Capítulo 26 (parte 2)
13 de septiembre de 2025, 16:42
Pablo estaba sentado en un banco del parque, con las manos en los bolsillos de la campera y la mirada clavada en el suelo. El viento de la tarde agitaba las hojas secas alrededor. Había dudado hasta el último segundo en escribirle a Jimena. Y ahora, mientras esperaba, dudaba aún más si había hecho bien.
Escuchó pasos. Levantó la vista.
Jimena se acercaba despacio, las manos cruzadas sobre el pecho, como protegiéndose. Llevaba el cabello suelto y una mirada que era más máscara que gesto.Se paró a unos metros.
—¿Qué querés? —preguntó, sin rodeos.
Pablo se puso de pie, pero no se acercó demasiado.La miró de frente, sin enojo. Sin odio. Solo con un cansancio viejo, pesado.
—Nada —dijo, encogiéndose de hombros—. Solo quería... decirte algo.
Jimena frunció el ceño, como si esperara un ataque, una acusación, una condena. Pero no llegó.
—No sé qué te prometió mi viejo —empezó Pablo, su voz algo rasposa por la emoción contenida—. Pero no era real. Nunca fue real.
Jimena apretó más los brazos contra su pecho. No contestó. Ni siquiera parpadeó.
—No sos lo que él te hizo creer que eras, Jimena —siguió Pablo, tragando saliva—. Vos... podés ser mejor que todo esto.
Un silencio denso se instaló entre ellos. Pablo lo sintió como un peso en el pecho. Jimena parpadeó una vez, lenta. Sus labios temblaron apenas. Durante un segundo, solo uno, Pablo vio a una chica rota bajo toda esa fachada de orgullo.
—Él fue el único que me cuidó —susurró ella, casi sin voz—. El único.
—No te cuidó —respondió Pablo, sin dureza, pero sin dejar espacio a la mentira—. Te usó.
Jimena bajó la mirada. Y, contra todo lo que Pablo había esperado, una lágrima, pequeña y obstinada, rodó por su mejilla.
Pablo sintió que algo se quebraba también dentro de él, porque podía entender ese sentimiento de Jimena. Parte de él quería acercarse, consolarla. Parte de él sabía que no podía hacerlo. Que no era su lugar. Se metió las manos en los bolsillos otra vez. Dio un paso hacia atrás.
—Eso era todo —dijo, con una voz que le costó sostener firme.
Se dio media vuelta y empezó a caminar, dejando a Jimena sola en medio del parque. Cuando Jimena le preguntó con ese susurro tembloroso "¿Por qué me decís todo esto?", él no dudó. Se acercó un poco más, lo suficiente para que ella no pudiera esquivar la verdad.
—Porque si fue capaz de usarme a mí, a su propio hijo, para hacerme daño —le dijo, con la voz baja, casi en un murmullo áspero—, ¿cómo no te iba a usar a vos?
Jimena abrió los ojos, sorprendida, como si esas palabras le hubieran caído encima como un golpe de agua helada. Pero Pablo no terminó ahí.
—Vos fuiste una herramienta más para él, Jimena —continuó, su mirada firme—. Como lo fui yo. Como lo fue todo el mundo que alguna vez le creyó. Y porqué sé lo que pasa con las personas que están cerca de mi papá.
Jimena tembló ligeramente. Bajó la cabeza. No había defensa posible contra esa verdad.
Pablo entonces dio un paso atrás, como si necesitara poner una distancia simbólica también, y agregó, con un tono más bajo, más triste:
—Podría haber dado tu nombre a las autoridades —confesó, sin rabia—. Podría haber contado todo lo que hiciste: las fotos, los seguimientos, las amenazas... —se detuvo un segundo, viendo cómo Jimena cerraba los ojos, como si quisiera desaparecer—. Pero no lo hice.
Se pasó una mano por el cabello, como buscando ordenarse las ideas.
—No lo hice porque, por mucho daño que hayas hecho, yo sé que fuiste una víctima más. —Lo dijo claro, sin adornos—. Y porque, solo quería que supieras la verdad. Y que tengas la oportunidad de elegir otra cosa.
Jimena no respondió. No podía. Solo se quedó allí, encorvada sobre sí misma, como si cada palabra hubiera sido una piedra cayendo sobre su espalda.
Pablo lo miró una última vez. Se giró y se alejó, con una mezcla amarga de alivio y tristeza en el pecho, porque, en el fondo, sentía que todas esas palabras se las estaba diciendo a sí mismo. A ese Pablo de hace un año, que aún estaba atrapado en la sombra de su padre.
Esta vez no hubo dudas: había hecho lo que tenía que hacer.
*******
Mora seguía en casa. Caminaba por el pasillo, guardando cosas en su bolso, buscando las llaves, y mientras tanto, en el living, Pablo y Marizza intentaban aparentar una calma que no existía. La película ya había empezado —una de esas lentas, nostálgicas, de miradas largas y silencios— pero era solo una excusa. Lost in Translation.
Estaban en el sofá largo, hundidos en el medio. Pablo recostado, con la espalda medio apoyada en el respaldo y las piernas estiradas. Marizza sobre él, de costado, con la cabeza en su pecho y una pierna cruzada sobre sus muslos. Una postura muy familiar para ellos que utilizaban cada vez que veian una pelicula. Llevaba una camisa, suelta, mal abotonada, y una faldita que se le había subido con naturalidad a mitad de los muslos. De reojo, Pablo veía el encaje blanco del sujetador asomando cada vez que ella se acomodaba. Y cada vez que respiraba.
Marizza no hacía nada particular. Solo estaba cómoda. O al menos eso parecía. Pero en uno de sus movimientos, al girar apenas para ajustar la cabeza sobre su pecho, su cadera presionó directo contra la entrepierna de Pablo. Y él se tensó. De inmediato.
Su cuerpo reaccionó como si no tuviera filtro, como si toda esa contención acumulada se liberara de golpe. La erección se le disparó bajo el pantalón con una fuerza animal, palpitante, dura, exigente. El calor le subió desde la base de la espalda hasta la nuca en un solo fogonazo. La tela le apretaba con violencia, casi con dolor, atrapándolo entre su cuerpo y el sofá. Se le escapó un leve suspiro entre los dientes, y clavó la mirada en la tele como si pudiera disimular el infierno que le acababa de estallar entre las piernas.
Marizza lo notó. Claro que lo notó. Sintió el endurecimiento bajo ella, sintió cómo el cuerpo de él se puso rígido, cómo su respiración se volvió más pesada.
Sonrió en silencio.
Por dentro, algo le latía también. Verlo así —vulnerable, tenso, incapaz de esconder lo que le provocaba— la excitaba más de lo que se esperaba. Le gustaba esa mezcla en Pablo: la fuerza contenida, el deseo palpable y la forma en que intentaba resistirse por respeto, por nervio, por su madre caminando a metros. Y sin embargo, su cuerpo hablaba claro. Ella lo sentía todo. El calor. El pulso. La urgencia en cada centímetro donde se tocaban.
—¿Estás bien? —murmuró, suave, con esa falsa inocencia que en ella ya era puro juego.
Pablo apretó la mandíbula. No la miró. Tenía los dedos aferrados al borde del sofá como si el mundo se le estuviera moviendo bajo el cuerpo.
