Capítulo 28
13 de septiembre de 2025, 16:42
La casa parecía enorme esa noche, casi hueca. Sonia y Franco llevaban tres días celebrando la luna de miel en el Caribe. Mía se había escapado con Manuel a su departamento; Luján con Marcos, ambas con la excusa de estudiar, y Hilda, pobrecita, les había creído.
En la casa de los Colucci-Rey solo quedaban Hilda, Marizza y Pablo. La tarde la habían dedicado a los exámenes, o eso pretendían: entre besos distraídos y toqueteos por debajo de los apuntes, apenas repasaron lo justo. En un paréntesis, la madre de Pablo llamó para avisar que salía a cenar con el abogado—ya oficialmente su novio—y él fingió escuchar, mientras Marizza le daba besitos en el cuello.
Cuando cayó la noche, improvisaron una cena sencilla. Hilda cenó un yogurt, se quejó un poco y, desde la puerta del comedor, lanzó su advertencia habitual.
—Bueno, Pablito... Vos te ibas después de cenar, ¿no? Que ya no tengo edad para hacer de niñera, ¿eh?
—Sí, Hilda, me voy ya mismo. No te preocupes —mintió Pablo, con cara de chico bueno, las manos en los bolsillos, el cuerpo tenso de anticipación.
—Y vos, Marizza, cerrame todo cuando termine la novela.
—Tranquila, Hilda. Todo bajo control. Andá a dormir tranquila —contestó Marizza, con una sonrisa de niña buena.
Hilda subió, pasos arrastrados, y no tardó en escucharse el portazo, el crujido de la cama, el volumen de la tele disparado. En la cocina, quedó un silencio, cargado de lo que iba a pasar.
Marizza había planeado todo. Sabía cuánto tardaban las pastillas en derribar a Hilda. Esa noche, la casa era suya. De ellos dos. Aunque solo fuera por unas horas.
Recogían los restos de la cena, pero nada en sus movimientos era inocente. Cada roce fingido, cada cruce de miradas sostenidas, era un mensaje directo al centro del cuerpo. Marizza se movía descalza, solo con la remera larga de Pablo que le había robado hace tiempo de su casa y que utilizaba para dormir, y una bombacha blanca tan breve que rozaba el descaro; cada vez que se agachaba, la tela subía y el contorno de sus muslos se tensaba al alcance de la mano. Pablo no podía dejar de mirarla. Apoyado en la encimera, sentía el calor subiéndole desde el estómago, la tela del pantalón apretándole demasiado, la boca seca de ansiedad.
—¿Vas a provocarme toda la noche? —le susurró al oído, acorralándola contra la mesada, apretándole la cintura con la cadera, dejando que sintiera el bulto duro contra su cuerpo.
—¿Yo? No te hagas... Si te tuviera ganas de verdad, ya estarías en pelotas —le soltó, mirándolo de arriba abajo con una sonrisa desafiante, los dedos jugueteando con el borde de la camisa.
El aire estaba tan cargado que parecía que se iba a encender solo. El televisor de arriba sonaba como fondo distante, una cortina para el juego prohibido.
Ya no pudieron fingir. Pablo la acorraló de espaldas al sofá y la besó con hambre. Ambos estaban esperando este momento. Le lamió la boca con avidez, mordiéndole el labio hasta sacarle un gemido ahogado, sintiendo cómo temblaba sobre él. La camisa larga le rozaba las muñecas, el borde apenas cubriendo la piel húmeda de la bombacha.
Se dejó caer en el sofá y Marizza se subió a horcajadas. De lejos, esta era la postura que más le gustaban. Las piernas abiertas, apoyadas de un lado y otro de sus caderas, marcando el ritmo desde el primer movimiento. La camisa subía cada vez más, la bombacha blanca pegada, húmeda, marcando la piel tensa. Pablo, con la espalda hundida en el respaldo, la miraba cabalgarlo vestida, la respiración le salía entrecortada. Verla ahí, despeinada, con las mejillas encendidas y el pecho subiendo y bajando a cada jadeo, lo desarmaba. Sentía el pulso bajar hasta la punta de la verga, la sangre caliente, la desesperación de quererla así, encima, con todo el cuerpo puesto en hacerlo sufrir.
El sofá crujía bajo el vaivén de Marizza. Ella gemía bajito, frotándose lento, marcando el compás con las caderas, la bombacha cada vez más empapada, resbalando contra la dureza de él, separando apenas la tela para a través de la ropa.
—Sos un enfermo, Bustamante... —susurró ella, arrancándole la campera y lanzándola al suelo.
—¿Y vos? —le devolvió, bajando la mano para correr la bombacha hacia un costado, los dedos resbalando, sintiendo la humedad pegajosa—. Vos estás empapada, Marizza.
No dijeron nada. Ella le devoró la boca, lengua y dientes, mordiéndolo hasta el dolor. Pablo se desabrochó los jeans con una mano temblorosa, bajándoselos a medias. Sacó el preservativo, se lo colocó sin dejar de mirarla ni un segundo, los ojos ardiendo.
La sujetó de la cintura, la sintió y fue ella quien se dejó caer sobre él, despacio, empalándolo con lentitud, tragándoselo hasta el fondo. Pablo tuvo que cerrar los ojos para no perder el control. Sentía cómo ella lo recibía todo, apretada, caliente, mojada. La camisa le subía hasta la cintura, el pelo le caía en la cara, los ojos le brillaban de urgencia.
