Capítulo 25
13 de septiembre de 2025, 16:42
Pablo salió de la sala del juicio como sin alma. El nudo en la garganta empezaba a convertirse en un zumbido punzante dentro de la cabeza. Tenía las manos heladas, el cuerpo rígido, y sentía que cada paso que daba lo alejaba de sí mismo. Quería... desaparecer. Respirar. Pensar.O encontrarla. A Marizza. Su ausencia le quemaba el pecho. Había sacado el celular y tenía un mensaje escrito a medio terminar: "¿Dónde estás? Necesito hablar con vos." Pero no acaba de enviarlo. No sabía si debía. Conociendo a Marizza, era probable que ni le hablara.
Pero apenas giró en el pasillo lateral, se encontró con ellos.
Como una emboscada emocional.
Mora, de pie junto a la puerta, se llevó una mano al pecho al verlo. Su rostro estaba descompuesto, los ojos empañados por la sorpresa y la angustia.
Sonia, apoyada contra la pared, con los brazos cruzados y una expresión que oscilaba entre la furia y la incredulidad.
Franco, firme como una estatua, con la mirada dura clavada en su rostro.
Tomás, medio encorvado en un banco, se irguió en cuanto lo vio, como si lo hubieran despertado de un mal sueño.
Pablo se detuvo en seco.
Giró la cabeza, como buscando algo. O alguien. No estaba. Frunció el ceño apenas. Y volvió a mirar al frente.
—¿¡Qué carajo acabás de hacer!? —fue Tomás el primero en hablar, con una mezcla de rabia y desconcierto en la voz. Dio un paso al frente—. ¿Te volviste loco?
—¿Eso era parte del plan? —le siguió Sonia, entornando los ojos—. Porque si lo era, es una mierda de plan.
—¿Estás jugando a qué, Pablo? ¿A víctima comprensiva? ¿A hijo redimido? —disparó Franco con la voz tensa, casi como si le doliera hablar.
Pablo tragó saliva. Miró a cada uno de ellos, pero no detenidamente. Como si no pudiera sostener ninguna mirada demasiado tiempo. Bajó la vista, se frotó la nuca.
—No... no es lo que parece —murmuró, con voz opaca.Mientras hablaba, con la otra mano, el celular seguía visible. Abierto en la conversación con Marizza. Dudando.
—¿Ah, no? —dijo Sonia, dando un paso adelante—. Porque allá adentro pareció bastante claro: estabas defendiendo a un tipo que casi te arruina la vida. La de tu mamá y la de todos.
Pablo cerró los ojos un instante.Volvió a mirar el celular. Como si esperara una respuesta que no llegaba.
Mora lo miraba como si no lo reconociera.
—Pablo... hijo... —dijo en voz baja, dolida—. ¿Qué estás haciendo? Por favor, decime que hay algo detrás de todo esto.
Él no respondió. Volvió a tragar saliva.
—Tengo que ir al baño —dijo, sin expresión, dando medio paso hacia la izquierda.Pero antes de girar del todo, murmuró sin que nadie entendiera bien si hablaba con ellos o con él mismo—: ¿Dónde estás, Marizza...?
—¡¿Qué?! —reaccionó Franco, exasperado—. ¡¿En serio?! ¿Te parece momento?
—No necesito permiso —soltó Pablo, al borde del colapso, sin levantar la voz pero con el tono de alguien que está a punto de gritar si lo empujan un poco más.
—¡Ey! —Tomás lo detuvo, poniéndose en su camino—. ¿Qué te pasa, boludo? ¡Estás jugando con fuego!
Pablo lo esquivó sin mirarlo. Siguió caminando, más rápido ahora, hasta la puerta del baño. La abrió de golpe y desapareció.
El portazo quedó resonando unos segundos.
El grupo se quedó inmóvil.
—Esto no me huele bien —dijo Sonia, mirando a Mora.
—No —respondió Mora, sin despegar los ojos de la puerta cerrada—. No es él. Algo está tramando.
—¿Vos sabés algo? —le preguntó Franco, pero Mora negó lentamente.
—Nada. No me contó nada.
Tomás bajó la vista, visiblemente confundido.
—Si esto es parte de un plan... no me avisó a mí tampoco.
Se miraron entre sí, con esa sensación familiar y desesperante de haber perdido el control de algo demasiado importante.
*******
Pablo entró al baño vacío tambaleando entre el impulso y el colapso. Apenas cruzó la puerta, se sostuvo del lavamanos como si le faltara el suelo bajo los pies. Cerró los ojos con fuerza, buscando una bocanada de aire que no asfixiara.
