualquiera. Era preciosa. Cuerpo de madera de cedro, cuello fino, cuerdas nuevas. Pablo la sostuvo como si fuera frágil.
—La busqué con Mora —dijo Marizza, tocándole la rodilla suavemente con los dedos—. Me dijo que esta era del modelo que habías querido hace años y que tu papá nunca te dejó tener.
Pablo no dijo nada. Tragó saliva. Pasó los dedos por las cuerdas, probó una nota que sonó cálida y honda.
Entonces vio la inscripción, grabada discretamente en la madera, cerca del clavijero:"Para cuando no sepas cómo decirlo con palabras."
El aire se volvió denso. Él bajó la guitarra, la dejó a un lado con cuidado, y la miró.
—Vení para acá —dijo en voz muy baja.
Marizza se acercó, sin decir nada. Cuando estuvo frente a él, Pablo le tomó la cara entre las manos, con los dedos acariciándole la mandíbula, el pulgar descansando justo bajo su labio inferior. Ella cerró los ojos un segundo, como si necesitara memorizar ese momento.
—Sos una rompepelotas, pero sos lo mejor que tengo —le susurró, pegando su frente a la de ella.
—Sí, eso ya lo sé.
Se rieron los dos, bajito. Después, se abrazaron. Pero no fue un abrazo cualquiera. Pablo la sostuvo con fuerza, con las palmas en su espalda baja, mientras ella le acariciaba el cuello con las uñas cortas. Los dos respiraban en el hueco del otro. Se quedaron así un largo rato, sin hablar. Solo piel, manos, y ese lenguaje mudo que ellos sí sabían hablar. Apoyó su cabeza en el pecho de él, y ahí se quedó.
-Asi que ahora querés que celebremos mes a mes- Pregutnó Pablo, haciendo reir a Marizza.
***************
Pablo empujó la puerta de entrada con el dorso de la mano. Tocó dos veces, firme. Esperó.
Nada.
Volvió a golpear, esta vez con los nudillos más apurados.
—¿Marizza?
Silencio.
Solo el canto lejano de unos pájaros, el rumor tibio de la tarde y el ladrido distante de un perro en la cuadra.
Ella le había dicho que estaría sola, incluso lo había remarcado, con ese tono casual pero cargado de intención que Pablo conocía muy bien.Una forma no tan sutil de decirle "vení, que podemos estar tranquilos... y solos".
Se habían despedido con un mensaje tonto, casi infantil: "traé algo dulce".
Él, por supuesto, había comprado medialunas.
Pero ahora... nada. Silencio. Y una sensación incómoda que empezaba a colarsele por el pecho.
Miró el celular, por si acaso. Sin mensajes. Ni una llamada perdida.
Giró el picaporte. Cerrado. Dio un paso atrás, la miró como si pudiera hacerla abrirse con la fuerza de su mirada. Pero no.
Volvió a tocar, más fuerte. Nada. Ni pasos, ni voces, ni ruido de tele.
Sin embargo, él conocía esa casa. La conocía como si también fuera suya. Cada rincón. Cada escondite. Cada sonido.
Y también sabía que si nadie le abría, había un plan B: la vieja ventana de la cocina, esa que Sonia siempre olvidaba cerrar del todo, como si lo esperara a él.
Rodeó el jardín trasero. Saltó el escaloncito de ladrillos del costado. Empujó la hoja de madera despacio. Crujió, como siempre.
Entró. El aire olía a ropa recién lavada y un perfume que le erizó la piel: el de ella.
Esquivó la silla que Sonia dejaba atravesada al lado de la heladera y se detuvo.No había voces. Solo un zumbido leve, como de ventilador. Y algo más... algo que vibraba en el aire, imperceptible. Dejó la bolsa de medialunas en le salón.
Frunció el ceño. Subió las escaleras despacio, apoyando primero la punta de los pies. El corazón le latía fuerte. El cuerpo le pedía silencio, como si adivinara que algo estaba por pasar.
Y entonces lo escuchó.
Un sonido sutil. Apenas un susurro entrecortado.
Gemidos.
Pero no cualquier gemido.
Esos gemidos.
Se detuvo frente a la puerta del cuarto. La madera entreabierta. Una rendija apenas.El corazón se le aceleró con un golpe seco, como si se hubiese dado cuenta tarde de lo que estaba por ver. Tomó aire, dudó un segundo. Y empujó.
