ID de la obra: 911

Marizza & Pablo - Tercera temporada (Pablizza)

Het
NC-17
Finalizada
0
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
505 páginas, 191.839 palabras, 31 capítulos
Descripción:
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Capítulo 27

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Pablo tragó saliva, sus manos todavía aferradas a la cintura de Marizza como si soltarla fuera sinónimo de perderla para siempre. —No lo he pensado mucho —admitió, su voz ronca, llena de una honestidad que le quemaba en la garganta—. Pero quiero estar con vos, Marizza. Quiero estar donde estés vos. Ella parpadeó, con el corazón en un puño. Lo miraba como si cada palabra suya fuera una promesa... y al mismo tiempo, una amenaza. —¿Querés venirte conmigo... aunque no tengas nada allá? —preguntó en voz baja, entre incrédula y asustada. Pablo asintió, sonriendo de lado. —Tal vez no tenga universidad, ni beca, ni... un plan —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero sé que quiero estar con vos. Eso me alcanza. Marizza sintió un nudo apretándose en su estómago. Bajó la mirada, apretando los labios. —¿Y si después te arrepentís? —soltó, la voz quebrándose apenas—. ¿Y si un día te levantás en Nueva York, sin nada, sin nadie más que yo, y me odiás por eso? Pablo frunció el ceño, el dolor surgiendo en su expresión. —¿De verdad pensás que podría odiarte? ¿Después de todo lo que hicimos para llegar hasta acá? —No lo sé —susurró ella, sacudiendo la cabeza—. No sé nada. Sólo sé que no quiero ser la razón por la que sientas que arruinaste tu vida. Él soltó una risa amarga, pasando una mano nerviosa por su cabello mojado de la ducha. —¡No te estoy diciendo eso! ¡Te estoy diciendo que quiero estar con vos! ¿Tan difícil es creerme? —¡No es eso, Pablo! —exclamó ella, dando un paso atrás—. Es que yo te conozco. Y tu sueño nunca ha sido seguirme a Nueva York. Es otro. Pablo parpadeó, confundido. —¿Qué decís? Marizza lo miró, con los ojos llenos de lágrimas contenidas, pero con una determinación tan honesta que dolía. —La música, Pablo. Eso es lo que vos querés. Eso es lo que siempre quisiste. No era Nueva York. No era seguirme a mí. Era estar arriba de un escenario, escribir canciones, vivir de eso. —Se le quebró un poco la voz, pero siguió—. No podés olvidarte de eso sólo porque me querés. Él abrió la boca para responder, pero no encontró palabras. —Si vas a venir —siguió Marizza, más suave, como si lo acariciara con las palabras—, que sea porque también ves un camino para vos. Porque vas a buscar tocar, producir, componer, no sé... ¡Algo que te haga vibrar! —Se le escapó una risa triste—. No puede ser que tu único plan sea "seguir a Marizza". Pablo bajó la mirada, el pecho subiéndole y bajándole agitado. —¿Y si quiero estar con vos más que cualquier otra cosa? —Entonces —susurró ella—, algún día vas a odiarme por seguirme y no estar haciendo lo que vos realmente querés. Se quedaron en silencio, con la respiración agitada, mirándose como si el mundo entero pendiera de un hilo. —¿Querés venirte a Nueva York? —preguntó Marizza, con voz temblorosa pero firme—. ¿De verdad querés? No por mí. Por vos. -Miró profundamente a sus ojos y entonces le dijo: - ¿Qué te dice tu estómago, Pablo? Pablo tragó saliva, dudando por primera vez. Como si recién en ese momento se diera cuenta del peso de sus propias decisiones. Y justo entonces, escucharon la puerta de la casa abrirse. —¿Interrumpo algo? —preguntó una voz dulce y firme. Ambos se giraron de golpe, tensos. Era Mora, de pie en el umbral, mirándolos con esa preocupación y amor que sólo ella sabía transmitir. —Hola, chicos —dijo, avanzando despacio—. Parece que llegué en medio de algo importante. Pablo se pasó una mano nerviosa por la nuca. Marizza apenas logró forzar una sonrisa, mientras se secaba las lágrimas rápidamente. —No... sólo estábamos... hablando —murmuró ella, con un hilito de voz. Mora dejó su bolso en el sofá, los miró un segundo más largo de lo normal, y sonrió con suavidad. —Bueno —dijo, sin forzar nada—. ¿Quieren cenar? Su presencia llenó el ambiente de una calma nueva, como si, de algún modo, recordara a ambos que todavía quedaba tiempo para decidir. Que no todo estaba perdido. Marizza desvió la mirada, incómoda. Sentía las palabras en su pecho. Se pasó las manos por los bolsillos de su falda, dudando apenas un segundo, y entonces lo decidió. —Me voy a casa —dijo, sin mirar a nadie en particular, pero su voz fue lo bastante firme como para cortar el aire. Pablo, todavía de pie en mitad de su habitación, levantó la cabeza rápidamente, como si esas palabras lo despertaran de golpe. —¿Eh? —balbuceó—. Pero... ei, ¿no te quedas a cenar? —preguntó, casi como un reflejo, una necesidad de retenerla. Marizza negó con la cabeza, su cabello oscuro cayéndole sobre los ojos. —No. Hoy no. Su respuesta fue tan suave, pero tan dura como un portazo. Pablo abrió la boca, a punto de protestar, pero la expresión en el rostro de ella lo detuvo: no era enojo, no era frialdad. Era tristeza. Una tristeza tan profunda que le hizo doler el pecho. Mora, que había estado fingiendo distraerse en la cocina, dejó todo a un lado y se acercó despacio. —¿Querés que te lleve en el auto? —preguntó suavemente a Marizza, con esa sensibilidad que la caracterizaba. Marizza sonrió apenas, agradeciendo el gesto, pero negó con un leve movimiento de cabeza. —Estoy bien —murmuró—. Iré andando. Sólo necesito... pensar un poco. Se cruzó con la mirada de Pablo apenas un instante antes de girar hacia la puerta. Un momento breve, cargado de todo lo que no podían decirse. Pablo se incorporó de golpe, como si todavía pudiera detenerla. —Marizza... Ella se volvió, apenas. —Te quiero, Pablo —dijo, y su voz tembló de una forma que a él le rompió el alma—. Pero no puedo ser la razón por la que te pierdas a vos mismo. Y con eso, se dio media vuelta y salió, dejando la puerta cerrándose lentamente tras ella, como un eco de todo lo que estaba en suspenso entre los dos. Pablo se quedó inmóvil, mirando la puerta como si pudiera traerla de vuelta con sólo desearlo. ******* La puerta se cerró con un clic suave. Pablo no se movió. Seguía parado ahí, quieto, mirando el rectángulo blanco como si aún pudiera abrirse. Como si Marizza pudiera dar media vuelta y volver a entrar. Como si no se le acabara de caer algo adentro. Detrás de él, Mora lo observó. Su figura estaba erguida, tranquila, pero sus ojos captaban cada gesto, cada silencio. —Capaz... deberías vestirte —dijo, con delicadeza. Pablo no respondió. Su cuerpo parecía hecho de piedra. Mora dio un paso hacia el pasillo. Iba a dejarlo procesar a solas. Pero justo antes de girar completamente, se detuvo. —¿Me querés contar qué pasó? Pablo tardó en responder. Luego se dio la vuelta con lentitud, con el rostro tenso, desbordado. —A Marizza la aceptaron en Nueva York. En la academia de artes —dijo, como quien pronuncia una realidad que todavía no encajó del todo—. Está feliz. Se lo merece. Mora asintió apenas, con la frente. No lo interrumpió. —Y me preguntó si yo me iba a ir con ella —continuó Pablo, bajando la mirada—. Y le dije que sí. Que quería estar con ella. Que no había mandado la solicitud, pero... que me alcanzaba con eso. —¿Y? —Y me dijo que no. Que no puede llevarme con ella si yo no tengo nada allá. Que no quiere ser la razón por la que me olvide de mí. —Hizo una pausa—. Que no quiere despertarse un día con la culpa de que yo dejé todo solo por seguirla. Mora lo miró con una expresión de ternura y de comprensión. —¿Y vos? —preguntó. Pablo se encogió de hombros, desgastado. —No sé. Lo único que tengo claro es que quiero estar con ella. Pero ni siquiera sé qué quiero para mí. Ella está segura que no quiero ir a Nueva York y que lo mío es la música pero... no sé. Mora suspiró suavemente, como si estuviera conteniendo palabras que había guardado mucho tiempo. —Eso que te dijo... es duro. Pero es amor, Pablo. Del de verdad. Pablo levantó los ojos, desconcertado. —No entiendo. —Ella se está eligiendo —respondió Mora, sin dudar—. Y está eligiéndote a vos, al decirte esto ahora, antes de que sea tarde. Está intentando evitar que llegues a un punto donde ya no sabés quién sos. Porque cuando uno deja de lado su propio camino solo para sostener una relación... esa relación se vuelve una carga. Y se rompe. Los dos más allá del amor que comparten tienen que tener algo. Pablo se quedó callado. Escuchaba, pero dolía. Mora se sentó frente a él, con los codos apoyados en las rodillas. —Arriesgar por amor está bien. Pero no puede ser el único motor —dijo, mirándolo con firmeza—. Eso es hermoso en las películas. Es poético, romántico, todo eso. Pero en la vida real... no alcanza. Si vos no tenés algo tuyo, algo que te sostenga cuando todo lo demás se tambalee, te vas a perder. Pablo tragó saliva. Esa imagen le dolía. Porque en el fondo... lo entendía. —Yo también elegí por amor —siguió Mora, bajando un poco la voz—. Dejé proyectos, amigos, laburos, incluso partes de mí misma. Pensé que tu papá y yo podíamos construir algo juntos, que el amor bastaba. Pero no fue así. Me fui apagando de a poco, hasta que ya no quedaba nada mío. Y cuando me fui, no supe por dónde empezar. Me tomó años reconstruirme. Y aún hoy... me pesa. Pablo levantó la vista. Nunca había escuchado a su madre hablar así, con esa vulnerabilidad. —¿Te arrepentís? Mora respiró hondo. Y luego asintió. —Sí. Me arrepiento de haberme dejado de lado. No de haberte tenido, ni a vos ni a tus hermanos, no de haberos criado. Pero sí de no haberme cuidado a mí también. Se hizo un