Capitulo 26 (parte 1)
13 de septiembre de 2025, 16:42
—¿Él... robó los papeles del juicio? —susurra Mora, como si no pudiera creérselo.
Pablo sigue quieto. Sabe que ese momento tenía que llegar. Y lo sostiene con una serenidad que desconcierta.
Sergio (grabación, con una risita baja):
—Una verdad a medias, ¿no? Según me cuentan, querías traicionarme, ¿es así? Creías que podías librarte de mí, ¿verdad? Pues alguien tuvo que recordártelo de una manera más convincente. Ya sabés, con un par de golpes. Para que no olvidaras quién manda acá.
Pablo (soltó con ironia):
—Y ni te importa, ¿verdad, papá? Qué peguen a tu hijo... como siempre, ¿no? Lo único que te importa es tu maldito orgullo.
Mora reprime un gemido al darse cuenta que todo lo que le pasó fue por Sergio. Lleva la mano a la boca, cubriéndose los labios como si algo dentro suyo se quebrara. Marizza esta sentada a su lado escuchando la conversación inquieta y con un nudo en la garganta. No puede evitar mirar a Pablo quien parece impasible.
Pablo (grabación, voz temblorosa):
—No voy a hacer nada más. No sé qué esperas, papá, pero esto se termina aquí. No tengo más que decirte. Ya no quiero saber nada de ti.
Sergio (grabación, cortante):
—No, Pablo. Esto no termina aquí. Vas a hacer lo que te diga, o las cosas se van a poner mucho peor. Y no solo para ti, sino para ella. Si no testificas a mi favor, si no me ayudas... sabes lo que pasa si no sigues mis órdenes. Ella lo va a pagar.
Marizza, que hasta ahora había permanecido completamente en silencio, se inclina ligeramente hacia adelante, sin parpadear. Sus labios se aprietan, la tensión en su cuerpo es palpable.
Pablo (grabación, voz rabiosa):
—¡Déjala en paz!
Sergio (grabación, con tono venenoso):—¿Sabes qué? Tal vez te interese saber lo que hemos dejado en tu mochila. Por si no te has dado cuenta, estamos en todos lados, incluso cuando estoy entre rejas. Puedo entrar en su casa cuando quiera. Ya tengo todo lo que necesito para asegurarme de que Marizza no estará a salvo.
Un crujido sordo resuena en la grabación, como si Pablo estuviera manipulando algo. Un segundo después, el sonido de una cremallera deslizándose rompe el silencio.
Pablo (grabación, voz baja, casi susurrando pero con rabia):
—¿Qué mierda es esto?¿Cómo... cómo entraste en su casa?
Sergio (grabación, tono venenoso):
—¿Hace falta que te lo explique? Son fotos de Marizza durmiendo, en su cama, en su cuarto. Muchas fotos, todas tomadas mientras ni se daba cuenta. Y es que gracias a vos, Pablo, sabemos cómo entrar en su casa sin que se dé cuenta. A través del a ventana de la cocina, ¿verdad? Y no solo eso, también tenemos algunas más. Donde vos salís ... sí, vos, curtiendotela. Curte bien la mina. ¿eh?
Marizza, se tensa de inmediato, como si las palabras le golpeara directamente en el pecho. Sus músculos se endurecen, y su mano se cierra con fuerza sobre el borde del asiento, temblando de rabia y de vergüenza a partes iguales.
-Hijo de ... -susurra.
-Marizza... -Le advierte Tomas para no montar un escandalo.
No es solo que las fotos hayan violado su privacidad: es que lo que Sergio ha hecho con ellas es una amenaza directa. Marizza siente un escalofrío recorrerle la espalda. En ese momento se da cuenta de que ha estado vigilada todo el tiempo. En su propia casa. En su habitación. Mientras dormía. Mientras mantenía relaciones con Pablo.
Y ahí empieza a entender tantas cosas. Entiende por qué Pablo ha estado durmiendo en su casa durante las últimas semanas, protegiéndola. Por qué no ha querido tocarla de esa forma en esos días. Por qué, aunque dormía a su lado, lo hacía casi sin dormir.
La estaba protegiendo.
Pablo (grabación):
—Déjala en paz... esto es entre vos y yo. Esto no fue lo que acordamos.
Sergio (grabación, implacable):
—No, Pablo. Esto es por ella, no te engañés. Ella te ha manipulado, te ha hecho creer que puedes enfrentarte a mí. Todo lo que has hecho, cada paso que has dado, ha sido por ella. Creíste que podías liberarte de mí, pero vas a ver que eso no es posible. Si no haces lo que te pido, si no testificas a mi favor, ella va a pagar por todo. Nos la vamos a llevar, Pablo. Y esos hombres... te aseguro que van a disfrutar de ella. Por lo que han visto en vuestros encuentros, saben que es buenísima. Y si no sigues mis órdenes, nos la vamos a llevar.
Pablo (grabación, su voz quebrada, casi un susurro de desesperación):
—Si le haces algo, te juro que te destruyo. No me importa nada más. No la toques, no la mires.
Sergio (grabación, con tono de amenaza firme y definitiva):
—No me obligues a demostrarte lo que soy capaz de hacer. Te va a costar mucho más que tu alma si no haces lo que te pido.
Un silencio denso se cuela en la grabación, como una grieta que se abre lentamente en la pared del dolor. Se escucha apenas el roce irregular de la respiración agitada de Pablo, como si el aire le quemara los pulmones. Es un sonido áspero, contenido, el de alguien que está peleando consigo mismo, librando una guerra invisible entre el orgullo y el miedo, entre el amor y la desesperación.
Mora siente que el corazón se le encoge. Su mano vuela instintivamente hacia sus labios, como si pudiera contener el dolor que la atraviesa al escuchar a su hijo tan vulnerable, tan quebrado.Nunca antes lo había oído luchar así, ni siquiera de niño, y el solo sonido de su respiración la destroza por dentro.
A su lado, Marizza permanece inmóvil, pero su cuerpo vibra de tensión. Cada jadeo contenido, cada respiro roto de Pablo es como una puñalada directa a su pecho. Siente sus ojos llenarse de lágrimas, pero no las deja caer; no ahora.
Porque lo que escucha no es debilidad:Es amor.Es miedo.Es el peso de alguien que está dispuesto a sacrificarlo todo por protegerla.
Durante unos segundos, no hay palabras. Solo el eco sordo de su impotencia. Se puede imaginar su puño cerrado, los dientes apretados, la rabia y la humillación retorciéndose en su pecho como un animal herido. La elección que se impone no le deja salida: destruirse a sí mismo o permitir que la toquen a ella.
Cuando finalmente habla, su voz ya no tiembla. Es odio.
Pablo (grabación):
—Sos despreciable... —escupe, cada palabra pesada como plomo.
El sonido golpea la habitación como un latigazo. Marizza contiene el aliento.
El filo de la voz de Pablo le corta la respiración, como si en ese instante pudiera sentir el dolor, la rabia, la humillación que lo habían llevado a ese límite. No es solo la palabra. Es la forma en que la escupe, cargada de todo el odio, el miedo y el amor que le quedan.
