Nace un enemigo
8 de octubre de 2025, 12:19
El sonido del portazo marcó la retirada apresurada de los siervos. Los habían abandonado en los aposentos con la excusa de que se refrescaran antes del festín. Al parecer, el impacto de lo ocurrido y los chismes que le siguieron, que llegaron hasta aquí más rápido que el vuelo de un cuervo, habían llevado a muchos a olvidar sus obligaciones con los invitados de origen real. O quizás simplemente no querían estar cerca de ellos, no después de lo que habían obligado a aceptar a sus amos. Se encogió de hombros mentalmente. Había vivido sin un solo sirviente la mayor parte de su vida. No es que los necesitara para funcionar. El príncipe junto a ella, por otro lado, se veía un poco perdido. No sabía si era por la impresión de lo sucedido o porque no tenía la menor idea de qué hacer sin alguien que atendiera sus necesidades. Tarde o temprano lo averiguaría, pero ahora, prefería librarse del peso innecesario de la armadura y su acolchado. Le dijeron que se refrescara y eso iba a hacer.
Una de las primeras lecciones que aprendió del Príncipe Pícaro fue sobre su traje de montar y su cuidado, no sobre dragones, increíblemente. Montar a las bestias era una combinación de habilidad natural y experiencia, por lo visto. Una nacías con ella y la otra la obtenías con el tiempo. Por supuesto, mientras más tiempo pasaras volando en los lomos de tu montura, mejor. Ella había estado desesperada por eso. Por mucho que intentara tomárselo con calma, la presión de una guerra entre dragones se le había venido encima. Pero con respecto a la armadura, lo principal era el orden, le había dicho su padre. Algo inesperado de un hombre que solía llevar el caos donde sea que pusiera un pie, según decían las historias sobre él. Te colocas las piezas del armazón en una secuencia, y te las quitas a la inversa. Siguiendo cada paso de forma metódica y guardando cada parte en clara disposición para volvérsela a colocar lo más pronto posible, porque nunca sabrías si lo necesitas con urgencia. Y así, inició el despojo de sus protecciones. Luego de colocar la preciosa capa negra a un lado, comenzó por quitarse los guanteletes, para tener sus dedos libres y así prosiguió. Hombreras, codales, brazales, grebas, gorjal. Para cuando llegó al peto se le presentó una pequeña vicisitud. Ella sola podía hacerlo generalmente, no ahora, no después de toda la tensión que había pasado. Sus músculos estaban rígidos luego de los eventos de hoy y quitarse ella misma el espaldar le resultaba incómodo, por no decir imposible. Suspiró. No le gustaba depender de nadie, pero necesitaba ayuda.
Se preguntó si el hijo de Visenya se ofendería si le pedía asistencia. Pues bien, ahora suponía que era su esposo. Lo mínimo que podía hacer era ayudarla a quitarse esta cosa. Resopló. Sí, la mayoría de los hombres no se opondrían a quitarle a sus mujeres, en una habitación a solas, las vestimentas con las que se cubrían. Pero la mayoría de los hombres no eran príncipes y lo que se quitaban las mujeres era ropa y no equipamiento de combate. Evitó de forma deliberada pensar en qué iba después de que se libraran de las prendas los esposos, porque sí, eso no iba a pasar entre ellos. Con probar no se pierde nada, pensó, y llamó a su flamante marido.
«Maegor. ¡Ey!» —estaba bastante distraído, por lo que silbó para atraer su interés y vaya que lo hizo. El segundo príncipe del reino pegó un brinco en el lugar y concentró toda su atención en ella. Sus grandes ojos violetas parpadeando sorprendidos— «¿Estás bien? No reaccionabas.»
Un brusco asentimiento fue toda su respuesta.
«Lamento interrumpir tus pensamientos, pero podrías ayudarme acá» —dijo señalando la parte trasera de la coraza— «No puedo llegar bien a las correas.» —y se estaba asando aquí dentro. Sentía cómo el sudor le corría por la espalda.
Actuó de forma inmediata, sin quejas, y con habilidad experta liberó todos los cierres. Un peso menos. A partir de ahí se libró rápido de todo lo demás, incluyendo el maldito gambesón y las calzas. Todo esto podía ser muy útil en combate o lo que fuera, y era soportable mientras surcaban el cielo a altas velocidades. Pero empezaba a ahogarse de calor, por lo que prefirió quitárselo todo hasta quedar en su sencilla camisa de lino y sus braies.
«Ah, finalmente, libertad.»
«¡Mujer! ¡¿No te enseñaron recato mientras crecías?!» —gritó el príncipe Maegor mientras giraba y se cubría el rostro— «¿No te das cuenta de que me estás enseñando las pantorrillas?»
«Ah, vamos. No es para tanto. Soy tu esposa ahora, ¿no? Así que supongo que está bien.» —eso captó su curiosidad y la volvió a mirar. Su visión se desvió de inmediato a sus piernas desnudas de la rodilla para abajo y cuando desvió la vista, el tic en su mejilla había vuelto una vez más. Pobre niño, casado con una bastarda sin pudor, y que ni siquiera se lo escondía. Entonces no pudo evitar hacer una mueca y preguntar— «Emmm, y dime, ¿qué tan enfadado estás?»
«¿Enfadado? ¿Por qué?» —la contracción en su cara se detuvo en el acto.
«Ya sabes. Por terminar casado con una bastarda.»
Maegor cubrió su boca inmediatamente. Observó con detenimiento a su alrededor, antes de negar con la cabeza y murmurar en voz baja— «No vuelvas a repetir eso, jamás. No sabes quién puede estar escuchando. Madre quiere que seas vista como legítima, por lo tanto eres legítima y ya está. Fin de la discusión.»
«Oh, vamos, eres un príncipe de noble cuna. No puedes decir que no te molesta.»
«¿Molestarme qué?» —ante su mirada dura contestó como si le estuviera explicando algo obvio a un niño pequeño— «Ortiga, tú y yo no somos ándalos. Eso de que los bastardos son malos o inferiores es solo una creencia tonta de gente tonta de una religión todavía más tonta. Nosotros los Targaryen valoramos la sangre. Un pariente ilegítimo criado entre nosotros nos ofrece más confianza que cualquier noble y legítimo señor de afuera.»
No pudo evitar sospechar de esta forma de pensar. De donde venía no era así, de un bastardo se esperaba siempre la traición. «No puedes pretender que me trague eso. ¿No temes a mi naturaleza codiciosa» —no pudo evitar decir con burla la frase que tanto le repetían— «y mi intención de robar todo lo que legítimamente te pertenece?» —atrajo hacia su palma sus dedos extendidos, en señal de hurto.
El menor de los príncipes del reino resopló— «Ortiga, ¿sabes cuántas veces familiares legítimos han ido por el camino de la usurpación en comparación con los bastardos?» —fue su turno de lucir sorprendida— «Legítimo o no, nada de eso garantiza la lealtad. Y no me extraña que los bastardos de Poniente se porten mal cuando toda su vida se las pasan siendo tratados como basura.» —la observó receloso— «Tú no piensas que eres basura, ¿cierto? Porque no lo eres.»
«Sé que no soy basura» —intentó defenderse. No es que ella se sintiera así, pero una cosa era eso y otra cosa era intentar mezclarse con la nobleza. Ella no pertenecía aquí, no del todo y pronto, las personas a su alrededor se darían cuenta. Esto estaba muy por encima de ella y no había realmente nadie de su lado que viera por ella. El pánico ante lo que se enfrentaba la empezaba a arañar, mientras intentaba mantener su fachada confiada.
«Bien, porque eres de la sangre del dragón y tú estás por encima de ese dogma.»
«¿Dogma? ¿Qué es eso?» —su voz se escuchó dubitativa.
Maegor se rascó el cuello antes de responder— «Creo que se refiere a un principio tenido por cierto o algo que es tomado como innegable o una creencia indiscutible dentro de una religión.»
Ortiga se pasó una mano por el rostro— «No sé tus palabras elegantes, por lo más sagrado, ni siquiera sé escribir.» —miró a su alrededor para luego notar la forma en la que estaba cubierta. De seguro ninguna dama educada se dejaría atrapar así. Ella no, ella hacía las cosas sin pensar y luego venían las consecuencias. Eso es lo que pasaba cuando un niño se criaba como un salvaje. Esta conversación la había llevado de vuelta a ese lugar incómodo de su mente de donde quería salir. Ella tenía un dragón, ella tenía sangre noble, ella pensaba que podía superar las voces a su espalda que decían que la hija de una puta estaba destinada a ser eso. Solo una puta. La mayor parte del tiempo las ignoraba, a pura fuerza de voluntad y mucha suerte pudo evitar convertirse en lo mismo que su madre. Pero ella entendía sus limitaciones. Podía aspirar a mejorar, podía intentar llegar a obtener quién sabe si unas pocas propiedades. Pero qué maldita locura la había llevado a creer que podía codearse con la realeza y la nobleza. Ni siquiera podía hablar bien con un príncipe en una conversación informal, peor— «Por los dioses, qué hago casada con un príncipe. Esto está mal.»