silencio espeso. —No quiero que te pase lo mismo, Pablo. Estás a tiempo de pensar. De decidir algo que te incluya, no que te anule. Marizza va a irse igual. Pero si vas con ella, que sea con algo tuyo entre las manos. Con una idea, un proyecto, una intención. Algo que te haga vibrar. Porque si vas vacío, te vas a quebrar. Y la vas a romper a ella también. Pablo cerró los ojos un segundo. Sentía el corazón latiendo lento, como si estuviera empezando a despertarse. Estaba procesando todo. —No tengo idea de qué quiero. Sólo sé que quiero estar con ella. —Perfecto —dijo Mora con suavidad—. Empezá por admitir eso. Y después, buscá. Se levantó. Le apoyó una mano en el hombro, firme. —Pero hacelo vestido, por favor. Si te vas a encontrar con vos mismo, que no sea en toalla. Pablo soltó una risa seca, involuntaria. Una pequeña fisura entre tanto peso. —Voy. Mora sonrió, apenas. Y se alejó por el pasillo. Él se quedó sentado unos segundos más, mirando sus propias manos. No sé qué quiero, pensó. Pero por primera vez, sintió que quería averiguarlo. ******** —Y va el tarado de Marcos y me deja una empanada en la mochila "por si me olvidaba de comer" —decía Luján entre risas, como si fuera una estupidez, pero con un brillo en los ojos que la delataba. Marizza, sentada sobre una de las mesas, sonreía con los labios, pero no con los ojos. El aula estaba medio vacía, con algunos alumnos cruzando el pasillo. Marizza jugaba con el anillo que llevaba puesto, el que le había regalado Pablo, distraída. Su cuerpo estaba presente, pero su mente, en otra parte. La risa de sus amigas se le antojaba lejana, amortiguada por ese ruido interno que no se detenía. Entonces lo escuchó. —¡No sabés lo que fue ver a Dunoff así! —la voz de Tomás irrumpió en el aula, seguida por las carcajadas de Guido y Pablo. Entraban como si nada. Pero en cuanto Pablo cruzó la mirada con la de Marizza, se detuvo. Un instante. Uno solo. Pero suficiente. Ella también lo sintió. Ese algo que no se había resuelto entre ellos. No había distancia ni enojo. Solo una pregunta abierta, esperando respuesta. Esa incertidumbre. —Ahora vengo —dijo Pablo a sus amigos, dejando la mochila en su silla. —¡Uh, esposas a la vista! —bromeó Guido con una sonrisa cómplice. —No tardes, che. Después te quejás si se nos olvida tu cara —agregó Tomás, dándole un empujón amistoso. Pablo negó con la cabeza, sin molestarse, casi sonriendo. Pero ya caminaba hacia ella. Se acercó al grupo de chicas con un paso firme, contenido. Los ojos solo puestos en ella. —Hola a todas —saludó mirándolas a todas y finalmente centándose en su novia—. ¿Podemos hablar? Ella lo miró. No había dureza, pero tampoco alivio. —¿Ahora? —preguntó. —Voy a ser rápido —añadió él, bajando la voz. Luján le sostuvo la mirada por un instante. Luego le dio un golpecito en el brazo a Marizza y se levantó. Laura la siguió. Sabían lo que venía. Sabían que no podían quedarse ahí. Marizza bajó de la mesa sin prisa. Caminó con Pablo hacia el fondo, donde la luz entraba con más fuerza y se apoyaron en uno de los ventanales que daban al pasillo, separados de todos. Él tardó en hablar. —Estuve pensando mucho en lo que me dijiste —empezó. Su voz era grave, suave, honesta—. Y tenés razón. En muchas cosas. Ella no dijo nada. Solo lo escuchó. —Yo quiero ir con vos. De verdad. Pero también sé que estoy... perdido. Y que no puedo subirme a ese avión solo porque te amo. Por más que el no hacerlo me dé vértigo. Ella bajó la mirada. Respiró. Pero no se apartó. —No quiero que vengas conmigo por amor, Pablo. Quiero que vengas... si eso también significa que estás eligiendo algo tuyo. No podés dejar toda tu vida acá si realmente no es lo que deseás. —Lo sé —dijo él enseguida, con el corazón en la garganta—. Lo entendí. Y no tengo claro qué quiero... todavía. Pero juro que lo estoy buscando. No me quiero perder. No quiero perderte a vos tampoco. Respiró hondo, le agarró la mano antes de volver a mirarla a los ojos. —¿Me das unos días? Para pensar. Para escucharme. Para encontrar... eso que quiero y me apasiona. Te prometo que si hay una forma de ir con vos a Nueva York sin olvidarme de mí, la voy a encontrar. El corazón de Marizza latía rápido. Pero su voz no tembló. —Estoy deseando vivir esto con vos —le dijo con ternura—. Pero quiero que sea real para los dos. Que también sea tu sueño, no solo el mío. Que vos sientas que allá tenés algo que te mueve, que te hace vibrar. Porque si no, no va a funcionar. Y no quiero que se rompa de nuevo. Se quedó en silencio un momento más. Y entonces, con voz más baja: —Quiero caminar con vos, Pablo. Pero que caminemos los dos, ¿entendés? No quiero que dejes de ser vos para seguirme. No hizo falta nada más. Pablo lo entendió. Y una parte de él la amó todavía más por eso. Porque sabía que decirle eso le dolía, que lo decía incluso arriesgándose a perderlo. Pero también comprendía lo que había detrás: Marizza no quería retenerlo. Quería verlo pleno, feliz, cumpliendo sus sueños. No lo quería a medias. Y eso dolía. Porque por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta de que no sabía del todo quién era. Había pasado tantos años huyendo de lo que no quería ser —el hijo de Sergio, el chico de la apuesta, el He-Man— que nunca se había detenido a preguntarse quién sí quería ser. Y en esa mirada, Pablo vio algo que le sacudió el pecho: amor del de verdad. No el que pide ni el que condiciona, sino el que empuja. El que te ve como sos, y aún así te ama. Marizza lo estaba amando con una valentía brutal. Podría haberle dicho "venite y ya", hacerlo parte de su plan, pero eligió otra cosa: dejarlo elegir. Correr el riesgo de perderlo antes que cargar con alguien que se estuviera dejando a sí mismo en el camino. Eso también era amor. Y del más jodido. Y por primera vez, sintió que ese amor lo sostenía sin atarlo. Tal vez por fin era momento de decidir algo por sí mismo.No por su padre, no por Marizza. Por él. Pablo se acercó un paso más. Y ella no se apartó. Fue Marizza quien cerró los ojos primero. El beso empezó suave, tembloroso, como si ambos tuvieran miedo de quebrarse. Pero apenas sus bocas se encontraron, todo volvió a su lugar. Un segundo de calma entre tantos días de tormenta. Él la rodeó por la cintura. Ella le puso la mano en la nuca. No necesitaban palabras. Todo estaba ahí. Entonces, como era de esperarse... —¡Ehhhhhh! ¡Ubíquense un poco! —gritó Tomás desde el fondo— ¡Una cama, che, un mínimo de pudor! —¡Sí, loco! ¡Acá no hay esposas! —agregó Guido, muerto de risa. Pablo se separó con lentitud, sin dejar de sonreír. Apoyó la frente contra la de ella. —Desde lo del bar que están así... me tienen frito. —Estás rodeado de idiotas —murmuró Marizza, divertida, y le dio un empujón suave en el pecho. —Vos los alentaste —dijo él, con una risa leve—. Si no hubieras tirado esa broma de las esposas y el antifaz... Ella lo miró con una ceja en alto. Se acercó a su oído. —Ni que fuera mentira... Pablo se le quedó mirando, como si no supiera si reír o derretirse. —¿Eso fue una proposición, Marizza? —Vos decidís si querés probar cómo se siente del otro lado —murmuró ella, sonriendo de lado. —Ay, Dios —murmuró él, sin poder dejar de reírse mientras la abrazaba un poco más. Y justo entonces, como si el universo supiera cuándo cortar el momento exacto... —¿Interrumpimos algo? —preguntó Mía, entrando al aula con Manuel detrás, ambos serios. —No, justo estábamos... eh... charlando —dijo Marizza, con una risa nerviosa mientras se acomodaba el pelo. Manuel los miró en silencio, más serio de lo habitual. —Tenemos que hablar sobre Erreway. Pablo y Marizza se miraron de inmediato. —¿Qué pasó? —preguntó ella. —Hemos estado pensando sobre Erreway y creemos que es el momento. El silencio que siguió al comentario de Mía fue de esos que se sienten en el estómago. Aunque no fuera una sorpresa, escucharlo así, con todas las letras, tenía otro peso. —¿Momento de qué? —preguntó Pablo, aunque la pregunta era casi retórica. Manuel lo miró, sin dureza. —De despedirnos. De aceptar que... capaz esto fue lo que fue. Hermoso, intenso... pero que ya está. Las palabras cayeron como gotas frías. Marizza las sintió clavarse en la piel. Mía se pasó una mano por el pelo, incómoda. —No conseguimos una discográfica. Todo se enfrió. Vos te vas a Nueva York... y no podemos seguir esperando a que pase algo que ya no está pasando. Nadie discutió. Pero tampoco nadie asintió. —¿Podemos hablarlo con calma? —dijo Pablo entonces, mirando a los tres—. ¿Vamos a la cafetería? El resto asintió en silencio. Salieron del aula con paso lento, sin la energía de antes. Como si todos supieran, sin decirlo, que algo estaba terminando. La cafetería del colegio estaba casi vacía. Era la hora de clases. Se sentaron los cuatro en una mesa del fondo. Marizza miró el vaso que se quedo mirando una botella de jugo, mientras Manuel revolvía un vaso de plástico vacío como si tuviera algo importante adentro. —Siento que no lo terminamos bien —dijo Pablo al fin—. Erreway era algo más que una banda. Era... nosotros. Y de repente se está apagando sin decir nada. —Justo por eso lo decimos —respondió Mía, sin agresividad—. Porque no queremos terminar odiando esto. Prefiero despedirme sabiendo que lo dimos todo... que dejar que se pudra solo porque no tuvimos respaldo. —Pero... —empezó Manuel, y luego se interrumpió. Bajó la mirada—. Qué sé yo. Me parte al medio. El nudo en la garganta de Marizza era tan grande que le costaba tragar. —No quiero que termine así —dijo, más para sí que para los otros—. Sin una última canción. Sin una última vez. Le temblaban los