La loquita del centro
13 de septiembre de 2025, 17:16
Capítulo 1
El reloj marcaba las 5:27 a.m.
Tres minutos antes de que la alarma sonara. Como siempre.
Los párpados de Caitlyn se abrieron sin titubeos. Había entrenado su cuerpo para despertarse antes del sonido agudo que marcaba el inicio de cada día. Un pequeño triunfo cotidiano. Una forma de mantener el control.
Era una costumbre para no decir un problema de su cerebro analítico y organizadamente perfecto, despertaba 3 minutos antes de la hora. Porque ella no tenía problemas, solo cualidades.
Se sentó en la cama con la espalda recta, los pies descalzos tocando el frío del suelo de mármol. El silencio en su habitación era absoluto. El tipo de silencio que sólo conocen las casas demasiado grandes y demasiado vacías.
—Un día más lidiando con la incompetencia de mi equipo y resistiendome a no decirles hasta de lo que se van a morir. Yeiii.
Caminó hacia el baño aún fingiendo la alegría, sin prender la luz. No la necesitaba. No, no era un gato, simplemente tenía buena visión, si, otra cualidad.
Al encender el grifo, dejó que el agua helada se deslizara por su rostro. Las gotas recorrieron sus mejillas con la misma precisión con la que un francotirador alinea su mira. Se secó con una toalla blanca, doblada con perfección obsesiva en la repisa.
Y luego, como cada mañana, se paró frente al espejo se guiñó un ojo a sí misma y luego se hizo una mueca de desagrado ante su raro momento de pena ajena.
—Si... A esto no es lo que se refiere el amor propio, es más esquizofrenia— comentó rodando los ojos peinando su cabello antes de volver al espejo.
El reflejo que la miraba de vuelta era el de una mujer que se había construido a sí misma sobre las ruinas de lo que alguna vez fue una niña.
Pómulos altos. Ojos definidos. La cicatriz en la ceja apenas visible con la luz tenue, no la cubría, era sexy. Cabello oscuro recogido en una coleta tensa. Si, hasta dormía con la puta coleta hecha. Ni un mechón fuera de lugar. Su uniforme de comandante colgaba ya listo junto a la puerta. Negro, con bordes azul medianoche. Impecable.
Lo tomó y comenzó a vestirse en silencio.
Cada botón cerrado como si sellara una parte de sí misma. Cada hebilla ajustada como si reafirmara su lugar en el mundo. Y eso significaba, en realidad. La comandante Kiramman. La elegida para seguir el legado de su madre, su puesto, su liderazgo y mucho más.
Hoy no era un día cualquiera. Hoy firmaría el decreto que cambiaría la historia de Piltover. Hoy sellaría con su nombre la reconstrucción de la Academia de Vigilantes, el mismo edificio que alguna vez dirigió su madre con orgullo y severidad.
Lugar que lamentablemente había ardido en llamas hace algunos años, con su madre dentro, con 2 consejeros más dentro, con miles de adolescentes y pre adolescentes que querían ser vigilantes dentro. Hoy era un día para honrar a los muertos. A los ideales rotos. A las promesas que no pudo cumplir.
Pero aun así... su rostro no mostraba emoción. Extrañaba mucho a su madre y había trabajado tanto en este proyecto que ahora le parecía algo que debía pasar por inercia.
Solo un dejo de cansancio en la mirada. Un resquicio de algo que no sabía cómo nombrar: vacío... Y hambre, tanta que podía comerse hasta un elefante.
Salió de su habitación. El sol aún no se alzaba del todo, pero el cielo ya comenzaba a desteñirse con tonos lilas. Era bonito, miró a ambos lados antes de tomar una foto para subirla a sus redes más tarde con una frase motivadora cómo "Buenos días, bendiciones" o algo parecido que en realidad no pensaba.
Bajó por las escaleras de la mansión Kiramman con pasos seguros. En el gran comedor, una larga mesa la esperaba vacía, como de costumbre. Solo una taza blanca, servida minutos antes por el sistema automático de la casa, si, la IA hace cosas increíbles. La bebida soltaba vapor caliente en el centro.
Caitlyn la tomó entre sus manos, inhalando el aroma.
—Buenos días, papá —dijo con voz neutra, sin mirar a nadie.
Nadie respondió. Al parecer su robot portátil de comunicación con su padre estaba apagado. Cómo la mayoría del tiempo.
La silla a su izquierda seguía vacía.
La de él.
Él no estaba.
Desde hace años.
Desde aquella noche.
En realidad, venía cada mes, pasaba semanas y luego se volvía a ir de viaje, físicamente, estaba. Pero emocionalmente su padre murió junto a su madre en aquel incendio, y Caitlyn no lo culpaba, porque una parte de ella también lo hizo.
Así que la comandante aún le daba los buenos días, como si de alguna forma, seguir pronunciándolo hiciera que el hombre que alguna vez fue el esposo de Cassandra volviera a llenar ese asiento de nuevo.
—Supongo que no vas a activar la voz a tiempo hoy tampoco —murmuró para sí misma, llevándose la taza a los labios.
El café estaba perfecto. Amargo, caliente. Como le gustaba a ella. Como le gustaba a su madre. Como nunca le gustó a su padre. El prefería lo dulce, malteadas, es irónico, porque Caitlyn amaba las malteadas y odiaba el café amargo antes de que su madre muriera.
Giró los ojos hacia el ventanal, donde la luz comenzaba a filtrarse. Más allá, los jardines exteriores se extendían como una pintura cuidadosamente mantenida por jardineros invisibles.
Y entonces, un leve destello metálico en la distancia. Una sombra en movimiento.
Muy por encima del terreno, en una de las torres abandonadas del barrio más antiguo, alguien la observaba. Un par de ojos fijos en ella, magenta, ocultos entre el viento, los cuervos y el hierro oxidado.
Caitlyn no lo notó. Porque no creía en ser vigilada. Porque ella era la vigilante... ¿O no? ¿Qué pasaba cuando la vigilante resultaba ser vigilada? ¿Cuando la acosadora resultaba ser acosada?
Volvió a centrar su mirada en la taza. La apoyó con suavidad en el platillo y estiró la mano hacia el pequeño bol de papelitos de correspondencia informal, el lugar donde a veces los empleados dejaban recordatorios personales.
Pero esta vez no había ni listas de pendientes, ni sobres oficiales. Solo un papel arrugado de un color... Curioso, caótico, celeste chillón, más pequeño de lo habitual. Sin sello. Sin firma.
Lo abrió con una ceja levantada. Solo había dos palabras escritas, a mano, con letra desigual.
"No lo hagas."
El mensaje no llevaba más contexto.
Ni un destinatario.
Ni un origen.
Ni una explicación.
Caitlyn exhaló por la nariz. Un gesto mínimo, apenas visible. Lo leyó una vez más, y luego volvió a doblarlo. Aplastó el papel entre sus dedos como si estrujara una mosca molesta.
—¿Eso es todo? ¿Una amenaza anónima antes del desayuno? Tocó fluir—se dijo en voz baja, dejando la nota hecha bola al borde del plato.
Estaba acostumbrada a eso.
Desde que anunció la reconstrucción, habían llegado muchas cartas. Críticas. Peticiones. Rechazos. Algunos extremistas creían que la academia debía quedar enterrada. Otros querían controlarla para sus fines. El Consejo le había dado luz verde, pero no todos estaban contentos.
Y sin embargo, aquella nota no parecía tener tono político. Parecía... infantil.
Volvió a mirar el papel, sin desdoblarlo, sin tocarlo otra vez. Algo en el trazo de esas palabras... tenía prisa. Rabia. Jugueteo. Como si alguien no escribiera con amenaza, sino con impulso. Con deseo.
Caitlyn decidió ignorarlo. No le interesaba en realidad.
—Un loco más para la lista, que bueno que tenemos alta demanda laboral en psicólogos—dijo, y bebió el resto del café.
Se levantó con gracia, tomó su abrigo oscuro, y caminó hacia la puerta principal, mientras a lo lejos, en la azotea olvidada, una silueta con dos trenzas celestes seguía mirándola...Y sonreía.