—No te muevas —susurró, con la voz rota. Casi una súplica.
Marizza apoyó la cabeza de nuevo en su pecho. Y se movió. Lento. Apenas. Pero lo suficiente para volver a rozarlo.
Y esta vez, Pablo dejó escapar un gruñido contenido que se le perdió en la garganta. La dureza bajo su pantalón latía sin pudor, encajada bajo el cuerpo de ella. La tela le rozaba cada músculo tenso. Estaba al borde. La sentía en cada fibra. Su trasero redondo, suave, moldeándose exacto contra su excitación, frotando apenas con ese vaivén disimulado que le robaba el aire.
—Marizza... por favor... —insistió, entre dientes, su voz cargada de urgencia, una mezcla de desesperación y deseo contenido.
Ella sonrió contra su cuello, con esa maldita seguridad que lo volvía loco. Y volvió a mover la cadera. Más lento esta vez. Más firme. Frotándose contra su erección con una presión descarada que lo hizo jadear. Cada movimiento era una fricción agónica, perfecta. Ella sabía exactamente lo que hacía. Lo estaba provocando con el cuerpo, con el ritmo, con esa sonrisa que escondía el fuego detrás de sus labios.
Pablo apretó los dientes. Las manos le temblaban. Quería arrancarle la ropa, abrirse el pantalón y enterrarse en ella sin pensar. Pero se obligaba a no hacerlo. Todavía. A aguantar un poco más. A mirarla, a sentirla, a arder.
—¿Dejé el celular en la cocina? —se escuchó la voz de Mora desde el pasillo.
Pablo contuvo la respiración.
—Creo que sí —respondió Marizza, sin levantar la cabeza, sin moverse. Con la voz tranquila de quien tiene todo bajo control.
Unos pasos. Un ruido de bolso. Llaves. Y luego:
—Ya me voy, chicos.
Marizza se incorporó un poco, girando la cabeza hacia la entrada del living.
—¿Vas al centro? —preguntó, como si nada pasara. Como si no estuviera sentada sobre la erección de su novio, como si su faldita no dejara ver casi todo su muslo sobre él.
Pablo solo asintió.
—Sí, me voy con unos amigos. No vendré muy tarde —respondió Mora, sin mirar, y la puerta se cerró.
El silencio cayó como una piedra.
Marizza bajó la mirada... y se encontró con los ojos de Pablo. Ardían. El deseo en ellos era casi insoportable. Un calor eléctrico la recorrió entera. Se inclinó y le dejó un beso lento en el cuello, húmedo, cálido, cargado de deseo, de necesidad. Sintió su piel temblar bajo su boca, y eso la encendió aún más. Entonces se apretó más contra él, buscando su forma con la suya, como si pudiera fundirse en ese cuerpo que la hacía arder.
—¿Todo bien ahora? —susurró.
Pablo soltó el aire. La miró. Tenía la boca entreabierta, los ojos vidriosos, la piel encendida. Se notaba que estaba conteniéndose con todo lo que tenía.
—Sos malvada... —murmuró con una sonrisa torcida, derrotado—. Y te juro que te amo más por eso.
Marizza rió bajito, temblando, con la respiración agitada. Su mano descendió por su torso con una lentitud provocadora, tortuosa, hasta su entrepierna. Lo tocó sobre la tela, con la palma abierta, presionando apenas, sintiéndolo entero—largo, duro, palpitante—latiendo con furia bajo sus dedos. Pablo soltó un jadeo ahogado, cerrando los ojos con fuerza. Estaba a punto de perder el control.
—¿Hace cuánto que no...? —preguntó ella, con la voz ronca, una mezcla perfecta de ternura y hambre voraz, como si la pregunta misma le quemara en la lengua.
Pablo echó la cabeza apenas hacia atrás, la mandíbula apretada.
—No preguntes... —susurró, con la voz completamente tomada por el deseo.
Marizza lo sostuvo con la mirada, intensa, feroz. Y entonces, sin romper ese contacto que los mantenía en vilo, estiró la mano, agarró el control remoto y apagó la tele de un clic seco.
—A la mierda la peli —dijo.
Y sin dudarlo, se incorporó sobre él, lo montó. A horcajadas. Lenta. Decidida. Como si eso hubiera sido lo único que quiso hacer desde que entró por la puerta. Se apoyó con una mano en su pecho para hacer palanca, y con la otra tomó impulso desde el respaldo del sofá. Deslizó una pierna, luego la otra, hasta quedar montada sobre él.
Dejo un suspiro entrecortado al sentirlo duro, firme, bajo la ropa. Su falda se subió de inmediato, arrugándose en su cintura, dejando expuestos sus muslos y el pequeño encaje blanco que apenas cubría su sexo palpitante. Pablo soltó un gruñido bajo, sintiendo cómo su erección, ya dolorosamente tensa, latía contra ella, separado solo por el obstáculo de las telas.
Y se besaron, con urgencia y con desesperación.
El roce de su ropa interior diminuta contra él, el calor húmedo que traspasaba el encaje, lo volvió loco. Marizza se estremeció sobre su dureza, sus caderas moviéndose rozando su erección, inconsciente, que lo hizo apretar los dientes y aferrarse a su cintura con las manos, desesperado por no perder el control.
Ambos gemían bajito, apenas sonidos entre sus bocas.
Se besaban como si quisieran devorarse, los labios chocando torpes, hambrientos, y luego separándose solo para volver a buscarse de nuevo. Las manos de Marizza se enredaron en su cabello, jalándolo suavemente mientras bajaba a besarle el cuello, dejando un rastro de humedad ardiente que lo hizo jadear.
Luego bajó un poco más, rozando su boca por la clavícula de Pablo, su lengua trazando líneas temblorosas en su piel caliente, hasta mordisquear suavemente el borde de su hombro.
Pablo deslizó las manos por su cintura, abrazándola fuerte, como si quisiera fundirla contra él, apretándola más a su cuerpo. Sus caderas se movían, frotándose, rozándose desesperados aún con la ropa puesta, buscando alivio a esa locura de deseo que los incendiaba.
Entre jadeos, sus manos empezaron a luchar torpemente contra los botones de sus camisas.Marizza soltó una risa temblorosa cuando sus dedos fallaron una vez, y terminó ayudándolo a arrancarle la camisa, dejándola caer al suelo sin cuidado. La suya también cayó, arrancada por los dedos urgentes de Pablo que no podían esperar más para tocar su piel desnuda.
El sujetador de Marizza no tardó en seguir el mismo camino.Pablo, temblando, deslizó los tirantes por sus brazos lentamente, disfrutando de cada centímetro de piel que quedaba al descubierto. Cuando sus pechos pequeños quedaron expuestos ante él, algo en su rostro se quebró de puro amor, de adoración brutal.
—Sos... tan sexy —murmuró, su voz quebrada por la emoción, sus manos acariciándola como si tuviera miedo de que desapareciera.
Bajó la cabeza y la besó ahí, en la curva suave de su pecho, dejando un rastro de besos lentos, húmedos, hambrientos hasta llegar a sus pezones. Los atrapó con la boca, primero uno, luego el otro, succionándolos, acariciándolos con la lengua, trazando pequeños círculos sobre ellos, lamiéndolos despacio hasta arrancarle gemidos suaves y desesperados.
