ID de la obra: 949

La bruja de Blanco

Mezcla
NC-21
En progreso
2
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planificada Mini, escritos 610 páginas, 373.297 palabras, 24 capítulos
Descripción:
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Capítulo 3 La Hija en la Mente, La Bruja en la Fortaleza

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El Aerial surcaba el espacio como un cometa, su blindaje de Gundarium reflejaba destellos de las estrellas lejanas. En la cabina, Suletta Mercury se aferraba los controles, su mente era un torbellino de preguntas y emociones. Los eventos en la Ecliptica y la devastadora confrontación con Dominicus aún reverberaban en su cuerpo. El Aerial no era solo un Mobile Suit; era una fuerza de la naturaleza, una máquina capaz de reducir a escombros a los caza brujas más temidos del sistema solar en un abrir y cerrar de ojos. No entendia nada, nunca se habia visto algo asi, miles de preguntas surgian en su cabeza, pero con cada pregunta que respondia intentando usar la logica, surgían más misterios. ¿Quién había construido el Aerial? ¿Con qué propósito? Si era tan poderoso, ¿por qué no lo habían usado antes? Y, sobre todo, ¿quién era la niña cuya voz resonaba en su cabeza, llamándola mamá? Suletta sentía el PERMET zumbando en su mente como loco, amplificando su confusión, pero también manteniéndola alerta. La conexión con el Aerial era más profunda de lo que había imaginado, como si la máquina y ella compartieran un vínculo que iba más allá de la tecnología. Ajustó las coordenadas en la consola del Gundam, dirigiéndose a un asteroide en el cinturón cercano a Venus, el punto de encuentro designado por Ochs. Intentó contactarlos a través del comunicador cifrado que Kirin le había dado, pero lo único que recibió fue un chirrido de estática. —Maldita sea—, murmuró, golpeando suavemente el panel con el puño. La incertidumbre la carcomía. ¿Estaría Ochs esperándola? ¿O era esto otra trampa? La imagen de su madre, atada y herida, seguía quemándole el alma, empujándola a seguir adelante a pesar de las dudas. Suletta no sabia si habia actuado como se esperaba, quizá sus acciones habian sido observadas y Orch la habia categorizado como desechable y por eso no le contestaban, estaba desesperada. De pronto, la voz de la niña irrumpió en su mente, clara y vibrante, como si estuviera sentada a su lado. —¿Estás molesta, mami? — Suletta se tensó, sus manos apretaron los controles con mas fuerza. —¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Por qué me llamas mamá? — exigió, su voz temblaba de frustración y miedo. No había nadie en la cabina, pero la presencia de la niña era innegable, un eco que parecía surgir del propio Aerial. La voz volvió, esta vez con un tono que sonaba herido, como el de una niña regañada a punto de llorar. —¿Estás molesta, mami? — repitió, más suave, casi suplicante. Suletta cerró los ojos, respirando hondo para calmar el torbellino en su pecho. El PERMET pulsaba, amplificando cada una de sus emociones, pero también le daba claridad. No podía exigir respuestas; no con esta… entidad, fuera lo que fuera. —No entiendo qué está pasando—, dijo finalmente, con una voz más calmada pero cargada de resignación. —Ayúdame a entender. — Hubo un silencio corto el cual fue reemplazado por una risa infantil, tierna, que llenó la cabina de una calidez extraña. —¡Estoy feliz de haberme encontrado con mami! — exclamó, como si eso explicara todo. Suletta abrió los ojos, mirando la pantalla del Aerial, donde los datos de navegación indicaban que estaba a dos horas del asteroide a velocidad estándar. La respuesta de la niña no era lo que había pedido, pero algo en su tono, en su alegría pura, la desarmó. Con un suspiro, decidió intentar otro enfoque. —Está bien… ¿Cómo te llamas? ¿Tu nombre es Aerial? — La respues de la niña no se hizo esperar y esta solto un severo —¡NO! — caprichoso, casi indignado. —¡Ese es un nombre feo! Mi nombre es Eri—, dijo, su voz resonando con orgullo. Suletta parpadeo, la niña tenia un nombre, hizo una pausa, como si saboreara el momento, y añadió: —Eri. — Suletta volvio a repitir el nombre en sus labios. Con dudas y algo de miedo, Suletta le lanzo a Eri una pregunta —Eri… ¿Quién eres, Eri? ¿Qué eres? — La respuesta llegó al instante, tan clara que detuvo el aliento de Suletta. —¡Soy la hija de Suletta Mercury! — El mundo pareció detenerse. Suletta sintió un escalofrío recorrer su espalda, su mente estaba luchando por procesar las palabras. —¿Hija? — susurró, incrédula. No tenía sentido. Ella no tenía hijos, nunca había tenido relaciones sexuales, era algo absurdo. Sin embargo, la voz de Eri, su convicción infantil, era tan real que la hacía dudar de su propia realidad. ¿Era esto un truco del Aerial? ¿Una inteligencia artificial diseñada para manipularla? ¿O algo más, algo conectado a Vanadis y al legado de las brujas? El PERMET zumbó, amplificando su confusión, Suletta no tuvo tiempo de profundizar mas en las preguntas que nacian en su cabeza. La pantalla de navegación mostró que se acercaba a un campo de asteroides, tenia que maniobrar para no terminar como basura espacial, despues tendria el tiempo para seguir formulandose preguntas. La pantalla del Aerial marcaba su destino a cincuenta minutos de navegacion estandar. El tiempo paso y tras pasar el campo de asteriodes la navegacion fue plana, luego de cincuenta minutos una roca irregular del tamaño de una colonia pequeña se veia en el horizonte, era el destino que Suletta habia marcado en su mapa de navegacion. La pequeña colonia estaba salpicada de cráteres y restos de operaciones mineras abandonadas, al parecer, como en mercurio, esta esa una colonia de mineros en Venus. Suletta intentó contactar a Ochs de nuevo, pero la estática seguía siendo la única respuesta. —Vamos, Kirin, ¿dónde están? — masculló, ajustando los escáneres del Aerial para buscar señales de vida o naves, sin embargo no tuvo mayor respuesta, el lugar estaba muerto y no habia señales de vida. Eri permaneció en silencio, pero Suletta podía sentir su presencia, como un eco en el fondo de su mente. La idea de que esta entidad la llamara mamá la perturbaba, pero también despertaba una extraña curiosidad. El Aerial, Eri, Vanadis… todo estaba conectado, y ella era la clave, aunque aún no entendía cómo. La colonia se alzaba en la pantalla, su superficie grisácea iluminada por el resplandor lejano de Venus. Suletta redujo la velocidad del Aerial, posicionándolo en una órbita baja para inspeccionar el terreno. Los sensores no detectaban nada: ni naves, ni señales, ni siquiera los restos de una base de Ochs. El miedo comenzó a crecer en su pecho. ¿Y si Ochs la había abandonado? ¿Y si su madre ya estaba…? —No pienses en eso—, se dijo, apretando los controles. —Sigue adelante. Por mamá. Por Nika.