Capítulo 3
14 de septiembre de 2025, 14:05
A la mañana siguiente, el salón de conferencias está lleno de personas listas y preparadas para las largas horas de reuniones que nos esperan.
—Muchas gracias a todos por acompañarnos esta semana —dice una mujer con voz clara y segura—. Mi nombre es Amanda y soy la subdirectora del departamento. Espero que hayan descansado y aprovechado la cena de anoche para conocerse un poco más en un ambiente informal y agradable. Deseamos que esta conferencia se desarrolle de manera positiva y...
Mientras Amanda continúa hablando, mi atención se desvía inevitablemente hacia Patrick y Jana. Están sentados en una mesa justo detrás de mí. Jana luce relajada, como si este tipo de eventos fueran parte de su rutina diaria. Patrick, en cambio, se ve rígido, casi impasible. Su rostro es serio, concentrado, como si estuviera resolviendo una ecuación complicada en su mente.
No puedo evitar mirarlo. Hay algo en su expresión que me intriga. Algo magnético.
Y justo cuando estoy a punto de apartar la vista, él me mira. Directo. Firme. Siento que me ha descubierto, y antes de que logre desviar la mirada, una pequeña sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios. Apenas perceptible, pero suficiente para hacer que un calor inexplicable me suba desde el pecho hasta las mejillas. Siento que me enciendo entera.
Desvió la mirada, tomo la botella de agua frente a mí con torpeza y bebo un sorbo, intentando disimular mi reacción. Concéntrate, me repito en silencio. Estoy aquí por trabajo. Por mi futuro. Para abrir oportunidades que me permitan mudarme, ahorrar, tal vez comprar un carro. Lo que sea. Pero no para perderme en la sonrisa de un irlandés que ni siquiera conozco bien.
Cuando la conferencia de la mañana termina, nos indican que podemos pasar al salón principal para el almuerzo. Don Mario me mira con cara de agotamiento.
—Creo que voy a subir a dormir un rato. Luego me comeré algo rápido —dice, mientras guarda su gafete.
—Está bien, yo almuerzo abajo —respondo, sin mayor problema.
Una vez en el salón, con mi bandeja de comida en las manos, doy una rápida mirada alrededor. Todas las mesas están ocupadas... excepto una. La que está más alejada, en la esquina. Solo hay dos personas sentadas allí: Patrick y Jana. Comen en silencio, concentrados en sus platos, con la misma elegancia con la que uno imagina que los europeos almuerzan incluso sopa. Respiro hondo. No hay más opciones, así que decido acercarme.
—Hola —digo con algo de inseguridad.
—¡Hola! —responde Jana con su entusiasmo habitual, demasiado energético para un lunes.
—¿Puedo sentarme? Los demás lugares están ocupados —pregunto, sintiéndome como la chica nueva en el comedor escolar.
—Claro —dice Patrick antes que su hermana. Me hace un gesto con la mano, indicando el asiento libre justo a su lado.
Sin pensarlo demasiado, me siento.
—¿Cómo pasaste la noche? —pregunta él, girando ligeramente hacia mí.
—Ah, bien. Las camas del hotel son muy cómodas.
—Sí que lo son —se apresura a decir Jana, contestando por encima de Patrick, que se recuesta un poco hacia atrás en su silla, quedando entre las dos.
—Los cuartos que nos asignaron están preciosos, ¿verdad que sí, Patrick?
—Sí, son agradables —responde, sin apartar la vista de mí. Lo miro también, manteniéndole la mirada. No quiero que me intimide, aunque sus ojos, más que intimidar, parecen estudiar. Curiosidad más que juicio.
Jana rompe la tensión con una risa suave.
—Bueno, ya deja de hacer eso que la vas a asustar, Patrick.
Patrick parpadea, como saliendo de un trance, y desvía la mirada hacia su hermana.
—Lo siento —dice con tono neutro.
—No pasa nada —respondo con una sonrisa ligera, intentando aligerar el momento.
—Ayer nos dijiste que eres de Costa Rica, ¿cierto? —pregunta Patrick mientras come con una calma elegante.
—Sí, así es.
—Nos interesa mucho tu país.
—Sí, eso me comentó Jana anoche, aunque de manera muy superficial. Pero debo admitir que no me sorprende. Son muchos los extranjeros interesados en Costa Rica, es un país muy biodiverso y estable.
—Exacto —añade Jana desde el otro lado de la mesa—. Además, estamos muy interesados en el país en otros aspectos también.
