Capítulo 26
14 de noviembre de 2025, 10:01
PATRICK:
Escucho el sonido de mi celular como a lo lejos. Anoche me acosté muy tarde; mi mente no se detiene. Pienso en demasiadas cosas a la vez: el trabajo, los contratos, las expectativas familiares, mis sentimientos, mi pasado, mi futuro...Sofía.
No sé si ella seguirá aquí, cuando todo esto termine. Esa duda me carcome más de lo que debería. Me hace sentir vulnerable. Ansios y con mucha angustia.
Con esfuerzo, extiendo una mano adormilada hacia la mesita de noche y logro tomar el celular.
—¿Aló? —mi voz suena ronca, baja, aún atrapada entre el sueño y la realidad.
—Llego a las nueve de la mañana. Necesito que me recojas en el aeropuerto.
No tiene que decir su nombre. Esa voz altanera, seca, condescendiente. La reconozco al instante.
—¿De qué hablas, Jana? —me incorporo con un gruñido, parpadeando contra la luz tenue del amanecer—. ¿No se supone que estás en China o algo así?
—Pues no. Como ves, ahora no. Estoy de camino a tu nuevo país y necesitamos hablar.
—¿Qué? —Ahora sí estoy completamente despierto. El sueño se evapora de golpe, como si me hubieran tirado un balde de agua fría.
—Sé que es difícil para alguien como tú procesar las cosas con rapidez, pero necesito verte en persona. Así que, en lugar de volver directo a Irlanda, haré una parada rápida y hablaremos. No tienes opción.
—¿Estás loca? ¿Tomaste un vuelo desde China hasta aquí solo para eso?
Jana suspira del otro lado de la línea, un sonido cargado de fastidio y superioridad.
Siempre ha sido así. Nunca nos hemos llevado bien, y la distancia no hizo más que acentuarlo. Fingimos cordialidad cuando hay otros cerca, por mantener las apariencias, pero cuando estamos solos… es una guerra fría envuelta en sarcasmo y desprecio.
A veces me pesa. Me habría gustado tener una relación real con ella, como la que veo entre Sofía y sus hermanos. Se ríen, cocinan juntos, se cuentan todo. Incluso me incluyen en sus dinámicas sin dudar. Me hacen sentir como en casa.
Con mi familia, eso nunca fue posible.
—Despiértate de una vez por todas. Te veo en el aeropuerto —dice Jana, y cuelga antes de darme oportunidad de responder.
Me quedo sentado en la cama, el celular aún en la mano. No tendría por qué ir a buscar a Jana. Podría dejarla sola, que se las arregle como quiera. Pero una parte de mí quiere hablar con ella, aclarar todo antes de que empiece otra tormenta. Lo mejor que puedo hacer es hablar con ella aclarar las cosas voy a pelear por la sucursal en Costa Rica será mía y podré quedarme aquí, con Sofía.
No le haría daño que sea dueño de esta empresa. Podremos seguir trabajando juntos como siempre… solo que yo ya no tendría que regresar a Irlanda.
Y sinceramente, ya no hay nada para mí allá. Amo mi país, sí. Pero nunca me había sentido realmente en casa hasta que llegué aquí. Sofía, su familia, este país, su naturaleza, la calma... todo me ha envuelto como si siempre hubiese pertenecido a este lugar.
Me quedo un momento más en la cama, buscando las palabras para hablar con Jana. Sé que no será fácil. Hablar con ella nunca lo es. Pero tiene que pasar.
Mientras permanezco en silencio, escucho los pasos de Sofía bajando las escaleras. Debió levantarse más temprano para hacer el desayuno. Esa rutina que compartimos —ella cocinando, yo preparando café, ambos robándonos sonrisas antes de ir al trabajo— se ha convertido en lo mejor de mis días. Me encanta verla en las mañanas, fresca, feliz, en pijama o ya lista para salir. Cocinarle es un placer, pero cuando ella cocina para mí… me toca algo más profundo. Me cuida, me da algo que nunca supe que necesitaba.