Pablo ya no está tratando de negociar. Está advirtiendo. Está amenazando.
Y aunque la frase siguiente aún no ha salido de su boca, Marizza ya lo sabe:Sea lo que sea que su padre haya obligado a Pablo a hacer, él no se ha rendido. Él está eligiendo luchar por ella.
Un nuevo silencio denso se apodera de la grabación, apenas roto por la respiración pesada de Pablo. Es un segundo. Tal vez dos. Pero pesa como una eternidad.
Entonces, su voz suena otra vez, más baja, más firme, como si cada palabra fuera un juramento sellado con sangre.
Pablo (grabación):
—¿Sabés qué? Está bien. Voy a hacer lo que me pedís... —su voz se endurece aún más, como si el odio lo sostuviera de pie—. Pero si la tocás, si le hacés algo... Voy a ir por vos. No me importa lo que tenga que hacer. La vas a pagar.
El corazón de Marizza parece detenerse. Su respiración se entrecorta, como si su cuerpo se negara a continuar escuchando. Pablo la observa desde el estrado con una mirada contenida, rota, pero firme.
La grabación se corta de golpe.
El silencio es absoluto.
No hay gritos. Nadie se levanta. Mora tiene las manos entrelazadas sobre el regazo, apretándolas con fuerza. Sonia esta llena de furia. Tomás se pasa la lengua por los dientes, como conteniéndose. Franco mueve el pie, nervioso, sin levantarlo del suelo.
Marizza, con los ojos clavados en Pablo, no parpadea. Está rígida, temblando apenas. Todos se miran entre sí, entendiendo muchas cosas. La actitud de Pablo. Las piezas habían encajado perfetamente.
Y él... permanece sentado. En silencio. Pero dentro suyo, algo se afloja. Porque todo esto... estaba planeado. Y ha funcionado.
El juez, aún recuperándose de la sorpresa, se dirige a Pablo con voz solemne:
—¿Desea agregar algo más a lo que ya ha dicho? Es su oportunidad de expresarse.
Pablo asiente levemente. Toma aire, y por un instante parece que va a hablar, pero no lo hace. Sus ojos recorren la sala, deteniéndose un segundo en su madre, luego en Marizza. Su respiración es más pesada ahora, como si cada palabra que está por pronunciar pesara toneladas.
Finalmente, levanta la mirada y se dirige al tribunal con voz firme, aunque temblorosa al inicio.
—Sí... quiero decir que este es el verdadero Sergio Bustamante —empieza, con un tono contenido pero lleno de rabia soterrada—. El que siempre consigue lo que quiere a través de la manipulación, extorsión y amenazas. Ya sea emocional, física o mental. El que ha arruinado mi vida, la de mi mamá... y la de todas las personas que no le siguieron el juego.
Un silencio expectante se adueña de la sala. Todos los presentes se inclinan ligeramente hacia adelante, como si quisieran captar hasta el más mínimo matiz de sus palabras.
—Este no es el hombre que ustedes conocen en los telediarios —continúa Pablo, con más fuerza—. Este es el Sergio Bustamante real: un hombre capaz de destruir todo lo que toca, sin que le importe absolutamente nada. Ni yo, ni mi mamá, ni a mi novia... ni una sola persona que haya estado cerca de él ha importado realmente. A él no le importa nadie. Solo él mismo y el poder.
Mora se estremece. Tiembla ligeramente, pero no baja la vista. Sus ojos, húmedos, permanecen fijos en su hijo. Marizza apenas parpadea, cada palabra de Pablo la atraviesa, como si el dolor de él resonara con el suyo. Tomas, a su lado, percibe su tensión y, en silencio, le toma la mano con suavidad. Marizza no se resiste.
—Mi papá no tiene conciencia. Su único dios es el poder. Cree que si controla a todos, gana. Que si te quiebra, si te hace sentir una basura... entonces te domina. Mi mamá vivió años bajo esa sombra. Hasta que no pudo más. Tuvo que huir. Y entonces... me tocó a mí. —Hace una pausa, tragando saliva—. Después fue Marizza. Siempre alguien más.
Sus ojos se nublan por un momento, pero enseguida parpadea y su mirada se endurece.
—Sergio está enfermo. Enfermo de poder, de ego. Creyó que porque era el intendente, porque tenía dinero, podía hacer lo que quisiera. Y lo hizo. Me obligó a hacer cosas que iban en contra de todo lo que soy. Me manipuló. Me convirtió en una extensión de sus deseos. Me hizo robar documentos, mentir, callar... vivir con miedo. ¿Y saben qué es lo peor? Que lo hizo con una sonrisa. Como si fuera normal.
Marizza cierra los ojos por un segundo.
—Acá hay una lista. —Pablo baja ligeramente la mirada, luego saca un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo sostiene con decisión—. Me llegó de forma anónima. Son nombres de personas que trabajan para él, que siguen sus órdenes desde la sombra. Que han amenazado, acosado... a mí, a mi mamá, a mi novia.
Una asistente del juzgado se levanta y se acerca, tomando el sobre con delicadeza. El juez lo observa con atención, sin decir palabra.
—Si mi padre sale libre —dice Pablo, con un nudo en la garganta que no oculta—, eso significa que nosotros no estamos seguros. No lo estuvimos ni siquiera mientras él estaba encerrado. Imagínense si vuelve a estar libre. Ni siquiera cualquiera de ustedes estan seguros.
Se hace un nuevo silencio. Pablo respira hondo, y por un momento, sus ojos se clavan en Sergio. Hay furia, sí. Pero también una tristeza rota, como la de alguien que dejó de esperar amor hace mucho tiempo.
—No quiero que salga. No lo digo por venganza. Lo digo porque creo que necesita estar donde está. Y que necesita ayuda. Ayuda real. Porque el hombre que ustedes tienen enfrente... no va a cambiar por sí solo.
Sergio, desde su asiento, aprieta los puños. Su mandíbula está tensa. Por primera vez, parece verdaderamente desconcertado. No por las palabras de su hijo, sino por no poder controlarlo.
Los ojos de Pablo se cruzan por un segundo con los de Marizza. Ella lo mira fijamente, con una mezcla de dolor y comprensión. Es una mirada cargada de historia, de heridas compartidas, de un amor que no se borra tan fácilmente. Y en esa mirada, por fin, Pablo encuentra algo de paz.
Tomas le aprieta la mano a Marizza con más fuerza, como si supiera que algo profundo acaba de cambiar. Mora, en silencio, contiene las lágrimas. No quiere que se le escape ni una sola. Porque sabe que hoy, su hijo se acaba de salvar a sí mismo. Y que eso, aunque duela, es lo más valiente que ha hecho nunca.
El juez lo observa detenidamente, asintiendo apenas con la cabeza. Nadie en la sala se atreve a moverse. El abogado defensor baja la mirada. Ya no hay palabras que lo salven. Y por primera vez en mucho tiempo, Sergio Bustamante no tiene el control.
***********
La puerta del juzgado se abrió con un crujido pesado. Pablo salió acompañado de Mora, Sonia y Franco tras firmar unos papeles, pero sus ojos no buscaron a nadie más. Solo la encontró a ella. Marizza estaba ahí, unos metros más adelante, quieta como una estatua.