Sonrío cortésmente, aunque sigo dándole vueltas a lo que Jana acaba de decir. "Interesados en el país". Es una frase muy amplia... demasiado amplia. Pero ellos no parecen dispuestos a decir más por ahora, así que dejo pasar el comentario. La conversación deriva hacia temas más generales —el clima, el tráfico en Nueva York,
las diferencias culturales— y eventualmente se diluye entre el murmullo del resto de los asistentes.
El resto de la semana transcurre entre sesiones informativas, talleres y cafés apresurados entre una sala y otra. Las conferencias son interesantes, aunque no puedo evitar notar cómo, sin buscarlo, mis ojos encuentran a Patrick entre el público o durante los recesos. Siempre impecable, serio, reservado. A veces, nuestras miradas se cruzan. A veces, él sonríe apenas. Y a veces... no.
Jana, por su parte, se muestra cada vez más abierta conmigo. Me saluda con afecto, me incluye en conversaciones, incluso me pide opinión sobre algunos temas. Tiene una manera particular de hacer que te sientas escuchada, aunque a veces no sé si está siendo amable o solo estratégica.
Don Mario sigue con su rutina de trabajar en el celular entre sesiones y dormirse apenas tiene una hora libre. Me deja mucho espacio, lo cual agradezco. Estoy empezando a acostumbrarme a la dinámica del evento, aunque una pequeña parte de mí —muy pequeña, claro— no deja de preguntarse si Patrick también me ha notado.
El viernes llega más rápido de lo esperado. La conferencia terminó antes para darnos tiempo de prepararnos para la cena formal. Se siente en el aire, en las conversaciones de pasillo, en los mensajes que llegan al grupo del evento: "Cena de cierre. Código de vestimenta: formal. Inicia a las 7:00pm. Los esperamos a todos para una noche inolvidable."
Jana me detiene después del final de una de las últimas charlas.
—¿Ya sabes qué te vas a poner esta noche? —pregunta con esa sonrisa suya que siempre parece saber algo que los demás no.
—Tengo un vestido verde sencillo —respondo—. Nada del otro mundo, pero creo que sirve.
—Perfecto. Menos es más —me guiña un ojo—. Patrick odia la pretensión.
No tengo idea por qué me dice eso. No es como si me fuera a vestirme para él...
¿o sí? ¿Fue una advertencia? ¿Un comentario casual? Horriblemente, ahora tengo un nuevo motivo para estar nerviosa por esta cena.
—Nos vemos a las seis en el lobby —dice Don Mario justo cuando el ascensor se detiene en nuestro piso.
—Claro, nos vemos —le respondo mientras salgo.
Me doy una ducha larga, arreglo mi cabello con calma, y empiezo a maquillarme como si fuera a una audición. Cuando termino, me pongo el vestido verde que había comprado para la boda de una prima el mes pasado. Es de satén, ajustado en la parte del busto y con una caída suave, como pétalos de tulipán. Me miro en el espejo y me doy cuenta de que me siento bien. Me gusta cómo me veo. Eso es suficiente.
Llego al lobby quince minutos antes de la hora. Para mi sorpresa, Patrick ya está ahí, solo. Vestido con un traje oscuro perfectamente entallado y la mirada concentrada en su celular.
¿Será cosa de europeos llegar siempre antes?
Me acerco con paso tranquilo. Él levanta la mirada al sentirme cerca. Y entonces... me observa. De arriba abajo. No disimula. No me mira con deseo, pero sí con una especie de atención serena. Como si estuviera estudiando cada detalle. Me siento expuesta... pero no incómoda. Solo... consciente.
—Hola —digo.
—Hola —responde. Su voz es seca, casi fría. Pensé que ya habíamos superado esa etapa.
—Te ves bien —añado, intentando romper la tensión. Patrick hace una pausa. Me observa de nuevo. Traga saliva.
—Tú también. Te ves... —una breve pausa— muy bien.
—Gracias —respondo.
Nos quedamos solos en el lobby, de pie, frente a frente. Para ser sincera, no pensé que los demás fueran a llegar tarde. No es incómodo exactamente... pero su forma de mirarme sí me tiene un poco inquieta. No es lasciva. Solo intensa. Como si intentara resolver un acertijo, como si el vestido dijera algo que él no logra descifrar.
Por fin, rompe el silencio.
—Tu inglés es muy bueno por cierto.
—Ah, gracias. Lo aprendí cuando viví un tiempo en Estados Unidos.
—¿Dónde viviste?
—En Chicago. Fui niñera, así que tuve que usar el idioma todos los días... eso me ayudó mucho a mejorarlo.
—Debo decir que es excelente —dice con convicción.
—Gracias, aunque... a veces me cuesta un poco entender tu acento. No tú —añado rápido, levantando una mano—, sino el acento irlandés en general. Es... peculiar.