Le temblaban las manos. Los labios. El alma. Tenía una presión en el pecho que no se iba ni con agua ni con gritos. Y, aun así, lo único que hizo fue suspirar. Un suspiro largo, contenido, lleno de todo lo que no podía decir en voz alta.
No sabía si tenía más ganas de vomitar o de llorar.
Abrió el grifo. Se mojó la cara. El agua fría no le hizo nada. Se miró al espejo. Los ojos rojos, las ojeras profundas, la mandíbula trabada.
Quería desaparecer.
Apenas un minuto después, la puerta se abrió y entró un señor mayor, canoso, con cara de lunes eterno. Le dedicó un gesto casi automático y se fue directo al urinario del fondo. Pablo asintió sin hablar. Bajó la cabeza. Se giró y, resignado, caminó hasta el urinario más alejado.
Se abrió el cinturón con dedos torpes. Cerró los ojos. Soltó el aire.
El alivio físico fue instantáneo. Lo otro... ni cerca.
Y ahí, justo entonces, la puerta se abrió de golpe con un crujido seco.
—¡¿Qué hacés?! —gritó una voz que conocía mejor que su propio reflejo.
Giró sobresaltado, con un espasmo que casi lo hace perder el equilibrio. No tuvo tiempo de reaccionar, apenas logró ladear el cuerpo, cubriéndose con un brazo, sin haber terminado del todo. El corazón le rebotaba en el pecho.
—¡Marizza! ¡¿Qué carajo...?! ¡Estoy meando! —dijo, con una mezcla de vergüenza, furia y puro desconcierto.
Ella no se inmutó, con los ojos encendidos, el ceño fruncido y esa energía incontrolable que lo enamoraba y lo volvía loco a partes iguales. Vestida para matar en un tribunal y claramente dispuesta a hacerlo. Había salido de la sala del tribunal con ganas de irse de allí pero necesitaba decirle de todo, y gritarle justamente como estaba haciendo.
—¡¿Qué hago acá?! —le devolvió con furia, avanzando hacia él como una tormenta—. ¡Vengo a buscar respuestas! Porque vos, allá afuera, hablaste como si tu viejo fuera un la mejor persona del mundo y no el psicópata que te reventó la vida.
—¡Estoy meando! ¡Literalmente meando! —espetó él, escandalizado—. ¿Podemos discutir esto en otro momento, no sé, uno donde no tenga los pantalones bajados?
—¿Y? No voy a ver nada que no haya visto ya —lanzó sin pensarlo, más por rabia que por realidad.
—Marizza... —gimió él, con la dignidad colgando de un hilo. Literalmente.
Pablo, todavía semioculto tras el panel, hizo un intento desesperado por terminar lo más rápido posible y cerrarse el pantalón.
—Dame... ¡un minuto! —pidió, entre dientes.
—No tengo un minuto —siseó ella—. Tengo un nudo en el pecho desde que te vi en el estrado. Y no me lo voy a guardar.
—Marizza, te juro... —dijo, tirando de la bragueta y dándose vuelta finalmente, cerrando el pantalón con brusquedad, sin siquiera haber terminado del todo de recomponerse.
-¡Sos un cínico!
En el fondo, el hombre mayor, canoso y resignado, terminaba de mear. Ni siquiera hizo contacto visual. Se giró, se dirigió al lavamanos como si ver una mujer gritando en el baño fuera parte de su rutina diaria. Probablemente no era la primera vez que presenciaba un drama ajeno en un baño público.
-Marizza...
—¿Vos me estás cargando? ¡Estoy intentando entender cómo después de todo lo que te hizo, subís ahí y lo defendés como si fuera Gandhi!
—No lo defendí, lo matiz—...
—¡No me vengas con "lo matizaste"! ¿Vos te escuchaste, Pablo? . ¡Es tu manera de decir que es un monstruo con corbata!
—¿Y qué querés que diga, Marizza? —espetó, finalmente alzando la voz—. ¿Que ojalá se muera preso? ¿Que no es mi papá? ¿Que me destruyó?
Ella lo miró fijo. Le dolía.
—No puedo creer que haya confiado en vos y que ahora me estés haciendo esto—murmuró, ahora con un tono más bajo, más sincero. Más dolido—. No después de todo lo que pasamos juntos.
Pablo tragó saliva. Dio un paso hacia ella.
—Necesito que confíes en mí —dijo, con la voz apenas por encima de un susurro—. Sé lo que estoy haciendo. No estoy jugando. No estoy defendiendo a Sergio. Estoy... moviendo las piezas.
—¿Qué piezas, Pablo? ¿El ajedrez de tu trauma?
Él soltó una risa amarga.
—Si todo sale bien, esto... esto podría ser el final. De verdad.
