ID de la obra: 949

La bruja de Blanco

Mezcla
NC-21
En progreso
2
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planificada Mini, escritos 610 páginas, 373.297 palabras, 24 capítulos
Descripción:
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Capítulo 9 El Aquelarre de las Estrellas Heridas

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Un día había pasado desde la pesadilla que sacudió a Suletta. Sin embargo, las secuelas de ese evento seguían resonando en la base de Grassley Defense Systems en Titán. Era temprano en la mañana, según el horario terrano, y Shaddiq estaba de pie en la habitación asignada a Suletta y Miorine. Su figura se encontraba envuelta en el uniforme negro mientras observaba, incrédulo, el desastre a su alrededor. La habitación, que alguna vez había sido un espacio funcional y ordenado, ahora parecía un campo de batalla tecnológico: las luces empotradas en el techo estaban destrozadas, con fragmentos de vidrio y cables colgando como venas rotas; el panel de control en la pared se encontraba quemado, su pantalla holográfica fundida en un patrón grotesco de plástico derretido; y el aire olía a ozono y circuitos calcinados, un recordatorio visceral del caos que había tenido lugar. A su lado, un equipo de técnicos escaneaba la habitación con dispositivos portátiles. Sus rostros mostraban concentración absoluta mientras analizaban los daños. Uno de ellos, un hombre joven con gafas y un uniforme gris de mantenimiento, se giró hacia Shaddiq. Su tableta emitía un pitido mientras procesaba los datos. —¿Qué es lo que ha pasado aquí? —preguntó Shaddiq, con la voz calmada, pero cargada de una seriedad que reflejaba su preocupación. Cruzó los brazos, sus ojos oscuros recorriendo el desastre con una mezcla de incredulidad y análisis. El técnico ajustó sus gafas. Su expresión se mantenía tensa mientras revisaba los resultados en la pantalla. —Todos los circuitos del cuarto están quemados —respondió con tono profesional, aunque teñido de asombro—. El Permet… o algo conectado a él… sobrecargó los sistemas eléctricos. La habitación está inhabitable en este estado. Tendremos que reemplazar casi todo el cableado y los paneles. Shaddiq frunció el ceño mientras procesaba la información. Luego giró la cabeza hacia Miorine Rembran, quien permanecía a su lado, con los brazos cruzados y una expresión de recelo. Su cabello plateado estaba recogido en un moño desordenado, y su vestido gris —aunque elegante— evidenciaba una noche sin descanso: ojeras bajo sus ojos plateados y una tensión perceptible en su postura. —¿Qué pasó aquí, Miorine? —preguntó con un tono más suave, mirándola con una mezcla de curiosidad y preocupación—. Esto no es un fallo técnico común. Miorine suspiró. Bajó la mirada un momento, luego alzó el rostro para enfrentarlo. —Suletta tuvo una pesadilla —dijo con firmeza, aunque un matiz de cansancio se filtraba en su voz—. Eso es todo. Shaddiq alzó una ceja, claramente incrédulo. —¿Una pesadilla? —repitió, con escepticismo—. ¿Esto fue causado por una pesadilla? ¿Estás segura? Miorine asintió. Su expresión se endureció y cruzó los brazos con más fuerza. —Sí, Shaddiq —respondió, más cortante—. Suletta estaba bajo mucho estrés. La pesadilla… descontroló su conexión con el Permet, y esto fue el resultado. Pero solo fue una pesadilla. Shaddiq guardó silencio por un momento. Sus ojos se entrecerraron mientras evaluaba la situación. —Si esto ocurrió por una pesadilla… —comenzó en voz baja, mirando a Miorine con una mezcla de preocupación y cautela—. ¿Supone un peligro para la base? Porque si su Permet puede hacer esto en un momento de estrés, no quiero imaginar lo que podría pasar si pierde el control por completo. Miorine frunció los labios. Su mirada se endureció ante las palabras de Shaddiq. —No —dijo con sequedad, aunque una sombra de duda cruzó fugazmente por su mente—. No supone un peligro. Fue solo una pesadilla, Shaddiq. No va a pasar nada más. Pero mientras hablaba, una parte de ella no podía evitar preguntarse si estaba siendo demasiado optimista. La habitación destrozada era prueba tangible del poder del Permet, y la idea de que Suletta pudiera estar cambiando —que algo más profundo estuviera emergiendo— seguía pesando en su corazón. Shaddiq suspiró, pasándose una mano por el cabello. —Si esto fue solo una pesadilla… —murmuró para sí, con un tono de incredulidad y preocupación—. No quiero imaginar lo que pasaría si estalla en ira. Hizo una pausa antes de girarse hacia Miorine. —¿Dónde está la mercuriana ahora? Miorine suspiró nuevamente. Su expresión se suavizó ligeramente mientras miraba hacia la puerta. —Está en la terraza —respondió, con voz más baja—. Quería estar sola por un momento. Shaddiq frunció el ceño, su tono más severo. —¿Sola? ¿No crees que deberías estar con ella, después de lo que pasó? Miorine negó con la cabeza. Bajó la mirada un instante, luego volvió a alzarla. —Está bien, Shaddiq —dijo, aunque su voz carecía de la certeza que intentaba proyectar—. Necesita espacio para procesar lo que está sintiendo. Y yo… yo necesitaba hablar contigo. Shaddiq suspiró profundamente. Su expresión se endureció mientras miraba de nuevo los daños a su alrededor. —Esto es un desastre —murmuró, frustrado, antes de girarse hacia los técnicos para darles instrucciones. Sin embargo, una sombra de preocupación permanecía en su mente, una duda persistente sobre lo que Suletta y su conexión con el Permet podrían significar para el futuro de la base. Mientras tanto, en la terraza de la base —una plataforma elevada que ofrecía vistas al paisaje helado de Titán—, Suletta Mercury permanecía de pie, mirando al vacío con una expresión perdida. Era muy temprano en la mañana, y el sol apenas comenzaba a iluminar el horizonte, proyectando un brillo pálido sobre la superficie agrietada del satélite. El aire era frío, incluso dentro del ambiente controlado de la base, y Suletta se abrazaba a sí misma. Su cuerpo temblaba ligeramente, intentando encontrar algo de consuelo en el paisaje desolado. Vestía su uniforme de Grassley, aunque estaba desaliñado: la chaqueta abierta, las mangas arrugadas, reflejo de su estado emocional. Sus ojos verdes, enmarcados por ojeras profundas, eran testimonio de una noche sin dormir. El cabello castaño rojizo caía en mechones desordenados sobre su rostro. Su mente seguía atrapada en las imágenes y sensaciones de la pesadilla. Cada fragmento se sentía vívido, como si lo hubiera experimentado en carne propia: fuego, hielo, gritos, risas… El dolor aún palpitaba en su pecho. Un escalofrío recorrió su columna, y se abrazó con más fuerza, sus uñas clavándose en sus brazos en un intento por contener el temblor. —¿Qué está pasando? —murmuró con la voz temblorosa, mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos—. No entiendo nada… Todo es tan confuso. La voz que la había llamado en su sueño —"Mi señora Solaris..."— seguía resonando como un eco persistente, un susurro que la llenaba de un miedo difícil de explicar. ¿Quién era esa voz? ¿Qué significaba? Y lo más desconcertante: ¿por qué sentía que una parte de ella respondía a ese nombre? Suletta suspiró, intentando contener las lágrimas. Mantenía la vista fija en el horizonte, absorta en sus pensamientos, sin notar que alguien se acercaba. Solo reaccionó cuando sintió unas manos en sus caderas. El contacto repentino la hizo sobresaltarse, y soltó un grito agudo mientras su corazón se aceleraba. Se giró bruscamente, con el rostro pálido, y encontró a Renee Costa, doblada de la risa. Tenía las manos en las rodillas y reía a carcajadas. —¡Renee! —exclamó Suletta, llevando una mano al pecho—. ¡No hagas eso! ¡Me asustaste! Renee, aún riendo, se incorporó lentamente. Sus ojos brillaban con diversión mientras se limpiaba una lágrima del rabillo del ojo. —¡Lo siento, lo siento! —dijo, aunque el tono despreocupado dejaba claro que no se arrepentía en lo absoluto—. Es que tienes una cara de mierda, mercuriana. No podía resistirme. Suletta frunció los labios en un mohín y se cruzó de brazos. La miró con una mezcla de irritación y agotamiento. —No es gracioso —murmuró con la voz baja, desviando la mirada. Las ojeras bajo sus ojos eran aún más visibles bajo la luz pálida de la mañana. Renee, tras calmar su risa, suavizó su expresión. La chispa en sus ojos se atenuó, y lo que quedaba era una empatía sincera. —Al menos ya no tienes esa cara de depresión que tenías hace un momento —comentó con un tono más cálido, acompañando sus palabras con una pequeña sonrisa—. Vamos, no puedes quedarte aquí parada mirando al vacío como si el mundo se fuera a acabar. Suletta suspiró, dejando que su postura se relajara poco a poco. Miró a Renee y reconoció que, a su manera, tenía razón. La interrupción —aunque brusca— había interrumpido el espiral de pensamientos oscuros que la envolvía. —Tienes razón… —murmuró con voz suave, esbozando una débil sonrisa. Sus ojos, sin embargo, seguían reflejando el peso del cansancio. Renee le devolvió la sonrisa, y su actitud animada volvió a aflorar. Se cruzó de brazos y alzó una ceja con entusiasmo. —¿Quieres correr? —preguntó con un brillo de energía contagiosa en la mirada. Suletta parpadeó, confundida por la propuesta. La miró como si no hubiera entendido bien. —¿Correr? —repitió, desconcertada. Renee negó con la cabeza y soltó una risa suave, haciéndole un gesto para que la siguiera. —No preguntes tanto, mercuriana —dijo con diversión—. Solo sígueme. Te hará bien moverte un poco. Suletta dudó unos segundos. Luego echó una última mirada al horizonte helado de Titán, y finalmente se giró para seguir a Renee. Caminaron juntas por el pasadizo rumbo al área de ejercicios. La pesadilla seguía latiendo en su mente, como una sombra persistente, pero la presencia vibrante de Renee le ofrecía un momento de alivio. Un respiro breve, pero necesario, en medio de la tormenta que amenazaba con envolverla. Suletta caminaba por el pasillo de la base, sus pasos inseguros seguían los de Renee, cuya energía contrastaba con el cansancio que aún pesaba sobre los hombros de la mercuriana. El uniforme de Grassley que vestía Suletta estaba ligeramente arrugado, con las mangas desordenadas y la chaqueta abierta, reflejando su estado emocional tras una noche sin dormir. Las ojeras bajo sus ojos se hacían más evidentes bajo la luz artificial, y sus ojos verdes, aunque atentos, seguían cargados de la confusión y el miedo que las pesadillas habían dejado en ella. No sabía con certeza por qué seguía a Renee, pero la presencia animada de la vanguardia del Escuadrón Delta le ofrecía un respiro: una distracción de los pensamientos oscuros que aún giraban en su mente. Mientras avanzaban, una voz familiar resonó en su cabeza, suave, pero cargada de preocupación. "Mami, ¿todo está bien? Era Eri, quien le hablaba mediante el PERMET. Últimamente, Eri había estado más silenciosa de lo habitual. Sus interacciones se reducían a momentos breves de lucidez, entre largos periodos de un letargo inexplicable. Su voz, aunque reconfortante, sonaba apagada, como si luchara contra un cansancio que ni ella misma comprendía. Suletta se detuvo un instante, su mirada desenfocándose mientras respondía mentalmente. "Todo está bien, Eri" —dijo, con un tono suave pero cargado de una tristeza que no podía disimular—. "Pero… ¿por qué estás durmiendo tanto últimamente? Apenas te he sentido estos días." Eri tardó en responder. Su voz llegó con un matiz de confusión. "No lo sé, Mami… Tengo mucho sueño" —admitió, con un tono más débil—. "Es como si el ambiente estuviera más pesado… No puedo explicarlo, pero me siento agotada. Lo siento…" Su voz se desvaneció poco a poco, hundiéndose en un nuevo silencio que dejó a Suletta con una sensación de vacío en el pecho. Suspiró, encorvando los hombros mientras retomaba el paso. La preocupación por Eri y los restos de su pesadilla seguían entrelazándose en su mente como un nudo imposible de desatar. Renee, notando que Suletta se había rezagado, giró la cabeza con una ceja alzada. —¿Estás bien, mercuriana? —preguntó con curiosidad, reduciendo el ritmo para esperarla—. No te quedes atrás. Suletta asintió rápido, forzando una leve sonrisa mientras apuraba el paso. —Sí, estoy bien —respondió con voz baja, intentando igualar el ritmo de Renee, quien ya avanzaba con una energía inquebrantable. Llegaron al área de ejercicios uno, un espacio amplio y bien iluminado con paredes de acero pulido y ventanales que ofrecían vistas al paisaje helado de Titán. El aire olía a metal y sudor, y el zumbido de las máquinas llenaba el ambiente mientras varios miembros del personal se entrenaban: en cintas de correr, máquinas de pesas y simuladores de combate. Renee se dirigió a una de las caminadoras y subió con agilidad, ajustando los controles con una sonrisa confiada. —Vamos, mercuriana —dijo con entusiasmo, comenzando a correr con un ritmo constante—. Inténtalo. Te hará bien. Suletta dudó. Observó la caminadora con una mezcla de curiosidad y aprensión, cruzándose de brazos. —No soy buena con los ejercicios… —admitió con voz suave, insegura, mirando a Renee, cuya coleta castaña se balanceaba con cada paso. Renee rió con suavidad, girando la cabeza sin dejar de correr. —No importa —respondió con ánimo, regalándole una sonrisa cálida—. Es una buena forma de blanquear la mente. Créeme, ayuda a dejar de pensar en… lo que sea que te tiene así. Hizo un gesto hacia la caminadora contigua y aumentó ligeramente la velocidad. Suletta suspiró. Sus hombros se relajaron apenas mientras decidía intentarlo. —Está bien… —murmuró, subiendo con torpeza y explorando los controles. Presionó el botón de inicio y comenzó a caminar lentamente. Sus pasos eran inseguros al principio, pero tras unos momentos, aceleró a un trote ligero, esforzándose por alcanzar el ritmo de Renee, quien parecía flotar sobre la cinta con una facilidad casi insultante. Renee la observó y sonrió con picardía, subiendo la velocidad de su caminadora. —¡Vamos, Suletta, sigue el ritmo! —exclamó con tono desafiante, sus pasos resonando en la cinta—. ¡No te quedes atrás! Suletta frunció el ceño. Su respiración se volvió agitada mientras intentaba seguirle el paso. Sus piernas temblaban por el esfuerzo. —No… no puedo… —jadeó entrecortadamente, el cansancio acumulado apoderándose de su cuerpo. El sudor comenzaba a perlar su frente, su rostro se sonrojaba, pero antes de que pudiera detenerse, Renee volvió a subir la velocidad, riendo mientras la miraba. —¡Claro que puedes! —exclamó, riendo con fuerza—. ¿Qué pasa, mercuriana? ¿No puedes tener tan poca resistencia? ¡Así no vas a durar mucho tiempo en la cama! El comentario pilló a Suletta completamente desprevenida. Se sonrojó hasta las orejas. —¡R-Renee! —exclamó con voz temblorosa, abrumada por la vergüenza. El rubor y la distracción le jugaron una mala pasada: un mal paso la hizo resbalar. La cinta la arrastró hacia atrás, y cayó con un grito ahogado, chocando contra alguien que estaba justo detrás. El impacto fue leve, pero suficiente para hacerla tambalear. Terminó en el suelo, mientras la caminadora se detenía automáticamente. —¡Lo siento, lo siento! —exclamó al instante, apoyándose en el suelo y levantando la mirada. Pero al ver quién estaba frente a ella, su expresión se tensó. Sabina Fardin la observaba con seriedad. Sus ojos amarillos se clavaban en ella con una intensidad que hizo que el corazón de Suletta se acelerara. —Mercury… —dijo con voz baja, cargada de autoridad, mientras cruzaba los brazos. Su uniforme negro con detalles verdes estaba impecable, y su cabello morado recogido en una coleta alta acentuaba su postura firme. Suletta se incorporó rápidamente e hizo una leve reverencia. —¡Lo siento mucho, Capitana! —exclamó con voz temblorosa, la cabeza gacha y las manos apretadas. Sabina suspiró. Su expresión se suavizó ligeramente al caminar hacia la caminadora de Suletta. —No intentes hacer cosas que no sabes, Mercury —dijo con tono firme, aunque no cruel—. Y no imites a Renee. Es una mala influencia. Renee, que había detenido su caminadora, resopló con indignación. —¡Oye, eso no es justo! —se quejó con dramatismo, alzando una ceja—. ¡Solo intento animar a la mercuriana! No es mi culpa que sea un desastre corriendo. Sabina la ignoró. Subió con elegancia a la caminadora y comenzó a configurar su rutina. Pero antes de empezar, Suletta habló, un destello de preocupación en su voz. —Capitana Fadin… —dijo en un tono más bajo—. ¿Cómo está Nika? Sabina se detuvo de inmediato. Su cuerpo se tensó y giró lentamente hacia Suletta. Sus ojos brillaban