No hizo falta pensar. No hizo falta hablar. Fue cuestión de instinto. Apenas se cruzaron las miradas, Marizza rompió la distancia. Corrió hacia él, sus pasos rápidos resonando en el pasillo, y cuando lo alcanzó, se le tiró encima en un abrazo brutal, casi desesperado. Pablo la atrapó con un reflejo automático, rodeándola fuerte con los brazos, sosteniéndola como si fuera lo único que lo mantenía en pie.
El choque de sus cuerpos fue violento, como si se hubieran estado sosteniendo en la distancia todo ese tiempo. Marizza enterró la cara en su pecho, respirando su olor, temblando contra él. Pablo bajó una mano a su nuca, acariciándola torpemente, y con la otra la apretó contra su espalda, como si quisiera fundirla con él.
El mundo alrededor se borroneó. Ya no existía el juzgado, ni los murmullos, ni la historia que los había traído hasta ese momento. Solo ella, abrazándolo, apretándose contra su corazón como si supiera —como él sabía— que no podía sobrevivir sin eso.
Cuando Marizza habló, su voz fue un susurro rasposo que vibró directamente contra su pecho.
—No volvas a alejarme —le dijo, con una crudeza que le rompió algo adentro—. No me dejes afuera nunca más.
Pablo cerró los ojos con fuerza, conteniendo todo lo que se le subía al pecho. No respondió con palabras, porque no había palabras suficientes. Bajó la cabeza y la buscó. El beso fue torpe, brutal, urgente. No había ternura ni cálculo en ese gesto: solo la necesidad de aferrarse, de curarse mutuamente. Los labios de Marizza se encontraron con los suyos con la misma desesperación. Se aferró a él, enredando los dedos en su chaqueta, mordiéndole el labio inferior en un tirón tembloroso que parecía suplicarle que no la soltara nunca más.
La besó como quien besa por última vez y también por primera vez, como si ese momento pudiera reescribir todas las veces que la había perdido. Cuando se separaron, sin aire, Pablo apoyó la frente contra la de ella, respirando hondo, absorbiéndola, sintiendo cómo su cuerpo encajaba en el suyo como una pieza que nunca debió separarse.
La abrazó entonces de una manera distinta, más intensa, más desesperada. Sus manos recorrieron su espalda, sus hombros, su cintura, como si quisiera memorizarla, tatuársela en la piel. Marizza no se apartó; se hundió en su abrazo, apretando la mejilla contra su cuello, escuchando el latido frenético de su corazón como si fuera la única melodía capaz de calmar el suyo.
La burbuja en la que estaban sumidos se rompió abruptamente cuando Tomás soltó, su voz cargada de burla y humor:
—¿Qué onda? ¿Les dejamos cinco minutos más o se van a seguir comiendo adelante de todos?
La carcajada fue inevitable. Mora y Sonia, que habían tratado de mantener la compostura, no pudieron aguantar más. Franco carraspeó fuerte, recobrando el tono severo.
—Me alegra ver tanto amor —dijo, seco como siempre—. Pero ahora quiero saber qué es eso de andar entrando por la ventana de la cocina.
Pablo y Marizza se separaron apenas, lo justo para mirarse con una mezcla de vergüenza y resignación. Antes de que pudieran balbucear alguna excusa, Tomás, incapaz de callarse, volvió a saltar con una sonrisa inocente.
—Entraba por la ventana porque si tocaba el timbre, Franco lo echaba a patadas —largó, encogiéndose de hombros.
Una risa nerviosa recorrió al grupo. Hasta Mora y Sonia tuvieron que aguantarse una sonrisa. Franco, sin embargo, no sonrió. Los miró fijo a los dos, con una seriedad que no dejaba lugar a dudas, y agregó:
—Y para que quede clarito: en mi casa, se entra por la puerta. Y nada de intimidades, ¿estamos?
Marizza soltó un bufido, medio divertida, medio fastidiada, cruzándose de brazos mientras Pablo, más diplomático, asentía rápido.
—Entendido, Franco. Por la puerta —dijo, sosteniendo sus brazos en los hombros de Marizza.
Tomás, que no podía guardarse el último comentario, murmuró lo justo para que todos lo escucharan:
—¿No pensaste en poner un detector de hormonas en la entrada, Franco?
Otra carcajada estalló, inevitable. Mora y Sonia se miraron entre risas, y Marizza se tapó la cara con una mano, entre la risa y la vergüenza. Pablo bajó la cabeza, sonriendo contra su cabello, abrazándola todavía más fuerte.
Franco, cruzando los brazos, soltó un bufido resignado, aunque sus labios temblaron como si luchara por no reírse.
—Ya me lo voy a pensar —masculló, sin mucho convencimiento—. Pero les aviso que si lo pongo, ustedes dos no pasan ni el primer control.
************
El bar tenía esa luz amarilla, cansada, de los lugares que han visto pasar demasiadas historias. Pablo, Marizza y Tomás estaban en una mesa del fondo, rodeados de botellas medio vacías. El juicio había terminado. Y aunque aún no era definitivo, con todas las pruebas que había, Sergio Bustamante volvía a prisión. Tomás tamborileaba los dedos contra su vaso, mirando la espuma como si todavía esperara despertarse de un mal sueño.
—No lo puedo creer todavía —murmuró, dándole un largo trago a su cerveza, como si necesitara el amargor para convencerse de que era real—. De verdad pensé que de alguna manera se iba a salir con la suya otra vez.
—No seas tan negativo —le dijo Marizza, apoyando el vaso de un jugo en la mesa con un golpe suave—. ¿Qué pasó con toda tu fe en Pablito?
Tomás se rió entre dientes, mirándola con una mezcla de cansancio y afecto.
—Me duró lo que un suspiro, ya te digo —bromeó—. Igual, vos eras peor: parecías que ibas a quemar todo, casi te levantás en mitad del juicio.
Marizza rodó los ojos, soltando una risa seca, pero cargada de esa chispa que siempre la salvaba.
—Bueno... ¿y qué se le va a hacer? —dijo, encogiéndose de hombros, como si hablara de algo inevitable—. Algunos somos más pasionales.
Tomás soltó una carcajada más honesta y le chocó el vaso, en ese gesto silencioso que decía "te entiendo". Ella le devolvió la sonrisa, breve pero sincera. Había en ellos una complicidad nueva, debido a los recientes acontecimientos, que ninguno necesitaba nombrar. Pablo los miró, entre divertido y desconfiado. Se sintió, por un segundo, como un extraño mirando desde afuera.
—¿Y ustedes desde cuándo son tan amigos? —preguntó, arqueando una ceja.
Marizza le devolvió una sonrisa inocente, pero que no engañaban a nadie.
—Desde que alguien se dedicó a esconder cosas y actuar como el héroe trágico —le soltó, sin maldad pero con una punzada de verdad.
Tomás asintió, como si lo que decía fuera tan evidente que no hacía falta explicarlo.
—Sí. Nos vimos obligados a bancarnos entre nosotros —agregó, medio en broma—. No quedaba otra.