— El Aerial respondió con un leve pulso de sus sistemas, como si asintiera. Suletta respiró hondo, preparándose para aterrizar en el asteroide. Fuera lo que fuera Eri, fuera cual fuera el propósito del Aerial, una cosa estaba clara: la Bruja de Mercurio estaba sola, y el camino hacia la verdad sería más peligroso de lo que jamás había imaginado. La colonia era una roca irregular flotando en el cinturón cercano a Venus, el cual se alzaba ante el Aerial como un monolito silencioso. Sus cráteres y cicatrices, restos de antiguas operaciones mineras, parecían observarla desde la penumbra. Suletta pilotaba el Gundam con precisión, pero su mente estaba fracturada, atrapada entre el eco de la voz de Eri y la incertidumbre de su misión. El encuentro con Dominicus había demostrado que el Aerial era más que una máquina, pero también la había dejado expuesta, vulnerable a los caza brujas que ahora sabían de su existencia. Y la declaración de Eri —«Soy la hija de Suletta Mercury»— seguía resonando, un misterio que la perseguía como una sombra. Suletta ajustó los propulsores del Aerial, orbitando la colonia en busca de la base de Ochs. Los sensores escaneaban la superficie, pero no detectaban señales de vida, naves ni estructuras activas. Solo rocas, polvo y escombros. Intentó contactar a Kirin a través del comunicador cifrado, su voz sonaba tensa rompiendo el silencio de la cabina. —Ochs, aquí… aquí Mercury. Estoy en las coordenadas. ¿Dónde están? — Estática. Solo estática. Suletta apretó los dientes, golpeando el panel con frustración. —¡Maldita sea, Kirin! ¿Dónde están? — Repitió la llamada varias veces, pero el silencio del espacio fue su única respuesta. El miedo comenzó a trepar por su pecho, mezclado con la ira. ¿La habían abandonado? ¿Era esto una trampa? La imagen de su madre, atada y herida, la empujaba a seguir, pero la ausencia de Ochs la dejaba sin dirección. Con un suspiro, decidió aterrizar. Maniobró el Aerial hacia una bahía abandonada, una plataforma minera antigua tallada en la superficie de la colonia. El Aerial se posó con un impacto suave, sus propulsores se apagaron con un zumbido decreciente. Suletta presuriso su traje colocandose el casco y abrió la cabina, el aire reciclado del tanque de oxigeno de su traje llenaba sus pulmones. Bajó con cuidado si su traje se rompia o se abria era su fin, la colonia ya no tenia soporte vital, sus botas magnéticas se adhiriéron a la superficie rocosa. El silencio de la colonia era opresivo, roto solo por el leve crujido de su traje y el zumbido del PERMET en su cabeza. Caminó hacia una consola cercana, un terminal oxidado incrustado en la pared de la bahía. La pantalla parpadeaba débilmente, indicando que aún tenía energía. Suletta rapidamente fue hacia el, sacó las credenciales que Kirin le había dado, un chip de acceso con un código encriptado. Lo insertó en la ranura, pero la pantalla emitió un pitido de error: Credenciales no válidas. Intentó de nuevo, con el mismo resultado. La frustración la consumió, y golpeó el terminal con el puño no midiendo el peligro en el cual se meteria si su traje se rompiera, —¡Funcionen, maldita sea! — La voz de Eri irrumpió en su mente una vez mas mediante el PERMET, clara y curiosa. —¿Quieres acceder ahí, mami? — Suletta abrió los ojos de par en par, su corazón se acelero. Miró alrededor, pero estaba sola, rodeada solo por el silencio del vacio de la colonia. El PERMET pulsó, amplificando su conexión con… ¿Eri? ¿El Aerial? No estaba segura. Con nada mas que perder, respondió en voz baja. —Sí. Ayúdame— Un torrente de datos inundó su mente, miles de líneas de código y señales pasaron como un río desbocado. El PERMET se activó sin que ella lo pidiera, enviando una corriente eléctrica a través de su cuerpo. Suletta jadeó, tambaleándose, pero se mantuvo en pie. En su visión, un código alfanumérico apareció, claro como el día. Sin cuestionarlo, lo ingresó en la consola. La pantalla parpadeó, y un mensaje de Acceso concedido apareció, seguido por una interfaz de comunicaciones. —¿Cómo…?— murmuró Suletta, no había tiempo para preguntas. Buscó frenéticamente cualquier señal de Ochs o Kirin, filtrando los registros de comunicaciones recientes. La consola procesó la solicitud, y una imagen apareció en la pantalla, una que heló la sangre de Suletta. En la pantalla se veia una nave el cual tenia de nombre Liberator, una fragata de clase ligera, en la pantalla estaba etiquetada como “la nave principal de Ochs”. Pero no estaba intacta. La imagen mostraba su casco destrozado, fragmentos flotando en el espacio, envueltos en nubes de plasma y escombros. Un registro temporal indicaba que el ataque había ocurrido hacía apenas 30 minutos. Detrás de la Liberator, una flota de dos naves clase Imperator de Dominicus dominaba la escena, sus cañones de partículas aún humeaban lo que indicaba que habian disparado hace poco. Los caza brujas habían aniquilado a Ochs sin piedad. Suletta sintió que el aire se le escapaba. Deslizó el dedo por la pantalla, buscando detalles, y un listado de nombres aparecieron como tripulantes de la nave, Suletta digito el unico nombre que conocia y este apareció, destacado en rojo: Kirin Voltz - Muerto. Su contacto, el hombre que la había arrastrado a esta misión, estaba muerto. La realidad la golpeó como un martillo gravitacional. Ochs había caído. No había refuerzos, no había cobertura, no había plan. Con el corazón desbocado, revisó los datos de navegación. La trayectoria de las naves Imperator estaba clara, y el horror la envolvió nuevamente al verlo: se dirigían directamente al cinturón de asteroides de venus, al lugar donde ella estaba ahora. Dominicus no solo había destruido a Ochs; la estaban cazando, y estaban cerca. Suletta retrocedió, su respiración se agito empañando el visor de su traje. —No… no puede ser—, susurró. El PERMET zumbó, amplificando su pánico, pero también su determinación. No podía quedarse aquí. Si las naves Imperator la encontraban, ni siquiera el Aerial podría salvarla de una flota entera. Corrió de vuelta al Aerial, subiendo a la cabina con un movimiento ágil. Los sistemas  del Gundam se encendieron al instante, como si la máquina hubiera estado esperando su regreso. —Eri—, dijo, consu voz temblando. —Si estás ahí… necesito que me ayudes otra vez— La voz de la niña no respondió, pero el Aerial vibró, sus luces rojas pulsaron suavemente el exterior del Aerial. Suletta ajustó los controles, preparándose para despegar. No sabía a dónde ir, no sabía si su madre seguía viva, pero una cosa era segura: Dominicus estaba cerca, y la Bruja de Mercurio tendría que luchar o huir si quería sobrevivir. El Aerial cortaba el vacío del espacio como un relámpago, sus propulsores de Ionex rugian con un resplandor azul que dejaba un rastro efímero entre los asteroides del cinturón cercano a Venus. Suletta, en la cabina del Aerial, mantenía las manos apretadas en los controles, sus nudillos estaban blancos por la tensión. El silencio del espacio era engañoso; sabía que las naves clase Imperator de Dominicus, estaban en persecución, sus propulsores eran capaces de alcanzar velocidades que podían romper el espacio tiempo. Cada segundo que pasaba era un latido más en la cuenta regresiva hacia un enfrentamiento que no estaba segura de poder ganar. El encuentro con Dominicus en la órbita de Mercurio seguía fresco en su mente, una herida abierta que no podía ignorar. El Aerial había destrozado a tres Harrowers en un instante, guiada por la misteriosa voz de Eri, sin embargo, la victoria había sido tan abrumadora como aterradora. El Gundam no era solo una máquina; era una entidad, un arma viva que respondía a su voluntad… y a algo más. La declaración de Eri —«Soy la hija de Suletta Mercury»— resonaba como un eco perturbador, una pregunta sin respuesta que la perseguía mientras navegaba entre los escombros del cinturón. Suletta revisó los sensores, su corazón acelerándose al confirmar que no había señales de las naves Imperator en el radar inmediato. Pero no se engañaba; Dominicus no se rendiría tan fácilmente. Las naves eran fortalezas móviles, equipadas con cañones de partículas y escuadrones de Mobile Suits reforzados con tecnología