Marizza cerró los ojos, arqueándose hacia él, entregándose por completo.Sus dedos se enredaron en su cabello, sujetándolo, rogándole sin palabras que no se detuviera.
Pablo se deleitó en ella, lamiéndola, besándola, adorándola como si fuera sagrada.Alternaba entre succionar sus pezones con hambre creciente y acariciarlos con los labios, dejando pequeños mordiscos suaves que hacían temblar el cuerpo entero de Marizza.
La sostuvo con una mano firme en la espalda, mientras con la otra acariciaba su otro pecho que no estaba siendo atendido por su boca, dejando que sus pulgares rozaran sus pezones erectos en suaves caricias que la hacían gemir y retorcerse sobre su regazo.
Cada beso, cada caricia, era una confesión muda de cuánto la deseaba, de cuánto la amaba.
Cuando sintió que ella temblaba entre sus brazos, Pablo deslizó las manos por la curva de sus muslos, acariciándola despacio. Sus dedos se detuvieron apenas en el borde de su ropa interior, jugueteando con la tela como si dudara, como si quisiera alargar ese instante perfecto un poco más. Ella, impaciente y temblando, rozó su muñeca en un gesto mudo, dándole permiso, pidiéndolo todo.
Entonces, con torpeza, Pablo apartó la prenda, tirando de ella con cuidado, dejándola caer en un rincón olvidado del sofá. Entonces la tocó, encontrándola como ya sabía: húmeda, temblando, latiendo de deseo bajo su mano.
Marizza ahogó un gemido en su hombro, sus uñas arañándole la piel desnuda mientras sus caderas se movían instintivamente contra su mano, desesperada por más.
Los dedos de Pablo juguetearon unos segundos, torturándola, rozando apenas sus pliegues hinchados. La acariciaba lenta y cruelmente, delineando cada curva de su sexo, humedeciéndose los propios dedos con su deseo. Estaba mojada, ansiosa, abierta para él.
Sonrió contra su cuello, devorándola con las manos.
Con un gemido ahogado, Pablo hundió dos dedos dentro de ella, despacio, sintiendo cómo su interior húmedo y apretado se cerraba a su alrededor. Movió los dedos en un ritmo pausado pero firme, deslizándolos dentro y fuera, cada embestida corta arrancándole un estremecimiento a Marizza. Ella soltó un jadeo agudo, su cuerpo convulsionándose ligeramente, aferrándose al respaldo del sofá mientras sus caderas se mecían, persiguiendo el ritmo de su mano, perdiéndose en cada roce.
Pablo la miraba con hambre.
Veía sus labios entreabiertos, temblorosos, el color rojo encendido de sus mejillas, cómo su vientre se contraía buscando más, el brillo de sudor que empezaba a cubrir su piel. Era la cosa más hermosa que había visto en su vida.
Su pulgar buscó su clítoris. Lo rozó suavemente, luego en círculos pequeños, lentos, presionando de manera que cada movimiento le arrancaba un gemido quebrado, una súplica silenciosa.
Marizza gritó suavemente, su cuerpo entero sacudiéndose, su sexo contrayéndose alrededor de sus dedos. Pablo continuó, acariciándola con crueldad deliciosa, sabiendo exactamente lo que hacía, mirándola mientras la destruía de placer. La sintió derretirse, moverse desesperadamente contra él, y esa imagen fue tan brutalmente erótica que sintió que iba a romperse.
Marizza, temblando, sin poder soportarlo más, deslizó la mano entre sus cuerpos hasta encontrar su erección aún atrapada bajo la tela tensa del jean.
Con dedos temblorosos, torpes de ansia, bajó la cremallera, metió la mano y lo liberó, dejando que la dureza palpitante saltara en su palma, caliente, viva. Lo envolvió con la mano temblorosa, maravillándose de la piel tersa, casi sedosa, y la rigidez que latía bajo su tacto.
Pablo soltó un gruñido bajo, gutural, dejando caer su frente contra su hombro, jadeando como si acabaran de arrancarle el aire de los pulmones. Cuando Marizza deslizó la mano a lo largo de toda su longitud en un movimiento lento, Pablo apretó los dientes con fuerza, su cuerpo entero temblando bajo ella, por la necesidad que amenazaba con romperlo.
Se dejó ir un segundo, su aliento golpeándole el cuello caliente y húmedo, mientras sus propios dedos dentro de ella se movían más profundos, más firmes, más desesperados. Su pulgar seguía torturándola, frotando su clítoris en círculos pequeños, incesantes, con la precisión de quien conoce cada rincón, cada estremecimiento de su cuerpo.
—Sos tan linda... —susurró contra su oído, su voz rota, quebrada, un gemido entre sus labios, mientras la sentía retorcerse y apretarse contra sus dedos.
Ambos temblaban, ambos ardían. La masturbación mutua era una danza brutal, íntima, salvaje, donde cada caricia, cada roce de piel contra piel, los empujaba más cerca del borde, de perderse. Cada respiración, cada jadeo atrapado entre sus bocas, era un latido desesperado que pedía más, que rogaba por todo.
Pablo abrió los ojos, como quien se despierta de un sueño, con dificultad.
La miró.
El rostro de Marizza brillaba de deseo, sus mejillas arrebatadas, sus labios entreabiertos, húmedos, su mirada oscurecida por un placer feroz y un amor que lo desarmó en lo más hondo. Pero entonces, la miró, y con un gesto, le rogó silenciosamente, con urgencia, que lo dejara entrar.
Cada músculo de su cuerpo vibraba con el esfuerzo de no devorarla en ese mismo instante.
No hubo palabras.Solo la súplica silenciosa, el temblor de sus manos sobre su piel, la erección firme y palpitante que buscaba a ciegas el calor de ella.
Marizza entendió.
Lo sintió en cada centímetro de su cuerpo, en el latido salvaje entre sus piernas, en la humedad que lo reclamaba solo para él. Sin romper el contacto de sus miradas, Pablo metió la mano en el bolsillo del pantalón caído y sacó el preservativo que había guardado hace días en el bolsillo. .
Marizza lo vio. Sonrió, con la respiración temblorosa. Su voz salió baja, rasgada de deseo.
—¿Siempre llevás uno encima... o sabías que hoy no iba a poder resistirme? —preguntó, con una sonrisa ladeada, mientras lo acariciaba una vez más, suave, lenta, como si disfrutara del poder que tenía entre las manos.
Pablo tragó saliva. Su voz salió ronca, entrecortada.
—No sabía si ibas a venir, ni si mi vieja se iba a ir... pero lo llevo desde hace días, porque no aguanto más sin vos. Te extraño. Te necesito. Todo el tiempo.
Marizza lo miró... y se quedó quieta un segundo. Esa confesión la golpeó en el pecho como un puño suave, lleno de ternura y hambre. Bajó la vista, y entonces lo vio. Estaba duro, hinchado, latiendo por ella. Tragó saliva, sintiendo cómo algo le temblaba muy adentro.