Sin embargo, no pasó nada más de ahi. La mañana avanzó sin sobresaltos visibles, aunque Caitlyn ya presentía que el día no seguiría las normas que tanto amaba. "Cuándo no" pensó, resignada.
Su llegada a la comisaría fue puntual. Como siempre. El sonido de las puertas automáticas al abrirse, el eco sutil de sus botas sobre el mármol pulido del piso, la vibración casi imperceptible de las luces frías. Todo estaba en su lugar. Menos ella. Algo en su pecho no encajaba del todo, como si la rigidez de la rutina no pudiera cubrir el temblor interno que crecía con cada paso.
Eso solo le pasaba en dos situaciones: Cuando conocía a una mujer y tenía que arriesgarse a vivir otro romance que terminara en alguna ruptura lésbica trágica o cuando realmente estaba en peligro en su trabajo e personalmente. Pero si me preguntan, la primera es más mortal.
—Buenos días, comandante —dijo uno de los cadetes, cuadrándose al verla.
—Buenos días —respondió Caitlyn, sin detenerse.
Pasó directo al corazón de la comisaría, al centro de operaciones donde varias pantallas mostraban reportes en tiempo real, mapas en movimiento y alertas mínimas. Las miradas se desviaron hacia ella, todos sabían qué día era.
Todos la respetaban, claro. Pero el silencio que se hizo al verla no era solo por respeto, era tensión. Algo más estaba creciendo bajo la superficie. O simplemente ninguno había cogido bien la noche anterior y por eso estaban de mal humor.
Si, como esa maestra que te tocó en la secundaria que seguro su esposo no la trataba bien en las noches y se desquitaba con ustedes al día siguiente en la clase de 6 am.
Se acercó al escritorio principal y dejó su café sobre la mesa sin mirar a nadie.
—¿Informes?
El detective Marcus, un hombre correcto, bueno, y corrupto también. Alto y mirada cansada, fue el primero en hablar.
—Nada serio, Kiramman. Tres robos esta madrugada. Todos pequeños, sin víctimas.
—¿Ubicación?
—Zona del centro, y... bueno, el último bastante cerca de la zona de la vieja Academia —respondió él, mostrando el mapa proyectado en la pantalla más cercana. Caitlyn se acercó con una ceja arqueada.
—¿Qué tipo de robos?
—Uno a una tienda de caramelos. Solo dulces y algunas monedas del mostrador junto a papel de colores. El segundo a una armería, pero no se llevó nada útil. Solo municiones vacías y partes oxidadas. Y el tercero, en una relojería antigua. Desaparecieron piezas sueltas, engranajes, resortes... cosas sin valor real.
Caitlyn entrecerró los ojos, cruzando los brazos.
—¿Y aún así no han atrapado al culpable?
—Bueno... —intervino otro agente, más joven, jugueteando con una tableta electrónica—. No tenemos nombre oficial. Nunca la vemos claramente. Pero... la apodamos "la loquita del centro".
El comentario provocó algunas risas apagadas en la sala. Caitlyn no sonrió.
—"¿La Loquita del centro?" —repitió con frialdad.
—Sí, señora. Siempre se nos escapa. La hemos visto saltar azoteas, colarse por respiraderos, colgarse de postes... Es una chica, no más de 19. Joven, muy ágil. De cabello celeste, creemos. —contó uno.
—Pero... es como una sombra. Juega más que ataca. Nunca se lleva nada importante. Es como si solo... no sé... quisiera fastidiar. —opinó otra.
Caitlyn suspiró. Se acercó lentamente al tablero de vigilancia donde se pegaban imágenes borrosas, capturas de cámaras y fotografías fallidas. Ninguna cara clara. Ningún nombre.
Curioso, una nueva piedra en su zapato.
—Entonces que sea la próxima que caiga. Y rápido —dijo sin emoción, arrancando una de las fotos con una silueta apenas visible entre humo—. No podemos permitir que una chiquilla sin nombre humille al cuerpo entero de seguridad.
—No creo que quieran que el pueblo crea que solo los vigilantes forjados en la antigua academia son los más fuertes y inteligentes. ¿Tengo que seguirles recordando que son unos incompetentes? —agregó arqueando una ceja.
Hubo un silencio incómodo. Ella no alzó la voz, ni hizo amenaza alguna. Pero su tono era más que suficiente.
Se giró, dispuesta a volver a su despacho, cuando una nota sin marca captó su atención. Estaba sobre su escritorio. No recordaba haberlo dejado ahí. Y nadie parecía haberlo notado.
Lo tomó entre los dedos, era liviano. Al abrirlo, encontró una simple hoja doblada en cuatro, escrita con marcador grueso magenta neón. Letras irregulares, infantiles, temblorosas pero vibrantes. Como garabatos hechos con prisa... o con demasiada intención.
"¿ME RECUERDAS?"
El mensaje le llegó como un murmullo detrás del oído. Se quedó quieta por unos segundos, leyendo la frase una y otra vez. ¿Quién enviaría eso? ¿Por qué?
—¿Esto estaba aquí desde cuándo? —preguntó, mostrando la nota a los presentes.
—¿Qué cosa, señora?
—Esta nota. ¿Alguien lo vio?
Nadie respondió. Algunos negaron con la cabeza. Otros se encogieron de hombros.
Caitlyn arrugó el papel con firmeza, lo guardó en uno de los cajones de su escritorio y cerró con llave. Apretó los labios.
No iba a perder tiempo en mensajes sin firma. No hoy. Era una advertencia vaga, quizás una provocación. De alguna mente enferma. Un opositor político, algún resentido del pasado. Ya le habían enviado amenazas antes. Nada nuevo. No en su cargo.
Aun así... algo en ese mensaje vibraba en su memoria. Algo... antiguo. Si, definitivamente estaba siendo paranoica, la esquizofrenia pega fuerte a veces.
Caminó de nuevo hasta la pantalla, observando los puntos marcados en el mapa. Los robos eran torpes, sin objetivo claro, y sin embargo... todos rodeaban el mismo punto. Se estaban acercando. A la Academia.
—Quiero vigilancia extra en la zona de las ruinas esta noche —ordenó sin apartar los ojos del mapa—. Que no haya puntos ciegos. Doble patrulla. Y drones sobrevolando el perímetro.
—¿Por los robos?
—Por precaución. No quiero sorpresas —dijo simplemente.
Volvió a tomar su café ya frío. Pero no lo bebió.
Lo cierto era que no le tenía miedo a sorpresas. Pero sí le molestaba, profundamente, que alguien osara jugar con ella. Más aún, que lo hiciera con estilo.
Una parte de su mente, muy al fondo, pensaba en esa nota chillona. "¿Me recuerdas?" Tal vez era solo paranoia... pero había algo en esas palabras que no le sonaban ajenas del todo.
—¿La loquita del centro, eh? —murmuró para sí, casi sonriendo con ironía.
Nadie se reía ahora. Nadie entendía por qué, pero el silencio volvió a la sala. Como si todos intuyeran que ese apodo pronto iba a dejar de sonar tan divertido.
Y Caitlyn no tenía mi idea... De que esa "Loquita del centro" le daría a su vida un giro de 360 grados.
Las horas en la comisaría solo siguieron si curso con un ritmo tenso, como si el tiempo mismo supiera que algo estaba fuera de lugar. La comandante apenas se movía de su escritorio.
A cada tanto, su mirada se desviaba del informe frente a ella y recorría los rincones del recinto con una sospecha muda que ni ella podía explicar. Había una incomodidad en el aire, una especie de electricidad sorda que le hormigueaba los hombros, la nuca, los dedos. Como si estuviera siendo observada por un par de ojos que no pertenecían a nadie presente.
Era absurdo. Y sin embargo, no podía ignorarlo. Quizás era porque esos ojos en realidad si la estaban mirando.
Para cuando el reloj marcó el final de la tarde, Caitlyn había recibido tres notas más.
Una decía:
"No firmes ese proyecto."
Otra:
"No la reconstruyas."