La puerta se abrió apenas. Lo justo.
Lo que vio lo dejó sin aliento.
Marizza, estirada sobre las sábanas revueltas, con la camiseta subida hasta los pechos, dejando ver esa piel que él conocía de memoria. Las bragas tiradas en el suelo. Sus pezones estaban duros, vibrantes, como desafiando al mundo. Los muslos entreabiertos. Los dedos hundiéndose en su propio ritmo, acompasados, decididos.
Sus caderas se arqueaban en un ritmo lento, sensual, acompañando el movimiento de su mano. Se mordía el labio, con los ojos cerrados, completamente entregada. Soltaba gemidos cortos, temblorosos, como si no pudiera contenerlos. Como si estuviera buscándose con urgencia.
Pablo tragó saliva. La escena le golpeó el estómago. Le erizó la piel. Le encendió el cuerpo entero. Una mezcla brutal de desconcierto, deseo y una ternura salvaje.
Nunca la había visto así.Tan suya. Tan dueña.Tan hermosa.
Sin querer, soltó un suspiro. O quizás fue un gemido. O el leve crujido de su hombro apoyado en la puerta.
Marizza abrió los ojos de golpe, como si hubiese despertado de un sueño. Lo miró. Se cubrió instintivamente con la sábana. El cuerpo tenso, los labios húmedos, la respiración agitada. El pecho aún agitado, los ojos abiertos por la sorpresa, por el pudor. Las mejillas encendidas.
—¿Qué... qué hacés acá? —preguntó, en un susurro roto por la sorpresa.
Pablo levantó las manos, como si necesitara defenderse.
—Perdón... yo... vine a verte. Como habiamos quedado. Nadie abría. Entré por la ventana... como siempre. No sabía que...—se interrumpió, porque no podía dejar de mirarla.
Ella también lo miraba. Y algo cambió en su expresión. El pudor no se fue del todo, pero se volvió otra cosa. Un fuego nuevo, desafiante, asomando bajo las pestañas.
Luego, con los labios entreabiertos, le dijo:
—¿Me querés ayudar... o preferís huir?
Y esa pregunta, tan Marizza, tan cargada de fuego y desafío, le atravesó el pecho.
Pablo sintió el impulso de lanzarse, pero se contuvo. Se acercó despacio, como si la escena fuera frágil. Se sentó al borde de la cama, sin dejar de mirarla.
Ella seguía cubierta, pero sus ojos... sus ojos decían todo.
—Me vale con mirar —murmuró él, con voz ronca. Era cierto. Le bastaba con eso. Con verla así. Con saberla viva, libre, deseante.
Marizza se mordió el labio. Una mezcla de pudor, osadía, y ese fuego que siempre brillaba en ella. Después, con una lentitud desafiante, soltó la sábana. Dejó que cayera. Su cuerpo desnudo apareció como un secreto revelado: la piel suave, los pechos firmes, los muslos tensos aún por el deseo que no había terminado. Se abrió un poco más de piernas, como si lo invitara.
Su piel tenía un leve brillo. Había algo en su forma de moverse que era arte. Provocación sin esfuerzo.
—No sabía que eras un miron —dijo ella, bajito, con una sonrisa ladeada.
—No sabía que eras tan hermosa cuando estás así —respondió él, casi sin voz.
Ella se recostó de nuevo. Pablo tenía los ojos clavados en ella, y luego en su cuerpo. No había prisa.
—Seguí —susurró—. Como si yo no estuviera.
Marizza sostuvo su mirada un segundo más, como si midiera hasta dónde era capaz de llegar. Y entonces, con una lentitud casi cruel, llevó de nuevo la mano a su entrepierna. Cerró los ojos cuando volvió a adentrar sus dedos en su interior.
Sus dedos se movieron con precisión, con hambre. Su respiración volvió a acelerarse. Un gemido escapó de su garganta, más fuerte esta vez. Pablo sintió que el cuerpo le ardía. Pablo le acarició la pantorrilla, subiendo despacio, rozando la rodilla con la yema de los dedos. No fue invasivo.
La miraba como si fuera una obra de arte viva, palpitante. Esta vez lo sentía a él, al borde, respirando por ella.