Entonces, lo tomó entre sus manos temblorosas y, con una lentitud provocadora, desenrolló el preservativo sobre él. Sus dedos lo acariciaban más de la cuenta, como si no pudiera evitarlo. Pablo gruñó bajo, sintiendo cómo cada roce le arrancaba el aire y algo más profundo, como si ella le tocara el alma.
Con el pecho agitado, Pablo la sostuvo por las caderas y la guió sobre él con una urgencia brutal. Marizza se frotó lentamente contra su dureza, y cuando el contacto fue directo, húmedo, caliente, los dos soltaron un gemido bajo, perdido entre la respiración.
Pablo cerró los ojos un instante, como si ese primer roce bastara para hacerlo perder el control.
Sus manos le recorrieron los muslos, subiendo por su cintura con un temblor que delataba el deseo. La guió con movimientos torpes, urgentes, y la sostuvo fuerte mientras Marizza bajaba sobre él, lenta, decidida, sintiendo cómo su cuerpo lo acogía, caliente, apretado, abriéndose para él centímetro a centímetro.
El primer contacto fue devastador: crudo, profundo, perfecto.
Ambos gimieron, un sonido roto que vibró en sus bocas entreabiertas mientras sus cuerpos se unían como si hubieran sido hechos el uno para el otro. Se quedaron quietos, temblando, saboreando esa fusión tan esperada, como si el mundo se hubiera detenido solo para ellos.
Fue Marizza quien empezó a moverse, lenta, temblorosa, saboreando cómo él la llenaba con cada roce profundo. Deslizó las caderas hacia adelante y atrás, buscando más, dejando escapar un gemido suave contra su boca.
Pablo la siguió de inmediato, aferrándola por la cintura como si necesitara fundirse con ella. Su boca no se detenía: bajó por su cuello, su clavícula, sus hombros, dejando una línea de besos y mordiscos suaves que la hicieron estremecer.
—Te amo... —susurró contra su piel caliente, la voz ronca, quebrada, como si esas palabras se le escaparan desde el fondo del pecho.
Ella respondió besándolo de nuevo, desesperada, hundiendo las manos en su cabello mientras seguía montándolo con una mezcla de dulzura y urgencia salvaje. Cada embestida lenta la hacía gemir más alto, más roto, perdiéndose en el vaivén ardiente de sus cuerpos chocando, húmedos, ansiosos, rendidos.
La fricción de sus cuerpos sudorosos, los jadeos entrecortados, el golpeteo sordo del sofá contra la pared, todo componía una música privada, íntima, brutalmente hermosa.
Pablo no podía dejar de mirarla: la tenía encima, hecha un desastre perfecto de deseo y amor. Sus labios entreabiertos, las mejillas encendidas, la curva de sus pechos saltando con cada movimiento... todo en ella lo reclamaba.
Y él quería grabarla así para siempre. En la piel. En el alma.Quedarse a vivir en ese instante.
Con el tiempo, el vaivén de sus caderas se volvió más errático, más urgente. Marizza cabalgaba sobre él con movimientos cada vez más rápidos, más erráticos, mientras Pablo, con la mandíbula apretada, la sostenía con fuerza por la cintura, jadeando contra su cuello. La sentía estremecerse, apretarlo en cada embestida, y la necesidad de tenerla aún más cerca se volvió insoportable.
Hundió el rostro en el hueco de su cuello, temblando, mientras sus manos recorrieron su espalda, bajando por su cintura, sus caderas, hasta aferrarse con desesperación a su trasero, ayudándola a moverse, a guiarla en un ritmo más salvaje. La fricción, el calor, el roce húmedo entre ellos lo desbordaba. Un gemido bajo, gutural, se le escapó sin control.
El placer lo trepaba como una ola feroz, incontrolable. Estaba a punto de romperse, y lo sabía. Tenía que cambiar el ritmo si quería saborearla un poco más.
La necesidad lo desbordó. No pudo resistirlo más.
Con un gruñido bajo, la abrazó con fuerza, la apretó contra su pecho y, entre una risa ronca y un suspiro tembloroso, la tumbó bajo él en el sofá. Marizza soltó una carcajada suave, espontánea, que le vibró en el pecho como una descarga dulce. Sus narices chocaron torpes, y entre risas, ella murmuró algo travieso que lo hizo sonreír contra su boca.
El olor de su piel —una mezcla de perfume y sudor tibio— lo embriagó, arrancándole un gemido oscuro mientras volvía a besarla, con hambre, con urgencia, con esa sensación de que el tiempo se deshacía entre sus labios.
En el forcejeo, sus piernas se enredaron, la falda subió hasta la cintura, la piel de sus muslos rozando contra la suya. Pablo se deshizo del pantalón a toda prisa, sin dejar de besarla ni de acariciarla como si necesitara confirmarse que todavía era real. Sus manos la recorrieron con desesperación.
Y entonces, volvió a hundirse en ella. Lento. Profundo.
Ambos gemieron al unísono, al sentir esa unión otra vez. Ella lo rodeó con las piernas, apretándolo con fuerza. Él la llenó por completo.
Esta vez, el ritmo bajó.
Se movía dentro de ella como si quisiera memorizar cada segundo: los suspiros que escapaban de su boca, los temblores que le recorrían la espalda. La acariciaba con las manos abiertas, recorriendo su cintura, sus pechos, sus muslos, como si quisiera grabar cada curva en su piel.
La besaba sin pausa, susurrándole palabras dulces, rotas, entre embestidas lentas. Y ella le respondía envolviéndolo con las piernas, apretándolo más, su boca buscándolo en cada beso, su respiración entrecortada fundiéndose con la suya. Sus cuerpos se movían juntos en una danza lenta, ardiente, hecha de amor y entrega.
—Mi amor... —jadeó ella, hundiendo las manos en su cabello desordenado, sintiendo su calor, su temblor.
Pablo cerró los ojos, temblando, y empujó dentro de ella con lentitud, en un movimiento íntimo y profundo. La sintió envolverlo, cálida, húmeda, perfecta. Su cuerpo se abrió para recibirlo, adaptándose a él como si no pudiera haber otro lugar posible.
Un jadeo desgarrado escapó de ambos labios.
Pablo se aferró a sus caderas, hundiéndose más, más hondo, su cuerpo empapado en amor y deseo. Cada embestida era una confesión muda, de amor.
Marizza arqueó la espalda, gimiendo contra su boca, sintiéndolo llenarla en cada vaivén. Se sujetó de sus hombros, las uñas dejando marcas sobre su piel ardiente, moviéndose con él, más cerca, más dentro. Los movimientos eran lentos, sentidos. Pablo la besaba por todos lados: el cuello, la mandíbula, los labios, jadeando entre suspiros rotos.
Pero el amor y la necesidad crecieron, imparables. El ritmo se aceleró, las embestidas se volvieron más urgentes, más profundas, como una ola feroz arrastrándolos al borde.
Pablo sabía que no aguantaría mucho más.
Sentía el orgasmo treparle como fuego, brutal y creciente. Cada músculo de su cuerpo estaba al límite. Marizza lo rodeaba, lo apretaba, lo recibía con una calidez que lo desarmó. Cerró los ojos, la mandíbula tensa, el pecho latiendo con fuerza.
—Marizza... —jadeó, su voz rota, apenas un murmullo nacido del fondo del alma.
