Capítulo 18
16 de octubre de 2025, 16:00
Ayer no dijeron en la oficina que hoy van a tomarnos una foto “corporativa” para la página web de la empresa. Pero no cualquier foto grupal, no. Esta vez se van a dar el lujo de hacerle un retrato individual a cada empleado, como si fuéramos estrellas de Hollywood. El protocolo es claro: camisa blanca, peinado pulcro y cara de "aquí trabajamos felices".
Me levante muchísimo más temprano de lo normal. Me maquillo, me peino, intento alisar esta bendita ceja rebelde y me convenzo frente al espejo de que sí, que hoy me veré presentable. No soy fan de las fotos, mucho menos de esas donde hay que fingir una sonrisa profesional que grita: “Estoy feliz de trabajar aquí”. Melissa ha intentado entrenarme en el arte de las poses no forzadas. Incluso hicimos una sesión práctica el domingo pasado, donde el veredicto fue: “tú sonríe natural y no pienses en los dientes”. Gracias por nada.
Rebuscando en el clóset encuentro mi única camisa blanca formal. Esa que compré para una entrevista hace siglos y que milagrosamente sigue viva y sin manchas. Me la pongo. Me miro al espejo. Me apruebo. Estoy lista. Es solo una foto. Nada del otro mundo.
Salgo del cuarto y camino hacia la cocina, cuando paso frente al cuarto de Patrick la luz está encendida. Supongo que ya se levantó y debe estar preparándose para el trabajo. Desde aquel día que lo cuidé enfermo no hemos tenido más que cruces rápidos por la casa o saludos en la oficina. Nada concreto. Nada que aclare lo que dijo. Ese “ya no quiero fingir” todavía rebota en mi cabeza como una pelota de tenis. ¿A qué se refería? ¿Fue la fiebre? ¿Fue un lapsus? ¿Fue… algo más?, necesito hablar con él para poder resolver esta situacion.
Al día siguiente de que lo cuide por estar enfermo volví a su cuarto para ver cómo estaba, pero ya no estaba allí. Me dejó un mensaje de texto breve, muy al estilo de Patrick: “Gracias por cuidarme.” Y ya. Fin del comunicado. Cierre de emociones. Adiós vulnerabilidad.
Mientras me preparo el desayuno, sigo pensando en eso. ¿Por qué diría algo así, si sabe que esto tiene fecha de vencimiento? Se suponía que los sentimientos estaban fuera del trato. Y, sin embargo, algo entre nosotros cambió. Lo sé, lo siento pero ¿Lo siente él también? ¿vale la pena arriesgarlo? No sé si lo dijo para bien o para mal. Me pone nerviosa no poder entenderlo.
Suspiro. Pero basta de drama. El desayuno es sagrado y merece toda mi atención.
Con más tiempo del habitual, me preparo un festín digno de lunes por la mañana: huevos revueltos, aguacate, dos rebanadas de pan integral, café con crema, y como toque especial, la salsa secreta que hace mi mamá y que promete convertir cualquier huevo aburrido en obra maestra. Abro la refrigeradora, saco la salsa como si fuera oro líquido y la coloco con cuidado en mi plato.
Pero justo cuando estoy a punto de sentarme… Naga.
Naga, con su cola feliz y su sentido del momento impecable, decide pasar por debajo de mis pies. Piso su patita sale corriendo, me tambalea, y en el proceso...
—¡NO NO NO NO NO! —grito con desesperación mientras veo el desastre desarrollarse en cámara lenta.
La salsa vuela. El plato sale en direccion a mi ropa. Y ahí está: mi camisa blanca… la única, la sagrada, la aprobada… con una mancha gigante de salsa roja en el centro. Como si alguien me hubiera disparado con un chile picante.
Me quedo en silencio.
Naga me mira como si nada desde el otro lado de la mesa. Esperando que yo me disculpe por haberla lastimado.
Yo la miro como si acabara de traicionar a su propia madre.
—Hoy no, Naga. Hoy no. —suspiro— Obviamente, la ley de Murphy. En efecto, no podía caer en los pantalones, ¡no! Tenía que caer en la camisa —digo mientras miro con desesperación la gran mancha roja que decora el centro de mi única camisa blanca como si fuera una obra de arte moderno.