«Que no sepas leer no es para tanto. Muchos señores, incluso grandes señores no saben.» —la muchacha se estaba desmoronando por algo nimio, aunque él no la llamaría medrosa. Su esposa, decirlo incluso a sí mismo lo hinchaba por dentro de algo a lo que no podía nombrar, se había enfrentado sin temblar ante su padre. Hombres más poderosos se amilanaron en su presencia, por lo que no había forma de que creyera que ella era medio gallina. Incluso él no se atrevería a hacer lo mismo, por lo que lo sorprendía verla encogida por algo tan banal— «Lo que importa es que puedes aprender. Madre de seguro te enseñará y todo estará bien.»
«¡Nada va a estar bien!» —replicó con sus emociones descontroladas. Ella nunca fue muy mesurada (ey, mira, si se sabía una de esas palabras finas) y después de su vínculo, el poco control emocional que tenía como que se fue al carajo— «¿Qué hace una rata callejera con un príncipe nacido? Una cosa es ser amigos, y me estaba pasando, pero esto... Esto está mal. Esto está muy, muy mal.»
«¡Ortiga!» —la sacudió con una fuerza que esperarías de un hombre más grande— «Calma. Todo estará bien. ¿No me crees?» —todavía descolocada no supo qué contestarle— «Ven.»
La guió hasta un espejo de plata. ¡Maldición! La cosa era enorme. Sacó la mayoría de sus pensamientos negativos de su cabeza. Se preguntaba cuánto costaría. Incluso en sus días como ladrona no se hubiera atrevido a robar algo tan grande, pero bueno— «¿Qué ves?»
«¿Pues qué más voy a ver?» —la pregunta era estúpida— «Mi reflejo.»
«¿Sabes qué yo veo?» —no esperó respuesta— «A una jinete de dragón.» —dejó que lo que dijo llegara a ella— «No a una ladrona. No a una bastarda. Veo a la mujer Targaryen con la sangre más fuerte que hay, después de mi madre, por supuesto.» —y eso arrancó una risa de su boca— «Ortiga, tu nacimiento no marca por completo en lo que te vas a convertir.» —por un momento se le ocurrió mencionar que su boda estaba llena de reyes y príncipes que ya no lo eran, pero desistió. Hablar de caídas en desgracia y pérdidas de poder solo la pondría nerviosa— «Mírame. Ya sé, ya sé. Soy un príncipe y todo lo que vayas a decir.» —continuó antes de que lo interrumpiera— «Pero mis padres no nacieron para portar una corona, fueron los que esencialmente crearon el reino de las cenizas de su conquista. ¿Eso me hace menos príncipe a tus ojos?»
«Eso es diferente. Los Targaryen ya eran nobles antes de llegar al continente. Señores de dragón de Valyria. Y todos saben que Valyria era el centro del mundo.»
«Pero no éramos el centro de Valyria. Cuarenta familias gobernaban el imperio y los Targaryen no estaban ni siquiera cerca del centro de poder.» —la boca de Ortiga se quedó abierta— «Yo estoy orgulloso de mi sangre y de mi historia, aunque eso no invalida la verdad. Los Targaryen no éramos los gobernantes del Feudo Franco. Cuando Daenys soñó con la Maldición, muchos de la vieja sangre se rieron de nuestra familia por abandonar la civilización. Cobardes nos llegaron a llamar, mientras que hoy nos envidian porque por nuestras acciones conservamos a los dragones cuando una vez fuimos el hazmerreír.»
«Sigue sin ser lo mismo.» —siguió empecinada— «Eran los peces pequeños dentro del estanque de peces grandes, lo que no quita que seáis peces jodidamente grandes y aterradores para los demás. Y muy, muy nobles.»
«¿Y si te digo que no somos tan nobles? Que muchas familias de Poniente se burlan porque ellos descienden de hombres cuyas leyendas vienen de la Edad de los Héroes, con ocho mil años de historia,» —¡Puta madre, ocho mil! Ese sí que era un número grande. Ella no sabía leer pero sí sabía contar como la mejor— «mientras que los Targaryen hace cinco mil años éramos pastores de ovejas.»
«¡No jodas! ¡Que tu familia no fuera noble hace cinco mil años no cuenta! De hecho, incluso si no fueran nobles hace mil años no cuenta. Han sido nobles todo este tiempo.» —creer algo distinto era una reverenda estupidez.
«En primer lugar es nuestra familia. En segundo lugar, ¿quién decide cuántos años toma convertirse en un linaje distinguido? ¿Cuántos años crees que deban ser? ¿Diez, veinte? ¿Una generación? ¿Dos?» —eso la dejó muda— «Los Frey llevan siendo una Casa noble de las Tierras de los Ríos hace trescientos años, son ricos y poderosos, y la gente aún se mofa de ellos porque son considerados nuevos como nobles.» —¿podía una quedarse el doble de muda?— «¿Qué me dices de los Baratheon? ¿Sabes de quién hablo? ¿Los consideran de linaje distinguido? Ya sabes, de dónde vienes.» —evitar mencionar su origen era vital.
«Los Baratheon son una Casa noble con milenios de historia.» —proclamó ella. Decenas de veces había cruzado la bahía del Aguasnegras hasta el río Aguastortas en las Tierras de la Tormenta, en sus pequeñas aventuras de comercio con evasión de impuestos a la Corona. Y allí era común escuchar los cuentos sobre Bastión de Tormentas, y el amor prohibido de un rey de la Casa Baratheon por una diosa del mar. Por lo que los Baratheon eran nobles desde hace mucho. Cuando dijo esto, Maegor dejó escapar una de sus risitas maliciosas.
«¿Ves cómo se altera la percepción de las personas? Ortiga, la Casa Baratheon nació durante la Conquista. Para tu época debe tener apenas más de un siglo. Y tú la consideras tan noble como cualquier otra. Que se haya creado en las bases de otra Casa no quita que su fundador no fuera ni siquiera noble cuando llegó al poder.» —por no hablar del secreto a voces sobre su linaje. Pensó en mencionárselo a la muchacha pero desistió. Tal como ella, Orys Baratheon era un hijo legítimo a los ojos de la mayoría de Poniente y así continuaría siendo. Decir otra cosa en voz alta era darle poder a las palabras— «¿Qué me dices de los Velaryon? ¿Son nobles?»
«¿Cómo no van a ser nobles?»
«Y si te digo que eran comerciantes en el imperio. ¿Dejarían de ser nobles para ti?» —en eso Maegor tomó la capa, la que había puesto sobre sus hombros en la tensa ceremonia en el Septo Estrellado y la volvió a colocar sobre ella. Le dio tiempo de admirarla antes de acariciar la tela y pronunciar— «¿Sabes por qué te di esta capa de las dos?»
«No.» —la miró bien en el espejo. Negra con bordados en rojo, rojo como la sangre.
«Le di a Ceryse la capa más cara y lujosa, púrpura y oro. Muchos dirán que la favorecí y será mentira. Puede quedarse con su capa que luce más como de la realeza.» —dijo mientras rodaba los ojos— «Después de todo, es lo que ella y su familia buscan: influencia, estatus, poder, una conexión con el trono a través de una posición privilegiada. No les importa cómo ni a través de quién.» —escupió— «Ortiga, esa ni siquiera es mi capa, es la de mi hermano. Mientras que esta,» —a través del reflejo, la imagen de Maegor se apreció acomodando mejor la capa sobre ella— «esta es la capa verdadera, la original. Hecha para simbolizar los colores de mi Casa. Una capa "legítima" para una verdadera mujer Targaryen. ¿No crees?»
Volvió a observar la capa en la superficie de metal pulido. El dragón tricéfalo bordado en carmesí casi resplandecía y ella no pudo evitar enorgullecerse. Su padre se lo había prometido, un día ella llevaría su apellido.
No era como esperabas, —pensó con tristeza— pero acá estoy. No puedo prometer que lo haré bien, pero lo haré lo mejor que pueda.
Giró en el lugar, embelesada tanto por la confección como por el significado de la prenda y entonces recordó algo urgente— «Maegor, mi capa. ¿Qué van a hacer con mi capa?»
El hijo menor de Aegon frunció el ceño en un gesto que comenzaba a entender que era común para él— «¿Cuál capa?» —preguntó.
«La que Visenya tomó de mí en la boda.»
«¿La de terciopelo marrón?» —hizo un gesto desdeñoso— «La capa de doncella se abandona con la familia de la novia. Olvídate de ella. Si quieres otra se te hará una mejor.»
«Maegor, no quiero una mejor, quiero esa.» —se aferró a él— «Esa capa fue un regalo de mi padre. Uno de los pocos que tengo. No puedo perderla. Por favor. Por favor.»
«Está bien, no te preocupes.» —sostuvo su mano y se la apretó. Parecía demasiado avergonzado para también sostenerle la mirada— «Si tanto la quieres, la conseguiré para ti.»