anti-PERMET. Si la alcanzaban, ni siquiera el Aerial podría enfrentarse a una flota entera. No tenía tiempo para pensar, no tenía tiempo para dudar. Regresar a Mercurio era imposible; SOVREM tendría patrullas en cada colonia, y la imagen de su madre, atada y herida, la impulsaba a seguir adelante. —Piensa, Suletta, piensa—, murmuró, sus ojos saltando entre las pantallas de navegación y los datos tácticos. El plan de Ochs había sido secuestrar a Miorine Rembran en la Cumbre del Grupo Benerit, en la Escuela de Tecnología Asticassia. Aunque Ochs había sido aniquilado, el plan seguía siendo su única pista, su única esperanza de encontrar respuestas y salvar a Elnora. Ajustó las coordenadas hacia Asticassia, y empujó los propulsores del Aerial a máxima potencia. El Gundam respondió con un estremecimiento, acelerando a través del cinturón como una lanza de Gundarium. Rocas y fragmentos mineros pasaban a su alrededor en un borrón, y Suletta confiaba en el PERMET para guiar los reflejos del Aerial, esquivando colisiones con una precisión inhumana. El PERMET zumbaba en su mente, amplificando cada sensación: el latido de su corazón, el leve crujido de su traje, el rugido distante de los propulsores. Pero también amplificaba su miedo. —Eri—, susurró, casi esperando una respuesta. La voz de la niña no volvió, pero su presencia era una constante, un eco que parecía emanar del propio Aerial. ¿Era Eri una inteligencia artificial? ¿Un vestigio de Vanadis? ¿O algo más, algo que conectaba a Suletta con el legado de las brujas? Sacudió la cabeza, forzándose a concentrarse. Asticassia estaba a varias horas a velocidad máxima, y cada minuto la acercaba más a Miorine… y a la persecución implacable de Dominicus. En la órbita de Mercurio, el NSS Vindicator Rex y el NSS Sanctum Tyrannis navegaban en formación, sus cascos estaban reforzados con Nocturnium el cual brillaba bajo la luz abrasadora del Sol. Las naves clase Imperator eran titanes del espacio, diseñadas para proyectar el poder de Dominicus en cualquier rincón del sistema solar. Sus hangares albergaban escuadrones de Harrowers, y sus cañones de partículas podían reducir una fragata a cenizas en segundos. Tras el llamado de auxilio de Kenanji Avery, dos naves habían convergido en la zona, rastreando la señal del Aerial hacia el cinturón de asteroides cerca de Venus. En la enfermería del Vindicator Rex, Kenanji estaba sentado en una camilla, una enfermera ajustaba un vendaje en su brazo herido. Las heridas físicas eran menores, quemaduras y contusiones de la batalla contra el Aerial, pero el daño a su orgullo era mucho más profundo. Había enfrentado a brujas en la Gran Cacería, había derribado Gundams en los días más oscuros de la rebelión, pero nunca había sentido un poder como el del Aerial. La bruja que lo pilotaba, inmune al Antidote, era una anomalía que desafiaba todo lo que Dominicus representaba. Frente a él, en una sala de mando improvisada, estaba el comandante Rajan Zahi, una figura cuya presencia llenaba la habitación. Con piel oscura, ojos penetrantes y un uniforme negro, Rajan era conocido por su pragmatismo y su capacidad para tomar decisiones bajo presión. Sostenía una tableta con el informe preliminar de Kenanji, su expresión se endurecia con cada línea. —Un Gundam. Una bruja. Inmune al Antidote—, dijo, su voz era baja pero cargada de una furia contenida. —Esto no es solo un incidente, Kenanji. Esto es una amenaza existencial para la Federación—. Kenanji asintió, tensando su rostro. —Lo sé, señor. Ese Gundam… no es solo una máquina. Es como si tuviera voluntad propia, sus movimientos no son normales. Y la bruja… nunca había visto a nadie soportar el Antidote. Ni siquiera en los días de Vanadis—. Rajan dejó la tableta sobre una mesa, cruzo sus brazos y le pregunto a Kenanji. —¿Tienes identificados a todos los que estaban en la Ecliptica cuando ocurrió el ataque? — —Sí, señor—, respondió Kenanji, enderezándose a pesar del dolor. —La tripulación, los técnicos y los científicos fueron evacuados y trasladados al Sanctum Tyrannis para interrogatorios. Los registros están completos: nombres, cargos, historiales. Nadie salió de la nave sin ser contabilizado—. Rajan lo miró fijamente, entrecerrando sus ojos. —¿Alguien sospechoso? ¿Algún indicio de quién podría estar conectado con la bruja o con el Gundam? — Kenanji frunció el ceño, recordando las comunicaciones frenéticas tras el incidente. —Los guardias de la Ecliptica informaron que los científicos de Peil Technologies estaban… inquietos. Dijeron que tenían información sobre el Aerial, pero se negaron a dar detalles sin autorización. Creo que saben más de lo que admiten—. Rajan alzó una ceja, su interés se disparo. —Peil Technologies. Siempre ellos—, murmuró. Luego, con un tono que no admitía demora, añadió: —Llévame con esos científicos. Quiero escuchar lo que tienen que decir—. Un transbordador trasladó a Kenanji y Rajan desde el Vindicator Rex al NSS Sanctum Tyrannis, el viaje fue breve pero tenso. Las dos naves continuaban su persecución, siguiendo la trayectoria estimada del Aerial hacia el cinturón de asteroides. En el transbordador, Rajan, sentado en el asiento del copiloto, se comunicó con la oficial de seguridad que los escoltaría en la nave. —Dame un estado detallado de la Ecliptica y el total de personal que estaba a bordo—, ordenó, su voz cortante a la oficial. La soldado, una mujer joven con el uniforme negro de SOVREM, consultó su tableta con rapidez. —La Ecliptica sufrió daños estructurales significativos en el hangar secundario, señor. El casco está comprometido, y los sistemas de navegación están inoperativos hasta que se realicen reparaciones. Total de personal a bordo: 342 personas. Desglose: 87 técnicos de mantenimiento, 62 científicos de Peil Technologies, 120 tripulantes operativos y 73 guardias de seguridad. Todos han sido trasladados al Sanctum Tyrannis y están bajo custodia en el área de contención—. Rajan asintió, procesando la información. —¿Algún rastro de la bruja o el Gundam? — —Negativo, señor—, respondió la soldado, su tono profesional pero teñido de preocupación. —Los sensores perdieron la señal del Gundam en el cinturón de asteroides cerca de Venus. Hemos desplegado drones de rastreo y estamos coordinando con las patrullas de SOVREM en la región. Estimamos que la bruja está intentando escapar o reunirse con aliados—. Rajan frunció los labios, su mente trabajaba a toda velocidad. —Mantengan los sensores al máximo. Si esa bruja se mueve, la quiero localizada—. La soldado asintió, y el transbordador aterrizó en el hangar del Sanctum Tyrannis. La seguridad los recibió al instante, escoltándolos a través de corredores iluminados por luces frías que proyectaban sombras afiladas. El Sanctum Tyrannis era una fortaleza flotante, sus paredes estaban reforzadas con FerroSil-X y sus sistemas diseñados para operaciones de contención y combate. El área de contención, ubicada en las entrañas de la nave, era una serie de salas selladas vigiladas por drones armados y soldados de élite. Dentro de una de las salas, el grupo de científicos de Peil Technologies aguardaba, sus rostros eran una galería de nerviosismo, cansancio y miedo. Cuando Rajan y Kenanji entraron, el científico de gafas, el mismo que había discutido con Belmeria Winston en la Ecliptica, se puso de pie de un salto, sus manos temblaban con nerviosismo. —¡Comandante Zahi, no tenemos nada que ver con esto! — exclamó, con su voz quebrándose. —¡No sabíamos qué era esa cosa! ¡El