Capítulo 23
31 de octubre de 2025, 19:59
Ha sido un día larguísimo en la oficina. El tipo de día que te deja sin energía, con la espalda rígida y la mente hecha un nudo. Ya son casi las seis y lo único que quiero en este universo es llegar a casa, ponerme algo cómodo, prepararme algo de cenar y dormir por mil horas seguidas. Gracias al cielo que es viernes. Mañana no hay despertador, ni tráfico, ni jefes —omitiendo que vivo con el mío ese, es no me molesta— ni reuniones. Solo yo, mi cama y el descanso prometido.
Agradezco en silencio que Patrick me haya dado uno de sus carros para ir al trabajo. A esta hora, con el tráfico pesado, es un alivio poder llegar directo a casa sin tener que lidiar con buses llenos o carreras de último minuto. Aparco el carro frente al garaje, tomo mis cosas y entro.
La casa huele… ¿a comida? Me detengo un segundo en la entrada, olfateando el aire. Sí, definitivamente huele como si alguien estuviera cocinando. ¿La señora de la limpieza dejó algo hecho? No… hoy no venía. Estoy segura. Camino con cuidado, notando que las luces principales están apagadas. Solo la lámpara de la sala y las de la isla de la cocina están encendidas, bañando todo con una luz cálida, tenue, casi acogedora. Escucho música… ¿jazz?
Asomo la cabeza por el marco del salón. Y ahí está. Patrick. De pie junto al tocadiscos, con su ropa de oficina, pero con las mangas de la camisa arremangadas. Que bien se ve. Su silueta se recorta bajo la luz suave mientras acomoda cuidadosamente un disco sobre el plato giratorio. La aguja baja, y una melodía suave de los años 50 llena el aire. Tiene el ceño ligeramente fruncido, como si estuviera concentrado en ajustar el volumen exacto, el ambiente perfecto.
—¿Hola? —digo desde la entrada, con la voz algo baja, casi temiendo interrumpir algo.
Patrick gira el rostro hacia mí. Una leve sonrisa se dibuja en sus labios.
—Oh, hola —responde con tranquilidad, sin sobresaltos. Como si me hubiera estado esperando.
—¿Qué tal? —pregunto, entrando lentamente a la sala de estar.
—Bien. ¿Cómo fue tu día? —su tono es cálido, suave, muy distinto al del Patrick de la oficina.
—Largo —respondo mientras dejo mi bolso sobre la silla más cercana—. Un poco agotador, pero lo normal. ¿Y tú? ¿Todo bien?
Miro alrededor. El ambiente es demasiado… íntimo. Casi romántico. No hay nadie más, al menos no a la vista. Pero algo me inquieta.
—Pensaba darme una ducha, pero no sé si vas a tener compañía… —añado, tratando de sonar casual—. Si es así, puedo irme, no hay problema.
Espero sinceramente que diga que no, no estoy con animos de tener que irme de casa.
—¿Qué? No, no… —dice rápidamente, más rápido de lo que esperaba—. No hay nadie más. Estoy cocinando. Si quieres acompañarme para cenar… me, me encantaría. No es nada complicado. —dice un poco nervioso.
—Ah… claro —respondo, aún sin entender del todo qué está pasando. Patrick cocinando, luces tenues, música de fondo… ¿me perdí de algo?
—Puedes darte una ducha tranquila. Aún falta un rato para que la cena esté lista —dice con esa calma que parece envolver todo lo que hace.
—Ok —asiento—. Ya bajo en un momento entonces.
Me doy la vuelta y me voy a mi cuarto con la mente hecha un torbellino. ¿Qué está pasando? ¿Me está invitando a una cena especial? ¿Es solo por cortesía? ¿O…? ¿Estoy leyendo de más otra vez?
Me voy a mi cuarto e intento tomar una ducha rápida. Sé que quería relajarme, pero tampoco quiero hacerlo esperar demasiado. El agua tibia me ayuda a soltar la tensión del día, y mientras me enjabono, me doy cuenta de que no tengo idea de qué ponerme. No parece una ocasión especial como para vestirme de gala, pero tampoco quiero bajar con el pijama deslavado de todos los días. Algo en el ambiente de la casa, la música, la luz tenue, me dice que esto es… distinto.
