Hora de Té
13 de septiembre de 2025, 17:18
Capítulo 2
El despacho estaba en silencio, salvo por el zumbido grave de la lámpara y el ocasional crujido de la madera bajo su peso cuando se inclinaba sobre el escritorio. Caitlyn tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa dobladas hasta los codos.
La noche había caído sobre Piltover, y las ventanas dejaban entrar apenas un reflejo distorsionado de las luces de la ciudad. En el centro de su escritorio, dispersas como si las hubiera arrojado sin cuidado pero con un orden invisible, estaban las fotografías.
No todas eran relevantes para el caso. Algunas, de hecho, solo ella sabía por qué las guardaba. Entre las imágenes de la explosión en la vieja academia y el humo teñido por luces de neón, había un primer plano de un trozo de cartón chamuscado.
Encima, intacto, un origami en forma de estrella. Papel maltratado en los bordes, doblado con precisión quirúrgica en el centro. Y en un ángulo que captaba la luz de la cámara, una sonrisa pintada a mano con pintura rosa y celeste.
Sus dedos rozaron el borde de la foto, como si con eso pudiera sentir la textura áspera del papel original. La yema del pulgar se movió lentamente, recordando exactamente cómo había recogido aquella pieza de entre los restos.
Suspiró. La caja de archivos estaba abierta junto a ella, el metal de las guías rechinando al moverse. El olor a papel viejo y tinta seca llenaba el aire. Caitlyn sacó un sobre que no tenía clasificación oficial y lo abrió con cuidado. Dentro, doblados en cuatro, estaban los mensajes.
Tres frases, escritas a mano en un estilo que oscilaba entre lo infantil y lo amenazante:
Mírame.
¿Me recuerdas?
No la reconstruyas.
Los leyó uno por uno, despacio, como si fueran pruebas de laboratorio y no simples pedazos de papel. Los colocó alineados sobre el escritorio y apoyó los codos a los lados, acercándose lo suficiente como para oler el leve rastro de pintura y polvo.
—No fue una firma al azar —pensó, y esa certeza se le clavó como una espina de cactus en el dedo índice.
Era la primera vez que Jinx la “invitaba”. Aunque esa palabra era un eufemismo peligroso para lo que realmente pasaba: desafíos públicos, trampas con dedicatoria, y esa forma en que el último escenario pareció haber sido construido para que ella, Caitlyn, fuera quien la encontrara.
Recordó la última vez que habían estado frente a frente, nada más que hacía 2 noches. La lucha había sido rápida, casi un baile violento. Caitlyn había tenido la ventaja (Ella jura)… hasta que una bomba estalló en su cara. El estallido no dolió tanto como la humillación: pintura rosa y celeste cubriéndole la piel, pegajosa, marcándola como una burla viva.
No había sido un accidente, sino una firma deliberada.
Se había quedado allí, respirando entrecortadamente, mientras el eco de la risa de Jinx se colaba en sus oídos como una canción que no podía sacarse de la cabeza.
Menos mal —y en esto casi sonrió— que ninguno de sus compañeros preguntó nada al verla entrar de nuevo a la comisaría con el rostro manchado de colores chillones. No era algo que estuviera dispuesta a explicar.
El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada cuando volvió a sentarse recta. Se frotó las sienes, pero no apartó la vista de la foto del origami. Había algo en la forma de los dobleces, en el cuidado con que había sido hecho, que le resultaba inquietante. Era meticuloso, casi íntimo. Una especie de… conversación silenciosa.
Aunque la persona de dicha conversación fuese solo un fantasma en su mente.
Y, sin embargo, sabía que aquello no era un gesto cualquiera. Era un mensaje. No para Piltover. No para la prensa. Para ella. Desde ahora, siempre para ella.
—Es suficiente —demandó para si misma.
Deslizó los papeles de nuevo en el sobre, escuchando el susurro áspero del papel contra el papel. Cerró la caja de archivos con un golpe seco, el sonido metálico resonando en la habitación. Se quedó mirando su propio reflejo en la pantalla negra del monitor.
El brillo azulado de la ciudad entraba por la ventana y se proyectaba sobre sus ojos, dándole un tono más frío, casi de cristal.
Apretó la mandíbula. Ya no se trataba solo de un caso que resolver. No era una investigación más en su historial. Algo en ella había cambiado desde que comenzó este juego de ida y vuelta. La comandante, la investigadora metódica, estaba cruzando una línea invisible: ya no buscaba a Jinx solo por deber… sino porque lo sentía personal.
Y en algún rincón oscuro de su mente, aceptaba que también era exactamente eso lo que Jinx quería.
Porque nunca sería suficiente. Y gracias a ellos, ahora tenía un consejo que enfrentar.
La tarde del día siguiente la sala del Consejo estaba iluminada por lámparas altas de cristal, el reflejo de sus destellos bailaba en el mármol pulido del suelo.
El aire olía a incienso caro y a papeles recién sellados, ese aroma de burocracia que parecía impregnar cada rincón de la Academia. Las largas mesas, de madera oscura, formaban un semicírculo; en el centro, una alfombra con el emblema de Piltover, impecable, sin una sola mancha.
Caitlyn entró con paso firme, aunque cada músculo de su cuerpo todavía guardaba la tensión de la noche del ataque. Sabía que no había llegado para recibir aplausos.
Los miembros del Consejo la observaron en silencio al entrar. Algunos tenían las manos cruzadas, otros jugueteaban con sus estilográficas de oro. Nadie sonreía. Solo se relacionaba con dos de ellos, Mel Medarda y Jayce Talis, su mejor amigo, de hecho.
Uno de los demás interrumpió su pensamiento.
—Comandante Kiramman —dijo con un tono elegante pero afilado—, necesitamos que nos explique exactamente lo que ocurrió la noche del anuncio.
Caitlyn respiró hondo antes de responder.
—Hubo un ataque. Una criminal… desconocida, sumamente peligrosa, irrumpió en el discurso, al terminarlo y explotó la parte donde estábamos ubicados. Logré perseguirla y confrontarla, pero no pudimos atraparla.
Un murmullo recorrió la mesa. El consejero a su izquierda, un hombre corpulento con lentes redondos, inclinó la cabeza hacia adelante.
—¿No pudo atraparla? —repitió con énfasis, como si saboreara la frase—. Y, sin embargo, se la vio salir de la zona con la cara… cubierta de pintura. Colores neón, chillones… —sonrió con ironía—. Díganos, Comandante, ¿es esa la nueva estrategia de defensa de Piltover? ¿Hacer de lienzo para los criminales?
Las palabras fueron un golpe bajo. Caitlyn apretó la mandíbula y se obligó a no responder con el tono que le quemaba la lengua.
—La pintura era parte del ataque. Fue una táctica de distracción —explicó con la voz controlada, aunque sabía que su orgullo acababa de recibir un golpe bajo.
El rubio joven del Consejo se inclinó hacia atrás, evaluándola como quien examina un objeto de subasta.
—Sea como fuere, Comandante, los resultados son lo que cuentan. Y el resultado es que tenemos bajas y una criminal suelta.
La palabra bajas resonó como un eco frío en la sala. Caitlyn sintió un peso en el pecho; la imagen fugaz de dos agentes caídos anoche se coló en su mente. Recordó sus rostros. Sus voces. El silencio repentino.
—Mis soldados... Murieron dos, eran de mi escuadrón, importantes y...—quiso decir, pero fue interrumpida.
Otra consejera, una mujer con prótesis de oro, perfectamente vestida e impecable, habló con una calma clínica.
—Nuestros soldados… —hizo una pausa, como si la palabra le pareciera un mero término administrativo— son reemplazables. Podemos traer recién graduados de la Academia.
—Exacto —intervino otro, hojeando un documento como si discutiera el precio del café—. Tenemos reservas suficientes. El ciclo de formación es constante.
Las manos de Caitlyn se cerraron con fuerza sobre la carpeta que llevaba. Un “no” casi inaudible se escapó de sus labios, aunque sabía que varios lo habían escuchado.
—¿Ha dicho algo, Comandante? —preguntó el hombre del bigote, con fingida cortesía.
—Dije que no —replicó Caitlyn, alzando la mirada. Su voz, aunque serena, tenía la solidez del acero—. No son reemplazables. Son personas. Y esa noche murieron defendiendo esta ciudad.
El silencio que siguió no fue de respeto, sino de incomodidad. Los consejeros intercambiaron miradas como si ella hubiera dicho algo ingenuo. La mujer habló otra vez, con el tono de quien le explica algo obvio a un niño.
—Comandante, debemos pensar en el bien mayor. Las bajas son inevitables. La estabilidad de Piltover no puede depender de sentimentalismos.
Caitlyn sintió un calor creciente en el pecho, mezcla de furia y de impotencia. En su mente, veía el contraste con crudeza: para ellos, las vidas eran números; para ella, eran historias, familias, recuerdos.