Aerial… todo es culpa de Belmeria Winston! Ella sabía que era un Gundam, ella lo desarrolló! ¡Nosotros solo seguimos órdenes! — Otros científicos asintieron, murmurando su apoyo, los ojos de los cientificos lanzaban  miradas acusadoras hacia Belmeria. La doctora Winston, quien estaba sentada tranquilamente en un rincón de la sala no mostró ninguna reacción. Sus manos descansaban en su regazo, y su rostro era una máscara de serenidad, como si la discusión no la concerniera en absoluto. Sus ojos grises, sin embargo, seguían cada movimiento de Rajan, evaluándolo en silencio. Rajan suspiró, co una paciencia visiblemente desgastada. Se acercó al grupo, su figura proyectaba una sombra sobre los científicos. —Todos ustedes son de Peil Technologies—, dijo, con una voz cortante como una cuchilla de plasma. —Forman parte del mismo grupo de investigación que desarrolló el Aerial. Según la bitácora de la Ecliptica, Belmeria Winston es su supervisora directa. ¿Creen que es apropiado hablar así de su jefa? ¿Arrojarla bajo el transporte para salvar sus propios pellejos? — El silencio cayó sobre la sala, pesado como el blindaje de un Mobile Suit. Los científicos bajaron la mirada, incómodos, algunos moviéndose inquietos en sus asientos. Nadie se atrevió a responder. Belmeria, por su parte, permaneció inmóvil, con una expresión imperturbable, como si estuviera por encima del caos que la rodeaba. Rajan se volvió hacia la soldado de seguridad, que esperaba junto a la puerta. —Lleven a la doctora Winston a la sala de interrogación uno. El resto, quédense aquí. Serán interrogados uno por uno. Nadie sale hasta que tengamos respuestas—. Luego miró a Belmeria, sus ojos se entrecerraron con una mezcla de curiosidad y desconfianza. —Espero que tenga algo útil que decir, doctora. Por su bien y el de todos—. Belmeria se levantó con una calma casi inquietante, ajustando su chaqueta técnica antes de seguir a los guardias. No dijo una palabra, pero su mirada se cruzó brevemente con la de Rajan, un destello de desafío en sus ojos grises se mostro. Los demás científicos intercambiaron miradas de pánico, sus murmullos llenaron la sala mientras los guardias cerraban la puerta tras Belmeria. Kenanji, a un lado de Rajan, frunció el ceño. —¿Cree que ella sabe quién es la bruja? — preguntó en voz baja. Rajan no respondió de inmediato. Su mirada estaba fija en la puerta por donde Belmeria había salido. —Si no lo sabe, sabe algo más. Y lo vamos a descubrir—. La sala de interrogación 1 a bordo del NSS Sanctum Tyrannis era un cubículo estéril, sus paredes de acero pulido reflejando la luz fría de los paneles superiores. Una mesa metálica y dos sillas eran el único mobiliario, diseñadas para intimidar. Belmeria Winston, quien era escoltada por dos guardias armados, entró con pasos medidos y se sentó en una de las sillas. Su expresión era de un aburrimiento casi teatral, como si estuviera esperando un transporte retrasado en lugar de enfrentarse al escrutinio de Dominicus. Los guardias, con rifles de plasma al hombro, se posicionaron a ambos lados de la puerta, sus visores opacos ocultaban cualquier reacción que tuvieran. Belmeria apenas les dedicó una mirada, cruzando las piernas y apoyando las manos en su regazo con una calma que rayaba en la indiferencia. No era la primera vez que estaba en una sala como esta. Durante los años turbulentos de la rebelión de Vanadis, Peil Technologies había estado bajo constante vigilancia, y Belmeria, como una de sus científicas más brillantes, había enfrentado interrogatorios similares. Quizás por eso, o por su papel en el desarrollo del Prototipo G-7, el Aerial, los altos mandos de Peil le habían confiado el liderazgo del proyecto. O quizás, pensó con una leve sonrisa, simplemente sabían que ella no se quebraría bajo presión. La puerta se abrió con un siseo, y el comandante Rajan Zahi entró, su figura llenaba el espacio. Sus botas resonaron contra el suelo, y sus ojos, afilados como láseres, se clavaban en Belmeria. La calma de la científica lo desconcertó. Había interrogado a docenas de sospechosos en su carrera: técnicos aterrorizados, oficiales corruptos, incluso rebeldes capturados al borde de la muerte. Todos, sin excepción, mostraban miedo. Algunos tartamudeaban, otros suplicaban, y unos pocos, en su desesperación, habían llegado a manchar sus uniformes del pánico. Pero Belmeria Winston, con su mirada aburrida y su postura relajada, era una anomalía. Rajan sintió un escalofrío, no de miedo, sino de intriga. Esta mujer era diferente. Se sentó frente a ella, dejando una tableta sobre la mesa pero sin tocarla. Sin apartar la mirada de Belmeria, habló con un tono seco.  —déjennos solos…—. Los guardias intercambiaron una mirada a través de sus visores, pero no dudaron. Hicieron un saludo militar con un movimiento sincronizado que resonó en la sala, y salieron, la puerta se sello tras ellos con un chasquido. El silencio que siguió fue denso, roto solo por el leve zumbido de los sistemas de ventilación. Rajan y Belmeria se miraron, evaluándose mutuamente, como dos estrategas antes de una partida de ajedrez. Rajan rompió el silencio, con una voz firme pero cargada de una curiosidad contenida. —¿Qué busca Peil construyendo un Gundam? Saben lo que esas máquinas representan. Saben lo que provocaron en la rebelión. ¿Por qué arriesgarse a resucitar un arma que casi destruyó la Federación? — Belmeria alzó la mirada enfrentando nuevamente a Rajan, sus ojos grises se encontraron con los de Rajan. En lugar de responder directamente, inclinó la cabeza ligeramente y contraatacó con una pregunta. —¿Usted conoce lo que es el PERMET, comandante? ¿Lo que realmente significa? — Rajan frunció el ceño, su paciencia estaba puesta a prueba. —Sé lo que vi en la Cacería de Brujas. El PERMET es una tecnología hereje, un sistema que vincula la mente a la máquina, explotando el cerebro del usuario hasta matarlo. Es un arma de las brujas, una abominación que Dominicus juró erradicar—. Belmeria se permitió una risa suave, casi condescendiente, que resonó en la sala como un desafío. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa. —Eso es lo que les dicen a los soldados, ¿verdad? Una historia simple para justificar la matanza. Pero el PERMET es mucho más que un arma. Es una puerta. Puede controlar aparatos mecánicos con la mente, sí, pero también tiene aplicaciones en medicina. Prótesis que no solo se mueven, sino que se sienten como extremidades reales. El PERMET permite al usuario percibir el metal como si fuera su propia piel, experimentar el mundo a través de la máquina. Es una revolución—. Rajan alzó una ceja, con un interés genuino pero teñido de desconfianza. —¿Una revolución? ¿O una excusa para realizar experimentos que cruzan todas las líneas éticas? Siga hablando, doctora—. Belmeria lo miró fijamente, sus ojos brillaban con una intensidad que no había mostrado antes. Hizo una pausa, como si sopesara cuánto debia revelar, antes de continuar. —¿Qué opinaría, comandante, si le dijera que el PERMET puede hacer más? Que podría, en teoría, introducir el alma de una persona en un objeto… en una máquina—. Rajan abrió los ojos de par en par, su compostura se tambaleo por primera vez. Se puso de pie de un salto, y la silla en la cual estaba sentado chirrio contra el suelo. —¿Me está diciendo que han cruzado la línea? ¿Que esa… cosa, el Aerial, está viva? ¿Que Peil está jugando a ser Dios? — Belmeria no se inmutó. Alzó la mirada hacia él, con una voz tranquila pero cargada de una certeza