con una intensidad protectora. —Nika está bien —respondió, firme pero con un matiz de calidez—. No tienes que preocuparte por ella. Suletta frunció el ceño, sus manos apretadas frente a ella. —Nika es mi hermana… —dijo, con la voz temblorosa pero llena de sinceridad—. No quiero dejarla sola. No otra vez… Sabina la observó en silencio. Luego su mirada se endureció, y su tono adquirió un peso definitivo. —Ella no está sola —dijo con firmeza—. Yo la estoy cuidando. Sin añadir más, giró de nuevo hacia la caminadora y comenzó su rutina con movimientos precisos. Suletta permaneció inmóvil, contemplando la espalda de Sabina con tristeza y resignación. Renee se acercó en silencio y puso una mano sobre su hombro. —Vamos, mercuriana —dijo con suavidad, regalándole una pequeña sonrisa—. No te preocupes tanto. Sabina tiene razón… Nika está en buenas manos. Suletta asintió, aunque la tristeza en sus ojos no se disipó. El ritmo de los pasos de Sabina contra la cinta resonaba en el ambiente como un recordatorio de la distancia que crecía entre ella y las personas que amaba. Nika Nanaura despertó temprano en la mañana; el horario terrano marcaba apenas las primeras horas del día en la base. Estaba sola en una cama amplia, con las sábanas suaves envolviéndola como un abrazo cálido, mientras la luz tenue se filtraba a través de las persianas automáticas. La habitación, que hasta hace poco le era completamente ajena, ahora se sentía como un refugio, impregnada de un aroma que Nika encontraba reconfortante: el aroma de Sabina. Era una mezcla de notas amaderadas y cítricas, un perfume que se había adherido a las sábanas, las almohadas y al aire mismo, haciendo que el corazón de Nika latiera con una paz que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. La joven neptuniana se estiró lentamente, un pequeño suspiro escapando de sus labios. Sus ojos, azules como el mar, recorrieron el espacio vacío a su lado. Su mano, casi por instinto, se deslizó hacia la almohada de Sabina. La tomó con delicadeza, abrazándola contra su pecho mientras hundía el rostro en ella y aspiraba profundamente. El perfume de Sabina llenó sus sentidos, y Nika soltó un suspiro largo, sus orejas puntiagudas temblando ligeramente de felicidad. Se abandonó al momento, ajena al mundo que la rodeaba. No se percató de que la puerta se había abierto con sigilo, ni de que Sabina había entrado. Su figura se detuvo en el umbral, observándola con una sonrisa suave. Acababa de regresar de su rutina matutina. El cabello morado, suelto y ligeramente húmedo por el sudor, enmarcaba su rostro, y sus ojos amarillos brillaban con una ternura que pocas personas llegaban a ver. Al ver a Nika abrazando su almohada con tanta devoción, soltó una risa suave, un sonido cálido que llenó el silencio de la habitación. Nika alzó la mirada al escucharla. Sus ojos se abrieron de par en par al encontrar a Sabina de pie en la puerta, sonriéndole con una mezcla de diversión y cariño. —Te ves muy tierna abrazando la almohada —dijo Sabina, con voz baja y cargada de afecto. Cruzó los brazos, apoyándose contra el marco con una sonrisa que hizo que el corazón de Nika diera un vuelco. Nika soltó la almohada de inmediato con un movimiento torpe, sus manos temblando mientras la colocaba de nuevo en su sitio. El rubor se extendió por su rostro, y sus orejas puntiagudas bajaron en un reflejo de timidez. Su piel azulada se tiñó de rojo, contrastando con su cabello desordenado por el sueño. —¿D-desde cuándo estás aquí? —preguntó, la voz temblorosa, claramente mortificada por haber sido sorprendida en un momento tan íntimo. Sabina rió de nuevo. Su risa era cálida, natural, mientras caminaba hacia la cama con paso seguro. —Desde hace poco —respondió con ternura. Extendió una mano y alzó el mentón de Nika con suavidad, obligándola a mirarla. Sus ojos se encontraron, y por un momento, el mundo pareció detenerse. El silencio entre ambas estaba cargado de una emoción difícil de nombrar. Nika, aún sonrojada, se inclinó hacia adelante y envolvió a Sabina en un abrazo, escondiendo el rostro en su cuello. Sus brazos la rodearon con una necesidad casi instintiva. El calor de Sabina, incluso después del entrenamiento, le resultaba reconfortante, y el aroma de su piel, con un leve toque de sudor, no le incomodaba en lo más mínimo. —Estoy sudada, Nika —dijo Sabina con un dejo de preocupación, intentando apartarse un poco. Sus manos descansaron sobre los hombros de Nika, en un gesto que pretendía marcar distancia. Pero Nika negó con la cabeza, apretando el abrazo mientras murmuraba contra su cuello: —No importa… Esto no es nada sucio. Su voz era suave, apenas un susurro, pero cargada de sinceridad. Sabina sonrió con emoción y, cediendo al abrazo, la rodeó con más fuerza, atrayéndola hacia su pecho. Con un movimiento fluido, Sabina la empujó suavemente hacia atrás hasta que ambas quedaron en la cama, con la capitana encima. Nika emitió un gemido suave al sentir su peso, sonrojándose aún más mientras sus manos se aferraban a los brazos de la mayor. Sus orejas temblaban de nerviosismo. Sabina escondió el rostro en el cuello de Nika, dejando una serie de besos suaves que hicieron que la neptuniana riera entre cosquillas. —¡Basta, me haces cosquillas! —exclamó Nika entre risas, sus manos empujando débilmente los hombros de Sabina. Sabina levantó la cabeza, sus ojos brillando con una mezcla de ternura y diversión. Luego se inclinó y besó su mejilla con afecto. —Me estás volviendo loca, Nika —murmuró, apoyando su frente contra la de ella mientras sus respiraciones se mezclaban. Nika abrió los ojos lentamente. Su mirada era suave, llena de asombro y gratitud. —Eres muy tierna y atenta conmigo… —susurró, temblorosa. Sus manos se deslizaron por los hombros de Sabina, trazando pequeños círculos sobre la tela de su camiseta—. Pero con los demás eres seria y fría… No sé por qué soy especial. Sabina suspiró, una sonrisa curvando sus labios. La intensidad en su mirada hizo que el corazón de Nika se acelerara. —Los saturnianos somos especiales en cierto modo —dijo en voz baja, sincera—. Solo tenemos una pareja en la vida… y sabemos cuándo esa persona ha llegado. Hizo una pausa, sus ojos brillando con emoción. —Tú eres esa persona para mí, Nika. Nika se sonrojó aún más. Sus mejillas ardían mientras tartamudeaba: —¿Q-qué? ¿Y-yo…? Sus orejas subieron y bajaron, delatando su nerviosismo. Miraba a Sabina con los ojos abiertos como platos, abrumada. Sabina rió suavemente, su risa llenando la habitación. Se escondió de nuevo en el cuello de Nika y dejó un beso tierno sobre su piel. —No quiero que te sientas atada u obligada a algo que no deseas —murmuró con tono más serio, sus labios rozando el cuello de Nika—. Pero yo estoy segura de lo que siento. Nika tragó saliva. Sus manos temblaban mientras se aferraba a sus hombros. Cerró los ojos y susurró: —Nunca he tenido a nadie más… aparte de Suletta. Su voz era apenas un hilo, cargada de vulnerabilidad—. No sé cómo actuar… No sé cómo hacer esto. Sabina alzó el rostro. Sus ojos se encontraron. —¿Estar cerca de mí te causa incomodidad? —preguntó, con cuidado y paciencia, observando cada detalle de su reacción. Nika negó con la cabeza de inmediato. Aún ruborizada, ofreció una pequeña sonrisa. —No… —susurró con sinceridad—. Es agradable… Me gusta estar contigo. Sabina dejó escapar una risa aliviada, apoyando de nuevo su frente contra la de Nika. Luego, lentamente, se inclinó hacia adelante y unió sus labios en un beso suave. Nika abrió los ojos, sorprendida, pero luego los cerró, dejándose llevar. El beso era delicado, cálido, una caricia silenciosa que hablaba por ambas. Cuando se separaron, Sabina la miró con ternura. Nika, aún sonrojada, bajó la mirada y susurró: —Ese… ese fue mi primer beso. Sabina sonrió, un brillo pícaro cruzando su rostro mientras acariciaba su mejilla con el pulgar. —Me alivia saber que la mercuriana no me quitó eso también —dijo, divertida. Se inclinó una vez más y le dio otro beso breve, envolviéndola con un abrazo fuerte. Sus cuerpos encajaban con naturalidad, como piezas que siempre habían pertenecido juntas. Después de un momento, Sabina se incorporó, ajustando su camiseta mientras sonreía. —Necesito darme un baño —anunció con voz ligera. Tomó una toalla del armario y se dirigió hacia el baño. Nika, aún sentada en la cama, se sonrojó otra vez. Jugaba con el borde de su pijama gris plomo mientras murmuraba: —Yo… yo también tengo que darme uno. Sabina rió, divertida. Abrió la puerta del baño, girándose para mirar a Nika con una ceja alzada. —Vamos entonces —dijo con un tono travieso, haciéndole un gesto con la mano. Nika abrió mucho los ojos, sus mejillas encendidas. Pero tras unos segundos, una pequeña sonrisa se formó en sus labios. Se levantó de la cama con pasos tímidos, siguiendo a Sabina hacia el baño, su corazón latiendo con una mezcla de nerviosismo y felicidad. En una sala de mando subterránea de la base de Ochs, oculta en un asteroide remoto del cinturón de Kuiper, dos figuras debatían acaloradamente bajo la luz tenue de un panel holográfico que proyectaba mapas estelares y datos tácticos. El aire estaba cargado de olor a metal y circuitos, y el zumbido constante de los sistemas de soporte vital resonaba como un latido mecánico. Las paredes de acero reforzado y las pantallas mostrando transmisiones encriptadas daban testimonio de la naturaleza clandestina de Ochs. La primera figura, Kael Drayton, era un estratega de mediana edad con un rostro curtido por años de conflicto. Su cabello corto y grisáceo lucía desordenado, y sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de indignación y agotamiento mientras golpeaba la mesa holográfica con el puño, haciendo que los mapas parpadearan. Vestía un uniforme táctico marrón oscuro, con insignias que marcaban su rango, y mantenía una postura tensa, como si cargara cada decisión de Ochs sobre los hombros. —¿Cómo puedes justificar lo que hicimos en Asticassia? —exclamó, su voz grave resonando en la sala—. Tanta gente inocente… No debieron morir. Ese ataque fue un error, Vira. Un error que nos perseguirá. Frente a él, Vira Solen, una mujer más joven, irradiaba autoridad a pesar de su apariencia delicada. Su cabello negro estaba recogido en una trenza apretada, y sus ojos verdes destellaban con determinación fanática. Llevaba el mismo uniforme que Kael, pero en un estado impecable, cada pliegue cuidadosamente colocado. —¿Inocentes? —replicó con desprecio, inclinándose hacia la mesa—. Eran parte de la élite opresora, Kael. SOVREM y UNISOL los entrenaban para perpetuar su dominio. Se merecían mucho más que lo que les dimos. Si queremos un nuevo orden, tenemos que cortar las raíces del viejo. Sin importar quién caiga. Kael frunció el ceño. Sus manos temblaban ligeramente mientras la miraba con una mezcla de furia y tristeza. —¡Eran niños, Vira! —gritó, su voz quebrándose mientras golpeaba la mesa de nuevo—. Estudiantes… No tenían elección, no pidieron estar allí. ¿Qué clase de revolución estamos construyendo si empezamos matando a los inocentes? Vira entrecerró los ojos. Su expresión se endureció mientras se incorporaba, y su voz se volvió tan fría como el acero que los rodeaba. —Esos “niños” habrían crecido para ser los próximos tiranos —dijo con voz cortante, señalando el holograma que mostraba los escombros de Asticassia—. No podemos permitirnos sentimentalismos, Kael. SOVREM y UNISOL no dudarían en hacer lo mismo con nosotros. Kael negó con la cabeza y se pasó una mano por el rostro, tratando de calmarse. Su respiración era agitada. —Esto no es solo sobre SOVREM y UNISOL —dijo con voz más baja, aunque cargada de tensión—. Hay algo más grande en juego… Las brujas, Vira. El Permet. No lo controlamos. No sabemos a qué nos enfrentamos. No son humanas. Son monstruos disfrazados. ¿Y si al atacar Asticassia despertamos algo que no podremos detener? Vira frunció los labios. Un destello de duda cruzó fugazmente su rostro, pero fue sustituido rápidamente por resolución. —Las brujas son un problema, sí —admitió, cruzándose de brazos—. El Permet sigue siendo una tecnología que no entendemos del todo, y eso nos deja en desventaja. Pero solo significa que debemos ser más rápidos, más letales. ¿Recuerdas a Uranielle? La bruja de Urano… Su destino fue un castigo divino. La presión del Permet de esa otra bruja, la mercuriana, le reventó la cabeza. Si eso no es una señal de que vamos por el camino correcto, no sé qué lo es. Kael guardó silencio. Sus ojos oscuros se clavaron en el holograma. El recuerdo de Uranielle, que una vez fue aliada de Ochs, aún lo atormentaba. Su cabeza había explotado durante un enfrentamiento con Suletta Mercury, y las grabaciones de seguridad habían captado todo. —Un castigo divino… —murmuró con tono amargo—. O un recordatorio de que estamos jugando con fuerzas que no entendemos. ¿Y si la próxima en caer eres tú, Vira? ¿O yo? No podemos seguir actuando como si tuviéramos el control. Vira abrió la boca para responder, pero fue interrumpida por el sonido de una transmisión entrante. Ambos se giraron hacia el panel holográfico, la discusión suspendida. Pero el peso de sus palabras siguió flotando en la sala, una tensión que prometía más conflictos por venir. En otra instalación de Ochs, más cercana al núcleo del sistema solar, Elnora Samaya se encontraba frente a una pantalla holográfica de gran tamaño. Envuelta en un abrigo negro que ondeaba ligeramente al moverse, su figura proyectaba autoridad. El cabello rojo oscuro caía desordenado sobre sus hombros, y sus ojos verdes brillaban con una mezcla de determinación y fatiga. Frente a ella, las tres CEOs de Peil Technologies aparecían como proyecciones inestables. Todas lucían trajes ejecutivos blancos y grises, y sus rostros mostraban irritación y exigencia. La primera en hablar fue Nerys Velt, la CEO principal, de rostro anguloso y mirada severa. —¿Por qué Belmeria Winston no está en la base de Ochs, Elnora? —preguntó, su voz cortante—. Ese era el plan. La necesitamos para avanzar con el proyecto Permet. Cada día que pasa es un riesgo que no podemos permitirnos. Elnora frunció el ceño. Su tono fue tan firme como frustrado. —Hay un tercero involucrado —dijo secamente—. No pudimos liberarla porque alguien más intervino. Dominicus, probablemente. Nos interceptaron antes de sacarla de Mercurio. Las otras dos CEOs intercambiaron miradas, sus rostros cargados de escepticismo. Nerys volvió a hablar, ahora más fría. —Eso no es suficiente, Elnora —replicó, inclinándose hacia la cámara—. Belmeria se movió hacia una zona cercana a Saturno. Tiene un localizador implantado, y dejó de emitir señal cuando entró en órbita. Si quieres demostrar que no estás saboteando esto, más vale que la encuentres allí. Elnora alzó una ceja, su expresión endureciéndose. —¿Saturno? —repitió, incrédula—. No voy a enviar más personal de Ochs tras una corazonada. Si quieren que investigue esa zona, al menos mándenme a una de sus “brujas”. No arriesgaré a mi gente sin garantías. Las tres CEOs intercambiaron otra mirada silenciosa. Finalmente, Nerys asintió, su gesto cargado de determinación. —Está bien —aceptó—. Enviaremos al Sujeto Mejorado #4. Pero esperamos resultados, Elnora. No toleraremos más retrasos. Elnora asintió con expresión neutra. Con un gesto rápido, cortó la transmisión. Las figuras de las CEOs se desvanecieron en un parpadeo. La sala quedó en silencio. Exhaló largo y murmuró para sí, su voz impregnada de ironía amarga: —Sujeto Mejorado #4… Y después nosotros somos los monstruos. Sus palabras resonaron en la sala vacía, un eco que encapsulaba la tensión de una guerra sin rostro, donde todos, incluso los supuestos líderes, eran peones atrapados en un tablero que escapaba a su control. La bruja de Júpiter viajaba a través de la galaxia, su rumbo fijo hacia la última señal que había percibido de su señora Solaris, un eco en el Permet que resonaba como un faro en la oscuridad del espacio. Estaba dentro de Goliath, su Gundam, una máquina colosal que desafiaba las proporciones de cualquier mobile suit convencional. Goliath era una bestia descomunal, el doble del tamaño estándar, con una armadura gruesa y reforzada que emanaba la majestuosidad del planeta que representaba. Su estructura, cubierta de placas metálicas gris oscuro con detalles dorados, brillaba bajo la luz estelar. Los propulsores, enormes y rugientes, expulsaban un resplandor azul intenso que impulsaba al Gundam a velocidades impresionantes a través del vacío. La bruja de Júpiter manejaba el Permet con una destreza casi