«¡Mi héroe!» —ella lo abrazó con todo lo que tenía. Cuando no devolvió del todo el abrazo, observó su reacción. Aunque la contracción muscular de su labio había vuelto, esta era más suave, casi tan suave como el intento de Maegor de abrazarla de vuelta. Parece que no tenía mucha experiencia en el arte de envolver a la gente entre tus dos brazos y transmitirle calor. Está bien, ella era toda una profesional en esto y lo abrazaría por todas las veces que ella misma necesitó de niña que alguien lo hiciera. Más vale que se acostumbrara. Por cierto— «Oye, no creas que no me di cuenta lo que hiciste allí. ¿Por qué llamaste codiciosa a Ceryse? Puedo entender que lo dijeras de su familia, porque ellos debieron arreglar el matrimonio. ¿Pero ella? Es ahora tu mujer, ¿qué te hizo para que pensarás tan mal de ella?»
Un gesto de molestia le destelló en el rostro— «Nada, no hizo nada. De hecho, la conozco tan bien como tú. Un par de respiraciones más, tal vez. La primera vez que la vi y escuché fue de hecho, en el Septo.»
«Guau. Sabía que los matrimonios arreglados de los nobles podían ser calculados y transaccionales. ¿Pero conocer a la novia justo en el momento de la boda? Eso es un nuevo límite» —«Espera un momento. ¿Tú no viniste para acá hace un par de días? ¿Y no la conociste en todo este tiempo?»
Maegor recordó el horrible viaje en el maldito artilugio de cuatro ruedas de Alyssa— «Tardé unos días en llegar acá. Llegué temprano en la mañana y en todo el tiempo que estuve aquí no vino para intentar conocerme.» —sonó como una queja, como el niño enfurruñado que debía ser.
«Quizás estaba ocupada. O quizás tenía algo importante que hacer. No deberías juzgar a nadie sin antes conocerlo, Maegor. La mayoría de las veces las personas te decepcionarán, pero de vez en cuando alguien puede sorprenderte.» —esperó a que asintiera dubitativo antes de continuar— «Pero tenemos problemas más importantes entre manos. Por un lado, aunque me gustaría porque me preocupa la integridad de mi cuello entre todas estas personas, no creo que sea correcto llevar armadura a un festín de bodas. Más si es mi propia boda.» —Maegor cabeceó en afirmación— «Pero no tengo nada de nada para ponerme acá.» —el príncipe empezó a idear un plan— «Lo otro es: ¿Qué tenemos que hacer? Porque déjame decirte, lo poco que sé de etiqueta, no incluía bodas.»
Su nuevo esposo alzó la comisura de su labio en un gesto casi malvado— «Espera aquí. Ya se me ocurrió algo.» —y se lanzó a través de una puerta lateral que había en una esquina.
Ortiga contempló de nuevo su reflejo. En ropa interior y con su capa de casada, debía lucir ridícula y aún así, se sintió bien. No creía que Maegor tuviera la capacidad para decirle una mentira piadosa a nadie. Tampoco es que le interesara hacerlo. Si algo le decía, eso era lo que creía. La brutalidad honesta también tenía su lado bueno, si te decían algo es porque creían que era verdad.
«Ten. Prueba con esto.» —escuchó antes de que le lanzaran unas prendas. Se fijó bien en ellas.
«No creo que deba.» —dudó mientras sentía la suavidad del material en su mano.
«¿Por qué?» —no le dejó responder antes de darle un ligero empujoncito con el codo— «Ahora somos esposos, ¿no? Si todo lo tuyo es mío por ley, entonces ¿no todo lo mío debería ser tuyo?»
No funciona así, estuvo a punto de decirle. Pero decidió callar. La miraba con un orgullo tal que no se atrevió a decirle que solo era su esposa falsa. Déjame mantener la ilusión un poco más. Y decidió probar cómo le quedaba.
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A estas alturas, toda la familia real, excepto ella, debía estar ya en el Faro. La mayoría de los lords y ladies que asistirían al festín también, habiendo tomado callejones secundarios para desplazarse, en vez del atestado trayecto que seguía ella. Todo se estaba convirtiendo en un desastre. Alyssa no sabía cuándo su vida perfecta se había comenzado a ir al garete. Hermosa desde niña, los pretendientes de cada esquina del reino se amontonaban a su alrededor. El trágico y temprano fallecimiento de su hermana mayor la dejó como principal candidata a esposa del príncipe heredero. ¿Quién sino ella sería digna de ser novia de un Targaryen? Incluso ella y Aenys llegaron a nacer en el mismo año. Parecía una señal de los dioses, después de todo, para ser su pareja solo sería adecuada la realeza. ¿Y su novio? Su novio había sido casi ideal. Compartían gustos, amaba la corte y la vida social, tenía en su séquito a bardos, mimos y comediantes y disfrutaba mimándola y consintiéndola. ¿Qué más se podía pedir? Bueno, carecía de la gallardía de los caballeros, pero eso no importaba a cambio de lo que ofrecía. Como su esposa, un día sería reina y todas las guerras y torneos que necesitará ganar, lo harían los hombres bajo su mando. Además, su aspecto elegante y refinado encantó a Alyssa, que pronto se olvidó de los brutos caballeros. ¿Cómo podía alguno de ellos competir con sus pálidos ojos lilas y sus rizos plateados y dorados? También tenía un dragón, que era una hazaña con la que solo competían su padre y su madrastra.
Su madrastra. He ahí la piedra de su existencia. Su madre le había advertido sobre ella. Que se cuidara de la mujer que ejercía más poder del que le correspondía. Sí, era la esposa de Aegon, y sí, le había ayudado a conquistar y gobernar el continente. Pero era Rhaenys la reina amada, la favorecida, la que dio a luz al heredero. Rhaenys también había muerto en Dorne y con ella, el pilar en el que su hijo podría haberse apoyado. Gracias a los dioses que el Conquistador favoreciera tanto a su hijo mayor con respecto al hijo de Visenya. Se mofó. Todos en la Corte del rey lo sabían. Se referían a él como el Príncipe de Rocadragón, porque mientras Aegon se sentaba en el Trono de Hierro, el niño era abandonado en la austera Isla. Lo que le convenía a Alyssa, decidida a apoyar a su esposo en acaparar influencias, ya que su fallecida madre no podía hacerlo por él. Que Visenya peleara todo lo que quisiera, Alyssa sabía que ni siquiera el Feudo ancestral que tanto adoraba quedaría en manos de su prole. Aenys le había contado el plan de su padre, de volver el hogar de su Casa en el asiento de su nieto cuando fuera nombrado heredero de su padre. Como señal de legitimidad para la naciente dinastía. La idea le parecía magnífica. Le daba más poder a su línea mientras eliminaba el núcleo de la fuerza en lo que se intentaría sustentar la sangre de la reina. Y aunque Aenys, en su ingenuidad, le había comentado la estrategia, ella se aseguró de convencerlo de que no debía contarle esto a nadie más. Alyssa agradecía la confianza, pero sabrán los dioses que espía de la reina podía haber estado por ahí escuchando. También planeaba, cuando llegara el momento, convencer a su esposo o quizás a su futuro hijo, de dejarle, al pasar ellos a otra vida, Rocadragón al otro hijo que planeaba tener. Porque Alyssa se aseguraría de tener varios hijos para asegurar la sucesión y sería injusto que el hijo de repuesto, destinado a apoyar a su hermano mayor, se quedara sin nada.
Entonces nació Rhaena. Alyssa había quedado muy decepcionada con ella. Esperaba un varón. Más cuando su esposo, siguiendo las políticas de su padre, deseaba mantener más las tradiciones de sucesión ándalas en vez de las valyrias.
«Es lo correcto.» —había dicho su madre— «Las tradiciones valyrias deberían haber muerto con Valyria. Ahora estáis aquí y deberíais hacer las cosas como se hacen en el continente. Para que nadie tenga ideas estúpidas.» —escupió con odio.
Alyssa había asentido. Alarra Massey era la hija de una Casa de los Primeros Hombres que había sobrevivido, se había ligado y se había mantenido en el poder tras la llegada de los ándalos y, sobre todas las cosas, era el epítome de lo que debería ser una dama. Entendía bien cómo comportarse, tanto en privado como en público, y le había enseñado todo lo que sabía a su hija. De ahí la desilusión con el sexo de su primer vástago.
Su esposo la tranquilizó. Era una niña preciosa y ya la amaba. Siempre podían tener más niños después. La reacción del rey cambió por completo lo que sentía. El soberano sostuvo a su pequeña y alegre bebé en brazos y sollozó como un chiquillo y no como el hombre curtido que había doblado varios reinos bajo su yugo. Su padre político había dicho que su nena, con sus vivaces ojos lilas, le recordaba a su amada. No podría haber estado más feliz, y apoyó de todo corazón la decisión de Aenys de nombrarle Rhaena en honor a su madre. Siempre era bueno ganarse el favor del monarca y, viendo que este le prodigaba tantos mimos a su nieta, había dejado a Alyssa muy satisfecha.