—Tal vez para ustedes sean cifras —dijo despacio, midiendo cada palabra—. Pero yo estuve allí. Vi sus últimos momentos. Escuché sus gritos. Y no pienso aceptar que su sacrificio se reduzca a una línea en un informe.
—Creo que deberíamos tomarnos este tema con calma y... —Jayce intervino. Salo lo interrumpió.
Una risa breve y seca vino de uno del miembro más jóven del Consejo.
—Con todo respeto, comandante, está hablando como si esto fuera personal.
Ella sostuvo su mirada.
—Lo es.
Uno de los consejeros que hasta ahora no había dicho nada, golpeó suavemente la mesa con una pluma, marcando el final de la discusión.
—Haremos una revisión de sus protocolos, comandante. Puede retirarse.
Miró a Jaycee quien le dió un asentimiento con la cabeza levemente, haciéndole entender que le ayudaría de alguna forma con lo que pudiese. Ella se lo devolvió.
Caitlyn salió de la sala sin inclinar la cabeza. Cada paso resonaba en el mármol, acompañado por la sensación de que el mundo que protegía estaba podrido en su raíz. En el pasillo, se permitió exhalar el aire que había contenido todo ese tiempo.
Su mente ardía: no solo luchaba contra esa criminal, Jinx, sino contra un sistema entero que trataba la vida humana como un recurso renovable.
Y en ese instante, más que nunca, supo que protegería a quienes realmente importaban para ella… aunque tuviera que hacerlo sola. Así que lo hizo, fue por su nuevo escuadrón.
No le costó mucho llegar, conocía el lugar como la palma de su mano, el salón de entrenamiento estaba silencioso, apenas roto por el eco metálico de los pasos de Caitlyn al cruzarlo.
A esa hora de la mañana, el aire parecía más denso, cargado con el olor de aceite para armas y el leve rastro de sudor de los turnos anteriores. Frente a ella, perfectamente alineados en formación, había cuatro jóvenes reclutas recién integrados al escuadrón.
No eran como los que había visto en años anteriores. Había algo… distinto.
Sus espaldas rectas no denotaban orgullo, sino rigidez absoluta. Sus hombros tensos, los brazos perfectamente pegados al cuerpo, el mentón inclinado con un ángulo casi idéntico en los cuatro. Todos vestían el uniforme nuevo impecable, sin una sola arruga; parecía recién planchado, como si lo hubieran sacado directo de un escaparate para posar.
Pero lo que realmente la incomodó fueron sus miradas.
No eran nerviosas, ni entusiastas, ni siquiera firmes en el sentido habitual. Eran fijas, como ancladas en un punto invisible detrás de ella. Ojos abiertos, sin pestañear demasiado, sin la chispa que Caitlyn había aprendido a reconocer como hambre de justicia o deseo de servir. Esto era… distinto. Frío.
Se detuvo frente a ellos, recorriéndolos con la vista de izquierda a derecha.
—Bienvenidos al escuadrón —dijo con tono medido, buscando romper el hielo sin perder la autoridad—. Hoy no habrá evaluaciones físicas. Hoy quiero escucharlos.
Silencio. El sonido de su propia respiración se le hizo evidente.
Caminó un paso hacia el primero, un muchacho de cabello negro muy corto y piel pálida. No tendría más de veinte años. Sus botas brillaban tanto como las de un desfile.
—Nombre.
—Andrés Parado Sequedó —Su voz era firme, sin titubeos, pero también sin matiz.
—Edad.
—Veintiuno.
—Especialidad.
—Tirador.
Caitlyn asintió despacio. Dio un paso lateral hacia la segunda recluta, una joven de cabello rubio recogido en una coleta perfecta, ni un mechón fuera de lugar.
—Nombre.
—Rosa Melano.
—Edad.
—Veinte.
—Especialidad.
—Reconocimiento.
Su voz era igual: seca, rápida, sin emoción. Como si cada palabra fuera parte de un guion ya ensayado.
El tercero y el cuarto, ambos hombres, siguieron la misma pauta. Respuestas cortas, tono neutro. Ni uno solo parpadeó más de lo necesario. Caitlyn sintió que aquello se estaba volviendo inquietante, pero decidió continuar.
Se cruzó de brazos, observándolos.
—¿Por qué la Academia? —preguntó, dejando caer la pregunta con suavidad, intentando encontrar algo humano debajo de esa armadura invisible.
El silencio fue breve, pero uniforme.
—Siempre lo soñé. —La frase salió al unísono de los 4, como si alguien la hubiera marcado con metrónomo.
Caitlyn parpadeó, desconcertada. Se aclaró la garganta.
—¿Siempre lo soñaron?
—Sí, comandante. —Otra vez, al mismo tiempo.
La escena le heló la sangre de una forma que no esperaba. No porque fuera siniestra en sí misma, sino porque aquello no parecía espontáneo. Había visto disciplina antes. Había visto a cadetes obsesionados con el reglamento. Pero esto… esto era algo más. Una exactitud incómoda, como si la personalidad hubiera sido sustituida por un molde.
Decidió cambiar de enfoque.
—Andrés, ¿qué es lo que más espera aprender aquí?
—A servir de forma eficiente.
—Rosa, ¿lo mismo?
—Sí, comandante.
Caitlyn mantuvo su rostro neutral, pero internamente sentía que se topaba contra un muro.
—Quiero que sepan algo —dijo, ahora con un tono más humano—. Aquí, para mí, no son simples números. No son reemplazos, ni fichas que se mueven en un tablero. Cada uno de ustedes es parte de un equipo que se cuida mutuamente.
Por primera vez, uno de ellos —el cuarto recluta, un joven de piel morena y mandíbula marcada— pareció parpadear más de la cuenta, como si procesara esas palabras. Pero su voz, cuando habló, volvió al patrón:
—Entendido, comandante.
Caitlyn dio unos pasos hacia atrás, dejando que sus botas resonaran en el suelo como un recordatorio de quién marcaba el ritmo allí.
Mientras los miraba, recordó la reunión con el Consejo días antes. La frialdad de sus comentarios. “Reemplázalos por recién graduados”. La forma en que habían reducido vidas enteras a un simple cálculo de recursos. Y ahora, frente a ella, tenía a cuatro jóvenes que parecían estar ya moldeados para encajar en ese mismo concepto: reemplazables, funcionales, eficientes… y vacíos.
Pero no para ella. No podía permitirse verlo así.
Se acercó de nuevo, bajando un poco la voz, casi como quien confía un secreto:
—No olviden quiénes eran antes de llegar aquí.
Los cuatro la miraron, por primera vez de forma sincronizada pero directa, clavando sus ojos en los suyos. Había algo ahí, enterrado muy hondo. Algo que tal vez podría recuperar.
—Descansen —ordenó finalmente.
Ellos giraron sobre los talones con una precisión impecable, marchándose en perfecta sincronía, sin decir palabra. Caitlyn los siguió con la mirada, una sensación extraña pesándole en el pecho: el presentimiento de que, si no intervenía, esos cuatro serían exactamente lo que el Consejo quería… y nada más.
Se quedó sola en el salón, sus manos apretándose suavemente detrás de la espalda, y un no silencioso se le escapó entre los dientes. No iba a permitir que se convirtieran en piezas desechables. No bajo su mando.
El refugio estaba sumido en una penumbra tibia, iluminado por el parpadeo errático de un par de bombillas colgantes. El silencio solo se rompía por el sonido mecánico y repetitivo de unas tijeras cortando alambres finísimos y el suave roce de papel plegándose una y otra vez.
Zaun siempre se había sentido así, enfermo, incoherente.
Jinx estaba sentada en el suelo, rodeada por una explosión de materiales: pequeñas piezas metálicas, resortes, cápsulas, y un desorden cuidadosamente organizado que solo ella entendía.
Tenía los pies descalzos, las uñas pintadas con restos de esmalte azul descascarado, y un destornillador entre los dientes mientras ajustaba una trampa minúscula, tan pequeña que cabría en la palma de una mano.
—Click… click… Mariposita, estaba en la cocina, haciendo chocolate para la madrina, de ti po ti, pata de palo...—murmuraba cada vez que aseguraba una pieza, como si las palabras le dieran peso al mecanismo.
Terminó esa trampa, la dejó alineada junto a otras tres idénticas, y cambió de tarea sin transición: empezó a doblar tiras de papel, sus dedos moviéndose con una precisión casi ritual. Cada pliegue estaba calculado, y pronto, las tiras se transformaban en pequeñas estrellas de origami.
Origami.
Ori...
¿Origami?
¡Origami!
Fue en ese instante que la realidad se distorsionó.
El refugio se desvaneció, y en su lugar apareció un cuarto iluminado por el sol. El olor a polvo y desinfectante caro flotaba en el aire. Frente a ella, una figura alta, con cabello oscuro y trenzado, la miraba con paciencia. Caitlyn.
Pero no era realmente Caitlyn. El rostro estaba… torcido. Los rasgos se movían de forma errática, como si alguien hubiera pintado su cara sobre una tela húmeda y la hubiera estirado. La voz que salió de sus labios no coincidía del todo con su boca.