inquietante comento. —El ser humano puede alcanzar la inmortalidad, comandante. No es una cuestión de jugar a ser Dios; es una cuestión de trascender lo que nos limita—. Rajan dio un paso hacia ella, su furia contenida hizo temblar su voz. Tiró la silla a un lado, y el metal resonó contra el suelo. —¿Cómo es posible que nosotros, el núcleo de UNISOL, hayamos caído tan bajo? ¿De dónde sacaron estas ideas? ¿Quién autorizó esto? — Belmeria, imperturbable por la ira de Rajan, se recostó en su silla. —La idea nunca vino de Peil. Encontramos la investigación en los archivos de Vanadis, después de su destrucción. Junto con miles de sujetos de prueba. Clones, comandante. Todos basados en una sola bruja—. Rajan sintió un escalofrío recorrer su médula. Dio un paso atrás, su mente luchaba por procesar la información. —¿Me está diciendo que Vanadis estaba clonando brujas? — Belmeria sonrió, con una sonrisa que era tanto un desafío como advertencia. —Un vago intento de alcanzar la inmortalidad. ¿Sabe que el clonar un ser humano, aunque tenga las mismas células, no crea a la misma persona? Es como el esclavo y el amo, el original y sus copias. El padre, o en este caso, la madre, es el donante principal. Los clones serían… sus hijos, en cierto modo—. Rajan apretó la mandíbula, Belmeria rio y su voz sonó baja y peligrosa. —¿Qué los hace diferentes, entonces? ¿Qué separa al original de los clones? — Rajan no respondio, sin embargo, su expresión lo decia todo, Belmeria al notarlo inclinó la cabeza, y su sonrisa se ensancho. —Exacto, comandante. El alma—. El silencio que siguió fue asfixiante. Rajan dio media vuelta, incapaz de mirarla directamente, pero luego se giró, y con su mirada ardiente desafio a Belmeria. —Voy a usar todos los recursos de Dominicus para cazar a su monstruo, doctora. Lo encontraré, y lo exterminaré—. Belmeria no perdió la compostura. Su voz sin embargo, sono con una calma, casi burlona. —Buena suerte cazando a la hija, comandante. Pero le aconsejo que se cuide de la madre—. Rajan activó su comunicador, su tono cortante. —Tenemos la información que necesitamos. Mantengan a la doctora Winston en una celda de máxima seguridad y ejecuten a los demás científicos de Peil—. Belmeria alzó una ceja, pero su expresión se mantenia todavía aburrida. —Los otros científicos no participaron en el Proyecto Erich—, dijo, con una voz desprovista de urgencia. —Son inocentes, comandante. ¿No es un desperdicio? — Rajan miró a la doctora nuevamente con una seriedad que podía cortar acero. —¿Conoce el lema de Dominicus, doctora? — Belmeria esbozó una sonrisa torcida, casi divertida y respondió. — ‘La inocencia no prueba nada’—. Rajan se giró sobre sus talones sin responder y salió de la sala, la puerta se selló tras él con un chasquido final y la sala quedó nuevmente en silencio. Belmeria se quedó sola, con su mirada fija en la mesa, como si el interrogatorio no hubiera sido más que un trámite pasajero. Pero en el fondo de sus ojos, un destello de satisfacción brillaba. El Aerial estaba libre, y su madre Bruja estaba con ella. El Aerial navegaba silenciosamente a través del espacio, sus propulsores se mantenian apagados para evitar la detección. Suletta había maniobrado el Aerial hasta un rango seguro, lejos de las defensas orbitales de la Escuela de Tecnología Asticassia, pero lo suficientemente cerca para mantener su objetivo a la vista. Con cuidado, estacionó el Aerial en la sombra de un asteroide pequeño, adhiriéndolo a la superficie rocosa con anclajes magnéticos. Activó el modo de ahorro de energía, y las luces externas del Gundam se desvanecieron, su blindaje de Gundarium se fundio con la oscuridad. Para los radares y las naves cercanas, el Aerial no era más que un fragmento de metal, invisible, inerte. Suletta se recostó en la silla del piloto, con su respiración irregular resonando en la cabina. Cerró los ojos, pero las imágenes de las últimas horas se arremolinaban en su mente, implacables. Hace apenas un día, estaba en Mercurio, extrayendo Vulkarita bajo el cielo abrasador, soñando con una vida mejor junto a su madre y Nika. Ahora era una fugitiva, una bruja perseguida por Dominicus. Los caza brujas no descansarían hasta verla muerta. Era solo cuestión de tiempo antes de que su rostro apareciera en las listas de los más buscados, transmitidas en cada colonia, cada nave, cada pantalla de la Federación. Ochs, los que la habían arrastrado a esta misión suicida, habían desaparecido, su nave principal aniquilada por las naves Imperator. Su madre seguía cautiva, o peor, y Nika… Nika estaba en Mercurio, vulnerable. Si Dominicus la relacionaba con ella, la capturarían, la interrogarían, la destruirían. —¿Qué hago? — susurró, su voz temblaba en la penumbra de la cabina. —¿Cómo entro a Asticassia? No tengo aliados, no tengo un plan… no tengo nada—. Se abrazó las piernas, acurrucándose en la silla, su cuerpo fue sacudido por un escalofrío que no tenía nada que ver con el vacio del espacio. La ansiedad la envolvió como una marea, su respiración se volvió errática, sus ojos se movian frenéticamente por la cabina. Las pantallas, los controles, el zumbido del PERMET en su cabeza… todo parecía cerrarse sobre ella, atrapándola en una jaula de la que no podía escapar. Su mirada se posó en un compartimento al lado del asiento. Con manos temblorosas, lo abrió, revelando una pistola de plasma, un arma estándar en los Mobile Suits para que los pilotos pudieran defenderse si abandonaban la máquina. La tomó, con sus dedos torpes rozando el metal frío. Dominicus la buscaba, y si la capturaban, no habría piedad. Las historias de las brujas ejecutadas durante la Gran Cacería eran claras: torturadas para extraer información, luego quemadas vivas por radiación amplificada en cámaras solares. Suletta no quería morir así, no quería enfrentar ese dolor, esa humillación. Las lágrimas comenzaron a caer, cálidas contra sus mejillas frías. Se llevó la pistola a la sien, el cañón se presionó contra su piel. —Lo siento, mamá… lo siento, Nika—, sollozó, su voz quebrándose. Cerró los ojos, imágenes de su vida en Mercurio destellando en su mente: su madre calibrando el PERMET en el taller, Nika riendo mientras desarmaba un dron, las noches mirando el cielo anaranjado desde un domo roto. Tomó un respiro largo, preparándose, y apretó el gatillo… o eso pensó. Su dedo no se movió. Todo su brazo derecho, el que sostenía la pistola, estaba inmóvil, como si una fuerza invisible lo hubiera congelado. El resto de su cuerpo temblaba, pero su brazo era una estatua. Suletta abrió los ojos, confundida, el pánico creciendo en su pecho. —¿Qué…?