El ritmo era lento, casi insoportable. Ella marcaba el vaivén, bajando sobre él , despacio, pesada, húmeda, desesperada. Pablo la sujetaba firme de la cintura, pero no la guiaba: la acompañaba, la miraba, le suplicaba con la mirada que siguiera así. Y mientras ella se movía despacio, él deslizó una mano por debajo de la camisa, entre sus piernas, y empezó a acariciarle el clítoris con los dedos, despacio, en círculos húmedos, sincronizándose con el movimiento de las caderas de Marizza.
El contacto los hizo temblar a ambos. Ella apoyó la frente en la suya, le besó la boca, le mordió los labios, se aferró a sus hombros y movía la cadera cada vez más despacio, buscando la fricción precisa, el roce justo.
Pablo intento contrarrestar moviendose, buscarle el ritmo desde abajo, pero Marizza lo frenó con las manos, apretándole la pelvis.
—Boludo... que me vas a hacer gritar —le jadeó al oído, con la voz tan rota que lo volvió loco.
El sofá seguía crujiendo bajo el peso de sus cuerpos. Marizza, encima de él, temblando, la boca abierta, el cuerpo tenso y vulnerable, dejó escapar un gemido alto, un grito involuntario que llenó la sala.
Fue ahí cuando Pablo le tapó la boca con la mano, los dedos presionando sus labios, acercándose para pegarle la boca al oído y susurrarle, caliente, entre jadeos contenidos:
—Shhh... Si gritás así, nos escucha todo el barrio.
Ella lo miró con los ojos brillando, tragándose el siguiente gemido contra sus dedos, el cuerpo estremeciéndose aún más con esa mezcla de placer y peligro. Pablo seguía acariciándole el clítoris, sintiendo la humedad temblarle en la palma, los músculos de ella apretándole la cintura, las piernas abiertas, la camisa arremolinada sobre la piel sudada.
Los movimientos de Marizza se hicieron aún más lentos, profundos, cada descenso sobre él era una tortura húmeda, pesada, desesperada. Pablo la sostenía con fuerza, el pecho contra su pecho, los dedos marcándole la cintura, la respiración pegajosa y ahogada en la piel.
—Así... así... —suplicó él, ronco, el cuerpo vibrándole, la boca pegada a la de ella—. No pares...
El orgasmo llegó despacio, latiendo entre sus cuerpos, arrastrando un temblor mudo y espeso. Marizza se sacudió encima de él, el clítoris ardiendo bajo los dedos de Pablo, la cabeza hundida en su cuello, la voz rota y ahogada por su mano. Pablo sintió el cuerpo de ella temblar, el calor de la piel pegajosa y el olor a sexo llenando el aire.
Se quedaron así, fundidos, la respiración entrecortada, los cuerpos sudados, el temblor aún en las piernas y en los labios. El silencio pesaba, cargado de satisfacción y de peligro. El mundo era solo ese sofá, el olor a sexo, la piel pegajosa y la novela que estaba viendo Hilda sonando arriba, lejana.
Marizza fue la primera en moverse, despacio, como si no quisiera romper el hechizo. Se deslizó de encima, las piernas flojas, la camisa húmeda pegada al cuerpo, el cabello revuelto. Acomodó la bombacha sin apuro, sin disimular. Pablo, todavía temblando, respiró hondo, el pantalón a medio subir, la camisa torcida, el cuerpo deshecho bajo la sombra de ella.
Se quitó el preservativo con cuidado, lo escondió en la basura de la cocina, como si pudiera borrar la prueba de lo que acababan de hacer. Se miraron un segundo, sonriendo, con esa complicidad muda de los que acaban de desafiarlo todo y han salido ilesos.
—Creo que necesito una ducha —murmuró Marizza, la voz baja, la cadera rozando la de él, mientras se recogía el pelo en la nuca.
—No me pienso perder esa ducha... —respondió Pablo, aún sin moverse, el cuerpo negándose a dejarla ir tan fácil.
Subieron en silencio, sudados, con la ropa a medio poner, con el olor a ellos pegado en el aire, en la piel, en el sofá. Ninguno intentó arreglar nada. En el pasillo, con la luz apagada, Marizza le susurró, sin mirarlo, la sonrisa todavía latiendo en los labios:
—¿Dime que trajiste más globos o vamos a tener que improvisar?
Pablo soltó una carcajada baja, le pegó apenas con la cadera. No hacía falta responder. El peligro no se había ido. La noche seguía siendo solo suya.
*************
El pasillo estaba lleno de voces, risas, abrazos torpes y papeles volando como confeti. Acababan de salir del último examen, el final de todo.
—¿Alguien entendió el ejercicio tres? —preguntó Pilar.
—¿Había un ejercicio tres? —saltó Tomás, provocando una ola de carcajadas, pero él lo había preguntado enserio.
Pablo soltó un suspiro hondo, frotándose la cara con ambas manos, la frente todavía arrugada. Marizza llegó a su lado y, sin pedir permiso, se sentó sobre una de sus piernas, como si fuese lo más natural del mundo. Pablo la rodeó con el brazo, apenas tocándole la cintura de forma distraída, la mirada clavada en el suelo y el gesto de quien sigue pensando en el maldito examen de mates.
—Mejor ni me hablen de mates... —murmuró, resignado, y Marizza le lanzó una mirada rápida.
Mía, observando la escena, se acercó a Manu y susurró solo para él:
—Ay, están así todo el día ahora. Qué empalagosos, por favor.
Manu se encogió de hombros.
—Déjalos, Mía. Para lo poco que nos queda verlos así, déjalos. En un mes se van y chau.
Alrededor, el grupo seguía en su propio caos: Tomás y Guido chocaban las manos, Diego y Francisco tiraban papeles al aire, Marcos y Belén discutían sobre el enunciado, y hasta Jimena, algo apartada, los observaba con una expresión extraña, entre nostalgia y resignación.