—Dobla… así… despacito, ¿ves? —le decía, con un tono dulce que se rompía en fragmentos metálicos.
Las manos —delgadas, elegantes— guiaban las suyas, acomodando los pliegues para que el papel se cerrara sobre sí mismo y formara una estrella. Jinx, más pequeña, con sus manos llenas de tinta y polvo, reía suavemente. Pero la risa se cortaba con un eco hueco que la niña no recordaba haber hecho.
—Vamos, inténtalo, Powder —insistía Caitlyn. La pequeña sonreía emocionada, tomando el papel en sus manitas.
Recordar dolió más en ese instante. Un dolor agudo le atravesó la sien izquierda. El recuerdo se quebró como un vidrio y el refugio volvió, sofocante, con sus luces amarillentas.
—No, no, no… —susurró, presionándose la cabeza.
—¡Vuelve, vuelve! —suplicó golpeándose la cabeza con los puños.
Pero no volvió.
Se obligó a concentrarse. Sobre la mesa más cercana, había recortes de periódicos extendidos como una ofrenda a un dios particular. Todos hablaban de la Academia, de reformas en las fuerzas policiales, de nombres y cifras que no interesaban… excepto uno.
"La sheriff de Piltover, Caitlyn Kiramman, encabezó la ceremonia en honor a su madre, fallecida hace ocho años."
La fotografía mostraba a Caitlyn a inicios de ese mismo año, de pie, con un porte impecable, los ojos firmes y un rastro de tristeza apenas disimulado. Jinx pasó el dedo por el borde de la imagen, como si acariciara un vidrio que no podía atravesar.
Encima de esa pila de recortes de noticias de la comandante respecto a la academia, había algo guardado aparte, dentro de una caja de madera oscura. La abrió con cuidado.
Dentro, había un dibujo infantil: trazos torpes, colores fuera de las líneas. Representaba a dos niñas: una, pequeña, de cabello celeste, con una taza de té en las manos; la otra, más alta, de cabello oscuro, inclinada hacia ella con una sonrisa.
Jinx lo sostuvo entre las manos como si fuera lo más frágil del mundo.
—Míranos… —murmuró, y sus labios se curvaron en una sonrisa rota—. Éramos tan inocentes.
La sonrisa se le borró luego de unos segundos.
—Hasta que no volviste, después de todo. Mentirosa.
Se dejó caer de espaldas, el dibujo sobre su pecho, mirando el techo mientras los recuerdos, reales o no, se mezclaban con los planes. Porque Jinx no solo era caos. Era cuidadosa. Meticulosa. Tenía un guion, una puesta en escena para todo.
A un lado, sobre un estante, descansaba un origami en forma de rosa, hecho de papel blanco con detalles verdes. Lo tomó y la giró entre sus dedos. Era su talismán. No porque creyera en la suerte, sino porque había decidido que así sería.
—Tengo un nuevo presente para ti, presento que te gustará más que el celeste chillón en tu cara—susurró, mirando la rosa como si fuera una brújula—. Te veías graciosa. Mucho.
Su mirada volvió a los recortes, a los nombres, a las fechas. Había detalles que nadie fuera de Piltover debería conocer: la edad en que Caitlyn entró a la Academia, la ubicación exacta del cementerio donde descansaba su madre, incluso la forma en que firmaba ciertos documentos.
Jinx lo sabía todo. Y lo recordaba todo muy bien.
Porque en su mente rota, la relación tóxica ya estaba construida, desde hace años. Caitlyn podía no verlo… pero eso no importaba. Ella sí.
Y en el silencio del refugio, entre trampas, estrellas de papel y un talismán plegado, Jinx siguió construyendo su versión torcida de un lazo imposible.
Y cada vez que pensaba estar más cerca, o cuando apenas lograba hacer un solo nudo, de inmediato iba por Caitlyn. Necesitaba hacerle entender, necesitaba detenerla.
Esa noche en Zaun era un animal vivo, con las luces parpadeando como ojos de presa y el humo espeso cubriendo las calles como un aliento tóxico. Jinx estaba allí, moviéndose entre sombras y reflejos rotos de neón, con esa sonrisa torcida que no era alegría, sino algo mucho más frágil y peligroso.
Su respiración era rápida, como si cada paso fuera un compás dentro de una canción que solo ella escuchaba. Y, en efecto, en su cabeza sonaba una melodía, un tarareo que se repetía sin descanso. No era cualquier melodía; era la que había escuchado tantas veces, de niña, cuando Vi intentaba calmarla en las noches frías de los callejones con la caja musical.
Lo único que les dejó su madre.
El problema era que, ahora, su mente había distorsionado aquella imagen. A veces Vi estaba ahí, acariciándole el cabello, y otras, la misma Vi se alejaba entre el humo, riéndose de ella, dejando atrás la pequeña caja de madera vieja que nunca alcanzaba.
—¿Por qué te vas…? —susurró, aunque no había nadie. Luego se detuvo, y con un golpe contra la pared, dejó una mancha de pintura azul brillante que goteó hasta el suelo—. No te puedes ir… no esta vez. Solo quiero encontrarte...
La caja. Siempre la caja. Esa maldita caja de madera, que en la realidad si existía, tenía la caja de música, pero en su cabeza estaba grabada con olor a polvo y a madera vieja, con tanta necesidad que siempre buscaba más, similares.
Esa noche la recreó. La robó de una tienda de antigüedades, pintó en su tapa una carita triste y la dejó justo frente a la entrada trasera de la comisaría de Piltover. No había bombas dentro, solo confeti y una pequeña nota arrugada:
"¿Te acuerdas de cuando era divertido, Kilyn?"
Pero ese no fue su único acto. En un pasaje estrecho, a escasos metros del cuartel, el ladrillo húmedo ahora estaba cubierto con letras grandes, casi desesperadas:
"¿Lo recuerdas?"
La pintura chorreaba como sangre fresca.
No atacaba cualquier lugar. En su lista de objetivos de esa noche estaban sitios que tenían relación con la academia y su reconstrucción. Primero, ferreterías, luego, la pequeña academia que existía desde el incendio de la otra. Aunque no sabía con exactitud su ubicación, siempre estaba tibia, pero nunca caliente. Solo el consejo y la comisaría sabía el lugar, por seguridad desde el "atentado" como lo llamaron, al incendio anterior.
Y eso no era todo, también lugares que Caitlyn frecuentaba. La cafetería donde a veces se sentaba a leer informes. Un puesto de flores que, según rumores, era donde compraba flores a veces cuando tenía una cita con mujeres, algo que Jinx no sabía, se había enterado recientemente, aunque solo eran rumores, pero que dolía saber que existía.
Allí dejó una bomba pequeña, de humo rosado y olor a pólvora dulce. Nada mortal, pero suficiente para que el lugar quedara cerrado días enteros.
Más tarde, en el puerto viejo, Jinx irrumpió entre las construcciones a medio reparar después de su último ataque. Allí estaban los trabajadores, paleando escombros, martillando maderas. Ella no los mató. No era esa la idea. Pero sí hizo que corrieran. Un par de disparos al aire, una granada aturdidora, y después el cielo se llenó de chispas y pintura, como fuegos artificiales deformes.
—No toquen nada —gritó, sin que nadie estuviera cerca para responderle—. No pueden arreglarlo… ¡No pueden! —golpeó un poste de metal hasta que le sangraron los nudillos.
Mientras corría hacia la siguiente calle, algo la frenó. Fue un recuerdo, tan súbito que casi cayó al suelo: Vi, su hermana mayor, dándole un empujón para apartarla de un grupo de vigilantes. El olor a humo. La voz de la pelirroja diciéndole que corriera. Pero en su mente, esa voz no terminaba la frase; se rompía, se volvía un eco que la acusaba.
Jinx se cubrió los oídos, tiró su arma al suelo y gritó, un alarido agudo que resonó en las paredes vacías. Después, se dejó caer contra el asfalto y empezó a reír. Esa risa nerviosa, quebrada, con lágrimas en los ojos. Se golpeó la cabeza con la palma de la mano, una y otra vez, como si quisiera sacarse de allí las imágenes.
Cuando por fin se puso de pie, su plan ya estaba decidido.
En la plaza central, donde un día Caitlyn había inaugurado la reconstrucción. Jinx colocó altavoces robados. Cuando amaneció, toda la zona empezó a resonar con aquella melodía infantil, la misma que Vi le tarareaba cuando era pequeña, pero deformada, distorsionada, como si fuera reproducida por un aparato roto.
La misma de la caja de música. La canción sonaba una y otra vez, acompañada por pequeñas explosiones de pintura azul y rosa alrededor del lugar.
No era casualidad. No era azar. Cada paso, cada acto, era un hilo que la acercaba a Caitlyn. La ciudad lo sabía. El Consejo lo intuía. Y Caitlyn… Caitlyn sentiría el cerco cerrándose a su alrededor.