Él se ríe. Su risa es grave, profunda, como el rugido suave de un oso. Me sorprende lo genuina que suena.
—Créeme, a veces ni yo mismo entiendo lo que dicen algunos irlandeses.
El hielo se va derritiendo. La tensión cede un poco. Me encuentro sonriendo sin darme cuenta.
—Sabes, cuando era pequeño tuve trece niñeras —dice de repente.
—¿Trece? —pregunto, sin poder ocultar la sorpresa. Y la tristeza. Un niño que creció con trece niñeras probablemente no creció con mucho amor. Puedo imaginarlo en una casa gigante, rodeado de juguetes y vacío de abrazos.
—Sí. Una de ellas me enseñó a hablar español. Lo hablo perfectamente, aunque no lo parezca.
—¿En serio? ¿Y todo este tiempo esforzándome yo para nada? —bromeo.
Él se ríe otra vez. Y ahí están: los hoyuelos, las pequeñas arrugas junto a los ojos, el rostro que por fin parece humano y no solo perfecto. Me gusta hacerlo reír. Me gusta más de lo que debería.
Pero entonces, vuelve a ponerse serio. Su mirada se fija en la mía con una intensidad nueva.
—Quería preguntarte algo —dice de repente, sin rodeos.
—¿Sí? —respondo, más atenta que nunca.
—Es que yo...
Justo en ese momento, Don Mario aparece en el lobby.
—¿Sofía, nos vamos? —nos interrumpe —. Ya llegó nuestro taxi. Podrías traducirle a Patrick que, si quiere, él y su hermana pueden acompañarnos. Hay dos espacios libres.
Patrick responde con un perfecto acento en español, tan claro y natural que me deja helada:
—Oh, no quiero molestar.
Don Mario y yo lo miramos sorprendidos, como si acabara de revelar que es bilingüe después de años de guardar el secreto. Trago saliva mientras hago un rápido escaneo mental en busca de algo vergonzoso que haya podido decir frente a él... por suerte, creo que nada.
—Para nada es molestia —dice Don Mario, recuperando la compostura—. Por favor insisto.
—Muy bien, aceptamos.
—¿Dónde está tu hermana? Podemos esperar. —diceDon ario buscando a Jana.
—Está en el baño, se está retocando un poco, pero ya viene —responde justo cuando Jana aparece desde el pasillo del lobby.
—¡Hola, Sofía! Te ves increíble —dice con entusiasmo mientras me abraza.
—Ah, gracias. Tú también estás preciosa —respondo con una sonrisa, soltándome con delicadeza. Siento que en el transcurso de esta semana nos hemos vuelto cercanas... aunque algo en esa cercanía aún me mantiene alerta. Como si no supiera del todo por qué confía tanto en mí.
—Bueno, vámonos —dice Don Mario, mirando su reloj antes de salir por la puerta giratoria.
Salimos del hotel y el aire nocturno es cálido y agradable. Don Mario se adelanta y se sienta en el asiento del copiloto, lo que deja la parte trasera del taxi para los tres. Patrick, Jana y yo.
Y yo, claro, quedo atrapada en el medio. Peor idea del mundo.
Sus piernas son tan largas que básicamente estoy sentada encima de Patrick. Literalmente, mi muslo está en contacto con el suyo, y por un segundo me siento como si acabara de sentarme sobre una fuente de calor humano premium.
—Lo siento —murmuro, intentando acomodarme y disimular mi incomodidad.
—No pasa nada. Es un taxi pequeño —dice él, acercándose un poco más hacia la puerta para darme espacio.
Intento encogerme, hacerme más liviana, como si eso ayudara a desaparecer la presión de su pierna contra la mía. No lo logro. Estoy segura de que mi cara se está poniendo roja, pero nadie dice nada. Ni un comentario, ni una broma, ni siquiera una risa incómoda. Solo el sonido del motor y el tráfico nocturno.
El trayecto entero transcurre en silencio.
Un silencio cargado, denso. Casi tan pesado como mi corazón intentando ignorar el hecho de que estoy sentada entre los dos hermanos Reggin, y uno de ellos, muy discretamente, huele demasiado bien.
Cuando llegamos al restaurante, un valet se encarga del taxi y un anfitrión elegantemente vestido nos da la bienvenida. El lugar es de esos que parece sacado de una película: techos altos, luz tenue y cálida, lámparas de cristal que cuelgan como estrellas en cámara lenta. Mesas dispuestas con una precisión quirúrgica. El murmullo de conversaciones suaves llena el aire junto con el tintineo de copas y cubiertos.