—¿Y si no sale bien? —preguntó ella sin dudar—. ¿Y si lo que hiciste no sirve? ¿Y si lo dejás libre? Por la boludez de dejarlo como un santo.
-Yo no me voy a quedar mirando cómo se lleva todo por delante. Esta vez tengo una carta. Y la voy a usar.
En el fondo, el hombre mayor se aclaró la garganta. Se había estado secando las manos durante toda la conversación, buscando el momento para interrumpir con algo de dignidad.
—¿Les molesta si me retiro? —dijo en voz queda, incómodo.
Marizza giró lentamente hacia él, le clavó los ojos y dijo, con voz seca:
—No. Adelante, señor. Disculpe. Estamos... discutiendo sobre ética familiar.
El hombre asintió como si le hablaran de política y salió sin decir nada más. Marizza volvió a mirar a Pablo. El pecho subiendo y bajando con fuerza. Los labios apretados.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo, al fin, en un tono mucho más contenido. Más... resignado. Como si en su interior aún quedara una chispa de fe—. Porque si esto sale mal... no sé si vamos a poder volver atrás.
Y justo antes de girarse para salir, se detuvo en el marco de la puerta y lo miró una última vez:
—Ah, y lavate las manos antes de salir... traidor.
Salió.
Pablo se quedó solo, con las palabras flotando en el aire y las manos todavía quietas.
*******
El coche de Mora olía a perfume floral y a cierta calma forzada. Pablo se hundió en el asiento trasero como si quisiera desaparecer entre la tapicería gris. Tenía la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventanilla, y los edificios pasaban como manchas difusas al otro lado, ajenos, indiferentes.
Tomás se sentó a su lado con un suspiro cargado de palabras no dichas, mientras Mora ajustaba el espejo retrovisor sin apurarse. El motor arrancó con un leve zumbido.
—¿Están bien abrochados? —preguntó ella, sin girarse.
Asintieron, y el coche se puso en marcha.
Pablo sentía la garganta cerrada, como si aún tuviera el eco de su padre retumbando dentro. Le quemaba en el estomago todas las mentiras. Pero lo que realmente lo desarmaba no era Sergio. Era el recuerdo de los ojos de Marizza mirándolo desde el fondo de la sala, con esa mezcla de incredulidad y algo peor: decepción.
La decepción de ella dolía más que todas las cicatrices invisibles que Sergio le había dejado.
—Che... —empezó Tomás, girándose hacia él—. ¿Vas a decirnos qué carajo fue eso allá adentro?
Pablo no contestó.
—Porque la verdad —insistió Tomás—, nos dejaste a todos con la mandíbula en el piso. ¿Qué fue ese show? ¿Ahora resulta que tu viejo es un padre ejemplar?
El tono sarcástico no era cruel, pero le pinchaba la herida.
Pablo cerró los ojos por un momento. Pensó en Marizza. En su cara cuando él empezó a hablar. Primero sorprendida. Luego confundida. Y finalmente, ese temblor en la boca que ella siempre tenía cuando estaba a punto de romperse y no quería que nadie lo notara.
La había perdido. Otra vez.
—No tengo ganas de hablar —murmuró, apenas audible.
—Ya, eso se nota —respondió Tomás con un bufido—. Pero nosotros fuimos a bancarte, boludo. Y vos salís con eso de que tu viejo no es tan malo. ¿Qué carajo te pasa?
Mora no dijo nada, pero Pablo sintió cómo se tensaban sus manos en el volante. El semáforo en rojo los frenó. El silencio era como un tercer pasajero, incómodo, sudoroso, pegado al asiento.
—Si esto es un plan —continuó Tomás, con voz más baja—, si estás haciendo algo para que lo hundan más... decilo. Al menos para que no pensemos que te quebraste.
"Me estoy quebrando", pensó Pablo. Pero no lo dijo. Porque si lo decía, se deshacía ahí mismo.
—No puedo —susurró.
—¿No podés o no querés?
Mora frenó el auto en una esquina y se quedó mirando por un momento hacia adelante, como si buscara una respuesta en el tránsito.
—Pablo —dijo, con esa voz suya tan tranquila que podía desarmar fortalezas—. Si estás callando algo para proteger a alguien... decímelo. No me expliques. Sólo... hacémelo saber. Yo soy tu madre.
Él tragó saliva. Marizza. Su nombre se le clavó en el paladar como una espina dulce. La veía otra vez en el banco del tribunal, la forma en que ni siquiera lo miró al salir. Lo peor no fue verla dudar de él. Lo peor fue que él tampoco sabía ya en qué creer.
—No tienen que esperarme —dijo, sin levantar la mirada del suelo—. No esperen nada.
Y lo decía también por ella. Porque si Marizza esperaba algo de él, iba a decepcionarla.