— Intentó mover el brazo, apretar el gatillo, pero no respondía. Era como si su propio cuerpo la traicionara. Entonces Suletta volvio a escuchar la voz de Eri, la cual resonó en su mente, suave pero cargada de desesperación. —Mami, no… no lo hagas—. Suletta se quedó helada, el arma aún se mantenia contra su sien. La rabia y el miedo estallaron en su interior. —¡Déjame morir, monstruo! — gritó, su voz resonando en la cabina. Intentó forzar su brazo, pero seguía sin obedecerla. Las lágrimas caían más rápido, y su respiración era convertida en jadeos. —¡Déjame morir! — —Mami, no—, volvió a decir Eri, con una voz ahora temblorosa, como si la niña estuviera llorando. —No quiero volver a estar sola…— Esas palabras golpearon a Suletta como un martillo gravitacional. El llanto de Eri, mezclado con el suyo, llenó su mente, un coro de dolor que resonaba en el vacío. La fuerza de voluntad de Suletta se desmoronó, su cuerpo estaba agotado por la ansiedad y el terror. Con un sollozo final, su brazo derecho recuperó el movimiento, y la pistola cayó de sus manos, golpeando el suelo de la cabina con un sonido metálico. Suletta se desplomó en la silla, abrazándose a sí misma, llorando a todo pulmón. En el espacio, su llanto era inaudible, pero en su mente, el sonido combinado de su dolor y el de Eri era ensordecedor. No entendía qué era Eri, ni por qué la llamaba mamá, pero en ese momento, en el borde del abismo, la voz de la niña había sido un ancla. La había salvado, no de Dominicus, no de la Federación, sino de sí misma. Suletta respiró hondo, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. La cabina estaba oscura, el Aerial inmóvil, pero el PERMET seguía zumbando, en un recordatorio de que aún estaba viva, aún tenía una misión. —Gracias, Eri—, susurró, con una voz apenas audible. No sabía si la niña podía escucharla, pero necesitaba decirlo. Se enderezó en la silla, mirando la pantalla de navegación. Asticassia estaba cerca, y Miorine Rembran era su única pista para seguir adelante. No tenía aliados, no tenía un plan, pero tenía al Aerial… y a Eri. —Mami no va a rendirse—, dijo, más para sí misma que para la niña. Ajustó los controles, preparando al Aerial para la siguiente fase. La Bruja de Mercurio había tocado fondo, pero en el llanto compartido con Eri, había encontrado una chispa de esperanza. Dominicus podía perseguirla, la Federación podía condenarla, pero Suletta Mercury no estaba sola. Y eso, por ahora, era suficiente. En el espacio, el concepto de día y noche era una ilusión, un lujo reservado para los nacidos en cuerpos celestes como la Tierra, donde el giro del planeta marcaba el paso del tiempo con amaneceres y atardeceres. En las colonias espaciales, todo era una imitación: el aire reciclado, el agua purificada, el cielo proyectado en pantallas o domos. La Escuela de Tecnología Asticassia, una estación orbital flotando en la órbita terrestre, no era la excepción. Sus sistemas replicaban un ciclo diurno, oscureciendo el sol con filtros artificiales para simular la noche, permitiendo a los habitantes concebir el sueño en un entorno que, en esencia, era una mentira. Miorine Rembran lo sabía, y lo odiaba con cada fibra de su ser. Estaba sola en el despacho del director de la academia, un espacio que había reclamado como su habitación personal, rechazando con desprecio la oferta del director de asignarle una suite VIP. —La hija de Delling Rembran no necesita favores—, había dicho, con una voz cortante como el hielo. El despacho era austero, con una mesa de acero, estanterías llenas de tabletas de datos y un ventanal que ofrecía una vista de la Tierra, un recordatorio constante de un mundo al que no pertenecía. El reloj en la pared marcaba la hora de dormir, y el cielo artificial de la academia se había oscurecido, los filtros opacando el sol para crear una penumbra tolerable. Pero para Miorine, esa oscuridad era tan falsa como todo lo demás: la comida sintética, el aire procesado, las sonrisas de los estudiantes que la rodeaban. Se sentó en el borde de la mesa, su cabello plateado cayendo en mechones desordenados sobre sus hombros. Frente a ella, en una canasta de metal, había un puñado de tomates, rojos y brillantes, lo único real en este entorno artificial. Eran el legado de su madre, Notrette Rembran, una ingeniera agrícola que había liderado un proyecto revolucionario para producir alimentos orgánicos en colonias espaciales. En un sistema solar donde la vida dependía de sintetizadores y procesadores, cultivar comida en entornos hostiles era un desafío titánico. Notrette había soñado con cambiar eso, con dar a las colonias algo más que sustitutos insípidos. Pero el atentado que le quitó la vida, cuando Miorine tenía apenas cuatro años, había destruido ese sueño. El proyecto fue “suspendido” por UNISOL, enterrado en los archivos del Grupo Benerit, y lo único que quedó fue la investigación sobre los tomates: cultivos resistentes, capaces de crecer en suelos pobres y atmósferas controladas. Miorine había encontrado esos archivos años atrás, escondidos en los servidores de la Federación. Con una mezcla de nostalgia y rebeldía, había replicado los experimentos de su madre en un pequeño invernadero secreto en Asticassia, usando equipo robado y su propio ingenio. Los tomates eran su triunfo, su conexión con Notrette, y lo único que le sabía bien en esta jaula dorada. Estiró la mano y tomó uno, su piel suave y cálida bajo sus dedos. Lo acercó a sus labios y dio un mordisco, el jugo dulce y ácido explotando en su boca. Por un momento, cerró los ojos, dejando que el sabor la transportara lejos de la academia, lejos de la Federación, lejos de su padre. Delling Rembran. El nombre era un peso en su pecho, una cadena que la ataba a esta vida que despreciaba. Lo culpaba por la muerte de Notrette, por haber provocado las revueltas que culminaron en el atentado. Cada decisión de su padre, cada expansión del Grupo Benerit, cada maniobra de UNISOL, era una traición a la memoria de su madre. Miorine quería escapar, huir a un lugar donde su apellido no significara nada, donde pudiera ser libre. Pero la realidad era implacable. Mañana era la Cumbre del Grupo Benerit, un evento que reuniría a los líderes de Grassley, Jeturk, Peil y el propio Delling. Miorine tendría que asistir, sonreír falsamente, tomar la mano de Guel Jeturk, su prometido por un acuerdo que no había elegido, y fingir que todo estaba bien. Guel. Pensar en él le arrancó una risa amarga. El heredero de Jeturk Heavy Machinery era un idiota, atrapado en la misma jaula que ella, pero demasiado ciego para darse cuenta. Creía que ser el mejor piloto de la academia lo hacía especial, que su futuro en Dominicus lo convertiría en un héroe. Pero para Miorine, no era más que un niño jugando a los cuentos de hadas, soñando con cazar brujas mientras ignoraba las cadenas que lo ataban. Su enfrentamiento en el corredor, cuando estuvo a punto de abofetearla, solo había confirmado lo que ya sabía: Guel era débil, un peón en el juego de sus padres, igual que ella. Miorine dio otro mordisco al tomate, el sabor ahora mezclado con la amargura de sus pensamientos. Miró la canasta, los frutos rojos brillando bajo la luz tenue del despacho. Eran un recordatorio de lo que pudo haber sido, de la vida que Notrette había imaginado para las colonias. Pero también eran un símbolo de su propia resistencia, de su negativa a ser solo la Princesa de Hielo, la heredera de Delling. Guardó el resto del tomate en la canasta y se levantó, caminando hacia el ventanal. La Tierra giraba lentamente allá abajo, un mundo que nunca había conocido de verdad. —Mamá—, susurró cerca a la ventana, su aliento empaño el vidrio. —Si tan solo estuvieras aquí…— No sabía que, a pocos kilómetros de distancia, una bruja pilotando un Gundam se acercaba, llevando consigo un torbellino que cambiaría su destino. La Cumbre del Grupo Benerit estaba a horas de comenzar, y con ella, el choque inevitable entre Miorine Rembran y Suletta Mercury. En el espacio, todo era artificial, pero el fuego de la rebelión que estaba por encenderse sería dolorosamente real. El espacio carecía de los ritmos naturales que definían el tiempo en un planeta, pero para Suletta Mercury, la noche había sido eterna. Desde la cabina del Aerial, estacionado en la sombra de un asteroide, había pasado horas estudiando los patrones de seguridad de la Escuela