Nos guían hasta una gran mesa redonda, asignada para los representantes de Latinoamérica y Europa, según escucho de uno de los organizadores. Hay tarjetas con nombres frente a cada asiento, lo que hace que nos separemos. Patrick queda un par de sillas lejos de mí, Jana justo al otro lado de la mesa. Don Mario está a mi derecha y a mi izquierda, un ejecutivo argentino que de inmediato me pregunta por que siempre decimos "pura vida" .
Intento mantener mi atención en la conversación que se da alrededor de la mesa, pero mis ojos, casi por reflejo, vuelven una y otra vez a Patrick. Está hablando con alguien, serio, elegante, sosteniendo su copa con una calma absoluta. Pero en algún momento —siento el escalofrío antes de verlo— levanta la mirada y la cruza con la mía.
Es solo un segundo. Tal vez dos. Pero ese segundo basta para que olvide por completo lo que estaba diciendo el argentino. Él sonríe apenas. No una sonrisa completa. Es más como un reconocimiento. Como si me dijera: "Te estoy viendo. Lo sé."
Vuelvo la mirada a mi plato de entrada con la rapidez de alguien que ha sido sorprendida en algo más íntimo que mirar.
Durante la cena, los discursos suceden entre platos refinados: filete con reducción de vino tinto, ensalada con vinagreta de cítricos, un postre que parece arte moderno en miniatura. Aplaudimos cuando corresponde, reímos con diplomacia. Todo es perfectamente elegante. Casi demasiado.
En un momento, Jana se inclina ligeramente desde el otro lado de la mesa para decirme algo.
—¿Estás bien? —me pregunta con un brillo curioso en los ojos.
—Sí —respondo con una sonrisa suave—. Solo estoy impresionada con lo hermoso que es todo.
—¿Solo eso? —me dice, levantando una ceja. Y no dice más.
La conversación en la mesa continúa. Patrick habla poco. Observa. Evalúa. A veces creo que escucha más de lo que deja ver. En el brindis final, todos levantamos nuestras copas. Yo también lo hago. Justo cuando doy un sorbo de mi vino, me doy cuenta de que Patrick no está mirando al frente. Está mirando en mi dirección.
La cena termina, las sillas se mueven, algunos ya empiezan a despedirse y otros se acercan a hacer networking. Don Mario se pierde entre un grupo de colombianos y, sin saber cómo, termino recogiendo mi bolso para salir al vestíbulo del restaurante. Cuando doy la vuelta, Patrick está ahí. Solo. Con las manos en los bolsillos. Esperándome.
—Mi hermana y yo estábamos pensando ir a un pub... o lo que aquí llaman un bar. Es muy popular y está cerca —dice Patrick, mientras se acerca—. Nos preguntábamos si te gustaría acompañarnos.
—Deberías ir, Sofía—interviene Don Mario antes de que pueda responder, veo que estaba poniendo atención ante mi conversación —. Yo estoy agotado, no tengo energía para nada. Pero tú deberías ir sin dudarlo. Es viernes por la noche, estás en Nueva York... ¡y ya pasaste suficiente tiempo con este viejo jefe tuyo! Anda, diviértete. Socializa un poco, especialmente con gente de tu edad.
No sé si la invitación inicial era para él o para mí, pero Patrick no lo niega ni lo confirma. Y la idea, en realidad, no suena tan mal. Una copa. Un poco de música. Nada que perder.
—Ah... bueno, sí. Está bien. Gracias —respondo, tratando de sonar relajada.
—Muy bien —dice Patrick, señalando hacia la puerta del restaurante—. Nos vamos.
—Vamos —repito.
Don Mario toma un taxi de vuelta al hotel y nosotros empezamos a caminar. Jana va unos pasos adelante, absorta en su celular. La calle está iluminada por farolas tenues y el murmullo de la ciudad que nunca duerme. La noche es fresca, pero no incómoda.
—¿Hace cuánto trabajas con Altura Global? —pregunta Patrick, rompiendo el silencio.
Camina a mi lado, con las manos en los bolsillos. A pesar de la distancia prudente, su presencia es fuerte. Como si llenara más espacio del que físicamente ocupa.
—Un año y medio, más o menos —respondo.
—¿Te gusta?
—Sí. Bueno, no es el trabajo mejor pagado del planeta —sonrío para aligerar el momento—, pero me gusta. Y ya ves, me trajo hasta Nueva York. Eso es algo que ningún otro trabajo me había dado antes.
Él asiente, como si entendiera exactamente lo que quiero decir. Como si también supiera lo que es luchar por algo propio.