Porque Jinx no atacaba a Piltover. Jinx la atacaba a ella. Y más tarde, ese mismo día para rematar, no le fue suficiente, tuvo que ir más allá.
Eran las 10:30 pm cuando la puerta del apartamento se cerró con un clic suave, amortiguado por el pasillo alfombrado. Caitlyn apoyó la espalda unos segundos contra la madera, cerrando los ojos.
El día había sido largo, demasiado, y el peso de la tensión le caía ahora con la fuerza de un plomo invisible. El aire estaba denso, cargado con un tenue aroma a lluvia reciente que se colaba desde la calle.
Dejó su sombrero de sheriff sobre la mesa de la entrada, como siempre. Las llaves hicieron un tintineo familiar al caer en el cuenco metálico. Caminó hacia su habitación, tirando de la correa del cinturón policial hasta dejarlo caer en una silla. Se movía con el cansancio mecánico de quien ha repetido la rutina cientos de veces.
Encendió la lámpara de mesa. Una luz ámbar bañó las paredes, revelando los muebles oscuros, el armario cerrado, la cama perfectamente hecha. Sus botas resonaron sobre la madera antes de que se inclinara para dejarlas alineadas junto a la cómoda.
Sacó su teléfono del bolsillo, lo dejó sobre la mesita de noche. Un mensaje pendiente parpadeaba en la pantalla, pero no lo abrió. Desabrochó la chaqueta, la colgó con cuidado. Luego la camisa, que dejó doblada al pie de la cama. Una ráfaga de aire frío acarició su piel y erizó sus brazos.
El baño estaba a unos pasos. Dejó la ropa en el cesto y abrió la llave de la ducha. El agua empezó a correr con un golpeteo constante, llenando el cuarto de vapor. Caitlyn entró, dejando que el calor la envolviera. Cerró los ojos bajo el chorro, exhalando un suspiro largo. Y, sin darse cuenta, empezó a tararear una canción. Su voz, baja, se mezcló con el sonido del agua.
— Cuando te despiertas a su lado en mitad de la noche, con la cabeza entre las manos, no eres más que su esposa —cantó, abriendo la llave para que el agua lo hiciera más dramático.
Fuera, al otro lado de la puerta, alguien escuchaba.
La cerradura de la entrada había cedido sin un solo chirrido minutos antes. Jinx estaba descalza, apoyada contra la pared, inclinando apenas la cabeza para captar cada nota. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no tenía nada de inocente. El tarareo la atravesaba como un recuerdo difuso, uno de esos que no sabes si viviste o soñaste.
Se deslizó por el umbral como agua derramada. Cerró la puerta sin cerrar del todo —apenas el clic falso que engaña a los confiados— y dejó que sus ojos se acostumbraran al interior. El departamento olía a lavanda, té negro y aceite para armas: orden y disciplina con una línea dulce que se negaba a desaparecer. Sonrió, ladeando la cabeza.
—Kilyn, Kilyn… tu casa literalmente es tan aburrida como tú, mínimo un adornito, mujer— murmuró apenas, y el murmullo se le pegó a la lengua como un caramelo que no quiere soltarse.
Avanzó descalza, los dedos de los pies tanteando las tablas para no hacerlas quejarse. Tocó primero lo visible del salón: el respaldo del sillón, la curva del brazo de madera, la manta doblada con precisión militar (dos pliegues, el borde mirando hacia el interior, ni un hilo fuera de sitio).
Pasó la yema por la mesa de centro. Casi no había polvo; casi. Dibujó una espiral diminuta con la uña y luego la borró soplando, divertida con su propio crimen microscópico.
La habitación de Caitlyn la llamaba como una cajita musical cerrada. Jinx empujó con la cadera la puerta entornada y se asomó. Entró. El aire estaba más cálido, lleno del latido apagado de la ducha al otro lado: gotas golpeando loza, un repiqueteo constante que ordenaba el tiempo. Todo lo demás parecía congelado en su sitio.
Empezó por la mesita de noche. El teléfono boca abajo, la pantalla aún con el calor de la mano reciente; al lado, una libreta con cinta de tela, el lomo gastado por abrirla siempre a la mitad. Jinx la acarició sin abrirla, como si supiera que dentro vivían mapas, nombres y flechas rojas.
Junto a la libreta, un frasco pequeño con pétalos de lavanda secos y una bala vacía usada como pisapapeles.
—Accesorios — dijo para sí, con el tono del que huele una broma privada.
No se llevó nada. Dejó, en cambio, la bala girada un par de grados, apenas el desajuste que solo una maniática del orden notaría al primer parpadeo.
Miró la foto enmarcada: Caitlyn de niña con su madre. La niña con un vestido azul, los calcetines doblados justo por debajo de la rodilla. La madre, recta, luminosa, esa sonrisa de catálogo.
A Jinx se le endurecieron los hombros. Sus dedos tocaron el cristal. Por un segundo imaginó dejar su huella marcada, un óvalo de grasa rebelde en la mejilla de la madre. Porque la odiaba, pero se contuvo, y en vez de eso apoyó la frente en el marco un instante, cerrando los ojos como quien mide la distancia entre dos épocas.
—Me alegra que hayas muerto esa noche— susurró—. Fue mejor, yo te habría torturado más.
Se movió hacia el escritorio. Había una bandeja con clips alineados por tamaño, un tintero de vidrio, tres plumas de distinta punta y… oh. Un tarrito pequeño con brillo de labios transparente. Lo destapó, lo olió. Azúcar y menta.
—¿Sabrá a lo que huele? —Jinx se rió para adentro, un ruidito eléctrico.
Volvió a cerrarlo con cuidado, apretando la tapa con los dedos meñiques para no dejar marca.
Abrió el primer cajón, despacio, como si no quisiera despertar a algo vivo. Carpetas. Etiquetas claras: Incendio Academia, Vigilancia de perímetro, Robos menudos — zona norte. Entre papeles serios, un rincón de humanidad traicionera: una postal doblada con flores pintadas a mano, firmada por alguien con caligrafía saltarina.
"Cassandra Kiramman"
"Caitlyn. El viaje de recursos para la academia me ha tomado más tiempo del que debía, pero volveré la otra semana a casa para tu primera visita a la academia. Te amo hija, te ví en las noticias de la secundaria, estoy orgullosa de ti, Copito".
Jinx no la tocó. Sus labios formaron la palabra en silencio: "Copito". Un cosquilleo le corrió por el cuero cabelludo, un zumbido detrás del ojo izquierdo. Dejó el cajón como lo había encontrado. Cerró. Pausa. Otra vez ese cosquilleo, más intenso, como si una película vieja intentara proyectarse detrás de su frente y el proyector fallara.
—Afecto maternal... Que envidia. —soltó.
Fue al segundo cajón. Más personal: gomas para el cabello que todavía olían a jabón, un estuche con hilos y una aguja (¿remiendos? claro que sí, la disciplina cose lo que el día rompe. Si, soy súper metafórica, wow, sigamos) Un carrete de cuerda delgada. Tocó la cuerda. La tentación de amarrar, atar, atarse, amarrarla a ella y a sí misma y a la cama y al mundo. Retiró la mano. Siguió.
El armario se abrió como la puerta de una caja fuerte. Dentro, los uniformes estaban ordenados por tonalidad: azules, grises, negros. Un solo abrigo de lana claro, más suave que el resto. Pasó la palma por una percha, luego por otra. Ropa interior al fondo en cajas de tela con tapa: discretas, cuadradas, un mundo que Caitlyn había decidido callar detrás de lino y cartón.
Jinx no era grosera con los secretos que aún no le pertenecían; desvió la vista. Pero no del todo. El olor de esa parte del armario era distinto: piel limpia, almidón, un rastro confiado de perfume caro, y un latido que no era sonido sino memoria.
—Tan jodidamente obsesiva... —rodó los ojos—. Hasta con las tangas que nadie le ve porque todas las mujeres la trauman antes de alcanzar a quitarle la ropa interior.
En el estante de arriba encontró una hilera de cajas numeradas. Sacó una, la más pequeña, y la abrió con el cuidado de una cirujana que ama el riesgo. Dentro, una medalla ridícula de una noche de karaoke —metal caro, cinta morada— que decía "Nota más alta"
Jinx la sostuvo entre dos dedos, miró el brillo miserable y contuvo una carcajada en la garganta, convertida en una sonrisa ancha.
—Así que tienes otros... "Talentos" —se rió bajo. La dejó en su sitio, exactamente en el ángulo original.
Debajo de la cama, la oscuridad olía a madera fría y a historia escondida. Jinx se echó al suelo y miró. Dos cajas plásticas, una con botas viejas de entrenamiento, la otra con… una tetera en miniatura. Sacó la caja. Era una cajita de hojalata con flores pintadas, abollada en una esquina, con una etiqueta gruesa y seria que decía
"Recuerdos — no abrir, NO ABRIR, LEE BIEN, ¿ACASO ESTÁS CIEGO?" en la letra de Caitlyn. Jinx la abrió, por supuesto.