Aún tengo tiempo antes de irme, pero no sé si una mancha de tomate es de las que perdonan. Me quito la camisa, quedando en sujetador, y la meto directo bajo el chorro del agua. Empiezo a tallar con intensidad, casi con furia, como si eso fuera a resolver mis problemas existenciales. Cuando la camisa ya está empapada y goteando salsa diluida por toda la encimera, me doy cuenta de algo:
—Fue lo más estúpido que pude haber hecho —digo furiosa. Justo cuando escucho una voz que viene de la entrada de la cocina.
—Ahhh… ¿ok? —dice Patrick, su tono mezcla entre sorpresa y burla—. ¿Era día de camisetas mojadas y no me avisaron?
Levanto la vista. Ahí está. De pie. Patrick desvía la mirada tan rápido que casi se tuerce la cabeza. Ahora esta mirando cualquier lugar menos a mí.
—¡Cállate! —le espeto, sintiéndome roja hasta las orejas. No es que esté enojada con él, estoy molesta conmigo misma por ser tan impulsiva… y por estar semidesnuda en la cocina con mi compañero de contrato matrimonial observando desde la puerta. —Estoy arrepintiéndome de todas las decisiones que acabo de tomar —añado entre dientes mientras sigo tallando la camisa bajo el agua.
Patrick, fiel a su naturaleza de caballero torpe, clava los ojos en el suelo como si la baldosa fuera lo más fascinante del universo. Su rostro está tan rojo que por un segundo pienso que está por explotar. Me doy cuenta de que sigo en sujetador. Fantástico.
—¡Mierda! —suelto mientras me enrollo como puedo con la camisa mojada. Haciendo así que me moje ahora todo el torso. —Es que... me manché con salsa y estoy viendo cómo puedo quitar la mancha antes de irme —digo, como si eso justificara que esté medio desnuda fregando ropa en la cocina a las siete de la mañana.
Patrick por fin se atreve a levantar la vista. Sus ojos, fijos en los míos, no se mueven ni un milímetro. Tiene la mandíbula apretada. Parece que está conteniendo la respiración. Por fin, habla:
—¿Por qué tienes que ir con camisa? Siempre te ves bien con lo que te pongas…—dice con un tono más suave, casi en voz baja—. Estoy seguro de que tienes más ropa.
—Si bueno es que hoy nos van a tomar una foto para la página de la empresa — respondo mientras intento cubrirme sin parecer incómoda, aunque claramente lo estoy—. Y todos debemos ir con camisa blanca. El problema es que solo tengo esta… y ahora está arruinada. Pensé que si la lavaba rápido estaría lista, pero... bueno, claramente no. Y tras de todo, no voy a poder ni desayunar bien, ni llegar a tiempo a la oficina.
Patrick asiente, como si ya hubiera resuelto el dilema.
—Puedo prestarte una camisa —dice con naturalidad—. Puede que te quede un poco grande, pero ahora está de moda lo oversize. O al menos eso dice Jana cuando le roba las camisas a su novio.
Ambos soltamos una risita. El ambiente se relaja. Un poco.
—¿De verdad harías eso?
—De verdad. No es ninguna molestia. Vamos —dice, haciéndome un gesto para que lo siga.
—Gracias… en serio —digo, colocándome la camisa mojada por pudor mientras camino detrás de él.
—Tú cuidas de mí, y yo cuido de ti —responde, mirandome por encima de su hombro y dirigiéndose hacia su cuarto.
Cuando hace comentarios así es cuando mi corazón empieza a palpitar más de lo debido. No es que esté diciendo la última maravilla del mundo, pero suena como alguien que de verdad le importa mantener esto que tenemos, aunque sea solo una amistad. Una de verdad.
Una vez dentro de su cuarto, Patrick se da la vuelta para mirarme. Sus ojos bajan a mi camisa empapada sin decir mucho. Yo intento no sentirme demasiado observada, pero mi piel todavía está húmeda, y eso no ayuda.
—Déjame te alcanzo una toalla —dice, y se va al baño sin esperar respuesta.
Me quedo sola en medio de su habitación. Cuando vuelve, trae una toalla verde oscuro, doblada entre sus brazos.