Y lo excitaba.
Y ella se dejaba ver, sin esconderse, más libre que nunca.
Porque en ese cuarto no había vergüenza.
Marizza gemía. El cuerpo se arqueaba leve. La mano más rápida. Y él, al borde, sintiendo que podría perder la cabeza.
Cuando ella volvió a abrir los ojos, él estaba ahí.
Mirándola.
No necesitaban más.
No se besaron aún.
Solo se quedaron así. Ella entregada al fuego.
Él, consumido por verlo.
Marizza mantuvo los ojos cerrados unos segundos más. Su respiración se hizo más profunda, los labios entreabiertos, la espalda levemente arqueada. Pero lo que realmente lo desarmó fue que, en medio de ese vaivén, entre caricia y caricia, abrió los ojos... y lo miró.
Directo.
Sabiendo exactamente lo que hacía.
—¿Te gusta? —preguntó en voz baja, como si fuera un secreto.
Pablo no pudo responder. Solo asintió con la cabeza, tragando saliva. Sentía la mandíbula apretada, los dedos apretando sobre sus rodillas. La temperatura de su cuerpo subía como una marea imparable. Su erección apretándose fuertemente en sus jeans.
Ella esbozó una sonrisa apenas ladeada, esa que usaba cuando quería provocarlo, cuando sabía que lo tenía comiendo de la palma de la mano. Se humedeció los labios con la lengua y bajó la mano, más abajo todavía, con movimientos más firmes. Un gemido más claro, más suelto, escapó de su boca.
Marizza le sostuvo la mirada. Sin detener el ritmo, abrió más las piernas. Lo dejó ver todo. Se ofreció, con la tranquilidad feroz de quien se sabe deseada. Pero no lo tocó.
—¿Y si te pido que no me toques todavía? —preguntó, con una chispa peligrosa en los ojos.
Pablo apretó los dientes. Asintió, aunque le costaba horrores.
—Entonces no te toco —dijo, con voz ronca—. Pero no pares. Quiero verte. Hasta el final.
Marizza cerró los ojos y dejó que su cuerpo hablara. El pecho se le agitaba, dedos acariciando ese punto que le volvía loca y la otra mano se movía con hambre. A veces gemía su nombre. A veces sólo un suspiro. El cuarto entero parecía contener la respiración.
Y Pablo, ahí, al borde de la cama, la miraba como si se le fuera la vida en cada segundo.
Ella se tensó de golpe, los muslos temblaron. Un gemido más fuerte, agudo, le escapó de la boca. Y por un instante, fue luz. Desnudez pura. Belleza en estado salvaje.
Quedó tendida, jadeando, con una sonrisa satisfecha. Apenas abrió los ojos, vio a Pablo mirándola con los ojos dilatados, completamente entregado.
Respiraba agitada. Vulnerable. Hermosa.
—Ahora sí... ayudame —susurró ella, con la voz ronca, apenas audible, como si ese "sí" no solo hablara de su cuerpo, sino de todo lo que había entre ellos.
Pablo no esperó más.
Se arrastró por la cama como un animal hambriento y reverente. No con apuro, sino con esa urgencia que tiene lo contenido demasiado tiempo. Se colocó sobre ella, sin peso todavía, sus cuerpos a apenas milímetros de distancia. Marizza todavía tenía la piel erizada, el cuerpo latiendo, y una sonrisa torcida en los labios.
Pablo la besó en la mejilla, despacio. Luego en el cuello con una lentitud calculada. Luego en la clavícula.
La piel de Marizza se estremecía bajo cada beso. Bajó más, con los labios, con la lengua. Rozó apenas uno de sus pezones, que estaba duro, expuesto, latiendo como un corazón. Ella arqueó la espalda en respuesta, gimiendo suave.
La piel le sabía a calor, a deseo acumulado. Marizza entrecerró los ojos, le pasó las manos por la nuca, hundiendo los dedos en su pelo.
—¿Esto te calienta? —susurró ella, al oído, con voz rasposa— ¿Verme así?
—No sabés cuánto —dijo él, y sus labios fueron hacia su otro pezón.
Marizza se arqueó. Se le escapó un gemido inesperado, más suave que los anteriores, pero más profundo. Pablo lo escuchó como una oración. Le encantaba verla así: libre, desatada, entregada sin miedo.