Recuerdo el pijama de satén de dos piezas morado que me regaló Melissa para mi cumpleaños el año pasado. Apenas lo he usado, pero es elegante y cómodo, perfecto para una cena tranquila. El único problema son mis pantuflas de aguacate, que gritan "infantil" a los cuatro vientos. Pero bueno, Patrick ya me las ha visto, y si no se ha espantado todavía, dudo que lo haga ahora.
Bajo a la planta principal. Ahora suena “A Love That Will Last” de Renée Olstead. La melodía flota suavemente por la casa, como si alguien la hubiera escogido con cuidado. Me asomo al salón de estar y lo veo. Está sentado en el sillón individual, con una copa de vino en la mano, los ojos cerrados y los pies cruzados. Parece completamente en paz, como si hubiera estado esperando este momento todo el día.
—Lista —digo suavemente para no asustarlo.
Abre los ojos con lentitud. Una pequeña sonrisa se forma en sus labios cuando nota mis pantuflas. Se pone de pie.
—Te quedan bien esos zapatos —dice con esa calma suya, casi divertida.
—No sabía si era una ocasión especial, así que opté por estar cómoda. ¿Debería cambiarme? Aún no me has dicho si viene alguien más.
—Te ves perfecta. No hace falta que te cambies —responde acercándose un poco más, dejando la copa sobre la mesita del centro—. Ya casi está lista la cena. Espero que tengas hambre. Hice una de mis comidas favoritas.
Asiento, un poco confundida.
—¿Estamos celebrando algo? —pregunto, sin saber bien qué esperar. Él se queda en silencio por un segundo, como si dudara.
—¿Quisieras bailar conmigo? —pregunta, extendiendo su mano derecha. Me sorprende. ¿Bailar con él?
—No soy muy buena bailarina —respondo, algo nerviosa.
—Te aseguro que no es tan difícil —dice, aún con la mano extendida.
—Puede que te pise…
—Con esas pantuflas de aguacate, dudo que sufra una lesión muy grave —bromea con ternura, y eso hace que mi resistencia se derrita un poco más.— Ven yo te enseño.
Le tomo la mano. Es grande, cálida… segura.
—Esta se coloca aquí —dice con voz baja mientras toma mi mano izquierda y la lleva con suavidad hasta su hombro derecho.
La cercanía hace que mis sentidos se disparen. Puedo ver con claridad sus ojos azules, tan cerca que podría contar las pestañas que los rodean y ver los diferentes matices de azul alrededor de su iris. Siento cómo mi corazón se acelera, cada latido retumba en mi pecho como un tambor.
Toma mi otra mano con la suya, firme pero gentil.
—Y mi mano…—dice mientras levanta su mano derecha, deteniéndola a escasos centímetros de mi cintura—. va aquí. ¿Puedo? —pregunta, con una voz casi ronca, sin apartar su mirada de la mía.
—Sí —asiento, apenas con un hilo de voz.
Su mano se posa en mi cintura con una delicadeza que me desarma no es la primera vez que me toca, pero algo en este acto hace que se sienta diferente. Me atrae hacia él con un pequeño empujón, sutil pero seguro, como si mi cuerpo encajara perfectamente en el suyo. Comenzamos a balancearnos lentamente al ritmo de la música, nuestros movimientos son tan suaves que parece que flotamos. Nuestras miradas se entrelazan con tanta intensidad que parece que una va a disolverse dentro de la otra.
Mi mano, que descansa en su hombro, se eleva apenas hasta perderse entre su cabello. Lo acaricio, suave, despacio, sintiendo su textura entre mis dedos. Él se estremece ligeramente ante el contacto, cierra sus ojos como si saboreara el momento.
Mi otra mano se une a la primera, envolviéndolo. Lo atraigo aún más hacia mí. Ya no es solo un baile, es un abrazo lento, profundo, íntimo. Sus dos manos reposan en mi cintura ahora, no se mueven, solo están ahí, firmes, presentes. Estamos tan cerca que puedo sentir el latido de su corazón vibrando contra el mío.
Él abre los ojos. Están más oscuros que nunca, sus pupilas dilatadas, llenas de algo que no me atrevo a nombrar. Me observa como si pudiera ver más allá de mi piel, más allá de lo que soy.
—Yo… —murmura, con los labios entreabiertos, sus ojos saltando de los míos a mi boca.