Y la última, escrita con marcador neón, en letras grandes, algo desordenadas:
"¿Sabes lo que estás reviviendo, Kilyn?"
La arrugó con fuerza. Esta última le heló la sangre. No por el contenido, sino por el nombre. Kilyn. Solo había una persona en el mundo que la había llamado así... y era en un sueño, uno muy lejano pero que siempre la atormentaba. O eso quería creer.
Pero no tenía tiempo para paranoia, para conductas esquizofrénicas de lesbiana traumada. No hoy.
De regreso en su apartamento, Caitlyn intentó dejar la inquietud atrás. La ducha caliente no logró borrar la tensión que le vibraba en el cuello, y ni el atuendo de gala, perfectamente colgado en su ropero, le ofreció algún tipo de consuelo.
Mientras se secaba el cabello frente al espejo, sus ojos se quedaron quietos en su reflejo. Su rostro era joven, pero su expresión ya no lo era. En sus ojos no quedaba ni el brillo de la ambición, ni la soberbia del poder. Solo quedaba cansancio. Peso. Carga.
Eligió con cuidado el vestido para la ceremonia. Era una prenda sobria, de tela pesada, azul profundo con detalles plateados en el borde del cuello alto y los puños. El escudo de la Academia bordado con hilos casi imperceptibles sobre el corazón. Los zapatos pulidos que al final cambió por sus botas de trabajo, solo por si acaso.
Y finalmente, el broche de su madre en el cabello. Nada extravagante. Todo perfecto. Se ajustó los guantes con elegancia, y sin embargo, sus manos seguían frías.
Un golpecito en la puerta la sacó de su ensimismamiento. Se giró, y al abrir, se encontró con Jayce.
—Wow, mirate lesbiana—fue lo primero que dijo él, esbozando una sonrisa amplia, sincera, de esas que no se ven en los círculos políticos. Se apoyó con uno de sus brazos contra el marco de la puerta, estudiándola de arriba abajo como si la viera por primera vez—. Estás increíble, Cait. Hoy recoges tangas.
—Jaja, gracioso.
—Hablo enserio.
Ella apenas alzó las cejas. Le dedicó una mirada breve, bajando la vista de nuevo a sus guantes mientras los acomodaba.
—Es un evento de estado, no una fiesta —respondió con tono neutro, pero sin rastro de molestia.
Jayce soltó una leve risa y se acercó más, cerrando la puerta tras él.
—A veces deberías permitirte disfrutar un poco más los eventos de estado. —Dijo, tomando un par de copas que llevaba en las manos—. Y antes de que protestes, sí, traje vino. Uno bueno. Solo un poco. Para calmar los nervios o hacer que termines enrollada con alguna novata, de nuevo.
—Aprendí la lección.
—Tómala —ofreció la copa.
Ella dudó por un momento, pero al final tomó la copa. Agradeció el gesto con un asentimiento y dio un sorbo breve.
—¿Lo sientes? —preguntó él, mirando por la ventana.
—¿Sentir qué? ¿la vejez? Si, cada día.
—No. La ciudad... vibrando. Está expectante. Esta ceremonia no es solo un acto de clausura. Es una promesa. Y tú eres la voz que la va a entregar.
Caitlyn no respondió al instante. Caminó hasta el ventanal, observando la ciudad allá abajo. Las luces comenzaban a encenderse lentamente, como ojos abriéndose entre las sombras. Y aún así, el vértigo no venía del paisaje. Venía de dentro.
—No estoy segura de que estén esperando una promesa —dijo finalmente—. Tal vez solo quieren olvidar lo que pasó. Pero yo no.
—Y por eso es importante. —Jayce se acercó, quedando a su lado—. Porque tú no quieres que lo olviden. Porque esto es tuyo, Caitlyn. El legado de tu madre. Hoy renace su historia.
—Deja de ver documentales psicológicos por favor.
—Es la verdad.
Ella cerró los ojos un instante. Dejó que esas palabras calaran. No eran mentira. Lo sabía. Su madre había fundado esa academia con la esperanza de formar vigilantes incorruptibles, personas de bien, de justicia, casi robots perfectos, los más fuertes de piltover. Pero la historia había terminado en fuego, gritos y humo. Personas mutiladas. Un edificio convertido en cenizas.
Y aún así, ahí estaba ella. A punto de cortarle la cinta a una nueva versión.
—No sé si esto es lo que ella habría querido —murmuró. Jayce se inclinó levemente, intentando encontrarle los ojos.
—¿Por qué lo dices?
Caitlyn guardó silencio. No quería sonar paranoica. No frente a Jayce. Y sin embargo, la idea le carcomía el pecho.
—Hay algo raro —dijo finalmente, con voz baja, como si alguien pudiera escucharla a través de las paredes—. Siento que me siguen. Que alguien se burla de esto. Como si supieran algo que yo no sé. Como si esto... fuera una mala idea.
Jayce la miró con más atención. Se tomó un momento antes de responder.
—Es normal sentir eso. Hay oposición, claro. Gente que no quiere que Piltover resurja. Pero tú estás haciendo lo correcto. Tu madre estaría orgullosa. Yo estoy orgulloso.
Ella no respondió. Solo dejó la copa en una repisa, se alisó los pliegues del vestido, y se giró hacia él. La expresión en su rostro era tan impecable como su ropa. Seria, elegante, recta.
—No vine a discutirlo. Vine a terminarlo. Es todo, tienes razón.
Jayce la miró con algo parecido a preocupación. Pero lo disimuló bien. Le ofreció su brazo con una sonrisa.
—Entonces terminémoslo juntos.
Caitlyn miró el brazo un segundo... pero no lo tomó enseguida.
En su mente, algo se agitaba con una fuerza que no podía racionalizar. Como si la sombra de una voz enterrada estuviera despertando dentro de ella. Una que conocía. Una que no quería volver a escuchar.
Giró el rostro hacia la ventana una vez más. Allá lejos, sobre uno de los tejados más altos, le pareció ver algo. Una figura. Fugaz. Celeste. Una sombra con dos trenzas agitadas por el viento.
Pero cuando parpadeó, ya no estaba. Tragó saliva. Finalmente, tomó el brazo de Jayce.
—Vamos —dijo.
Pero mientras caminaban hacia el evento, el pensamiento permaneció con ella, silente y obsesivo:
"Algo no está bien."
Al llegar a la plaza frente a la antigua academia estaba irreconocible. Columnas improvisadas sostenían lonas blancas con los nombres de los caídos, escritos en letras doradas. Velas encendidas temblaban al ritmo del viento, dibujando pequeñas llamas sobre los rostros de los asistentes.
Cada centímetro del lugar estaba impregnado de solemnidad. Las ruinas de la Academia aún se veían detrás del escenario. Oscura, carbonizada, testigo mudo del incendio que la devoró años atrás.
Caitlyn llegó al centro de todo con pasos medidos dejando el presentimiento atrás. Su atuendo ceremonial caía con elegancia sobre su cuerpo recto y disciplinado. Largo azul medianoche, con detalles plateados, broches antiguos que habían pertenecido a su madre. El escudo de la Academia bordado sobre el pecho izquierdo. Estaba impecable.
Jayce caminó junto a ella, emocionado, con una sonrisa que parecía más grande de lo que el momento exigía. Saludaba a los miembros del consejo, a los embajadores extranjeros, a los reclutas jóvenes que esperaban ver renacer el lugar donde una vez se formaron los mejores vigilantes de Piltover.
—Está lleno —murmuró Jayce en voz baja, mirando el lugar con asombro—. No había visto algo así desde... bueno, desde que ella estaba viva.
Caitlyn asintió en silencio. No respondió. Miraba las ruinas al fondo. La silueta ennegrecida del edificio le recordaba una cicatriz sin cerrar. Una ruina que su madre nunca habría permitido abandonar.
—Recuerdo cuando tú y yo queríamos entrenar ahí. —Jayce soltó una risa suave, nostálgica—. Aunque tú madre nunca quiso. Ella te exigía tanto... Pero tú le seguías el paso. Siempre.