dedos. Pero la voz no. —Hagamos un concierto de despedida. Los tres la miraron. —¿Dónde? —preguntó Manuel, honesto—. ¿Con qué plata? No hay productor, no hay sala, no hay nada. —No necesitamos un sponsor —dijo Marizza—. No para despedirnos. Lo hacemos con lo que tengamos. Aunque sea en un aula. Aunque seamos nosotros cuatro y los que quieran venir. Pero no quiero que esto muera en silencio. Pablo la miraba. Había algo en ella que todavía ardía. Algo que no se apagaba nunca, incluso cuando todo estaba en contra. —Algo más grande —dijo Pablo, alzando la vista por primera vez—. Tiene que sentirse real. Como un cierre de verdad. No un ensayo al aire libre. —Sí, bueno, pero no sabemos dónde hacerlo —dijo Mía, exasperada—. No tenemos nada. El silencio volvió a caer, cargado de impotencia. Y entonces, Pablo lo soltó: —¿Y si hablamos con Sonia? Tres pares de ojos se giraron hacia él. Marizza giró lentamente la cabeza, alzando una ceja con teatralidad. —¿Mi mamá? Pablo esbozó una sonrisa mientras continuaba: —Fue vedette. Conocía medio circuito de teatros. Capaz algún dueño de sala le debe un favor o se acuerda de ella. Si hay alguien que puede conseguir un lugar con cero presupuesto... es Sonia. Marizza bufó suave. —No sé si va a querer. Está liadísima con lo de la boda, tiene la cabeza entre vestidos, escotes, lentejuelas y los anillos de Franco. Le preguntás algo y te contesta con una lista de invitados. —Pero es Sonia —dijo Pablo, convencido—. Se la jugó por nosotros siempre. Mía miró a Marizza. —Podemos hablarle esta noche. Si está en casa, entre vos y yo la convencemos. Marizza la miró como si por un segundo se diera cuenta de que sí, ahora compartían más que una banda. —¿Nosotras dos intentando convencer a mi madre? —dijo, medio divertida, medio resignada—. Esto puede terminar en un sí... o en ella subiéndose al escenario con plumas. —Mientras no se meta con el vestuario, está todo bien —bromeó Manuel. —Hablale en su idioma —dijo Pablo a Mía y Marizza, guiñándole un ojo—. Apelen al drama. Usá frases como "última función", "aplauso final", "teatro lleno"... y si todo falla, llévale una botella de espumante. Marizza rió con ganas y Mía negó con la cabeza, pero no del todo convencida. —Vamos a intentar. No prometemos milagros. —Sonia es su propio milagro —respondió Pablo. Y mientras se ponían de pie, sin siquiera decirlo, supieron que esa noche podía cambiarlo todo. ***** La casa olía a incienso de jazmín, a perfume caro y a nervios de boda. Había tules colgando de sillas, un maniquí con un vestido a medio probar en una esquina y un portarretrato de Franco con cara de póker sobre la mesa. El caos de Sonia. Su campo de batalla. —¿Está de buen humor hoy? —murmuró Mía mientras se acomodaban en el sillón del living. —Imposible saberlo —susurró Marizza—. Está en modo "boda o muerte" desde que Franco le dijo que sí a la coreografía. Sonia apareció como siempre: intensa, con una copa de vino blanco en una mano y un cuaderno en la otra, hablando por teléfono con alguien del salón de fiestas. —¡No, no quiero flores naranjas! ¿Me querés arruinar el altar o qué? ¡Que lo repasen! ¡Sí, lo repasen, con "s"! —Colgó—. Dios mío. Este país no está preparado para una mujer con visión estética. Las miró, al fin. —¿Qué hacen ahí, mis cielitas bellas? ¿Algo grave? ¿Alguna se quedó embarazada? —Mamá... —suspiró Marizza, sabiendo que no tenía sentido negarse al show. —Queremos hablar con vos —dijo Mía con su tono más dulce y estructurado. —¿A esta hora? Qué paso, no me asusten... —murmuró Sonia, dejándose caer en el sillón frente a ellas, cruzando las piernas como si esperara un juicio oral. Marizza fue al grano. —Queremos hacer un concierto de despedida de Erreway. Antes de que yo me vaya. Pero no tenemos productor, ni sala, ni plata. Sonia abrió la boca lentamente, llevándose la mano al pecho como si acabaran de anunciarle que no habría final feliz en su novela favorita. —¿Un concierto de despedida? —repitió—. ¿Mi Marizzita se va a Nueva York y además me están diciendo que la banda se termina? -No tenemos otra opción, Sonia. —¡Es lo peor! No me lo puedo creer. ¡Y yo estoy a CINCO días de casarme! ¿Se dan cuenta del estado emocional en el que me encuentro? —Lo sabemos, pero... —¡A cinco días, Mía! —la señaló con énfasis—. ¡Cinco! Estoy eligiendo entre dos juegos de cubiertos y vos me hablás de escenarios. —Pero justamente por eso —dijo Mía—. Queremos hacerlo bien. Con emoción. Con el corazón. Sonia se limpió una lágrima inexistente. —Ustedes saben lo que Erreway significa para mí. Yo estuve ahí desde que cantaban la primera vez. Yo los vi crecer, desafinar, volver a afinar, pelearse, enamorarse y romper cosas. ¿Y ahora me piden que los despida así como así? —No —dijo Marizza, más seria ahora—. Te pedimos que nos ayudes a cerrar esto como se merece. Que uses uno de esos contactos tuyos que siempre te deben favores extraños para conseguirnos un teatro. Sonia la miró. Y en esa mirada había todo: drama, orgullo, emoción, rimmel intacto. —Yo tengo un contacto —dijo finalmente, como quien guarda una carta de triunfo—. León. El del teatro en Almagro. Años sin hablar con él, pero me debe más de una. Mía y Marizza contuvieron el aliento. —Pero no pienso mover ni un dedo hasta después de la boda. ¿Se entendió? Primero me caso, luego me voy de luna de miel, y recién después los saco del anonimato para un final glorioso. ¿Estamos? —¿Después de la luna de miel? —preguntó Marizza, medio ahogada. —No me miren así —respondió Sonia—. ¿O ustedes se piensan que es fácil mantener este cutis y organizar un evento con 120 personas? Mía suspiró, resignada. —Entonces... ¿después de la luna de miel... lo conseguís? —Obvio, mi amor —dijo Sonia, poniéndose de pie y alisándose la bata como si acabara de cerrar un trato millonario—. Va a ser el evento del año. Pero aviso: si yo pongo el teatro, presento el show. Con plumas. O con corona, según el ánimo. —Dios mío... —murmuró Marizza. —Y quiero una canción final con alma. Nada de lloriqueo indie. Quiero que el público se pare a aplaudir con los ojos empapados y la piel de gallina. Mía sonrió, con ternura. —Lo vamos a hacer bien, te lo prometemos. —Ay, las adoro... pero son agotadoras —dijo Sonia, dándose vuelta hacia la cocina—. Ahora tengo que ver qué tono de rubor queda mejor con mi ramo. ¿Melocotón o champán? Marizza se giró hacia Mía al salir del living. —Estamos condenadas. —Pero tenemos teatro —respondió Mía, sonriendo. Y ambas supieron que Sonia, una vez más, les estaba salvando el show. ****** La habitación era un absoluto caos. Vestidos colgados en las puertas, maquillaje desparramado sobre las mesas, el olor a laca flotando pesado en el aire. Risas, gritos, carreras de un lado a otro, todo mezclado con música bajita que sonaba en el fondo. Mía, impecable como siempre, estaba retocándose el delineador frente al espejo mientras lanzaba comentarios críticos a diestra y siniestra. —¡No, no, no, Luján! —exclamó de pronto, girándose hacia ella—. ¡Ese peinado no puede ser! Te hace parecer... no sé, como si fueras a una comunión en vez de a una boda. Luján la miró, horrorizada, mientras intentaba peinarse una trenza desprolija sobre un hombro. —¿Qué? ¡Es un peinado bohemio! —protestó, soltándose la trenza rápidamente. Marizza, sentada en el borde de la cama poniéndose los aros, elevó los ojos al cielo, disimulando una sonrisa. Llevaba un vestido corto, ajustado al cuerpo como una segunda piel, en un tono rojo oscuro que resaltaba su piel y le daba un aire feroz y magnético. El escote en la espalda dejaba al descubierto casi toda su columna, enmarcada por dos finos tirantes cruzados. El tejido, suave y con caída, le marcaba cada curva . Un look de fiesta, de boda, sí... pero completamente a su manera. —Dale, Mía, no estamos en la Semana de la Moda de París —murmuró, divertida—. Que se vea como quiera. —¡Obvio que no! —replicó Mía, lanzándole una mirada severa—. Pero un mínimo de dignidad estética, por favor. Sin esperar respuesta, Mía tomó su bolso de maquillaje y salió apresurada de la habitación para supervisar "personalmente" el estado de los arreglos florales. Cuando la puerta se cerró tras ella, Luján soltó un bufido exagerado. —¿Te das cuenta? —dijo, girándose hacia Marizza mientras hacía un gesto dramático—. ¡Dignidad estética! ¡Me quiero morir! Marizza soltó una carcajada, incapaz de contenerse. —Déjala, es su forma de lidiar con los nervios. Si no está controlando todo, le da un ataque de pánico. Luján se dejó caer sobre la cama junto a ella, mirándola de reojo. —¿Y vos? —preguntó entonces, más seria—. ¿Qué te pasa? Estás rara. Marizza jugó distraídamente con el borde de su vestido, encogiendo los hombros. —No sé —murmuró—. Es como si... no sé, ver a mi mamá así, tan feliz, me remueve cosas. Buenas, pero... intensas. Luján apoyó la cabeza en su hombro, en un gesto cómplice y silencioso. La miró de reojo, adivinando el torbellino que Marizza trataba de ocultar. — Hay algo más ¿no? ¿Es por lo de Nueva York y Pablo? —preguntó en voz baja, sin necesidad de rodeos. Marizza apretó los labios en una línea fina, dudó un segundo... y luego asintió, casi imperceptiblemente. —Sí —susurró. —No quiero perderlo —confesó Marizza en un susurro casi inaudible—. Pero tampoco quiero arrastrarlo a una vida que no es la que él soñó. —Marizza, dejá que sea él quien lo decida. Y si al final quiere ir, aunque no tenga un plan, ni universidad, ni nada claro... capaz allá encuentra algo que sí lo mueva. Algo que sea suyo. —Sí, quizá tener razón... —repitió, esta vez forzando una sonrisa, aunque sus ojos seguían