Y entonces se rompió.
El placer lo atravesó como un relámpago. Su cuerpo se sacudió en un espasmo violento; el aire se le fue de golpe. Se aferró a ella, enterró el rostro en su cuello, gimiendo contra su piel. No podía moverse. No podía pensar. Solo sentir.
Se corrió profundo, entero, con una intensidad que casi lo hizo llorar.
Y ella lo sostuvo.
Marizza no dijo nada. Solo le acarició el cabello con una lentitud infinita, enredando los dedos en sus rizos húmedos, mientras lo sostenía contra su pecho. Su otra mano le rodeó la espalda, su boca rozando su sien con un silencio que calmaba. Pablo seguía con los ojos cerrados, su cuerpo aún temblando. Tardó en recuperar el aliento, en volver del todo.
Pero ella seguía ahí. Abrazándolo.
No hacía falta hablar.
Permaneció encima suyo, en silencio, con la mejilla apoyada contra su cuello, mientras la brisa de la tarde entraba tibia por la ventana. Él cerró los ojos por un instante más, respirándola. Le acarició el costado con ternura, y le besó el hombro con un roce lento, agradecido.
Finalmente, cuando pudo moverse, se incorporó. La miró.
Marizza también lo miraba, con una sonrisa tranquila, desordenada. Tenía la piel sonrojada, el cabello revuelto, los labios entreabiertos. Era todo lo que necesitaba.
Pero algo en su gesto le hizo detenerse. Pablo ladeó la cabeza, bajó una mano hasta acariciarle la mejilla con el dorso de los dedos.
—¿Llegaste? —preguntó con suavidad, la voz todavía ronca, quebrada.
Marizza hizo un pequeño puchero, bajó la mirada apenas, y murmuró, con una sonrisa ladeada, dulce y desordenada:
—No... —admitió, encogiéndose de hombros suavemente—. Pero me dejaste temblando igual.
Y él lo entendió todo.
No dijo nada. Solo bajó la mirada a su cuerpo con adoración renovada, y luego, sin romper el contacto visual, se deslizó lentamente entre sus muslos.
Sabía exactamente qué tenía que hacer.
La besó primero en la parte interna del muslo, despacio, con una delicadeza que parecía devoción. Marizza soltó un suspiro leve; sus piernas relajándose, abriéndose para él como una flor exhausta. No había urgencia. Solo entrega. Solo él bajando por su cuerpo con una ternura que la desarmaba.
La sujetó por las caderas, como siempre hacía, con una firmeza cálida, mientras se acomodaba mejor entre sus piernas. El calor de ella, húmeda, palpitante, lo envolvió incluso antes del primer contacto. Pablo aspiró su aroma, ese perfume íntimo que lo atravesaba, que le hablaba de todo lo que ella era. Todo lo que era suya.
Y entonces, la besó.
Ahí.
Su lengua bajó suave, precisa, encontrando su clítoris con una caricia húmeda, larga, que hizo que Marizza soltara un gemido agudo, roto, sorprendido. Él sonrió contra su piel, sabiendo que esa vibración también le había llegado. La sostuvo mejor, acomodó sus piernas sobre sus hombros, y comenzó a lamerla despacio, en círculos firmes y entregados.
No buscaba hacerla acabar rápido.
Buscaba devolverle el alma.
Jugaba con ella, alternando caricias suaves con otras más profundas, más precisas. Su lengua se deslizaba entre sus pliegues hinchados, saboreando cada rincón, cada estremecimiento. Cuando sentía que se tensaba, bajaba un poco, cambiaba el ritmo, dejaba un beso, como si le diera permiso para respirar.
Y luego volvía.
Una de sus manos subió por su abdomen, acariciándolo en línea recta hasta sus pechos. Rozó la curva suave, luego el pezón, apenas con la yema de los dedos, mientras su boca seguía devorándola con una concentración total. En ese instante, no existía nada más que ella: su placer, su cuerpo entregado bajo él.
Marizza jadeaba, la espalda arqueándose contra el sofá. Sus manos se aferraban al cojín, sus piernas temblaban sobre los hombros de Pablo. Su cuerpo se ofrecía entero a cada caricia, cada lamida. Las caderas se movían solas, buscándolo, persiguiendo ese ritmo que la empujaba al borde.
—Pablo... —susurró, como si su nombre se le escapara de otro mundo.
Él alzó la vista. Sus ojos, ardían de deseo. Gruñó contra su piel, grave, y ese sonido vibró directo en ella.
Entonces, metió un dedo dentro.
Despacio, tierno, pero firme. Luego otro. Y su lengua no no se detuvo, lamiendo con esa dedicación paciente que la volvía loca. Marizza soltó un grito breve, ahogado, su espalda despegándose del sofá en un espasmo dulce, su sexo contrayéndose alrededor de sus dedos.
—Eso es... mi amor... así —murmuró Pablo, apenas apartando la boca un segundo para hablarle contra la piel húmeda.
Volvió a lamerla, más firme, más profundo. Cada círculo de su lengua era exacto, decidido, como si conociera cada estremecimiento suyo. Sus dedos dentro de ella buscaban ese punto preciso, ese lugar que la hacía gemir sin pensar.
Marizza sollozaba su nombre, con los ojos cerrados, el cuerpo temblando. Flotaba entre el placer y el abandono, aferrándose apenas al sonido de su voz.
Y entonces, se vino.
El orgasmo la arrasó como una ola, salvaje y dulce, desgarrándole un gemido que le brotó desde el pecho. Su cuerpo se arqueó, tembló, se contrajo sobre sus dedos, mientras Pablo la sostenía, guiándola a través del temblor.
Solo cuando ella soltó un gemido largo, exhausto, tembloroso, y se desmoronó sobre el sofá como si ya no pudiera más, Pablo levantó la cabeza.
Sus labios brillaban, sus ojos estaban encendidos de ternura, de orgullo, de amor.
Se arrastró sobre su cuerpo lentamente, y sin decir nada, la abrazó. Se quedó mirándola unos segundos, como si no pudiera arrancarse de esa imagen.
Finalmente, con un suspiro tembloroso, se separó despacio de su cuerpo, besando apenas su vientre antes de incorporarse. Se puso de pie tambaleante, todavía con la respiración desacompasada, y caminó desnudo hasta el baño. Cada paso le costaba, como si su cuerpo siguiera vibrando del temblor de ella.
Dentro del baño, con movimientos lentos, se quitó el preservativo, lo desechó y se limpió apresuradamente, apenas pasando agua fría por su rostro. Se miró en el espejo: los ojos desenfocados, el cabello revuelto, el cuerpo cubierto de marcas de sus uñas, de su boca, de ella. Y sonrió.
Volvió al living.
Y ahí estaba Marizza.
Tendida en el sofá, exactamente como la había dejado.La falda enrollada sobre su cintura, sus muslos aún desnudos, húmedos, abiertos, abandonados. Su cabello revuelto como una corona desordenada sobre el cojín. Sus labios entreabiertos, sus mejillas encendidas, sus pestañas aún temblando levemente. No se había cubierto. No había intentado arreglarse. Seguía ahí, expuesta, perfecta, suya.
Pablo sintió que algo en el pecho se le quebraba de puro amor.