Pablo los miró, desconcertado, como si tratara de descifrar un código que ahora solo ellos compartían.
—¿Bancarse de qué?
Ellos se miraron, compartiendo una carcajada.
—De vos, Pablito, para que no perdieras la cabeza —dijo Marizza, dándole una palmadita en el brazo.
Tomás alzó su vaso en un brindis silencioso.
—Y bien que nos costó, ¿eh? —añadió, guiñándole un ojo a Marizza.
Pablo sonrió, resignado, bajando la cabeza un segundo. Sabía que era en broma. Pero también sabía —lo sintió en el fondo— que lo decían en serio. Que, mientras él peleaba con fantasmas que a veces ni siquiera podía nombrar, ellos habían estado ahí, bancándolo en silencio, sosteniéndolo cuando él mismo no podía. Y sufriendo por él, preocupados.
Se frotó la nuca, incómodo, pero esta vez no quiso guardarse lo que sentía.
—De verdad... gracias —dijo, mirándolos de frente—. Gracias de verdad por bancarme.
Se quedó un segundo callado, antes de agregar, en un susurro ronco:
—Sé que no fue fácil. Para ninguno de ustedes.
El tono de su voz, tan sincero, hizo que tanto Marizza como Tomás dejaran de sonreír por un instante. Se miraron entre ellos, como entendiendo sin necesidad de hablar, y luego volvieron a mirarlo a él, casi orgulloso en los ojos.
Marizza estiró la mano por debajo de la mesa y le rozó los dedos, despacio, apretándolos un segundo, como quien dice "estoy acá" sin palabras. Después, sin soltarlo, giró hacia Tomás y le dedicó una sonrisa leve, cómplice, como compartiendo un secreto.
Tomás respondió levantando el vaso en un brindis mudo, como un gesto de lealtad simple y absoluto, hacia su amigo. Su sonrisa torcida parecía decir sin decir: Aunque seas un pelotudo, acá estamos, hermano.
Pablo cerró los ojos un instante, apretando suavemente la mano de Marizza, dejando que ese pequeño contacto anclara todo lo que a veces las palabras no podían decir. Siguieron conversando y dejando pasar el tiempo en medio de comentarios sueltos, sonrisas y risas, hasta que Tomás dejó su vaso vacío sobre la mesa con un golpe suave.
—Voy al baño. No hagan ninguna locura mientras no estoy —bromeó, empujando la silla con pereza.
—Tranquilo, abuelo —se rió Marizza, alzando las cejas—. Te prometemos portarnos... más o menos bien.
Con una carcajada seca, Tomás se alejó entre las mesas, dejándolos solos en esa esquina del bar, sumergidos en la luz tenue. El silencio que quedó entre Pablo y Marizza no fue incómodo. Fue un silencio lleno de cosas no dichas, de heridas compartidas, de promesas aún por construir. Pablo la miró, con una calma inusual en sus ojos.
Marizza soltó una risa muda y dejó su vaso sobre la mesa, apoyando los codos mientras lo miraba de vuelta, con esa expresión traviesa y vulnerable que solo le mostraba a él. La distancia entre ellos pareció encogerse sola.
Pablo se inclinó despacio, sus dedos rozando el dorso de la mano de ella, buscando permiso en el gesto más pequeño. Marizza no se apartó. Le sostuvo la mirada, serena, firme, y apenas dejó que una sonrisa temblara en sus labios antes de cerrarlos contra los suyos.
El beso fue apenas un roce, suave y tibio, cargado más de ternura que de urgencia. Sus labios se acariciaron, en una caricia. Cuando se separaron, no se alejaron del todo. Marizza dejó la frente apoyada contra la de Pablo y respiró hondo.
—Tenemos que hablar algunas cosas —murmuró, su voz rozándole los labios, temblando de tan sincera.
Pablo cerró los ojos unos segundos, sus dedos acariciándole la muñeca con la lentitud.
—Sí —dijo, apenas un susurro ronco—. Pero no ahora.
Marizza sonrió. No necesitaba más explicaciones.
Entonces Pablo volvió a buscar su boca, esta vez sin dudas, con hambre. El segundo beso fue distinto: más profundo, más largo, con una pasión pero que ardía como una promesa que no podían postergar más. No era solo deseo: era necesidad.
Sus lenguas se encontraron en un roce lento, cargado de electricidad. Marizza respondió sin reservas, con un gemido bajo que se le escapó al sentir cómo Pablo la atraía con fuerza por la cintura, pegándola a su cuerpo. La mano de él se deslizó por debajo de su campera, ascendiendo por su espalda, sintiendo el calor de su piel incluso a través de la ropa.Marizza lo rodeó por el cuello, enredando los dedos en su pelo y apretándolo contra ella, dejando que sus bocas se fundieran con una intensidad que ninguno intentó disimular.
El beso era húmedo, caliente, cada vez más desordenado. Las risas entrecortadas se mezclaban con suspiros, mientras los cuerpos se buscaban como si el bar entero hubiera desaparecido.Pablo deslizó los labios por su mandíbula, besándola detrás de la oreja. Marizza se arqueó apenas, dejándole espacio. Lo sintió susurrar su nombre y casi se le doblaron las rodillas.
Ella se rió contra su boca, conteniendo otro suspiro. Y entonces, como si el universo quisiera poner un freno, la voz de Tomás se oyó detrás de ellos:
—¡Che! ¿Van a coger sobre la mesa o todavía puedo pedir otra birra?
El sobresalto fue inmediato. Marizza apoyó la frente en el hombro de Pablo, ahogando la carcajada que le subió de golpe. Pablo soltó una maldición por lo bajo, sin despegarse de ella.
—Te juro que te mato —gruñó Pablo entre dientes.
Tomás, con la cerveza en la mano, alzó las cejas con total desparpajo.
—Yo solo digo que si siguen así, van a terminar en el noticiero del mediodía.
Marizza levantó la cabeza, todavía roja, y le lanzó una mirada de esas que matan .
—¿Y si te metés tu birra por el culo, Tomás?
—Uy, ya está enojada. Eso es que le corté justo cuando venía lo bueno —se rió él, dándole un sorbo teatral a su vaso.
Pablo escondió una sonrisa contra el cuello de Marizza. Ella resopló, pero sin moverse, pegada a él.
—Después de esto te voy a hacer pagar todas las rondas del año —murmuró ella.
—Me parece justo —susurró Pablo, y volvió a besarla, esta vez breve, pero lleno de promesas.
Tomás alzó su vaso en un brindis sarcástico desde el otro lado de la mesa.
—A la salud de los calentones reprimidos.
Marizza se acomodó en su silla, todavía con los labios levemente hinchados y esa sonrisa que dejaba a Pablo medio desarmado. Él la miraba como si todo el ruido del bar se hubiera apagado y solo quedaran ellos dos, flotando en ese rincón. Tomás los observó un segundo más, se inclinó hacia adelante con su vaso en la mano y soltó, con tono seco:
—¿Ustedes no se cansan de chapar como si el mundo fuera a explotar en cualquier momento?
Pablo soltó una risa, sin despegarse del todo de Marizza.