Claro está, hasta que apareció Visenya con su loca idea. Su hija, su niñita, como heredera designada al trono y su propio hijo como su consorte. Para unir las líneas, se burló Alyssa. Lo que la hermana de Aegon quería era llegar al poder, o más bien mantenerse en él. ¿Y su hijo? No había nacido y esa bruja ya pretendía arrebatarle la corona. Rhaena no sería más que un títere de su gobierno. Ella no lo permitiría. Sus dos hijos se casarían entre ellos. Una tradición necesaria para mantener la sangre pura, aunque había que darle tiempo a Poniente para que se adaptara a la idea. De esa forma también mantendrían el poder centralizado por completo en su familia y solo su familia por otra generación. Para lograr tal destino había utilizado armas favoritas de una mujer, las lágrimas. Había llorado a su esposo contra el enlace. Su amada y queridísima primogénita atrapada en un matrimonio horrible, sin esperanza de amor ni suavidad, no como ellos. Los pequeños rumores que circulaban sobre el comportamiento de Maegor ayudando en su cometido. Cuando el Septon Supremo intervino, oponiéndose al compromiso, las cosas empezaban a pintar mejor para Alyssa. Hasta que sugirió como novia del príncipe a su propia sobrina.
La nueva amenaza fue como una bofetada en la cara. Como la mujer con más influencia en la Corte y en la familia real, porque si Visenya no se comportaba como mujer no debía tener las consideraciones de una, tenía planeado interceder en el matrimonio del hermano menor de su querido esposo. Planificaba esquivar un enlace con una de las Grandes Casas, para evitar que ellos recaudaran su apoyo. Quizás conseguirle una heredera de una Casa Menor. No era tan despiadada para dejarlo sin nada, ya que tomaría Rocadragón frente a sus narices. Así él tendría un pequeño territorio del que hacerse cargo. De preferencia en una zona alejada, algo así como el Norte. Estaba segura de que encajaría muy bien entre esos salvajes. Entonces, la oferta del máximo líder de la Fe la sumergió en pavor. Ceryse Hightower. Un nombre que arrastraba tras de sí un peligro tan grande. Su familia gobernaba desde la ciudad más concurrida e importante de todos los reinos. Contaba, por vínculos familiares, con el apoyo de la cúpula de la religión dominante en la mayoría de los territorios del continente, y para rematar, era hija de una fallecida princesa Gardener. Sí, esa Casa había desaparecido, pero seguía siendo sangre real e incluso contaba con un reclamo sobre el precioso Alto Jardín.
Su familia se había puesto nerviosa. Su padre la había regañado por rechazar la oferta de Visenya. De haber aceptado y no tener un heredero varón, el trono pasaría directo a su hija sin cuestionamientos y con el apoyo de los otros probables pretendientes, y si lo tenía, siempre se podía cambiar la sucesión. La consideraba una buena opción. No como el camino que había tomado Alyssa, convirtiendo a la reina en una enemiga acérrima en vez de la aliada potencial que se suponía que debía ser. Ella había tratado de hacerle entender su punto. La otra reina de Aegon y su retoño eran un peligro en potencia para el reinado de Aenys. Quién sabe si con la herencia asegurada a través de su niña planeaban algo maligno contra él. E incluso si no lo hicieran, su hija no sería reina, y otra familia podría intentar influir en el heredero varón que estaba segura que le daría a Aenys. No, ellos debían deshacerse de Visenya y los suyos. Piedra a piedra y costara lo que costara, había que derribarla del pedestal de prestigio y autoridad en el que se había erigido.
«Puede que tengas razón, Alyssa,» —había dicho su siempre soberbio padre— «pero has ejecutado mal tu estratagema y ahora se ha dado la vuelta para morderte. Cuando rechazaste la petición de la reina como lo hiciste, la ofendiste. Ahora, has creado tú la oposición y gracias a ello le has colocado un arma entre las manos. ¿Quieres conservar la influencia que has reunido? Más vale que tu próximo hijo sea varón.»
Las palabras le pusieron algo nerviosa, pero Alyssa se sacudió la sensación. ¿Qué podría pasar si tenía otra niña? Solo tenía que seguir teniendo hijos hasta tener en sus brazos al heredero de su marido y a su repuesto. Aenys no la dejaría de amar solo porque tuviera un par de niñas más antes de tener un varón, ¿verdad?
Decidida a demostrarle a la Hightower su lugar, Alyssa preparó un vestido que mostrara su posición. Consorte del heredero, favorita de la Corte, futura madre de reyes, nada con lo que saliera la Hightower podría competir con ella. En el día de su boda, todos hablarían sobre el vestido de Alyssa y solo le dedicarían a la novia segundos pensamientos. Y así sería su vida para siempre. Esposa del otro hijo de Aegon, el sobrante, estaría en toda ocasión por detrás de ella, sus hijos por debajo de sus preciados herederos, siendo considerada la segunda opción en cada maldita situación. Y estaba del todo segura que sería así hasta el momento en que apareció el dragón.
Pardo, erizado, lo opuesto a los estilizados y elegantes dragones Targaryen. Su aparición fue como estar en la comodidad de tu hogar para de pronto ser sumergida en aguas heladas. Su mente se quedó estática, sin saber cómo responder. ¿Miedo? ¿Asombro? ¿Estupefacción? ¿Quizás un poco de los tres? Lo que sí no pudo fue desviar la atención de la desgreñada y delgada muchacha que compartió la boda y el novio con la Hightower en el Septo Estrellado. Por un momento pensó en burlarse. El siempre imperturbable Maegor y su muy refinada novia enlazados con una mujer de apariencia común y con cicatrices. Vulgar y fea. Sí, eso estaba mejor, fea como su dragón, que no se parecía en nada al imponente Balerion o a la grácil Azogue. Qué forma de humillar a su propio hijo, pensó Alyssa, hasta que se dio cuenta de algo. La estratégica Visenya no se movía sin calcular sus jugadas. De seguro fue el shock, se diría más tarde, pero no se dio cuenta del alcance de la situación hasta que salió del Septo. Aegon y Aenys partieron primero en sus dragones como estaba planeado, sobrevolando la metrópolis en una obvia ostentación y fue cuando el peso de las circunstancias se comenzó a asentar en ella.
Maegor Targaryen tenía ahora dos novias. Ceryse Hightower, que venía con toda la influencia por la que ella se preocupaba y ahora esto. ¡Una novia con un maldito dragón! Maegor tenía acceso al poder de fuego que se le había negado. La amenaza se había duplicado. La posible guerra de sucesión que una vez temió, se alzaba ante ella en el horizonte. Y al ver a todos ellos montar en la bestia marrón descubrió algo que su cerebro había decidido ignorar. El monstruo superaba a Vhagar, por lo que la esbelta Azogue sufriría si se tenía que enfrentar a ese animal. Y el mocoso malicioso lo sabía, lo vio en su sonrisa burlesca cuando el nuevo matrimonio se alejó volando en ese esperpento que pasaba por dragón.
Luego, con la partida de Visenya, ella fue la única miembro de la familia real que quedó en la plaza. Sola. Sola para montarse en su carruaje y sola para hacer el recorrido por las calles atestadas que debían realizar los nuevos novios. Si pensaba que al llegar, la ciudad había estado llena, eso era nada ahora. Movidos quizás por el miedo, quizás por la curiosidad, lo cierto fue que la aparición del nuevo dragón hizo que los espectadores se multiplicaran a lo largo del camino, impidiendo el paso. Los pobladores salían de los callejones como ratas, intentando averiguar lo que ocurría. Ella tampoco sabía. Quería gritar de la frustración. Para empeorarlo todo, de los seis miembros de la Guardia Real que estaban presentes (el séptimo estaba en Desembarco del Rey, custodiando a la princesa en su cuna), cinco la habían abandonado. Se marcharon presurosos hacia la fortaleza de la ciudad, dejando a uno solo, uno, para protegerla a ella.
Alyssa se cocinó en su propia frustración todo el trayecto. Llegar y descubrir que el barco que tenía que transportarla asumió que ella ya estaba en la torre-faro, así que contrató sus servicios a otros pasajeros, aumentó su furia. Estaba siendo dejada de lado e ignorada como si fuera una simple dama de la Corte y no la esposa del príncipe heredero. Entre la demora del recorrido y la espera del transporte marítimo, cuando finalmente puso un pie en la Isla de Batalla, el festín ya había comenzado. Entró al salón principal para descubrir que ya todos los puestos en la mesa principal estaban ocupados. En el centro, donde originalmente debían ir Ceryse, Maegor y el rey, siendo las figuras centrales de la celebración y el invitado de mayor rango, se encontraban la intrusa, Maegor, y Ceryse respectivamente. La última mostrando sonriente y orgullosa la capa que Visenya le había arrebatado a su marido. ¡El atrevimiento! ¡Desplazar al rey de su posición central! Aún conservaba el asiento de respaldo alto que generalmente pertenecía al Señor de la Casa y marcaba su estatus superior, pero se hallaba trasladado hacia la derecha, hacia el lugar que debería ocupar Visenya. Al rey le seguía lord Manfred Hightower y luego su esposo. ¡¿Cómo se atrevía esta gente?! ¡Mover a su esposo a una esquina de la mesa! El lugar era el de menor estatus. Ella había aceptado colocarse allí, ya que solo el núcleo de la familia de los novios permanecería en la mesa. ¿Pero poner ahí a su esposo, el príncipe heredero? Ah, ya veía. El rey estaba rodeado por Lady Ceryse y Lord Manfred, y este último se encontraba entre el monarca y el príncipe de la Corona. De seguro que es por ello que el hombre que acababa de ver a su única hija atrapada en un matrimonio doble, tenía esa sonrisa de satisfacción en el rostro. Los astutos bastardos estaban usando esta crisis para acaparar la atención y el favor del rey. ¿Y la bruja de Visenya? Desterrada al lado izquierdo, entre los dos hijos de lord Manfred. El mayor, Martyn, era el único que no se había movido de su lugar original en el otro extremo de la mesa. Mientras que el asiento del Septon Supremo se encontraba ocupado por el segundo hijo. Extraño, aunque quizás se debía a que el padre de los fieles no quería verse más relacionado con este espectáculo y lord Hightower deseaba aislar a la reina. Nadie la quería actuando impune, no después de la jugarreta que les hizo. Pero ¿y su puesto? ¿Ninguno de ellos creería que ella se iba a sentar en otro lugar que no fuera la mesa principal? ¿Verdad?