brillando de incertidumbre. Luján, en respuesta, simplemente le apretó la mano con cariño. Y justo en ese momento, la puerta volvió a abrirse. Sonia entró en la habitación, y todo pareció detenerse. Marizza levantó la mirada... y se quedó sin aire. Su madre estaba allí, de pie, con un vestido de novia sencillo, elegante, blanco marfil, que le iluminaba el rostro de una forma casi mágica. El cabello recogido con un peinado suave, unas pocas flores enredadas entre los mechones. Los ojos de Sonia brillaban de felicidad pura. —¿Qué? —preguntó Sonia, sonriendo divertida al ver sus caras congeladas—. ¿Tan raro es verme así? Marizza se tragó las palabras que amenazaban con escapársele. —Oh, mamá... —susurró, la voz entrecortada. No quería emocionarse. ¡No iba con ella! Ella era la dura, la que hacía chistes, la que se reía de todo. Pero en ese momento, la visión de Sonia, tan increíblemente feliz, la desarmó. Sintió las lágrimas picándole en los ojos y bajó la cabeza, apretando fuerte los puños para no largarse a llorar como una nena. Sonia se acercó despacio y le tomó la cara entre las manos. —Estás preciosa, hija —dijo, con un cariño que no necesitaba de grandes gestos para ser inmenso. Marizza soltó una risa ahogada, intentando mantener la compostura. —Y vos... —murmuró—. Vos te ves... increíble. Luján, emocionada también, las miraba sin decir nada, sonriendo. Por un instante, fueron sólo ellas tres en ese cuarto, rodeadas de vestidos y maquillaje. Una familia que, después de tanto dolor, había logrado encontrar su lugar. *********** La boda de Sonia y Franco fue todo un espectáculo de emociones, risas, caos y momentos inolvidables. Desde temprano, los nervios estaban a flor de piel: Marizza, Mía y Luján corriendo de un lado a otro, intentando no arruinarse el maquillaje, buscando accesorios perdidos, arreglando detalles de último minuto. Cuando la ceremonia empezó, Marizza había prometido solemnemente no llorar. "Ni loca lloro", había dicho, burlándose de la idea de mostrarse sentimental frente a todos. Pero bastó ver a Sonia entrando de la mano de Franco, tan radiante, con esa mezcla de felicidad y ternura en los ojos, para que todo su muro se empezara a resquebrajar. Primero, mordió su labio para contenerse. Luego apretó los puños. Después, miró hacia el techo, como si eso fuera a impedir que las lágrimas se formaran. Y fue en ese instante, cuando una lágrima traicionera rodó por su mejilla, que Pablo, desde su lugar, la miró... y soltó una pequeña carcajada divertida, tapándose la boca para no hacerlo muy evidente. Marizza lo fulminó con la mirada, cruzándose de brazos, fingiendo enojo. "¡Idiota!" le susurró cuando pasó cerca de él. Pero la bronca le duró poco: Pablo, sabiendo exactamente cómo calmarla, la atrapó en un abrazo improvisado durante una de las pausas de la ceremonia, frotándole la espalda en pequeños círculos hasta que Marizza, inevitablemente, sonrió contra su pecho. La recepción fue igual de entrañable. Entre anécdotas, risas y brindis, Franco tomó la palabra. Su discurso fue sencillo, sincero y, como siempre en él, lleno de una emoción contenida que conmovió a todos. Habló de cómo Sonia le había cambiado la vida, de la familia que habían construido juntos, y —cuando miró a Marizza y a Luján— su voz tembló ligeramente. Luján, quien nunca había tenido una familia, aquello le estaba llenado al corazón. —Nunca imaginé —dijo— que sería padre de dos mujeres tan increíbles. Aunque no me hayan elegido, aunque hayamos llegado tarde el uno al otro... gracias por aceptarme. Marizza, incómoda con tanta emocionalidad dirigida hacia ella, levantó su copa y soltó un comentario medio en broma: —¡Vamos, Franco, no exageres! ¿Viste qué dramático que se pone cuando se casa uno? Las risas rompieron el nudo en las gargantas, como Marizza pretendía. Pero los ojos de todos seguían brillando. Lo que nadie esperaba fue que, después de tanto negarse, Marizza se pusiera de pie y, sin aviso, pidiera el micrófono. —Yo no iba a hablar, eh —empezó, moviendo las manos de esa manera exagerada tan típica en ella—, pero bueno, ya que estamos todos sentimentales... Los invitados rieron, relajando aún más el ambiente. —Cuando conocí a Franco —siguió—, le hice la vida imposible. Pensaba que venía a arruinar mi vida. Mi mamá —miró a Sonia, sonriendo con picardía— le decía "cara de yeso" a escondidas. Perdón, ma'. Más risas. Franco se reía también, negando con la cabeza. —Pero... —Marizza se detuvo un segundo, su tono cambiando suavemente—. Con el tiempo, Franco no solo se bancó todo, sino que también se ganó su lugar. Nos enseñó que a veces la familia no es sólo la que te toca, sino la que elegís quedarte. Así que estoy contenta —tragó saliva, mirando a Sonia y a Franco— de poder decir que hoy, vos, sos mi familia. Un murmullo emocionado recorrió la sala. —Aunque eso signifique —agregó, volviendo al tono divertido— tener de medio hermana a la mononeurona de Mía Colucci. Mía, que había estado escuchando emocionada, soltó un ruidito ofendido. —¡Ey! —protestó. Marizza se giró hacia ella, sonriendo de lado. —Pero si vamos a hablar en serio —añadió, bajando la voz—, quiero decirte algo, Mía.Gracias por enseñarme que ser diferentes no significa no poder quererse. Gracias por ser como sos, por bancarme en momentos dificiles, por estar ahí, aunque tu mononeurona me saque de quicio. Nunca pensé que iba a decir esto, y menos delante de tanta gente, y que conste que no se va a repetir, pero... —se le escapó una risa— te quiero, princesita. Mía, que intentaba contenerse, no pudo más: se le llenaron los ojos de lágrimas y cruzó la sala para abrazarla fuerte, haciendo que toda la familia aplaudiera y se emocionara aún más. Sonia y Franco miraban a sus hijas abrazadas, tomados de la mano, con una expresión que era puro amor. A unos metros, Pablo y Manuel, de pie uno al lado del otro, también contemplaban la escena. Se miraron, sonriendo con ese orgullo silencioso de ver a sus novias tan distintas, tan intensas, y tan profundamente conectadas. Después de haber presenciado tantas peleas entre ellas, tantas diferencias, verlas así era como ver un pequeño milagro. Se medio abrazaron de costado, a lo cómplices de toda la vida, y siguieron mirando en silencio la escena. Marizza, aún abrazada a Mía, buscó a Luján entre la gente. —Y vos —dijo, señalándola con una sonrisa—, aunque no compartamos sangre, sos mi hermana. Mi hermana del alma. Y ahora te ha convertido en mi hermana tambienY eso no es casualidad... eso es gracias a ustedes —miró a Sonia y a Franco con los ojos brillantes—, por abrirle la puerta, por abrazarla como una más, sin pedir nada a cambio. Porque ustedes nos enseñaron algo que muchos no entienden: que ser familia no tiene que ver con la sangre, sino con estar. Con elegirnos. Hizo una pausa, y esta vez giró un poco el cuerpo hacia una figura sentada más atrás. —Y a vos, Hilda... —dijo, con una ternura que contrastaba con su voz quebrada—. Gracias por ser esa especie de abuela loca que me tocó sin que nadie te obligara. Por tus consejos raros, por tus abrazos sin horarios, por estar siempre, incluso cuando nadie más entendía nada. Si hoy puedo hablar así del amor, de la familia... es también por vos. El salón estalló en aplausos, y algunas lágrimas se escaparon sin permiso. Nadie había esperado ese discurso de Marizza. Con su humor ácido, su ternura escondida y su honestidad brutal, había logrado hacerlos reír, llorar y, sobre todo, sentirse parte de algo enorme. Una familia nueva, imperfecta, pero absolutamente real. Marizza, abrazada aún a Mía, sonrió con un poco de nerviosismo al ver todas las miradas puestas en ella. Respiró hondo y, como siempre, eligió refugiarse en el humor para seguir. —Y bueno... —dijo, con ese tono entre desafiante y cómplice—. Ya que estamos todos llorando como tontos, supongo que también me toca hablar de vos, mamá. Se volvió hacia Sonia, que la miraba con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa enorme. —Sé que muchas veces te he hecho la vida imposible... —comenzó, arrancando carcajadas en el salón. —Vos a mí también, ¿eh, ma'? —agregó enseguida, alzando una ceja con picardía, haciendo reír aún más a todos, incluyendo a Sonia, que negó divertida con la cabeza. Marizza bajó un poco el tono, poniéndose más seria, aunque la sonrisa nunca terminó de irse. —Sé que desde que era una mocosa insoportable te pedía, casi sin saberlo, esto que tenemos ahora: una familia. Un lugar donde no me sintiera sola, donde pudiera pelearme, reírme, abrazarme... y saber que siempre iba a haber alguien ahí. Su voz tembló apenas, pero ella respiró hondo y siguió, decidida a decirlo todo. —Y si hoy todo esto es posible —miró alrededor, a todos los que estaban ahí—, si nuestra casa está llena de gente que se quiere, que se cuida... es por vos. Porque vos abriste la puerta. Porque tuviste la generosidad de aceptar a todos. Se le escapó una risa suave. —Aunque me reviente que ahora esté la casa llena de gente y no haya ni una toalla limpia... vos la construiste, mamá. Solita. A puro corazón. Esta familia desordenada, ruidosa, hermosa... la hiciste vos. Su voz tembló apenas, pero ella respiró hondo y siguió, determinada a decirlo todo. —Por todo lo que luchaste por mí, mamá... casi olvidándote de vos. Por todo lo que laburaste, por todo lo que diste... de verdad, estoy tan feliz. Te lo merecés más que nadie. Una pausa. Un suspiro. —De verdad. Un murmullo emocionado cruzó el salón. Sonia se llevó una mano a la boca, sin poder contener el llanto. —Así que... —añadió Marizza, para aliviar un poco