—Para que te seques —me la ofrece, con una expresión tranquila. Casi amable. Como si no hubiera nada extraño en toda esta situación.
Debe amar el verde oscuro, porque ahora que le pongo atención todo en este cuarto parece seguir esa gama: la sabana, las cortinas, las lámparas... y ahora también las toallas. Me gusta cómo se ve. Le da un aire sofisticado. Me gusta cómo él se ve.
Tomo la toalla y me quito la camisa mojada con rapidez, tratando de mantener algo de dignidad. Patrick la toma sin decir nada más y se va de nuevo al baño con la prenda entre las manos.
Yo, me seco el vientre y la espalda. El contraste del algodón seco contra mi piel húmeda me hace estremecer ligeramente. No es solo el frío.
Cuando vuelve, ya no tiene la camisa.
—La puse en el cesto de ropa sucia —dice.
—Ah, está bien... yo podía lavarla.
—No pasa nada —se encoge de hombros con naturalidad—. Siempre llevo mis camisas a la lavandería. Ellos sabrán cómo quitar esa mancha. Esas son bastante difíciles. Te lo digo por experiencia propia.
Sonríe como si recordara algo que no me va a contar. Me río un poco también, solo por reflejo.
—Ven al closet. Vamos a buscar una camisa que te quede bien.
Lo sigo cubriendome con la toalla. Entramos juntos a su walk-in closet, que no es precisamente pequeño, pero de alguna manera, al estar los dos ahí adentro, el espacio se siente... reducido. Y la atmósfera, más densa. O talvez es solo idea mía.
Lo veo revisar entre sus camisas, pasando una tras otra con cuidado. Yo no puedo dejar de mirar su espalda. Tan recta, tan segura. Está tan cerca que podría estirar la mano y tocarla. No lo hago. Pero quiero hacerlo.
Todo huele a él. Ese olor a limpio, a colonia suave con fondo amaderado. A Patrick. Quiero perderme en este aroma, almacenarlo y poder guardarlo en un lugar seguro.
Me sorprende cuánto deseo agradecerle este momento. No por la camisa, ni por la ayuda. Es porque me siento cerca de él de una forma que no entiendo del todo.
Como si mi cuerpo reconociera algo antes que mi mente lo admita. Por un momento aquí los dos en su armario recuerdo mi sueño, el que tuve ya hace mucho tiempo y me doy cuenta que era él. El chico que vi en mi sueño era Patrick. Creo que ya desde hace tiempo mi mente lo atraía hacia mi.
Patrick saca una camisa del perchero, se da la vuelta, y me la extiende. Haciendo que vuelva a la realidad en la que estamos.
—Esta debería quedarte bien —dice. Su voz es baja, casi cuidadosa. Como si tuviera miedo de romper el aire que nos rodea.
Se detiene al verme tan cerca de él vuelve a mirarme el cuerpo completo. Sigo en sujetador, pero ya no me siento apenada de que él me vea. De hecho, quiero que lo haga que me mire, que me toque. Levanto mi mano para tomar la camisa, pero al tocar sus dedos siento una electricidad que me recorre hasta la columna vertebral. Miro sus ojos, pero se ven desenfocados en otro lado de este universo. Traga y veo como su manzana de Adán sube y baja. Se ve tan bien, quisiera poder acércame un poco más, solo un poco más, así que doy un paso así él.
Patrick se mantiene quieto como una estatua solo puedo ver como su respiración empieza a acelerarse, doy otro pequeño paso, escucho los latidos de mi corazón retumbar en mis oídos, un último paso y la punta de sus zapatos pegan con los míos. Nunca he hecho este tipo de cosas, pero con Patrick no quiero contenerme quiero ser la mujer valiente que toma la iniciativa, quiero que sea mio y yo suya. Tengo que levantar la mirada para poder verlo a los ojos por lo cerca que estamos. Él empieza a levantar su mano izquierda como si fuera a tocar mi vientre, pero la deja suspendida en el aire, su mirada esta puesta en mis labios y entreabre los suyos. Pero ninguno de los dos se atreve a hacer nada al respecto, “No quiero fingir más, ya no quiero” me llega a mi mente su voz. Él quiere lo mismo que yo. Lo puedo sentir. No quiere irse, quiere quedarse. Quedarse con migo.