Ella no era como la esposa del heredero de Antigua, esa insípida de la Casa Blackbar, sentada muy feliz en una mesa lateral. ¿Cómo alguien de una Casa tan poco destacada logró un matrimonio tan ventajoso? Ahí había un chisme interesante y lo descubriría eventualmente, pero ahora, lo que importaba. Se presentó a la mesa principal, directo y delante del rey y se inclinó.
«Disculpe la tardanza, padre mío, es que mi carroza tardó mucho en el recorrido debido a la multitud.»
«No te preocupes, Alyssa,» —el soberano desestimó su comentario— «lo entendemos.» —y la despidió.
No había sido invitada a sentarse entre ellos. No podía permitir que esto quedara así. Si no, quedaría relegada a una mesa inferior. Marcaría un precedente en el que no estaba interesada en participar. Ella no sería dejada de lado. Era claro que debía agitar un poco las aguas. Pero ¿quién debía ser su objetivo? Visenya no. Ya había aprendido esa lección. La reina de Aegon tenía garras tan grandes como su dragón y le había sacado lágrimas reales. Además, la posición aislada que tenía era algo que prefería mantener. El otro objetivo obvio sería Ceryse, después de todo parecía dispuesta a manipular esta crisis y usarla para ganar el favor de su suegro. Todo lo que temía de ella parecía ser verdad. Aunque quizás fuera mejor seguir el consejo de su padre. No convertir en enemigo a un aliado potencial. Y esta mujer querría ser su aliada para deshacerse de la extraña entre ellos. Más tarde, cuando se librara de la que no correspondía a estar en la mesa, se encargaría de Ceryse. A menos que probara ser una secuaz efectiva. Sí, conseguir su apoyo contra Maegor le serviría aún más. Qué inteligente se volvía cuando quería serlo, se dijo satisfecha.
Así, el blanco de sus intenciones quedó claro. No estaba del todo desaliñada, pero en lugar de vestirse apropiadamente, llevaba un maldito jubón, como si fuera un hombre, y rojo oscuro para rematar con detalles en azabache. Combinado esto con su capa negra dejaba claro a qué aspiraba a llegar, la zorra escaladora esa. Esto no debía quedar impune. Viendo que seguía concentrada en su comida, sin prestarle la más mínima atención, decidió hacerla el tema de discusión sin incluirla realmente.
«Oh, lady Ceryse,» —la sonrisa de esta desapareció de su cara y Alyssa obtuvo la atención de la mesa completa— «lamento mucho que por las acciones de alguien más se haya visto opacada en su propia boda.» —todos los Hightower de la mesa entraron en tensión, en vez de la persona a la que iba dirigido el flechazo. La vulgar muchacha la observaba desinteresada mientras aún masticaba el muslo de pollo que tenía en la mano— «Es triste que alguien haya intentado deslucirla en un día tan importante.»
«¿Te refieres a ti o a mí?»
Salida de la nada, la observación la dejó sin palabras. ¿Acaso la mujer no conocía las maneras educadas? No podía estarla enfrentando directamente, ¿o sí? —«Lady Orthyras» —¿ese era el nombre, no?— «¿No se le enseñó que era de mala educación involucrarse en conversaciones que no la incluyen?»
«Se me enseñó que era incorrecto hablar mal a espaldas de las personas y también pregunté» —dijo con calma la engrifada muchacha, su pelo rebelde le recordaba mucho a su espinosa bestia— «que cuando hablabas de opacar a lady Ceryse en su boda, ¿te referías a ti o a mí? Porque yo simplemente aparecí y no intentaba para superar a nadie.» —le dio una mordida a su pollo asado y tragó antes de seguir— «Tú, por otro lado, pareces vestida y engalanada de tal forma que llegué a pensar que la novia eras tú.» —y con un encogimiento de hombros continuó su cena.
Ahora la mayoría de los cuerpos masculinos presentaban diversos grados de tirantez. El Conquistador, que no prestaba mucha atención a los elementos de sus ropajes, detallaba su vestido y joyas.
«Alyssa,» —su solo tono fue castigador— «nuestra invitada lleva la razón.» —fue ella quien quedó rígida— «Cuando regreses de arreglarte y refrescarte, espero verte en algo más modesto. No es correcto intentar superar a la novia en su día.»
¿Así de rápido se tornaban ellos en su contra por una extranjera que no sabía hablar del todo bien? Se le saltaron las lágrimas de la humillación.
«Padre, mi Alyssa no pudo haber hecho eso a propósito.» —la voz suave de Aenys interrumpió el desarrollo de los eventos— «Ya que le han llamado la atención, no lo hará más. Ve a tu cuarto, Alyssa mía, nadie te culpa.»
«Cuando regrese, ¿debo irme sola a otra mesa?» —aunque hubieran más lords y ladies, si no tenían el estatus adecuado para ella, no contaban.
«Oh, no, querida.» —contestó Aenys antes de que nadie más hablara— «Ahora mismo llamaré a un sirviente para colocar una silla a mi lado» —sabía que podía contar siempre con su marido. No era lo que se esperaba de un guardián, pero era protector de sus sentimientos. La nueva posición que se le dio lucía incómoda en el orden social, pero cualquier cosa era mejor que ser marginada, aunque fuera en una sola ocasión. Y con ello se marchó rápidamente, antes de que su suegro cambiara de opinión.
Aenys, por otro lado, se sentía un poco culpable. Mirando entre las dos novias, y la cosa aún lo dejaba sin habla, era obvio que su propia capa, que ahora portaba lady Ceryse, deslustraba a la que le iba a entregar originalmente su hermano. A la hora de elegir, este había preferido darle su capa a su novia original, seguro notando que superaba a la suya en lujo. Y por ello se avergonzaba. No estaba cubierto de forma tan llamativa como su esposa, pero sus prendas seguían siendo más vistosas que las de su hermano. Razón por la cual se disculparía después. No creía que fuera correcto tampoco intentar superar al novio.
La intervención de Alyssa y su posterior retirada había captado el interés de la mayoría de los comensales, así que Aegon decidió que era el momento oportuno para un par de proclamaciones públicas. Cuando se levantó de su asiento y elevó su copa, las conversaciones a su alrededor se detuvieron.