—¿Celoso, Tomi?
—Para nada. Solo digo que si van a seguir así, avísenme y me siento en otra mesa. O me pido una pizza y hago de público, no sé.
Marizza resopló, divertida, y le tiró un maní del centro de la mesa.
—Ay, por favor... estás celoso porque Pilar no te deja chapar en lugares públicos.
Tomás frunció el ceño, con una mezcla de indignación y orgullo.
—Pilar no "me deja" ni "no me deja" nada. Tenemos acuerdos, che. Somos una pareja madura.
—Madura mis ovarios —saltó Marizza, sonriendo con malicia—. Si la mitad de lo que me contó ella es cierto, vos estás más domado que un Golden en jardín de infantes.
Pablo soltó una carcajada y se reclinó en la silla, disfrutando demasiado.
—¡Sabía que hablaban de mí! —protestó Tomás, señalando a Marizza con el vaso—. Encima entre ustedes dos. No tengo defensa posible.
—No. No la tenés —dijo Marizza, alzando una ceja, afilada—. Pilar me contó que hasta le dejás cartitas escritas a mano cuando no podés verla. Y vos, divino, con dibujitos y todo.
—¡Eso fue una vez! —se defendió Tomás, colorado—. Y fue para su cumple.
—Claro —se burló Pablo—Como ese "sos mi rayito de sol" que le pusiste en la tapa del CD con marcador rosa —soltó Pablo, al borde de la carcajada.
Marizza se llevó una mano al pecho, exagerando una lágrima imaginaria.
—¡Fue hermoso! Lo vi y pensé: este tipo está a un poema de tercer grado de declararse con una serenata.
—Son unos desgraciados —refunfuñó Tomás, aunque no podía disimular la risa.
La puerta del bar chirrió con un sonido áspero, arrastrando una bocanada de aire frío que se coló hasta su mesa. Fue Marizza la primera en tensarse, como si su cuerpo hubiera detectado la perturbación antes que su vista.
—y este que hace acá? —murmuró, con modo alerta.
Pablo y Tomás giraron casi al mismo tiempo.
Guido estaba en la entrada, inseguro, como un niño. Las manos enterradas en los bolsillos de su campera, los hombros hundidos, y esa expresión en el rostro —culpable, pero también decidida— que decía que no había vuelto para discutir. El clima en la mesa se tensó al instante.
Tomás entrecerró los ojos, su mandíbula trabada. Marizza apoyó el vaso con más fuerza sobre la mesa, como si así pudiera controlar el impulso de levantarse.Pablo soltó una exhalación lenta. Sintió cómo se le tensaban los músculos del cuello.
Pero se levantó de la silla, despacio, cuando Guido empezó a caminar hacia ellos.
—¿Qué hacés acá? —preguntó Tomás, directo.
—¿Te perdiste o viniste a espiar para algún enemigo? —añadió Marizza, medio en broma, medio en serio, pero con la voz afilada como navaja.
Pablo, para sorpresa de ambos, le dio una palmada a Guido en el hombro.
—Lo llamé yo —dijo, mirándolos con calma.
Marizza parpadeó. Tomás se quedó a mitad de camino de tomar su cerveza.
—¿Qué? —soltó ella.
—Sí. Lo llamé yo. —Pablo los miró, uno a uno—. Guido me ayudó. Fue él quien me consiguió la lista de la gente que todavía estaba trabajando para mi viejo. Sin él, no hubiéramos descubierto lo de Jimena.
Marizza y Tomás quienes desconocian ese detalle se miraron entre sí para después mirar a ambos.
-¿Jimena?
Guido se aclaró la garganta, incómodo, y se sentó con ellos, mirando de reojo las reacciones tensas.
—Era Jimena —confirmó, bajando un poco la voz—. La que te seguía a vos, Marizza. La que entraba a tu casa para sacar fotos. La que le contaba todo a Sergio sobre ustedes dos.
El silencio cayó como una losa sobre la mesa. Marizza apretó su botella hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Tomás tenía el ceño fruncido.
—¿Pero qué mierda tiene que ver Jimena con Sergio? —preguntó Tomás, descolocado.
Guido se pasó la mano por el pelo, como si no supiera bien por dónde empezar.
—Hace años —comenzó, con voz grave—, Sergio tenía... una amante. Bueno, no era exactamente una novia... era más bien una profesional, ¿me entienden? Una prostituta. Recurría a ella siempre parecer ser.
Marizza entrecerró los ojos, interesada. Pablo se mantuvo muy quieto de saber esos detalles de su padre.
—La cuestión es que esa mujer tenía una hija. Jimena. —Guido bajó la voz aún más—. La relación entre Sergio y su mamá fue a más, y la conoció cuando era una nena. Y... Jimena terminó viéndolo como una figura paterna. Como alguien que la trataba bien. Mejor que la mamá, supongo.
Pablo cerró los ojos un momento, como si le doliera físicamente.
—Con el tiempo, la madre de Jimena se cansó de Sergio y huyó. Jimena quedó sola en casas de acogida. No me contó mucho pero parece que Sergio también desapareció en ese momento. —Guido suspiró—. Cuando Sergio cayó preso, ella empezó a visitarlo. Por como me habló de Sergio, lo ve como a su papá, y como un heroe. Y yo creo que él se aprovechó de eso. Se aprovechó de su necesidad de sentirse querida. En el fondo, Jimena me empezó a dar hasta pena.
Marizza soltó una risa seca, incrédula.
—¿Me estás diciendo que Jimena no es mala? ¿Que es una pobre víctima? —preguntó, con esa La ironía venenosa le salió a Marizza sin esfuerzo.
Guido la sostuvo con la mirada, sin bajar la voz, sin ponerse a la defensiva.
—No estoy diciendo que esté bien lo que hizo. Pero creo que no es mala, Marizza. Lo que he visto de ella... está consumida. No sabe querer de otra forma. Su vida es tan triste. Creía que si ayudaba a sacar a Sergio de la cárcel, él la iba a salvar de todo.
Pablo apoyó los codos en la mesa, frotándose las sienes con los dedos, como si necesitara despejarse el alma. Cuando habló, su voz era apenas un murmullo ronco.
—Mi viejo arruinó a todos los que se cruzaron en su camino.
No lo dijo con odio. Lo dijo con la resignación amarga de quien ya no espera justicia del pasado.
—Pero estoy con Guido... —continuó, sin levantar la mirada—. Creo que Jimena era una víctima más. A pesar de todo lo que hizo, creo que mi papá la usó. Por eso no dije nada en el juicio de ella.
Se pasó una mano por la nuca, respiró hondo, y finalmente levantó la vista.
—Los demás que trabajan para mi papá son todos mercenarios. Gente que busca poder, plata, lo que sea. Pero ella... —Pablo hizo una pausa, y sus ojos brillaron apenas, como si algo adentro se le soltara—. Ella era una piba rota. Una pobre piba que se vio envuelta en su locura... y no supo cómo salir.
Se quedó unos segundos en silencio, buscando dentro de sí algo que no doliera tanto al decirlo.