Sin vergüenza, sin pensarlo, sin necesitar nada más, se dejó caer encima de ella, apoyando su cuerpo desnudo sobre el suyo, enredándola en un abrazo que fue más una plegaria que un gesto. Hundió la frente en el hueco de su cuello, respirándola, cerrando los ojos como si pudiera desaparecer dentro de ella.
Marizza no se movió.
Solo le rodeó la espalda con los brazos, sus manos acariciándolo despacio, recorriendo con la punta de los dedos los surcos de sus omóplatos, el músculo tenso de su cintura, como si quisiera dibujarlo de memoria en su piel. Todavía temblando. Le besó el cuello, despacio, con la respiración aún agitada. No hacía falta nada más. Ni una palabra. Solo sus cuerpos unidos otra vez, sus respiraciones mezcladas, los corazones latiendo al mismo ritmo.
Y así se quedaron.
Enredados, respirándose, latiendo juntos en el silencio.
Sin vergüenzas.Sin máscaras.Sin más mundo que ellos dos.
Hasta que el tiempo dejó de importar.
******
La habitación seguía vibrando en esa calma. Pablo todavía la abrazaba fuerte, como si al soltarla corriera el riesgo de perderla. Marizza acariciaba su espalda mojada con la yema de los dedos, sin apuro, disfrutando del temblor que aún los envolvía. Sentía la respiración de Pablo chocar suave contra su cuello, y por un momento se permitió cerrar los ojos, perderse en ese abrazo donde el tiempo parecía suspenderse.
El silencio entre ellos no pesaba.Era un silencio lleno de significado, lleno de amor.
Pero sabían que no podían quedarse así mucho tiempo. La amenaza de que Mora llegara en cualquier momento aún flotaba en el aire, invisible pero latente. Con un suspiro resignado, Pablo la besó una última vez en la frente antes de separarse apenas, sus dedos deslizándose lentos por su cintura, como si le costara dejar de tocarla.
—Tenemos que movernos —murmuró con una sonrisa ronca, acariciando la curva de su cadera.
Marizza asintió, aunque tampoco parecía tener demasiadas ganas de soltarse de él. Se incorporó lentamente, su falda arrugada deslizándose sobre sus muslos desnudos, mientras Pablo la miraba como si nunca pudiera saciarse de verla.
Ella recogió su ropa del suelo —su camiseta y su ropa interior— mientras reía bajito, el cabello revuelto cayéndole por los hombros.
—Menos mal que Mora no llegó —murmuró, echándose el pelo hacia atrás con una mano, todavía desbordante de vida.
Pablo soltó una carcajada ronca desde el sofá, apoyando la cabeza en el respaldo, mirándola embobado.
—Hubiera sido nuestro funeral —bromeó, aunque su mirada ardía, oscura, encendida de nuevo.
La seguía con los ojos, devorándola sin pudor. Su cuerpo reaccionó al instante: el deseo renovándose como un latigazo feroz, palpitante, inevitable. Su erección volvía a formarse.
Marizza, solo vestida con la falda desordenada, caminaba tranquila, confiada, radiante.Cada pequeño movimiento suyo era una provocación inconsciente, cada curva suya un recordatorio brutal de lo que acababan de compartir.
Pablo se levantó despacio, desnudo, la alcanzó en dos pasos, la abrazó por detrás, presionándola firmemente contra su trasero medio desnudo.
Marizza soltó una risa sorprendida... y entonces lo sintió: la dureza de su excitación, evidente, palpitando contra su espalda.
—¿Te duchas conmigo? —susurró él, su voz ronca, vibrando contra su oído.
—Pablo... —susurró, entre divertida y tentada.
Él sonrió contra su cuello, rozándole la piel con los labios.
—¿Te acordás qué pasó la última vez que nos duchamos juntos? —murmuró, su voz ronca, peligrosa.
Marizza dejó escapar una risita, agachando un poco la cabeza.
—¿De verdad me estás preguntando eso ahora? —bromeó, girando apenas el rostro.
Pablo deslizó sus manos por sus costados, subiendo lento por su vientre, acariciándola descaradamente. Sus dedos rozaron la base de sus pechos, haciéndola arquearse ligeramente contra él.
—Te apoyé contra la pared... —susurró en su oído—. Y terminaste temblando, mordiéndome el hombro para no gritar...
Marizza cerró los ojos, estremeciéndose bajo su toque.
—¡Pablo! —protestó entre risas jadeantes—. ¡Acabamos de estar juntos! ¿Cómo podés tener ganas otra vez?
Pablo rió grave, su aliento quemándole la piel.
—¿Cómo no voy a tener ganas de nuevo...? —murmuró, sus manos acariciándola más abajo, justo al borde de la falda—. Estás acá... con esa falda que me vuelve loco... medio desnuda... sonriéndome como si no supieras todo lo que me hacés...
Marizza, sabiendo que iba a perder el control, se giró de golpe y apoyó las manos en su pecho para separarlo.
—¡Ducha fría, Pablo! —ordenó, divertida pero urgente.
Pablo frunció el ceño, sin soltarla.
—Sos cruel... —murmuró contra sus labios, su voz grave, cargada de deseo.
Ella se rió bajito, nerviosa.
—¡No es eso! —explicó, empujándolo de nuevo—. ¡Tu mamá puede llegar en cualquier momento! ¡Nos puede ver así!
Pablo soltó un gruñido teatral, dándole un último beso en el cuello antes de separarse. Se alejó hacia el baño, pero antes de entrar, se giró con esa sonrisa lenta y peligrosa:
—Igual voy a pensar en vos... —murmuró, dejando claro en su mirada exactamente cómo iba a hacerlo.
Marizza se acabo de poner la ropa y se dirigió hacia la cama de Pablo, desde donde podia ver el baño perfectamente. Se dejó caer en la cama, riendo bajito, con el cuerpo aún vibrándole de deseo. Se había puesto la camisa a medias, pero su falda seguía arrugada y alta sobre sus muslos, descuidadamente provocativa, como si no pudiera —o no quisiera— ocultar todo lo que acababan de compartir.
Desde allí, tumbada sobre las sábanas revueltas, podía ver la ducha abierta. El vapor empezaba a deslizarse por el marco de la puerta entreabierta, espesando el aire como una niebla tibia.
Y entonces lo vio.
Pablo, de pie bajo el agua, la cabeza inclinada hacia atrás, dejando que los hilos cristalinos resbalaran lentos por su cuello, su pecho tenso, su vientre firme, hasta perderse más abajo. Cada gota parecía recorrerlo como una caricia, deslizándose por su piel dorada, marcada por los latidos del deseo.
Sus manos vagaban lentamente sobre su torso, una danza provocadora e inconsciente.
Y luego, sin disimulo, bajó la mano. Se tocaba. Lento. Firme. Vulnerable. Su erección, dura y palpitante bajo el agua, reclamándola en cada movimiento desesperado de su mano. Masturbándose a consciencia de que le miraba.
La humedad se encendió entre las piernas de Marizza como una chispa que no necesitaba más para arder. Deslizó su propia mano bajo la falda sin pensarlo demasiado, rozándose apenas sobre la ropa interior, sintiendo la electricidad recorrerle el cuerpo entero. Se removió en la cama, las sábanas arrugándose bajo ella, jadeando, estremeciéndose.