la emoción desbordante—, aunque sigas siendo una dramática insufrible a veces... —todos rieron de nuevo—, te merecías este día. Y te merecías a alguien que te mirara como Franco te mira. Giró para mirar a Franco y agregó, con una sonrisa sincera: —Así que gracias, cara de yeso. Prometo no hacerte la vida tan imposible... al menos hoy. Franco soltó una carcajada emocionada y le brindó la copa desde donde estaba. Marizza alzó la suya también, mirando a toda esa familia que habían construido juntos, imperfecta, ruidosa, pero absolutamente real. —¡Por nosotros! —gritó, haciendo que todos se levantaran y chocaran las copas entre aplausos, risas y alguna que otra lágrima rebelde. Cuando el bullicio del brindis empezó a bajar, Marizza dejó la copa en una mesa cercana y se frotó los ojos disimuladamente, como si quisiera hacer desaparecer cualquier rastro de emoción. Pero no tuvo mucho tiempo para recomponerse. Sintió unos brazos envolviéndola por detrás, firmes, seguros, como si pudieran sostenerla incluso cuando el mundo temblaba. Era Pablo. Apoyó la frente en su hombro, en silencio, simplemente abrazándola, dejando que el peso de todo se deslizara fuera de ella. —No sé quién sos —murmuró él contra su oído, con una sonrisa que ella sintió más que vio—, pero me enamoré más todavía. Marizza rodó los ojos, aunque la sonrisa se le escapó antes de que pudiera evitarlo. —Sos un idiota —susurró, dándose vuelta en sus brazos para mirarlo—. ¿Desde cuándo llorar en público es sexy? Pablo sonrió, deslizando una mano por su mejilla. —Desde que vos lo hacés —dijo, con una ternura que desarmó cualquier intento de sarcasmo que ella pudiera haber preparado. Marizza dejó caer la cabeza contra su pecho, cerrando los ojos un instante. Ahí, en medio del caos, las risas, la música, las luces suaves... entendió que, pase lo que pase con Nueva York, con los miedos, con las decisiones, él iba a ser siempre su lugar seguro. Se quedó ahí, abrazada a Pablo, dejando que el amor —real, imperfecto, indestructible— la envolviera por completo. Porque a veces, las familias no se eligen.Pero el amor sí. Y ella lo elegía, una y otra vez.******* La fiesta había empezado hacía rato, y todos bailaban sin parar. Algunos ya estaban bastante perjudicados. Marizza se iba turnando para bailar con todos: con su mamá, con Pablo, con Manu, con Marcos, incluso con Hilda. Hasta se marcó un par de pasos con Mora y Franco, entre risas y empujones suaves. Entonces, mientras sonaba Follow the Leader, unas manos rodearon su cintura con suavidad. El contacto era firme, cargado de intención. Pablo la atrajo contra él, sintiendo el calor de su cuerpo a través del vestido. No dijo una palabra. Solo dejó un beso lento en su cuello. No era un gesto casual: era una confesión muda, una forma de decir "te quiero ahora" sin necesidad de decirlo. Marizza sonrió al sentirlo, sin sobresaltarse. Su cuerpo reconocía el de él con una intimidad que iba más allá del deseo. Era confianza. Esa seguridad que sólo se construye después de muchas noches y momentos compartidos. —¿Qué hacés? —murmuró entre risas, girando apenas la cabeza, aunque no se apartó. Pablo bajó un poco más la boca hasta su oído. La voz le salió baja, ronca, mezclada con el alcohol y las ganas. Había bebido, sí, pero lo suficiente como para hablar sin filtro, no para dejar de saber lo que hacía. —Estoy tratando de no arrancarte ese vestido en medio del salón. Pero no me estás ayudando nada. Ella soltó una risa suave, divertida, pero él no frenó. Su aliento le rozaba la oreja, sus manos seguían en su cintura, y el cuerpo de él pegado al suyo haciendo evidente lo que quería transmitirle. —¿Sabés lo que es verte bailar así? —siguió, pegando más su pecho al de ella—. Ese escote, esa espalda, ese culo que me tiene hecho mierda desde que te vi entrar... Te juro que me cuesta no agarrarte y llevarte contra una pared. Marizza se rió más fuerte, sorprendida por su tono descarado, pero no se despegó. Al contrario, le gustaba cómo le hablaba. Le gustaba sentirse así de deseada, sin sutilezas. Como si él no pudiera evitarlo. —Sos un animal —le dijo, mirándolo por sobre el hombro, con una sonrisa que no podía disimular el efecto que él le causaba. —No. Soy un tipo enamorado y al borde del colapso —susurró él—. Sos una diosa con ese cuerpazo y esa boca. Te movés como si supieras que me matás. Como si quisieras hacerlo a propósito. Ella lo miró de frente. Sus ojos brillaban de risa, sí, pero también de deseo. El corazón le latía tan fuerte que le parecía escuchar el eco en los oídos. Ese calor que empezaba entre las piernas y se subía hasta la piel no tenía nada de gracioso. Era serio. —Estás medio borracho —le dijo, sin dejar de sonreír. —Estoy borracho de vos —respondió, con una mirada directa—. Y de todas las cosas que quiero hacerte. Algunas ilegales, creo. Marizza sintió una corriente eléctrica bajar por su columna. El cosquilleo se volvió presión. Ganas. Bajó la copa, ya sin poder disimular que su cuerpo estaba pidiendo más. Pablo la miraba como si estuviera imaginando cada paso que quería dar con ella. Y no eran pasos lentos. Se acercó a su oído y le murmuró: —¿Querés que vayamos a un lugar que he descubrierto mientras fui al baño? Pablo alzó una ceja, divertido, curioso. —¿Qué lugar? Ella lo miró con esa expresión que lo enloquecía: desafío, locura, rebeldia. Con los labios ligeramente curvados, con los ojos diciendo mucho más de lo que su voz podía soportar en ese momento. —Sorpresa —dijo, entrelazando sus dedos con los de él—. Pero tiene techo, paredes... y está lo suficientemente lejos del salón como para que nadie escuche si hacés lo que decís. Pablo soltó una risa baja, esa que usaba cuando ya no podía más con las ganas. Se inclinó hacia ella, rozándole la oreja con los labios. —Si no me llevás ya, te juro que te arrastro yo. —Dale, a ver si tenés tanta boca como decís —le provocó ella, mordiéndose el labio. Y sin mirar atrás, lo condujo entre la gente, entre las luces, los brindis, la música, como si fueran dos adolescentes escapando de su propia cordura. A cada paso, Pablo apretaba su mano un poco más fuerte, sintiendo el pulso descontrolado de lo que estaba por venir. Como si su piel le estuviera anticipando que lo que se avecinaba no era solo deseo: era necesidad. Era explosión. Cruzaron el salón como dos cuerpos con un solo pensamiento: desaparecer del mundo por un rato. Perderse uno en el otro. ******* El salón de bodas parecía lejano, como si se hubiera desdibujado detrás de una puerta cerrada. Allá quedaban las risas, los brindis, las luces. Acá, en la penumbra cálida de una pequeña sala de servicio —una especie de antigua oficina de organización, con una mesa auxiliar de madera, un perchero y unas sillas apiladas en la esquina—, el aire olía a madera, encierro. Marizza cerró la puerta tras ellos, y apenas la cerradura hizo clic, Pablo ya la tenía contra la pared. La besó con una necesidad que no tenía nada de dulce. Era hambre. Lengua, dientes, respiración rota. Ella respondió igual. Había fuego en su boca, ansiedad en sus manos, locura en sus cuerpos. No buscaban dulzura. Querían devorarse. Después, sin rodeos, la giró con fuerza, casi con desesperación, y la hizo chocar contra la mesa. Esta vez, el golpe fue más brusco. No violento, pero sí lleno de urgencia. El vestido se subió solo, y Pablo le bajó la ropa interior de un tirón rápido. Ella lo sintió detrás, el calor de su cuerpo, su respiración alterada. Se inclinó, bajó la espalda y separó las piernas. No había miedo en ella. Solo ese temblor que da el deseo cuando se mezcla con adrenalina. Pablo no se bajó los pantalones aún. Primero se arrodilló detrás de ella, la sujetó firme de las caderas y deslizó los labios por el interior de los muslos hasta llegar a su centro. La besó ahí, lento, con la lengua cálida, abriéndola con la boca, saboreándola como si fuera lo único que importaba. Marizza se arqueó de inmediato, apoyándose con más fuerza sobre la mesa. Jadeó fuerte, con los ojos cerrados, mientras él la comía con precisión, con hambre y ternura, alternando presión y lentitud, buscando cada rincón que sabía que la hacía estremecer. Cuando la sintió temblar y húmeda, cuando su cuerpo ya estaba rendido a su lengua, Pablo alzó el rostro apenas y deslizó los dedos entre sus piernas, acariciándola con deseo. Se tomó su tiempo, tanteando, sintiendo cada reacción, hasta sentirla bien húmeda. El calor de ella contra sus dedos le dejó el pecho apretado. No era solo deseo: era pertenencia, vértigo, algo que casi dolía. Ella jadeaba más fuerte, temblando bajo sus caricias. Solo entonces, como si su cuerpo también necesitara confirmarlo, se incorporó. Bajó una mano hasta su bolsillo interior, sacó el preservativo. Lo tenía preparado. Siempre lo tenía. Rompió el envoltorio con los dientes, sin apartar la mirada de ella. Se bajó los pantalones, se lo colocó rápido, como si sus manos supieran lo urgente que era no perderla ni un segundo más. Se acercó a ella, pegó el pecho a su espalda, bajó la cabeza para susurrarle al oído: —Estás perfecta... Dios, cómo te deseo. Y entonces, la tomó. La penetración fue firme. Profunda. Sin pausa. Salvaje desde el primer segundo. Marizza soltó un gemido fuerte, que se ahogó en su propio brazo. El cuerpo se le arqueó con un reflejo animal. El sonido húmedo de sus cuerpos se volvió casi obsceno en el silencio de la sala. Pablo la tenía bien sujeta, los dedos clavados en su cintura. La movía contra él con ritmo creciente, con fuerza. Como si estuviera poseído por algo más grande que el deseo. —¿Así está