—¿Sí? —respondo, sintiendo cómo mis labios tiemblan. Quiero más. Lo quiero más cerca. Lo quiero para mí.
Él se inclina, más, y más, hasta que nuestras frentes se tocan. Su respiración choca con la mía, cálida, lenta. Siento el aroma del vino que tomó hace un momento, tan cerca que podría saborearlo. Sus pulgares acarician mi cintura, lentos, firmes. Me hace arder sin siquiera tocarme más.
Está a punto de besarme. Lo sé. Lo siento. Cierro mis ojos.
Pero justo cuando nuestros labios están a un suspiro de distancia…
¡DING!
El sonido agudo de la alarma del horno corta el silencio como un cuchillo. Ambos damos un respingo, como si hubiéramos despertado bruscamente de un sueño. Nos separamos de golpe, el aire entre nosotros vibrando con la tensión de lo que estuvo a punto de pasar.
Patrick se aparta primero. Yo me quedo inmóvil, sintiendo todavía sus manos fantasmas en mi cintura, la electricidad en mis dedos, el pulso acelerado en mis venas.
No puedo mirarlo. Necesito un segundo. O varios.
Respiro hondo, pero el aire no parece entrar. Todo se siente demasiado… intenso.
—Voy a… revisar la cena —dice él con voz baja, casi ronca, y camina hacia la cocina sin voltearse.
Asiento, aunque no sé si me ve. Yo sigo ahí, con el corazón hecho un nudo, deseando que esa alarma nunca hubiera sonado. Cuando logro volverme hacia la cocina y respirar con tranquilidad le pregunto.
—¿Qué hiciste? —digo mientras me apoyo en la isla de la cocina, tratando de disimular el temblor en mi voz y volver a la realidad.
—Uno de mis platillos favoritos —responde Patrick mientras se pone un par de guantes de cocina con estampado de vaquitas. Nunca creí que algo tan ridículo pudiera verse tan tierno… y sexy, al mismo tiempo. — es pastel de pollo al whisky y puerros, espero que te guste.
—¿Tú hiciste todo eso? Suena complejo… No sabía que sabías cocinar platillos tan elaborados. —digo sorprendida. Se que ha cocinado anteriormente pero eso es algo muy complejo.
Él asiente con una pequeña sonrisa mientras abre el horno. Del interior emana un aroma delicioso, cálido y mantequilloso que envuelve todo el espacio como una caricia. La cocina huele a hogar, a algo familiar. A algo que no sabía que necesitaba.
—Te había contado que tuve trece niñeras, ¿no?
—Sí… lo recuerdo —respondo bajito. Cómo olvidar ese dato que siempre me pareció tan triste.
—Pues una de ellas hacía este pastel todos los años para mí, en mi cumpleaños. Era mi comida favorita cuando era niño —dice mientras coloca con cuidado el pastel sobre la encimera y se quita los guantes. Su voz tiene una mezcla de nostalgia y cariño que me encoge el pecho—. Cuando ella se fue, no me quedó otra que aprender a prepararla. La llamé por videollamada durante años para que me enseñara paso a paso cómo lograr el sabor exacto.
Lo dice con una sonrisa suave, pero sus ojos delatan emoción. Puedo ver cuánto significa este plato para él. Cuánto amor hay en cada capa de hojaldre, en cada ingrediente.
—¿Cumpleaños? —pregunto, sorprendida, como si esa palabra me hubiera tomado desprevenida.
—Sí… hoy es mi cumpleaños —dice con tranquilidad, sacando dos platos del estante.
—¿Qué? ¿Por qué no me lo habías dicho?
Él se encoge ligeramente de hombros, sin perder esa sonrisa serena.
—No sé. Siempre cocino esto en mi cumpleaños… estoy acostumbrado a celebrarlo solo, como siempre lo he hecho. Pero este año es diferente —me lanza una mirada cargada de algo cálido, como si me estuviera diciendo más de lo que sus palabras se atreven—. Me alegra que estés aquí para compartirlo conmigo.
Me quedo mirándolo en silencio mientras corta el pastel con dedicación casi ceremonial. Saca una espátula, sirve con precisión dos rebanadas y las coloca en los platos. Luego se vuelve hacia el refrigerador y saca una ensalada fresca ya preparada. Puedo ver que, en la parte de abajo, hay un pequeño pastel que no estaba allí esta mañana. Había planeado todo.