Lo miraba.Y él la miraba.
Sus ojos eran fuego puro.
No podía más. Se incorporó, su respiración entrecortada, su corazón golpeándole las costillas, y caminó hacia la ducha, la camiseta mojándose en su espalda, la falda desordenada flotando a su alrededor.
Se detuvo frente al vidrio empañado. Su voz, temblorosa y baja, apenas fue un susurro:
—Salí... —pidió.
Pablo la vio en su rostro la necesidad cruda. Cerró la llave. El agua cesó. Empujó la puerta, dejando que el vapor los envolviera, y salió hacia ella. Marizza tembló, pero no retrocedió. Dio un paso, y sin apartar los ojos de su cuerpo, cayó de rodillas frente a él.
Jamás, jamás se había imaginado haciendo algo así. Nunca. Nunca con nadie. Nunca de esa manera. Pero era Pablo. Era él. Él le arrancaba los miedos, la vergüenza, cualquier límite que alguna vez hubiera creído tener. Él la volvía salvaje y tierna a la vez. Solo él.
Apoyó las manos en sus muslos tensos, subiendo lentamente, sintiendo el calor vibrante que desprendía su piel. Lo besó primero en la cadera, en el vientre, dejando un roce húmedo que le arrancó un gemido grave.
El olor a agua, a piel mojada, a deseo contenido la mareó. Era demasiado. Era él. Y entonces, abriendo la boca, lo recibió.
Lento. Profundo.
La lengua de Marizza se movía despacio, con una ternura desesperada, como si cada roce fuera una forma de decirle todo lo que nunca había sabido cómo poner en palabras. Lo lamía en círculos suaves, con devoción y hambre. Mientras lo hacía, mientras lo sentía latir en su boca, deslizó una mano entre sus propias piernas. Se tocaba con el mismo amor crudo, la misma desesperación dulce.
Pablo cerró los ojos, su mandíbula tensándose hasta doler.
Un gemido ronco escapó de su garganta, su cuerpo endureciéndose, sus manos enredándose en su cabello. Cuando volvió a mirar, la vio: Marizza seguía ahí, adorándolo con la boca, mientras su otra mano se movía bajo la falda, acariciándose con el mismo ritmo lento, devastador.
—Eso... —jadeó, su voz rasgándose—. Tocáte...
La visión fue demasiado. Su mano escondida bajo la tela, el temblor de su cuerpo, esa entrega sin pudor... Pablo se aferró al borde del mueble del baño, tambaleante, sus dedos hundiéndose en la madera mojada.
Las caderas se le movían solas, inconscientes, buscando más, pidiendo todo. Cada lamida le arrancaba un jadeo bajo, casi animal. Todo él temblaba, al borde.
Marizza lo sostuvo con la boca, con sus manos, con su amor. Y cuando él intentó apartarla, ella alzó la vista. Sus ojos, grandes, oscuros, húmedos de deseo y entrega, lo anclaron al instante. Pablo soltó un gemido quebrado, su mano aún enredada en su cabello como si no pudiera soltarla.
Ella seguía tocándose mientras lo tenía en la boca, cada vez más desesperada, más torpe de placer. De repente, un gemido ahogado vibró contra él. Su cuerpo se sacudió. El orgasmo la atravesó como un relámpago mudo, arrancándole el aliento mientras seguía abrazándolo con los labios.
Pablo la sintió temblar. Vio cómo apretaba la falda entre los dedos, cómo gemía suave contra su piel. Y eso lo rompió.
Cuando ella volvió a mirarlo —con los ojos ardiendo de amor y rendición absoluta—, Pablo se rindió.
—No... no voy a aguantar... —jadeó, la voz temblorosa, casi un susurro.
Ella no se apartó. Siguió, con esa ternura feroz, con una entrega total que lo destrozó de amor.
Y entonces, desbordado, su cuerpo se arqueó. Un gemido ronco, brutal, escapó de su garganta mientras se corría en su boca, temblando hasta lo más profundo.
Se vació por completo. Y Marizza no lo soltó. Lo sostuvo, lo acarició, lo amó.
Cuando al fin pudo moverse, Pablo acarició su mejilla con infinita delicadeza, la ayudó a incorporarse y la abrazó fuerte. Sus frentes se tocaron. Sus corazones, aún desbocados, latían al mismo ritmo.
—Sos... lo mejor que me pasó en toda mi puta vida —susurró contra su frente.
Marizza sonrió contra su pecho, su cuerpo aún vibrando de amor y deseo. Se abrazaron largo rato, en silencio.
Entonces, Pablo, con una ternura, preguntó:
—¿Segura que no querés ducharte conmigo? —murmuró, acariciándole la mejilla—. Te juro que no voy a hacer nada, no puedo moverme... me dejaste hecho mierda, Marizza.
Ella levantó la cabeza, todavía jadeante, con una sonrisa ladeada y una chispa de burla en los ojos. Le dio un golpecito suave en el pecho.
—¿Y confiar en que te vas a portar bien? —susurró, divertida, enarcando una ceja—. Ni en pedo, Bustamante. Primero vos... después yo... Antes de que se te ocurra otra de tus "genialidades".
Pablo soltó una risa grave, arrastrada, el cuerpo aún vibrándole de ternura.
—Pará, che... —bromeó, bajando la voz—. Ahora no fui yo el que vino a devorar al otro —le dijo, con una sonrisa lenta, mirando hacia el baño con descaro.
Marizza frunció el ceño de mentira, dándole otro golpecito, esta vez más fuerte.
—¡Porque vos me provocaste desde la ducha, pelotudo! —se quejó entre risas.
—Vos me provocás siempre, Marizza —replicó él, su voz ronca, acercándose para besarla rápido en la sien, con un roce que le estremeció hasta la punta de los pies.
Se miraron. Y en esa mirada, cargada de calor, de hambre apenas contenida, entendieron todo sin decir nada. La respiración de ambos se volvió más pesada, el aire entre ellos vibró, denso, eléctrico. Era tan fácil caer otra vez. Bastaba un roce, una palabra mal dicha, un suspiro más profundo.
Pablo ladeó apenas la cabeza, sus ojos encendidos, bajaron a sus labios, como pidiéndolos. Marizza sintió el tirón en el estómago, ese latido agudo y reconocible que siempre le nacía cuando él la miraba así. Era físico, sí. Pero no solo eso. Era como si su cuerpo entero recordara, una y otra vez, que lo quería. Que lo necesitaba.
¿Otra vez?, pensó, el pecho apretado, la piel aún sensible de tanto amarlo. ¿Otra vez con ganas de gachar, después de que ya lo hicimos dos veces? ¿Qué carajo tiene este pibe que me enciende incluso cuando debería estar exhausta?
Pero no era solo sexo. No era solo deseo. Era esa manera brutal en la que la tocaba sin tocarla. Esa forma de hacerla sentir deseada, vista, viva. Como si él pudiera leerle el cuerpo desde la mirada. Como si, con una simple inclinación de la cabeza, le dijera: te quiero entera, otra vez, ahora mismo, aunque no pueda más.
Y ella... ella se moría por rendirse.