—Y la entiendo —añadió, esta vez con la voz más baja, más áspera—. Porque yo también fui ese pibe. Ese que solo quería que su viejo lo mirara con orgullo, con un poco de afecto... con algo.Y lo único que recibí fueron desprecios, exigencias, castigos. Yo también hice cosas que no quería, solo para que él me viera. Para sentir que valía algo. Así que sí... entiendo lo que es estar dispuesto a cualquier cosa con tal de que te quiera.
Marizza bajó la mirada, con un nudo en el pecho. Sus dedos rodeaban el vaso con fuerza, como si aferrarse a algo físico la ayudara a no quebrarse del todo.
—Jimena no era su hija —dijo entonces, con la voz apagada, aunque sin dureza.
Pero enseguida volvió a levantar los ojos, y su mirada estaba cargada de una comprensión que no esperaba tener.
—No lo era. Pero lo quería como si lo fuera. Y sí... creo que entiendo que buscara su afecto haciendo todo lo que él quería. Aunque fuera enfermizo. Aunque fuera dañino.
El silencio que siguió fue denso. No incómodo, pero sí difícil. Como si las palabras de Pablo hubieran removido capas que todos preferían dejar quietas.
Tomás soltó una exhalación lenta y se reclinó un poco en la silla, como si necesitara más aire para digerir todo aquello. Marizza le sostuvo la mirada un instante. Había en sus ojos algo triste, una mezcla de compasión y bronca que no sabía bien dónde acomodar. Se giró hacia Pablo, pero no dijo nada enseguida.
Finalmente, fue ella quien rompió el silencio. Esta vez sin sarcasmo. Sin filo. Solo con verdad.
—No sé si estaría dispuesta a perdonarla —murmuró, mirando algún punto perdido de la mesa—. Sé lo que hizo. Y aunque ahora entienda de dónde venía... no sé si eso basta.
No había juicio en sus palabras. Solo cansancio. De cargar broncas, de heridas que no se cerraban solo con explicaciones.
Sus palabras no buscaban aprobación. No eran un límite agresivo. Solo una declaración de su humanidad, honesta y cruda. Tomás no respondió, pero asintió con un leve movimiento, los ojos clavados en el fondo de su vaso. Pablo la miró, sin decir nada. Y esa vez, el silencio fue su forma de decirle que lo entendía.
La tensión bajó apenas, como si todos hubieran soltado el aire al mismo tiempo.Hasta que Guido, que había estado en silencio todo ese rato, como si le costara ocupar su lugar en esa mesa, se enderezó un poco, tragando saliva con dificultad.
Sus ojos se movieron de Marizza a Pablo, y luego a Tomás.Y por primera vez, no hubo defensa en su cuerpo. Solo vulnerabilidad.
—Y bueno... también quería decirles otra cosa —empezó, con la voz un poco más temblorosa de lo que le habría gustado—. Perdón.
La palabra cayó con un peso particular. No como algo dicho al pasar, sino como algo que le dolía decir, como si se le hubiese atragantado durante meses.
Guido se aclaró la garganta, incómodo, como si cada palabra le pesara en la lengua. Sus dedos tamborileaban apenas sobre el borde del vaso, pero cuando levantó la vista hacia Marizza, lo hizo con firmeza. No era de hablar mucho, y tal vez por eso, cuando lo hacía con verdad, se sentía más real.
—A vos... te debo una disculpa. Y grande.
Hizo una pausa. Nadie lo interrumpió. Ni siquiera el leve murmullo del bar se metía en ese instante.
—Por haber dicho que separaste al grupo. Por haber tirado esa mierda de que... capaz le estabas metiendo los cuernos a Pablo. No tengo ni idea por qué lo dije. No fue por creerlo, ni porque tuviera pruebas. Fue rabia, bronca... no sé. Una pelotudez. Pero lo dije. Y lo lamento.
Marizza no apartó la mirada. Sus ojos grandes se clavaron en él, sin dureza, pero con una intensidad que bastaba.
—Sé que no fue justo —siguió Guido—. Y a pesar de todas las discusiones, de todas las veces que se pelearon, sé que vos siempre estuviste ahí por él. Que lo bancás.
No se extendió más. No hacía falta. Lo esencial ya estaba dicho. Luego se volvió hacia Pablo, y esta vez bajó un poco la cabeza antes de hablar.
—Y a vos, loco... te fallé como amigo.
La voz le salió más baja, más rota.
—En vez de estar cuando más lo necesitabas, me alejé. Me enrosqué con mi propio rollo, y terminé descargando mi mierda con ustedes. Con ella. Que no tenía nada que ver. Quizá porqué que sabía que es tu punto débil y sabía que te lastimaba.
Guido se frotó la nuca, visiblemente incómodo.
—Y la verdad... te veo con ella y... te veo bien. Feliz. Lo más feliz que te he visto nunca.Pero en lugar de alegrarme, me comporté como un idiota.
El silencio que siguió fue espeso, no incómodo. Había algo crudo y real en el aire, como si lo que acababa de decir hubiera desplazado algo dentro de todos.
Marizza parpadeó. No porque lo que dijo la sorprendiera, sino porque él lo dijera así. Tan claro. Tan honesto. Guido no era de hablar así. Ni de mirarla de frente como ahora.Y eso le movió algo. Algo profundo.
Bajó la mirada un segundo, no por vergüenza, sino porque no supo qué hacer con eso que se le formaba en la garganta. La punta de sus dedos buscó los de Pablo, apenas un roce, como si necesitara anclarse en él, saber que eso era real.
Pablo, que había escuchado todo en silencio, tragó saliva. No se movió de inmediato, como si necesitara que el momento respirara. Pero cuando sintió la mano de Marizza, la apretó sin pensarlo. No dijo nada, pero su mandíbula se aflojó un poco, los hombros también. Había algo de alivio ahí, y también de tristeza.
Alzó la vista de nuevo, directo a los ojos de Pablo.
—Así que eso. Te pido mil disculpas.
Guido bajó la mirada al terminar, como si todo el cuerpo le pesara. No se movió más. Se quedó en silencio, con las manos cruzadas sobre la mesa y la mandíbula apretada, como si temiera romper algo si hablaba otra vez.
Tomás, al lado, soltó una exhalación que no era ni burla ni alivio. Más bien, una descarga silenciosa. Lo miró de reojo y asintió apenas, ese gesto entre amigos que no necesita traducción. Como diciendo: "Al fin, pelotudo."
Guido captó la mirada y le respondió con una media sonrisa torpe, como quien acepta la puñalada y el abrazo en la misma dosis.
No hacía falta más.
—Ya fue, Guido. En serio.
—Sí —agregó Tomás—. Pasaron muchas cosas, hermano. Y vos... vos también diste un paso.
Guido tragó saliva, aliviado. Entonces Marizza, que seguía mirándolo como si midiera cada palabra, se encogió de hombros con teatralidad. Hubo un silencio. Guido apenas respiraba, esperando que Marizza dijera algo, cualquier cosa. Y entonces ella habló, con ese tono liviano, casi despreocupado, que escondía puñales:
—Bueno, Guido... tampoco exageres. No eras tan importante como para separarnos —dijo, encogiéndose de hombros con media sonrisa torcida.