sobrenatural, fusionada con su máquina en una sinergia que convertía cada movimiento en un acto de fe. Dentro de la cabina, rodeada de pantallas holográficas con mapas estelares y datos del Permet, Júpiter se mantenía erguida. Su cabello blanco plateado, recogido en moños azul celeste y dorado, brillaba bajo la luz de la consola. Sus ojos plateados estaban fijos en el navegador, iluminados por un fervor devoto. Llevaba una túnica blanca con detalles dorados; en su espalda, la cruz estrellada pulsaba suavemente con cada interacción con el Permet. La última señal de su señora había provenido cerca de Saturno. Hacia allí se dirigía, impulsada por una mezcla de esperanza y determinación. Plutón tenía razón: viajar sola en Goliath era una locura. Los inquisidores de Dominicus la detectarían con facilidad. Y aun así, para Júpiter, el riesgo valía la pena. Cada segundo la acercaba más a su destino. Y con fe inquebrantable, se sumergía más en el Permet, dejando que su conexión divina guiara su curso. A miles de kilómetros, en el sector K-22B Omega, cerca de Plutón y Urano, el capitán Roderich Wolken comandaba la fragata Eisenflamme, una de las naves insignia de Dominicus en su cruzada contra la bruja fugitiva de Mercurio. Veterano de sesenta años, Roderich era un hombre forjado en décadas de guerra. Su cabello gris estaba cortado al ras, y su rostro, surcado de arrugas, hablaba de una vida dedicada al combate. Vestía el uniforme morado de Dominicus, con insignias doradas que marcaban su alto rango. Su expresión, mientras descansaba en la silla de mando, era una mezcla de resignación y cansancio. Frente a él, pantallas y paneles monitoreaban hasta el último rincón del sector. Había sido otro hombre cuando se casó, a los 47 años. Ahora, con la jubilación a la vista, su única motivación era volver a casa con su esposa y su hija. Un sueño sencillo. Pero los recientes movimientos de Ochs lo habían alterado todo: Dominicus había reactivado la caza de brujas. Una fugitiva de Mercurio. Según informes confusos, era capaz de bloquear el ANTIDOTE. No se daban detalles. Solo órdenes: patrullar el sector y reportar anomalías. Para Roderich, todo esto era una pérdida de tiempo. Nadie había visto una bruja real desde las cruzadas del Kuiper hacía quince años. SOVREM debía concentrarse en los terroristas de Ochs, no en perseguir sombras. —Capitán, no tenemos actividad cercana —informó un cadete desde su puesto, su voz interrumpiendo el silencio. Era Dometec, un joven de rostro afilado y cabello corto, uniformado como dictaban los protocolos. —Era de esperarse, Dometec. Sigue monitoreando el área —respondió Roderich con tono calmo, aunque cargado de resignación. El joven asintió y volvió a su tarea. Roderich, mientras tanto, desvió la mirada hacia un pequeño portarretrato junto a su asiento. Lo tomó con cuidado, acariciando el vidrio con dedos ásperos. La foto mostraba a su esposa y a su hija, ambas jupeturianas. Su esposa tenía el cabello blanco, piel pálida, ojos plomizos. Su hija, de doce años, era una réplica joven de su madre. Roderich suspiró. No quería estar allí. Quería estar en casa. Cerró los ojos por un instante, dejando que los recuerdos lo envolvieran. Pero el instante de paz fue abruptamente interrumpido por un alarido mecánico: la alarma de la nave estalló, acompañada de luces rojas parpadeantes. Roderich se irguió de inmediato. La foto cayó sobre el reposabrazos. —¡Informe, ahora! —ordenó con voz firme. Dometec giró su silla, visiblemente nervioso, mientras sus manos danzaban sobre el panel. —¡Actividad Permet alta, señor! —exclamó—. ¡Señal detectada en el cuadrante 7-Delta! ¡Se aproxima rápido! —Muestren el cuadrante en pantalla —ordenó Roderich, su ceño fruncido. La pantalla principal se iluminó… y el aliento se le quedó atrapado en la garganta. Ante ellos, emergiendo del vacío, estaba un monstruo: un mobile suit gigantesco. Un dreadnought acorazado. Su silueta superaba con creces a cualquier Gundam conocido. Las placas metálicas grises con detalles dorados reflejaban la luz estelar, y sus propulsores rugían con un resplandor azul que iluminaba todo su entorno. Era un Gundam… pero no uno común. Era una bestia diseñada para destruir flotas. —Gundam… —murmuró Roderich, apenas un susurro. No había visto algo así ni siquiera en las cruzadas del Kuiper. —¿Capitán? —llamó un teniente a su lado, su voz llena de incertidumbre. Roderich reaccionó de inmediato. Su experiencia lo guió. —¡Desplegar interceptores ahora! —ordenó—. ¡Inutilicen a la bruja! Salida de mobile suits con ANTIDOTE, ¡ya! No dejen que esa cosa se acerque a la nave. Sus ojos seguían clavados en la figura del Goliath. Un destello de fuego cruzó su mirada. Quizá Dominicus no estaba tan equivocado. Quizá… esta bruja no era como las otras. Una amenaza mayor. Una que podía cambiarlo todo. El espacio se había convertido en un campo de batalla caótico, iluminado por destellos de plasma, explosiones y el resplandor azul de los propulsores del JX-01 Gundam Goliath. La bruja de Júpiter, dentro de su colosal Gundam, enfrentaba a las fuerzas de Dominicus lideradas por el capitán Roderich Wolken. La confrontación escalaba con rapidez hacia proporciones catastróficas. Goliath, encarnación mecánica del poder devastador de Júpiter, se alzaba imponente en el vacío: su armadura gris con detalles dorados brillaba bajo la luz estelar, y sus propulsores rugían con violencia azulada mientras maniobraba con precisión letal. Cada uno de sus movimientos respondía a la voluntad de Júpiter, guiada por su conexión casi divina con el Permet. Dentro de la cabina, la joven bruja de cabello blanco plateado —adornado con moños azul celeste y dorados— se sentaba en el núcleo de la interfaz. Su túnica blanca ondulaba levemente, impulsada por las ondas de presión dentro del sistema. Sus ojos brillaban con fervor devoto mientras sentía cada rincón de Goliath como una extensión de su cuerpo. La máquina no era un vehículo: era una criatura viva, un templo de guerra. Los Juggernaut Cannons, montados en los hombros retráctiles, se desplegaron con un zumbido mecánico. Con solo un pensamiento, Júpiter disparó proyectiles HEMP bolas de fuego magnético que cruzaron el vacío a velocidades hipersónicas. Las naves interceptoras de Dominicus, construidas para velocidad pero no para resistencia, fueron arrasadas. Los proyectiles perforaron sus blindajes como papel y detonaron desde el interior. Las explosiones crearon un espectáculo de fragmentos y plasma, arrancando gritos de terror en las comunicaciones abiertas. Desde la cabina de mando de la Eisenflamme, Roderich Wolken observaba la escena con incredulidad y rabia. Apretaba los reposabrazos de su silla con fuerza mientras lanzaba órdenes a gritos. —¡Desplegar más interceptores! —rugió—. ¡Y lancen los mobile suits con ANTIDOTE ahora! ¡No dejen que esa cosa se acerque más! En la pantalla principal, Goliath parecía un titán: su sistema Cerberus giraba con precisión mecánica, lanzando ráfagas de uranio empobrecido contra un enjambre de drones. Cada impacto era una sentencia. Cada explosión, una advertencia. Un escuadrón de mobile suits con sistema ANTIDOTE se lanzó al ataque. Con armaduras moradas y armas de energía, los pilotos activaron el campo disruptivo que debía neutralizar el Permet. Júpiter lo sintió de inmediato. Un dolor agudo le atravesó la mente como agujas invisibles. Su conexión tambaleó. Las pantallas de la cabina parpadearon violentamente. —¡Argh! —gruñó, sus manos temblando sobre los controles mientras el sudor le perlaba la frente. Los mobile suits aprovecharon. Ráfagas de energía golpearon a Goliath. El Hyper Bastion Armor, su blindaje multicapa, refractó algunos impactos, pero perdió placas exteriores, que cayeron y aplastaron a uno de los atacantes. Aun así, Júpiter sabía que no resistiría mucho más bajo el efecto del ANTIDOTE. Con un grito silencioso de alma, se hundió más en el Permet. El dolor era desgarrador, pero la devoción era más fuerte. Sus ojos plateados comenzaron a brillar con un resplandor azul. —Mi señora Solaris… —susurró, las lágrimas deslizándose por su rostro. —Age me... tueare me... Supplex ad te clamō, infunde mihi robur tuum... O Regina Solaris, adsis! Tua auxilium nunc mihi vitale est! Su voz se volvió un rito sagrado, un clamor que cruzó los límites del espacio físico, resonando a través del Permet como una súplica viva. Un eco que buscaba, más allá de la materia, a su única divinidad. En la base Grassley, en Titán, Suletta estaba sentada en una sala de descanso, sosteniendo una taza de té ya fría. Había buscado soledad, intentando procesar todo lo ocurrido. Pero entonces lo sintió. Un eco. Una conexión que no había invocado. Una voz. Una súplica. Suletta jadeó, dejando caer la taza. El líquido se derramó mientras sus manos temblaban. —¿Qué… qué es esto? —murmuró con voz quebrada. Su Permet se activó sin control. Los niveles aumentaron a un ritmo alarmante. Las luces de la sala parpadearon. Los dispositivos zumbaban con intensidad. Las alarmas sonaron por toda la base. El personal entró en alerta total. En el campo de batalla, Júpiter sintió la respuesta. El dolor desapareció. Una calidez atravesó su alma. Suletta estaba allí. La señora Solaris la había oído. —Mi señora… —susurró, sonriendo con éxtasis. Su Permet se elevó más allá del límite mortal. Su cuerpo temblaba. Pero no importaba. La conexión era perfecta. El Goliath reaccionó de inmediato. Las pantallas mostraron un mensaje: EREBUS Protocol – ACTIVATED Desde su núcleo, un campo gravitacional masivo se desplegó. Diez kilómetros a la redonda. Las estrellas se distorsionaron. El sonido se extinguió, succionado por la microcompresión. Los mobile suits de Dominicus implosionaron. Uno a uno. El metal se dobló sobre sí mismo. Los pilotos gritaban… hasta desaparecer. La fragata Eisenflamme intentó resistir. Pero comenzó a crujir. Las placas estallaban. En la cabina de mando, Roderich y su tripulación quedaron atrapados en el Permet. sus mentes invadidas por una visión que los dejó congelados de terror. Risas de niñas resonaron en sus cabezas, un coro inquietante que se mezclaba con el sonido de sus propios gritos, y frente a ellos apareció la imagen de la piloto del Gundam: una joven jupeturiana con cabello blanco, piel pálida y ojos plomizos, su rostro etéreo brillando con una luz sobrenatural Una niña jupeturiana. Idéntica a su hija. —Juniette… —susurró Roderich, quebrado, antes de ser consumido. Fue lo último que Roderich vio, lo último que sintió, antes de que la Eisenflamme implosionara en una explosión silenciosa, sus restos colapsando en una esfera de metal comprimido que flotó sin vida en el vacío. Toda la tripulación, junto con las fuerzas de exploración de Dominicus, fue aniquilada en un instante, Roderich incluido, su vida terminando en un momento de horror y pérdida En el centro del caos, Goliath flotaba, inmóvil. Su armadura brillaba como una estatua de dioses caídos. Júpiter, jadeando en la cabina, sonreía con paz. Había cumplido su deber. Había protegido el camino hacia su señora. Y con esa certeza, el Gundam rugió de nuevo, sus propulsores encendidos. Se alejó lentamente del campo de muerte que había creado, rumbo a Saturno. Hacia Solaris. Suletta despertó del trance con un jadeo ahogado. Su cuerpo colapsó sobre el suelo metálico de la sala de descanso en la base. El frío del piso se filtró por sus manos mientras su respiración, rápida y entrecortada, trataba de acompasarse. Parecía haber sido arrancada de un sueño profundo y violento. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue un círculo de soldados rodeándola. Apuntaban con rifles de plasma directamente hacia ella. Las puntas de las armas brillaban con un resplandor azul tenue, señal de que estaban cargadas y listas para disparar. Los soldados, vestidos con uniformes negros de Grassley, tenían las mandíbulas tensas y los dedos firmemente posicionados cerca de los gatillos. Toda su postura gritaba amenaza. Suletta parpadeó con fuerza. Su visión seguía borrosa. Trató de incorporarse. —¿Q-qué…? —murmuró con su voz temblorosa, mientras sus ojos azules reflejaban una mezcla de miedo y confusión. Fue entonces que comenzó a notar su entorno. La sala de descanso, que momentos antes había sido un espacio funcional con mesas, sillas y dispositivos electrónicos, ahora parecía un campo arrasado. Las pantallas holográficas estaban quemadas, fundidas en formas grotescas. Las máquinas expendedoras chispeaban sin control, sus circuitos destruidos. Las luces del techo parpadeaban erráticamente, y algunas ya no encendían. Un olor a ozono y metal quemado flotaba en el aire: el hedor del caos. Antes de que pudiera procesar algo más, una voz autoritaria rompió el silencio como un disparo seco. —Enciérrenla. Shaddiq se abrió paso entre los soldados. Su mirada dura estaba clavada en Suletta. No había dudas ni preguntas en su rostro, solo determinación. —¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Qué hice? —exclamó Suletta, con su voz desesperada mientras trataba de levantarse. Sus piernas temblaban bajo el peso de la confusión. El rostro de Shaddiq se tensó. Señaló la sala con una mano. —No te hagas la tonta, Mercury —espetó, con su voz afilada como una hoja—. Mira a tu alrededor. Esto lo hiciste tú, igual que destruiste tu cuarto. ¿Acaso tu objetivo es matarnos a todos? Suletta negó rápidamente con la cabeza. Las lágrimas se formaron en sus ojos mientras lo miraba con súplica. —¡No entiendo! —gritó con la voz quebrada, mientras sus manos temblaban a los costados—. ¡Yo no lo controlo! No sé qué pasó, Shaddiq. ¡No hice esto a propósito! Volvió a recorrer la sala con la mirada. Todo lo dicho por él tenía sentido… pero su mente seguía sumida en el vacío. Shaddiq frunció el ceño. Dio un paso más cerca. Habló con la voz más baja, pero cada palabra pesaba como plomo. —Eso es aún peor —dijo con firmeza—. Si no puedes controlar tu poder, entonces eres un peligro para todos nosotros. Antes de que Suletta pudiera responder, dos soldados la tomaron por los brazos con fuerza. Un tercero colocó esposas magnéticas alrededor de sus muñecas, las cuales emitieron un zumbido suave al activarse. Luego, un cuarto soldado le colocó un collar inhibidor de Permet alrededor del cuello. Al ajustarse, el dispositivo emitió un destello rojo. Suletta jadeó al sentir el bloqueo. Una sensación de vacío la invadió. Su vínculo con el Permet había sido cortado de forma abrupta, dejándola expuesta, vulnerable y desconectada. Shaddiq observó el procedimiento con expresión imperturbable. Sus manos estaban entrelazadas detrás de la espalda mientras daba la siguiente orden. —La mantendremos en observación durante veinticuatro horas —declaró con voz firme, sin mirarla directamente—. Llévenla al bloque de contención. Los soldados la levantaron. Sus movimientos eran mecánicos, pero eficaces. Las botas resonaban sobre el suelo metálico mientras la llevaban hacia la salida. —Por favor… No hice nada… —susurró Suletta, con la voz ahogada por el miedo. Nadie respondió. Nadie la miró. Pero antes de que cruzaran la puerta, Miorine Rembran irrumpió en la sala. Su cabello plateado estaba desordenado. Su vestido gris, arrugado por la urgencia. Había corrido desde el otro lado de la base al oír las alarmas. Al ver a Suletta esposada y rodeada, sus ojos se abrieron con furia y horror. Se interpuso entre la puerta y los soldados con un gesto decidido. —¿Qué estás haciendo, Shaddiq? —exclamó con la voz temblorosa, mientras apretaba los puños a los costados—. ¡Suelta a Suletta ahora mismo! Shaddiq la miró sin titubear. Su tono fue tan firme como antes. —Estoy manteniendo segura la base, Miorine —dijo con gravedad—. Mira lo que hizo. Esto no es un accidente menor. Es un riesgo real. Miorine negó con la cabeza. Sus ojos plateados brillaban con lágrimas contenidas. —¡Suletta no es una amenaza! —gritó con la voz rota—. ¡Ella no quería hacer esto! ¡No es su culpa! Shaddiq entrecerró los ojos. Su expresión se endureció aún más. —Sé que no lo es —respondió con voz baja, pero firme—. No creo que atacaría a nadie a propósito. Pero no voy a poner a toda la base en riesgo por alguien que no tiene control sobre un poder que podría matarnos a todos. Ya ocurrió en su habitación, y ahora aquí. ¿Qué sigue, Miorine? ¿La base entera? Ella dio un paso más hacia él. Su voz se volvió un susurro suplicante. —Por favor, Shaddiq… No la encierres —rogó, con los ojos llenos de lágrimas—. Podemos ayudarla. Podemos estabilizar su Permet. Pero no la trates como una criminal. Shaddiq bajó la mirada por un instante. Luego alzó el mentón, su decisión tomada. —Todos merecen un castigo cuando hacen algo malo —dijo con un tono autoritario—. Este es su castigo. Observación. Veinticuatro horas. Y espero no tener que ver otro incidente. Se dio media vuelta. Ajustó su chaqueta. Salió escoltado por su equipo de seguridad. Miorine permaneció en el centro de la sala. Sus manos temblaban. Sus ojos siguieron a Shaddiq hasta que la puerta se cerró tras él. Entonces, lentamente, giró la mirada hacia la puerta por donde se habían llevado a Suletta. Y lloró. Suletta Mercury era escoltada por los pasillos de la base de Grassley Defense Systems en Titán. Llevaba las muñecas sujetas con esposas magnéticas que emitían un zumbido constante, mientras el collar inhibidor de Permet brillaba con un destello rojo alrededor de su cuello. Los soldados que la flanqueaban marchaban con los rifles de plasma listos, y sus pasos firmes resonaban sobre el suelo metálico mientras la conducían hacia el bloque de contención, una sección aislada de la base diseñada para neutralizar amenazas de alta peligrosidad. Suletta apenas podía mantener el equilibrio. Su cuerpo temblaba por el shock y la confusión, y sus ojos verdes, inundados de lágrimas, revelaban su incapacidad para procesar lo ocurrido. La conexión masiva con el Permet, el daño involuntario que había causado, y las acusaciones de Shaddiq eran un torbellino de pensamientos que la dejaban sin aliento. Llegaron a una celda de contención: una habitación pequeña y estéril, con paredes de acero reforzado y un campo de energía azul que funcionaba como puerta. Los soldados desactivaron las esposas con un gesto rápido, aunque el collar inhibidor permaneció en su lugar. Su peso, frío y opresivo, se sentía como una condena. —Adentro —ordenó uno de los soldados, con una voz seca mientras señalaba la celda. Suletta, con la cabeza baja, entró sin ofrecer resistencia. Sus pasos eran vacilantes. El campo de energía se activó tras ella, sellando la entrada con un zumbido agudo. La iluminación interior era tenue, con un resplandor blanco que apenas disipaba las sombras. El aire estaba cargado de un silencio denso, solo interrumpido por su respiración entrecortada. Se dejó caer contra la pared, deslizándose hasta el suelo. Abrazó sus rodillas contra el pecho mientras su cuerpo temblaba, y sollozos silenciosos escapaban de sus labios. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Su mente, colmada de miedo e incertidumbre, no podía comprender cómo había llegado a ese punto. La conexión con el Permet la había traicionado una vez más. Y la ausencia de Eri —su única compañía constante— la hacía sentir aún más sola. Intentó hablar con ella, como siempre lo hacía. Pero el collar inhibidor bloqueaba cualquier esfuerzo. El silencio mental era más aterrador que la celda misma. Entonces, una voz suave pero firme rompió ese silencio. Provenía de la celda contigua, separada solo por una pared de acero con pequeños orificios que permitían el paso del sonido. —Es bueno tener una compañera de habitación en un lugar tan oscuro —dijo la voz, con un tono que mezclaba el cansancio con un toque de humor amargo. Suletta alzó la mirada de inmediato. Sus ojos se abrieron por completo al reconocer aquella voz. Se arrastró hasta la pared, apoyando las manos contra el acero frío e intentando ver a través de los orificios. Al otro lado, apenas visible en la penumbra, estaba Belmeria Winston. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, vestía un uniforme de prisionera gris. Su cabello rubio, desordenado, caía sobre sus hombros, y sus ojos verdes, apagados por el cansancio, todavía conservaban un brillo de curiosidad. —¿Belmeria? —exclamó Suletta, con la voz cargada de sorpresa mientras se acercaba más a los orificios—. ¿Qué… qué haces aquí? Belmeria soltó un suspiro largo. Miró brevemente al techo de su celda antes de regresar la vista a la pared. —Lo mismo que tú, supongo —respondió con tono seco y un dejo de amargura—. Ser observada. Grassley tiene un interés particular en mantener bajo control a personas como nosotras. Un silencio incómodo se instaló entre ambas. Suletta bajó la mirada. Apoyó las manos contra el suelo, apretándolas con fuerza mientras trataba de entender la presencia de Belmeria. Recordaba los eventos: el secuestro por parte de Ochs, la conexión con Aerial… pero todo estaba nublado, eclipsado por el caos reciente. Belmeria, por su parte, observaba la pared con expresión pensativa. Jugaba con un hilo suelto de su uniforme, como debatiéndose internamente. Finalmente, rompió el silencio. Su voz era más baja, casi un susurro. —La sacaste, ¿verdad? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y acusación. Suletta frunció el ceño. Alzó la mirada, visiblemente confundida. —¿Qué… qué quieres decir? —respondió, con voz temblorosa. Belmeria suspiró nuevamente. Su expresión se endureció ligeramente. —Si sacaste al clon 7800 del Aerial —dijo con más claridad, sin apartar la vista de la pared—. Sé lo que hiciste, Suletta. Lo que no entiendo es cómo. ¿Hasta dónde has elevado tu conexión con el Permet? Los ojos de Suletta se abrieron de par en par. Un recuerdo latente surgió con fuerza. El clon 7800… Eri. Esa revelación —que Eri era un clon, un alma atrapada en Aerial— había sido devastadora. Aún no lo asimilaba. —¿C-cómo lo hice? —repitió, con voz trémula—. No… no lo sé. No entiendo cómo… ¿Hasta dónde he elevado mi conexión con el Permet? Belmeria no respondió de inmediato. Su silencio llenó el espacio entre ellas, haciéndola sentir aún más atrapada. Desesperada, Suletta llevó ambas manos al collar. Sus dedos temblaban mientras intentaba quitárselo, tirando con fuerza a pesar del dolor que le causaba el metal contra la piel. Pero el collar no cedía. —Es inútil —dijo Belmeria, su voz cortando el aire con precisión—. Ese collar tiene un sello magnético. No puedes quitártelo tan fácil. Suletta dejó caer las manos, jadeando. Su respiración se agitó aún más, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. —No puedo comunicarme con Eri… —exclamó, su voz quebrada—. No puedo entrar al Permet… No la escucho más… Belmeria rió. Fue una risa seca, cargada de incredulidad. —Esa es la función del collar, Mercury —dijo con amargura, cruzando los brazos—. Está diseñado para bloquear tu conexión. Mientras lo tengas, no vas a escuchar a tu clon. Suletta no respondió. Apretó los puños sobre el suelo, las uñas marcando su propia piel. Belmeria continuó. Su tono ahora era más serio, más frío. —Si no puedes conectarte con el Permet, el alma del clon 7800 quedará atrapada allí —afirmó—. Sin ti, no tiene forma de manifestarse. Suletta jadeó. Su corazón se aceleró. Miró la pared como si pudiera atravesarla con la mirada. —¡Tengo que salir de aquí! —gritó, con la voz temblorosa—. ¡Tengo que sacarme esta cosa! ¡Eri necesita que la ayude! Belmeria suspiró de nuevo. Su expresión se suavizó apenas. —Solo espera —dijo con voz baja, apoyando la espalda contra la pared y cerrando los ojos. Suletta frunció el ceño. —¿Esperar? —repitió, con incredulidad—. ¿Esperar a qué? Belmeria abrió los ojos lentamente. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. —Pronto vendrán por mí —dijo con voz tranquila, cargada de una seguridad que Suletta no comprendía—. Y tal vez… tal vez tú también puedas escapar conmigo. Suletta permaneció en silencio. Apoyó la cabeza contra la pared, sin despegar la mirada de los orificios. Miedo, confusión… y algo más: esperanza. Por primera vez desde que fue encerrada, no se sentía del todo sola. Elan Ceres, conocido como el Sujeto Mejorado #4, estaba en la cabina del Gundam Pharact, una máquina de guerra especializada en operaciones de precisión y combate a larga distancia. A diferencia de las brujas tradicionales, Elan era un hombre, una anomalía entre quienes manipulaban el Permet. Sin embargo, no era un hombre común: era un clon. El cuarto de una serie creada por Peil Technologies, una empresa que heredó y perfeccionó la tecnología de clonación de Vanadis. Este Elan no tenía cumpleaños, ni recuerdos infantiles, ni vínculos familiares. No tenía padre ni madre. No tenía una vida que pudiera llamar suya. Era un experimento de laboratorio, un sujeto diseñado para soportar la carga del Permet gracias a una manipulación celular imperfecta, pero efectiva. Su existencia era fría y matemática. Su único propósito: cumplir las órdenes de quienes lo crearon. Pilotaba el Pharact con una precisión escalofriante. Su conexión con el Permet amplificaba sus sentidos, permitiéndole operar la máquina como si fuera parte de su cuerpo. Acompañado por una flota de Ochs —desplegada para asistir en la misión de extraer a Belmeria Winston—, Elan lideraba el ataque desde el espacio orbital cercano a Titán. El Gundam Pharact era una figura letal. Su diseño esquelético y aerodinámico, cubierto por placas oscuras y detalles verdes brillantes, lo hacía parecer un depredador entre las estrellas. Su arma principal, el rifle francotirador Viper, estaba montada sobre su hombro derecho: un cañón de plasma de largo alcance, capaz de disparar con precisión quirúrgica y destruir estructuras reforzadas con un solo disparo. El paradero de Belmeria había sido un misterio… hasta que una ola masiva de Permet atravesó el espacio como un quasar. Fue una explosión de energía tan intensa que resonó en todos los que podían sentirla. Elan, conectado al Permet con mejoras integradas, la detectó al instante. En su mente, esa señal se encendió como un faro, y por un segundo, vio: Belmeria estaba encerrada en una celda, en lo profundo de la base de Grassley Defense Systems, en Titán. Pero no estaba sola. Había otra bruja en titan… y era esa bruja quien había generado la onda. No sabía quién era, ni cómo había sobrevivido, pero gracias a ella, ahora tenía un destino claro. El ala sur, donde estaban las celdas de contención, sería su blanco. Elan ajustó los controles del Pharact con movimientos precisos. Su mirada era tan fría como el vacío exterior. Activó el sistema de puntería. El rifle Viper comenzó a cargarse. El cañón brilló con un resplandor azul intenso, una señal de que la energía se estaba acumulando. Sin dudar, Elan apuntó al ala sur. Las pantallas holográficas marcaban su objetivo con exactitud absoluta. No había vacilación. No había moral. Solo el deber mecánico de un arma viva. Y disparó. La ráfaga de plasma cortó el espacio como un relámpago. Un rayo puro de energía se lanzó contra la base con velocidad devastadora, impactando con la fuerza de una explosión orbital. El resultado fue inmediato: las capas de acero reforzado estallaron, y el ala sur fue arrasada en segundos. Columnas de fuego, polvo y escombros se elevaron al vacío. El aire fue succionado hacia el exterior. Los paneles electrónicos se incendiaron. La base se sacudió. Alarmas ensordecedoras resonaron por todas partes. El caos había comenzado. En las celdas de contención, el impacto sacudió los cimientos. Suletta Mercury, que permanecía sentada contra la pared, fue lanzada hacia un lado. Apoyó las manos contra el suelo para evitar golpearse, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Fragmentos de techo caían. El campo de energía que sellaba su celda parpadeó… y luego se desactivó, dejando la entrada expuesta. En la celda contigua, Belmeria Winston se incorporó con rapidez. Su rostro mostraba sorpresa y resolución. —Parece que llegaron antes de lo esperado —murmuró, su voz apenas audible por encima de las alarmas. Suletta, aún aturdida, se levantó con dificultad. Sus ojos verdes estaban desorbitados. Miró la entrada de su celda, ahora abierta al caos exterior. —¿Q-qué está pasando? —exclamó con voz temblorosa. El collar inhibidor seguía brillando alrededor de su cuello. No podía sentir el Permet. No podía sentir a Eri. Belmeria se acercó a la pared que las separaba. Apoyó ambas manos contra el acero frío y habló con firmeza. —Es tu oportunidad, Mercury —dijo—. Si quieres salir de aquí, ahora es el momento. Mis rescatadores están aquí… y si eres lista, vendrás conmigo. Suletta tragó saliva. Miró hacia la entrada, donde una nube de polvo y escombros flotaba en el aire. Aún no entendía del todo lo que pasaba, pero las palabras de Belmeria se repetían en su mente. Escapar. Quitarse el collar. Volver a escuchar a Eri. Con movimientos temblorosos, se levantó por completo. Estaba lista para actuar. Shaddiq estaba solo en la sala de mando de la base mientras observaba un panel holográfico que proyectaba datos tácticos y registros recientes. El líder de Grassley se hallaba inmerso en sus pensamientos, su mente trabajando a toda velocidad para decidir los próximos pasos tras el incidente con Suletta. Mantenía las manos cruzadas detrás de la espalda y los ojos oscuros fijos en un punto distante, con el peso de la responsabilidad presionando sobre sus hombros. La base entera estaba en estado de alerta, y Shaddiq sabía que cualquier decisión equivocada podría significar la diferencia entre la seguridad de su gente o un desastre absoluto. Un temblor repentino sacudió la instalación. Un estruendo profundo hizo vibrar las paredes de acero y provocó que las pantallas holográficas parpadearan con interferencias. Shaddiq se giró de inmediato hacia los paneles de alerta, sus ojos abriéndose con sorpresa mientras los datos fluían sin control, anunciando un ataque en curso. —¿Qué demonios...? —murmuró con voz cargada de incredulidad mientras las imágenes de los sensores externos comenzaban a proyectarse. En la órbita baja de Titán, un mobile suit negro destacaba contra el fondo estrellado. Su figura esquelética se movía con una precisión letal, disparando ráfagas de plasma a larga distancia con la eficiencia de un francotirador. A su alrededor, una flota de naves de Ochs se desplazaba en formación cerrada, sus cañones disparando contra las defensas externas de la base. Cada impacto se traducía en una vibración que recorría toda la estructura. —¿Ochs? —exclamó Shaddiq, su tono encendido por la furia mientras golpeaba el panel de mando con el puño y activaba las alarmas de emergencia con un gesto brusco. Las sirenas comenzaron a resonar en toda la instalación, un chillido penetrante que activó los protocolos de combate. —¡Todas las fuerzas, a sus puestos! —ordenó Shaddiq a través del sistema de comunicaciones—. ¡Despliegue inmediato de mobile suits! ¡Escuadrón Delta, prepárense para el combate! Estamos bajo ataque. En cuestión de minutos, los hangares de la base estallaron en actividad. Soldados corrieron hacia sus unidades, subiendo con eficiencia militar a los mobile suits estándar de Grassley: modelos negros con detalles verdes, diseñados para maniobras ágiles y combate cercano. Entre ellos, el Escuadrón Delta, comandado por Sabina Fardin, se movilizaba con rapidez, alistando sus unidades más avanzadas para enfrentar a los invasores con una determinación feroz. El espacio sobre Titán se convirtió en un campo de batalla caótico, iluminado por destellos de plasma, explosiones y el resplandor azul de los propulsores. La flota de Ochs, compuesta por una docena de naves de combate medianas y un enjambre de drones de apoyo, atacaba con una precisión quirúrgica. Sus cañones disparaban ráfagas de energía que impactaban directamente contra las defensas exteriores de la base, provocando incendios eléctricos y brechas en los paneles blindados. Las torretas automáticas de Grassley respondían con fuego cruzado, emitiendo rayos láser y proyectiles cinéticos que trazaban líneas luminosas en el vacío. Sin embargo, las naves de Ochs maniobraban con una agilidad impresionante, ejecutando patrones de evasión que demostraban una estrategia planificada al milímetro. En el centro de la formación enemiga destacaba una figura letal: el Gundam Pharact, pilotado por Elan Ceres, el Sujeto Mejorado #4 de Peil Technologies. El Pharact, con su estructura delgada y afilada, revestida con una armadura negra salpicada de líneas verdes, se movía como un espectro en la oscuridad. Sus propulsores emitían un brillo esmeralda mientras se mantenía en una posición elevada, fuera del alcance inmediato de las defensas. Montado sobre su hombro derecho estaba el rifle francotirador Viper, un cañón de plasma de largo alcance con una capacidad destructiva aterradora. Desde la cabina del Pharact, Elan controlaba la unidad con precisión inhumana. Su mente estaba fusionada con el sistema de puntería, lo que le permitía calcular trayectorias con exactitud milimétrica. Cada disparo era devastador: los rayos de plasma