—No era una opción —respondió Caitlyn, seca. Luego se corrigió con un suspiro—. Me hizo ser quien soy. Nunca lo olvidaré.
Jayce le dio una palmada ligera en la espalda y se alejó para organizar el momento final de la ceremonia. Caitlyn subió al estrado, frente al micrófono. El murmullo del público se apagó apenas se escuchó el eco de sus pasos en las plataformas metálicas. Las cámaras flotantes enfocaron su rostro firme.
La comandante Kiramman inspiró profundamente.
—Hace años, en este mismo lugar, ocurrió una tragedia. —Su voz salió clara, limpia, como siempre—. Un incendio acabó con la vida de muchos inocentes. Jóvenes promesa. Oficiales con décadas de servicio. Tres miembros del consejo. Mi madre.
Un susurro colectivo se alzó. Nadie se movía.
—Durante años, evitamos mirar atrás. Evitamos reconstruir. No por falta de recursos... sino por miedo. Porque temíamos no estar a la altura de lo que una vez significó esta Academia.
Caitlyn bajó ligeramente la mirada.
—Pero llegó el momento de dejar el miedo atrás. No vamos a olvidar a los que se fueron. Vamos a honrarlos con acción. Con justicia. Con legado. Esta reconstrucción no es solo una obra... es un renacimiento. Una promesa de que Piltover no se rinde. De que seguimos creyendo en un futuro digno, seguro y valiente.
Un aplauso se alzó. Jayce, abajo del estrado, sonreía con orgullo. Las velas seguían ardiendo, y muchas personas estaban con los ojos húmedos.
Caitlyn no sonreía. Agradeció con un gesto de cabeza, bajó lentamente del escenario, y se dirigió al gran telón rojo que cubría la fachada de las ruinas. Era el símbolo final. Cortar esa tela era declarar que la reconstrucción había comenzado.
Jayce se le acercó con la tijera ceremonial, decorada en oro. Ella la tomó sin una palabra, pero cuando se volvió hacia la tela... se congeló.
Estaba paralizada, con mucho miedo y no se podía mover.
Ahí, entre los pliegues del paño, justo en el punto donde debía hacer el corte, una nota sobresalía ligeramente. Un pequeño papel doblado en forma de estrella. Pálido. Frágil. Y escrito con marcador magenta, a mano, en una caligrafía nerviosa, infantil... y extrañamente familiar.
"Mírame, estoy cerca."
Caitlyn parpadeó. La nota parecía casi moverse con el viento, como si estuviera respirando. Su pulso se aceleró. Miró alrededor. Todo el mundo estaba atento a ella. Jayce la observaba con expectativa, al igual que la prensa y los oficiales. Pero sus ojos, los ojos de la comandante, no se movieron de la nota.
Un nudo extraño se formó en su estómago. No era miedo. Era anticipación. Como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no alcanzaba.
Extendió la mano. Tomó la nota, disimuladamente, como quien ajusta la tela antes de cortarla. La apretó en su puño. Y justo antes de cortar, lo pensó de nuevo. Solo un segundo.
"Algo no está bien."
El presentimiento era tan nítido como un grito en su cabeza. Pero no lo mostró. Respiró. Tomó el filo. Y dio el primer corte.
Los aplausos estallaron como si fuese partido de fútbol. Las cámaras giraron. Jayce levantó los brazos con emoción. Pero Caitlyn no podía dejar de mirar al cielo grisáceo que se abría sobre sus cabezas. Como si en cualquier momento... algo fuera a caer sobre todos ellos.
—Comandante —susurró Jayce cerca de ella—. Lo lograste. Hoy renace la historia de tu madre.
Ella le miró. Por primera vez en mucho tiempo, no respondió. Solo asintió. Lentamente. El papel seguía apretado en su mano, oculto bajo su abrigo.
Y mientras Jayce alzaba su copa para brindar con los presentes, Caitlyn no celebró. Porque sentía... sentía que alguien la estaba mirando. Que desde alguna parte, más allá de la multitud, más allá de las cámaras y las velas, unos ojos magenta estaban fijos en ella. Observando. Esperando.
Porque no era un brindis. No era un acto político. Era el primer paso dentro de un nuevo juego. Y ella, sin saberlo aún, acababa de entrar en él. Los ojos estaban fijos en el cielo, su respiración sostenida, el puño cerrado sobre la nota arrugada.
Y entonces, lo escuchó. Un silbido, agudo, distante, cortando el aire como una promesa rota.
La primera explosión fue tan repentina que el mundo pareció romperse en dos. Bueno, no tan así, pero ustedes entienden.
—¡Cúbranse! —gritó uno de los oficiales.
El suelo tembló con furia cuando la onda expansiva sacudió la plaza. Una columna de fuego se alzó a la izquierda del escenario, derribando una de las estructuras decorativas.
El humo subió al cielo con un tono púrpura irreal, espeso, químico, casi líquido. La multitud estalló en gritos. Algunos funcionarios huyeron, otros se arrojaron al suelo, cubriendo a los civiles. Jayce gritaba órdenes, pero su voz era apenas un eco frente al caos.
Caitlyn no se inmutó.
Sus piernas se afirmaron con fuerza, su abrigo ondeando por la corriente ardiente que azotó la plaza. Sacó su pistola reglamentaria de inmediato, su mirada afilada buscando el origen.
—¡Reporten! ¿Dónde está el punto de origen? —ordenó al comunicador de muñeca.
—¡No lo sabemos! ¡No hay señales térmicas previas! ¡Fue como si apareciera de la nada! —respondió una voz al borde del pánico.
Tan incompetentes como siempre. Pensó Caitlyn y avanzó entre el humo. Cada paso la acercaba al escenario hecho ruinas. Las llamas alcanzaban los paneles conmemorativos. Los nombres dorados se derretían bajo el calor. "Kiramman" era ahora solo un borrón oscuro en la lona.
Entonces ocurrió la segunda detonación. Detonación de bomba, no detonación de la que pensabas. Esta vez, desde arriba.
Un estallido de luz multicolor quebró el cielo nocturno, y desde la azotea de un edificio al otro lado de la plaza, algo cayó. Una esfera brillante, giratoria, con colores neón pulsando en su superficie, descendió bailando como si se burlara del aire.
Chocó contra la fachada lateral del edificio más cercano y estalló con una mezcla de humo, pintura y una chispa luminosa. El impacto no fue mortal. Fue artístico. Provocador.
Una enorme sonrisa torcida se dibujó en la pared. Pintura azul celeste y magenta, vibrante, goteando lentamente.
Una firma. Caitlyn la vio. Y su cuerpo se congeló.
Aquella sonrisa torcida, hecha de colores imposibles y líneas infantiles, era más que un símbolo. Era un mensaje. Era una advertencia. O tal vez... una invitación.
Jayce se acercó a ella con el rostro cubierto de hollín y la mirada desesperada.
—¡Caitlyn! ¡¿Estás bien?! ¡Tenemos que evacuar! ¡Esto fue un ataque directo!
Ella no respondió. Avanzó unos pasos más hacia el mural improvisado. Lo miró con el ceño fruncido, con los labios apretados.
—¿Quién demonios hace algo así? Era viernes de granizados—se quejó Jayce.
Ella tardó en responder. Pero cuando lo hizo, su voz fue firme.
—No lo sé aún. Pero quiere que la vea. No solo que la persiga... Quiere jugar conmigo.
Jayce parpadeó.
—¿Ella?
—Sí —Caitlyn se giró lentamente hacia él, aún con la nota arrugada en la mano—. No es un grupo. No es una célula. Es una sola persona. Y está haciendo esto por mí.
Jayce la observó, confundido.
—¿Cómo lo sabes? No es momento para ser egocéntrica.
Ella abrió el puño y le mostró el papel.
"Mírame, estoy cerca"
La tinta se había manchado con el sudor de su mano, pero las letras seguían siendo legibles. Torcidas. Apresuradas. Vivas.
—Me ha estado enviando notitas bobas como esta. No es solo terrorismo. Es... personal —concluyó.