Siento que me empiezo a marear. Creo que he olvidado respirar.
Patrick sigue ahí, inmóvil, con su mano suspendida entre nosotros como si el aire mismo le impidiera tocarme y aun asi puedo sentir el calor que irradia su mano tan cerca de mi. Mis labios se entreabren sin querer. No puedo mirar a ningún otro sitio que no sean sus ojos, ese azul tan intenso y profundo que quiero explorar, descubrir todos los tonos que tiene quiero verlos todos.
Un milímetro más y nuestras bocas se rozarían. Un centímetro más y podríamos perdernos. Pero ese centímetro es un abismo que no llega.
La camisa que aún sostengo entre nosotros parece pesar el doble, como si intentara anclarme a la realidad, pero no lo logra. No cuando él está tan cerca, tan real, tan silenciosamente cargado de todo lo que no se ha dicho.
—Sofía… —su voz es apenas un susurro, áspera, como si luchara contra sí mismo, su mirada por fin encuentra la mía —. Si seguimos así… no voy a poder detenerme.
Me muerdo el labio, sin darme cuenta, y él suelta un suspiro ahogado que me eriza la piel. No sé qué decir. No sé si quiero que se detenga.
Quiero que sus dedos rocen mi cintura, apenas un roce, sus ojos buscan permiso sin pedirlo en voz alta. Y yo no me muevo. No porque no quiera, sino porque todo mi cuerpo arde en un deseo contenido que no sé cómo manejar.
Sus ojos sujetan a los míos. Están oscuros, intensos, con un azul que nunca antes habia visto como el mar antes de una tormenta con una mezcla de deseo, duda y algo más… algo como miedo. O tal vez dolor.
—Patrick… —mi voz suena tan frágil que me sorprende.
Él cierra los ojos un segundo, como si esa sola palabra lo desarmara. Su respiración se vuelve más lenta, por un instante creo que va a hacerlo. Que va a besarme.
Su mano sube con una delicadeza que me estremece, roza apenas mi mejilla, luego se detiene, puedo sentir el temblor en sus dedos, el conflicto en su mirada. Entonces se inclina, y en lugar de buscar mis labios, deja un beso leve en mi frente. Tan suave que parece una disculpa.
El contacto dura apenas un instante, pero me atraviesa por completo.
Siento su respiración cerca, el calor de su piel, y por un segundo me parece que el mundo se detiene ahí, entre ese roce y todo lo que no se atreve a decir.
Cuando se separa, baja la mano lentamente, los dedos cerrándose en un puño a los costados, como si necesitara contener algo que lo está consumiendo por dentro.
Tiene miedo. Miedo de quebrarme, miedo de cruzar una línea que ya parece desdibujada.
—No es el momento… —susurra—. No así. No aquí.
Sacude la cabeza, intentando recuperar el control, y cuando abre los ojos de nuevo, esa mirada —la que un segundo antes me desnudaba el alma— se apaga. Vuelve a ser el Patrick distante, sereno, el que no deja ver nada.
—Vamos a llegar tarde a la oficina —dice, su voz grave, tensa, cargada de todo lo que no pasó.
Asiento en silencio. Da un paso hacia atrás, y el aire entre nosotros se enfría. Siento que deja un vacío que intento cubrir acercando la camisa a mi pecho, como si pudiera protegerme de lo que acabamos de contener.
—Te va a quedar bien —dice, casi sin voz.
Él me mira por última vez. Me atraviesa con esos ojos suyos que parecen leerme el alma. Y luego, sin decir nada más, se gira y sale del closet. Cuando lo hace, deja tras de sí una corriente de aire frío que me recorre la espalda. Me quedo sola, con el corazón palpitando como si hubiera corrido un maratón sin moverme ni un solo paso.
—Gracias — Le digo a la habitacion vacia ya que Patrick no me dio ni tiempo de agradecerle lo que hizo por mi.
Suelto un suspiro que tenia atrapado en mi pecho y vuelvo a respirar.
Me visto en automático. La camisa, amplia y suave, huele a su perfume. Me la abotono con dedos temblorosos, preguntándome si él también está al otro lado de la casa, preguntándose lo mismo que yo.
¿Qué habría pasado si no nos detenemos?
¿Y cuánto más podremos seguir fingiendo?