Me obligo a levantarme y alistarme. Hoy no podré ir a la oficina. No podré verla en su escritorio, reírse con Karol, distraerse con las conversaciones. Estoy seguro de que ya ha notado que la observo más de lo que debería, pero si le molestara, ya me lo habría hecho saber. Creo que hasta le divierte.
Cuando bajo, la casa huele a vainilla y azúcar. Justo como ella. Ese olor que ya es hogar para mí. Suena música suave desde la cocina y la encuentro bailando y cantando con la espátula en mano, completamente despreocupada. La escena me arranca una sonrisa instantánea. Es tan adorable, tan suya, tan mía.
—Buenos días —saludo con voz tranquila, sin intención de interrumpirla. Al verme, se detiene con una pequeña risa y levanta la espátula.
—¡Hola, buenos días! Ya casi termino. ¿Podrías ir montando la mesa?
—Claro —respondo con menos ánimo del que debería. Porque sí, definitivamente hoy va a ser un día difícil.
Mientras acomodo la mesa y sirvo el café, mi mente vuelve a girar alrededor de Jana. ¿Cómo se lo voy a decir? No tanto por el contenido, sino por su reacción. Siempre dramatiza todo, incluso lo más mínimo. Y esto… esto no será pequeño.
Me sirve dos tostadas. Coloco con cuidado las frutillas y la crema encima, pero no puedo concentrarme en el desayuno. Sofía me observa con una expresión tan seria que todo mi interior se tensa. La preocupación en su rostro me duele. Odio verla así… y más por mi culpa. Pero necesito procesar que le voy a decir a mi hermana por que se que se lo comunicara a nustro padre.
Comemos en silencio. Muerdo mi tostada como si el acto mecánico de masticar pudiera ayudarme a ordenar mis ideas. Necesito pensar cómo decirle toda la verdad. Ser valiente. Por ella. Por mí. Por nosotros.
Detesto lo impotente que me hace sentir Jana. Y detesto aún más que ese peso recaiga también sobre Sofía.
De pronto, Sofía está frente a mí. Creo que me acaba de decir algo, pero estoy tan perdido en mis pensamientos que no la escuché.
—¿Eh? —murmuro, parpadeando. Sí, me estaba hablando. La miro a los ojos—. Lo siento, estaba distraído.
—¿Todo bien? —pregunta, con esa expresión suave y preocupada que detesto ver en su rostro. No me gusta ser la causa de sus preocupaciones.
La miro un segundo más, y siento esa necesidad de abrazarla. De contarle todo. De pedirle, sin palabras, que no se preocupe que tengo todo bajo control.
Respiro hondo. Le comento que Jana llega esta mañana y que quiere hablar conmigo. Su expresión cambia de inmediato. El brillo de sus ojos se apaga apenas se lo menciono. Justo lo que no quería. Justo lo que temía.
Siento que me ahogo. No quiero que se sienta insegura, ni desplazada, ni invadida.
Tomo su mano sobre la mesa, intento sostenerla con firmeza. Es lo único que se me ocurre.
— Sofía … no es lo que piensas —le digo con la voz más tranquila que logro fingir—. Me llamó. Dijo que necesitábamos hablar cara a cara. Y, la verdad… creo que yo también necesito hacerlo.
Ella desvía la mirada, se suelta ssuavemente de mi mano y se levanta para ir al fregadero. Desde ahí, con la espalda hacia mí, pregunta si quiero que me dé espacio. Si prefiero estar a solas con Jana.
Como si eso fuera algo que deseara.
—No —respondo, sincero. Probablemente la reunión se alargue. Quizá tenga que verla mañana también… pero si pudiera evitarlo, lo haría. Preferiría dormir en la oficina antes que traerla a nuestra casa. Este hogar es de los dos. No pienso permitir que Jana lo profane.