Bajó la mano por su vientre, lento, como si cada centímetro fuera sagrado. No tenía apuro. Quería saborearla entera. Marizza lo miró, vulnerable y valiente a la vez, con los ojos entornados y la boca entreabierta.
—Seguí —le pidió, con los ojos cerrados, perdida en ese punto exacto donde el deseo deja de ser pensamiento y se vuelve necesidad.
Pablo la obedeció. Bajó por su vientre, dejando una estela de besos y calor. Cuando llegó entre sus piernas, la separó con las manos, despacio, como si abriera un regalo.
Ella estaba empapada.
Y él se lo tomó como un privilegio.
—Pablo...
—Shh... —le dijo él—. Hoy es todo para vos.
La besó ahí, primero con la lengua apenas asomando, como tanteando. Luego más firme, más profundo. Deslizó la lengua con ritmo, abriendo su cuerpo como se abre una flor en pleno verano. Marizza gemía, ya sin vergüenza, sin reservas. El cuerpo se le sacudía con espasmos suaves.
—Pablo... —susurró, y ese nombre salido de su boca temblorosa fue suficiente para que él se volviera adicto a cada movimiento, a cada sonido.
Metió dos dedos en ella mientras la lengua no paraba. Ritmo lento, luego más rápido, hasta que Marizza se mordía la mano para no gritar.
Cuando la sintió temblar, cuando supo que estaba a segundos de correrse, detuvo el ritmo.
—No... no pares... —rogó ella, con una voz que él nunca había escuchado así.
—Quiero que acabes conmigo adentro —le dijo, mirándola desde abajo, con los labios húmedos y los ojos cargados de deseo.
En tiempo record, Pablo se quito toda la ropa y agarró uno de los preservativos. Aunque se dio cuanta que debía comprar nuevos.
Subió sobre ella. Se acomodó entre sus piernas.
Y cuando la penetró, lo hicieron sin apuro.
Ella lo recibió con un gemido entre lágrimas. Como si lo necesitara para volver a vivir.
El ritmo fue lento al principio. Mirándose. Tocándose. Las manos de ella arañando su espalda. Las de él sosteniéndole el rostro, los pechos, la cintura.
Marizza lo apretaba con las piernas, marcándole el ritmo con la cadera, subiéndole el ritmo cuando ya no aguantaba más.
—Más —le pidió—. Más fuerte.
Y él obedeció.
Los cuerpos chocando. La habitación cargada de humedad y perfume. El calor era salvaje, pero el amor estaba debajo de todo. Cada embestida era una promesa no dicha.
Las respiraciones se mezclaron, los gemidos también. El cuarto fue testigo de algo más que sexo. Fue deseo, fue ternura, fue reencuentro.
Fue amor, crudo y real.
Cuando Marizza se vino, lo hizo con un grito ronco, quebrado. Se le tensó todo el cuerpo y se aferró a él como si se fuera a caer de un abismo.
Él la siguió segundos después, con un gemido contenido y tembloroso, vaciándose dentro de ella, con todo. Con el cuerpo, el alma, el pasado, el futuro.
Se quedaron así, pegados, con el sudor mezclado, los corazones desbocados y la piel aún temblando.
—¿Sabías que te amo? —susurró él, con los labios en su cuello.
Ella no contestó.
Solo lo abrazó más fuerte.
Como si tampoco necesitara palabras.
—¿Seguís pensando que me querés mirar nomás? —susurró ella, sonriendo contra su piel.
Pablo soltó una risa baja, cargada de deseo.
—No. Definitivamente no.
La abrazó con fuerza, como si quisiera retener ese instante para siempre, antes de que, entre besos robados y risas suaves, se perdieran camino a la ducha.
No pasó mucho tiempo hasta que llegaron Mía, Franco, Sonia e Hilda.Pablo y Marizza no dijeron nada, pero compartieron una mirada cómplice, un destello que sólo ellos entendían.Sonia los observó un momento, fijándose en lo más mínimo: el leve rastro de humedad en sus cabellos, la forma en que evitaban mirarse directamente. Y aunque no dijo nada, lo supo. No hacía falta.
Menos mal que no se habían adelantado.
*******
Desde hacía unas semanas, algo en la dinámica entre ellos había cambiado, como si el juicio que se acercaba estuviera afectando cada acto.