Una tercera explosión, más pequeña, interrumpió el momento. No fue fuego. Fue sonido. Una carcajada electrónica, amplificada desde un altavoz oculto, estalló desde varios puntos de la plaza. Aguda, chirriante. Una risa infantil que terminó en distorsión metálica. Como si una niña jugara con los cables de un sistema de sonido roto.
Caitlyn alzó la vista hacia los edificios. Las luces de las azoteas se encendían y apagaban. Sombra tras sombra. No había una figura clara. Pero sabía que estaba allí. Oculta. Observando.
Jayce se acercó más a ella, cubriéndose el rostro con el brazo por el humo púrpura que seguía expandiéndose.
—¡Tenemos que evacuar a los heridos! ¡Y la próxima vez avisame si alguna de tus amantes tóxicas está enojada contigo!
Pero ella ya estaba caminando. Lenta. Decidida. Sus botas resonaban contra el suelo destrozado mientras cruzaba los restos de sillas, pancartas y estructuras rotas. Su cuerpo no temblaba. Su mirada no parpadeaba. No esta vez.
Porque aquella sonrisa pintada... se había grabado en su memoria como una cicatriz nueva. Magenta fluorescente. Celeste chillón.
El lenguaje de una mente desquiciada que había elegido el caos como forma de arte. Y lo más inquietante era que no se sentía como el inicio de un conflicto.
Se sentía como una carta de amor. Una, escrita con pólvora, pintura neón... y rencor.
—¡Divídanse en equipos! ¡Barrido por nivel! ¡Quiero visual de cada rincón en menos de cinco minutos! ¡Vivos, atentos y con máscara! —La voz de Caitlyn se alzó por encima del estruendo, vibrante, autoritaria, helada.
La explosión había abierto una brecha en la fachada lateral de la vieja Academia. A través de ella, la oscuridad parecía respirar. El interior estaba en ruinas, cubierto de escombros, polvo, estructuras oxidadas y vestigios de lo que alguna vez fue el templo del orden. Su templo. El que fundó su madre. El que ardió con ella dentro.
Ahora, Caitlyn estaba de nuevo ahí. No como hija. No como víctima. Sino como cazadora.
Su escuadrón, armado y equipado, descendió como una ola de sombras hacia la abertura del edificio. Caitlyn iba al frente. Siempre al frente.
Las linternas de los rifles trazaban haces temblorosos que chocaban contra la penumbra, rebotando en columnas rotas y espejos sucios. El suelo crujía bajo las botas. Había fragmentos de cristal, polvo, partes de placas metálicas con nombres antiguos... y otras cosas más pequeñas que nadie quería identificar.
Un murmullo eléctrico acompañaba cada paso, como si los muros aún conservaran voces atrapadas.
—Detecto movimiento en la sala norte —informó uno de los agentes—. Pero no hay firma térmica clara... solo... sonido. Como música, una caja de música.
Caitlyn giró hacia él. El joven oficial tenía las manos firmes, pero su voz temblaba. Ella asintió con el mentón y continuó, cruzando lo que había sido una de las viejas aulas.
Las paredes, antes cubiertas con los símbolos de Piltover, ahora lucían mensajes escritos con pintura neón. Las linternas los hicieron brillar como heridas abiertas:
"Juguemos."
"No me olvides."
"Ya no eres divertida."
Cada palabra, cada línea, escrita con brochas rápidas, con manos desesperadas o eufóricas. Magenta, celeste, verde fosforescente. Letras que goteaban como si aún estuvieran húmedas.
Uno de los agentes resbaló en el suelo mojado. Gritó.
—¡Cuidado! ¡Cables! ¡Trampa! —gritó otro.
Demasiado tarde.
Un chasquido. Una pequeña explosión de metralla controlada reventó desde el marco de una puerta. No mató al agente, pero lo arrojó contra la pared. Un corte sangrante en la pierna lo inmovilizó.
—¡Teniente Marcus está herido! ¡Solicito asistencia médica! —informó otro.
—¡Quédense con él! ¡No avancen sin barrido! ¡Están llenas de trampas estas ruinas! —ordenó Caitlyn, agachándose junto a la trampa detonada.
Su mirada analizó el mecanismo rápidamente: artesanal, improvisado, pero extremadamente preciso.
—Esto no es una ladrona común... —murmuró—. No creo que sea solo una loca del centro.
—¿Comandante? —preguntó el oficial que la acompañaba.
Caitlyn se irguió. Su sombra se proyectaba sobre la pared más próxima, justo al lado de una figura dibujada con crayones: una niña de dos trenzas largas, con un arma de juguete en las manos y una sonrisa roja.
Ella apretó los dientes.
—Esto fue personal. Esto fue preparado solo para nosotros... Bueno, para mí.
Dio un par de pasos más al interior. Y entonces, un chillido penetrante llenó el pasillo. Un agente más adelante tropezó, su arma cayó, y empezó a girar sobre sí mismo. Cómo un trompo, ok, habían mejores metáforas.
—¡Gas! ¡Es un gas alucinógeno! —gritó alguien—. ¡Máscaras! ¡AHORA!
El humo era delgado, púrpura, con reflejos verdes. Salía de una rendija disimulada entre los viejos casilleros de la academia. El joven agente afectado cayó de rodillas, riendo y llorando al mismo tiempo. Balbuceaba algo ininteligible mientras sus ojos se dilataban por completo.
—¡Dios mio! Está viendo cosas... —murmuró otro.
—El omegaverse es real... —murmuró el afectado. 3 de sus compañeros rieron.
Caitlyn se quitó el abrigo de gala que llevaba desde la ceremonia y lo tiró a un lado. Solo su vestido azul se mantenía limpio, su cabello recogido con precisión. Sus ojos, sin embargo, no mentían: estaban llenos de furia.
Se acercó al oficial afectado, le quitó el comunicador, y lo apagó. Luego lo tomó de los hombros.
—¡Escúchame! ¡Soy la comandante! ¡Mírame!
—¡Ella! ¡Ella me hablaba! ¡Con esa voz de niña esquizofrénica! ¡Me dijo que me sacara los ojos para verla mejor! —gritó el muchacho entre carcajadas histéricas.
Lo dejó en manos de otro miembro del escuadrón. Se giró hacia el pasillo. Y entonces habló.
—Ya no está jugando a esconderse. Está jugando a cazarnos.
Nadie dijo nada. Solo el sonido lejano de una caja musical empezó a sonar entre los muros. Una melodía torcida. Una risa distorsionada. Y las luces, justo en ese momento, parpadearon todas a la vez.
Caitlyn no bajó su arma. No pestañeó.
Sus pasos resonaban con más fuerza. Cada pared la insultaba con los colores de una infancia hecha trizas. Y con cada frase, cada símbolo... sentía que se acercaba más. No solo a una criminal.
Sino a una mente que, de alguna forma, la conocía.
—Prepárense. Esto no es una persecución. Es una invitación —dijo con el tono bajo, afilado—. Y no la vamos a rechazar.
Y entonces, un mensaje más apareció en la pared justo frente a ella, como si acabara de ser pintado:
"¿Lista para jugar?"
Caitlyn tragó saliva. Porque algo dentro de ella, muy profundo, sí estaba lista. Pero no para un arresto. No para una victoria. Estaba lista para una guerra.
Sus botas pisaban el suelo de concreto con un ritmo cada vez más silencioso. Ya no había voces cerca. Ya no había linternas detrás. En algún punto, había dejado atrás al resto del escuadrón. No por error. No por descuido.
Fue... instintivo.
Las ruinas de la vieja Academia habían mutado en un laberinto de pasillos desconectados, de pisos que no aparecían en los planos y corredores que parecían haber crecido como raíces desde el centro mismo de una pesadilla.
El polvo flotaba denso, pero no era solo eso. Una neblina ligera, etérea, lo cubría todo, como si el aire mismo se hubiera rendido.
Y entonces lo vio. Una huella.
Pequeña, en la superficie sucia del suelo: la marca de una bota ligera, tal vez una talla 36. Pequeña comparada con la suya, 40. Estaba impregnada con pintura azul celeste.