Dentro, un juego de té infantil de porcelana: dos tazas, tres platitos de bordes rizados, una tetera con la tapa pegada con un adhesivo torpe, ella conocía ese juego de té, ella aún tenía una taza. Una servilleta bordada con un hilo azul muy claro, torcido, como si lo hubiera bordado una niña impaciente.
El patrón: pequeñas estrellas. Jinx tocó un platito. El zumbido en su cabeza se convirtió en un golpe. Vio —no vio— el destello de dos niñas sentadas en el suelo, una trenza azul, una risa contenida, la pronunciación lenta de una palabra complicada. La imagen se le partió encima como un cristal. Se incorporó de golpe, llevándose una mano a la sien.
—No... —dijo, hablándole a la grieta del suelo—. No ahora.
El agua de la ducha cambió de ritmo, como si Caitlyn hubiese girado un poco la llave. Jinx respiró hondo hasta apagar el ataque. Tomó el juego de té y se lo empacó. Guardó la cajita, la empujó al fondo de la sombra y se sentó en el borde de la cama para recuperar el pulso.
Su pie golpeó tres veces el suelo, luego cuatro, luego uno —un patrón que nadie más entendería jamás. Solo Caitlyn podía.
Volvió a ponerse de pie. Recorrió con la punta del dedo el borde del espejo de cuerpo entero. Sobre la esquina superior, pegado con cinta de papel, había un listado de entrenamiento con marcas de verificación y, al final, una línea agregada a mano: "llamar a papá". La letra se inclinaba apenas hacia la izquierda; hablaba de prisa, de tareas que se comen el día, de un afecto pospuesto.
Jinx inclinó la cabeza.
—Llamar es otra manera de no estar— dijo, y a su propia sentencia le sonó hueca, así que la desmintió con un chasquido de lengua.
En la repisa de la ventana se asomaban tres macetas con plantas que se negaban a morirse. Una hiedra disciplinada, un romero que olía a cocina decente, y una planta baja con flores blancas abrillantadas por el riego reciente.
Jinx hundió la nariz en la hiedra y se pasó una hoja por la mejilla. La tibieza de la habitación se mezcló con la brisa leve que entraba por una rendija mal sellada. Desde el baño, la melodía volvió, el tarareo sin letra que, sin embargo, la Zaunita reconoció: otra canción de Chappell Roan, colándose como una broma entre tanta seriedad.
—She's got a way... SHE'S GOT AWAYYYYYYYYY —La voz de Caitlyn sonaba dolorosa, casi desgarradora. Jinx ladeó la cabeza, sonrió sola.
—Entonces sí te gusta—dijo—. Aunque lo niegues con esa boca en las entrevistas que dice "Solo escucho música clásica"
Se acercó al arma de servicio en la mesita. No la tocó. La miró como se mira a un perro dormido. En cambio, se inclinó sobre el tapete junto a la cama. Era de lana gruesa, tejido a mano, de esos que dejan un mapa en la piel si te detienes lo suficiente. Se agachó más, apoyó la oreja.
Escuchó el latido de la tubería, el leve martilleo del agua, y debajo de todo eso, el ritmo más antiguo: el corazón de Caitlyn golpeando contra la porcelana de la ducha. Un latido sereno, disciplinado, que falseaba por una fracción de segundo cada vez que la voz en su cabeza decía Jinx.
—Me oyes —susurró—. No sabes que me oyes, pero me oyes.
Regresó al escritorio. Encontró una caja pequeña de metal con un cierre deslizante. Dentro, herramientas de limpieza del rifle, un paño, un frasco diminuto de aceite. Jinx destapó el frasco, lo inclinó y dejó que una sola gota se posara en su índice. La frotó con el pulgar, oliéndola.
—El que uso para chispitas es mejor —aseguró rodando los ojos.
Tapó de nuevo y acomodó el paño en el ángulo exacto, porque eso era lo que haría Caitlyn. Le gustaba ese juego: dejar anzuelo tras anzuelo diminuto, cosas que la otra notaría solo si de verdad estaba mirando.
Se acercó otra vez a la foto de la madre. La puso sobre la cama, boca abajo, como si se cansara por un segundo de tener esa mirada fija en el cuarto. Luego, arrepentida —no por la madre, sino por Caitlyn—, la devolvió a su sitio.
Odio no era lo mismo que descuido. Se detuvo un instante más frente a la imagen. Su respiración se convirtió en un hilo fino.
—Lo que nos hiciste... Jamás lo olvidaré, no pudiste borrarlo, nisiquiera de ella, y no voy a descansar hasta que sepa la verdad —le dijo al vidrio, con la voz tan baja que ni el polvo la oyó.
Abrió el tercer cajón del escritorio y encontró lo que buscaba sin saber que lo buscaba: una bolsita de tela con pequeñas estrellas bordadas (el mismo hilo torcido que en la servilleta del juego de té), atada con un cordón. La dejó donde estaba, cerró la bolsita y apoyó la frente en el borde del cajón, un segundo más del que debía.
El zumbido detrás del ojo volvió como una luciérnaga golpeando cristal. Recordó manos sobre manos, la voz de alguien explicando dónde debía nacer un pliegue para que la estrella no se rompiera —esa voz, la de la niña alta de cabello oscuro. No, no era un recuerdo completo. Era un fantasma con manos.
Se enderezó con un gesto brusco, como si sacudiera agua. Se rió sola, sin humor.
—Tu me enseñaste a hacerlas, no deberías estar enojada ahora...
Un objeto vergonzoso más, se prometió, por pura travesura científica. Le bastó un segundo: en el estante más alto del armario, detrás de una caja de documentos con la etiqueta Facturas — archivo, había un bulto blandito. Lo bajó. Un peluche. Un osito blanco con una etiqueta "Copito" con un ojo cosido de nuevo, mal, y una oreja doblada por el tiempo.
Jinx lo apretó contra su pecho, teatral.
—Asi que de aquí viene el apodo...— susurró con ternura cruel—. Que tierno.
Luego lo peinó con los dedos como si fuera un gato dormido y lo devolvió exactamente a su escondite, con la oreja torcida hacia la izquierda, tal como estaba.
La ducha se cerró. El martilleo del agua se convirtió en gotas aisladas. El vapor se hizo más denso por un momento y luego se aligeró, como un suspiro. Era el momento. Jinx caminó hacia la cama, sacó del bolsillo la hoja de papel blanco y la verde, y se sentó con las piernas cruzadas.
Doblar era un rezo. Pliegue al centro, alinear, marcar con la uña, voltear, repetir. El tallo primero, luego los pétalos. Los dedos de Jinx se movieron con una soltura econtraída; no había titubeo en su artesanía. Cuando la rosa estuvo lista, la sostuvo un segundo a contraluz: parecía flotar.
Se levantó y la dejó justo en el punto donde la mirada de Caitlyn caería primero. Sacó un bolígrafo de tinta suave y escribió en un pétalo, sin vacilar:
" Veamonos en la madrugada, más tarde, piso bajo de la academia. Ven sola, no quiero tener que matar a tus soldados perfectos, no te molestes por las tazas de té, yo las llevo"
"Para Copito".
La tinta se bebió el papel. El mensaje quedó allí, pequeño y magnífico como un crimen bien cometido.
Antes de irse, Jinx hizo un último circuito, lento, amoroso en su modo torcido. Pasó el dorso de la mano por el borde de la sábana, alineó con el dedo índice una esquina rebelde de la alfombra, abrió un centímetro la ventana para que quedara un hilo de aire y el cuarto oliera a noche cuando Caitlyn saliera.
Puso la palma abierta sobre la mesita, sin tocar el arma.
—Buenas noches, Kilyn —dijo en un tono tan normal que habría sonado doméstico si alguien lo hubiera oído.
Caminó hacia la puerta, se detuvo, volvió dos pasos hasta la foto de la madre. La sostuvo en alto, la miró en silencio, y por primera vez no sintió odio, sino algo más primitivo: la certeza de que esa mujer había estado en el centro de un círculo de fuego del que Caitlyn aún no quería hablarse.
—Yo voy a cuidarla mejor que tu— musitó, y la frase se volvió ácido en su lengua—. Yo me encargo de que recuerde lo que le obligaste a olvidar, como a mí.
El pestillo volvió a ceder sin ruido. Jinx salió, cerró con el mismo clic falso y se escurrió por el pasillo. Atrás quedó el cuarto perfecto con su rosa imposible. Del baño llegó el sonido de la cortina corriéndose, el roce de la toalla, el latido templado de un corazón que aún no sabía que esa noche le habían movido el mundo un centímetro a la izquierda.
Y eso —exactamente eso— era lo que a Jinx le gustaba más: un gesto tan diminuto que solo Caitlyn podía sentirlo, y que la transformaba para siempre.
Para la comandante, todo fue diferente.
El vapor todavía flotaba en el aire cuando Caitlyn salió de la ducha, envuelta en una toalla que le cubría apenas lo necesario. El agua aún corría en hilos desde su cabello oscuro hasta la curva de su espalda, y sus pasos descalzos dejaron huellas húmedas sobre la madera pulida de su habitación.