Pablo ya no aparecía de vez en cuando, como solía hacerlo. Ya no era ese ir y venir impulsivo, de pasar por la casa de Marizza cuando tenía ganas o cuando la necesitaba cerca. No. Ahora venía todas las noches. Sin falta. Como un ritual silencioso.
A veces llegaba muy tarde, pasada la medianoche. Otras, sorprendentemente temprano, sin decir palabra. Pero siempre aparecía. Siempre dormía con ella.
Al principio, Marizza lo atribuyó al juicio. A la presión, al miedo. Pero había algo más. Algo que no terminaba de encajar. Porque Pablo no solo estaba más tenso. Estaba distinto.
La buscaba con el cuerpo, con los abrazos, con el calor de su presencia. Pero no con el deseo de siempre. No la tocaba como solía hacerlo. No la provocaba, no la desnudaba con los ojos. Nada de eso. La abrazaba. Se acurrucaba. Dormía pegado a ella como si su cuerpo fuera una trinchera.
Y esa noche, fue igual.
Pablo llegó pasadas las doce. Abrió la puerta tras haber entrado por la ventana de la cocina, en silencio, subía las escaleras cuando todo estaba oscuro, como si no quisiera despertarla. Pero Marizza ya no dormía. Estaba sentada en la cama, con un libro en la mano que hacía rato no leía. Lo había estado esperando, aunque no lo admitiría.
—¿Todo bien? —preguntó sin moverse, con la voz suave.
Pablo asintió con un gesto apenas visible. Tenía la campera medio abierta, la remera arrugada, las ojeras más marcadas que nunca. Dejó sus cosas en una silla, se sacó los zapatos con desgano, los jeans, la remera y se metió directo en la cama.
No habló. No la miró.
Ella lo siguió con la mirada. Esperó que dijera algo, un comentario, una excusa, cualquier cosa. Pero no. Solo se recostó y abrió los brazos, como invitándola a que se acercara.
Marizza se metió bajo las sábanas, se giró hacia él y sintió cómo la envolvía. Su brazo la rodeó por la cintura. La frente de él se apoyó en su cuello. Y entonces, el suspiro. Ese suspiro largo, resignado, lleno de algo que no sabía cómo descifrar.
—¿Querés que te diga algo estúpido? —murmuró ella, buscando sacarle una sonrisa, aunque fuera chiquita—. Me estoy acostumbrando a esto. A que vengas todas las noches. Vas a tener que pagar la renta.
Sintió que él se reía por la nariz, apenas un soplido. No era una risa de verdad. Era más un reflejo, una forma de agradecer sin palabras. Y después, otra vez, el silencio.
Marizza se giró en la cama para mirarlo. Lo buscó con la mirada. Le acarició el pelo, como si pudiera calmarle el caos que se notaba en los ojos. Lo sentía presente, pero al mismo tiempo tan lejos...
Entonces, lo besó. No con ansiedad. No con hambre. Lo besó despacio. Pablo no respondió. No se apartó, pero tampoco avanzó. Solo la miró. Le acarició la mejilla con una dulzura que dolía. Y bajó la mirada.
—No puedo —dijo en voz baja, casi con culpa—. Hoy no.
Marizza lo observó en silencio.
Era raro. Inusual. Conociéndolo como lo conocía, ese rechazo no era normal. Pero algo en su gesto, en su forma de abrazarla, le hizo entender que no se trataba de ella. Ni de ellos. Se trataba de algo más profundo. Algo que lo estaba comiendo por dentro.
—Está bien —murmuró, sincera, sin reproches—. Igual me gusta que vengas.
Y entonces lo abrazó ella. Lo atrajo hacia su pecho, le acarició la nuca. Sintió su respiración acelerada, su cuerpo tenso, como si estuviera luchando contra un miedo invisible.
Él no dijo nada más. Solo se acomodó más cerca, enroscado, y la rodeó con sus brazos como si necesitara asegurarse de que estuviera ahí. Como si, por un segundo, dejar de tocarla significara perderla.
Marizza le apoyó los labios en la frente, suave. No insistió con preguntas. Sabía que algo le estaba ocultando, pero también sabía que él necesitaba ese silencio. Esa cama. Esa noche. Sin explicaciones.