«Hoy es un gran día, un día digno de celebración.» —observó atentamente a todos en la sala— «La Casa Targaryen, haciendo virtud de una de sus tradiciones ancestrales, ha ganado dos novias para uno de sus hijos. ¡Y qué novias!» —las risas borrachas estallaron— «Pero concentrándonos en lo que importa. Una de ellas es la hermosa hija de una de las Casas más importantes del reino, de uno de sus linajes más distinguidos,» —la novia en cuestión acarició la seda púrpura con la que se cubría— «una familia próxima a las sagradas creencias que conmueven los corazones de miles de creyentes. La otra» —una mirada solemne fue lo que obtuvo de ella, ojos viejos que habían visto demasiadas cosas. ¿De dónde había salido? ¿Qué cosas había enfrentado antes de llegar aquí?— «nos trae un regalo con el que no soñábamos, un linaje de la antigua Valyria y un dragón para fortalecer a sus nuevos parientes. Tradiciones viejas y nuevas nacen y se unen hoy ante nosotros, es por ello que pretendo hacer un regalo que se ajuste a la magnitud de lo acaecido.» —la amenaza que le había hecho Visenya aún flotaba en el aire. Separación. Cuando esa palabra salió de sus labios él no lo había podido creer. ¿Entendía ella las implicaciones? Le daría munición a la Fe contra la más necesaria de sus tradiciones y marcaría una distancia clara entre los linajes de Aenys y Maegor. La esposa de amor y la esposa del deber. Poniente vería a Visenya como la mujer trágica forzada a cometer un crimen y a su hijo como víctima de su nacimiento en contraposición con sus más cercanos semejantes. Su comportamiento con Rhaenys volvería a cobrar impuesto sobre su vida y la de su hijo. Le daría al incesto una connotación aún más negativa para el linaje de los futuros descendientes de Aenys y quién sabe qué consecuencias en las que no quería ni pensar— «Esta noche mi hijo se convierte en un hombre y ganará dos esposas. Como cabeza de esta recién formada familia, creo que debería tener un lugar donde refugiarlos. Es por ello que hago entrega del Feudo de Rocadragón y todos sus derechos al príncipe Maegor.» —una ovación estalló a través de la sala, era un regalo más que generoso. Desvió su vista a Maegor, el niño lo miró con estrellas en los ojos, pero apenas alzó la comisura de su boca en señal de alegría. Incapaz de celebrar con propiedad, ni aunque sea una sola vez, justo como su madre. Y muy diferente del jolgorio a su alrededor. Alzó las manos para silenciarlo— «Teniendo en cuenta su juventud e inexperiencia, la reina Visenya se ha ofrecido a administrarlo hasta que cumpla la mayoría de edad, mientras que yo he tomado una decisión. Lady Ceryse y el príncipe Maegor se unirán a mí en los Cortejos Reales y en la Corte, para que ambos aprendan de su monarca las habilidades para gobernar con justicia que se espera de ellos.» —resonaron aplausos, aunque esta vez fueron más suaves. Los nobles se preocupaban por este cambio y lo que significaría en el ámbito político. Hasta el momento el príncipe Maegor había sido apartado y con su incorporación algunos se preguntaban cómo quedarían desplazados. Excepto los Hightower, por supuesto. Estaban obteniendo, con la nueva variante del matrimonio, todo lo que querían obtener. Una hija como Señora de una importante Fortaleza junto a la capital, un aumento de estatus e influencia y mantenerse, no aislados, sino cerca del núcleo de poder. Y el otro regalo... ese les jodía tanto como les beneficiaba.— «Muchos se preguntarán qué pasará con lady Orthyras,» —la muchacha no parecía esperar nada. Lo que diría a continuación la sorprendió tanto que por poco se atraganta— «a lo que responderé: la nueva jinete ha aceptado ser entrenada directamente por la reina Visenya y a ser acogida a posterioridad, entre la Casa Hightower y otra Casa a elección nuestra,» —los Hightower querrían acaparar todo acceso a su dragón, pero eso era algo en lo que ni él ni su hermana cederían— «para de esta manera aprender más de sus formas y ganar el amor hacia su nueva tierra. Visitará a su esposo cada cierto tiempo mientras eso ocurre. Es por ello que, por su lealtad y a cambio de renunciar a su apellido original, declaro a lady Orthyras, princesa de la Casa Targaryen y Señora de Rocadragón.»
Las reacciones fueron mixtas. Sospecha, sorpresa y confusión se mezclaban entre los vítores. De un plumazo, el matrimonio en el que se habían metido los Hightower había aumentado su estatus, a la vez que la novia de su propia sangre se encontraba en desventaja. Un arma de doble filo. No le importaba. Esto consolidaría aún más el poder de los Targaryen frente a otros adversarios y le daría tiempo a Aegon a observar si la chica representaba o no una amenaza para el trono de su heredero. Hasta ahora lucía como que no, pero nunca se sabía. Mejor evaluar antes de establecer ningún curso de acción. Habiendo terminado lo que iba a decir, las charlas a su alrededor comenzaron a florecer. Analizó las reacciones de sus vecinos y supuso que también podría llamarlos, sus nuevos parientes políticos. Justo como pronosticó su hermana, los Hightower, o principalmente Lord Manfred, quedaron encantados por la idea planteada. La separación establecida entre el nuevo... trío real, les brindaba un dragón para proteger sus territorios y garantizaba que los herederos inmediatos de Maegor llevarán su sangre. Visenya era una increíble jueza de carácter, sabía que el Señor de Antigua era movido por la más pura ambición y cedería a las concesiones planteadas, mientras asumía que la muchacha quería la conexión familiar que había perdido. ¿Y qué mejor manera de acogerla con todo y fanfarria y un título por el que la mayoría mataría? Visenya... todavía enfadado con ella, había decidido jugarle un poco en contra mientras soborna a los Hightower. Incluso fue lo suficientemente mezquino para estipular que durante los primeros cinco años de matrimonio, incluso cuando estuvieran juntos, Maegor pasaría una noche con la muchacha por cada diez con Ceryse. El nuevo acuerdo nupcial, firmado por su hermana debido a que la jinete no sabía escribir en este idioma, no despertó en ella la más mínima reacción. Él no estaba seguro de qué pensar. Su hermana le había llevado la contraria, se había opuesto a él, pero nunca algo como esto. Abiertamente rebelde, nunca imaginó un mundo donde fuera Visenya quien querría dejar su lado.
«Entonces, Lady Orthyras, digo, princesa.» —la ligera puya del segundo hijo de Lord Manfred fue quien inició la conversación, aunque fue suavizada por su encantadora sonrisa, dientes blancos y perfectos la adornaban— «Su elección de ropa es... interesante.»
«¿Esto?» —dijo señalando su jubón— «Maegor me lo dio porque cuando me quité la armadura no había más nada que ponerme y todo lo que tenía estaba en mi dragón.»
Ceryse se puso algo inquieta— «Disculpe por no velar por sus necesidades. De haberlo sabido, le hubiera ofrecido alguno de mis vestidos.»
«Oh, no, no.» —habló la joven con ese extraño acento— «No es una crítica. De todas formas no suelo usar vestido.»
«¿Y su padre lo permite?» —la voz de Martyn Hightower sonaba medio escandalizada, aunque tal vez no, considerando que no dejaba de tragar mientras hablaba.
«A mi padre no le importaba.» —nunca se quejó de ello, y eso que le estaba enseñando modales cortesanos— «Una de sus hijas con su segunda esposa incluso solía llevar el pelo tan corto como un muchacho.»
«¿Tenía múltiples esposas también?» —fue lord Manfred quien preguntó con genuina curiosidad.
«No, mi lord. Tuvo tres esposas, pero solo se casaba con una nueva después de fallecer la anterior.» —aclaró.
«¿Y de cuál es usted hija,» —la Voz de Antigua dudó antes de continuar— «alteza?»
Esto ya lo había discutido con Visenya. Pequeñas mentiras, que evitaría decir cuanto pudiera, intercaladas con la verdad, para así no cometer errores. Y no decir nombres, nunca nombres, porque explicar su origen Targaryen sería complicado, por decirlo menos.
«Primera esposa.» —ahí va su pizca de mentira, luego la verdad— «Aunque nunca la conocí, mi padre la llamaba su Zorra de Bronce.» —terminó con una mueca.
Todos en la mesa observaron su piel, pero no dijeron nada.
«Preferiría no hablar más de ellos. Se han ido y está mal visto de donde vengo pronunciar los nombres de aquellos familiares que no volverán.» —la excusa más sencilla que se le ocurrió a Visenya, y una que se repetiría cada vez que pudiera hasta decirla sin pensar.
«Disculpe mi impertinencia, alteza.» —de nuevo el heredero de Antigua— «¿Pero cómo se fueron?»
«Guerra por la sucesión.» —la respuesta fue automática.
«Bueno, eso explica la armadura.» —replicó Morgan— «Lo que no explica es la ausencia de emblemas.» —esto parecía ya un interrogatorio.
«Las Casas valyrias no usaban emblemas para diferenciarse.» —fue Visenya quien respondió tajante la pregunta y el rey Aegon la secundó con una cabeceada rápida.
«Incluso fui yo quien diseñó el emblema de nuestra Casa,» —afirmó el rey— «para usar cuando desembarcamos en Poniente.»
«Bueno, eso explica la falta de sigilo» —explicó alegremente Manfred Hightower, intentando aligerar la charla— «y también la ausencia de tinte en el cuero. ¿Estaba su armadura destinada a reflejar el color de las escamas de su dragón, no es así?» —dijo intentando lucir sabio— «Como muchos en esta familia, estudié la cultura valyria de joven.» —explicó orgulloso. Ortiga asintió rápidamente. El cuero nunca había sido tintado porque a nadie le interesaba gastar recursos en para hacer sus cosas más bonitas, pero si ellos querían darle una excusa plausible, ¿quién era ella para negárselo?
«¿Puede decirnos usted cómo llegó hasta aquí?» —la pregunta de Aegon, con su voz profunda, le cayó como una piedra— «No reconozco su acento y aunque en su mayoría habla bastante bien el idioma, hay palabras que no se le entienden bien. Y considerando que no hemos no tenido noticias de otra familia de Señores del Dragón, asumo que vienes de muy lejos» —la escrutó desde su lugar en la mesa con tal concentración que sintió a Maegor ponerse inquieto a su lado— «¿De dónde vienes?»