Aprovechando el ruido, Marizza levantó la voz sobre las risas y el murmullo:
—¡Che! Hay que hacer algo en serio. Una despedida grande, no podemos irnos así nomás.
—¡Eso! —gritó Belén, levantando una carpeta—. Marizza, vos siempre organizás, dale.
—Pero posta, eh. Nada de pavadas, algo que no nos olvidemos nunca —remató Marizza, alzando la voz con esa energía suya, mirando de reojo a Pablo, que ahora sonreía apenas, la presión del examen cediendo un poco.
—Nada de karaoke con Guido, por favor —bromeó Diego, y el grupo explotó en carcajadas.
Mientras las ideas y las bromas iban y venían, Pablo mantuvo la mano distraída en la cintura de Marizza, la otra apoyada en su propio muslo, la mirada perdida en la nada. Pablo ni escuchaba. Seguía suspirando, revisando mentalmente el examen y dándose cuenta de que no podía hacer nada más.
De repente, el murmullo bajó: Mora apareció al fondo del pasillo, con paso seguro. Guido fue el primero en notarla y avisó en voz baja, casi solemne:
—Che... ¿no es tu vieja?
Las risas seguían entre los demás, menos en sus amigos. Tomás susurró:
—Qué raro verla por acá, ¿no?
Pablo se incorporó, deslizó la mano de la cintura de Marizza sin más, y ella se acomodó en el banco sin decir palabra. Mora llegó hasta Pablo y, sin decir nada, lo abrazó fuerte, con esa intensidad que solo tienen las madres. Pablo se dejó aflojar en ese abrazo, notando cómo algunas miradas estaban posadas en ellos.
—Mi amor, perdona que haya venido hasta acá pero no podia esperar —susurró Mora, acariciándole la nuca como cuando era chico.
Pablo no pudo evitar aflojarse un poco en sus brazos. Al soltarlo, Mora le bajó la voz:
—Me escribió el abogado.
Pablo, con una mueca entre resignada y humorística, replicó:
—Por favor, no quiero saber los mensajes subidos de tono que te manda el abogado, eh... me ahorro el trauma.
Mora le dio un manotazo suave en el brazo, entre avergonzada y divertida.
—Pablo, por favor. Es sobre tu papá.
La sonrisa se desvaneció. Pablo se puso serio.
—¿Y ahora qué?
Mora bajó aún más la voz.
—Salió la sentencia, hijo. Quería que lo supieras antes de que lo veas en todos lados.
Pablo tragó saliva.
—Decime.
—Condena firme. No sale. Pero aceptaron hacerle una evaluación psicológica obligatoria. Si el informe lo avala, lo trasladarán a un centro psiquiátrico judicial.
Pablo soltó una carcajada seca.
—Perfecto... ahora va a jugar a hacerse el loco.
Mora le tomó la cara con ambas manos, con esa mezcla de firmeza y ternura tan de ella.
—Que juegue a lo que quiera. Lo importante es que no va a salir.
Pablo asintió, todavía con el peso de la noticia en el pecho.En ese momento, Marizza se levantó del banco y se acercó, deteniéndose a un paso, como dudando si interrumpir.
—¿Pasa algo?
—No es nada, Marizza —respondió Pablo, intentando que su voz sonara tranquila.
Mora, con esa calidez suya, abrió un brazo para incluirla y la atrajo suavemente hacia ellos. Marizza se dejó rodear, todavía algo confundida pero aceptando el gesto.
*******
El teatro estaba en penumbras. Como si las paredes conservaran ecos de aplausos pasados, lágrimas escondidas, notas desafinadas y ovaciones legendarias. Era un lugar que había visto de todo. Y esa noche, iba a presenciar un final, al menos por el momento.
Marizza caminó despacio por el escenario vacío. El telón aún cerrado, las luces de prueba parpadeando tímidas. Llevaba los brazos cruzados contra el pecho, y el cuerpo lleno de algo que no sabía si era ansiedad o gratitud. Desde el centro, las butacas vacías parecían fantasmas. Filas enteras que en minutos estarían llenas de gente, porque para sorpresa -o no sorpresa- se habían agotado todas las entradas en tan solo 1 mes. Gente que venía a despedirse. A agradecer. A cerrar una etapa que también había sido suya.
Respiró hondo. Tenía los ojos húmedos, pero no iba a llorar. Aún no.
Detrás del telón, la realidad era otra. Técnicos corriendo con auriculares, cajas de luces abiertas como cofres del tesoro, cables cruzados por el piso, gritos urgentes. Sonia iba y venía como una tormenta, organizándolo todo con nervio. Gracias a ella y a sus favores con León, habían conseguido que esto fuera posible. Y es que aun desde la luna de miel, en el Caribe, Sonia se había dedicado a gestionar todo esto.
—¡Mía! ¡El micrófono ese no me gusta! Si se te suelta en medio del segundo verso de Sweet Baby, me subo yo al escenario, ¿eh? —exclamó, levantando una libreta con tachaduras, una copa en la otra mano.
Mía suspiró, paciente. Manuel probaba su micrófono con su clásica voz impostada de "conductor de show de TV", y Luján, desde una esquina, revisaba botellas de agua y peinaba a Marizza sin que ella se diera cuenta. No era parte de la banda, pero estaba ahí. Como siempre. Como hermana.
Y entonces, entre todo ese caos... apareció él.
Martín Rinaldi.
Camisa gris, lentes oscuros, aire tranquilo pero atento. Caminaba entre cables, pasaba junto a los técnicos, saludaba en voz baja. No parecía desubicado. Parecía... curioso. Casi incómodamente atento.