Caitlyn se inclinó, analizándola. A su lado, una mancha roja. ¿Sangre? ¿Pintura? Nada era seguro. Lo único claro... es que la estaban guiando.
Se incorporó, y justo enfrente, a pocos pasos, lo encontró: un graffiti, pintado con una brocha gorda y manos veloces, torpes, emocionales. Magenta sobre gris.
"Estás tardando, Kilyn."
La palabra quedó flotando en su mente como una bofetada invisible.
—¿Kilyn...? —musitó en voz baja, apenas audible.
Ese nombre era una burla al suyo. Era Caitlyn. C.a.i.t l.y.n. no Kilyn. Era patético Frunció el ceño. El apodo le quemaba por dentro. No por el sonido. Sino por la creatividad que no quería admitir.
Volvió a mirar la huella. Al graffiti. Y luego avanzó.
Los pasos la llevaron por una escalera de caracol rota, que descendía a lo que alguna vez fue el pasillo a las habitaciones de la Academia. Un lugar sellado tras el incendio. Nadie lo había tocado desde entonces.
Y, sin embargo, las puertas estaban abiertas.
Apenas cruzó el umbral, la neblina se volvió más densa. Era como caminar dentro de un suspiro. Las paredes estaban tapizadas de informes viejos, colgados uno a uno, todos plastificados y con los bordes derretidos por el calor de alguna explosión pasada. Los papeles flotaban, moviéndose con el viento que no estaba allí.
Caitlyn se detuvo. Tomó uno de los informes. Lo leyó. Su rostro se endureció.
"Procedimiento 3B. Estabilización de sujetos. Aplicación de sedantes e implantes de control neurológico. Sujetos entre 8 y 13 años. Estado: Rechazados. Desechados. Archivados."
—¿Qué es esto...? —susurró. Tomó otro.
"Informe de campo. Paciente: 8D. Presenta disociación severa, explosividad, dependencia emocional y trauma por abandono. Se sugiere reprogramación o eliminación."
Sus manos se apretaron. Eran documentos reales. Internos. Clasificados. Ella los conocía... parcialmente. Algunos estaban en los sistemas oficiales, bajo candado. Pero estos... estos incluían datos que jamás había visto. Más allá de su rango. Más allá del acceso público.
¿Cómo los tenía esa chica? ¿Cómo los había conseguido?
Se adentró más. A lo lejos, una figura pintada en la pared mostraba un reloj con las manecillas rotas apuntando a la medianoche. Bajo él, otro mensaje:
"Tic, toc. Ya llegaste tarde, sheriff."
—Soy la comandante —demandó Caitlyn, apretando los dientes.
Caitlyn avanzó. La tensión se acumulaba en su pecho, pero no era miedo. Era una mezcla de anticipación y rabia. Y debajo... una punzada de algo que no quería nombrar. Curiosidad. Inquietud. Culpa.
El silencio se rompió de repente. Una risa. Suave. Burlona. Lejana. Como un eco disfrazado entre los ladrillos.
Caitlyn se detuvo. Su respiración se agitó por un segundo. La conocía. No podía ubicar cuándo, ni dónde, ni cómo. Pero esa risa... ya la había escuchado antes.
—¿Quién eres tú...? —preguntó al aire, sabiendo que la estaban escuchando.
Nada respondió. Solo la risa, otra vez, esta vez más cerca. Más baja.
Algo crujió bajo su bota. Miró hacia abajo: una muñeca de trapo rota. Dos trenzas azules colgaban de su cabeza. Una de sus manos estaba pintada con marcador rojo, como si tuviera sangre. Y en el pecho, con hilos torcidos, alguien había bordado:
" Kilyn ."
La voz de Caitlyn se quebró por dentro sin que ella lo permitiera. Cerró los ojos un segundo. Su mente trataba de recordar algo... pero era como golpear una puerta sellada con clavos.
—No sé quién eres —dijo entre dientes, tomando la muñeca y guardandola—. Pero esto termina hoy.
Giró sobre sus pasos y vio, al fondo del pasillo, una silueta pequeña, ligera. Casi flotando. Dos largas trenzas colgaban de su cabeza. Y esos ojos. Magenta. La figura se desvaneció entre la bruma. Caitlyn corrió tras ella. Sin pensar.
Las paredes empezaron a estrecharse. Más informes, más papeles flotando. Unas luces de colores se encendían brevemente en los bordes del suelo, como si la ruina estuviera viva, como si jugara con ella.
Cada pocos pasos, un nuevo mensaje:
"No reconstruyas lo que está roto."
"Debes olvidarlo, debes recordarme "
"Mírame, mírame, mírame... MÍRAME "
La neblina se volvió aún más densa, pero ella no se detuvo. Porque aunque no sabía quién era esa chica... ...Caitlyn sabía que era importante. Y que ella, de alguna manera, también la conocía. Así que siguió corriendo.
Las paredes del pasillo parecían doblarse sobre sí mismas, como si el lugar respirara junto con ella, como si se adaptara a sus movimientos, como si guiara su cuerpo hacia un punto inevitable.
El aire estaba cargado. No con olor a fuego, ni a pólvora, ni a gas. Estaba cargado de ella. Y Caitlyn lo sintió. Como un cosquilleo que le recorrió la nuca. Como una corriente que la atravesó por la columna vertebral.
Dobló el siguiente corredor, con el rifle firme en ambas manos, la linterna montada en el costado proyectando un cono de luz recto, cortando la penumbra... y entonces se detuvo.
Ahí estaba. Al fondo del pasillo, bajo una lámpara colgante que parpadeaba con electricidad moribunda.
Una figura delgada, apenas vestida con ropa corta y caótica, vendas sueltas, un cinturón lleno de explosivos improvisados. Sus botas, distintas una de la otra, rozaban el suelo como si no le pesaran. El torso semi desnudo desde el vientre hasta los hombros, lleno de cicatrices, pintura seca y un tatuaje apenas reconocible que alguna vez fueron nubes.
El cabello celeste le caía en dos trenzas hasta las caderas, enredadas, salvajes. Una mancha de pintura le cruzaba la mejilla izquierda. Y sus ojos... sus ojos magenta brillaban con una intensidad insana, irreverente, como si el mundo entero fuera una broma privada que solo ella entendía.
Gafe .
Estaba inmóvil. De pie. Mirándola directamente. La cabeza ladeada. La sonrisa curvada.
En su mano derecha, girando suavemente con la punta de los dedos, una bomba de color rosa chicle, con una carita feliz dibujada encima. El detonador colgaba como un juguete de cuerda.
Caitlyn sintió el pulso en la garganta. Su entrenamiento tomó el control antes que su emoción. Levantó el rifle y apuntó, el láser rojo iluminando el pecho del objetivo.
—¡Alto ahí! Te tengo...—ordenó, con voz firme, autoritaria, acostumbrada a ser obedecida.
Jinx simplemente se ríe.
Una risa hueca. Sincera. Feliz. Como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo. Dio un pequeño giro con el talón, y la bomba en su mano giró más rápido.
—¡Te lo advierto, maldita loca! ¡No te muevas!
Pero Jinx se movió. No corrió. No atacó. Se dejó caer hacia atrás.
Con los brazos abiertos, en una caída perfecta, como una actriz de teatro en su acto final. Desapareció entre las sombras sin hacer un solo sonido, envuelta por la oscuridad que la recibió como una vieja amante.
—Claro... tenía que hacerlo dramático— Caitlyn se lanzó hacia adelante.
—¡Unidad Piltie, tengo contacto visual! —gritó por su comunicador, corriendo hacia donde había estado la figura.
El dispositivo crepitó. Solo estática. Estaba sola. Sorpresa, compañeros incompetentes, wow.
El pasillo la tragó. La luz parpadeante se extinguió justo cuando llegó al punto exacto donde Jinx había estado de pie segundos antes. Solo quedaba la bomba. Giraba aún. No había explotado.
Caitlyn se inclinó con cuidado. Sabía que podía ser una trampa. Cualquier cosa. Jinx no hacía nada sin intención.