Sin embargo, al pasar frente a la cama, su mirada se clavó en algo que no debería estar allí. Una pequeña figura de papel, perfectamente doblada, descansaba justo en el centro de la colcha.
Caitlyn se detuvo en seco, sintiendo cómo el aire caliente a su alrededor se volvía frío de golpe. La reconoció de inmediato: una rosa de origami, hecha con una delicadeza que resultaba insultante, ella no la había hecho, no la había dejado ahí.
Y solo una persona le hacía origamis...
Se inclinó lentamente, sin apartar los ojos, como si al mirar hacia otro lado la figura fuera a desaparecer. Sus dedos húmedos rozaron el papel, sintiendo el leve crujir de las fibras. Lo giró, y allí estaba, la nota.
"Veámonos en la madrugada, más tarde, piso bajo de la academia. Ven sola, no quiero tener que matar a tus soldados perfectos. No te molestes por las tazas de té, yo las llevo.
Para Copito."
La firma implícita le golpeó con fuerza. Jinx.
La mandíbula de Caitlyn se tensó. Sintió un cosquilleo desagradable en la nuca, como si las paredes mismas de la habitación supieran lo que había ocurrido. Ese apodo —Copito— arañaba un rincón de su memoria que preferiría tener enterrado, su madre. Lo leyó una vez… dos… tres. Y en cada lectura, el pulso se le aceleraba un poco más.
Estuvo aquí.
En su habitación.
Mientras ella no estaba.
El pensamiento le dejó un sabor metálico en la boca.
Dejó la rosa sobre la cama y comenzó a moverse rápido, abriendo cajones, revisando cada rincón como una maniática. El golpe de los cajones al cerrarse resonaba en el silencio de la casa. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo en las sienes.
No era solo enojo. No, era algo mucho más enfermizo: la certeza de que Jinx había caminado entre sus cosas, respirado el mismo aire, visto lo que nadie más veía.
—¿Dónde…? —murmuró para sí, con los dedos crispados mientras apartaba la ropa de un cajón.
Fue entonces cuando notó que su caja de madera, la que guardaba con llave bajo la cama, estaba corrida de lugar. Se arrodilló, la sacó y abrió la tapa con un movimiento brusco. El interior estaba revuelto.
No había polvo sobre el borde, como si unas manos ajenas lo hubiesen limpiado para no dejar huella. Y ahí lo vio: faltaba el juego de té. Ese delicado juego de porcelana que nunca usaba, que solo conservaba por valor sentimental.
La respiración de Caitlyn se volvió más pesada. Cerró la caja y se incorporó, mirando alrededor como si pudiera ver el eco de la intrusión.
Volvió la vista a la cama. La rosa seguía allí, intacta, burlona.
Se sentó en el borde, con la toalla todavía aferrada a su cuerpo, y tomó la figura otra vez. Releyó cada palabra, más despacio ahora. La frase "ven sola" se le clavó en el pecho como una orden disfrazada de invitación. Y lo peor era que parte de ella quería obedecer.
Su orgullo, sin embargo, se retorcía como un animal herido. No iba a darle ese gusto. Dejó la rosa sobre la mesita de noche y tomó el celular. Marcó un número.
—Quiero un refuerzo reducido —dijo, su voz seca—. Dos personas. No más.
Mientras escuchaba la respuesta al otro lado, miró el mapa adjunto en el mensaje que había llegado junto al origami. El punto marcado en la academia era casi una provocación.
Colgó. Se levantó y comenzó a vestirse, cada prenda puesta con un ritmo frenético, como si la ropa fuera una armadura contra algo que no podía admitir que la afectaba. Pero lo hacía. La afectaba demasiado.
Mientras se abrochaba el cinturón de su chaqueta, sus pensamientos se cruzaban como cables pelados:
—No puede invadir mi espacio… No puede tocar mis cosas… No puede… pretender meterse bajo mis uñas como si nada —Y en el fondo, una voz más baja, más peligrosa—. Pero quiero verla, enfrentarla... Atraparla.
Cuando estuvo lista, tomó la rosa de origami y la guardó en el bolsillo interior. No sabía por qué lo hacía, y no quería preguntárselo.
Decidió que iría. Con dos guardias. No con todo el escuadrón. Su lógica decía que era una pésima idea. Pero su orgullo, su rabia y algo más —algo que no quería nombrar— empujaban en la misma dirección.
Ese algo la traicionaba.
Rato después, el coche patrulla avanzaba en silencio por las calles semivacías. La ciudad dormía, pero el interior del vehículo estaba cargado de una tensión casi física.
Caitlyn iba en el asiento trasero, el mapa improvisado —otra pista que había recibido días atrás— sobre sus rodillas. Lo acariciaba con la yema de los dedos como si buscara sentir el pulso de quien lo había dibujado.
Rosa conducía sin apartar la vista de la carretera, mientras Juan Sequeda Quieto, en el asiento del copiloto, revisaba su arma. Rosa Melano miraba el mapa.
—Sheriff… ¿vamos a necesitar más refuerzos? —preguntó él con cautela.
—No. —La respuesta fue cortante.
—Pero si es Jinx…
—Dije que no. —Sus ojos azules reflejaban el brillo tenue de las farolas—. Esta vez la quiero yo.
Las manos de Caitlyn se cerraron sobre el volante. Notaba la humedad de su propio sudor, a pesar del aire frío que se colaba por la rendija de la ventana. Su respiración estaba más rápida de lo que admitiría.
Era un error. Lo sabía. Todo su entrenamiento gritaba que esto era imprudente. Pero cada vez que pensaba en no ir… la imagen de Jinx en su habitación volvía con más fuerza, sonriendo como si tuviera derecho a estar allí.
Y Caitlyn no podía permitirlo. No podía dejar que creyera que la intimidaba.
El coche dobló una esquina y la silueta oscura de la academia apareció a lo lejos, sus ventanas como ojos vacíos. Caitlyn respiró hondo, sintiendo cómo el pulso le golpeaba en las sienes. En su bolsillo, el origami parecía arder, parecía pesarle.
El motor se apagó con un chasquido metálico y un eco apagado se perdió en la niebla que rodeaba las ruinas. Caitlyn salió primero, con las botas hundiéndose en la grava húmeda.
Los dos vigilantes bajaron detrás de ella, cada uno ajustando el cinturón, intentando ocultar el nerviosismo con movimientos mecánicos. El aire estaba impregnado de un olor a óxido y polvo viejo, y las ventanas rotas del edificio parecían ojos vacíos que los observaban.
—Manténganse juntos —ordenó Caitlyn sin mirarlos, con la voz seca pero cargada de esa tensión eléctrica que antecede a un disparo—. No hay rutas seguras aquí.
—Sí, comandante.
Ambos respondieron al mismo tiempo, sincronizados, sin emoción. La frase le cayó pesada. Porque solo minutos antes en el auto habían parecido... Humanos, ahora volvían a esa fachada que Caitlyn odiaba.
No había nada cubierto en ese lugar. Solo ruina. Solo riesgo.
Atravesaron el umbral de un pasillo estrecho, con paredes descascaradas cubiertas por grafitis antiguos. Cada paso levantaba polvo que se pegaba en la garganta como un sabor metálico. El silencio se rompía a ratos por el goteo de agua en algún rincón invisible.
Fue entonces cuando empezó.
Primero, una música suave, distorsionada, infantil… una cajita musical que parecía estar reproduciéndose bajo el agua. Los cadetes se miraron incómodos; Caitlyn levantó una mano para que se detuvieran. Reconocía esa melodía, o al menos, la forma en que la distorsión la hacía… inquietante.
—No bajen la guardia —susurró.
—Sí, comandante.
El pasillo se iluminó de golpe con destellos de colores: pequeños trozos de papel y confeti cayendo del techo. La luz jugaba con ellos, tiñéndolos de rojo y azul, como si fueran piezas de un carnaval grotesco. Caitlyn alzó el arma, girando hacia la intersección a su derecha, lo presentió… y la vio.
Jinx, apoyada contra la pared, con la cabeza ladeada y una sonrisa imposible de descifrar.
—Qué bueno que llegaron… ya me aburría. Aunque le dije a su comandante que viniera sola para no tener que hacer esto...
Caitlyn no tuvo tiempo de reaccionar. Jinx se movió a la maldita velocidad de la luz; algo brilló en sus manos y el mundo se volvió ruido. Una explosión de pólvora quemada inundó el aire junto con el olor acre de pintura fresca.
Los vigilantes gritaron, uno dio un paso adelante para cubrirla, pero un segundo después, un golpe seco y un destello rojo terminaron con cualquier movimiento.
El primero cayó con los ojos abiertos, la garganta intentando formar una última orden que jamás salió, porque había sido cortada de un lado a otro, desgarrada. El segundo ni siquiera pudo girar el arma; el impacto lo arrojó contra la pared, dejando un trazo irregular de pintura mezclada con sangre.