Sofía asiente sin girarse y, aunque no dice nada más, sé que se siente incómoda. Me duele que se marche así, con esa tristeza en los hombros. Pero no la detengo. No sé cómo.
Termino de alistarme en silencio y salgo rumbo al aeropuerto.
Llego con cinco minutos de retraso. El tráfico en Costa Rica es otra liga: motos zigzagueando, buses que se cruzan como si fueran dueños del asfalto… Pero aquí estoy. Y ahí está ella.
Jana.
Con sus gafas oscuras, su maleta de diseñador y esa cara de “me debes el mundo”. Me espera frente a la entrada, claramente molesta. Como siempre. Nada ha cambiado.
Sube al auto sin saludar. Me lanza un sermón de inmediato sobre lo horrible que fue esperar “bajo el sol inclemente” y “rodeada de gente de dudosa procedencia”. Me cuesta no rodar los ojos. Estaba bajo techo. Hacía 23 grados celsius . Y los que la rodeaban eran turistas igual que ella.
Respiro. No voy a entrar en su juego.
La llevo hasta el hotel que ella misma reservó. Al llegar, baja sin mirarme y me dice que la espere en el restaurante del hotel. Mejor. Mientras menos tenga que verla, mejor para los dos.
Entro al restaurante del hotel, aún vacío a esa hora, y me siento a una mesa alejada de la entrada. Pido un whisky. Sí, es temprano, pero sé que lo voy a necesitar si vamos a tener una charla es mejor tener un poco de alcohol en mi sistema. Jana nunca baja sin antes tardar al menos una hora. Y no me equivoco.
Una hora y diez minutos más tarde, aparece. Como siempre, impecable, con su vestido de marca, su andar altivo y su aire de reina sin corona. Se sienta frente a mí con una sonrisa cínica.
—Bueno, Pattycakes, ¿listo para hablar?
Pattycakes. Odio que me llame así. Lo ha hecho desde que éramos niños. Lo hace solo para fastidiarme. Siempre lo ha hecho. Siempre sabiendo que lo detesto.
—Pues sí, creo que sí. Tú fuiste la que me levantó a las cinco de la mañana para hablar, así que adelante, habla —digo, cruzado de brazos, intentando mantener la calma.
—Bien —empieza Jana, acomodándose el cabello como si estuviera en una pasarela—. Como sabes, de aquí voy directo a casa. Padre quiere que te vengas conmigo.
—¿De qué hablas? El trabajo esta saliendo bien, pensé que padre estaba feliz — respondo, frunciendo el ceño.
—Lo sé. Pero él cree que esta idea tuya de quedarte aquí es absurda y que es momento de enfocarnos en lo verdaderamente importante.
—¿Ah sí? ¿Y qué es eso exactamente? —pregunto con sarcasmo.
—Está interesado en invertir más en Asia que en América —dice como si hablara del clima, sin emoción.
—¿Qué? ¿Él sabe que esto no se trata solo de Costa Rica? Este proyecto abarca toda América Latina. Son empresas consolidadas, miles de empleados, alianzas estratégicas de altísimo valor. Es una inversión inteligente.
—Tal vez sí, pero no es lo que quiere ahora. Dice que América Latina es inestable. Está considerando enfocar los esfuerzos en mercados asiáticos emergentes.
—Entonces hazlo tú —le espeto, cada vez más irritado—. ¿Por qué tendría que ser yo quien lo deje? Ya renuncié a mi vida en Irlanda. ¿Ahora quieres que renuncie a esto también?
—Patty, no te enojes —dice, con ese tono condescendiente que siempre usa cuando no le importa en absoluto cómo me siento.
Me revuelve el estómago. No les importa. Nunca les ha importado. Siempre he sido su ficha dorada: el negociador brillante, el que cierra tratos con una sonrisa y convence comités enteros con una mirada. Me criaron para eso. Y lo hago bien.
Pero ahora que por fin encontré algo que no gira alrededor de sus intereses... no pienso renunciar.