bien? —murmuró de pronto sobre el ritmo, ya que era demasiado intenso, sin dejar de moverse, con la voz rasposa, como si en medio del descontrol, necesitara asegurarse de no haber ido demasiado lejos. —Sí... —jadeó ella, sin volverse—. Así está perfecto. No pares. —No sabés lo que me hacés —le susurró él entre dientes—. Tenés el cuerpo más perfecto que vi en mi vida. Este culo... juro que es mi perdición. Marizza sonrió con la cara encendida, entre jadeos, empujando hacia atrás con cada embestida. ——Cogeme fuerte, Pablo... quiero sentirte hasta adentro, hasta que no pueda más. Y él lo hizo. Se inclinó sobre su espalda, le besó la nuca con los labios abiertos, respirando contra su piel, bajó por su cuello, su hombro. Las manos le recorrieron los costados, el vientre, y luego llegaron entre sus piernas. La tocó con una mano firme, con los dedos abiertos, frotándola con decisión, rápido, como si supiera que estaba al borde. Lo estaba. Ella se aferró a la mesa, se mordió los labios, pero los sonidos salían igual. No podía contenerlos. Entonces, sin dejar de moverse dentro de ella, Pablo se incorporó. Levantó la vista un instante, miró su cuerpo abierto bajo él, cómo desaparecía en ella, y se le escapó un gruñido ronco. Se detuvo, mirándola como si estuviera viendo una visión sagrada, con los labios entreabiertos, el rostro encendido por el deseo. Bajó una mano por su espalda descubierta por los filos del vestido hasta su cintura donde sintió el roce de la tela y el calor que palpitaba debajo. Acarició cada curva con devoción, hasta llegar a sus glúteos. Entonces, los manoseó con firmeza, explorando con los dedos, apretando, abriendo apenas para verla mejor. Se excitó más al sentir cómo ella reaccionaba, cómo se arqueaba contra su toque. Y entonces hizo algo que nunca había hecho. Con la respiración descontrolada, llevó los dedos hacia su entrada trasera, lento. Tanteó primero, delineando el borde con la yema, sintiendo el calor concentrado en esa zona tan prohibida como vulnerable. Luego presionó apenas, lo justo para notar cómo su cuerpo respondía, cómo esa resistencia suave y húmeda temblaba bajo su roce. La yema se quedó ahí, pulsando, acariciando en círculos minúsculos mientras las embestidas de Pablo se volvían más hondas, más desesperadas. No llegó a penetrarla, pero la intención —el borde de esa posibilidad— encendía algo salvaje entre los dos. El contraste entre la tensión de su dedo y la suavidad tibia que cedía poco a poco bajo el contacto lo hacía temblar. Pablo sintió el deseo subirle como fuego por la columna. Y aunque no cruzó el límite, lo rozó con una intensidad que lo dejó a él al borde, y a ella... completamente entregada. Verla estremecer así por algo que jamás habían probado lo dejó sin aire. No era solo deseo. Era confianza. Y eso lo enloquecía más que cualquier gemido. Marizza se tensó y tembló al mismo tiempo, como si esa caricia la partiera en dos. Sintió una oleada de calor ascenderle por la columna, una especie de relámpago que la dejó jadeando, clavada al borde de la mesa. Todo se volvió más crudo, más presente. El placer físico se mezcló con algo más profundo: la consciencia de estar cruzando juntos un nuevo umbral. Soltó un gemido más agudo, largo, contenido. Su cuerpo entero se estremeció, una respuesta que era deseo, sorpresa y apertura. No fue una invasión. Fue un pulso contenido, una insinuación íntima, eléctrica. El comienzo de algo que podía ser. —Pablo... —murmuró, sin volverse, jadeando. Sorprendida, vulnerable, conmovida. —Me gustaría probar hacerlo por acá algún día —le susurró contra la piel—. Nunca lo hice. Pero me tienta. Me tienta como loco. Y con vos... me dan ganas de probarlo. Ella apoyó la frente en el antebrazo. Respiraba entrecortado. Lo había sentido... y sí, le había gustado. Pero también algo dentro de ella palpitaba con duda. —Es que... es algo tan nuevo —confesó, con voz baja—. Me sorprende lo que sentí. Es intenso. Me da un poco de miedo, pero también... me despertó algo. Pablo se detuvo. La abrazó por la espalda, le besó el hombro. —No tiene que ser ahora —murmuró—. No quiero que lo hagas por mí. Solo si alguna vez lo deseás de verdad... voy a tener cuidado. No quiero hacerte daño. Quiero que, si pasa, sea algo nuestro. Algo que los dos recordemos bien. Ella tragó saliva. El cuerpo temblaba. Y no por miedo. Por entrega. Entonces, bajó más la cadera. Se abrió para él con más claridad. Y lo empujó más adentro con fuerza. —No hoy —susurró, con la voz rota—. Pero quizá algún día sí. Esa frase lo desarmó. Pablo gruñó bajo, se aferró a sus caderas y volvió a moverse. Más profundo. Más crudo.No era solo sexo. Era hambre. Era esa urgencia antigua que aparecía solo cuando se habían contenido demasiado tiempo. Cuando las palabras ya no alcanzaban. Esa postura —ella inclinada, él detrás— no era la más cómoda, pero sí la más desesperada. La que usaban cuando el deseo dolía, cuando necesitaban sacarse el mundo de encima y quedarse ahí, pegados, furiosos de ganas, completamente reales. El ritmo se volvió urgente, sucio, inevitable. El sonido húmedo de sus cuerpos chocando en la penumbra llenaba la sala como un eco primitivo. Ella jadeaba sin pudor, los labios abiertos, la frente pegada a la mesa, los dedos blancos de tanto agarrarse al borde. Pablo respiraba como si se le fuera la vida en cada embestida. Como si el placer le rompiera la espalda por dentro. El orgasmo vino primero para ella: un grito quebrado, un estremecimiento incontrolable que le sacudió las piernas y le vació el cuerpo. Todo se tensó... y después se rompió. Se entregó por completo, con los ojos cerrados y la boca temblando. Pablo la siguió segundos después, derramándose dentro del preservativo con un gemido grave, ronco, como si algo se le arrancara de adentro. Se aferró a sus caderas, vibrando contra su espalda, y se quedó ahí, pegado, como si no pudiera respirar lejos de ella. Se quedaron así. Pegados. Calientes. Sudados. Exhaustos. Con la piel mojada, el corazón latiendo como si acabaran de correr hasta el fin del mundo. Marizza pasó una mano hacia atrás, tanteando a ciegas hasta tocar su muslo. No dijo nada, pero ese gesto bastó. Entonces él se apartó apenas, con un suspiro tembloroso, sin dejar de tocarla.Ella, aún inclinada, sintió que las piernas le flaqueaban, y se incorporó despacio, con las manos apoyadas en la mesa. Pablo la sostuvo por la cintura, atento, y cuando ella logró girarse, la ayudó a sentarse sobre el borde. Con cuidado, le acomodó el vestido sobre los muslos, le apartó un mechón de pelo pegado a la frente y la miró como si fuera lo único que existía. Luego se acercó, la rodeó con los brazos por la espalda y apoyó la frente en su hombro desnudo, cerrando los ojos como si solo ahí pudiera calmarse. Se quedaron así. Fundidos. En silencio. La respiración todavía agitada, pero en el mismo ritmo. —¿Estás bien? —repitió, acariciándole el brazo con la yema de los dedos, con la voz más baja, más temblorosa—. Creo que nunca te tomé así. ¿Seguro no te lastimé? Marizza asintió despacio, sin abrir los ojos. Su voz salió apenas un susurro, pero firme. —Estoy perfecta... Él besó su hombro con la boca abierta, aún jadeante. —Perdoná si fui brusco. Me dejé llevar. Ella giró el rostro apenas, le rozó la mejilla con la suya, cerrando los ojos por un segundo más. —Con vos me siento segura —susurró—. Hasta cuando perdemos el control. Y sí... lo noté. Y me gustó. Porque sos vos. Pablo le acarició el brazo con más suavidad, la frente aún apoyada en su hombro. —Y yo no quiero lastimarte nunca, Marizza —susurró—. Si en algún momento algo te incomoda, me lo decís. No importa el deseo, lo primero es vos. Quiero que siempre te sientas bien conmigo. Ella sonrió con ternura, adorándolo en silencio, y bajó la cabeza hacia su brazo, rozándolo con la nariz, como quien se permite quedarse un poco más en casa. Entonces él la abrazó con fuerza, apretándola contra su pecho, con los labios aún en su cuello. La besó ahí, apenas, un roce suave que contrastaba con la intensidad de lo que acababa de pasar. Luego le acarició la mejilla con los nudillos, como si quisiera memorizar cada parte de ella. —Te amo, ¿sabés? —susurró al borde del oído, con la voz desarmada—. Sé que esto fue intenso, casi salvaje... pero nunca fue solo eso con vos. Nunca lo fue. Y necesitaba que lo supieras. ¿Lo sabés, no? Ella cerró los ojos más fuerte, dejó escapar un suspiro emocionado y le acarició la mano con la suya, entrelazando los dedos. —Yo también, mi amor. Y sí... esto fue mucho más. Y en ese silencio, con la piel todavía ardiendo, sabían que lo que acababa de pasar no se medía en intensidad física, sino en algo más profundo. Un espacio donde la entrega y el deseo se encontraban, donde el cuerpo hablaba con todo lo que el alma callaba. ***** Salieron de la sala con sigilo, todavía con el cuerpo sensible y las mejillas encendidas. Marizza se acomodó el vestido como pudo, con una sonrisa cómplice en los labios, mientras Pablo, todavía con el corazón acelerado, se pasaba una mano por el pelo intentando parecer menos desarmado de lo que estaba. —Si alguien nos ve, con tu cara... creo que no podés disimular lo que acaba de pasar —murmuró ella, divertida, mordiéndose el labio. —Nos hacemos los que nos perdimos buscando el baño. Vos a la izquierda, yo a la derecha —respondió Pablo, y le guiñó un ojo. —Claro. Porque estamos tan discretos, ¿no? —replicó Marizza, conteniendo la risa. Iban a separarse, pero justo al doblar el pasillo se detuvieron en seco. Allí estaban. Mora. Y el abogado que los había ayudado durante el juicio