impactaban contra los generadores de escudo, las torretas y las plataformas de lanzamiento, provocando explosiones que arrojaban escombros al vacío y abrían nuevas brechas en la defensa orbital. La primera respuesta de Grassley no tardó en llegar. Un escuadrón de mobile suits estándar fue desplegado para contener el avance. Estas unidades, equipadas con rifles de energía y escudos de partículas, descendieron en formación desde la base hacia el campo de batalla. Al frente del escuadrón estaba el veterano Toren Vael, cuya voz resonaba con firmeza a través del canal de comunicaciones: —¡Formación Delta-3! —ordenó, mientras maniobraba su unidad para esquivar una ráfaga letal del Pharact—. ¡Flanqueen las naves de Ochs por el sector siete! ¡No dejen que crucen la línea exterior! Las unidades se dividieron en dos grupos, rodeando la formación enemiga desde ángulos opuestos. Uno de los equipos lanzó una salva de misiles guiados hacia las naves de Ochs, mientras el otro avanzaba directamente hacia Elan, intentando rodearlo y forzarlo a retroceder. Pero el Sujeto Mejorado #4 no era un enemigo común. Elan desplegó sus gun bits, pequeños drones autónomos que flotaban alrededor del Pharact como un enjambre de cuchillas flotantes. Estos artefactos disparaban pulsos de energía disruptiva con precisión letal. Los rayos EMP emitidos por los gun bits impactaron a los mobile suits de Grassley, apagando sus sistemas durante segundos vitales y dejándolos flotando a la deriva. Aprovechando la interrupción, Elan disparó una nueva ráfaga desde el Viper. Cada impacto era una ejecución quirúrgica: uno tras otro, los mobile suits quedaron reducidos a chatarra flotante envuelta en llamas. —¡Nos están diezmando! —gritó un piloto, su voz teñida de pánico justo antes de que su unidad explotara en una bola de fuego. Toren Vael, con determinación, maniobraba su unidad para cubrir a los pocos que aún quedaban en combate. —¡Mantengan la formación! ¡No dejen que ese Gundam se acerque a la base! —exclamó mientras lanzaba una ráfaga hacia los gun bits, intentando ganar unos segundos más. Pero en su interior, Toren sabía que estaban siendo superados. El enemigo no solo tenía superioridad táctica y tecnológica; era una fuerza diseñada para aniquilar, una combinación de máquina y piloto que operaba más allá de los límites humanos. Mientras el primer escuadrón de Grassley era diezmado en el vacío, el Escuadrón Delta, liderado por Sabina Fardin, emergió desde los hangares de la base, sus unidades personalizadas surcando el espacio como proyectiles de luz y furia. Sus mobile suits brillaban bajo los resplandores de los propulsores, listos para retomar el control del campo de batalla. Sabina pilotaba una unidad avanzada, un modelo negro con detalles verdes y acentos dorados, optimizado para velocidad y potencia de fuego. A su lado volaba Renee Costa, cuya unidad más liviana estaba diseñada para maniobras de flanqueo y reconocimiento rápido. Cerrando la formación iba Ireesha, en un modelo de soporte con blindaje reforzado y sistemas de escudo de alta capacidad. —¡Escuadrón Delta, formación de asalto! —ordenó Sabina, su voz firme resonando en la red de comunicaciones—. Renee, flanquea por la izquierda. Ireesha, cúbrela con los escudos. Tenemos que derribar a ese Gundam antes de que haga más daño. Los ojos amarillos de Sabina brillaban con intensidad mientras escaneaba el campo de batalla. Su unidad esquivó con elegancia una ráfaga de plasma disparada por los gun bits del Pharact, mientras sus manos se movían con precisión sobre los controles. —¡Entendido, jefa! —respondió Renee, con su tono animado incluso en medio del combate, mientras su unidad giraba en espiral para evitar un rayo paralizante—. Voy por el flanco. Que Ireesha no se duerma. —Estoy activa, no te preocupes —replicó Ireesha con tensión—. Escudos al setenta por ciento. No aguantarán mucho si esos drones siguen con ese ritmo. Los gun bits del Pharact giraban alrededor de la unidad central como un enjambre de cuchillas brillantes. Sus pulsos EMP volvieron a impactar, esta vez contra la unidad de Sabina, apagando sus sistemas durante segundos críticos. El interior de su cabina se sumió en la oscuridad antes de que las pantallas comenzaran a reiniciarse. —¡Maldición! —gruñó, luchando por restablecer el control mientras su unidad giraba sin rumbo en el vacío. Elan, desde su cabina, no perdió tiempo. Apuntó con el Viper y disparó. La ráfaga impactó directamente en el brazo derecho del mobile suit de Sabina, arrancándolo en una explosión violenta. Su unidad giró fuera de control, arrastrada por la fuerza del impacto. —¡Sabina! —gritó Renee, con la voz quebrada por la preocupación. Sin pensarlo, cambió de dirección y aceleró hacia ella, disparando para cubrirla, pero los gun bits la detectaron. Un nuevo pulso EMP la alcanzó de lleno, desactivando momentáneamente todos sus sistemas. Atrapada en su cabina, Renee apretó los dientes. El cañón del Pharact ya apuntaba en su dirección, el resplandor del plasma intensificándose. —No… —jadeó, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de ella—. No puedo moverme… En ese instante, Ireesha se interpuso. —¡No te dejaré morir! —exclamó con un rugido de determinación mientras su unidad activaba todos los escudos disponibles. La descarga del Viper impactó de lleno. Aunque los escudos de Ireesha absorbieron parte de la energía, el golpe fue demasiado. El rayo atravesó su defensa, perforó el torso del mobile suit y lo envolvió en una explosión violenta. En su interior, Ireesha quedó inconsciente, el casco agrietado por el impacto y un hilo de sangre flotando en la cabina. —¡Ireesha! —chilló Renee, su voz cargada de desesperación. Sus sistemas, reiniciados justo en ese momento, respondieron. Aceleró para atrapar a su compañera antes de que la inercia la lanzara hacia el vacío. El campo de batalla era un desastre. La primera línea de defensa de Grassley estaba rota, el Escuadrón Delta prácticamente anulado, y las fuerzas de Ochs continuaban avanzando sin oposición real. Los soldados desde la base miraban con horror cómo el Pharact avanzaba con su andar impasible, como si la destrucción fuera parte de su naturaleza. En ese momento crítico, todo parecía perdido. En el interior del ala sur, ahora convertido en un laberinto de ruinas y fuego, Suletta Mercury yacía entre los escombros, jadeante, su cuerpo cubierto de polvo y cortes superficiales. Los restos de lo que una vez fue el corredor de celdas temblaban con cada nueva explosión que retumbaba en el exterior. Alrededor de ella, cables chispeaban, vigas retorcidas colgaban como garras, y el olor a ozono y metal quemado llenaba el aire. La joven intentó incorporarse, sus piernas temblando bajo el peso del agotamiento, el miedo y la desesperación. Sus dedos buscaron instintivamente el collar metálico que aún rodeaba su cuello, frío, implacable, el mismo que le impedía sentir a Eri, su hermana, su guía. Sus manos encontraron un panel destruido, de donde sobresalía un cable de alta tensión. Chispeaba con electricidad residual. Miró el cable, luego el collar. Sus labios temblaron. —Lo siento, Eri… —susurró con voz temblorosa, sabiendo que lo que estaba a punto de hacer podía matarla. Tomó el cable con ambas manos. La descarga fue inmediata. Una descarga violenta recorrió su cuerpo, haciéndola gritar con los ojos cerrados, las venas de su cuello marcándose mientras su espalda se arqueaba por el impacto eléctrico. El collar emitió un chirrido metálico, soltó un destello rojo y, finalmente, se soltó de su cuello. Cayó al suelo con un chasquido sordo. Suletta colapsó de rodillas, jadeando, su cuerpo temblando por la descarga. La piel alrededor de su cuello estaba enrojecida y quemada, pero lo había logrado. Estaba libre. Entonces, sintió la oleada. El Permet volvió a ella como una marea ardiente. La envolvió, la atravesó. Y con él, volvió la voz que tanto había extrañado: —Mami… estoy aquí. Eri. Las lágrimas brotaron de sus ojos al instante. No pudo contener el sollozo que le desgarró el pecho. —Eri… pensé… pensé que te había perdido. Pero no fue solo Eri quien respondió. Una segunda energía se unió a la suya. Potente. Majestuosa. Un faro de gravedad viva que cruzaba el espacio como un eco ancestral. Júpiter. Desde su Gundam, Goliath, la bruja de Júpiter había sentido el despertar de Solaris. Su energía se fusionó con la de Suletta como dos estrellas colapsando en una. El vínculo fue inmediato. Suletta cayó al suelo con las manos extendidas. El Permet la atravesaba, pero ya no le dolía. Era fuego, sí. Pero también era consuelo, poder, redención. En el vacío sobre Titán, Elan entrecerró los ojos desde la cabina del Pharact. Los sensores de Permet vibraban con fuerza inusual. Una señal tan poderosa como incoherente estaba distorsionando su sistema. —¿Una anomalía…? —murmuró con frialdad mientras giraba el cañón del Viper hacia el ala sur de la base—. ¿Sigue viva…? La energía de Suletta se elevaba como un huracán. Su Permet se expandía a una velocidad peligrosa, alimentada por un nuevo tipo de sincronización. La conexión con Júpiter era total. Elan fijó el blanco en la base, su dedo rozando el disparador. —Una bruja como tú no debería existir. así como los clones defectuosos no sobreviven. Pero entonces, el mundo cambió. Una onda gravitacional colosal rompió el equilibrio del campo de batalla. Todos los sistemas se alteraron. Los gun bits del Pharact cayeron como marionetas rotas. Las alarmas se dispararon dentro de su cabina, los estabilizadores vibraron con violencia, y el Permet emitió un tono agudo como si estuviera gritando. —¿Qué…? Desde las sombras del espacio, emergió el JX-01 Gundam Goliath. Colosal. Majestuoso. Inhumano. Sus propulsores rugían con un eco distorsionado por la distorsión gravitacional, y su armadura, gris oscuro con detalles dorados, brillaba como el casco de una deidad caída. En su pecho, el núcleo Singularity Core palpitaba como un corazón estelar. Desde su interior, Júpiter cerró los ojos. —Mi señora Solaris… te he encontrado. Su Permet se elevó a un nivel inconcebible. La sincronización con Suletta era tan profunda que ya no había dos mentes. Solo una voluntad, compartida. Solo un fuego. El núcleo de Goliath parpadeó. En las pantallas apareció una palabra: EREBUS PROTOCOL: ACTIVATED El espacio se rasgó. Literalmente. Una zona de compresión gravitacional se expandió desde el Gundam. Un anillo de energía oscura envolvió a toda la flota de Ochs. Las naves más cercanas comenzaron a comprimirse, sus cascos deformándose como si una mano invisible las aplastara. Explosiones internas destruyeron los generadores. Los mobile suits fueron los siguientes. Sus pilotos no tuvieron tiempo de gritar. La presión los pulverizó dentro de sus cabinas antes de que sus armaduras colapsaran en esferas de acero y plasma. Un shuttle logró romper el anillo de gravedad. Se aproximó a la superficie de la base, donde Belmeria Winston ya corría entre los escombros. El hangar emergente se abrió automáticamente para recogerla. Se giró hacia atrás, un instante, antes de ser absorbida por la compuerta del transporte. Suletta no estaba con ella. En el espacio, Elan Ceres intentó contraatacar. Sus gun bits dispararon impulsos desesperados, pero la gravedad los atrapó como si fueran insectos en brea. Elan forzó su sincronización al límite. Las venas de su cuello se tensaron. Su visión se tornó borrosa. —Aunque ambos seamos brujas, te destruiré… —escupió. En las pantallas de su cabina apareció el rostro de Júpiter, iluminado por el Permet. No tenía odio. Solo certeza. —Tú no eres una bruja. —Su voz era gélida—. Eres una imitación. Un reflejo sin alma. Goliath levantó un brazo. El campo gravitacional se intensificó sobre el Pharact. La armadura crujió. Los paneles saltaron. Elan gritó. Intentó escapar. Ajustó los controles. Ordenó a su cuerpo que reaccionara. Nada funcionó. Elan Ceres, el Sujeto Mejorado #4, comenzó a implosionar dentro de su cabina. Su cuerpo se comprimió lentamente. El aire fue succionado. El esqueleto cedió. El pecho colapsó. Sus gritos se ahogaron en la sangre mientras el Permet se saturaba con sus señales de dolor. Y entonces, el Pharact dejó de existir. Una esfera de acero comprimido flotó, girando sobre sí misma, como un monumento al fracaso de Peil Technologies. La flota de Ochs, diezmada, huyó del sistema. En el campo de batalla, los restos ardían en silencio. En el ala sur de la base, arrasada por los disparos del Pharact y los efectos colaterales del EREBUS Protocol, Suletta Mercury yacía en el suelo, jadeando. El esfuerzo por liberar su conexión con Eri, la descarga eléctrica, el resurgir del Permet, y el vínculo con Júpiter la habían dejado exhausta. El aire olía a metal fundido, a energía ionizada, a muerte. Frente a ella, el Gundam Goliath descendió con un estruendo sordo, su colosal figura bloqueando por completo la luz que entraba desde las grietas en el techo de la base. Cada uno de sus pasos retumbaba como un tambor de guerra. La tierra temblaba a su paso. Con un siseo hidráulico, la cabina del Gundam se abrió, y la bruja de Júpiter descendió flotando lentamente. Su túnica blanca con bordes dorados ondeaba en la atmósfera aún cargada de electricidad. Su cabello blanco plateado brillaba como si reflejara la luz de un sol que no estaba allí, y sus ojos —profundos, plateados— estaban fijos en Suletta con una intensidad reverencial. Se arrodilló ante ella. —Oh, salve, mi señora Solaris… —su voz tembló de emoción contenida—. Tu fiel oráculo está aquí para aconsejarte. El aquelarre te espera. El culto de la bruja está listo. Mi señora, guíanos hacia la libertad. Suletta abrió los ojos, temblando, sin entender. —¿Señora… Solaris? —susurró, su voz quebrada por la fatiga. La bruja de Júpiter inclinó la cabeza, presionando su frente contra el suelo destrozado con devoción. —Desde Mercurio hasta Júpiter te buscamos. Eres el núcleo de la red. La fuente. La llama. Nosotras —las brujas— existimos por ti. Tú eres la Bruja Solar. Suletta no sabía qué decir. Estaba sucia, herida, aturdida. Y frente a ella había una mujer que irradiaba poder y fervor, que se arrodillaba como si ella fuera una diosa. Sin más, el cansancio pudo más y Suletta se desmayó. En la sala de control, Shaddiq, Miorine Rembran y el resto del personal de Grassley observaban la escena a través de las pantallas de seguridad, sus rostros llenos de incredulidad mientras escuchaban las palabras de Júpiter. Miorine, con las manos apretadas frente a su pecho, sintió un nudo en el estómago mientras veía a Suletta, su novia, siendo aclamada como una figura divina por una bruja cuyo poder había destruido a una flota entera en cuestión de minutos. Shaddiq, a su lado, frunció el ceño, mientras su mente trabajaba a toda velocidad procesando lo que acababan de presenciar. Una bruja muy poderosa había llegado a sus tierras, y con ella, una amenaza que podía cambiar el destino de la galaxia para siempre Miorine se encontraba de pie en la entrada de la sala médica, inmóvil, observando la escena frente a ella con una mezcla de desconcierto y preocupación. Suletta yacía en una cama médica, su cuerpo frágil conectado a una vía intravenosa que goteaba lentamente en su brazo. Una máscara de oxígeno cubría su rostro, ayudándola a respirar tras el colapso reciente. Su cabello castaño rojizo caía desordenado sobre la almohada, y sus ojos estaban cerrados. Su respiración era pausada, pero visiblemente débil. Verla así —otra vez herida, otra vez vulnerable— hizo que el corazón de Miorine se encogiera. Una punzada de ansiedad se instaló en su pecho. Pero no fue solo Suletta quien captó su atención. A su lado, de pie, había una joven con aspecto de sacerdotisa. Su sola presencia exudaba un aire de serenidad mística, casi irreal. Tenía el cabello largo, blanco plateado, recogido con moños azul celeste y dorados que realzaban su apariencia refinada. Llevaba una túnica blanca con detalles dorados que flotaba con ligereza. Sus ojos estaban cerrados, y sus manos permanecían juntas sobre el pecho de Suletta, como si rezara o realizara algún tipo de ritual. La escena parecía sacada de una leyenda antigua, y un escalofrío recorrió la espalda de Miorine mientras la observaba, su mente desbordada de preguntas. Dio un paso adelante. El sonido de sus botas contra el suelo metálico rompió el silencio de la sala. La joven abrió los ojos al instante. Sus iris plateados brillaron con reverencia al encontrarse con los de Miorine. —Lady Arbiter, la estaba esperando —dijo la joven, con su