—Bueno... —suspiró Mora, buscando suavizar el ambiente—. Los acerco al colegio, ¿sí? Por lo menos que vean que estuvieron.
—Yo no tengo ganas de ir al colegio —dijo Pablo.
Fue una frase dicha al pasar, pero cargada de un cansancio profundo, de esos que no tienen que ver con el cuerpo, sino con el alma. Tomás lo miró de reojo. Mora no insistió. Solo desvió la ruta y siguió manejando en silencio.
Y Pablo... Pablo solo podía pensar en ella. En la forma en que se había alejado, en la posibilidad de que esta vez no la recuperara. En lo que él había dicho. En lo que había callado.
Y en todo lo que ya era demasiado tarde para explicar.
*************
El timbre sonó una, dos, tres veces. No era un llamado agresivo, pero sí cargado de ansiedad. Como si, detrás de ese toque, hubiera alguien que necesitara más que una conversación. Como si estuviera pidiendo entrar no solo a una casa, sino a un espacio del que había sido expulsado.
Luján, sentada en el sofá, levantó la vista apenas. Sabía quién era. Todas sabían. Pero nadie dijo nada.
Marizza ya se había puesto de pie. No dudó. Se acercó a la puerta, aún con la campera a medio quitar, el pelo enredado y los ojos cansados... pero con el fuego aún encendido. Ese fuego que él conocía mejor que nadie.
Abrió.
Pablo.
Parado frente a ella, con el rostro partido entre el miedo y la esperanza. Tenía las manos en los bolsillos, como si no supiera qué hacer con ellas. Tenía ojeras. Y tenía los labios resecos. Pero también tenía algo en los ojos... algo que gritaba.
—¿Podemos hablar?
Su voz era suave. Demasiado para todo lo que llevaba adentro. Como si supiera que, si hablaba más fuerte, se le rompía el alma.
Marizza no se movió. Se apoyó en el marco de la puerta y clavó la mirada en él. No lo iba a dejar pasar. Ni física ni emocionalmente.
—No.
Una palabra. Y todo tembló un poco.
Pablo dio un paso más cerca, pero se frenó. No se atrevía a invadir el umbral. No esta vez.
—Sé que no querés verme. Que estás... que estás con bronca. Pero no podía no venir. Tenía que intentarlo.
Ella respiró hondo. La mandíbula tensa. Las manos cerradas en puños suaves, pero latentes.
—¿Intentar qué, Pablo? ¿Explicarme por qué defendiste a tu papá como si fuera un pobre tipo incomprendido? —le espetó, sin levantar la voz, pero con todo el filo que podía cargar en cada sílaba—. ¿O mentirme en la cara otra vez?
Él negó con la cabeza, casi con desesperación. Tragó saliva.
—No estoy mintiendo, Marizza.
Silencio. Solo el sonido lejano de un colectivo pasando. Una vecina cerrando una ventana. El mundo seguía girando, pero ahí, en esa puerta, todo estaba suspendido.
—Yo... yo no sé cómo hacer para que me creas —dijo él al fin, con la voz rota—. Solo sé que tenía que venir. Que no podía quedarme con esto en el pecho.
Ella lo miró, y en ese momento, hubo un brillo de algo más. No ternura. No piedad. Memoria.
—Ya pasamos por esto, Pablo. No es la primera vez que tranzas con tu papá a cambio de que te dejé en paz—susurró, apenas. No necesitó decir más.
Y él lo entendió todo. El recuerdo le cayó encima como una bofetada: la última vez que su padre intentó manipularlo, comprándolo. El auto. El discurso. La ambición. Y él, cayendo en la trampa. Marizza lo dejó. No por orgullo, sino por convicción. Porque ella no podía estar con alguien que transaba, que dudaba de su norte.
Y ahora, ahí estaban de nuevo. Mismo punto. Mismo miedo.
—No es lo mismo —musitó él, con la garganta cerrada.
Pero ella ya no lo escuchaba. O no quería escucharlo. Sus ojos ya no eran ojos, eran escudos. Y sin embargo, debajo... el temblor seguía.
—¿De verdad creés que con venir a pararte en mi puerta todo se resuelve? —preguntó ella, más bajito, como si el dolor ya le ganara a la bronca—. ¿Que con decirme que "no es lo mismo" alcanza?
Pablo no sabía qué responder. No tenía argumentos. Solo la urgencia. Solo el deseo. Solo el miedo.
—Te estoy pidiendo una sola cosa —dijo, dando medio paso más, sin cruzar el límite—. Que mañana vayas al juicio. Que estés ahí. Solo eso.
Ella desvió la mirada. Por primera vez, pareció querer cerrar la puerta. No con violencia. Con cansancio.