de Tecnología Asticassia. Sus ojos estaban rojos, inyectados de sangre por la falta de sueño, pero aun asi seguían cada movimiento en las pantallas tácticas: drones de vigilancia, Mobile Suits patrullando en formaciones precisas, naves de transporte pasando por estrictos controles de seguridad, y guardias humanos coordinando cada entrada y salida. Asticassia no era solo una academia; era una fortaleza orbital, diseñada para proteger a los herederos de los conglomerados del Grupo Benerit, así como a los hijos de altos cargos de CESO y UNISOL. La seguridad era impenetrable, un sistema sin fisuras donde cada nave, proveedor o estudiante era escaneado y registrado. Los cañones de plasma tipo crucero, montados en los bordes de la estación, podían reducir una nave a cenizas en segundos. Los robots militares de SOVREM, equipados con sensores de última generación, patrullaban los perímetros internos y externos. Los Mobile Suits, pilotados por militares entrenados, aseguraban que ninguna amenaza pasara desapercibida. Un enfrentamiento directo sería suicidio; los cañones de plasma derretirían al Aerial antes de que pudiera disparar un solo tiro. Suletta lo sabía, pero también sabía que rendirse no era una opción. Su madre seguía en peligro, Nika estaba vulnerable en Mercurio, y el plan de Ochs era su única pista para avanzar. Tras horas de observación, Suletta había identificado un único punto débil en las defensas de Asticassia: la trituradora de plasma. Como toda colonia espacial, Asticassia generaba un campo de gravedad artificial para sus habitantes, pero este campo también atraía objetos pequeños, escombros, fragmentos de asteroides, basura espacial, que podían convertirse en amenazas si colisionaban con la estación. La trituradora de plasma, una red de láseres de alta potencia ubicada en una entrada secundaria, estaba diseñada para desintegrar estos objetos. A diferencia de las naves y Mobile Suits, que podían contrarrestar la gravedad con sus propulsores, los objetos inertes eran absorbidos y destruidos sin excepción. Era un sistema automatizado, vigilado pero no custodiado, y ahí residía la oportunidad de Suletta. El plan era arriesgado, rayando en lo suicida. Liberaría al Aerial de sus anclajes magnéticos, permitiendo que la gravedad de Asticassia lo atrajera hacia la trituradora. Mantendría el Gundam apagado, como un simple trozo de metal, hasta estar dentro del rango de los láseres. Entonces, activaría el PERMET a un nivel extremo para generar una onda de interferencia que desactivara temporalmente la trituradora, permitiéndole infiltrarse por las tuberías de ventilación conectadas al sistema. Desde fuera, parecería una falla momentánea, un error técnico que no levantaría sospechas. Una vez dentro, podría moverse como un Mobile Suit más, siempre que mantuviera el PERMET en un nivel bajo para evitar ser detectada como una anomalía. Suletta respiró hondo, sus manos temblando ligeramente sobre los controles. —Vamos, Eri—, dijo, su voz un susurro en la cabina silenciosa. Liberó los anclajes magnéticos, y el Aerial quedó a la deriva, flotando en el espacio como un cadáver metálico. Con un impulso breve de los propulsores, ajustó su trayectoria para que el Gundam se enrollara en una posición fetal, sus extremidades plegadas para parecer una esfera irregular desde lejos. A los sensores de Asticassia, sería indistinguible de un fragmento de asteroide. La gravedad artificial de la estación comenzó a tirar del Aerial, arrastrándolo hacia la boca de la trituradora de plasma. Desde la cabina, Suletta observó cómo la entrada se acercaba, una caverna oscura iluminada por miles de láseres que destellaban como los dientes de un monstruo mítico. El rugido de los sistemas de desintegración resonaba en su mente, amplificado por el PERMET. Su corazón latía con fuerza, cada segundo acercándola más al punto de no retorno. —Ayúdame, Eri…—, susurró, su voz temblando de determinación y miedo. Cuando el Aerial estuvo a pocos metros de la trituradora, Suletta cerró los ojos y activó el PERMET. —PERMET Score 7—, pronunció, y una oleada de energía recorrió su cuerpo. El dolor fue inmediato, una presión insoportable que apretaba su cerebro como si estuviera atrapado en una prensa hidráulica. Para cualquier bruja, un nivel tan alto habría sido letal, reduciendo su mente a un amasijo de tejido destrozado. Pero Suletta, por razones que aún no entendía, podía soportarlo. La presión era incómoda, casi insoportable, pero su conciencia se mantuvo intacta, su voluntad inquebrantable. El Aerial respondió al instante, emitiendo una onda de interferencia de PERMET que envolvió la trituradora. Los láseres parpadearon y se apagaron, el sistema colapsando bajo la sobrecarga. Era su momento. Suletta empujó los propulsores a máxima potencia, y el Aerial se lanzó hacia adelante, atravesando la entrada de la trituradora como una flecha. La cabina vibró violentamente mientras el Gundam se abría paso por las tuberías de ventilación, el metal chirriando contra las paredes. Segundos después, los láseres de la trituradora volvieron a encenderse, funcionando como si nada hubiera pasado. Suletta emergió por una rejilla de ventilación, el Aerial deteniéndose en el aire con un movimiento fluido. Frente a ella, Asticassia se desplegaba en toda su gloria: praderas verdes simuladas, cascadas artificiales cayendo en lagos cristalinos, árboles diseñados genéticamente para prosperar en un entorno sin sol. Era un mundo falso, pero tan hermoso que Suletta se quedó sin aliento. Comparado con el desierto naranja y abrasador de Mercurio, esto era un paraíso, un sueño que nunca había imaginado. Por un momento, olvidó el peligro, la misión, el peso de su destino. —Lo logré—, susurró, sus ojos brillando con una mezcla de incredulidad y triunfo. —Eri, lo logramos—. El Aerial flotaba silenciosamente, sus sistemas en modo de bajo consumo para evitar la detección. Los Mobile Suits patrullando el cielo artificial de Asticassia eran comunes, estudiantes y guardias entrenando o vigilando, así que el Aerial no levantaría sospechas siempre que mantuviera el PERMET bajo control. Suletta ajustó los niveles, reduciendo la actividad neural a un murmullo apenas perceptible. El plan había funcionado. Estaba dentro de Asticassia, infiltrada en el corazón de la fortaleza del Grupo Benerit. Pero la euforia duró poco. La realidad la golpeó como un martillo gravitacional: estaba sola, sin aliados, sin un plan claro más allá de encontrar a Miorine Rembran. Dominicus seguía tras ella, y si la descubrían, no habría escapatoria. La Cumbre del Grupo Benerit estaba a horas de comenzar, y con ella, su oportunidad de cumplir la misión de Ochs… o de perderlo todo. Suletta respiró hondo, con sus manos firmes en los controles. —Un paso a la vez—, se dijo, su voz cargada de determinación. La Bruja de Mercurio había cruzado el umbral, y ahora, en el corazón del enemigo, comenzaría su verdadero desafío. Suletta había estacionado el Aerial en un hangar de mantenimiento en los niveles inferiores de Asticassia, un espacio lleno de Mobile Suits de entrenamiento y unidades obreras, sus armazones desgastados por el uso hacian el lugar perfecto para esconder al Aerial. Con cuidado, tomó un manto grande de lona, probablemente usado para cubrir maquinaria en reparación, y lo extendió sobre el Aerial, ocultando su blindaje de Gundarium Beta bajo una fachada de chatarra. Desde fuera, el Gundam parecía un Mobile Suit averiado, indistinguible de las otras máquinas