contra Sergio. Abrazados. Besándose. No cualquier beso: un beso largo, profundo, con manos que decían más que mil palabras. —¡¿Mamá?! —exclamó Pablo, como un resorte, con la voz a medio camino entre el espanto y la risa. El beso se cortó de inmediato. Mora se giró bruscamente, con los ojos muy abiertos, como una adolescente pillada en pleno acto. El abogado se alejó torpemente y se aclaró la garganta, más por nervios que por dignidad. —Pablo... esto no... —intentó Mora, aunque hasta ella se dio cuenta de lo inútil que sonaba. Marizza se tapó la boca con la mano, los ojos muy abiertos por la sorpresa. Su cuerpo temblaba ligeramente por el esfuerzo de no soltar la carcajada. Pablo se cruzó de brazos. —¿Así que "salgo a tomar aire" era esto? Mamá, por favor. ¿¡Con el abogado!? —exclamó, teatral, llevándose la mano al pecho. —Ay, Pablo —suspiró Mora, roja como un tomate. —¿Qué sigue? ¿Van a adoptar un perro juntos y ponerle de nombre "Justicia"? —añadió él, burlón. Marizza soltó una risa que ya no pudo contener, tapándose la cara. Mora cerró los ojos un segundo y luego levantó la mirada, recuperando algo de compostura. —Y ustedes... ¿se pueden saber de donde vienen, con esas caras? —dijo, arqueando una ceja. Pablo y Marizza se miraron. El silencio duró más de lo que debía. Lo suficiente para delatarse sin remedio. —Nada —dijeron al unísono, como dos chicos sorprendidos en falta. —Charlando —agregó Pablo, demasiado rápido. —Sobre... arte barroco —aportó Marizza, sin dejar de reír. —Sí, claro. Filosofando con ropa arrugada y las mejillas coloradas —ironizó Mora. —Bueno, cada uno con su forma de... reflexionar —dijo Pablo, levantando las cejas. —Y vos tenés una forma muy... empírica de filosofar —añadió Marizza, mordiéndose el labio con picardía. Mora los miró a ambos. No cruzó los brazos ni levantó la voz. Solo los observó como quien evalúa una escena de crimen y ya tiene claro quiénes son los culpables. —No quiero saber nada —dijo al fin, sin dramatismo, como quien se lava las manos. Pablo alzó las cejas, solemne. —Nunca pasó. —Jamás —añadió Marizza, tomándolo del brazo con falsa gravedad. Hubo un segundo de pausa. El abogado suspiró por lo bajo, como si le pesara estar ahí.Y entonces, sin poder evitarlo, los tres rieron. No con descaro, sino con esa risa incómoda que solo aparece cuando lo insólito supera cualquier argumento lógico. Mora negó con la cabeza, girándose para marcharse. —Por lo menos tengan la decencia de arreglarse antes de volver —murmuró al pasar. Y sin mirar atrás, se fue. Pablo y Marizza retomaron el camino al salón, tomados de la mano, intercambiando miradas cómplices. —¿Te das cuenta de lo que acabamos de ver? —susurró él, acercándose a su oído. —Todavía lo estoy procesando —murmuró Marizza, sin poder ocultar la risa—. Tu mamá... chapándose al abogado. —Me va a llevar años superar esa imagen. —Bueno, por lo menos ahora sabés de dónde sacaste lo de hacer cosas indecentes en edificios públicos —dijo ella, dándole un codazo suave. Pablo soltó una carcajada baja y le apretó la mano. —No sé si sentirme orgulloso o traumado. —Ambas cosas pueden convivir —sonrió Marizza, mientras volvían a cruzar las puertas del salón como si nada hubiera pasado... salvo por el brillo en los ojos, las mejillas encendidas y esa sensación compartida de estar un poco más cerca de todo. ***** El ambiente estaba en plena euforia. La música subía y bajaba como olas en el mar, los invitados bailaban, reían, brindaban. En un rincón, el grupo de amigos se había reunido otra vez: Mía, Luján, Manuel y Marcos charlaban con copas en la mano y miradas alerta. —¿Hace cuánto que se fueron? —preguntó Marcos, arqueando una ceja mientras miraba hacia los pasillos laterales. —Viente minutos —dijo Manuel, revisando su reloj—. Aunque, considerando quiénes se fueron... diría que ya fue suficiente para una escena de película triple X. —¡Manuel! —rió Mía, golpeándole el brazo—. No seas idiota. —¿Y qué? ¿Me vas a decir que no sabés con qué cara va a volver Pablo? Va a aparecer con esa sonrisa estúpida que pone cuando... —y levantó las cejas varias veces, mientras Luján le daba un codazo por lo bajo. Justo entonces, como invocados por un guion inevitable, Marizza y Pablo entraron de nuevo al salón. Ella llevaba el pelo un poco más desordenado, pero no lo suficiente como para parecer descuidada. Pablo, en cambio, tenía la camisa mal metida por un costado del pantalón y una expresión que delataba demasiado. Caminaban uno al lado del otro, como si no pasara nada... salvo por las sonrisas contenidas que no sabían disimular. Manuel los vio y levantó ambas manos como en señal de victoria. —¡Lo sabía! —gritó con una carcajada—. Señoras y señores, los novios alternativos de la boda. Marcos le siguió el juego y comenzó a aplaudir despacio, con una sonrisa torcida. —¿Fue en una sala de servicio? ¿O aprovecharon el probador de los trajes? Pregunto por interés académico, ¿eh? Marizza alzó una ceja, divertida, y cruzó los brazos. —¿Querés que te describa el lugar, o directamente te invito a mirar la cámara de seguridad? —disparó con ironía. Todos se rieron. Pablo solo se encogió de hombros y sonrió como si no tuviera defensa alguna. —No confirmamos ni desmentimos nada —dijo, tomando a Marizza de la cintura con naturalidad. Mía negó con la cabeza y le dio un sorbo a su copa. —Están cada día peor. Marizza soltó una risa que no se molestó en disimular. Pablo se apoyó en el respaldo de una silla, relajado, sin perder de vista a su novia. —¿Terminamos con el escrutinio? Porque si no, podemos hacer una ronda y contar cada uno lo más indecente que haya hecho en una fiesta —dijo con falsa seriedad. —No es mala idea —apuntó Manuel—. Aunque te aviso que competís con Marizza. Y ya con eso arrancás perdiendo. —Cállate, idiota —le soltó ella entre risas, y le tiró una servilleta que él atrapó con teatralidad. Marizza le sostuvo la mirada a Pablo un segundo más de lo normal. Él le rozó la mano, casi sin que nadie lo notara. Y entonces, como si bastara con eso, volvieron al juego de las risas, como si nada. La música volvió a subir. La conversación se fue diluyendo entre bromas y risas. ****** La música del salón quedaba atrás como un eco borroso. Afuera, el aire era más fresco y olía a pasto mojado. La madrugada se anunciaba en el rocío sobre las hojas, en las luces bajas del jardín y en el silencio que empezaba a calmar el vértigo de la fiesta. Había un murmullo lejano de vasos chocando, risas apagadas y hojas moviéndose con el viento suave. Todo parecía transpirar fin de fiesta, pero también promesa de algo que todavía no terminaba. Pablo, que ya se había cansado de tanto bailar, se había sentado un rato a observar. Tenía el rostro apenas sudado, la camisa pegada al cuerpo por el calor del salón, el corazón acelerado todavía. Había charlado con Marcos, incluso con su mamá y el abogado durante un buen rato, entre bromas, saludos y anécdotas que se mezclaban con los sonidos de copas y la música envolvente del fondo. Cada tanto, sin embargo, su mirada regresaba sola hacia el centro de la pista. Ahí estaba ella. Marizza. Girando como si el mundo no pesara. Los rulos sueltos, los párpados brillantes de sudor, la espalda descubierta por el vestido, y una risa que parecía nacida para ese momento. Tenía una copa en la mano, pero no se preocupaba por sostenerla con elegancia; la levantaba, la bajaba, se reía. Sonia bailaba cerca, desatada. Mía también. Y a Pablo, todo eso le parecía surreal. Como si estuviera viendo desde afuera una escena que nunca creyó posible: Marizza feliz. Marizza sin armaduras. Marizza libre. Y en medio de ese caos de luces y música, ella lo buscó con la mirada y, al encontrarlo, le sonrió como si lo hubiera estado esperando. A Pablo se le aflojó el pecho. Como tantas veces. Como la primera vez que la vio llorar escondida en el aula vacía. Como cuando lo abrazó sin decir nada. Como cada vez que lo desarmaba sin darse cuenta. Sonia y Mía estaban con ella, bailando como si no existiera el mañana. Franco hablaba con unos familiares, ajeno al caos luminoso del centro de la fiesta. Pablo no pudo evitar sonreír. Se levantó despacio, con una calma que contrastaba con el ritmo frenético del salón, y se acercó a ella por detrás. —¿Querés salir un rato conmigo? —le dijo, con esa media sonrisa de costado y las manos en los bolsillos. La camisa desabrochada hasta la mitad del pecho, el pelo revuelto de tanto moverse, y los ojos cargados de esa mezcla de deseo y ternura que solo le mostraba a ella. Marizza alzó los ojos al cielo como si los astros pudieran darle paciencia, pero la sonrisa le tembló en la comisura de la boca. —¿En serio? —dijo, ladeando la cabeza con teatral incredulidad—. ¿Otra vez, Pablo? ¿No te bastó con lo que hicimos hace una hora? No doy más... y paso de volver a pasar más vergüenza. Ya tuve suficiente adrenalina por una noche. —No es por eso —respondió él, conteniendo la risa—. Lo juro. Solo quiero descansar un poco del ruido y de todo. Un poco de aire. Ella entrecerró los ojos, desconfiando. Lo estudió un segundo, con los brazos cruzados y una ceja levantada, como si quisiera adivinar si era verdad o si la iba a terminar arrastrando de nuevo contra una pared. —¿Solo aire? —Solo aire. Te lo prometo. Ella hizo una mueca. Después suspiró con resignación dramática, exagerando cada gesto como si estuviera en una película. —Bueno, pero si esto termina con vos queriéndome arrinconar en el césped, te juro que te muerdo —le advirtió, mientras lo seguía. —Tampoco me importaría —susurró Pablo, sin mirarla directamente, pero