Pablo soltó una carcajada inesperada, ruidosa. Tomás lo siguió enseguida, y Guido, después de una pausa en la que dudó si ofenderse o agradecerlo, terminó riéndose también. Por primera vez en mucho tiempo, estaban todos sentados en la misma mesa sin reproches. Y eso, para ellos, ya era una victoria.
********
Guido se pidió una bebida y la charla se estiró durante un buen rato, entre anécdotas viejas, nuevas pullas y carcajadas sin filtro. Era como si, por un momento, todo lo que había pasado entre ellos quedara suspendido en el aire, flotando lejos. Pero ya entrada la noche, Pablo no podía dejar de mirar a Marizza mientras ella se reía por algo que Tomás había dicho sobre Pilar y sus "dedicatorias melosas".
Su risa era la misma de siempre: desordenada, libre, contagiosa. Y, sin embargo, él notaba algo distinto. Más hondo. Como si debajo de esa risa viviera otra cosa: la calma después de la tormenta. O tal vez era en él donde había cambiado algo.
En un momento determinado, mientras Guido hacía un comentario absurdo sobre un viejo casete de amor que Tomás había grabado, los ojos de Pablo y Marizza se encontraron. Fue apenas un segundo. Pero bastó. Pablo le hizo un gesto sutil, casi imperceptible, una inclinación leve de cabeza. Una invitación muda. Y ella la entendió de inmediato. Le respondió con una media sonrisa.
Se pusieron de pie al mismo tiempo, los dedos rozándose sin querer queriendo, como si el cuerpo recordara cosas que la mente aún no se atrevía a decir.
—Bueno, chicos —anunció Pablo, metiéndose las manos en los bolsillos—, nosotros nos vamos.
Tomás los miró con media sonrisa, como si ya lo supiera desde antes.
—¿Tan pronto? ¿Se les venció la paciencia o les subió la temperatura? —agregó Guido, sin perder la oportunidad de molestar.
—¿O es que tienen algo pendiente en alguna mesa vacía? -Dijo Tomás
Marizza se giró con toda la calma del mundo, sonriendo como quien está por soltar una bomba.
—¿Una mesa vacía? Ay, chicos, por favor... ¿quién necesita una mesa cuando hay camas, unas buenas esposas, un antifaz y un poco de creatividad? —dijo, dándole una palmada a Pablo—. Pero tranqui, Pablito, hoy te salvás. No traje ni las esposas ni el antifaz... todavía.
Guido se atragantó con la bebida. Tomás se reclinó hacia atrás, sujetándose la panza.
—Estás mal de la cabeza —logró decir, entre carcajadas.
Pablo se tapó la cara con una mano, sacudiendo la cabeza, entre la vergüenza y la risa. Sentía las mejillas ardiéndole, no tanto por el comentario en sí, sino por cómo ella lo decía, con esa mezcla letal de ironía y ternura que lo desarmaba cada vez. Se rió por lo bajo, pero el rubor seguía ahí, traicionándolo.
—Dale, Marizza... no me ayudás, ¿eh? Después me van a cargar con esto un mes entero —dijo, esbozando una sonrisa torcida, esa que solo le salía con ella, mientras le lanzaba una mirada que era mitad rendición, mitad adoración.
Se acercó, como por reflejo, y le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola un poco hacia él.
—Y bancátelo —le susurró ella, dándole un empujoncito travieso hacia la puerta.
—¡Esto va directo al archivo negro del grupo! —gritó Tomás mientras la pareja se marchaba.
—¡Después dicen que el degenerado soy yo! —añadió Guido, muerto de risa, mienrtas los dos amigos se disponian a seguir con las cervezas.
Pablo sonrió contra la sien de Marizza y bajó la voz solo para ella.
—Igual... si me vas a torturar así, por lo menos que después me compense, ¿no?
Marizza le rozó los labios con una sonrisa, apenas un centímetro entre ellos, y susurró:
—Cuando podamos estar solos en tu casa, te recompensaré.
Y entonces lo empujó otra vez, esta vez con menos urgencia y más promesa. Pablo soltó una carcajada ahogada y, sin decir nada, la siguió hacia la salida. La puerta se cerró tras ellos entre carcajadas, dejando atrás una mesa con más complicidad que vasos llenos. Como debía ser.
La primera brisa los sorprendió con un escalofrío, justo cuando salían del bar, caminando uno al lado del otro con una sonrisa todavía colgando en los labios, contagiados por las risas que acababan de compartir. Pablo sentía que, por fin, todo empezaba a acomodarse. El peso de los secretos ya no lo aplastaba. Se había reencontrado con Guido, sin rencores. Y ahora, con Marizza a su lado, caminaba hacia otra conversación que sabía que era hora de tener. Una de esas que no se pueden postergar, pero que —por primera vez en mucho tiempo— no le daban miedo.
Pablo notó cómo ella se abrazaba a sí misma, y sin decir nada, se quitó la campera y la colocó sobre sus hombros. Marizza no dijo ni gracias. Solo lo miró de reojo, con una ternura inesperada. Él seguía sabiendo leerla. Y eso le calmaba. Caminaron en silencio, medio abrazados, como si fueran dos personas que habían estado demasiado lejos, demasiado tiempo. Sabían a dónde iban. No físicamente. Emocionalmente. A ese espacio en donde por fin se decían todo.
Encontraron un pequeño parque casi vacío, alumbrado por faroles apagados por dentro y la luz temblorosa de la ciudad a lo lejos. Se sentaron en un banco de madera astillado. Sus rodillas se tocaron, apenas, pero ninguno se movió. Se quedaron un rato en silencio, como si solo respirar cerca ya fuera un paso.
Hasta que Marizza rompió el silencio. Su voz fue un murmullo, pero temblaba de verdad.
—Perdoname, Pablo.
Él giró el rostro hacia ella, sorprendido. Tenía el ceño levemente fruncido. No como si la juzgara, sino como estuviera acabando de comprender sus palabras. El viento le revolvía el pelo a ella, y él, casi sin pensar, le apartó un mechón de la cara. Lo hizo con una suavidad que desarmaba.
—¿Por qué?
Ella bajó la cabeza, jugando con el cierre de la campera de Pablo. Le temblaban los dedos. No quería llorar. No quería quebrarse.
—Porque hubo momentos en los que no confié en vos. Dudé. Me enojé. Me cerré. Yo sabía que había algo detrás... pero también me lastimaba no saber qué. Verte actuar raro. Que me esquivaras. Que me miraras sin verme... —se le quebró la voz, y cuando volvió a mirarlo, sus ojos brillaban con una tristeza que llevaba tiempo callando—. Sentí que me estabas sacando de tu vida, Pablo. Y me dolió tanto.
Pablo tragó saliva. Cada palabra de ella le dolía como si se la dijera con un cuchillo. Quiso hablar, negarlo todo, abrazarla ya, pero solo pudo tomarle la mano, acariciándola en un roce tembloroso.