Pero entonces, la realidad se le impuso: Mora podía aparecer en cualquier momento.
Rodó los ojos, como si pudiera sacarse de encima el temblor que le recorría la espalda, fingiendo resignación. Lo empujó con suavidad hacia el baño, aunque en el fondo lo que quería era tirarse con él bajo el agua y dejar que todo ardiera otra vez.
—¡Andá de una vez, Pablo... —susurró entre risas— no me hagás tener que volverte a dejar hecho mierda antes de que abras la canilla! —y le lanzó una mirada rápida, descaradamente provocadora.
Pablo obedeció con una sonrisa torcida, caminando hacia el baño con esa lentitud peligrosa que él sabía usar cuando quería tentarla. Justo antes de desaparecer entre el vapor, se giró y murmuró con una media sonrisa, ronca:
—Tentame un poco más... y no respondo.
Y mientras el vapor lo tragaba como una cortina, no pudo evitar pensar:
¿Cómo puede ser que la desee más cada vez que la toco? Me deja vacío... y al mismo tiempo, nunca me alcanza.
—Andá, Pablo, andá... —repitió Marizza, divertida, yendo a la cama y enterrando la cara en la almohada para no tentarse de verdad.
Marizza lo miró de reojo mientras él desaparecía tras el vapor que empezaba a llenar la habitación, su silueta desdibujándose como un espejismo. Era imposible no amarlo así. Tan descarado.
Intentó no seguir mirándolo, pero sus ojos se escaparon sin remedio hacia la figura de Pablo, apenas visible entre el vaho espeso. Lo vio pasar las manos por su cabello mojado, el agua resbalándole en hilos lentos por la espalda, y sintió cómo su cuerpo respondía otra vez, traicionándola. Mordió su labio inferior, sabiendo que si seguía contemplándolo un segundo más, iba a terminar olvidando todo. Necesitaba distraerse. Ya.
Marizza lo llamó desde la cama, su voz cargada de una dulzura peligrosa:—¡Pablo! ¿Puedo usar tu portátil?
Desde el baño, Pablo soltó una risa grave:
—¡Todo tuyo, provocadora! —jadeó desde la ducha—. Pero si te me quedás mirando otra vez así... te voy a devorar antes de que llegues a encenderlo.
—¿Devorarme? —repitió en tono de burla—. ¡Si apenas podés mantenerte en pie después de lo que te hice! —y soltó una carcajada traviesa.
Desde el baño, Pablo asomó la cabeza entre el vapor, el cabello chorreando agua sobre su frente, y le lanzó una sonrisa ladeada, divertida y peligrosa al mismo tiempo.
—No te me pongas bocona, que salgo ahora mismo y te hago acabar gimiendo mi nombre en cinco minutos...
Ella soltó una risita aguda, rodando sobre la cama para encender el portátil mientras murmuraba para sí:
—Hombres... puro chamuyo —pero su sonrisa traicionaba el calor que todavía le recorría la piel.
Pablo soltó una carcajada grave desde la ducha.
—¡Chamuyo, sí! —le gritó—. Pero bien que todavía te tiemblan las piernas, nena...
Marizza soltó una risita nerviosa, escondiendo la cara en la almohada mientras su cuerpo se estremecía, traicionándola de nuevo. Desde la ducha, Pablo remató, descarado:
—Si querés comprobarlo... te espero acá, sin manos.
Ella soltó una carcajada aguda, lanzándole una almohada hacia el baño, que rebotó en la puerta entreabierta, mientras su risa llenaba toda la habitación.
Marizza encendió la pantalla del portátil, todavía mordiéndose el labio para contener esa sonrisa absurda que luchaba por escapar. El cuerpo aún le vibraba, tibio y desordenado. Sus dedos se movían lentos sobre el teclado, casi por inercia, mientras su mente seguía flotando en la escena de minutos atrás.
Pablo estaba en la ducha. El sonido del agua seguía cayendo, lejano, como si proviniera de otro mundo.
Y ella... ella no podía dejar de pensar en lo que acababa de pasar. No solo el sexo, no solo el deseo. Sino él. Lo que le había dicho. Lo que le había hecho sentir. Se abrazó a sí misma un segundo, como queriendo contener toda esa emoción que le vibraba por dentro, que la hacía sonreír sin motivo.
Pensó en el pasado. En todo lo que les había costado llegar hasta ese punto. En cuántas veces había dudado si ese amor valía la pena. Y en cómo, cada vez que lo tenía cerca, lo confirmaba sin dudar.
Respiró hondo, volviendo lentamente al presente.Movió el ratón sobre la pantalla. La bandeja de entrada se actualizó. Un nuevo correo, en negrita.
"Congratulations, Marizza Andrade."
El estómago se le hundió como en caída libre. Sin apenas respirar, abrió el mensaje y leyó rápidamente:
"We are pleased to inform you that you have been accepted into the New York Academy of Performing Arts for the upcoming academic year..."
Un grito entusiasta estalló desde lo más profundo de su pecho, saltó de la cama y comenzó a dar saltos por la habitación agitando los brazos en el aire.
—¡Ay, Dios mío! ¡Pablo! ¡Pablo, no lo puedo creer! ¡Me aceptaron, carajo, me aceptaron!
Pablo apareció en la puerta del baño con una toalla anudada alrededor de la cintura, gotas de agua aún deslizándose por su piel, confundido pero sonriendo ante el estallido tan típicamente "Marizza".
—¿Qué pasó? —preguntó divertido, mientras la veía correr y saltar por la habitación.
Marizza se giró hacia él, sus ojos enormes brillando como nunca, llenos de lágrimas de emoción.
—¡Me aceptaron en Nueva York, Pablo! ¡Me voy a Nueva York! —gritó, corriendo hacia él.
Pablo abrió los brazos justo a tiempo para atraparla en su impulso, levantándola en el aire y apretándola contra su pecho con fuerza. Marizza sintió cómo su piel húmeda se pegaba a su ropa, contagiándola del calor y del latir descontrolado de su corazón. Con suavidad, Pablo inclinó la cabeza para darle un beso tierno en la frente, cerrando los ojos un instante, saboreando su felicidad.
—Sabía que lo lograrías —le susurró suavemente contra el cabello, prolongando ese abrazo todo lo posible.
Marizza rio entre lágrimas, aferrándose a él con desesperación y alegría a partes iguales. Las emociones eran demasiado intensas para contenerlas.
Entonces, casi sin pensar, preguntó suavemente:
—¿Y vos? ¿Recibiste alguna respuesta?
Pablo tomó una respiración profunda, manteniéndola abrazada mientras reunía fuerzas. Finalmente, se apartó apenas lo suficiente para mirarla a los ojos, manteniendo cerca su rostro, incapaz de romper por completo el contacto.
—Marizza, yo... nunca envié mi solicitud. Con todo lo de mi viejo y... no sé, todo se complicó y simplemente se me pasó.
Los ojos de Marizza se abrieron aún más, sorprendidos, confusos, vulnerables.
Un silencio pesado cayó entre ellos, llenando cada rincón de la habitación, hasta que Marizza, con la voz temblorosa y el corazón latiendo aceleradamente contra su pecho, preguntó:
—Entonces... ¿no te vas a venir conmigo?