Me doy cuenta de que ellos solo saben conquistar y devorar. Y yo ya no quiero ser parte de eso.
—¿Que no me enoje? —resoplo, apoyando los codos en la mesa—. ¿Alguna vez pensaron que soy una persona? ¿Que tengo deseos? ¿Límites? ¿Vida? No me voy a ir, Jana.
Ella suelta una carcajada, como si acabara de contarle un chiste absurdo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Quedarte aquí?
—Sí. Es una excelente opción, de hecho —respondo con firmeza. Por primera vez, noto un temblor leve en su expresión.
—¿Cuánto más necesitas para conseguir la ciudadanía?
—Eso ahora no me importa.
—¿Cómo que no? —pregunta, incrédula, como si hubiera blasfemado.
—Hemos sido unos depredadores. Llegamos a estos países, tomamos sus empresas, les arrebatamos el poder que les pertenece. Ya no quiero seguir haciendo esto. Aquí hay gente que trabaja, lucha, crea... y nosotros solo llegamos a quedarnos con todo.
—Es lo que hacemos —murmura, bajando la mirada. Algo inusual en ella. Por un momento, creo que también lo ve, que algo dentro suyo se resquebraja.
—Pues ya no lo haré. Me abriste los ojos, Jana. No puedo seguir permitiéndolo.
—¿Vas a echarlo todo a perder por un puñado de idealistas?
—¡Son personas honestas! Y merecen mucho más que extranjeros quitándoles lo que les pertenece —la interrumpo—. Puede que antes no lo viera, pero ya es suficiente. Estas empresas están creciendo por su cuenta, sin intervención externa. Aquí hay talento, hay excelencia, hay pasión. No necesitan serpientes disfrazadas de inversores.
Ella guarda silencio. La veo procesarlo, resistiéndose.
—Ya te lo dije —responde al fin, en tono frío—. Vamos a enfocarnos en Asia. A mí no me interesa esta región ni su gente. Si padre dice que avancemos, debemos hacerlo.
—Pues yo no —le digo con una calma pesada, agotado—. Ya no más. Estoy cansado de ustedes, de sus decisiones, de sentirme como una pieza desechable. No puedo más.
—¿Qué te pasa, Patty?
—¡No me llames así! —me levanto de golpe—. Estoy harto de ese apodo.
Recojo mis cosas. No quiero estar un segundo más con ella. Me dirijo a la salida, pero su voz me detiene.
—¿Te enamoraste?
Me congelo. ¿Cómo lo sabe?
No me atrevo a girar. Si ve mi cara, lo confirmará. Pero ella se levanta y se coloca enfrete de mi.
—Nunca me habías enfrentado. Siempre fuiste el hijo ejemplar, el que seguía los planes sin cuestionarlos. Algo cambió —dice, buscándome con la mirada—. Te enamoraste.
Lo dice como si fuera una debilidad. Como si amar fuera una falla. Y por primera vez, no me importa lo que piense.
Porque sí. Me enamoré.
Me enamoré de este país, que me hace sentir libre. De la familia de Sofía, que me abre las puertas sin condiciones. De sus amigos, que me invitan a ser parte de algo real. Y de ella… Sofía, que me salvó sin siquiera saberlo.
—¿Y qué si sí? —respondo, con una serenidad que hasta a mí me sorprende, le sostengo la mirada—. Estoy enamorado.
Sus ojos se agrandan. Como si la hubiera herido de muerte. Pero no me disculpo. Simplemente me voy.
La dejo ahí, sola, en medio del restaurante. Y con cada paso que doy, me siento más ligero, más libre del pasado que me encadenaba.
Jana puede quedarse con su mundo de conquistas y obediencia ciega, con sus planes y su mundo perfecto. Yo elijo el mío. Elijo a SSofía
Una vez fuera del hotel veo la hora. Ya casi es mediodía. Decido volver a casa. Hoy no tengo cabeza para la oficina; necesito claridad, tomar distancia… y prepararme. Sé que lo que le acabo de decir a Jana va a desatar un caos. Y tengo que estar listo para lo que viene.