Llegamos al pub. Patrick sostiene la puerta para que Jana y yo entremos primero. El lugar es acogedor, con luces cálidas y una banda de jazz tocando en vivo. El ambiente tiene ese encanto nostálgico que solo Nueva York puede ofrecer: una mezcla de elegancia descomplicada y ruido amable.
Elegimos una mesa al fondo, cerca de una ventana. Jana se ofrece a ir por las bebidas, dejándonos a Patrick y a mí solos por unos minutos.
—¿Qué tanto conoces a tu jefe? —pregunta Patrick, su tono más curioso que casual.
Lo miro, un poco desconcertada.
—¿Te refieres a Don Mario o... al dueño de la empresa?
—Al dueño. Al que firmó los documentos de la adquisición. El verdadero jefe.
—Ah... bueno, honestamente, no mucho. Sé que viaja bastante. Cuando está en la oficina casi no lo vemos. Siempre está en reuniones o encerrado en su despacho. ¿Por qué?
—Entiendo —dice Patrick, pensativo, echando una mirada rápida hacia donde está su hermana. Luego vuelve su atención a mí—. Sofía, ¿sabías que trabajamos con muchas empresas a nivel mundial?
En realidad, no. No tengo ni idea exacta de a qué se dedican. Sé que están aquí por la conferencia y por el nivel de atención que reciben, es evidente que tienen peso en el mundo empresarial. Pero más allá de eso... nada.
—Pues, sinceramente, no —admito—. Pero me parece genial que tengan un negocio tan exitoso.
Antes de que pueda contestar Jana regresa con las bebidas. Coloca tres vasos en la mesa con una sonrisa animada y se sienta a mi lado.
—Bueno —continúa Patrick observando a su hermana—, vamos a ser muy honestos contigo. Estamos en un momento clave para expandir nuestro mercado. Y queremos hacerlo a nivel internacional. Costa Rica es un país muy atractivo para ciertas áreas de inversión. Tiene una posición estratégica, es estable, con una buena imagen ante el mundo. Pero...
Hace una pausa, y su mirada se endurece un poco.
—El gobierno ha puesto algunos obstáculos que han hecho difícil ciertas adquisiciones. Y aunque hemos explorado muchas vías legales y honestas, nada ha funcionado del todo.
—Ok... —respondo con lentitud, dándole un sorbo a mi bebida. De pronto, el lugar me parece más silencioso de lo que realmente está. Ellos están inclinados hacia mí como si fueran a contarme un secreto. Yo estoy atrapada entre los dos, en la esquina de la mesa. Me siento extrañamente observada... como si me estuvieran midiendo.
—Estamos buscando otras alternativas —añade Jana, bajando aún más la voz—. Y no queremos seguir forzando nada que no fluya. Así que... hemos pensado en algo diferente.
—¿Por qué me están contando todo esto a mí? —pregunto con genuina confusión. No entiendo por qué una conversación así tendría lugar en un pub de Nueva York con una asistente administrativa costarricense que apenas conocen.
—Porque tenemos una propuesta que hacerte —continua Patrick, con una sonrisa calmada. Su tono es tan corporativo que me parece que estoy en una junta y no en una cita improvisada.
Mis cejas se fruncen automáticamente. Miro a Patrick, luego a ella. Esto empieza a sentirse raro.
—Muy bien —digo con cautela—. Los escucho.
—En estos días —comienza Jana— hemos hecho una pequeña investigación sobre ti. Nada grave —añade rápido, como si pudiera leer la alarma en mi rostro—. Solo lo básico: tu posición en la empresa, tu salario, tu situación familiar. Sabemos que vives con tus padres, que tienes una mascota, que estás soltera, no tienes hijos ni pareja...
Me trago la incomodidad que me sube por la garganta. Me siento desnuda ante dos extraños. Toda mi vida, reducida a un párrafo. Y yo no sé absolutamente nada de ellos.
—Queremos hacerte una propuesta —dice Patrick, como si la frase no acabara de cargar peso—. Una que, si aceptas, podría cambiar tu vida por completo.
Siento un nudo en el estómago.
—No sé si debería sentirme halagada o completamente invadida —digo con una sonrisa nerviosa—. Pero adelante. Ya llegaron hasta aquí, quiero saber de qué se trata.
Ambos se miran. Y por un segundo, es como si decidieran juntos si seguir adelante. Jana asiente apenas con la cabeza. Patrick toma aire.
—Queremos que te cases conmigo —dice con una serenidad imposible—. Solo por un año.
El mundo se detiene. Literalmente. El bar sigue sonando, la música de jazz continúa. Pero para mí, todo se congela. Solo escucho esa frase rebotando una y otra vez en mi cabeza.
"Queremos que te cases conmigo."