—¿Para qué? ¿Para verte seguir con esta farsa? ¿Para tragarme otro discurso preparado?
—Para verme. De verdad —le dijo él, y por primera vez, sonó como alguien que ya no tenía a qué aferrarse—. Después, hacé lo que quieras. Podés borrarme, gritarme, no hablarme nunca más. Pero mañana... solo mañana, Marizza... confía un poco. Por última vez.
Silencio.
Ella bajó la cabeza. Las pestañas temblaban. Se mordió el labio. La mandíbula. Y cuando volvió a alzar la vista, ya no quedaba espacio para más palabras.
—Andate, Pablo.
No fue un grito. Ni un golpe. Fue... una despedida.
Él dio un paso atrás. La miró con los ojos rotos, como un nene al que le sacaron su único abrigo en invierno.
Y cuando la puerta se cerró, no hizo ruido. Pero adentro, algo se rompió. Otra vez.
********
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a ir al juicio mañana? —preguntó Mia, su tono reflexivo, mientras observaba a Marizza moverse de un lado a otro por la habitación.
Marizza dejó escapar un suspiro largo, como si cada palabra le costara más que la anterior.
—No lo sé... Pablo me insiste en que vaya, pero si sigue haciendo esto... —respondió, su voz quebrada por la incertidumbre. Estaba tan cansada de estar atrapada en este torbellino de emociones.
—Es que no entiendo nada, después de todo lo que le ha hecho. —Marizza sacudió la cabeza, buscando una respuesta que simplemente no encontraba.
Luján, que había estado observando en silencio, rompió el silencio con una calma extraña en su voz.
—Sabés que hay algo detrás, vos lo sabés. —dijo Luján con suavidad. —Quizá confíes en él... Su actitud ha sido medio rara desde hace tiempo, y aunque intuíamos que era por Sergio, ahora lo tenemos más claro. No sabemos qué está pasando, pero sí sabemos que no todo es lo que parece.
Marizza se quedó en silencio, procesando las palabras de Luján. Sabía que su amiga rara vez tomaba partido por Pablo, y que el hecho de que lo hiciera ahora significaba algo. Pero aún así, la confusión seguía nublando su mente.
Mia, como siempre directa, intervino en el momento justo.
—No es la primera vez que Pablo nos hace creer que está con su papá y después no lo está, con lo de Felicitas y todo el quilombo que se armó a final de año... —comentó Mia, haciendo que Marizza se detuviera a pensar en lo que acababa de decir. Sí, eso había pasado antes, pero esta vez parecía diferente.
Luján la miró a Marizza, asintiendo lentamente, como queriendo darle a entender que Mia tenía razón.
—Es cierto. —dijo Luján con calma. —Pero en este caso, tal vez las cosas sean diferentes. No podemos juzgar todo solo por su comportamiento. Si él te pide que vayas al juicio, tal vez haya algo más que te necesita contar. Algo que no sabemos.
Marizza sintió un nudo en el estómago. El pensamiento de confiar en Pablo otra vez la asustaba, pero al mismo tiempo, no podía ignorar esa sensación extraña de que tal vez no todo estaba tan claro.
Hubo un largo silencio, uno en el que Marizza parecía estar debatiéndose con ella misma. Finalmente, Mia, que había estado esperando su respuesta, le hizo una pregunta que flotaba en el aire sin ser mencionada hasta ese momento.
—¿Estás pensando en dejarle? —preguntó Mia, con la suavidad de quien teme preguntar, pero sabe que la respuesta puede ser crucial.
Las palabras de Mia hicieron que Marizza se detuviera por completo, como si ese fuera el momento que ella misma había estado evitando. Se quedó allí, en silencio, mirando a sus amigas. No sabía qué responder. ¿Estaba pensando en dejarle? La idea había cruzado por su mente, pero también el amor y la esperanza que aún guardaba en su corazón.
Marizza miró a Mia, luego a Luján, y respiró hondo. Sus palabras, aunque suaves, salieron con un tono de duda.
—No lo sé... —respondió, con la voz quebrada. —Es tan difícil, Mia. No puedo dejar de preguntarme si está todo tan enredado con su Sergio... Que no me cuente nada, que se comporte así... No sé qué pensar.
Luján la observó, más tranquila de lo que Marizza hubiera esperado.
—Mirá, yo esperaría a ver lo que te tiene que contar mañana en el juicio, y entonces decides. —dijo Luján, sus palabras siendo una especie de consejo claro pero sin forzarla a tomar una decisión. —Lo que sea que esté pasando, te lo va a decir. No podemos apresurarnos a decidir sin escuchar lo que tiene que decir.
Marizza asintió lentamente, aún sin una respuesta clara. No podía hacer una elección aún. El futuro seguía nublado, lleno de incertidumbre. La tensión estaba en el aire, palpable, y ella lo sabía.