Tomó el artefacto con dos dedos. No pesaba como una bomba real. No vibraba. No tenía temporizador. Y al girarla vio algo más: una nota pegada con cinta en la parte trasera.
"Más rápido, Kilyn. Me estoy aburriendo."
Su mandíbula se tensó. El apodo otra vez. Maldito apodo. Ese apodo que no conocía... pero que ya le quemaba.
Una risa volvió a sonar a lo lejos. Rebote seco en el concreto. Imitaba la suya. Burlona. Femenina. Filosa.
Apuntó la linterna y giró la esquina del siguiente pasillo. Todo estaba cubierto de pintura neón. Figuras danzantes, muñecos sin cabeza, círculos concéntricos que parecían hipnotizar. Palabras escritas una sobre otra.
"Corre."
"¿Me viste ya?"
"¿Por qué estás temblando?"
"¿Recuerdas el fuego?"
Caitlyn avanzó. Su respiración era constante, pero no calmada. Cada paso era medido. Sus ojos lo analizaban todo. Sabía que estaba dentro de su terreno. El juego había empezado, y ella estaba jugando con las reglas de Jinx.
A lo lejos, una silueta volvió a cruzar.
—¡Alto! —gritó, disparando una sola vez.
El proyectil rebotó en una lámina metálica. Nada. Silencio. Caitlyn corrió. Se lanzó entre escombros. Esquivó una cuerda activadora de trampa. Abrió una puerta con la culata del rifle. Nada.
Solo más paredes. Más pintura. Más locura. Y entonces... Una explosión leve.
No cerca. Pero lo suficientemente cerca como para estremecer el suelo. Seguido de una carcajada. Una risotada más intensa. Más aguda. Lejana, pero presente.
—¡¿Qué mierda quieres?! —gritó Caitlyn al vacío, al humo, a los ecos.
El eco se llevó la pregunta, y la devolvió con una frase que resonó desde alguna bocina escondida entre los muros.
—Quiero jugar contigo, Kilyn. Hasta que te acuerdes de mí.
Y con eso, la música comenzó.
Una melodía extraña, hecha con un órgano desafinado. Infantil. Pegajosa. Tenía algo de feria abandonada, algo de pesadilla de muñeca. Un compás que sonaba mientras Caitlyn volvía a moverse, esta vez más rápido, más tensa, más afilada.
El pasillo por el que entró se cerró de golpe detrás de ella. Un portón de metal cayó con estruendo. Estaba atrapada. Jinx la estaba guiando hacia donde quería.
Pero Caitlyn no retrocedió. Giró su rifle, respiró profundo, y susurró para sí misma:
—Muy bien, maldita. Si quieres jugar... entonces juguemos.
Y se adentró más.
Porque al fondo, en algún rincón de ese infierno pintado, Jinx la esperaba con una sonrisa... y con todas las respuestas que ella aún no sabía que necesitaba.
El sudor le caía por la sien, pero sus manos no temblaban. Ni una. No era miedo. Era instinto. Sabía que venía. Que Jinx estaba cerca. Que el silencio era solo una parte más del juego. El piso crujió a sus espaldas.
Caitlyn giró de inmediato, disparó dos veces, directo a la sombra que se había movido. Pero ya no estaba ahí. Ni sonido, ni figura.
—¿Dónde estás...? —susurró, apretando los dientes.
Una risa sonó justo detrás de ella. No tuvo tiempo de girar.
Jinx cayó desde arriba. Desde una plataforma oculta entre vigas rotas. Como un animal salvaje. Como un proyectil de carne y locura. La embistió por la espalda con una fuerza descomunal y ambas rodaron por el suelo entre metal oxidado y polvo.
Caitlyn intentó girarse, disparar, recuperar el control, pero Jinx era demasiado rápida. Sus piernas delgadas se engancharon a la cadera de la comandante y con un impulso de cadera la volteó, subiendo sobre ella. Hubo un forcejeo, rodaron otra vez. El rifle se deslizó por el suelo a unos metros.
Las dos estaban de pie en segundos. Y se miraron. Cara a cara.
Las trenzas de Jinx flotaban con cada movimiento. Su pecho subía y bajaba. La pintura en su rostro brillaba con luz propia. Tenía cuchillas en ambas manos. Pequeñas. Ligeras. Lo justo para cortar piel sin detenerse.
—Wow... —dijo Jinx, con la voz baja, ronca, cargada de adrenalina y excitación—. Eres más fea de cerca, Kilyn.
Caitlyn no respondió. Se lanzó directo a ella, puños cerrados, ataque frontal. Había perdido el arma, pero no la preparación. Le lanzó un gancho al costado que Jinx esquivó por poco, contraatacando con una cuchilla que rozó el vestido de la sheriff, rasgándolo.
—Fea tu maldita madre —la comandante atacó.
—¿Quieres hablar de madres? Ohhh, quiere hablar de madres, hablemos de madres. —Jinx se rió—. ¿Me recuerdas dónde está la tuya? ¿Ya es carne a la parrilla o aún está crudita?
Otro puñetazo, otro giro de cuerpo. La comandante logró conectar un golpe en el hombro de la criminal, haciéndola trastabillar. Aprovechó para golpear con la rodilla, directo al abdomen. Jinx gruñó, pero no cayó.
—Auch... vas en serio —jadeó mientras retrocedía, limpiándose la comisura del labio—. Me gusta.
Caitlyn se lanzó de nuevo, más rápida, buscando atraparla con un derribo. La tomó por el torso, empujándola hacia la pared, intentando inmovilizarla con el peso.
Pero Jinx no peleaba como una soldado. Peleaba como algo salvaje.
No bloqueaba: se escurría. No empujaba: se colgaba. Se torcía, se doblaba, se enganchaba. Caitlyn jamás había enfrentado algo así. Alguien que parecía disfrutar cada golpe, cada contacto. Como si el dolor fuera parte del baile.
Jinx logró atrapar una de las muñecas de Caitlyn. Luego la otra. Se impulsó hacia atrás usando la pared y giró el cuerpo con una agilidad felina, lanzando a la comandante contra la estructura metálica más cercana.
Cayó de espaldas, con un gemido. La cabeza golpeó contra un tubo, aturdiéndola por un segundo. Fue suficiente. Jinx cayó encima. La inmovilizó.
Con las rodillas clavadas a los costados de sus caderas, una mano presionando su muñeca contra el suelo. La otra... en la garganta. No apretaba. Pero estaba ahí. Como una advertencia. Como una caricia disfrazada.
—Mira cómo te tengo —susurró Jinx, con voz grave, jadeante, los ojos brillando como si ardieran—. Eres más alta, más fuerte... pero estás bajo mí. ¿Qué te dice eso, Kilyn?
—Mi nombre...—jadeó—. es Caitlyn.
Caitlyn forcejeó. Pero Jinx sabía exactamente cómo mantenerla en esa posición. No era fuerza. Era técnica. Y perversidad.
—Suéltame —espetó, con la voz ronca por la presión en la tráquea.
—¿Y si no quiero? —preguntó Jinx, inclinándose más. Sus rostros estaban a centímetros. Podía oler el perfume caro de Caitlyn mezclado con el humo del incendio. Y Caitlyn, a su vez, olía la pólvora y el dulce ácido que llevaba la criminal—. ¿Y si te quiero así...? Justo como ahora.
La comandante tragó saliva.
Intentó flexionar la pierna, cambiar el centro de gravedad. Pero Jinx lo anticipó, y presionó más fuerte con las caderas. No de forma vulgar. No abiertamente sexual. Pero sí... controladora. Como una caza bien lograda. Como un trofeo.
—¿Qué mierda eres? —logró decir Caitlyn, con los ojos clavados en los de ella.
—Soy la falla más hermosa que un experimento tuvo—respondió Jinx sin titubeos, y soltó una risita ahogada.
La mano en la garganta no temblaba. Pero no apretaba. Era una amenaza. Un juego. Como si Jinx quisiera ver cuánto podía tensar la cuerda sin romperla.
—No me conoces en absoluto, puedes ser el mismo diablo y yo misma te llevaré a rastras del pelo hasta el infierno de donde viniste—dijo Caitlyn, con la voz dura.