-¿Quien es? -Preguntó Marizza.
—Es productor —susurró Mía a Marizza—. Importante. Está en todo últimamente. Dice que vino como público, pero... viste cómo es esto.
Marizza no respondió. Solo lo observó con desconfianza y una ceja levemente arqueada. ¿Ahora venía justo cuando todo estaba acabando?
Martín se quedó a una distancia prudente. Y fue ahí cuando su mirada se posó en Pablo. Estaba inclinado sobre la consola principal. Concentrado, con las mangas arremangadas, el ceño levemente fruncido. Hablaba con un técnico, señalando el panel de control como si llevara años haciéndolo.
—Subí un poco más los graves del retorno en el canal de Mía —decía—. Y el click de monitoreo tiene que estar limpio, porque si no Manu entra tarde en Resistiré. Confía en mí.
—¿Sos el productor? —preguntó el técnico.
—No —respondió Pablo, con una sonrisa distraída—. Soy... de la banda.
—Ah. Bueno. Igual tenés oído. Y claridad. ¿No lo pensaste?
Pablo no respondió. Pero Martín , desde la sombra, no apartaba la mirada. Tomó nota mental. Y no dijo nada.
Marizza lo observaba también. Apoyada contra el escenario. Viéndolo así, tan metido, tan él. Y sin saber por qué, una ternura le nació en el pecho. Como si todo el amor que alguna vez sintió por él se manifestara justo ahí: en esa escena mínima, cotidiana, intensa y silenciosa.
Entonces Pablo levantó la vista, la vio y se sonrieron. Corto. Real. Suficiente.
Después de los ensayos, los cuatro se fueron al camerino.Cada uno fue buscando su propio modo de encarar los nervios, pero el ambiente estaba lejos de la solemnidad.
En el camerino de las chicas, Mía y Marizza se maquillaban y se vestían entre charlas cómplices, algún comentario mordaz sobre el público y carcajadas contenidas. Se pasaban el delineador, discutían por los zapatos y, entre risas, se prometían no arruinarse el maquillaje antes de salir.
En el de los chicos, Pablo y Manu no paraban de hacerse bromas, imitando a algún profe del colegio o tirando chistes malos para destensar el ambiente. Se ayudaban a ajustar la guitarra, competían a ver quién se ponía peor la camisa y, entre una risa y otra, se daban palmadas en la espalda, como si la mejor manera de espantar los nervios fuera reírse juntos.
Afuera, el murmullo del teatro iba creciendo, pero ahí adentro, por un rato más, solo existían ellos y ese pequeño mundo a salvo del resto.
—¡Chicos! —interrumpió Sonia, elevando la voz—. ¡Cinco minutos! ¡Y mi entrada triunfal está lista!
A falta de 5 minutos, todos se reunieron. Fue Pablo quien los llamó con un gesto. Mía, Manuel y Marizza se acercaron. Se hicieron un hueco entre telones. Era un rincón ruidoso, pero ahí, se hizo silencio.
—Ey —dijo Pablo, mirándolos uno a uno—. No sé si esto va a volver a pasar. Si en algún momento nos volveremos a encontrar como banda. Pero sí sé algo —hizo una pausa, buscando las palabras—. Esta noche no es un adiós. Es un gracias. Así que vamos a disfrutarlo. Hasta el último acorde.
—Y si es el final... que sea uno inolvidable —añadió Mía, sonriendo con esa mezcla de nervios y entusiasmo.
—Chicos, los quiero. Son mi familia —soltó Marizza, sorprendiéndolos a todos, incluso a sí misma, porque no solía ser tan abierta—. Nunca nos vamos a olvidar de todo esto.
Se abrazaron los cuatro. Un abrazo verdadero, apretado, el tipo de abrazo que sostiene y suelta al mismo tiempo, que dice "te quiero" sin necesidad de palabras.
Por un momento, el bullicio del teatro quedó lejos. Solo estaban ellos, envueltos en ese último instante, sabiendo que pase lo que pase ahí afuera, eso era suyo para siempre.
Pablo giró el rostro hacia Marizza. Ella lo miró y no hizo falta hablar. Él la besó. Lento, firme. Con la boca y con todo el cuerpo. Un beso que decía "te estoy acá" sin promesas.
—Vamos a romperla —susurró ella.
—Como siempre —respondió él.
Desde el otro lado del telón, se apagaron las luces de la sala. El murmullo del público aumentó. Una voz dijo por altavoz:
—Con ustedes... Sonia Rey.
Ella salió al escenario como si hubiera nacido ahí. Vestida de negro con brillos, micrófono en mano, caminó segura hasta el centro. El público la recibió entre aplausos y risas.
—Buenas noches, amores de mi vida —dijo con ese tono suyo, suave y eléctrico a la vez—. No se asusten, no voy a cantar. Aunque si lo hiciera, seguro me paran todos. Pero hoy no se trata de mí.
Se detuvo, bajando la voz.
—Hoy se trata de un final. Uno que no queríamos. Pero también de un agradecimiento. A ustedes, al escenario, a la música... y a cuatro chicos que crecieron entre canciones, peleas, abrazos y decisiones difíciles. Erreway no es solo una banda. Es —y seguirá siendo— un pedazo de alma, de esa rebeldía y de esa esencia de los jóvenes. Así que esta noche, quiero que los reciban como se merecen. Porque esto no es un adiós. Es un gracias. Con ustedes... Erreway.
El telón se abrió.