—¡No! —Caitlyn dio un paso, pero Jinx ya estaba retrocediendo entre el humo y el confeti teñido de carmesí, con la risa rebotando en las paredes.
—Demasiado lentaaaa… —canturreó antes de desaparecer tras la esquina.
Caitlyn se arrodilló junto al más cercano. Sus guantes se tiñeron de rojo al intentar presionar una herida que ya no respondía. El olor a hierro era tan fuerte que le quemaba la nariz. El joven la miró como si aún esperara una orden que lo salvara, pero sus pupilas ya se estaban apagando.
—Resiste… —susurró, aunque sabía que era inútil.
La otra estaba encorvado contra la pared, con un origami aplastado en la mano. Un cisne, pintado con un azul infantil y ahora empapado de sangre. Caitlyn lo tomó con cuidado, sintiendo cómo el papel húmedo se deshacía entre sus dedos. Lo apretó hasta que crujió, como si en ese gesto pudiera romper también la risa que aún resonaba a lo lejos.
Se puso de pie lentamente, respirando por la nariz para contener el temblor en sus manos. La cajita musical seguía sonando en algún punto del pasillo, una burla persistente, una firma artística de crueldad pura.
—No va a salirte gratis, Jinx… —murmuró, la voz cargada de algo más que rabia: una fijación, un juramento personal que iba más allá del deber.
Sin mirar atrás, dejó a sus ex vigilantes en el suelo, con la certeza de que sus muertes serían parte de algo mucho más grande. Y con cada paso que daba tras ella, el peso en su pecho se mezclaba con la única idea fija que tenía: encontrarla.
Caminó con paso firme, pero su respiración estaba alterada, cargada de una ira fría que no necesitaba alzar la voz para sentirse. Los pasillos derruidos dejaban pasar haces de luz polvorienta, pero al final de aquel recorrido, había una puerta semiabierta, intacta, ajena a la devastación del resto del lugar.
La empujó. El contraste fue un golpe en el pecho.
Dentro no había suciedad ni caos, sino una sala limpia, impecable… como un recuerdo conservado a la fuerza. El suelo brillaba, sin rastro de polvo, y en el centro, sobre una mesita baja, reposaba un juego de té infantil. Lo reconoció de inmediato.
Tazas de porcelana azul pálido con dibujos sencillos aparte de la decoración de estrellas, infantiles: una nubecita sonriendo, un sol de rayos cortos, un pequeño conejo que parecía dibujado a mano.
Su juego de té.
Por un instante, el tiempo se dobló sobre sí mismo. Caitlyn sintió un vértigo extraño, como si estuviera mirando una escena de su propia memoria… pero deformada. La sensación de algo roto en su mente la golpeó como una corriente helada.
Y allí estaba ella.
Jinx, sentada con las piernas cruzadas en una pequeña silla, encorvada ligeramente hacia adelante mientras vertía té imaginario con la parsimonia de quien está en su propia casa.
Llevaba las manos manchadas de algo oscuro, pero no era sangre o si, lol. Sus movimientos eran suaves, casi elegantes, el extremo opuesto de la violencia que la precedía.
—Te advertí que vinieras sola —dijo Jinx, sin levantar la vista, con una voz cargada de una calma impostada, como si este fuera un encuentro de cortesía y no una emboscada.
Caitlyn apretó la mandíbula.
—No debiste matarlos… —su tono era grave, pero se quebraba por la rabia—. No así.
Jinx sonrió de lado, girando apenas la taza en sus dedos antes de tomar un sorbo teatral de un líquido inexistente.
—¿Siempre hay nuevos, no? —murmuró, dejando la taza sobre el platillo con un clink perfecto—. Solo toma dos más de los recién graduados.
Las palabras se clavaron en la mente de Caitlyn como cuando fritas tajadas y te chisponea el aceite. No eran solo una provocación: eran las mismas que el Consejo había dicho alguna vez, con ese desprecio burocrático hacia las vidas de los suyos. El eco fue inmediato, corrosivo.
—¡Cállate, me tienes arta! —su grito fue la ruptura de su control. Se lanzó contra ella.
El primer golpe fue directo y cargado de fuerza, un puño buscando la mandíbula de Jinx, pero la criminal se inclinó hacia atrás con una agilidad casi felina, dejando que el aire cortara donde segundos antes estaba su rostro.
Caitlyn giró para seguir el ataque, pero Jinx ya había rodado hacia un lado, apoyando las manos en el suelo y levantándose con una ligereza insultante.
—Ah, ahí está… —dijo Jinx, sonando casi encantada—. Mi divertida y enojona Kilyn.
Caitlyn volvió a cargar, esta vez con una patada, pero Jinx atrapó su pierna con un giro rápido, usando el impulso para voltearla y empujarla contra la mesa. El tintineo de las tazas azules fue agudo, como un recuerdo que se rompía y se mezclaba con el presente.
Jinx no atacaba con fuerza letal. La empujaba, la esquivaba, la volteaba. Su cuerpo parecía hecho de goma, doblándose, arqueándose, moviéndose con una elasticidad que no buscaba destruir, sino provocar.
—¿Por qué? —escupió Caitlyn, levantándose de golpe, jadeante.
Jinx ladeó la cabeza, sus ojos brillando con algo que no era solo burla.
—¿Por qué qué? ¿Por qué me tomo la molestia? ¿Por qué colecciono cositas que no me pertenecen? —Se inclinó hacia adelante, su voz bajando hasta rozar la intimidad—. Porque nadie me lo impide. Quiero que tomemos el té, quiero hablarte, quiero mostrarte y tú nisiquiera intentas unir las piezas.
Caitlyn volvió a atacarla, un derechazo seco. Esta vez Jinx dejó que el golpe casi rozara su mejilla antes de girar la cabeza y dejarlo pasar.
—Vamos, Kilyn. Eres fuerte… pero yo soy más divertida.
Era insoportable. No solo esquivaba, sino que hablaba con una cadencia suave, casi afectuosa, como si en lugar de un combate estuvieran en una conversación privada. Y cada palabra pesaba más que los golpes.
La sala se llenaba con el sonido entrecortado de sus respiraciones, el crujido de los muebles, el choque de botas contra madera, el chasquido seco de las tazas cayendo una a una.
La fuerza de Caitlyn estaba allí, implacable, pero Jinx tenía el dominio del ritmo. Cada vez que Caitlyn creía acorralarla, ella se deslizaba, dejaba que el peso del ataque se volviera contra su enemiga. Y mientras tanto, la sonrisa seguía ahí, pintada como una burla dulce y venenosa.
En medio del forcejeo, Jinx alcanzó a murmurar, como si compartiera un secreto:
—Me gusta cuando te enfadas… te hace parecer que realmente te importa.
Y esa frase, más que cualquier golpe, desarmó un segundo la guardia de Caitlyn. Sin embargo la atrapó y con odio le dijo apretando los dientes:
—Voy a borrarte esa maldita risa de la garganta para siempre.
Dio un paso rápido hacia adelante, pero Jinx fue más rápida, girando su cuerpo como un latigazo, esquivando el agarre y obligándola a corregir su equilibrio. El suelo crujió bajo el peso de ambas cuando finalmente chocaron: hombro contra hombro, manos buscando control, piernas tensas tratando de derribar a la otra.
Jinx se coló bajo el brazo de Caitlyn y la empujó hacia atrás, obligando a la comandante a retroceder un par de pasos. La comandante aprovechó ese retroceso para girar, intentando derribarla con una llave, pero la menor bloqueó con su rodilla, sonriendo como si todo fuera parte de un juego privado.
—Mmm… tienes manos frías, Kilyn… —susurró, acercándose lo suficiente como para que Caitlyn sintiera su respiración contra el cuello.
La mujer empujó con fuerza, intentando romper la cercanía, pero Jinx se aprovechó del impulso: en un movimiento brusco, la tomó por el antebrazo, la hizo girar y, con un leve cambio de peso, la inmovilizó contra el suelo. Caitlyn quedó boca arriba, y la peli celeste, sentada a horcajadas sobre su abdomen, sujetaba sus muñecas contra el piso.
—Te falta práctica cuerpo a cuerpo… —murmuró Jinx con una voz casi divertida, inclinándose lo justo para que sus narices quedaran a centímetros—. O quizá solo conmigo…
Los músculos de Caitlyn estaban tensos, pero su mirada no titubeaba.
—Suéltame.
—Ay, qué mandona… —rió Jinx, aunque sus ojos tenían esa chispa que mezclaba burla con algo más oscuro—. Si vamos a jugar, hagámoslo bien.
—Esto no es un juego.
—Claro que lo es… —y entonces, ladeando la cabeza, propuso—: Siéntate conmigo. Tomemos el té. Bajo la guardia, solo quiero que tomemos té.
Caitlyn frunció el ceño, pero la idea prendió como una chispa. Si Jinx bajaba la guardia, aunque fuera un poco, podría atraparla. Y mientras tanto, le sacaría información, solo si era astuta...