—Yo también tengo que pedirte perdón —dijo en voz baja, sintiendo un peso en el pecho—. Tendría que haberte contado todo. Desde el principio. Pero... no quería arrastrarte conmigo. Quería cuidarte de mi papá. Pensé que si te contaba lo que me estaba pidiendo, lo que me decía... te iba a poner en peligro. Pero en el intento... terminé alejándome de vos.
Marizza esbozó una sonrisa rota. Esa que solo mostraba cuando estaba realmente herida, pero aún así elegía quedarse.
—¿Y quién te dijo que yo quería que me cuidaras? —dijo, con un susurro áspero—. Si me lo hubieras contado, podía haberme cuidado sola. Pero no me diste la chance.
Pablo cerró los ojos un momento. Le dolía más su voz que sus palabras. Cuando volvió a abrirlos, la miró con una mezcla de amor, culpa y reverencia. Le tomó la mano completa, entrelazando los dedos con los de ella, con fuerza. Con necesidad.
—Ya lo sé... pero es mi viejo. Es mi historia. Y tenía miedo. Miedo de perderte. Miedo de fallarte. Miedo de que si veías toda la mierda que cargo... te fuera más fácil soltarme. Volver a ser el Pablo de antes. El que se dejaba manejar por él.
Marizza respiró hondo, conteniendo las lágrimas que amenazaban con caer. Lo miró como si pudiera verlo por dentro. Y lo vio. Con todos sus pliegues, sus heridas, su esfuerzo.
—Nunca me dio miedo lo que llevás adentro. Me dio miedo no saber cómo alcanzarte cuando te alejabas. Ya te lo dije una vez: yo quiero ver a ese Pablo que tiene miedo, que se equivoca, que duda. No quiero que escondas eso. No me importa si no siempre sos fuerte. Además, el Pablo que conocí cuando llegué al Elite Way era una copia barata de tu papá. Pero vos siempre fuiste más que eso. Siempre intentaste pelear contra eso.
—Una de las cosas que más miedo me da es parecerme a él. Y estas semanas... todo lo que hice por él... me sentía tan sucio, Marizza. Tan equivocado. Me sentia que me estaba traicionando, a mi, a vos, a mi mamá, a todos...
—Vos no te parecés en nada a tu viejo. Justamente por eso te odia tanto. Porque hiciste lo que él nunca se atrevió: seguiste lo que amabas. La música. Nosotros.
Pablo bajó la cabeza. Quiso decir algo, pero solo pudo dejar que sus emociones hablaran por él. Ella lo sostenía, no con fuerza, sino con verdad.
—Sabés que vos sos la que me cambió. Me hiciste animarme a vivir de verdad —dijo Pablo, con la voz más baja, más íntima—. A hacer lo que me decía el estómago.
La miró al decirlo. Con intención. No solo como una frase, sino como un puente al pasado. Como si estuviera volviendo a ese primer momento, a ese aula donde ella —la misma que ahora tenía enfrente— le había dicho que podía, que se animara. Que solo tenía que escuchar lo que le decía el cuerpo. Lo que le ardía por dentro.
Marizza lo entendió al instante. No hizo falta que él explicara más.
—No. Vos ya eras así. Yo solo te vi. Vos te animaste solo.
Él levantó la vista. Y ahí estaba ella. Con sus tormentas, con su fuerza, con esa forma de amarlo que no pedía permiso. Ella. Su casa.
—No es verdad, Mairzza. Si no fuera por vos, nunca me habría animado a nada. Por ser tan rebelde. Por hacerme ver tanto.
Ella estiró la mano y le acarició el rostro con los dedos helados. Pablo cerró los ojos un instante. Se dejó tocar como quien se deja curar.
—Siempre fuiste más valiente de lo que creés, ¿sabés? —murmuró Marizza—. A veces parecés ese He-Man trucho que se cree invencible... pero cuando bajás la guardia, cuando sos vos de verdad... ahí es cuando más te quiero. Y eso no lo hice yo. Lo hiciste solito.
Pablo sonrió, esa sonrisa entre rota y agradecida que solo ella le conocía. Bajó la cabeza, exhaló lento, como si las palabras de Marizza se le hubieran metido muy adentro y necesitara un segundo para sostenerlas.
—Con vos... no puedo hacerme el fuerte —dijo Pablo, en voz baja—. Ni me sale. Es como si supieras dónde está cada parte que quiero esconder. Me mirás, y todo lo que intento tapar se me cae solo.
—Y sin embargo —susurró ella, tocándole la muñeca con los dedos—, seguís dejando que te mire.
—Porque si hay alguien que puede ver todo eso sin salir corriendo... sos vos.
Hubo un momento en que se quedaron callados, pero el silencio no pesaba. Era un espacio compartido, un lugar tibio entre los dos. El ruido de la ciudad llegaba lejano, como si perteneciera a otro mundo.
-Pablo... no voy a salir corriendo porque lo que veo es alguien que pelea todos los días con lo que heredó. Que podría haberse rendido, pero no lo hizo. Veo a un tipo que aprendió a querer aunque nunca le enseñaron. Que se equivoca, sí. Pero que vuelve. Siempre vuelve.
Pablo sintió cómo algo se le aflojaba por dentro. Como si por fin alguien le pusiera nombre a todo lo que había cargado en silencio.
—No sabés lo que significa eso para mi—susurró.
—Sí, lo sé —contestó ella con una sonrisa.
Pablo la miró largo rato. Le temblaba la garganta. El cuerpo. Todo. Y aun así, no apartó la vista.
—Gracias —murmuró, bajando la mirada—. Porque sé que estas semanas no siempre fui justo con vos. Y aun así... te quedaste. Cuando hubiese sido más fácil largarme, vos seguiste ahí. Y eso, para vos, ha debido ser muy complicado. Vos no sos de las que aguantan cualquiera. Y conmigo... esta vez lo hiciste.
Marizza no respondió. Solo se inclinó hacia él, despacio, hasta apoyar la frente contra la suya. Cerraron los ojos al mismo tiempo, como si ese contacto bastara para ponerlo todo en pausa.
El mundo siguió girando. Pero ellos no. Ellos se quedaron quietos, envueltos en el calor tibio de ese instante que ya no era del pasado ni del futuro. Solo de ellos.
—Te extrañé tanto —murmuró ella, con una voz que se le quebró sin pedir permiso. Y no hablaba de la distancia física, sino de él. De su Pablo. Del que se dejaba ver sin máscaras ni silencios, del que no le escondía nada.
Pablo alzó la mano y la apoyó con suavidad en la nuca de Marizza.
—Yo también.
Marizza sonrió apenas. Una sonrisa de esas que no hacen ruido, pero que sanan. Solo se acercó, y esta vez fue un beso. No uno de esos desesperados o apasionados, sino lento. Callado. Un roce de labios que decía: acá estoy. Todavía soy tuyo.
Cuando se separaron, no se dijeron nada. No hacía falta.
Pablo la rodeó con un brazo y ella apoyó la cabeza en su pecho. Así, abrazados, se quedaron mirando el vacío del parque y la sombra temblorosa de las luces lejanas.
El juicio, el padre, la culpa, el miedo... todo parecía tan distante ahora.
Solo quedaban ellos.