voz suave, cargada de devoción. Miorine se detuvo en seco, frunciendo el ceño. —¿Cómo me llamaste? —preguntó, su tono lleno de incredulidad mientras la escrutaba con desconfianza. La joven bajó las manos con un movimiento grácil, tomó el borde de su túnica e hizo una reverencia con una elegancia que parecía ajena a la era moderna. —Soy Júpiter, Lady Arbiter —respondió con claridad y respeto—. Me honra que una jupeturiana haya sido elegida como la Arbiter. Su cabello blanco, su piel pálida, sus ojos grises… reflejan el linaje de mi planeta. Es un privilegio. Soy el oráculo del aquelarre y la fiel consejera de mi señora Solaris. Alzó la mirada con una leve sonrisa, sus ojos plateados encontrando los de Miorine. —Sé que tiene muchas preguntas, Lady Arbiter. Con gusto las responderé. Miorine parpadeó, intentando digerir el flujo de nombres, títulos y reverencias. Aunque las características físicas que compartían eran propias de Júpiter —cabello claro, ojos grises, piel pálida—, nunca se había considerado parte de algo místico. Suspiró, llevándose una mano al cabello, intentando recuperar algo de control. —¿Por qué llamas Solaris a Suletta? —preguntó, cruzándose de brazos. Júpiter volvió a inclinarse. —Mi señora Solaris es la Bruja Solar. La más poderosa en el Permet —dijo con profunda devoción, sus manos sobre su pecho—. Es la manifestación del Permet hecha carne. Nuestra guía. Nuestro faro. Miorine abrió los ojos ligeramente. Antes habría descartado esas palabras como fanatismo sin sentido. Pero después de lo que había presenciado —la destrucción, los niveles anómalos de Permet, la reverencia de Júpiter—, todo comenzaba a encajar. Aunque fuera inquietante. —¿Y por qué me llamas Lady Arbiter? —inquirió, su voz más suave, aunque todavía alerta. —Porque lo es —respondió Júpiter sin vacilar—. Es la mediadora, el corazón de Solaris. Su compañera, su equilibrio. El Permet me mostró su amor por usted. Esa conexión está escrita en su alma. Miorine enrojeció, el rubor subiéndole por las mejillas. Bajó la mirada por un instante, pero pronto la alzó con firmeza. —¿Cómo sabes eso? Eso es… muy privado. —Frunció el ceño con dureza. —Cuando conecté con mi señora Solaris, nuestras ondas se fusionaron —explicó Júpiter con solemnidad—. Sentí todo lo que ella había sentido. Su amor, su dolor, su miedo. Su devoción por usted. Lo sentí con claridad. Fue hermoso. El silencio volvió, espeso. —¿Qué es el aquelarre? —preguntó Miorine finalmente, su voz más baja, pero firme. —El aquelarre es el círculo sagrado —respondió Júpiter con solemnidad—. Una bruja por cada planeta del sistema. Todas orbitamos en torno a Solaris. Todas la servimos.No todas. —La voz de Miorine fue fría, cortante. Júpiter alzó una ceja con suavidad. —¿A qué se refiere?Fuimos atacadas por Uranielle Uranus. La bruja de Urano. Suletta tuvo que matarla para protegernos. El rostro de Júpiter se tensó. Su mirada se volvió aguda. —¿Quién?Uranielle Uranus. Así se hacía llamar. Júpiter negó lentamente, su expresión endureciéndose. —Urano no es esa tal Uranielle —afirmó con frialdad—. Las brujas falsas no forman parte del aquelarre. No todas las que manipulan el Permet son legítimas. Algunas… profanan lo que no entienden. Miorine se quedó inmóvil. Su corazón latía con fuerza mientras intentaba procesar la revelación. ¿Entonces existían brujas que no eran parte de este “cónclave”? ¿Falsas brujas? ¿Fanáticas por cuenta propia? ¿O rebeldes contra el dominio de Solaris? Una cosa era segura: lo que antes parecía un misterio limitado, ahora revelaba una red compleja de lealtades, poderes ocultos… y una guerra mucho más profunda de lo que había imaginado. Y su pareja, estaba en el centro de todo. Miorine salió de la sala médica con pasos lentos, su cuerpo temblando levemente mientras se apoyaba contra la pared del pasillo. El frío del acero contra su espalda la ayudó a anclar sus pensamientos. Su cabello blanco plateado caía desordenado sobre sus hombros, y sus ojos grises estaban nublados por una mezcla de confusión, miedo y asombro. Todo lo que Júpiter le había revelado resonaba en su mente como un eco persistente: Suletta como la Bruja Solar, el aquelarre, las brujas falsas… Era demasiado para procesar en un solo instante. Cerró los ojos, respiró hondo, y trató de calmar el torbellino emocional que amenazaba con consumirla. Shaddiq, que había estado afuera todo el tiempo, apoyado contra la pared opuesta con los brazos cruzados, dejó escapar un suspiro largo. Su expresión era seria mientras la observaba. —Lo escuchaste, ¿verdad? —dijo Miorine sin mirarlo, su voz baja y cargada de resignación mientras apoyaba las manos contra la pared. Shaddiq asintió lentamente, su mirada endurecida. —Sí, lo escuché todo —respondió con firmeza, aunque con un dejo de incredulidad. Se enderezó y descruzó los brazos—. Y ahora todo tiene más sentido… lo irregular que es la mercuriana. El hecho de que pueda revertir su propia entropía... nadie puede hacer eso. Hizo una pausa. Una risa amarga se le escapó mientras negaba con la cabeza. —No sé si seguir llamándola mercuriana… o solariana, como dice esa bruja. Miorine bajó la mirada, aún procesando esas palabras. La idea de que Suletta fuera más que humana, una manifestación del Permet, una figura cuasi divina... era abrumadora. Antes de que pudiera decir algo, Shaddiq continuó, esta vez con tono más grave. —El ataque de Ochs fue para rescatar a Belmeria —dijo con frustración—. Sabían que la teníamos aquí. Un silencio pesado cayó entre ellos. Entonces, Shaddiq entrecerró los ojos, como si una chispa de lucidez lo golpeara. —Espera un momento —dijo de pronto, la voz tensa—. ¿No dijo Belmeria que... que se hicieron clones de la mercuriana? Miorine lo miró, sus ojos abriéndose con horror. Se llevó una mano a la boca, un susurro tembloroso escapando de sus labios: —Lo sabían... —murmuró—. Vanadis lo sabía. Sabían que Suletta era esa Bruja Solar, o como la llamen. Shaddiq cerró los ojos, apretando la mandíbula mientras dejaba escapar un suspiro frustrado. Sus puños se cerraron a los costados. —Por supuesto que lo sabían —dijo con amargura—. Vanadis siempre ha estado un paso adelante. Siempre. En ese momento, la puerta de la sala médica se abrió con un leve chirrido. Júpiter emergió con un andar grácil. Su túnica blanca con bordes dorados ondeaba ligeramente con cada paso. Sus ojos permanecían cerrados, y su expresión era serena, casi etérea. Alzando ligeramente la cabeza, giró hacia Shaddiq. —También lo estaba esperando a usted, señor Zenelli —dijo, su voz suave pero firme, inclinando la cabeza con cortesía. Shaddiq arqueó una ceja, su mirada endureciéndose. —¿Qué es lo que deseas? —preguntó, con tono seco y una postura tensa, reflejo de su desconfianza hacia aquella bruja. Júpiter respondió con calma, sus ojos aún cerrados: —Mis hermanas del aquelarre están cerca —dijo con una seguridad que heló el aire. Miorine y Shaddiq intercambiaron una mirada de alarma—. Espere la llegada de Plutón, Neptuno y Urano. Saturno debe estar aterrizando en este momento. Su presencia en el Permet es elevada. Shaddiq palideció, procesando con rapidez lo que acababa de oír. Más brujas estaban en camino. Cada una, un titán en su propio derecho, con poder similar —o mayor— al de Júpiter. —No podemos albergar a más brujas en esta base —exclamó, lleno de frustración—. Tu Gundam ya ocupa demasiado espacio. No podemos sostener esto. Júpiter inclinó levemente la cabeza. —El aquelarre siempre se moverá con la señora Solaris —dijo con tranquilidad, pero con una convicción irrefutable—. Donde ella esté, nosotras estaremos. Antes de que Shaddiq pudiera responder, las alarmas de la base estallaron en un ululato agudo. Miorine se tensó, sus manos contra la pared. Shaddiq activó su comunicador, la voz del oficial resonó en el canal: —Señor, un mobile suit se aproxima a la base. No responde a identificaciones. Júpiter giró ligeramente la cabeza, como si sintiera la presencia a través del Permet. —Saturno acaba de llegar —declaró con absoluta certeza. Shaddiq se pasó una mano por el rostro, suspirando. —No disparen —ordenó, resignado—. Dejen pasar temporalmente a esa unidad. Colgó la comunicación. Su mirada volvió hacia Júpiter, quien ya se giraba con precisión hacia el lugar donde debía aterrizar su hermana. Su andar era grácil, y su túnica flotaba con elegancia. —¿No piensas abrir los ojos? —preguntó Shaddiq, con sarcasmo seco—. Vas a caerte si no los abres. Júpiter giró la cabeza hacia él, aún sin abrir los ojos. Una sonrisa leve curvó sus labios. —Solo mostraré mi mirada a los dignos del aquelarre —respondió, su tono suave, pero con una autoridad indiscutible—. No se preocupe, señor Zenelli. El Permet guía mis pasos. Y sin más, comenzó a caminar con calma hacia el hangar, desapareciendo en la penumbra del pasillo. Miorine y Shaddiq la observaron en silencio hasta que se desvaneció de vista. Ninguno de los dos dijo nada durante un largo rato. El peso de sus palabras, y lo que significaba la reunión del aquelarre, colgaba sobre ellos como una sentencia. La base de Grassley, ya debilitada por la embestida de Ochs, ahora debía enfrentar una amenaza aún más desconcertante: el despertar de las brujas. Y en el centro de todo… Suletta Mercury. El GNS-06Z Gundam Voltis se aproximaba a la base a una velocidad que desafiaba las leyes de la física, su figura estilizada cortaba el espacio como un relámpago. El Gundam era una obra maestra de ingeniería, más alto que uno estándar, con extremidades largas y flexibles diseñadas para maximizar velocidad y alcance. Su armadura, de un lila profundo, brillaba con reflejos eléctricos que cambiaban de azul a dorado según la intensidad del Permet que lo alimentaba, creando un espectáculo visual parecido a un baile de energía viva. Los brazos y piernas del Voltis estaban recubiertos por anillos móviles que parecían bobinas de Tesla, zumbando con energía contenida, mientras sus hombros portaban discos giratorios que almacenaban y liberaban electricidad en patrones hipnóticos. El casco, con un visor en forma de delta atravesado por una franja luminosa vertical que pulsaba con cada descarga, le daba una apariencia intimidante. En la parte baja de su espalda, un generador esférico expuesto entre placas protectoras brillaba como un núcleo de poder, vulnerable, pero resguardado por la pura violencia del Voltis. Tras la orden de Shaddiq de no abrir fuego, los escudos y baterías de defensa de la base se desactivaron temporalmente, permitiendo que el Voltis cruzara las líneas sin oposición. El Gundam aterrizó con un impacto atronador en el hangar número tres, enviando una onda de choque que sacudió el suelo metálico. Soldados y técnicos salieron despedidos por la fuerza del impacto; herramientas y equipos ligeros volaron por el aire mientras una nube de polvo y escombros se alzaba densamente. El hangar, amplio y colmado de maquinaria y mobile suits estacionados, pareció encogerse bajo la presencia colosal del Voltis, cuya armadura lila chispeaba con descargas eléctricas, proyectando destellos etéreos en todas direcciones. La cabina del piloto se abrió con un siseo. Vapor caliente se escapó mientras la figura de Saturno descendía con una elegancia que contrastaba con la brutalidad de su llegada. Su presencia imponía un aura de majestuosidad peligrosa, como si el mismo espacio a su alrededor estuviera saturado de electricidad estática. Su piel, blanca como el mármol y con un brillo acuático, parecía eternamente sumergida en los océanos de una luna lejana. Su cabello, largo y ondulado como una corriente marina, era púrpura con reflejos aguamarina, desplegándose a su alrededor como una nebulosa en movimiento. Estaba decorado con ornamentos en forma de flores cristalinas, espirales y perlas flotantes que orbitaban suavemente, como si fueran parte de su campo gravitacional personal. Sus ojos, dorados e hipnóticos, eran capaces de paralizar a quien los mirara. Su atuendo, mezcla de delicadeza acuática y elegancia ceremonial, parecía diseñado para una aristócrata del Permet, con telas que se movían como si estuvieran bajo el agua. Los guardias llegaron rápidamente, sus botas resonando contra el suelo metálico mientras la rodeaban, apuntándola con rifles de plasma que comenzaron a cargarse con un zumbido agudo. —¡Detente donde estás! —gritó uno, su voz temblorosa mientras el cañón de su arma brillaba con un resplandor azul. Los rifles se cargaron al máximo. Pero, de pronto, un silencio inquietante envolvió el hangar. El brillo azul de las armas se apagó; sus sistemas electrónicos fallaron abruptamente. Los soldados apretaron los gatillos, pero nada sucedió. Las armas estaban muertas. Frente a ellos, Saturno había activado su Permet. Su presencia en la red cuántica se manifestó como un campo electromagnético que desactivó toda la electrónica en el hangar. Las luces parpadearon y se apagaron, los monitores se volvieron negros, y los mobile suits emitieron zumbidos graves mientras se apagaban uno a uno. Tras los guardias, se oyeron pasos elegantes. Tacones resonaron en el suelo metálico justo cuando Saturno hablaba con una voz suave, pero cargada de una autoridad implacable: —Caballeros, les recomiendo bajar sus armas antes de que mueran calcinados. Su tono era educado, casi refinado, pero su amenaza era clara. Una figura se colocó frente a ella: Júpiter, su túnica blanca con detalles dorados ondeando con elegancia. Esta vez, tenía los ojos abiertos. Iris plateados brillaban como plomo fundido, su mirada fija en Saturno con intensidad perforante. —Eres la primera en llegar —dijo con tranquilidad y reverencia. Saturno dejó escapar una risa irónica, un sonido melodioso con un toque de sarcasmo. Inclinó la cabeza ligeramente, sus ojos dorados brillando con un destello inquisitivo. —¿Y por qué estamos en una base enemiga, Júpiter? —preguntó con elegancia, pero con evidente desafío, mientras cruzaba los brazos y sus ornamentos flotantes giraban lentamente. —La señora Solaris está aquí, al igual que la Lady Arbiter —respondió Júpiter, su voz cargada de devoción—. Estamos donde debemos estar. Saturno alzó una ceja, un gesto de celos empezó a formándose en sus labios. —¿Ya hay una Arbiter? —dijo. —Así esy es de Júpiter —respondió Júpiter, con orgullo contenido. La expresión de Saturno se tornó seria. —Quiero ver a la señora Solaris —exigió con elegancia, pero con una fuerza que dejaba claro que no aceptaría evasivas. —Primero, desactiva tu campo electromagnético y libera tu Permet —ordenó Júpiter con suavidad, pero con autoridad inquebrantable. Saturno suspiró, un sonido armonioso que vibró en el aire. Cerró los ojos, y su campo se disipó con un leve destello. Inmediatamente, las luces del hangar se encendieron, los sistemas electrónicos reiniciaron, y los rifles de los guardias se recargaron con un zumbido. Los soldados, aún tensos, apuntaron de nuevo... hasta que Júpiter habló. —Dejen de apuntarnos —dijo con un tono calmado, pero con amenaza contenida—. A menos que quieran ser aplastados como si estuvieran en una prensa hidráulica. Aunque sus palabras eran elegantes, tenían el peso de una advertencia mortal. Uno por uno, los soldados bajaron sus armas, sus rostros pálidos, sabiendo que no estaban frente a un enemigo convencional, sino frente a algo... más. Júpiter, satisfecha, miró a Saturno. —Sígueme —dijo con firmeza y respeto—. Te llevaré a ver a la señora Solaris. Saturno inclinó levemente la cabeza, una sonrisa fina en los labios. Siguió a Júpiter con pasos lentos y seguros, su andar una danza hipnótica de telas flotantes, energía sutil y presencia avasalladora. Los soldados se apartaron, sus rifles en bajo, pero sus miradas llenas de temor. El hangar quedó en silencio, con el eco del aterrizaje del Voltis todavía vibrando en el aire metálico. Las dos brujas se internaron en la base. Y con ellas, avanzaba un presagio de transformación total. Júpiter y Saturno entraron en la sala médica con sus pasos resonando contra el suelo metálico con una sincronía casi ceremonial. Júpiter, envuelta en su túnica blanca con detalles dorados, caminaba con una serenidad que reflejaba su devoción; mientras que Saturno, con su cabello púrpura ondulante y ornamentos flotantes, exudaba una majestuosidad peligrosa, su presencia cargada de electricidad latente que parecía vibrar en el aire. La sala, iluminada por una luz tenue y acompañada del zumbido suave de los equipos médicos, se sentía demasiado pequeña ante la imponente presencia de ambas brujas, como si su mera existencia desbordara el espacio contenido