Luján y Mia no dijeron nada más, sabían que la decisión de Marizza no era algo que pudieran influir fácilmente. La habitación quedó en silencio, y aunque las amigas estaban allí, en ese momento Marizza sentía que estaba más sola que nunca. Con el juicio al día siguiente, todo seguía colgando de un hilo.
***********
Pablo caminaba con las manos en los bolsillos, la mirada clavada en el suelo como si pudiera borrarse a fuerza de no mirar a nadie. El aire de la noche tenía ese filo húmedo que suele cortar más cuando uno ya viene herido.
Venía de la casa de Marizza. O mejor dicho, venía de perderla un poco más.
La discusión aún le zumbaba en los oídos. La forma en que ella se cruzó de brazos, con la mandíbula apretada y esa mirada de "no me mientas" que siempre lo desarmaba. No había gritos, ni reproches. Pero dolía más así, como cuando alguien se va sin cerrar la puerta.
Subió los últimos escalones hasta el portal de casa. El llavero colgaba de su mano, frío y metálico.
Entonces lo vio.
Una sombra apoyada dentro del portal, medio escondida en la oscuridad, como si dudara de su propio derecho a estar ahí.
Pablo se tensó.
—¿Guido?
El otro se enderezó, se sacó la gorra como un gesto automático, y dio un paso hacia él.
—Menos mal que llegaste —dijo, casi sin aire—. Necesito hablar con vos.
—¿Vos estás loco? ¿Qué hacés acá?
Pablo no se molestó en disimular el tono. Estaba agotado, saturado, con el pecho como si le hubieran puesto piedras dentro. Y lo último que quería ver era a alguien que formaba parte del pasado que más le dolía.
—No vengo a pelearme, boludo —dijo Guido, levantando las manos—. Sé que me mandé mil cagadas. Pero esto es importante.
—¿Ahora te importa lo que me pase? —Pablo soltó una risa seca—. ¿Después de decir que Marizza me lavó el cerebro? ¿Qué te pasó, se te acabaron los amigos o te mandaron de espía?
Guido tragó saliva. Se notaba que venía con algo encima. Que lo había pensado mil veces antes de venir. Que había decidido que el riesgo valía más que el orgullo.
—Es sobre tu viejo.
Pablo dio un paso atrás, como si la sola mención de Sergio le diera arcadas.
—No me interesa.
—¡Pará! —insistió Guido, acercándose un poco más—. Escuchame, por favor. Solo un minuto.
Pablo no se movió. Pero tampoco entró. El frío empezaba a calarle en la espalda.
—Dale. Hablá.
Guido bajó la voz. Miró a los costados, como si temiera que alguien los estuviera escuchando.
—Tu viejo no está solo en esto. Hay alguien más que le está pasando información. De vos. De Marizza. De Mora. Del juicio.
Pablo frunció el ceño.
—¿Qué decís?
—Jimena.
Una sola palabra.
Una explosión silenciosa en la cabeza de Pablo.
El silencio que siguió fue tan pesado que ni el crujido de la madera bajo sus pies lo rompía. Solo se oía su respiración, cada vez más agitada. Como si le costara entender que ese nombre, justo ese, apareciera ahora.
—No puede ser.
—Puede. Y es. Yo... escuché cosas. Sé lo que esta ocurriendo y porqué hoy en el juicio has dicho lo que has dicho. Y todo está conectado, Pablo.
Pablo negó con la cabeza, pero no con convicción. El mundo se le desordenaba otra vez.
Jimena.
Su obsesión. Sus celos. Su presencia constante. Su forma de aparecer justo donde no debía.
Las piezas empezaban a encajar.
—¿Por qué venís a decirme esto ahora?
Guido lo miró a los ojos. Sin rabia. Solo con culpa.
—Porque me equivoqué. Y porque no quiero que te destruyan más. Ya te hicieron mierda suficiente, loco. Y si vos caés, Marizza también cae. Y eso... eso no me lo voy a perdonar nunca.
Pablo apretó la mandíbula. Sintió una punzada en el estómago. Como si alguien acabara de confirmar lo que él se había negado a aceptar.
Marizza estaba en peligro.
Otra vez.
Por su culpa.
—¿Tenés pruebas?
Guido negó con la cabeza.
—Tengo esto. Estoy seguro de que te servirá para el juicio.
Guido le dio un sobre, con algo dentro. Pablo lo agarró y poyó la frente contra la puerta sin abrirla. Cerró los ojos.
—Esta bien. Gracias, Guido, pero si esto es mentira, Guido... no vuelvas a cruzarte conmigo.