Minutos después, sintió cómo su respiración se volvía más lenta. Más pesada. Más tranquila.
Se había dormido. Al fin.
Y ella se quedó despierta un rato más, observando el techo, con el corazón apretado y mil preguntas bailándole en la cabeza.
Sabía que algo estaba mal.Y sabía también que él, por más que no dijera nada, estaba intentando protegerla de eso.
De lo que fuera.
*********
La puerta se cerró con un leve clic que apenas rompió el silencio de la madrugada. Pablo entró descalzo, cuidando no hacer ruido, pero ya era tarde para disimular: la luz de la cocina estaba encendida.
Mora estaba sentada a la mesa con una taza de café entre las manos, en bata, despeinada, pero con la mirada tan despierta como si fueran las tres de la tarde.
—¿Otra noche en lo de Marizza? —preguntó sin levantar la voz, sin sorpresa.
Pablo se detuvo un instante. Se le notaba el cansancio en el cuerpo, en los hombros caídos, en la forma lenta en que colgó la campera del respaldo de la silla.
—Sí.
—Ya no es "de vez en cuando", ¿no? —añadió Mora, con un tono suave pero cargado de contenido—. Llevás casi tres semanas durmiendo allá.
Pablo no contestó. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago. Después se apoyó en la mesada, cabizbajo.
—No quiero meterme, de verdad... pero no puedo hacer como si no lo viera. No me hace gracia que salgas y entres de madrugada, pero tampoco te lo pienso prohibir. Solo quiero saber si estás bien.
—No sé si estoy bien, má. —dijo él, bajando aún más la mirada—. Pero sé que Marizza está mejor si yo estoy ahí.
Mora frunció el ceño, atenta.
—¿La estás cuidando?
Pablo dudó, y ese silencio fue más elocuente que cualquier respuesta.
—¿Es por tu padre? —susurró ella, como quien nombra a un fantasma.
Pablo apretó la mandíbula. No quería meterla en eso. Pero ya no podía ocultarlo todo.
—No puedo dejarla sola, má. Si llega a salir...
—No va a salir. —interrumpió ella, aunque sin mucha convicción—. No puede salir.
—La justicia no funciona como debería, ya lo sabemos. Desestimaron pruebas. Cambiaron al juez. El abogado nuevo es... peligroso. Y papá tiene contactos. Tiene plata escondida. Gente que todavía lo protege.
El silencio pesó un largo rato. Mora le dio otro sorbo al café ya frío.
—Si sale —dijo finalmente, con la voz quebrada pero firme—, tenemos que irnos. Nos vamos a Londres. No pienso vivir otra vez en la misma ciudad que ese hombre.
Pablo la miró de reojo.
—¿Conmigo?
—Con vos, si, vos venís. Tus hermanos siguen allá. Hay espacio, hay seguridad. Tenés un apellido limpio allá. Podrías empezar de nuevo.
—Marizza quiere ir a Nueva York a estudiar música. Lo estoy pensando.
Mora asintió. No sonrió, pero no se opuso.
—Es una buena opción. Pero si él sale, no quiero que te quedes en Buenos Aires. No lo voy a permitir, no por mí, por vos. No lo subestimes, Pablo. No creas que ya no tiene poder. Te odia. Te culpa. Y no va a parar.
—No voy a dejarla sola.
—Y no te pido que lo hagas. Pero si llega a pasar, si lo liberan, vamos a tener que decidir. Vos también. Porque yo no pienso compartir esta ciudad con ese tipo nunca más.
Pablo bajó la cabeza. La culpa le pesaba, pero más aún el miedo. Ese miedo de infancia, de adolescencia, que creía haber dejado atrás. Se acercó, le apoyó una mano en el brazo. Lo abrazó fuerte, como cuando era un nene perdido en la noche de una casa que siempre le quedaba grande.
—Vamos a estar bien —susurró Mora, pero no sonaba a promesa. Sonaba a consuelo.
Y en ese abrazo, él supo que el tiempo se estaba agotando.
*********
El ambiente en la sala del juicio estaba cargado de nervios y tensión. Las pruebas se sucedían una tras otra, los abogados discutían, y los ojos de todos los presentes se dirigían hacia el acusado: Sergio Bustamante, sentado en su lugar con la mirada fija, como si estuviera en su propio mundo. Alrededor de él, sus conocidos —Mora, Sonia, Franco, Tomás y Marizza— intentaban procesar cada palabra que se decía, cada movimiento de los abogados.