por las paredes. Lo primero que Saturno vio al entrar fue a Suletta, acostada en la cama médica, su cuerpo frágil conectado a una vía intravenosa y con una máscara de oxígeno cubriendo su rostro. Su cabello castaño rojizo reposaba desordenado sobre la almohada, y su respiración pausada era un recordatorio de la vulnerabilidad que ocultaba su inmenso poder. Sin embargo, la atención de Saturno no tardó en desviarse hacia la figura junto a la cama: Miorine, de pie con expresión vigilante, su cabello blanco plateado y ojos grises resplandecientes por una mezcla de preocupación y desconfianza. Saturno alzó una ceja, su mirada dorada brillaba con una mezcla de curiosidad y desdén al detenerse a pocos pasos de la cama. —¿Quién eres y por qué estás al lado de la señora Solaris? —preguntó, su voz suave pero cargada de autoridad, provocando que Miorine se tensara, sus manos apretadas a los costados. Júpiter respondió de inmediato, con cortesía, inclinando ligeramente la cabeza hacia Miorine. —Ella, Saturno, es Lady Arbiter —dijo con reverencia. Luego se volvió hacia Miorine, su expresión suavizándose—. Lady Arbiter, ella es Saturno. Pero Saturno no le prestó atención. Se acercó al otro lado de la cama y, con un movimiento elegante, tomó la mano de Suletta con una delicadeza que contrastaba con su energía electrificada. Sus dedos largos y pálidos acariciaron la piel de la joven con ternura reverente, su pulgar trazando círculos suaves sobre el dorso de su mano. Cerró los ojos, conectándose al pulso del Permet de Suletta a través del contacto. Un eco de poder recorrió su conexión, resonando en su propia red cuántica. —Mi señora Solaris… —murmuró con devoción, mientras su cabello púrpura flotaba suavemente y sus ornamentos giraban con un brillo tenue. Miorine frunció el ceño, su expresión endureciéndose al ver la escena. Dio un paso al frente, movida por un impulso protector, y extendió la mano para retirar la de Saturno de la de Suletta. Pero al tocarla, unas chispas eléctricas saltaron con un chasquido agudo. Un arco de electricidad quemó su piel, haciéndola soltar un gemido de dolor y retroceder. Saturno abrió los ojos, su mirada dorada brillando con frialdad. —No me importa que seas la Arbiter —dijo con voz suave, aunque cargada de amenaza—. No te permito interrumpir mi momento con mi señora Solaris. Sin más, volvió su atención a Suletta, retomando el contacto como si Miorine no existiera. La conexión con el Permet se profundizó mientras sentía el poder de la Bruja Solar. Miorine no lo toleró. —Estás loca —exclamó con furia, su voz resonando por la sala—. ¡No tienes derecho a exigir nada! Soy la novia de Suletta, y su corazón es mío. Se interpusó entre Saturno y la cama, su mirada cargada de amor y determinación. Saturno soltó lentamente la mano de Suletta, girando hacia Miorine con una expresión endurecida, sus ojos dorados ardiendo con una mezcla de celos y desprecio. La tensión en el aire se volvió palpable. —¿Qué sabes tú del aquelarre? —preguntó con veneno, avanzando con paso firme—. ¿Qué sabes de las brujas? Eres una niña. Ni siquiera puedes acceder al Permet. Levantó la mano. Sus dedos brillaron con un resplandor eléctrico, y las luces de la sala parpadearon. Una corriente recorrió el cuerpo de Miorine, haciéndola jadear de dolor. Sus músculos se tensaron involuntariamente mientras sus piernas flaqueaban. Respiraba con dificultad, sus ojos clavados en Saturno, llenos de rabia y miedo. —Puedo eliminarte ahora mismo, Arbiter —susurró Saturno, mientras relámpagos danzaban a su alrededor—. Eres una molestia. Júpiter, que había permanecido observando con silencio absoluto, dio un paso adelante. Su tono fue suave, pero no dejaba espacio para la réplica: —Saturno. Suéltala ahora. O lo vas a lamentar La electricidad chispeó aún más fuerte. Saturno ni siquiera la miró. —¿Eso fue una amenaza, Júpiter? —dijo en voz baja, peligrosa. Miorine soltó un gemido ahogado, su cuerpo comenzando a caer. Pero entonces, Saturno se congeló. Literalmente. Sus movimientos se detuvieron, como si hubiera sido atada por una fuerza invisible. Su conexión con el Permet se cortó de forma abrupta. Sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos. Detrás de ella, Suletta estaba despierta. Sus ojos azules brillaban con un resplandor azul profundo, el Permet activado a su alrededor. El aire vibró con su poder, y aunque seguía débil, su voz resonó con una autoridad clara: —No toques a la señorita Miorine… Y entonces, su cuerpo colapsó, volviendo a caer sobre la cama, inconsciente. Saturno y Miorine cayeron al suelo casi al mismo tiempo. Miorine, jadeante, se arrastró hacia Suletta, sus manos temblorosas acariciando el cabello de su novia. Lágrimas caían por sus mejillas mientras la llamaba. —¡Suletta! Estoy aquí… todo está bien… —susurró, su tono trémulo y lleno de ternura. Júpiter se acercó a Saturno, que temblaba, derrotada. Se detuvo a su lado y habló sin levantar la voz: —Te advertí que lo ibas a lamentar. Saturno levantó la mirada, sus ojos dorados ardiendo entre furia y vergüenza. No respondió. Se puso de pie con lentitud, su cabello púrpura cayendo como una cascada a su espalda. Miró a Suletta, luego a Miorine, y finalmente a Júpiter. En silencio, inclinó la cabeza con renuente sumisión y salió de la sala sin pronunciar una palabra, dejando tras de sí una estela de estática. Miorine, inclinada sobre Suletta, acarició su rostro con ternura, sus lágrimas cayendo una a una. Júpiter la observó, en silencio. Sus ojos plateados brillaban con una devoción indiscutible. Sabía que esto era apenas el principio. La verdadera guerra de las brujas acababa de comenzar. Shaddiq había convocado una reunión de emergencia en la sala de mando principal. El recinto, amplio y de paredes de acero reforzado, tenía una mesa holográfica en el centro que proyectaba mapas estelares y datos tácticos. Una tensión densa se sentía en el ambiente. Las luces empotradas emitían un resplandor frío, y el zumbido constante de los sistemas de soporte vital reverberaba como un latido mecánico, amplificando la gravedad del momento. Alrededor de la mesa se encontraban los principales líderes de la base: Sabina Fardin, los capitanes de escuadra —cada uno con expresiones de preocupación y determinación—, el jefe de mantenimiento —un hombre mayor de rostro curtido por años de trabajo—, y Miorine Rembran, cuya presencia era más personal que estratégica. Su cabello blanco plateado estaba desordenado y sus ojos grises reflejaban una mezcla de ansiedad y resolución. Shaddiq, de pie al frente, mostraba en su rostro el peso del cansancio. Con ambas manos apoyadas sobre la mesa holográfica, escaneó con la mirada a cada uno de los presentes antes de hablar, su voz firme aunque cargada de urgencia. —La situación es crítica —dijo, cortante mientras activaba un holograma que mostraba la base y las órbitas cercanas, marcadas con puntos rojos—. La base en Titán ahora alberga a más de una bruja. Según Júpiter, más están en camino. Nos estamos convirtiendo en un nido de brujas, y es solo cuestión de tiempo para que Dominicus aparezca y nos arreste a todos. Un murmullo recorrió la sala. Las miradas se cruzaron, cada rostro tratando de procesar lo que acababan de escuchar. Sabina fue la primera en hablar. Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos suavemente sobre la mesa, su voz grave pero serena. —Entiendo la gravedad de la situación, Shaddiq —dijo, mirándolo con sus ojos amarillos, cargados de una calma contenida—. Permitir que lleguen más brujas podría ponernos en una posición aún más vulnerable frente a Dominicus. Pero también debemos considerar las consecuencias de actuar contra ellas. Gavrin Holt, el jefe de mantenimiento, asintió con expresión sombría. Cruzó los brazos sobre el pecho mientras hablaba con tono ronco. —Sabina tiene razón —dijo, la frustración filtrándose entre sus palabras—. La base ya está al límite. Ese Gundam Voltis de Saturno ocupa demasiado espacio en el hangar 3, y el Goliath apenas cabe en el hangar principal. No podemos alojar más mobile suits de ese tamaño, y mucho menos a las brujas que los pilotan. Si Dominicus llega, estamos acabados. Daren Kael, uno de los capitanes, golpeó la mesa con el puño. Su rostro, enrojecido por la tensión, mostraba el límite de su paciencia. —¡Entonces llamemos a Dominicus ahora mismo! —exclamó, alzando la voz mientras miraba a Shaddiq con una mezcla de furia y miedo—. Entreguemos a las brujas y terminemos con esto. Si nos adelantamos, tal vez podamos negociar algún tipo de clemencia. Pero si seguimos esperando, no tendremos ninguna oportunidad. Miorine se puso de pie de golpe, su silla raspando contra el suelo metálico. Su mirada encendida se clavó en Daren. —¿¡Estás loco!? —gritó, su voz temblando de indignación—. ¡Suletta está aquí! No voy a permitir que la entreguen como si fuera un trofeo. ¿Y qué hay de Júpiter y Saturno? Vinieron por ella. Si las traicionamos, nos ejecutarán como traidores. ¡Estamos atrapados, Daren, no seas estúpido! Sabina alzó una mano con firmeza. Su expresión serena no mostraba juicio, solo equilibrio. —Entiendo tu preocupación, Miorine —dijo, mirándola con empatía—. Suletta es importante para ti, y nadie quiere ponerla en peligro. Pero Dominicus no hará distinciones. Si nos encuentran con las brujas, todos seremos considerados herejes. Debemos buscar una salida que proteja a toda la base, no solo a ella. Gavrin intervino de nuevo, levantando ambas manos como un padre intentando apaciguar una pelea entre hijos. —¡Basta! —exclamó, más fuerte que antes—. Pelear entre nosotros no va a resolver nada. Necesitamos un plan. No gritos. Se volvió hacia Shaddiq, su expresión endurecida por la realidad. —Si dejamos que más brujas lleguen, la base colapsará. Pero si llamamos a Dominicus, nos acusarán de herejía. ¿Qué propones? Shaddiq se pasó una mano por el rostro, procesando cada palabra. Su voz bajó ligeramente, marcada por una resignación que se volvió contagiosa. —No tenemos muchas opciones —dijo finalmente—. Si llamamos a Dominicus, estamos condenados. Nos ejecutarán por haberlas albergado, aunque haya sido solo por horas. Y la mercuriana será la primera. Pero si las brujas los aplastan cuando lleguen… y nosotros las traicionamos… ellas también nos matarán. Miorine frunció los labios, cruzándose de brazos. Sus manos temblaban. —¿Entonces qué estás diciendo, Shaddiq? —preguntó, su tono oscilando entre el miedo y el desafío—. ¿Que no hay salida? ¿Que estamos condenados pase lo que pase? Daren golpeó la mesa otra vez, levantándose de su asiento. —¡Eso es exactamente lo que está diciendo! —exclamó con rabia—. ¡Estamos atrapados entre dos fuerzas que no podemos controlar! Dominicus nos mata si nos encuentran con ellas, y las brujas nos matan si intentamos detenerlas. ¡Esto es un desastre! ¡No hay salida! Sabina respiró hondo antes de hablar, su tono inalterado. —No hay una solución perfecta, Daren —dijo, con paciencia—. Pero debemos elegir el camino que nos dé la mayor posibilidad de sobrevivir. Si actuamos con miedo, si nos precipitamos, solo aceleraremos el final. Shaddiq alzó una mano. Su voz, esta vez, fue como una cuchilla. —Suficiente —ordenó, golpeando la mesa. El holograma titiló brevemente—. Pelear entre nosotros no cambia la realidad. Estamos en una posición imposible. Debemos aceptarlo. Pausó, y luego fijó la mirada en cada uno de los presentes. Su resolución era inquebrantable. —Dejaremos que las brujas lleguen —dijo con frialdad—. Si Dominicus aparece, que se enfrenten entre ellos. Si las brujas ganan, tal vez podamos negociar. Pero si las traicionamos ahora, o si pedimos ayuda, estamos muertos igual. El silencio cayó como una lápida. Miorine bajó la cabeza, las lágrimas deslizándose por sus mejillas. Se abrazó el pecho, temblando. Sabina se recostó en su asiento. Su expresión era imperturbable, aunque sus ojos reflejaban la preocupación de alguien que entendía demasiado bien el peso de esa decisión. Los demás capitanes intercambiaron miradas inciertas. Gavrin suspiró, asintiendo en silencio mientras se pasaba una mano por el rostro. Shaddiq, con los ojos clavados en el holograma, habló por última vez, su voz tan grave como la sentencia que acababa de dictar: —Prepárense para la llegada de más brujas. Y recen… para que podamos sobrevivir a lo que viene. La reunión terminó en un silencio sepulcral. Todos sabían que acababan de cruzar un umbral del que no habría retorno. El destino de la base… y quizás de la galaxia, pendía de un hilo. Habían pasado varios días desde el enfrentamiento entre Saturno y Miorine en la sala médica en Titán. La tensión en el recinto había crecido con cada amanecer, y la presencia de las brujas del aquelarre se había convertido en un recordatorio constante del peligro latente. Desde aquel episodio, Saturno no había vuelto a ver a Suletta. La Bruja de Saturno se había aislado, evitando el contacto con los demás mientras lidiaba en silencio con emociones que la consumían: celos, culpa, dolor… y un arrepentimiento que no sabía cómo nombrar. A diferencia de Júpiter, quien visitaba a Suletta todos los días y se había convertido en su principal fuente de apoyo, Saturno se mantenía al margen. Su corazón era un nudo de sensaciones reprimidas. Al tercer día, Suletta despertó por completo. Su sincronización con el Permet era perfecta: un flujo de energía que parecía latir al unísono con el universo. Su entropía estaba intacta, como si cada fibra de su ser hubiese sido restaurada. El Permet la había reparado, cuerpo y mente, en una armonía que desafiaba toda lógica. Júpiter, presente en ese instante, aprovechó para explicarle todo: el aquelarre, las marcas tácitas, el linaje planetario de las brujas, y su identidad como Solaris, la Bruja Solar, manifestación misma del Permet. Suletta escuchó en silencio, sus ojos azules brillando con asombro y confusión, pero también con una calma que no había tenido antes. Su nueva conexión con el Permet la volvía más fuerte. Más consciente. Más despierta. Mientras tanto, Saturno se refugiaba en un salón olvidado de la base, alguna vez usado por los soldados como área de descanso. Las paredes desnudas de acero y la única luz blanca que caía desde un panel del techo componían un escenario frío, casi ritual. De espaldas a la puerta, Saturno permanecía inmóvil. Su cabello púrpura caía como una cascada sobre los hombros, y los ornamentos flotantes que la rodeaban giraban lentamente, sus destellos pulsando en un ritmo sordo. Nadie se atrevía a acercarse a ella. La veían como un espectro: poderosa, peligrosa, impredecible. Una bruja capaz de electrocutarte con una sola mirada si la provocabas. Muy distinta era la forma en que trataban a Júpiter. A pesar de ser también una bruja, muchos en la base la percibían como un faro de serenidad. Había salvado sus vidas durante el ataque de Ochs, y su gentileza inspiraba confianza. Incluso quienes aún la miraban con recelo empezaban a considerarla una aliada. Júpiter era un bálsamo. Saturno, una tormenta. La puerta del salón se abrió con un leve chirrido. Júpiter entró en silencio, su túnica blanca con detalles dorados ondeando a cada paso. Saturno no se volvió, pero la tensión en sus hombros delataba la tormenta interior que la desgarraba. —La señora Solaris ha preguntado por ti, Saturno —dijo Júpiter con voz suave, firme, cargada de reverencia. Saturno giró de inmediato. Sus ojos dorados se abrieron con una mezcla de sorpresa y esperanza. Su cabello ondulante se agitó, como empujado por una corriente invisible. La expresión de Júpiter, sin embargo, cambió apenas un matiz. Su tono se volvió más grave. —Quiere saber por qué atacaste a Lady Arbiter. Saturno frunció el ceño, su rostro contrayéndose en una expresión de molestia. Sus ojos brillaban con una frustración contenida. —Yo sé la verdad, Saturno —continuó Júpiter, bajando la voz hasta casi un susurro—. La señora Solaris, no. Saturno cerró los ojos con fuerza. Sus puños se apretaron, y las luces del salón comenzaron a parpadear. Chispas eléctricas se formaban en el aire, bailando como luciérnagas nerviosas. Lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. —¿Por qué tenía que aparecer una Arbiter…? —susurró, su voz quebrándose—. ¿Por qué…? Júpiter dio un paso adelante. Su rostro irradiaba comprensión. Una ternura serena. —Porque la señora Solaris siempre va a necesitar una Arbiter, Saturno —dijo con delicadeza—. Eso lo sabes. Las luces parpadearon más fuerte cuando Saturno apretó los puños con más intensidad. Sus lágrimas caían en silencio, y su