en el hangar. Satisfecha con el disfraz, guardó la pistola de plasma en su cinturón, asegurándose de que quedara oculta bajo su uniforme de técnico de UNISOL. No sabía si el uniforme falso, proporcionado por Kirin, resistiría un escrutinio cercano, pero era su única carta para moverse por Asticassia sin levantar sospechas. Antes de abrir la compuerta de la cabina, Suletta miró la consola del Aerial, sus luces estaban apagadas en modo de bajo consumo. —Ya regreso, Eri. Sé buena niña—dijo, su voz suave pero cargada de una ternura que no había esperado sentir. La presencia de Eri, esa misteriosa niña que habitaba en el Gundam, o en su mente, había pasado de ser un enigma perturbador a una compañía extraña pero reconfortante. Suletta abrio la cabina del Aerial y el aire sintético de Asticassia la golpeó de inmediato, un contraste sorprendente en comparación con el calor opresivo de Mercurio. En su planeta natal, el aire artificial era denso, caliente, como inhalar vapor que quemaba los pulmones con cada respiración. Aquí, aunque seguía siendo sintético, era fresco, limpio, casi vivificante. Suletta cerró los ojos y tomó una bocanada profunda, dejando que llenara sus pulmones. Por un momento, se permitió disfrutar de la sensación, un lujo que nunca había conocido. —Es… maravilloso—, murmuró, abriendo los ojos para observar el hangar, con sus luces frías y el leve zumbido de las máquinas. Antes de dar un paso, la voz de Eri resonó en su cabeza, clara y vibrante mediante el PERMET. —¿Vamos a salir, mami? — Suletta se congeló, y su corazón dio un vuelco. —¿Eri? ¿Dónde estabas? — preguntó, con su voz temblando ligeramente mientras miraba alrededor, aunque sabía que la niña no estaba físicamente allí. —Estaba dormida…—, respondió Eri, en un tono somnoliento pero alegre. Suletta esbozó una sonrisa torcida, una risa irónica escapó de sus labios. Dormida. Por supuesto. Los niños, después de llorar demasiado, se agotaban y se dormían. El plan suicida de la trituradora de plasma, el momento en que ella había elevado el PERMET a Score 7 y atravesado las defensas de Asticassia, lo había hecho sola, sin la ayuda de Eri. La ironía era casi cruel. —Tú durmiendo y yo arriesgando mi vida—, murmuró, sacudiendo la cabeza. —Eri, no puedes salir. Si un Mobile Suit camina libremente por aquí, llamará la atención. Sé buena niña y espérame—. La respuesta de Eri llegó con un dejo de capricho. —Pero puedo ir contigo, sin moverme con el juguete—. Suletta frunció el ceño, confundida. —¿Qué quieres decir con…?— Antes de terminar la frase, una sensación extraña la envolvió. Fue como si una onda de energía, pura y vibrante, chocara contra su cerebro, atravesándolo como un rayo. El PERMET rugió, amplificando la conexión, y por un instante, Suletta sintió que su mente se expandía, que algo —alguien— se fusionaba con ella. Luego, la calma. La voz de Eri volvió, pero esta vez no resonaba a través del PERMET; estaba dentro de su cabeza, clara como si la niña estuviera susurrándole al oído. —¡Aquí estoy, mami! — Suletta jadeó, tambaleándose. —¿Eri? ¿Cómo…?— No entendía qué acababa de pasar. El PERMET había actuado como un enlace, un link-up que había permitido a Eri transferirse a su mente, como si la niña fuera un programa o una conciencia alojada en el Gundam. Pero no había tiempo para analizarlo. La presencia de Eri, cálida y juguetona, era real, y aunque desconcertante, le daba una chispa de coraje. —Vámonos, Eri—, dijo, esta vez sin hablar en voz alta, dejando que las palabras resonaran en su mente. —¡A jugar! — respondió Eri, su voz llena de entusiasmo infantil. Suletta abandonó la cabina con cautela, moviéndose entre las sombras de las máquinas. El Aerial estaba bien escondido, camuflado como un Mobile Suit en reparación, sin embargo, cada paso la acercaba más al peligro. Su uniforme de UNISOL, aunque falso, le daba una apariencia legítima, y el PAD que Kirin le había proporcionado era su única guía en el laberinto de Asticassia, sin embargo estaba incompleto. Suletta estaba a punto de llegar a la puerta del hangar cuando esta se abrió de golpe, dejando entrar a un hombre con el uniforme de mantenimiento de Asticassia. Suletta y el hombre se congelaron al mismo tiempo, sus ojos se encontraron en un instante de tensión. El hombre, un tipo de mediana edad con el cabello desordenado y una expresión de fastidio, fue el primero en hablar. —¡Dios mío, carajo! ¡Qué susto me has pegado! ¿Por qué UNISOL no avisa que sus mecánicos ya están en Asticassia? ¡Joder, mujer, casi me matas de un infarto! — Suletta parpadeó, su mano deteniéndose a centímetros de la pistola oculta en su cinturón. Agradeció en silencio no haberla sacado. Su mente corrió, buscando una excusa. —Sí, lo siento—, dijo, forzando una sonrisa nerviosa. —Me enviaron de urgencia para unas reparaciones, pero… me perdí. Es mi primera vez aquí —. En su mente, se reprendió a sí misma. Genial, Suletta. Qué gran excusa, pensó sarcásticamente. Sin embargo, Eri, con un tono alegre, respondió en su cabeza: —¡A mí me gustó, mami! — El hombre suspiró, pasándose una mano por el cabello. —Eso lo entiendo. Este lugar es un maldito laberinto. Con la Cumbre del Grupo Benerit hoy, todo está patas arriba. Además, con la alerta de Dominicus sobre una revuelta de insurgentes, están revisando hasta el aire que respiramos—. La miró con más atención, entrecerrando los ojos. —¿Estás aquí para la reparación de los motores o del sistema de seguridad? — Suletta sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo la calma. —El de seguridad—, dijo, rezando para que sonara convincente. El hombre frunció el ceño. —¿Entonces qué haces en el hangar B-18? Seguridad está al otro lado de la estación—. Un escalofrío recorrió la espalda de Suletta. En su mente, Eri susurró: —Tranquila, mami—. Suletta forzó una risa nerviosa. —Como dije, me perdí. Esto es… enorme—. El hombre soltó un gruñido de simpatía. —No te lo discuto. Asticassia es un monstruo—. Sacó un terminal portátil de su cinturón y proyectó un holograma con un mapa de la estación. —Mira, seguridad está aquí—, dijo, señalando un punto en el nivel superior. —Tienes tu PAD, ¿verdad? Puedo pasarte el mapa si quieres—. Suletta asintió rápidamente, sacando el PAD que Kirin le había dado. —Eso sería muy útil—, dijo, su voz más firme ahora. Con un pitido, el mapa se transfirió a su dispositivo, una guía detallada de los corredores, hangares y áreas restringidas de Asticassia. —Gracias—, añadió, ofreciendo una sonrisa tensa. —No hay de qué—, respondió el hombre, ajustándose el uniforme. —Solo mantente fuera de problemas. Con la Cumbre y Dominicus respirándonos en la nuca, nadie está de humor para errores—. Le dio una última mirada, como si intentara recordar su rostro, antes de girarse y volver a su trabajo. Suletta salió del hangar a toda prisa, con su corazón latiendo con fuerza. Mientras caminaba por los corredores iluminados de Asticassia, echó un vistazo rápido por encima del hombro, rezando para que el hombre no sospechara del Aerial cubierto en el hangar. Eri, en su mente, tarareaba una melodía infantil, ajena al peligro. Suletta suspiró, apretando el PAD contra su pecho. Había superado el primer obstáculo, pero la verdadera prueba estaba por venir: encontrar a Miorine Rembran en una estación llena de enemigos, con Dominicus acercándose y el peso de su misión amenazando con aplastarla. La Bruja de Mercurio estaba dentro, pero el juego apenas comenzaba.
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