El otro asintió, aliviado. Como si llevara horas conteniendo el aire.
Y se fue caminando, sin mirar atrás.
Pablo lo vio alejarse.
Después abrió la puerta de su casa.
Pero no entró.
No todavía.
Porque en ese instante, lo único que deseaba era ver a Marizza y decirle que esta vez no se iba a callar nada.
Ni siquiera su miedo.
*******
Pablo estaba solo en su habitación, la cabeza llena de pensamientos confusos y el corazón aún latiendo rápido por todo lo sucedido en el juicio y la conversación con Guido. Se tumbó en la cama, mirando al techo, cuando de repente sonó su teléfono.
Era un mensaje, y lo reconoció al instante.
Pablo lo abrió con rapidez. Su expresión cambió ligeramente mientras leía el texto.
Al principio, un suspiro de alivio escapó de sus labios. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, y la información que Guido le había dado —esas pistas valiosas y cruciales— también contribuyó a que se sintiera más tranquilo. Aunque el peligro todavía acechaba, él ahora sabía cómo manejar la situación.
Sin embargo, había algo que aún lo mantenía inquieto. Marizza.
Pablo dejó el teléfono en su pecho y cerró los ojos. Pensaba en ella, en lo distante que se había mostrado durante todo el día, en cómo se había apartado sin decir palabra alguna, ignorándolo completamente. Se le hacía difícil pensar en todo lo que había pasado y en lo que se estaba jugando.
¿Estaría ella dispuesta a aparecer al día siguiente? Aunque todo parecía estar a su favor, sentía un nudo en el estómago. ¿Y si no llegaba al juicio? ¿Y si su relación ya estaba rota por completo? Había demasiada incertidumbre, y lo peor de todo era que, aunque tenía el control de la situación, no sabía si eso sería suficiente para que ella lo perdonara, o si, a pesar de todo, ella decidiría que no valía la pena.
¿Cómo podía arreglar lo que había roto?
El plan estaba funcionando. Tenía las pruebas necesarias y el respaldo de Guido, pero nada de eso le quitaba la ansiedad de saber si Marizza estaría a su lado en el juicio, dispuesta a apoyar todo lo que él estaba haciendo. O si, en su lugar, simplemente desaparecería para siempre.
Guardó el teléfono en su bolsillo y se levantó de la cama con una expresión decidida, pero llena de inseguridades. Sabía que el juicio lo llamaba y que, de alguna forma, todo iba a resolverse. Pero las dudas sobre Marizza, sobre lo que realmente pensaba y sentía, no podían desaparecer tan fácilmente.
Lo único que podía hacer era esperar que, al final, la verdad y su esfuerzo fueran suficientes. Aunque sabía que, quizás, el mayor desafío sería que Marizza estuviera allí con él, al final de todo esto.
********
El murmullo es constante, incesante, como un enjambre de pensamientos ajenos que no dejan a Pablo concentrarse. Se sienta, pero no deja de girar la cabeza hacia la puerta. Mira el reloj. La sala está casi llena otra vez. El receso terminó. Los jueces regresan a sus puestos. Los abogados se preparan. Pero ella no aparece.
Sus piernas tiemblan. Los nudillos se le ponen blancos de tanto frotarse las manos.
Mora, sentada a su lado, lo observa de reojo. Le habla en voz baja, con esa mezcla de preocupación y contención que solo una madre puede lograr.
—¿Estás bien?
Pablo no contesta al principio. Solo traga saliva y asiente con la cabeza. Pero sus manos lo delatan. Se aprieta las palmas, se pasa los dedos por el pelo, como si necesitara anclarse a algo, a alguien.
Y entonces, como si el universo escuchara su desesperación muda, la puerta se abre.
Marizza.
Aparece de pronto, caminando con firmeza, aunque sus pasos no suenan. Se desliza por el pasillo hasta tomar asiento en la segunda fila. Tomás se sobresalta al verla. Ella no lo mira. Solo fija los ojos al frente, con una tensión contenida en cada músculo del rostro.
Pablo la ve. Su cuerpo se tensa, pero su pecho también se expande, como si, por fin, pudiera respirar.
No sabe si ella lo escuchó antes. No sabe si está ahí para él. Pero verla... cambia algo.
El juez carraspea. El murmullo cesa.
El abogado defensor se levanta.
—Su señoría, durante el receso hemos recibido una prueba inesperada. Alguien dejó un paquete con una nota anónima. Contiene una grabación que consideramos crucial. Solicitamos permiso para presentarla.
—¿De qué se trata?
—Es una conversación entre el testigo Pablo Bustamante y el acusado.
El juez lo autoriza con un gesto breve. Los murmullos regresan por un segundo y luego mueren.