El escenario se inundó de luz blanca y cálida, y una cortina de humo bajo le daba un aire irreal a la escena. El público estalló en gritos y aplausos. Pablo fue el primero en salir, saludando con una mano levantada, sonrisa emocionada. Detrás, Mía, con una mirada firme y brillante, saludó con un beso al aire. Manuel entró despreocupado, lanzando una guiñada a la primera fila. Y Marizza... Marizza cruzó al centro con paso seguro y el corazón galopando, top negro de lentejuelas, pantalones altos, el pelo suelto y rebelde, los ojos brillando de vida.
Se posicionaron, cada uno en su marca. Las luces bajaron apenas. El telón ya no existía. Eran ellos. Era la banda. Era el momento.
"Sweet Baby" arrancó con las voces de los chicos, claras y vibrantes. No había temblor: cantaban con el pecho lleno, como si fuera la última oportunidad de decirlo todo. El público coreaba como si la canción fuera un himno. Algunos lloraban, otros bailaban, pero todos —todos— sabían que esa era la última vez.
Las chicas tomaron el segundo verso. Afinadas, intensas, los ojos brillosos pero sin lágrimas, sonriendo con los dientes apretados. Marizza buscó la mirada de Manuel, que le guiñó con el micro en la mano, y la conexión entre ellos se encendió como una chispa, intacta.
Cuando Marizza llegó al centro para el estribillo, su voz rasgada y viva llenó el teatro. No se quebró: se elevó, poderosa, y en ese momento los cuatro se miraron, cruzando el escenario con una certeza muda, sabiendo que era irrepetible.
Mía cantaba de cara al público, pero el cuerpo vibraba junto a Manuel, que marcaba el ritmo con pequeños gestos, los hombros agitados, sumergido en la música.Pablo, serio, sentía todo en la garganta, mirando a Marizza con la intensidad de quien sabe que se está despidiendo sin decirlo.
Por un instante, el mundo fue solo esa canción y esos cuatro sobre el escenario, regalando lo último y lo mejor de sí mismos.
Y fue perfecto. El tema terminó entre gritos, saltos, aplausos y ovaciones. El teatro entero se puso de pie. Antes de que comenzara la siguiente canción, Marizza se giró hacia los otros tres.
No dijo nada. Pero con los ojos les dio las gracias.
Por todo.
Por siempre.
*****************
La ovación seguía latiendo como un eco terco más allá del telón. Se habían despedido con Resistiré, todos coreando, incluso Sonia con el micrófono en la mano y lágrimas sin arruinarle el rímel (milagrosamente). El teatro había explotado de emoción, de nostalgia, de gratitud. Pero ahora, detrás del escenario, el mundo volvía a bajar el volumen.
El silencio después del aplauso era extraño. No era vacío. Era lleno. Lleno de lo que ya no volvería a pasar.
Pablo fue el primero en sentarse. Cayó sobre una silla con la guitarra en las piernas, el cuerpo sudado, la remera pegada a la espalda, la mirada perdida en el suelo. Tenía los dedos marcados por las cuerdas y el corazón acelerado como si aún estuviera tocando.
Marizza se dejó caer sobre una banqueta cercana. Se quitó los tacos con un suspiro exagerado, tirándolos a un rincón, y se pasó las manos por el rostro como si intentara volver a la tierra.
—¿Fue real eso? —preguntó, sin mirar a nadie.
—No sé —dijo Mía, aún con el auricular colgando del cuello—. Pero fue perfecto.
Manuel entró segundos después, con una toalla colgada al hombro, todavía riéndose.
—Sonia me acaba de besar la frente como si me estuviera mandando a la guerra —dijo—. Y me dijo que estaba orgullosa "aunque desafiné un poco en el puente de Será porque te quiero".
Marizza se rió. Era una risa leve, más bien un estallido de alivio.
—Es Sonia, ¿qué esperabas?
Se miraron. Los cuatro. Exhaustos. Desarmados. Felices.
—Están todos afuera —dijo Luján desde la puerta, asomándose con una sonrisa temblorosa—. Los familiares, los fans, incluso León. Pero les doy unos minutos. No hay apuro.
Cerró la puerta. Y el silencio volvió.
Pablo se frotó el rostro con ambas manos. Cuando bajó los brazos, tenía los ojos brillantes.
—No sé qué mierda me pasa —dijo, encogiéndose de hombros—. Estoy bien. Pero... no sé.
Mía se sentó a su lado, Manuel se dejó caer en el suelo, con la espalda contra la pared y los ojos al techo.
—¿Esto fue el final? —preguntó al aire.
—No —dijo Marizza, después de un segundo largo—. Fue... una pausa.
—Una que no sabemos cuánto va a durar —añadió Mía.
—Pero si algún día volvemos a cruzarnos en un escenario —dijo Pablo, levantando la vista—, espero que sea con la misma locura. Con las mismas ganas.
—Y con menos nervios, por favor —agregó Manuel, cerrando los ojos.
Se rieron. Bajito. Como quien ya no necesita hablar en voz alta para entenderse. Marizza se acercó a Pablo. Se sentó en el apoyabrazos de su silla y le acarició la nuca con los dedos.
—Lo hiciste increíble —murmuró—. No como músico. Como todo.
Él la miró, cansado pero pleno.
—Lo hicimos todos.
—Sí —susurró Mía, bajando la mirada—. Pero vos hiciste que todo sonara como debía. Nadie lo dice... pero se nota.
Hubo un silencio breve. Manuel lo rompió:
—Saben que Martín Rinaldi estuvo todo el tiempo atrás, ¿no?
—Sí —dijo Pablo.
—¿Creen que vino por nosotros?
—No lo sé —dijo Marizza—. Pero hoy no importa.
Mía asintió, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Hoy era por nosotros. Por lo que fuimos.
—Y por lo que somos —añadió Pablo.