con un tono juguetón, casi desafiante. Realmente no le importaba, y ella lo sabía. Ella lo escuchó y se quedó quieta, fingiendo escándalo, entre divertida y ofendida. Se giró hacia él con una ceja arqueada, lo apuntó con el dedo como si lo estuviera acusando de un crimen imperdonable, y chasqueó la lengua. —Sos un degenerado —le dijo, pero los ojos le brillaban de risa. Le dio un empujón suave con el hombro, uno de esos que no empujan nada pero tocan todo. Pablo fingió tambalearse con dramatismo, y ella soltó una carcajada que le sacudió el cuerpo entero. Él la siguió, riendo como si no hubiera un mañana. De esas carcajadas que se sienten en el estómago y que los dejaban, por unos segundos, flotando. Entonces, sin pensarlo demasiado, Pablo le pasó un brazo por los hombros y la acercó a él, en un gesto tan natural como inevitable. Marizza apoyó la cabeza contra su pecho un instante, todavía riendo. Así caminaron un par de pasos más, como si en ese abrazo breve existiera algo parecido a la calma. Mientras caminaban entre la gente, se encontraron con Hilda. Marizza se separó un momento de Pablo y se acercó a la mujer, que observaba la pista con los ojos llenos de nostalgia y orgullo. —¿Querés algo, Hilda? —le preguntó, agachándose un poco. —Estoy bien, nena. Estás radiante. A seguir bailando. Marizza le sonrió y le dio un beso lento en la mejilla, cerrando los ojos al contacto. Luego volvió junto a Pablo, que la esperaba con las manos en los bolsillos y una mirada suave. Caminaron juntos en silencio hasta un banco de piedra junto a un cantero. El jardín estaba iluminado con faroles tenues que lanzaban sombras tibias sobre el pasto. Se escuchaban los grillos. El aire tenía gusto a humedad y a descanso. Ella se sacó los zapatos con un quejido que salió del alma. —No sé quién inventó los tacos, pero estoy convencida de que fue alguien con un fetiche por el sufrimiento ajeno —dijo, dejando los zapatos a un costado y estirando las piernas como quien sobrevive a una guerra. Pablo se sentó a su lado. Se inclinó hacia atrás, apoyó los brazos en el banco, y cerró los ojos un segundo. El ruido lejano del salón ahora parecía parte de otro mundo. La miró un momento. Luego, en voz baja, preguntó: —¿Estás bien? Ella giró un poco la cabeza y lo miró con una mezcla de burla, afecto y cansancio. —¿Querés la versión con filtro o sin anestesia? —¿Desde cuándo vos ponés filtros a las cosas? Sin anestesia. Siempre. Marizza bajó la mirada. Se quedó mirando un punto en el césped, pensativa. El viento le movió un mechón del pelo, y ella no se lo acomodó. De pronto pareció lejana. —Estoy... bien. Rara. Emocionada, sí, pero extraña. Feliz y triste al mismo tiempo. ¿Eso tiene sentido? Pablo asintió. Su rodilla tocaba apenas la de ella, y no se movió. Ella se abrazó las piernas y apoyó el mentón sobre las rodillas. Tenía las manos frías. El anillo que usaba siempre brilló bajo la luz amarilla de un farol. —Durante mucho tiempo fue solo mi vieja y yo. Aunque peleáramos, aunque no nos entendiéramos. Era ella. Y yo. Nada más. Spirito no existía, y la palabra "familia" me sonaba como una broma de mal gusto. Le pedía a mi mamá tener una familia. Hizo una pausa. Sus dedos se enredaban entre sí, automáticos. —Y después... aparecieron todos. Luján. Hilda. Vos. Mía —dijo su nombre como si le costara tragarlo—. Franco. Y aunque me saque de quicio la mitad del tiempo, y aunque a Mía quiera sacudirla cada vez que respira... me doy cuenta de que esto —dijo, señalando el aire, el jardín, la noche— es lo más parecido a una familia real que tuve en mi vida. No sé cómo pasó. Pero pasó. Se hizo un silencio suave, como si incluso el viento se hubiera quedado escuchando. Marizza miraba sus propias manos, y Pablo seguía en ese gesto contenido, sin interrumpirla, dejando que el momento tuviera su propio peso. Por un instante, ella se inclinó levemente hacia él, como si necesitara apoyarse aunque fuera un poco. Entonces, como quien responde a una necesidad compartida más que a una pregunta, Pablo le tomó la mano. Su tacto fue cálido, firme, pero sin presión. Ella la apretó casi de inmediato. La sostuvo como si no supiera hacerlo de otra forma, como si el silencio entre los dos también pudiera tocarse. Marizza lo observó en silencio unos segundos. Había algo en su mirada, en la forma en que fruncía apenas el entrecejo, que le pareció conocido. Le acarició con el pulgar el dorso de la mano y preguntó, sin rodeos: Había algo en su mirada, en la forma en que fruncía apenas el entrecejo, que le pareció conocido. Le acarició con el pulgar el dorso de la mano y preguntó, sin rodeos: —¿A vos te pasa algo? Pablo la miró. Sus ojos tenían esa opacidad leve de cuando se contiene algo muy hondo. — He estado pensando en lo de Nueva York y estoy algo asustado. Ella lo miró con los ojos entrecerrados. —¿Vos? —Sí —dijo, respirando hondo—. Estuve mirando cosas para estudiar música en Nueva York. Cursos. Escuelas de producción. Conservatorios. Me clavé leyendo foros, páginas... todo. Ella no dijo nada. Su pulgar acariciaba el dorso de su mano. —Y en el fondo lo sabía. Que eso es lo que quiero. Pero también hay una parte de mí que... no se lo termina de creer. Que piensa que es un capricho. Que no voy a ser bueno. Que no soy suficiente. A veces escucho la voz de Sergio. Pablo bajó la mirada. —Como si él estuviera ahí, todavía diciéndome que es perder el tiempo, que no tiene futuro, que no es serio. Ella se quedó mirándolo. Luego, sin decir nada, se inclinó hacia él y le acarició la cara con una mano. Le sostuvo la mejilla como si necesitara que sintiera el contacto para no volver a hundirse. —¿Querés que te lo diga yo? —dijo ella, más seria, con la voz un poco más baja, como si se acercara a un recuerdo importante—. Porque si querés, te lo digo yo. Clarito. Pablo la miró, frunciendo apenas el ceño. —¿El qué? —Lo que te dije ese día en el aula, cuando finjiamos ser novios en 3 año —susurró, con una chispa nostálgica en los ojos. Hubo un silencio breve. Pero en Pablo, algo se activó. Fue como si se abriera una compuerta de imágenes. El aula vacía, Marizza sentada sobre una mesa, con las piernas colgando, con esa mezcla de desafío y vulnerabilidad que lo descolocaba entonces y todavía lo desarmaba. —El día que me dijiste que qué hiciera lo que me dijera el estómago... —murmuró, reconociéndolo. Ella asintió, con una sonrisa breve y un brillo húmedo en la mirada. —Sí. Ese día. Que me besaste, con lengua debo decir. -Dijo medio burla, medio recuerdo. Pablo rió bajito, con un deje de melancolía. —Y después dije que estaba fingiendo. —Y perdoname, pero nunca te creí —añadió ella, inclinando la cabeza, los dedos aún sobre su mejilla. Ya no había enojo en su voz. Solo ternura y algo de compasión por esos dos chicos que habían sido. Él tragó saliva. —Tenía miedo. Me hiciste sentir cosas que hasta ese momento no sentía. Fue como un salto al vacío. Marizza suspiró. Le acarició el cuello con la yema de los dedos, lentamente, como si intentara tranquilizarlo ahora por todo lo que no pudieron antes. —Antes de eso te pregunté qué harías si pudieras hacer cualquier cosa... ¿te acordás? —murmuró, con un dejo de desafío suave, como si todavía quisiera ponerlo a prueba. —Vivir tocando la guitarra —respondió Pablo, rememorando ese momento con la certeza de quien, por fin, se encuentra en lo que dijo sin pensar. —Y lo dijiste tan convencido que no dejaste lugar a discusión —susurró—. Él asintió. Sus ojos se le llenaban, pero no se escapaba nada. —Todavía lo quiero. —Entonces hacelo. Proponetelo —dijo ella, sin soltarle la cara—. No esperes a dejar de tener miedo. El miedo no se va. Se hace chico cuando vos te agrandás. Pero se queda. Y vos podés. Pablo entrelazó sus dedos con los de ella. Los sostuvo con fuerza. —Quiero ir a Nueva York —dijo, despacio—. Por vos... sí. Porque quiero estar con vos. Pero también por mí. Creo que puedo encontrar algo para mí. Sé que lo voy a hacer y lo voy a encontrar. Marizza lo miró fijo. Como si quisiera memorizarlo así, diciéndolo, con esa mezcla de fragilidad y coraje que tan pocas veces se permite mostrar. Sus ojos se llenaron apenas, sin desbordar. Se mordió el labio inferior con suavidad, conteniéndose. Después sonrió. No de esas sonrisas amplias que se lanzan al aire, sino una sonrisa que nacía despacio, temblorosa, desde lo más hondo del pecho. Una sonrisa que parecía querer sostenerlo a él y también sostenerse a sí misma. Fue una sonrisa lenta, ilusionada, íntima. Como una promesa tejida con los dedos entrelazados. —Entonces nos vamos juntos —dijo con emoción contenida. Y por un momento, fue perfecto. Pero justo ahí, justo cuando la emoción empezaba a tomar cuerpo, algo en ella se movió. Un segundo. Un instante apenas. Como si una cuerda invisible se tensara dentro del pecho. No era tristeza. Ni duda. Era... otra cosa. Un eco. Una sensación extraña que no tenía nombre. Como si, muy adentro, una parte de ella supiera que no todo lo que se sueña se cumple. Pero no lo dijo. Se inclinó hacia él y lo besó. Lento, profundo, con una dulzura que le nacía desde algún rincón de la infancia. Con la boca abierta, los ojos cerrados y los dedos apenas temblorosos posados en su cuello. Pablo le acarició la mejilla, luego la espalda, como si con cada roce quisiera decirle que estaba ahí, que no se iba a ir. Se besaron como si estuvieran reconstruyendo algo que habían perdido, o como si lo estuvieran eligiendo otra vez. Toda la esperanza del mundo estaba puesta en ese instante. Y por ahora, eso bastaba.
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