—Con una condición.
—La que quieras.
—Preguntas a cambio de respuestas. Tomaré el té contigo si aceptas.
—Acepto.
Minutos después, ambas estaban sentadas en el suelo, con unas tazas de porcelana rescatadas de un rincón polvoriento. Caitlyn mantenía la espalda recta, los hombros tensos, y Jinx… Jinx parecía en otro mundo, girando la taza en sus manos pequeñas como si fuera el objeto más fascinante del planeta.
De pronto, empezó a cantar con voz ligera:
—Y la iguana tomaba café… tomaba café a la hora del té… —cantó. Caitlyn alzó una ceja—. Vamos, canta conmigo.
—...
—¿Qué? ¿No conoces la canción? —Jinx la miró como si hubiera dicho algo ofensivo—. No puede ser… ¡es la segunda mejor canción infantil del mundo!
-¿Segundo?
—Sí, la primera es la de la cucaracha que no puede caminar. Esa es una obra maestra.
-Oh...
—Eres una decepción para Latinoamérica.
— Genial .
Se sentaron en el suelo, frente a frente, el juego de té en medio. Caitlyn apretó la mandíbula, intentando no perder el objetivo.
—Nombre. El real.
—Gafe .
—El verdadero.
—...
—No juegues conmigo.
—Oh, pero eso es lo único que sé hacer, sheriff… —susurró con esa sonrisa ladeada. Caitlyn no parpadeó.
—¿Qué eres?
—Una falla… —dijo Jinx, bebiendo un sorbo de su té como si fuera obvio.
—¿Una falla de qué?
Silencio. Jinx ladeó la cabeza, observándola como si estuviera decidiendo si darle la respuesta o clavarle la cuchara en la mano.
—La más bella que jamás viste… —respondió al fin, con un deje de orgullo.
—Pregunté de qué.
—...
—¿Por qué atacas la academia?
—Deudas.
—¿Y a mí? —preguntó Caitlyn, inclinándose un poco hacia adelante. Los ojos de Jinx se encendieron con un brillo distinto, casi… peligroso.
—Porque tú eres divertida.
Caitlyn sintió que esa respuesta no tenía nada de broma.
—¿Que te debe la academia?
Otra vez silencio. Esta vez, Jinx solo bajó la mirada y bebió otro sorbo.
—Dejame disfrutar más mi té. No preguntes tanto.
Caitlyn suspiró pesadamente. Era como pelear… pero con palabras.
Y Caitlyn estaba empezando a entender que, para Jinx, ambas eran lo mismo.
Sin embargo, la comandante no había probado el té, quería ser cautelosa. La taza seguía frente a ella, el vapor ya disipado, la superficie inmóvil como un espejo opaco. Jinx, sentada con las piernas cruzadas al otro lado de la mesita improvisada, la observaba con una calma inquietante.
Entre sus dedos, jugaba con la cucharita como si fuera un metrónomo personal, marcando el compás de un juego que solo ella entendía. Caitlyn pensó que no lo había notado, pero, si, lo notó.
—Bébelo —dijo al fin, con una sonrisa apenas curvada.
—No tengo sed.
—No es una invitación, comandante… es la regla. Sin té, no hay respuestas. —Se inclinó hacia adelante, con los codos sobre las rodillas, mirándola como si fuera un experimento interesante—. Y no te gusta quedarte sin respuestas, ¿o sí?
Caitlyn sostuvo su mirada. Quiso decir algo cortante, pero las palabras se ahogaron en su propio orgullo. Con un suspiro controlado, tomó la taza. El aroma era dulce, más de lo que esperaba, casi empalagoso. Dio un sorbo pequeño, sin apartar los ojos de Jinx.
—Bien… —murmuró la criminal, como si acabara de domesticar a un animal salvaje.
Jinx giró la muñeca y miró el reloj que llevaba colgado, un viejo artefacto de cadena con la tapa abollada y pequeños grabados que parecían estrellas. Su sonrisa se ensanchó.
—Nos queda tiempo. Pregunta, Kilyn.
Caitlyn apretó los labios ante el apodo, pero siguió el juego.
—¿Cuántos ataques más planeas hacer?
—Los que sean necesarios. —Jinx arrastró la cucharita por el borde de su taza, produciendo un tintineo suave—. O los que me apetezcan. A veces, es lo mismo.
—¿Y cuándo vas a parar?
—Cuando abandones la idea de reenconstruir la academia.
—¿Me dejarías en paz? —preguntó Caitlyn, bajando un poco el tono, buscando la fisura. Jinx ladeó la cabeza, como si esa fuera la única pregunta que realmente le interesara.
—¿Te gustaría que lo haga?
Caitlyn sintió un nudo en la garganta, pero no dejó que se notara. Bebió otro sorbo para ganar tiempo.
—¿De dónde sacaste mi juego de té? ¿Cómo entraste a mi habitación?
—Ah… fue sencillo —Jinx sonrió, encantada con la pregunta—. Y no es tuyo. Es mío desde el momento en que te lo quité. Ya me lo habías prestado una vez, solo volvimos a jugar.
Caitlyn cerró los puños sobre las rodillas.
—¿Robar recuerdos también es parte de tu “diversión”?
—Solo si son bonitos. Tu y yo teníamos algunos.
—No te conozco.
—Eso piensas.
Un silencio denso cayó entre ambas, roto únicamente por el sonido de un segundo sorbo de Caitlyn. Jinx volvió a mirar su reloj, y esta vez, al cerrarlo, un leve “tic” metálico resonó en la sala.
—Se acabó la hora del té —anunció de pronto, poniéndose de pie como si nada. Caitlyn reaccionó al instante, también levantándose.
—No te vas a ir. No he terminado.
Jinx apenas sonrió, caminando hacia un rincón oscuro. Entonces, un tono suave, casi juguetón, comenzó a sonar desde el reloj en su mano. Era un ding delicado, repetitivo, como una campanilla de juguete.
—Oh… —entonó Jinx, mirándola con teatralidad—. Es la hora de la siesta.
Fue entonces cuando Caitlyn lo sintió: una pesadez súbita en los párpados, un calor extraño en el pecho, una lentitud creciente en los músculos. Parpadeó varias veces, intentando despejarse, pero el mundo empezaba a perder nitidez en los bordes.
—¿Qué… hiciste? —logró murmurar, llevándose una mano al costado de la mesa para sostenerse.
—Primera regla, Kilyn… —Jinx se acercó despacio, con esa sonrisa imposible de descifrar—. Eres igual de incompetente que tus vigilantes. Ni siquiera revisaste si el té… era té.
Caitlyn trató de moverse, de alzar el brazo, pero Jinx llegó antes. Le tomó el mentón con suavidad, obligándola a mirarla de frente.
—Así está mejor —susurró, y con el pulgar le acarició la mejilla como si fueran viejas amantes—. Qué linda te ves cuando no tienes control.
—Vas… a pagar… por… ugh... hija de...—pero las palabras se arrastraban, ahogadas por el sopor que se cerraba como un abrazo sofocante. Jinx la sostuvo, y Caitlyn sintió el roce de su cabello celeste sobre la piel.
—Shhh… No te esfuerces, Kilyn.
La fuerza la abandonó en un instante. Sus rodillas cedieron y cayó hacia atrás, pero Jinx la sostuvo, guiándola suavemente al suelo. La comandante quedó allí, medio recostada, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada incluso en la inconsciencia.
—Mira esa cara… hasta dormida, sigues pensando que puedes atraparme. Eres dulce.
Jinx sacó el teléfono de Caitlyn de su cinturón, lo encendió, bloqueado. Se encogió de hombros y abrió la cámara en la parte inferior de la pantalla de bloqueo.
Con una mano, levantó la cabeza de Caitlyn, apoyándola contra su muslo. Se inclinó junto a ella, mirando a la lente, y sonrió: una sonrisa amplia, de triunfo absoluto, con esa luz sádica en los ojos. El obturador sonó.
—Perfecto… Mira que guapas, nuestra primera foto juntas —murmuró, contemplando la imagen: ella, victoriosa, y Caitlyn, rendida.
Colocó el teléfono de la comandante a un lado, dejando que la pantalla mostrara la foto como una burla permanente. Luego, con cuidado, sacó un origami: una estrella amarilla, perfecta y delicada. La puso en la mano de Caitlyn, cerrando sus dedos alrededor de ella como si fuera un regalo íntimo.
Se inclinó hasta que sus labios rozaron la oreja de la comandante.
—Dulces sueños, Kilyn.
Se incorporó, guardó el reloj en el bolsillo y comenzó a alejarse, sus pasos lentos resonando entre las paredes de la sala. La luz nocturna de la ventana caía sobre el cuerpo inmóvil de Caitlyn, iluminando la estrella en su mano y el brillo de la pantalla del teléfono, donde la sonrisa de Jinx seguía congelada junto a la imagen de su oponente dormida.
El juego de té quedó usado, en frente. El juego había terminado… por ahora.