Se quedaron así. Unos minutos más. No hablaban. Respiraban. Con los cuerpos agotados y los corazones extrañamente livianos. Desde afuera se oía el murmullo de la gente. Voces, pasos, risas. Pero ahí dentro, entre telones, luces apagadas y restos de emoción en el aire... solo quedaban ellos. Sin público. Sin banda. Solo ellos.
Entonces, casi sin pensarlo, Marizza se acercó y abrió los brazos. Mía fue la primera en sumarse, después Manuel y, por último, Pablo. Se abrazaron los cuatro, apretados, en silencio, como si intentaran guardar ese momento. No hubo palabras. Solo el peso de los cuerpos sosteniéndose, el temblor de la emoción todavía a flor de piel y una certeza callada: nada, ni el tiempo, ni la distancia, ni los cambios, iba a borrar ese último abrazo.
Por un rato más, eso era todo lo que necesitaban.
********
La mañana siguiente al teatro tenía ese aire espeso, como si el eco de la música todavía flotara en la casa. En la cocina de Sonia, todo transcurría con la calma lenta de los días después de algo grande.Franco hojeaba el diario en la cabecera, el termo de mate al lado. Sonia, todavía en bata elegante, servía café como si preparara un elixir sagrado. La luz de la mañana entraba perezosa por las cortinas, tiñendo todo de un gris suave, casi irreal.
Mía y Luján estaban ya en la mesa, hablando en voz baja, intercambiando risas, compartiendo el cansancio dulce de la noche anterior.
Pablo apareció en la puerta, despeinado, la sudadera colgándole floja, las manos en los bolsillos. Tenía la cara hinchada de sueño, los ojos cargados, y ese andar suyo de quien había dormido poco y mal. Al verlo, Franco no levantó ni la vista del diario.
—Mirá quién se digna a pasar por acá —bromeó, sin alzar la voz.
Pablo apenas sonrió, arrastrándose hacia la cafetera.
—¿Qué pasa? ¿Hay que ganarse el café o qué? —murmuró, con la voz ronca.
—Servite, Pablo —le dijo Sonia, con una sonrisa cálida, de esas que siempre le dedicaba cuando estaban solos en medio del ruido.
Le alcanzó una taza, pero antes de que pudiera sentarse, Sonia le rozó el brazo, frenándolo con suavidad. Bajó la voz, inclinándose apenas hacia él.
—Anoche estuviste impresionante, Pablo... —dijo despacio, con una calidez que le apretó algo en el pecho—. Te digo algo... Tu mamá nunca te había visto así. Arriba de un escenario. Estaba... sorprendida. No te sacaba los ojos de encima.
Pablo tragó saliva. Bajó la mirada, con esa mezcla de pudor y ternura que le daba siempre que alguien le decía algo tan de verdad.
—Bueno... a pesar de todo, aunque nunca me había visto ahí arriba... ella siempre me apoyó. A su manera, pero... siempre estuvo —murmuró, con una media sonrisa honesta, más suya.
Sonia asintió, tocándole la nuca con ese gesto seco, casi maternal, que usaba cuando no necesitaba decir más.
—Sí, Pablo... Pero anoche te vio de verdad. Y eso no se olvida.
Pablo asintió en silencio. El momento quedó suspendido unos segundos, hasta que Mía les cortó la tensión tirándole una tostada por encima de la mesa.
—Vamos, que te lo ganaste.
Él sonrió, dejándose caer en la silla, y entonces la vio.
Marizza apareció desde el pasillo, arrastrando los pies, con una de esas camisas grandes que le robaba a Pablo, abrochada a medias, y debajo solo la bombacha roja que se le escapaba por entre las piernas.Tenía el pelo revuelto, los ojos hinchados, la cara de quien no piensa interactuar con nadie hasta después de tres cafés.
—¿Qué quilombo tienen armado a estas horas? —protestó, con voz pastosa, mientras se frotaba los ojos.
Al ver a Pablo, ni se molestó en decir nada más. Se acercó con desgano, le abrió las piernas sin pedir permiso, y se sentó encima de él, de costado, con toda la naturalidad del mundo.La camisa le caía por una pierna, dejando apenas a la vista la curva de la bombacha.Le rodeó el cuello con el brazo y le dio un beso lento, profundo, como si el resto no existiera.Un beso que decía más de lo que estaba permitido en una mesa familiar.
Pablo la sostuvo con una mano en la cintura, firme, acariciándole la piel apenas bajo la camisa.Cerró los ojos un segundo, como si el mundo entero se apagara alrededor.
Franco resopló fuerte detrás del diario, con ese tono seco de quien no sabe bien si reír o quejarse.
—Che, chicos... ¿En serio? ¿En la mesa?
Marizza abrió un ojo, le clavó una mirada cansada y exagerada, sin moverse ni un centímetro.
—Qué antiguo sos, Franco... En serio. Relajate.
Sonia negó con la cabeza, entre divertida y resignada.
—Déjalos, Franco... Para lo poco que nos queda verlos así, dejalos. En un mes se nos van y la casa va a parecer un velorio —dijo, con una sonrisa suave, de esas que esconden un nudo en la garganta.
Mía rodó los ojos, pasándole a Marizza una taza de café como quien ofrenda algo sagrado.
—Por favor, que alguien le dé cafeína a esta mujer antes de que la escena suba de categoría.
La cocina siguió respirando su ritmo familiar, mientras Marizza, acomodada en el regazo de Pablo, se dejaba abrazar como si no le importara quién estuviera mirando. Porque en ese momento, nada más importaba.