Pablo, al lado de Mora, sentía el peso del momento. No era la primera vez que veía a su padre en esta situación, pero la cercanía lo destrozaba. El murmullo en la sala se apaciguó cuando el abogado defensor de Sergio, con una mirada confiada, se levantó y pidió permiso para llamar a declarar al testigo clave: Pablo Bustamante.
La sorpresa recorrió como un relámpago a todos los presentes. Nadie esperaba que Pablo fuera llamado al estrado, especialmente después de que hubieran acordado que él no subiera al estrado. Las miradas se cruzaron, los murmullos se intensificaron.
Mora se giró hacia él, con una expresión mezcla de miedo y alerta. Sonia frunció el ceño, visiblemente incómoda. Franco entrecerró los ojos, clavando la mirada en Pablo con creciente desconfianza. Tomás parpadeó rápido, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando, y buscó a Marizza a su lado, que ya estaba completamente rígida.
Pablo caminó hacia el estrado con pasos firmes, pero su rostro revelaba tensión. El abogado defensor, con tono seguro, comenzó a hacerle preguntas.
—Pablo —empezó, mirando a la sala con una sonrisa medida—, ¿puedes hablarnos de tu relación con tu padre, Sergio Bustamante?
Pablo tragó saliva. Cuando miró a su padre, vio la sombra de una sonrisa en su rostro. Cerró los ojos un instante.
—Mi padre... —comenzó con voz firme pero tensa— ha cometido errores, muchos. Pero quiero decir que, a pesar de todo, siempre fue una buena persona. Me enseñó mucho, y aunque su comportamiento fue cuestionable en muchos momentos, eso no cambia lo que fue para mí. No puedo negar lo que viví con él.
El silencio que siguió fue como un golpe sordo. Las palabras parecían un disparo en medio de un funeral.
Marizza parpadeó, como si no hubiera escuchado bien. Se incorporó levemente, sus labios entreabiertos, completamente en shock. Mora giró bruscamente la cabeza hacia Pablo, su mirada llena de incredulidad, como si no lo reconociera.
—¿Qué estás haciendo...? —murmuró, apenas audible.
Franco dejó escapar una carcajada seca, incrédula. Sonia se cruzó de brazos, visiblemente tensa, y bajó la mirada como si ya no quisiera ver más. Tomás negó despacio, pero no desvió la vista de Pablo, como si tratara de encontrar alguna explicación entre sus gestos.
Pablo continuó.
—Mi padre siempre estuvo ahí para mí cuando lo necesité. Es un hombre que, aunque haya tomado decisiones malas, tiene sus virtudes. Y todo lo que ha hecho en su vida siempre fue para el bien de todos.
La sala estalló en un murmullo. La defensa sonrió satisfecho, mientras los fiscales intercambiaban miradas de desconcierto.
Marizza lo observaba fijamente, los ojos vidriosos. La rabia, la traición, la impotencia se le mezclaban en la garganta. Apoyó una mano en la banca frente a ella, como si necesitara sostenerse. Cada palabra que Pablo decía era un golpe, una puñalada en todo lo que habían vivido. En todo lo que ella había defendido por él.
Pablo la buscó con la mirada, queriendo encontrar consuelo, pero sólo encontró distancia. Marizza desvió la vista con frialdad. Su rostro era un muro, pero sus ojos gritaban. Gritaban por dentro.
Sin una palabra, se levantó.
Tomás intentó detenerla con una mano en su brazo.
—Marizza... —susurró, preocupado.
Pero ella ni siquiera lo miró. Se apartó con suavidad y caminó hacia la puerta. Todos los ojos la siguieron. Mora se llevó una mano a los labios, sintiendo que todo se deshacía. Sonia la observó con una expresión grave, dolida. Franco se giró en su asiento. Pablo, desde el estrado, la miró marcharse con un hueco en el pecho. Como si se llevara algo suyo con cada paso.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella con un golpe seco, la sala entera pareció contener la respiración.
Y en ese silencio espeso, sólo quedó Pablo, temblando levemente, enfrentando a todos.
Pero ya no había vuelta atrás.