—Solicitamos que el testigo Bustamante regrese al estrado.
Pablo se incorpora. Mira a Mora, que ahora no intenta frenarlo. Solo lo mira con un miedo.
Cada paso hacia el estrado parece más pesado que el anterior. Como si supiera que lo que está por decir va a romper algo. O a salvarlo.
Marizza lo sigue con la mirada. Y aunque no entiende del todo por qué está ahí, algo dentro de ella —una punzada, una intuición— le dice que esto no es casual. Que hay una razón. Que Pablo... le está diciendo algo, incluso sin hablar.
La asistente judicial coloca una grabadora antigua sobre la mesa. El juez asiente.
—Adelante —indica el juez.
El botón "play" se hunde con un clic seco.
Suena estática.
El botón play se presiona y el sonido estático llena la sala como un zumbido de avispa.
Pablo (grabación):—¿Qué querés?
Sergio (grabación, frío, casi burlón):—¿Recibiste mi mensaje?
Pablo (grabación):—¿Cuál?
Sergio (grabación):—La obra de teatro... La Tirabombas.
Marizza se queda helada. El nombre la atraviesa como una puñalada. Sus ojos se abren de golpe. Tomás la mira, desconcertado, pero ella no dice nada. Solo baja la vista... y recuerda.
La imagen es clara en su mente: ese flyer arrugado en el suelo de la casa de Pablo, con una tipografía teatral, aparentemente inofensiva. El título le pareció ridículo en su momento. Pero ahora... lo entiende todo. La Tirabombas. Así le decía Sergio cuando hablaba de ella. Despectivo, cruel. Una amenaza escondida a plena vista, que ella no entendió, pero que Pablo sí. ¿Cuántas más amenazas no había entendido?
Los asistentes del juicio se miran entre sí, sin comprender el peso de ese título. Sonia frunce el ceño. Franco, confundido, mueve la cabeza hacia Mora como preguntando en silencio si sabe de qué están hablando.
Solo Pablo, desde el estrado, se mantiene en silencio, con el cuerpo en calma. Sus ojos vuelven a posarse en Marizza un segundo, fugazmente, pero con intención.
La grabación continúa.
Pablo (grabación):—Sí, lo recibí. Pero esto no era lo que arreglamos. Yo cumplí mi parte, ¿entendés? Te entregué todo. Todos los documentos del juicio. Todo lo que te podía incriminar. Con una sola condición:
(Silencio breve.)—No te acercás a mi vieja. No tocás a Marizza. No las jodés más.
(La voz se endurece, tiembla de rabia contenida.)—Y no lo estás haciendo. Si volvés a romper ese trato... te juro que esta vez voy a hablar. Y no me va a importar lo que cueste.
Y ahí, el mundo se detiene.
El silencio es tan absoluto que duele.
Marizza ahoga un sonido que no alcanza a salir. Es un gemido bajo, casi imperceptible, que nace de su pecho, como si de golpe le hubieran arrancado una capa de su alma. Sus ojos se quedan fijos en el suelo. Pero en su mente, el mundo da vueltas, se tambalea, se desmorona y se reconstruye a una velocidad vertiginosa.
La imagen de Pablo, su frío distanciamiento, su extraño comportamiento, todo empieza a hacer sentido, pero de una forma que duele profundamente. Ella no puede moverse. No puede hablar. Solo siente cómo el peso de la verdad la aplasta, sin piedad.
Sonia abre los ojos, como si algo se hubiera soltado dentro de ella. Mora se lleva una mano a la boca. La sorpresa y el dolor la invaden al instante, pero lo que predomina es el temor. Temor de lo que su hijo ha hecho. Temor de lo que ha sido capaz de sacrificar, el costo que ha pagado por esta lealtad, por esta protección silenciosa.
La mano sobre su boca es el reflejo de la angustia de una madre que se da cuenta que su hijo no solo ha cargado con el peso del juicio, sino con el de unas amenazas.
Tomás, boquiabierto, gira hacia Pablo con los ojos cargados de una mezcla de asombro, dolor y respeto.
Nadie sabía eso.
Nadie sabía que Pablo había traicionado la causa... para protegerlas.
Nadie entendía por qué se alejaba. Por qué se encerraba en sí mismo. Por qué parecía rendido.
Ahora, todo empieza a encajar.
Y Marizza lo mira.
Ya no con rabia. Ya no con dolor.
Lo mira con una intensidad que quema. Como si por fin viera al verdadero Pablo. El que no supo cómo explicar nada, pero que siempre, siempre, intentó protegerla.
Pablo respira hondo. Mira a su madre. A Marizza. Y por primera vez en mucho tiempo... no se esconde.
Y mientras la sala contenía el aliento, las piezas estaban empezando a encajar.