Apenas llego, me encierro en el despacho. Empiezo a revisar contratos, balances, transferencias de activos, actas de junta, acuerdos de fusiones... algo tiene que estar ahí. Algo que ellos no vieron. Algo que yo, hasta ahora, tampoco había querido mirar con detenimiento. Necesito ventaja. Necesito encontrar algo que me libere antes de que ellos ataquen.
Marc llega a casa poco después. Como siempre, puntual, silencioso y confiable. Nunca se ha quejado de haber dejado Irlanda conmigo. Nunca me ha cuestionado por qué vine aquí. Solo vino. Y ha estado siempre a mi lado. Cuando todo esto pase prometo agracedercelo con un viaje carisimo o algo que quiera.
Le explico por encima la situacion y lo que debemos buuscar. Pasan las horas no hablamos mucho. Nunca lo hemos hecho. Pero en el silencio compartido con él hay más lealtad que en toda una vida con mi padre.
Pasamos horas trabajando entre papeles. Marc escanea archivos, revisa cláusulas, códigos legales. Yo releo contratos con los ojos rojos de cansancio.
Cae la tarde. El sol empieza a teñir de naranja las paredes. Y entonces lo escucho:
—Señor —dice Marc , con la voz grave pero contenida—, hay algo que necesita ver.
Lo miro. Está medio enterrado bajo una pila de documentos y tiene varias pestañas abiertas en su portátil.
—¿Qué pasa, Marc ? ¿Qué encontraste?
—Señor, he revisado todos los documentos vinculados al holding familiar: contratos de constitución, acuerdos de accionistas, poderes notariales, escrituras de fideicomisos, la documentación de propiedad de las subsidiarias… —Hace una pausa—. Y cada uno de esos documentos en el continente americano está registrado bajo su nombre. Usted es el titular legal absoluto.
Me quedo inmóvil. El corazón me late en la garganta.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente. He cruzado todos los registros notariales. Incluso los de los países donde los sistemas son más estrictos. Todo está a su nombre, señor. No a nombre de la corporación central, no a nombre de su padre ni al de Jana. solo esta su nombre.
Es lo mejor que he escuchado en todo el día.
¿Cómo no lo vi antes? Siempre firmaba sin leer, por pura inercia. Y ellos lo sabían. Jamás imaginaron que un día me detendría a mirar de verdad. Claro, el “idiota de Patrick” no necesita saber. Solo firma y obedece. Pero adivinen qué: el idiota se dio cuenta.
Abro mi computadora y empiezo a verificar todo. Marc tiene razón. Desde Canadá hasta Argentina… todas las empresas del grupo en el continente están bajo mi nombre. No como representante legal. Como propietario. Eso significa que puedo devolverlos, cada una de las empresas que esta a mi nombre pueden volver a sus dueños originales. Ellos podrian ser los lideres poderosos de su propia empresa.
Respiro hondo. Esto cambia todo.
Miro el reloj. Son las seis en punto. Marc se despide y menciona, entre risas, que no quiere que Sofía lo vea mimando tanto a Naga. Dice que siempre lo llena de cariño y después llora cuando él se va. Nunca sé si quien sufre más si Naga o Marc .
Durante todo el día, Naga ha estado nosotros: durmiendo bajo el escritorio, persiguiendo mis pies, lanzando suaves ladridos para pedirme bocadillos mientras comíamos. Es extraño lo bien que se siente esta rutina. Esta vida.
Dejo los documentos y el portátil en la mesa. Más tarde revisaré cómo blindar todo legalmente sin que Jana ni mi padre puedan intervenir. Pero por ahora, hay algo más importante que hacer.
Me dirijo a la cocina. Quiero preparar la cena. Quiero que, cuando Sofía llegue, no solo le dé la noticia… sino que pueda decirle toda la verdad.