—Oh, Kilyn... te conozco más de lo que te conoces tú misma. No me llevarías al infierno, arderías en él conmigo.
Silencio. Solo el zumbido de una lámpara a punto de fundirse. Las respiraciones. El calor entre ambas.
—Caitlyn .
—¿Qué?
—Caitlyn, mi nombre es Caitlyn. C.a.i.t.l.y.n. —punteó la comandante—. Y se pronuncia "Keitlyn" No "Kilyn"
—Entonces... Keilin.
—" Caitlyn "
—Kitlyn .
—¡Caitlyn!
—¡Exacto, lo tengo! "Kilyn" —sonrió Jinx burlona.
—¿Por qué me dices así? Es tan estúpido—preguntó finalmente Caitlyn. Jinx ladeó la cabeza.
—Soy creativa y porque no eres "comandante", ni "sheriff", ni "miembro del consejo". No para mí. Eres Kilyn. La niña perfecta. La hija modelo. La que enterró todo... hasta a ella.
Los ojos de Caitlyn parpadearon apenas.
—¿Ella...?
—Tu maldita madre. La fundadora. La que querían convertir en mito. Pero tienes saber cómo soy con los mitos... me gusta quemarlos. Así como tú mamá.
Caitlyn cerró el puño. Jinx bajó la cabeza un poco más, hasta que su frente casi tocó la de ella.
—Ahora dime, Kilyn... ¿quieres seguir reconstruyendo ese templo de mentiras? ¿O vas a escucharme por fin?
El pulso de Caitlyn retumbaba. No por miedo. Por rabia. Por desconcierto. Por algo que no podía nombrar. Algo que se movía dentro y que temía entender.
—No te tengo miedo, si es lo que quieres lograr. —demandó. Jinx sonrió.
—Aún no —susurró—. Y es por eso que estás a tiempo. Deja de buscar, deja de reenconstruir, deja de ser tan curiosa con el incendio de la academia y vuelve a tu oficina llena de vigilantes incompetentes como sueles llamarlos.
Y con eso, la soltó de pronto.
Se levantó con la misma ligereza con la que había caído. Dio dos pasos atrás, dejando a Caitlyn en el suelo, respirando agitadamente. El rostro de la comandante estaba rojo, no por vergüenza, sino por tensión. Por frustración. Por rabia.
Sus trenzas celestes oscilaban con cada paso, cada salto, como serpientes danzantes. Se detenía por fin a unos metros de Caitlyn, pero aún de espaldas.
—¡Detente! —exclamó la comandante, con la voz rasgada pero firme—. ¡Esto no ha terminado! ¡Voy a llevarte conmigo, así sea a rastras!
Jinx se giró lentamente. Sonreía.
—¿No ha terminado? Vaya... y yo que ya te hice reír, pelear, dudar, gritas... ¿qué más quieres de mí, Kilyn? Eres exigente.
—¡Deja de decir mal mi nombre! —exclamó la mayor, perdiendo la paciencia—. Voy a hacer que me lo repitas correctamente con poco aliento aunque sea lo último que haga.
—Shhh... no hagas esas propuestas indecentes—hizo Jinx con un dedo sobre sus labios—. No cuando jugamos. Cuando jugamos... sé más creativa, no me decepciones con acciones apresuradas.
Y entonces lo hizo. Dejó la bomba a sus pies.
Caitlyn retrocedió de inmediato un paso, bajó la mirada. El artefacto estaba allí. Pequeño. Redondo. Una carcasa de metal decorada con estrellas pintadas a mano y un corazón magenta en el centro.
Sus dedos apretaron el gatillo de su arma, aún sin apuntar. La tensión la recorrió entera.
—¿Qué haces? ¡Apagala!—exigió con la voz quebrada.
—Te dejo algo bonito, no me pidas que lo apague—respondió Jinx, encogiéndose de hombros como una niña que deja un regalo en la puerta de su casa—. Un recuerdo. Una marca. Ya sabes... algo que diga: yo estuve aquí.
El pulso de Caitlyn se aceleró. Las luces del artefacto parpadearon. Una, dos, tres veces. Estaba encendida. Era real. Tal vez era el final. Pero... No huyó.
Cerró los ojos, bajó el arma. Si iba a morir, que fuera mirando al rostro de esa sonrisa enferma. El sonido agudo de la activación vibró por el suelo... y entonces explotó.
Pero no hubo fuego. Hubo color.
Una nube inmensa de polvo neón estalló a su alrededor. Rosado, azul celeste, morado intenso, partículas brillantes como lentejuelas flotando entre el humo. Confeti llovió desde el techo. Risas grabadas salieron del dispositivo, distorsionadas, infantiles, como sacadas de un carrusel endemoniado. El sonido de una carcajada aguda se repetía sin cesar.
Caitlyn se cubrió el rostro por instinto. Tosió. Dio un par de pasos atrás, aturdida. Y cuando abrió los ojos... Su cara estaba manchada.
Los restos de pintura la cubrían por completo. Pómulos, frente, labios. Como una burla. Como una burla perfecta a su autoridad, a su figura. Un símbolo de que ella, la sheriff de Piltover, la comandante invencible, había sido pintada como una muñeca.
—¡Hija de puta, te juro que te voy a dejar sin cesos y te venderé al primer mercado negro que encuentre...! —gruñó, quitándose la pintura con rabia, refregándose con el dorso del uniforme. Pero no salía del todo.
Entonces, una carcajada real, esta vez no grabada, retumbó desde arriba.
—Ahi la tienen señores y señoras, la comandante Kiramman de piltover. Que grosera.
Caitlyn alzó la mirada. Allí estaba.
En la cima del edificio en ruinas. Parada sobre una viga metálica torcida, iluminada por la luz de la luna, de espaldas al abismo como si la gravedad no existiera.
Gafe .
Brazo en alto. Una reverencia burlona. Su silueta recortada contra las estrellas. Y luego le hizo un gesto con dos dedos en la frente. Un saludo despectivo. Irónico. Provocador.
—Nos vemos en la próxima, Kilyn... —gritó con una voz juguetona, que se desvaneció con el viento.
Caitlyn dio un paso hacia adelante.
—¡Detente! ¡Vuelve aquí, loca de mierda!
Pero Jinx ya había dado un salto. Una cuerda se tensó, se deslizó. Y desapareció. Como un fantasma. Como un mal recuerdo. Como un sueño que dejaba la cama fría.
El silencio volvió.
La comandante quedó sola, de pie en medio de ruinas, polvo y pintura fluorescente. Apretó los puños. Respiró profundo. El humo seguía ascendiendo desde los cimientos de la vieja academia. Había sido profanada. Otra vez.
Volvió la vista al suelo. Justo donde había estado la bomba. Entre el confeti y el polvo, algo captó su atención. Algo que no encajaba con el caos.
Un origami.
Pequeño. Delicado. Una estrella amarilla. Doblada con precisión casi infantil. La tomó con cautela. El papel tenía textura suave, de buena calidad. La forma era perfecta. Como un trabajo de una niña demasiado paciente. O demasiado rota.
Caitlyn la sostuvo entre los dedos.
No tenía palabras.
No tenía sentido.
No tenía intención.
Pero en su pecho... en ese mismo lugar donde el polvo se había pegado al vestido algo se quedó con ella. No era solo pintura. Era otra cosa. Un mensaje.
Una advertencia.
Una firma.
Un nombre.
Un juego.
Una sombra.
Y entonces lo supo.
Lo supo con una certeza que la atravesó hasta los huesos. Le heló la sangre. No era un hecho nuevo, lo había presentado toda la noche, en cuanto la atacó, en cuanto corrió, en cuanto la encontró y en cuanto perdió.
Una certeza tan clara como sus ojos celestes y tan brillante como los magenta de aquella criminal que le había ganado en su propio campo.
Esa noche no fue un ataque. Fue una invitación. El principio de un ciclo del que no podría escapar nunca más.
Y Caitlyn... Caitlyn no tenía idea de todo lo que le venía encima después de esa noche.