voz salió como un lamento apenas audible: —No es justo… Júpiter se acercó y levantó una mano para limpiar una lágrima del rostro de su hermana. —Nunca lo es… —susurró, acariciándole la mejilla con una compasión que parecía antigua, como heredada. Saturno abrió los ojos, su mirada llena de un dolor que cortaba como el acero. —Yo fui la Arbiter, Júpiter… Fui la original. ¿Por qué no puedo seguir siéndolo? Júpiter bajó la mano lentamente. Su voz fue un susurro que resonó con la gravedad de una verdad profunda. —Realmente no fuiste tú, Saturno. Fue tu antepasado. Nosotras heredamos todo de nuestros antepasados caídos: sus memorias, sus conocimientos, sus sentimientos…tu heredaste sus recuerdos, su amor… pero no su destino. Saturno volvió a cerrar los ojos. Su respiración se volvió más agitada, sus palabras salieron entre sollozos. —Los saturnianos solo podemos tener una sola pareja, Júpiter… —dijo, su voz rota—. Solaris es mi complemento… El aire a su alrededor vibró, cargado de electricidad. Júpiter limpió otra lágrima con delicadeza. —Lo sé… lo sé… —murmuró, su tono suave como la bruma—. Pero la señora Solaris no lo sabe. Ayúdala a entender. Saturno la miró con terror. —Tengo miedo… —admitió, su voz temblando como una chispa débil—. No quiero volver a ver sus ojos… esa rabia en su mirada… Júpiter colocó una mano firme sobre su hombro. Su voz, aunque suave, era inapelable. —Habla con la señora Solaris —dijo—. Ella necesita escucharte. Y tú necesitas decirle la verdad. Saturno bajó la mirada. Sus manos temblaban. El dolor y el miedo se entrelazaban en su interior como cables cruzados. Finalmente, asintió. Un gesto pequeño. Una decisión enorme. La bruja de Saturno sabía que no podía seguir huyendo. La puerta de la sala médica se abrió con un leve chirrido, y Saturno entró con pasos vacilantes. Su figura, elegante por naturaleza, estaba cargada de una tensión que parecía vibrar en el aire. Su cabello púrpura ondulaba como una corriente marina, y los ornamentos flotantes que la rodeaban giraban lentamente con un brillo tenue, reflejo de su agitación interna. Mantenía las manos apretadas a los costados, temblorosas, y su postura rígida delataba que cada paso le costaba un esfuerzo enorme. Sus ojos dorados, normalmente brillantes y serenos, estaban opacos, nublados por un miedo profundo. Evitaba mirar directamente a Suletta. Su mirada permanecía fija en el suelo, detenida a pocos pasos de la cama. El aire a su alrededor estaba cargado de electricidad estática, un eco de su Permet en estado de disonancia. Suletta Mercury estaba sentada, su cuerpo aún débil pero envuelto en un aura cálida y renovada. Su sincronización con el Permet era perfecta, su entropía completamente restaurada, como si el propio Permet la hubiese reconstruido desde dentro. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de cautela y compasión al ver a Saturno entrar. Inclinó ligeramente la cabeza; sus manos descansaban sobre el regazo mientras intentaba comprender lo que veía. Aún procesaba todo lo que Júpiter le había explicado: las brujas, el aquelarre, las marcas tácitas y su rol como la manifestación del Permet… Solaris. La presencia de Saturno, cargada de una emoción que no lograba descifrar, la inquietaba, pero sabía que necesitaba escucharla. Júpiter, que había acompañado a Saturno hasta la sala, se giró hacia Miorine, quien se encontraba de pie junto a la cama, sus ojos grises tensos, vigilantes, y su expresión llena de una mezcla de recelo y preocupación. —Lady Arbiter —dijo Júpiter con suavidad, inclinando la cabeza en un gesto de respeto—. Creo que sería mejor darles algo de privacidad. Su tono era gentil, pero había una urgencia sutil, una súplica silenciosa que Miorine entendió de inmediato. Miorine frunció los labios, lanzando una última mirada a Saturno antes de volver la vista hacia Suletta. Sus ojos se suavizaron apenas. Luego suspiró. —Está bien… —murmuró, la voz baja y contenida mientras daba un paso atrás, siguiendo a Júpiter hacia la puerta. Antes de salir, lanzó una última mirada a Saturno, sus ojos grises brillando con una advertencia silenciosa, y luego salió de la sala junto a Júpiter, dejando a Suletta y Saturno solas. El silencio que siguió fue pesado, cargado de una tensión que parecía envolver la sala como una niebla densa. Saturno permaneció inmóvil por un largo momento, sus ojos dorados fijos en el suelo mientras su respiración se volvía más agitada, sus manos temblando mientras luchaba por encontrar las palabras. Finalmente, levantó la mirada con cautela, sus ojos encontrándose con los de Suletta, y el miedo en su expresión se mezcló con un dolor profundo que hizo que su voz temblara cuando habló. —Mi señora Solaris… —comenzó con dificultad, la reverencia en su tono contrastando con la vulnerabilidad que lo impregnaba. Su cabello púrpura ondeaba apenas, y sus ornamentos flotantes giraban con mayor velocidad, reflejando su estado emocional. Saturno tragó saliva. —Yo… no quería atacar a Lady Arbiter. Pero… no pude contenerme. No sé cómo explicarlo… Suletta ladeó un poco la cabeza, sus ojos brillando con empatía. Habló con dulzura. —Saturno… ¿por qué lo hiciste? No te entiendo. No te conozco lo suficiente como para saber por qué harías algo así. ¿Qué te llevó a lastimar a Miorine? No había juicio en su voz. Solo la honestidad de quien busca comprender. Saturno dio un paso hacia adelante, vacilante, sus ojos llenándose de lágrimas. Su voz era apenas un susurro. —Mi señora Solaris… no sabes… no puedes imaginar lo que significa para mí estar frente a ti… lo que tú significas para mí… Se apretó las manos contra el pecho, temblando. —Mi linaje… los saturnianos… solo podemos amar una vez. Y ese amor… es eterno… Suletta frunció el ceño, su expresión perpleja. —¿Amar una vez? Saturno asintió con lentitud, lágrimas rodando por sus mejillas. —Mi antepasado, la primera Saturno… fue la Arbiter original de Solaris, hace generaciones. La amaba con todo su ser. Cuando murió, sus memorias, sus emociones, su amor… todo pasó a su sucesora hasta llegar a mí, como ocurre con todas las brujas del aquelarre. Heredé ese amor. Y aunque sé que no eres la misma Solaris… en el Permet, tú eres la misma alma… Suletta enmudeció. Los recuerdos ajenos que comenzaban a emerger desde lo profundo del Permet parpadearon en su mente. Un amor distante. Antiguo. Trágico. —Saturno… —susurró, con voz temblorosa—. No soy la misma persona. Soy Suletta Mercury. No tengo esos recuerdos… no siento lo que ella sintió. No soy… esa Solaris. Saturno negó con la cabeza, desesperada. —Lo sé… pero para mí… tú eres mi complemento. Aunque tú no lo sientas… —bajó la mirada, su voz quebrándose—. Cuando vi a Lady Arbiter… sentí que todo se rompía dentro de mí. No pude soportarlo. No pude contenerme… Sollozó. El dolor y la confesión pesaban más que cualquier descarga eléctrica. Suletta se incorporó lentamente. Su cuerpo aún no se sentía fuerte, pero su corazón sí. Dio un paso hacia Saturno, y con suavidad, tomó sus manos temblorosas. —Saturno… entiendo lo que sientes. Entiendo que este amor es parte de tu linaje… y me duele verte sufrir así. Pero… no puedo corresponderte como esperas. Las palabras salieron suaves, pero firmes. —Mi corazón pertenece a Miorine. Ella es mi amor. Mi Arbiter. Pero eso no significa que no me importes. Eres parte del aquelarre. Y siempre podrás contar conmigo. Siempre. Saturno levantó la mirada. Sus ojos dorados, llenos de lágrimas, destilaban una tristeza ancestral. —Siempre ha sido así… —susurró—. Desde el día en que elegiste a otra Arbiter… siempre ha sido así… Suletta sintió cómo se le apretaba el pecho. Dio un paso más y envolvió a Saturno en un abrazo cálido. —Está bien todo… —susurró, acariciando su espalda con ternura—. No importa lo que pasó en el pasado… ni lo que sientes. Está bien… La abrazó con más fuerza. —No importan los títulos, Saturno. Yo estaré aquí para ti. Siempre. Saturno rompió en llanto. Se aferró a Suletta con una desesperación silenciosa, temblando entre sus brazos. Las lágrimas seguían cayendo, su cabello púrpura brillando tenuemente mientras sollozaba contra su hombro. —Solaris… —murmuró entre gemidos, su voz quebrada—. Solaris… Suletta la sostuvo con firmeza, dejando que se desahogara. Sabía que no podía cambiar el pasado, ni borrar un amor heredado, pero podía ofrecer consuelo. Comprensión. Y un lugar en su vida. Y en ese abrazo, supo con claridad quién era: no solo Suletta Mercury, sino también Solaris, la Bruja Solar que debía acoger el amor, el dolor y la esperanza de todas las brujas del sistema solar. Saturno se había reconciliado con Solaris, o al menos habían alcanzado un entendimiento que permitió a la Bruja de Saturno encontrar algo de paz en su corazón herido. No obstante, la enemistad entre Saturno y Miorine, la Arbiter, era evidente para todos que ambas se odiaban con una intensidad que no se molestaban en ocultar, y cada encuentro entre ellas estaba cargado de una tensión que parecía a punto de estallar. Se lanzaban indirectas como dardos venenosos, palabras afiladas que, aunque disfrazadas de cortesía, eran lo suficientemente obvias como para que cualquiera entendiera su intención. En uno de esos momentos, cuando caminaban por un pasillo de la base, Miorine y Saturno se cruzaron cerca de una de las áreas de descanso. Miorine, con su cabello blanco plateado recogido en una coleta desordenada y sus ojos grises brillando con desdén, miró a Saturno de reojo mientras ajustaba su chaqueta con un movimiento exagerado. —Qué bueno que algunos de nosotros sepamos cómo controlar nuestras emociones —dijo falsamente dulce mientras pasaba junto a Saturno, su mirada fija en el frente como si no le estuviera hablando directamente—. Sería una pena si alguien dejara que sus… impulsos… causaran más problemas, ¿no crees? Saturno, que estaba de pie junto a una ventana con vista al espacio, giró la cabeza lentamente, sus ojos dorados brillando con una mezcla de furia y desprecio mientras su cabello púrpura ondeaba con un brillo tenue. Sus ornamentos flotantes giraron más rápido, reflejando su irritación. Sin embargo, su voz fue igualmente melosa, cargada de un sarcasmo cortante. —Oh, por supuesto, Lady Arbiter —respondió empalagoso mientras inclinaba la cabeza en un gesto burlón de respeto—. Debe ser fácil mantener la calma cuando no tienes ninguna conexión real con el Permet… o con nada importante, en realidad. Algunos de nosotros cargamos con un peso mucho mayor. Hizo una pausa, una sonrisa irónica curvando sus labios mientras añadía, —Pero no espero que lo entiendas. Miorine se detuvo en seco, girándose para mirar a Saturno con una furia apenas contenida, sus manos apretándose en puños a los costados. —¿Peso mayor? —replicó mientras alzaba una ceja, su voz llena de un desdén que no se molestaba en ocultar—. Lo único pesado aquí es tu ego, Saturno. Tal vez si dejaras de vivir en el pasado, podrías ser útil para alguien… aunque lo dudo. La tensión entre ellas creció hasta el punto de que los soldados cercanos comenzaron a apartarse, temiendo que la situación escalara. Por su parte, Suletta , completamente recuperada y con su sincronización con el Permet en su máximo esplendor, caminaba por otro pasillo de la base junto a Júpiter. —Júpiter… ¿crees que algún día Saturno y Miorine podrán llevarse bien? —preguntó Suletta suave pero cargado de una preocupación genuina mientras miraba a la bruja a su lado, esperando una respuesta que le diera algo de esperanza. Júpiter inclinó la cabeza ligeramente, su expresión llena de una calma compasiva mientras miraba a Suletta, su túnica blanca con detalles dorados ondeando con cada paso. —Es algo normal en Saturno, mi señora Solaris —respondió tranquila pero con un trasfondo de resignación mientras miraba hacia adelante—. Nunca se ha llevado bien con las Arbiters. Su linaje… su historia con el aquelarre… hace que le sea difícil aceptar a alguien que ocupa un lugar tan cercano a ti. Sin embargo, con el tiempo, tal vez encuentren un equilibrio. Suletta asintió lentamente, su expresión confundida mientras procesaba las palabras de Júpiter, sus manos juntándose frente a ella mientras caminaban. Detrás de ellas, a lo lejos, se podían escuchar las voces de Saturno y Miorine, sus indirectas venenosas resonando en el pasillo como un eco de su enemistad. —Supongo que algunas personas simplemente no saben cómo dejar ir sus ilusiones —dijo Miorine, cargada de un sarcasmo evidente mientras miraba a Saturno de reojo, ajustándose el cabello con un gesto exagerado—. Qué triste debe ser vivir atrapada en un sueño que nunca se hará realidad. Saturno giró la cabeza hacia ella, sus ojos dorados brillando con furia mientras respondía con un tono igualmente mordaz. —Y qué triste debe ser vivir sin sueños en absoluto, Lady Arbiter —replicó, melosa pero llena de veneno mientras cruzaba los brazos, sus ornamentos flotantes girando más rápido—. Aunque supongo que es más fácil cuando no tienes nada que ofrecer más allá de palabras vacías. Suletta suspiró, su mirada desviándose hacia el suelo mientras escuchaba las palabras distantes de Miorine y Saturno. Luego se giró hacia Júpiter de nuevo. —Júpiter… —comenzó, su voz llena de duda mientras fruncía el ceño, sus pasos ralentizándose—. Saturno me dijo algo que no entendí del todo… Dijo que siempre se lamentará no ser la Arbiter, y que tampoco puede ser mi Custodio… Que lo único que le queda es ser una bruja más del aquelarre. ¿Qué significa eso? ¿Qué es la Custodio? Júpiter le ofreció una sonrisa suave, un gesto lleno de calidez mientras miraba a Suletta, sus ojos plateados brillando con una mezcla de nostalgia y orgullo. —La Custodio, mi señora Solaris, es la bruja más poderosa del aquelarre, después de la Bruja Solar —explicó, su voz tranquila pero llena de reverencia mientras caminaban, sus manos cruzadas frente a ella en un gesto sereno—. Es la bruja que está más cerca del sol, la protectora de Solaris… la Bruja de Mercurio. Suletta parpadeó, su expresión llena de sorpresa mientras se señalaba a sí misma con un dedo. —¿Yo… soy la Custodio? —preguntó, su voz llena de confusión mientras miraba a Júpiter. Júpiter dejó escapar una risa suave, un sonido melodioso que resonó en el pasillo mientras negaba con la cabeza. —No, mi señora —dijo, llena de una calidez que buscaba tranquilizarla—. Usted no es la Bruja de Mercurio… nunca lo ha sido. La Bruja de Mercurio no ha vuelto a aparecer desde las Guerras Inquisitorias. No hay una Bruja de Mercurio dentro del aquelarre en este momento. Hizo una pausa, su mirada volviéndose más seria mientras continuaba. —Saturno lamenta no poder ocupar ese rol porque, como muchas brujas, anhela estar lo más cerca posible de ti… Pero ese lugar está vacío… por ahora. Suletta parpadeó de nuevo. Antes de que pudiera responder, una voz familiar resonó en su mente, clara y suave como un susurro del viento. Mami… mami, más brujas se acercan —dijo Eri, su tono lleno de una mezcla de curiosidad y alerta. Júpiter, inclinó la cabeza ligeramente, sonriendo con dulzura. —Es correcto, Lady Eri —dijo tranquila pero llena de certeza mientras miraba a Suletta—. Mis hermanas están muy cerca. Suletta volteó a mirarla, sus ojos abriéndose con asombro. —¿Puedes… escuchar a Eri? Júpiter asintió, su sonrisa suavizándose. —Sí, mi señora —respondió, llena de una calma que buscaba tranquilizarla—. Estoy conectada al Permet, y puedo escuchar a Lady Eri. Su voz resuena a través de la red cuántica… porque usted la está sosteniendo en el Permet. Suletta frunció el ceño. —¿Sosteniéndola en el Permet? —repitió—. ¿No es… extraño? La existencia de Eri… ¿cómo es posible que esté aquí, en mi mente? Júpiter inclinó la cabeza levemente, y respondió con sabiduria. —Las almas viajan por el Permet al vacío infinito del mismo, mi señora —dijo, tranquila pero profunda—. Que pueda escuchar a Lady Eri en su mente significa que la está sosteniendo en el Permet… que su alma está unida a usted, sostenida por su conexión con la red cuántica. Es un regalo… y una responsabilidad. Suletta murmuró, —No entiendo muy bien… Antes de que Júpiter pudiera responder, las alarmas de la base comenzaron a sonar. Las luces parpadearon, y una voz resonó por los altavoces. —¡Alerta! Unidades desconocidas acercándose a la base. ¡Todos a sus puestos! Júpiter alzó la mirada. —Mis hermanas han llegado —dijo, con certeza. Suletta la miró, sus ojos azules reflejando la misma mezcla de asombro y nerviosismo. Sabía que el equilibrio estaba a punto de romperse.
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