—Me hubieras dicho que era tu cumpleaños —murmuro mientras él termina de montar los platos—. Sabes que mi familia te quiere. Y aunque no estemos casados de verdad… hubiéramos hecho algo especial entre todos. Un almuerzo, una sorpresa. No sé, algo.
—Está bien, de verdad —responde mientras camina hacia la mesa—. Me gusta celebrarlo así… tranquilo. Pero contigo aquí… se siente mucho mejor.
Sobre la mesa, noto por primera vez los detalles que no había percibido antes: dos candelabros con velas apagadas, dos copas de vino vacías, cubiertos perfectamente alineados. Todo estaba listo desde antes de que yo llegara. Y yo, distraída por el día, no lo noté.
Con un pequeño gesto de cabeza me indica que lo acompañe.
—Puedes sentarte donde quieras —dice con suavidad.
Tomo asiento en uno de los lugares ya establecidos. Él coloca el plato frente a mí con un cuidado casi ceremonioso.
—Si me hubieras dicho que era tu cumpleaños… no me habría puesto el pijama — murmuro, sintiéndome repentinamente avergonzada de mis pantuflas de aguacate y mi conjunto de satín.
—Me gusta tu pijama —responde con una sonrisa genuina mientras se dirige a la cocina por el vino y unos encendedores para las velas.
—Sí, bueno… pero…
—No tienes que impresionarme, Sofí. Lo sabes, ¿verdad? —enciende las velas con movimientos pausados y luego toma asiento a mi lado.
Lo miro. Quiero decir tantas cosas, pero no sé por dónde empezar. Incluso me siento un poco rara, me llamo Sofí, nunca lo había echo antes es mas cercano, lo siento mas cercano.
—Lo sé… solo que… es tu cumpleaños.
Él se inclina hacia mí, me toma la mano con una delicadeza que me deja sin aliento, y con una expresión serena me dice:
—Y estás aquí conmigo. Eso es lo que más me importa. Gracias.
No sé qué responder. Me siento mal por no haberlo sabido, por no haber preparado algo, por no tener un regalo. Y al mismo tiempo, me siento bien, profundamente bien, por estar ahí. Por haber sido elegida.
—No sé qué decir. Me siento fatal.
—No tienes que decir nada —me interrumpe con una sonrisa suave—. Solo disfruta de la cena. Espero que te guste.
Sirve un poco de vino en ambas copas y alza la suya apenas, como un brindis silencioso. Brindamos sin palabras, sin frases grandiosas. Solo miradas que lo dicen todo.
La comida está deliciosa. El hojaldre está crujiente, el queso fundido en el punto perfecto, y los puerros aportan un sabor fuerte pero reconfortante. La música de fondo nos acompaña, envolviendo el momento en un ambiente íntimo y cálido. No hablamos mucho. No hace falta. Cenamos con calma, juntos. Es un momento solo de nosotros, como si el resto del mundo se hubiera pausado.
Después de la cena, Patrick se levanta, va hacia la refrigeradora, saca el pequeño pastel con cobertura de chocolate. Lo coloca sobre la mesa sin cantar, sin velas, sin espectáculo. Solo él, yo, y ese gesto tan personal.
—¿Quieres un café? —pregunta mientras ya empieza a prepararlos sin esperar mi respuesta.
—Claro —le respondo con una sonrisa, mientras lo observo con el corazón latiéndome muy rápido.
Sirve dos cafés y corta el pastel con la misma dedicación con la que sirvió la cena. Me pasa una rebanada generosa y vuelve a su asiento. Tomamos el café y el postre sin prisa. Solo el suave sonido del jazz llenando la casa y el calor del vino en nuestras mejillas.
En ese momento, deseo que la noche nunca termine. Que se quede así: sencilla, íntima, cálida. Solo Patrick y yo… como si todo lo demás no importara.
Notas:
Dato curioso, yo personalmente fui niñera de una niña pequeña y cuando volvi a mi pais, la niña me llamaba por video llamada para que yo le pudiera enseñar a hacer la comida favorita que siempre le hacia. De ahi la inspiracion de que Patrick llamara a su niñera para su comida favorita.