No le he dicho aún que estoy enamorado. No con esas palabras. Pero esta noche quiero hacerlo. Ella merece saberlo todo.
Cocino en silencio, cada paso medido. Algo sencillo, pero especial. Pongo la mesa. Sirvo los platos. Todo está listo.
Pero pasan los minutos. Y Sofía no llega.
No es que tenga que darme explicaciones, lo sé. Ella es libre de hacer lo que quiera, de ir a donde le plazca. Pero aún así… empiezo a sentir el vacío.
Me siento en el sofá. Naga se acurruca a mis pies.
Y espero.… ya se haya atrasado. Tomo el celular. ¿Debería llamarla?. No… mejor le mandó un mensaje. Algo sencillo. Nada muy sobreprotector. Sofía es un adulto, no necesito controlarla.
Pero no responde.
Espero unos minutos. Sigo viendo la pantalla. Nada.
Tal vez si llamo a la oficina... tal vez alguien sepa algo. Marco. El celular suena. Ya son las siete de la noche. No sé si habrá alguien trabajando aún. Puede que un guardia de seguridad esté por ahí.
Nadie contesta.
Vuelvo a marcar. Nada.
—Ok, tranquilo Patrick —me digo a mí mismo—. Todo está bien. No tienes que ponerte nervioso. Todo está bien…
Miro a Naga. Está dormida, estirada sobre el sofá, tranquila como si el mundo no ardiera por dentro.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —le digo—. Tu mamá está desaparecida.
Abre un ojo, bosteza... y vuelve a cerrar los ojos con total indiferencia. Suspiro. Tal vez debería salir a correr, despejar la cabeza. Cuando regrese, seguro ya estará aquí y podremos cenar no pasa nada.
Me cambio de ropa y salgo. Corro por las calles tranquilas del vecindario durante casi dos horas. Intento concentrarme, respirar. Pero no puedo dejar de mirar el celular cada cinco minutos.
Al volver, la casa sigue completamente a oscuras.
El auto no está. Ella no está.
Naga me recibe, feliz, meneando la cola. Su felicidad choca con el peso en mi pecho. No puede ser. Sofía jamás llega tan tarde sin avisar. Siempre me dice si sale. Siempre, no es que tenga que hacerlo pero ambos nos hemos creado esta rutina de decirnos a donde vamos.
Tomo el celular. La llamo. Una vez. Dos. Tres. Cuatro veces. Nada.
—Sofía … — Se que se molestó desde que le dije en la mañana que venia Jana, lo se la vi. Fui un idiota no debí haberla preocupado.
Siento que la sangre me deja el cuerpo. La ansiedad empieza a subir como una ola. Tal vez estoy exagerando. Tal vez no. Pero algo no está bien.
Con los dedos temblorosos, llamo a Marc .
—Señor Reggin —contesta al segundo.
—Marc … necesito que vengas. Sofía no ha llegado. No contesta. Estoy… preocupado.
—Voy enseguida, señor.
Cuelgo. Empiezo a enviarle mensajes. No quiero presionarla, pero no puedo evitarlo. Todos los mensajes se quedan en visto… ni eso. ¿Y si Jana le hizo algo?
¿Y si fue a la oficina y…?
Empiezo a imaginar lo peor. Maldita sea. No debí dejarla sola hoy. Rastreo el GPS de su carro. Me muestra una ubicación.
Un club.
Marc llega. Se sube al carro sin decir nada, pero sé que está igual de tenso. Siempre ha sido reservado, pero le agrada Sofía . Lo noto. Y le preocupa.
Nos dirigimos al club. Es un lugar de mala muerte. Hay mucho ruido, luces demasiado brillantes, y gente que parece no haber visto la sobriedad en días.
Ni siquiera apago el motor. Me bajo de inmediato.
—Quédate cerca —le digo a Marc, él solo asiente.
Entro. La música es ensordecedora. El olor a alcohol, sudor y cigarro es asfixiante. Camino por el bar, luego hacia lo que parece ser la pista de baile. Luces estroboscópicas parpadean. Miro entre la gente, empujando, esquivando.