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Marizza, arrodillada junto a la maleta, peleaba con el cierre que amenazaba con explotar la tela. El ambiente olía a ropa limpia, a nostalgia y a inminencia.
Pablo se rascaba la nuca, aún despeinado del desayuno y del último beso. Sentía el estómago revuelto, como si tuviera hambre pero no pudiera comer, como si algo se le estuviera escapando de las manos y no supiera qué.
Entonces sonó su teléfono.
Él lo sacó sin pensar. Al ver el número largo y desconocido, algo en su pecho se tensó, como una cuerda que se estira al límite.
—¿Hola? —atendió, voz neutra, intentando no mirar a Marizza.
—¿Pablo Bustamante?
—Sí, soy yo.
—Te llamo de parte de Martín Rinaldi de Sur Records . Estuvimos anoche en el show. León nos habló de ustedes. Y de vos, en particular.
Pablo se giró, dándole la espalda a Marizza. Sintió el pulso acelerar y bajó la voz instintivamente, volviéndose opaco, más chico, más cerrado, como si el secreto ya estuviera naciendo.
—Ah... sí, claro. ¿En qué los puedo ayudar?
—Nos gustaría verte. ¿Podés venir esta tarde a la oficina? Nada formal. Solo una charla. Te prometo que no te vamos a hacer perder el tiempo.
Mientras tanto, Marizza seguía a lo suyo desde el suelo, sin sospechar nada. Levantó una remera suya y la olió antes de meterla en la valija, absorta en sus propios rituales.
—Sí —dijo Pablo, tras una pausa que se le hizo eterna—. Me acomodo y voy.
—Perfecto. Te esperamos a las cinco. Avísame cuando estés por llegar.
Colgó. Se quedó unos segundos mirando el teléfono, sintiendo el peso de la llamada en la mano.
No podía decírselo. No así, no ahora. Si lo hacía, ella querría saber, querría acompañarlo, querría celebrarlo incluso. Pero él ni siquiera estaba seguro de qué sentía, porque ni siquiera sabía del todo de qué se trataba esa propuesta. Solo intuía que era algo grande, algo capaz de cambiarlo todo, aunque no supiera bien cómo ni hasta dónde.
Le aterraba abrir la puerta a un sueño que ni siquiera tenía forma todavía, justo cuando estaban a punto de subirse a otro.
Había visto esa chispa en los ojos de Marizza cada vez que hablaban de Nueva York, de su futuro juntos, de todo lo que habían peleado por conseguirlo. ¿Y si esto lo cambiaba todo? ¿Y si aceptar —sin saber bien ni lo que era— hacía que ella se sintiera traicionada, desplazada, como si él estuviera eligiendo otra vida que no era la de los dos? O peor: ¿y si la ilusión se rompía y nada de eso era real?
Era más fácil callar. Ir solo. Mirar desde la puerta y decidir después. Cuidarla un poco, proteger ese plan que era lo único que los sostenía. Porque si lo decía, si dejaba entrar esa posibilidad —aunque todavía no supiera ni lo que era—, ya no iba a poder frenarlo. Ni volver atrás.
Guardó el móvil y respiró hondo, intentando no dejar que se le notara en la cara. Giró sobre los talones y sonrió, como si nada.
—Me voy a dar una vuelta. Quiero ver si encuentro unos cables que me faltan para los auriculares.
—¿Ahora? ¿No podés ir mañana?
—Mejor hoy. Si me cuelgo, después ya estamos volando.
—¿Querés que te acompañe?
—No, tranqui. Es una escapada técnica —dijo, besándole la frente—. Te traigo algo rico.
Ella no sospechó nada. Y él, por primera vez en mucho tiempo, no supo si quería que lo descubrieran.
*****
La oficina no era imponente, pero sí tenía ese aire de lugar donde pasan cosas importantes. Cristales limpios, posters enmarcados —algunos de bandas que Pablo reconocía de chico—, una guitarra firmada colgada junto a diplomas y fotos en blanco y negro de músicos famosos. El aire tenía ese olor indefinible de sala de ensayo, mezclado con café recién hecho y papel nuevo.
Pablo se sentó frente al productor, un tipo de unos cincuenta, con camisa blanca arremangada, mirada rápida y una sonrisa franca que parecía acostumbrada a lidiar con adolescentes nerviosos.
—Te lo digo sin vueltas, Pablo. Lo de anoche fue impresionante. Pero no solo lo que cantaron. Lo que hiciste vos en la prueba de sonido, lo que corregiste en escena. Tenés cabeza de productor. Oído fino. Y eso no se enseña —dijo, casi en confidencia, como si le estuviera regalando un secreto.
Pablo se removió en la silla, incómodo. Sentía las manos frías, el corazón golpeándole en la garganta.
—Gracias... pero no tengo formación formal en eso. Solo... me sale. Hice lo que me parecía lógico —balbuceó, casi disculpándose.
El productor lo miró un instante, sonriendo apenas. Asintió, como si esa respuesta fuera exactamente lo que quería escuchar.
—¿Y sabés qué? De eso se trata. Esto que te estoy ofreciendo es formación. Pero no de la que te da un diploma para colgar. Es formación real. Práctica. Estar en estudio, en ensayos, en tomas. Trabajar con músicos de verdad. Te vamos a enseñar, sí... pero también vas a trabajar en proyectos reales desde el primer día. Te ofrecemos una formación con beca y trabajar acá.
Mientras hablaba, le deslizó una carpeta azul sobre la mesa, con una etiqueta blanca y su nombre impreso. Pablo la tomó, notando el temblor de sus propios dedos. Abrió la carpeta, sintiendo el roce del papel áspero y el peso invisible de la decisión.