«Pues creo que de muy lejos. Y si quieres saber cómo llegué acá, no tengo la menor idea.» —todo era cierto en muchos sentidos— «Tal vez giré mal o di la vuelta en la dirección equivocada. Qué sé yo, aún soy algo nueva montando en mi dragón, y me dormí. Cuando desperté estaba acá y sin la menor idea de cómo volver, aunque no hay mucho a donde volver.» —el rey y su hijo mayor lucieron satisfechos con la explicación. De seguro pensaron que se quedó dormida encima de su bestia y esta la llevó a donde quiso. Hasta donde sabía, podía ser en parte verdad. Ni idea de cómo terminó atrapada en este tiempo, aunque tenía la ligera sospecha de que estaba relacionado con ciertos árboles esculpidos. Jamás en su vida los dioses habían escuchado ninguna de sus plegarias. Todo lo que quiso lo ganó por su propia mano. Hasta que se le ocurrió pedir algo frente al puñetero arciano. Si lo pensaba bien, este le había dado en parte lo que pidió, solo que debió ser más específica con los detalles y cuándo y sobre quién se refería. Otra razón más para pasarse de religión, aunque con esta tendría que tener cuidado cuando rezara. Si es que lo hacía. Ella no tenía madera de fiel seguidora. ¡Ey! No tenía madera para una religión sobre dioses de madera. Como no tenía a más nadie con quien bromear, pensó en contarle el chiste a Maegor.
Algo estaba mal con él. La expresión cerrada que tenía no contaba nada, pero el balanceo rítmico de sus piernas debajo de la mesa, que había comenzado cuando le empezaron a lanzar preguntas, iba en aumento. ¿El severo Maegor estaba nervioso por ella? Pobre niño. Intentó tranquilizarlo con un toque ligero, rozando suavemente el lado externo de sus muslos, como no sabía si se apreciaría un toque cariñoso o que lo tocaran, para el caso. Él le echó un vistazo rápido antes de continuar vigilando a los demás. Se centró en el rubio bonito a su lado cuando siguió cuestionándola.
«Su alteza la reina dijo que no sabes escribir en este idioma,» —en ninguno, para ser precisos— «pero veo que lo habla bastante fluido, aunque un poco tosco. ¿Quién fue su maestro? ¿Por qué no le enseñó a leer el idioma común?»
El balanceo de Maegor se aceleró y Ortiga no tenía cómo decirle que no pasaba nada; inventarse mentiras y medias verdades era un gaje del oficio— «No me enseñó un maestro. Aprendí a hablar esta lengua por la mujer que me cuidaba de pequeña,» —su abuela, para ser exactos— «y ella no sabía leer ni escribir.»
«¿Y de dónde salió ella? ¿Cómo llegó hasta ti?» —el menor de los hijos de Hightower se estaba tornando un poco agresivo, ¿eh?
«Pues no sé,» —se encogió de hombros— «los niños no se preguntan de dónde salieron las personas a su alrededor, simplemente están ahí. Ahora que ya investigaron lo básico sobre mí, ¿necesitan saber algo más?» —y con el siguiente sirviente que pasó repartiendo vino, pidió un poco de agua para bajar la comida.
«No estamos investigando.» —alegó el hombre a su lado a la par que miraba sospechoso su reciente acción.
«¿Ah, no?» —intentó poner su sonrisa más dulce— «Preguntaron quién soy, de dónde vine, de quién vine, cómo vine, el estado de mi familia.» —a lo que realmente no respondió del todo— «Al final, estamos en una boda y supongo que puedo sonar rústica para ustedes, pero no tengo otra manera de comunicarme, así que aquí va: los interrogatorios profundos pueden venir después, esto debería ser una celebración y en ella se deberían hacer cosas de celebración. Por ejemplo, felicitar a la novia por su vestido.» —se dirigió a la Hightower. Eventualmente, y si le llegaba a agarrar confianza, suponía que la llamaría su hermana-esposa. ¿O eso era solo para los verdaderos hermanos que se convertían en esposos?— «No me gustan mucho los vestidos, pero el suyo es hermoso, mi lady. La combinación perfecta entre bello y elegante.»
«Oh, se lo agradezco.» —lady Ceryse aceptó el cumplido con gracia, y el resto de los hombres de la mesa se deshizo en elogios, todos menos uno. Se inclinó contra él.
«Halaga el vestido de tu novia.»
«¿Por qué?» —el príncipe continuó desinteresado.
«Porque es tu novia.»
«¿Y qué?»
Usó la mano con la que lo había acariciado para darle un golpe y le transmitió con la mirada que el próximo sería un coscorrón. Que hubiera público no le importaba. Él se giró hacia ella enseguida.
«Lady Ceryse, su vestido es muy suave.»
«¿Eh?» —creo que tanto su otra novia como Ortiga no supieron interpretar eso.
«Sí. Su falda parece muy blanda y esponjosa.» —luciendo satisfecho con lo dicho, siguió comiendo con esmero, el ritmo de sus piernas más lento.
La mirada de Ceryse chocó con la suya. Ella intentó mantener una sonrisa tras el intercambio, pero por el rostro de la Hightower, no lo hizo muy bien. Afortunadamente, la aparición de la esposa de Aenys rompió el momento. Esta vez su vestido era más modesto, de un azul pálido casi blanco que le daba un aspecto inocente. Si no se hubiera enfrentado a ella hacia un rato, no la hubiera creído capaz de dañar a una mosca. Gracias a los dioses árboles, o los dioses antiguos, o como quiera que se llamen (tenía que investigar más sobre ellos), la dama no buscó problemas con nadie. Sus ligeras charlas con Aenys se convirtieron en el foco de interés de los comensales; además de los diversos espectáculos mostrados en honor a los recién casados y para disfrute de los invitados, por supuesto.
El resto de la velada transcurrió magníficamente hasta que alguien gritó:
«¡¡¡Es hora del encamamiento!!!»
Los invitados giraron hacia ellos como una manada de lobos. Esto no le gustaba, esto no le gustaba para nada. La inmensa sala de repente parecía muy pequeña, como si se encogiera y como si las personas se les quisieran echar encima. Ceryse fue la primera en bajar del estrado con un deje de resignación. Como una oveja conducida al matadero. Se abalanzaron sobre ella, Aenys incluido, y comenzaron a desnudarla ahí mismo. Prendas arrancadas de ella entre comentarios picantes y tocamientos. No sabía si era vergüenza o humillación, o quizás solo era lo que Ortiga imaginaba, lo que había en su cara, pero ella no iba a pasar por eso. Jamás.
Cuando su primera novia fue arrastrada, Maegor apretó los labios y se levantó. No había terminado de bajar y ya había un reguero de damas rodeándolo como tiburones a un cardumen. Si pensaba que por ser príncipe y varón los comentarios serían más ligeros, Ortiga estaba alucinando. Las damas fueron aún más extremas que los hombres. El tic del labio de Maegor era inconfundible hasta que un comentario de Alyssa lo hizo teñirse de un rojo feo. Incluso desde su posición pudo ver cómo una lady, que debía ser toda cortesía y educación, le agarró el trasero.
Pensó que se iba a derrumbar del pánico. Pensó que se llenaría de furia ante la gente que se le acercaba. En vez de eso, una sensación de tranquilidad la cubrió. Tomó calmadamente su copa de agua y disfrutó cómo esta se deslizaba por su garganta.
«¡Vamos, mi lady! ¡No tenemos toda la noche!» —alguien gritó.
Miró desapasionadamente a los espectadores antes de pronunciar— «Me desagrada esta tradición, así que no esperen que participe en ella.»
«Vamos, alteza,» —esta vez, el tono del hombre a su izquierda fue jovial, como si la idea de someterla a algo que no le gustara le atrajera— «usted es una novia y tiene que participar.» —pronunció mientras él y su hermano, en la esquina de la mesa, se levantaban en conjunto.
«He dicho que no.» —no gritó, no elevó la voz, pero algo cambió en ella.
El más cercano de los Hightower se detuvo y la miró. Algo debió ver ahí mismo porque se sentó de inmediato. Su blanca armadura repiqueteando antes de decir— «Martyn. Detente.»
«¿Qué?»
«¡Siéntate! La dama no va a participar.»
Martyn lucía confundido, mientras que su hermano permanecía fijo en el asiento. Visenya, que no había hecho nada memorable en toda la noche, al mirarla, mostró una sonrisa llena de colmillos.
Ortiga se levantó como si fuera el tiempo el que tuviera que detenerse ante ella y bajó por el lado izquierdo del tablado.
«Con vuestro permiso, queridos invitados, Majestad,» —le dirigió a Aegon una reverencia— «yo me retiraré sola a los aposentos.»
Casi todos fueron lo suficientemente inteligentes para salir de su camino. Casi, porque siempre hay alguien tan estúpido que es un milagro que haya llegado a adulto. Ese alguien era un hombre alto, casi tan alto como Aegon, aunque quizás fuera un palmo menos y robusto, con una naciente barriga cervecera. Cabellos de oro pálido y ojos lavanda, sus rasgos valyrios eran innegables, aunque no portaba el caballito de mar de los Velaryon.
«Alto ahí, preciosa.» —le agarró el brazo casi a la altura del hombro. Su sentido común, embotado por el alcohol y la lujuria— «Ni siquiera las princesas se salvan de esta tradición. ¡La parte favorita de todos! ¡¿No es así?!» —sus últimas palabras motivaron algunas aclamaciones, pero nadie más se acercó.
Ortiga se limitó a mirarlo un instante antes de decir sin dudar— «Si no me quitas los dedos de encima, para mañana te considerarán afortunado si solo pierdes el brazo.»
Debió sentir que el peligro era real porque la soltó como si estuviera en llamas. Se alejó de ella y, para desviar la atención, solo atinó a decir— «¿Llevas una cota de malla por debajo del jubón?!»