Y ahí, en el centro, entre la multitud, las reconozco.
Algunas chicas de la oficina. Bailando. Riendo. Algunas con copas en la mano. Me acerco a ellas, sintiendo el corazón latir con fuerza.
—¡Susan! —grito por encima de la música.
Ella se da vuelta tambaleándose un poco, visiblemente borracha, pero sonriente.
—¡Jefecitooo! Qué guapo se ve hoy —dice con voz arrastrada.
—¿Has visto a Sofía ?
—¿Qué?
Me acerco más, casi pegando mi boca a su oído.
—¿¡Has visto a Sofía !?
—Ahhh… sí, creo que está en el baño con alguien —responde alzando las cejas—. Creo que…
No dejo que termine de hablar. Por lo menos sé que está aquí. Salgo corriendo hacia la zona de los baños, esquivando gente, luces y humo. Por favor, que esté bien. Que no esté con otro. Me moriría si la veo con alguien más. Sé que ella no es así, pero no confío en este lugar ni en las personas que hay dentro. Cualquiera podría haberle puesto algo en la bebida… y nadie lo notaría en este caos.
Y entonces la veo.
A lo lejos, sentada en un banquito, con la cabeza gacha. Karol está frente a ella, preocupada. Nota mental: guardar el número de Karol en mi celular. Urgente.
Justo cuando estoy a punto de llegar, Sofía se tambalea y se va de lado. Corro. La sujeto justo a tiempo antes de que caiga.
—¡Sofía ! —la envuelvo en mis brazos—. Sofía , mírame. Sofia. No reacciona.
Veo que respira lento necesito sacarla de aqui.
—¡Patrick! —grita Karol desde detrás de mí—. Gracias al cielo que llegaste.
Unas cuantas chicas más se acercan. Algunas las reconozco de la oficina. Me miran con caras de confusión y susto. Todas me siguen mientras voy en busca de la salida con Sofia en brazos.
—¿Qué le pasó? —pregunto, acomodandola mejor en mis brazos. Necesita salir de aquí. Aire fresco. Urgente.
—Tenía dolor de estómago. Ya nos íbamos, pero se desmayó —dice Karol, evidentemente afectada.
—¿Iban a manejar así?
—Bueno… no sabía que estaba tan mal —responde caminando detras de mi.
Ok, Patrick, respira. Tranquilo. No es su culpa. Es la mejor amiga de Sofía . Seguramente Sofía no le dijo cómo se sentía de verdad.
—¿Viniste con ella?
—Sí. Pero no te preocupes. Llévala al hospital. Yo me voy con Susan —me entrega el bolso de Sofía —. Por favor, avísame cualquier cosa.
Asiento con la cabeza, apretando a Sofía con más fuerza. Su cuerpo se siente demasiado quieto entre mis brazos.
—Muy bien —digo finalmente, y dejo a Karol en la pista de baile.
Salgo apresurado del club con Sofía en brazos. Su peso me preocupa; está demasiado liviana, demasiado quieta.
Apenas cruzo la puerta, Marc se pone de pie con expresión de alarma al verme cargándola. Sin perder un segundo, corre hacia el auto y abre la puerta del copiloto. Coloco a Sofía con cuidado en el asiento, abrochando el cinturón con manos temblorosas.
—La voy a llevar al hospital —digo, sacando las llaves de su bolso—. Lleva su carro a casa. Nos vemos mañana.
—Sí, señor —asiente con firmeza.
Lo miro a los ojos un segundo. Quiero que entienda cuánto le agradezco por estar siempre. Por no cuestionar, solo actuar.
—Gracias, Marc . De verdad… por todo.
Él apenas sonríe, profesional como siempre, pero asiente con la cabeza.
—Es un placer, señor.
Y sin más, se gira y va en busca del carro de Sofía , mientras yo enciendo el motor con el corazón en un puño, rogando que todo esté bien.