Leyó las primeras líneas. El texto se le mezclaba en la cabeza: "equipo de desarrollo artístico", "prueba inicial", "mentor asignado", "remuneración básica", "proyectos creativos". Un puesto real. No un sueño. Algo concreto, suyo.
—Queremos que entres al equipo de desarrollo artístico como prueba primero. Es una posición de base, pero con crecimiento rápido si te lo ganás. Está paga, con mentoría y espacio para que propongas ideas. Vos no sos solo un cantante: tenés visión. Tenés sensibilidad. Lo vimos anoche. Y no queremos dejarte pasar.
El silencio que siguió fue casi físico. Pablo sintió cómo algo dentro de él, largamente dormido, se encendía. Esa certeza que no venía del pensamiento, sino del estómago. Una parte suya —una parte que llevaba mucho tiempo en pausa— gritaba por lanzarse.
Pero entonces, como un trueno mudo, apareció la otra certeza. La de la maleta preparada, el pasaje guardado en el bolsillo de la campera, la promesa a Marizza. La palabra dada.
Su garganta se endureció. Cerró la carpeta con un gesto torpe, bajando la vista.
—No puedo —murmuró, casi sin aire—. Es que... me estoy yendo. En unos días. Tengo pasaje, maletas... todo armado. Me voy a Nueva York.
El productor no se inmutó. Solo se recostó un poco en la silla, cruzando los brazos, esa calma profesional de quien ha visto a otros en la misma encrucijada.
—Entiendo —dijo, con voz baja—. Pero te lo dejo así: esto... no te lo puedo guardar.
Le señaló la carpeta con un dedo.
—Es hoy. Es ahora. Y no por presión, sino porque a veces las puertas se abren una sola vez. Nadie puede decidir por vos.
Pablo tragó saliva, apretó la mandíbula. Por un segundo, le dieron ganas de gritarle que no era tan fácil. Que no podía romper lo que ya había prometido. Que decir que sí era decir que no a otra vida.
Bajó la mirada. Sintió un calor raro detrás de los ojos, algo parecido al vértigo.
—Lo sé —alcanzó a decir.
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Salió de la oficina con la carpeta azul apretada bajo el brazo, como si llevara en ella algo que no terminaba de pertenecerle. El sol de la tarde le dio en la cara, un fogonazo tibio que solo logró subrayar la confusión y el nudo en el estómago. Caminó despacio por la vereda, el paso lento, los pensamientos desordenados y la respiración un poco cortada.
Sentía el peso de la carpeta en la mano, un peso absurdo, casi traicionero. Las palabras del productor —"es hoy, es ahora, nadie puede decidir por vos"— le golpeaban todavía por dentro, y la idea de esa oportunidad, de ese futuro real, se le prendía como una chispa en la boca del estómago. Pero apenas cruzó la primera esquina, la imagen de Marizza lo atravesó: ella arrodillada junto a la valija, la risa cansada, el brillo terco en los ojos, y ese modo de mirarlo que siempre lo hacía sentirse más capaz, más entero.
Pensó en la promesa. En la palabra dada. En Nueva York, en la vida que habían peleado por inventar juntos. Y lo supo: dejar pasar esto le dolía, claro que sí. Pero el solo pensar en dejarla a ella, en romper lo que tanto les costó reconstruir, era un dolor mucho más hondo, más irreparable, como si le arrancaran la única certeza que le quedaba.
Y entonces, mientras apretaba la carpeta, llegó la parte más difícil:
Iba a guardar esto en secreto.
Sabía que si Marizza se enteraba, iban a tener un problema. Porque ella —lo sabía de memoria— no iba a permitir que renunciara a su sueño por ella. Lo había dicho mil veces, lo habían discutido: "No te atrevas a dejar tus sueños por mí, Pablo, no lo soportaría. No quiero que te quedes solo por mi"
Sabía, con esa certeza, que si ella lo supiera, si supiera lo que le estaban ofreciendo, sería la primera en empujarlo a quedarse. Le exigiría que se quedara, que probara, que se eligiera a sí mismo aunque no pudieran estar juntos. La conocía tanto que incluso podía oírla, ahora mismo, diciéndoselo entre rabia y amor: "Si renuncias a tus sueños solo por estar conmigo, yo no puedo irme con vos.".
Y él, que había prometido no mentirle más, no podía confesarle esto. Porque, aunque le doliera dejar ese sueño en pausa, le dolía infinitamente más imaginarse el abismo que se abriría entre los dos si elegía su propio futuro y no el de los dos juntos.
Quizás otros elegirían distinto. Quizás, en otro mundo, Pablo hubiera dicho que sí y le hubiera contado a Marizza, y lo hubieran peleado juntos. Pero en este, con esa carpeta ardiéndole en la mano y el recuerdo de todo lo que habían perdido, supo que no podía.
Así que siguió caminando, con el sol bajando, la ciudad alrededor y ese secreto clavado bajo el brazo. Porque sí, le dolía dejar el sueño, pero le dolía mucho más la sola idea de perderla a ella.Y porque, aunque no era lo que Marizza quería para él, era lo único que sabía hacer para no perder lo que más le importaba.
Mientras la tarde se iba apagando, Pablo supo —aunque fuera solo por ese día— que había cosas que prefería callar, aunque le partieran en dos.
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¡Increíble que ya estemos tan cerca del final de esta parte!Solo quedan dos capítulos y quiero aprovechar para agradecerles por acompañarme, comentar con cada escena. Espero de corazón que estén disfrutando el viaje tanto como yo al escribirlo, y que sigan acompañandome. Gracias por estar ahí, por cada mensaje, y por ser parte de esta historia. Nos leemos en los próximos capítulos. 💜