«Por supuesto,» —respondió con una sonrisa, una verdadera— «lo cierto era que esperaba un par de puñaladas a lo largo de la cena.»
Y mientras se marchaba por el pasillo, lo escuchó despotricar— «¡Los dioses nos maldigan! ¡Tenemos a otra jodida Visenya!»
Retirados los novios, la celebración continuó en su apogeo. Comentarios fogosos e intrigas se desarrollaban con mayor intensidad. Retirados a un rincón oscuro, lejos de su padre, que agasajaba a los reyes, dos hermanos complotaban. Se habían alejado del banquete reanudado y muchos se alegraron con su decisión de liberar tan cercanos asientos al monarca. Este último había vuelto a ocupar la posición privilegiada que le correspondía.
«¿Qué pasó en esa mesa, Morgan?»
«Calla, no importa cómo de insignificante parezca, esa mujer es peligrosa.» —todavía sentía un escalofrío al pensar en lo que vio en sus ojos; nacido para guerrear, había aprendido de joven a confiar en sus instintos y estos le dijeron que se alejara de ella en ese momento— «No podemos olvidarlo, nunca.»
«Lo sé, lo sé.» —se detuvo antes de preguntar— «¿Qué dice nuestro tío?»
«Dice que lo hecho, hecho está. Él ofició el matrimonio y ya no puede oponerse o condenarlo. Además, las concesiones que se le dieron a padre los complacieron a ambos.» —quiso vomitar del asco. Su hermana, su hermanita, vendida y humillada por migajas y el honor de sentarse a los pies de los dragones.
«Él no puede oponerse, pero quizás podamos destruir ese enlace desde adentro. Con el tiempo y suficiente paciencia.» —observó el mayor— «Lo que sería más fácil si hubieras intentado ganarte la atención de la chica, como se te dijo, en vez de antagonizarla.»
«Me da asco la sola idea. ¿Por qué no simplemente darle uno de los remedios de la tía Patrice?»
«Porque esa debe ser nuestra última opción, idiota. Si a ella le pasa algo ahora, los dragones tomarían represalias. No podemos soñar con hacer dormir a toda la familia. Alguien sobreviviría y tomaría venganza a un precio inimaginable.» —Antigua ardería como lo hizo Harrenhal— «Además, si ella muere aquí sería peor. Habríamos desatado sobre la ciudad a una bestia enfurecida que ni siquiera los Targaryen pueden controlar.»
«¿Qué?» —preguntó preocupado.
«Padre cree que es por ello que los Targaryen están tan interesados en unirla a sus filas. Sus estudios referían algo sobre los linajes de Señores de Dragón y los linajes de los propios dragones, aunque todo es muy intuitivo. Los valyrios no querían que sus secretos se desperdigaran por el mundo.» —la revelación era impactante— «Lo que significa que los hijos de la chica, y solo ellos, podrían tener la capacidad de controlarlo. Y puede que se transmita a sus crías, si produce.»
«Es por ello que padre aceptó feliz el límite de separación de la chica.» —quedó boquiabierto— «En cinco años, Ceryse dará a luz a los herederos de Maegor y entonces él tendrá hijos con la chica...»
«Y si la chica tiene un accidente,» —completó Martyn— «nuestra hermana se hará cargo de sus desvalidos niños, después de todo será la esposa de su padre, y nuestra familia tendrá en su poder no solo su propio dragón, sino uno que esos podridos incestuosos no pueden manejar.» —se detuvo antes de explicar— «Pero Ceryse no debe verse de ninguna manera involucrada o sino no le darán acceso a los niños. También lograr que la chica se tome una de las medicinas de Patrice será complicado si ella está viviendo en la otra punta del continente, por lo que necesitamos a alguien que sea cercano a ella.»
«Y como padre no confía en los espías,» —una mueca se apoderó de la cara de Morgan— «me toca a mí acercarme a ella y, de preferencia, seducirla.» —dijo con repugnancia. Pero si tenía bastardos con su sangre, mejor.
«Bueno, ¿no pensarías que sería yo quien la sedujera? ¿Verdad?» —Martyn señaló todo de él.
«No. Claro que no, tienes razón.»
«Claro que la tengo, es por ello que tú eres el bonito y yo el inteligente.» —y ambos estallaron en carcajadas.
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Finalmente solos —Ortiga les cerró la puerta en la cara a los invitados— «Una de esas malditas mujeres tiene que ser mitad pulpo o debe tener sangre dorniense» —refiriéndose a la que le había tocado todo lo que le podía tocar a Maegor. Estaba segura de que si no la echaba, intentaría compartir el lecho nupcial. Escalofrío.
Al girarse, estaban Maegor y Ceryse en diversos grados de desnudez; la ropa interior que les quedaba se hallaba desajustada. Ellos también parecían esperar algo de ella.
«¿Qué?»
«¿No piensas quitarte la ropa?»
«Ni lo sueñes, mocoso, la tienes a ella en tu cama,» —señaló a la bien formada rubia. ¡Ay! Se veía más exuberante sin las ropas tan tapadas y restrictivas que usaba. *Es un matrimonio falso, por lo tanto no tienes que competir con ella, Ortiga*, intentó decirse— «y te recuerdo que yo no duermo con niños.»
Eso enojó al príncipe— «¡No soy un niño!»
«¡Eso me lo dices cuando te crezca la barba!» —no debía estar acostumbrado a que le respondieran porque quedó medio azorado.
«No deberías hablarle así al príncipe.» —replicó Ceryse— «Él es ahora tu señor esposo.»
«Pues que se adapte, porque yo no me voy a quedar callada con nada.» —explicó mientras se dirigía a la puerta lateral de la que Maegor había sacado su jubón. Como sospechaba, era una habitación de servicio donde se guardaba la ropa, con una pequeña cama en una esquina y una sirvienta aún más pequeña durmiendo en ella— «¡Tú! ¡Sal de aquí!»
La niña respondió adormilada— «No puedo, esta es mi cama y mi trabajo es dormir aquí.» —se escuchaba demasiado joven, pero por la oscuridad de la habitación no se veía bien y no podía estar segura.
«¿Podría usted dejar a mi sirvienta en paz?» —Ceryse había abandonado a Maegor, que lucía boquiabierto desde el centro del aposento principal.
«Como quieras. Pero yo voy a dormir en esa cama, así que tendrá que compartir.» —se quitó el jubón y la malla y comenzó a aflojar las vendas con las que se apretaba los pechos por debajo de la camisa.
«¿En serio no vas a dormir con tu esposo en tu noche de bodas?»
«¿En serio estás presionando para que me acueste con ustedes dos y follemos en la misma cama?»
«No» —ella reculó hacia atrás bastante rápido y Maegor avanzó.
«Debes hacerlo. Es tu deber.»
«Me importa un pepino el deber, a mí nadie me toca si yo no quiero y si lo intentan...» —sacó su pequeña navaja y la movió en un par de movimientos juguetones entre sus manos antes de guardarla— «Tengo un dragón para ajustar cuentas. Así que háganme un favor y ¡largo!»
«¿De dónde sacaste eso?» —preguntó Maegor por haber bajado la guardia de nuevo y ser sorprendido, en contra del consejo de su madre de tenerla siempre en alto.
«Siempre tengo un arma a mano, pequeño esposo. Si no querían hacerlo» —señaló su semi desnudez— «ya es muy tarde, y que conste que yo traté de evitarlo.» —se le escapó un bostezo— «Miren, llevo toda una noche sin dormir y volando en un dragón, por no decir lo otro que he pasado. Se los voy a dejar muy claro. ¡No me voy a acostar con Maegor y fin de la discusión!» —E igual a como había hecho con los que asistieron a la ceremonia de encamamiento, les cerró a los dos la puerta del diminuto anexo en la cara.
Sin nadie con quien discutir, su esposa Hightower suspiró hondo y dijo— «Tiene que hacerse» —antes de quitarse las pocas prendas que le quedaban. Él asintió y repitió la acción. Desnudo como vino al mundo, se comparó con ella, mucho más alta, y se avergonzó. Quiso cubrirse, pero no serviría de nada. Eso haría un niño, y él no podía ser visto como tal. Él, a partir de ahora, sería considerado un hombre y los hombres no se avergonzaban. Ella avanzó hacia la cama rígida y así se acostó. Con sus piernas abiertas y mirando al techo. Él no quería mirar, por muy atractiva que fuera, no quería mirar— «Ven.»
Tenía que hacerlo. Era su deber, como le había dicho su padre. Necesitaba hacer un hijo con ella. Un hijo para su alianza con la Fe y los Hightower y la Casa Targaryen. Era necesario. Se sentiría bien, le dijeron. Pero sus pasos eran pesados. Su pecho le latía en un compás loco. Una sensación rara subía y bajaba por la boca de su estómago. Era su deber. Lo que se esperaba de él. Tenía que hacerse. ¿Se suponía que era así, no? ¿Por qué se sentía tan mal? Una parte de él quería escapar, que todo terminara rápido. *Por favor, no dejes que lo haga mal. Por favor, no dejes que me avergüence. Por favor...*