ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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Ecos del Infierno

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Capítulo 4

“Ecos del Infierno”

La noche en Kamurocho era un presagio de muerte. La tormenta rugía, tiñendo las calles de luces distorsionadas. Cada relámpago proyectaba sombras efímeras sobre los edificios, dándole a la ciudad un aire espectral. Dentro de la oficina de la familia Nishikiyama, el ambiente estaba cargado de electricidad y sangre. Un abismo se había abierto allí. Akira Nishikiyama permanecía inmóvil en el centro de la habitación, con la mirada anclada en el cadáver de Matsushige. La alfombra, empapada en carmesí, absorbía la última prueba de su traición. Su rostro congelado en la muerte reflejaba la incredulidad final: hasta el último segundo, se burló su líder. La daga aún goteaba en la mano de Nishiki. No parecía registrar la sangre en su piel ni en sus ropas. Ni en lo que quedaba de sí mismo. Se pasó las manos manchadas por el cabello, untándolo con el rojo de su decisión. No había retorno. No esta vez. La oscuridad ya lo había reclamado. El eco de la tormenta se coló por la ventana cuando la puerta se abrió con suavidad. Alguien había estado observando. Una sombra se deslizó con el sigilo de una serpiente: Itsuki Murakado. Siempre en el momento justo. No era un visitante inesperado. Era un depredador. Cerró la puerta con precisión quirúrgica. No pidió permiso. No lo necesitaba. —Veo que finalmente has dado el paso decisivo, Nishikiyama-san. Su voz fue un susurro envenenado, suave y envolvente. Como si cada palabra tejiera una telaraña invisible a su alrededor. El joven patriarca no apartó la vista del cuerpo. Sus dedos aún aferraban la empuñadura ensangrentada. No respondió al instante. Dejó que el silencio se alargara. Luego, con la misma serenidad con la que había teñido su cabello de rojo, habló: —Era necesario. Murakado sonrió. No había vacilación en él. Perfecto. —Sin duda. Pero dime… ¿realmente crees que con esto basta? Los ojos de Nishiki, oscuros y endurecidos, se clavaron en los suyos. —¿A qué te refieres? El recién llegado avanzó con lentitud, sus pasos resonando en el suelo como gotas de aceite. Su tono bajó, casi en confidencia, como un demonio susurrando tentaciones. —No basta con cortar las ramas. Un árbol enfermo sigue envenenando su entorno hasta que arrancas la raíz. —Su voz descendió a un murmullo, sedoso y letal—. Y dime, Nishikiyama-san… ¿quién dejó morir a Yuko? El ambiente se volvió más pequeño. Asfixiante. Nishiki no respondió, pero la tensión en su mandíbula hablaba por él. Murakado continuó, disfrutando cada palabra. —Hiyoshi tenía deudas. Treinta millones. —Se cruzó de brazos, aparentando indiferencia—. Y Tachibana fue quien te lo puso en bandeja. La chispa en los ojos del patriarca volvió a encenderse. —Claro… Porque era su cómplice. —Exacto. —Chasqueó los dedos—. Y sé dónde se esconde. El aire se tornó denso. El joven patriarca entrecerró los ojos. Su puño se cerró en torno a la daga. —Dímelo. La sonrisa de Murakado se ensanchó. —Oh, no. —Su mirada brilló con deleite—. Dímelo tú. ¿Qué harás con esa información? Nishiki no titubeó. El hombre que fue ya no existía. —Encuéntrenlo. —La orden fue hueca, desprovista de emoción—. Y asegúrense de que su muerte parezca un suicidio. Las sombras de la habitación se movieron. Los subordinados recibieron el mandato sin rechistar. En cuestión de minutos, el destino de Hiyoshi quedó sellado. Murakado lo observó con auténtico placer. Pero no había terminado. —Hiyoshi es solo el principio. —Su voz bajó aún más, peligrosa—. Todavía queda alguien más. No necesitó explicarlo. Ambos sabían a quién se refería. —Ryohei. Una risa seca escapó de los labios del visitante. Ah, cómo había esperado este momento. —Oh, Nishikiyama-san… te sorprendería lo fácil que ha sido seguirle la pista. —Se llevó una mano al pecho, en un gesto teatral—. He estado observando cada uno de sus pasos. Durante meses. Nishiki lo miró, atento. —Es casi entrañable lo confiado que sigue. Como si el pasado no pudiera alcanzarlo. —Hizo una pausa—. Como si aún creyera que puede tener una vida normal. El joven rió, sin humor. Su voz estaba cargada de odio. —Quiero verlo arrastrarse. Quiero que lo pierda todo. Murakado se inclinó, su sombra devorando la pared. —Matarlo sería un regalo. El otro asintió. —Lo sé. —Pero arrebatarle lo que más ama… —dejó la frase colgando. Y Nishiki la completó con una sonrisa cruel. —Su carrera. —Ryohei Tachibana va a conocer el infierno —susurró Murakado, con una certeza escalofriante—. Y esta vez, no habrá nadie que lo salve. Un trueno rugió sobre la ciudad, iluminando por un instante la oficina. La caída había comenzado. Mientras tanto, a kilómetros de distancia, un hombre se aferraba a la última esperanza que le quedaba. En su diminuto apartamento, Kiminobu Hiyoshi se refugiaba entre el aroma rancio de cigarro y licor barato. Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza las ventanas, y el sonido de las sirenas se perdía en la tormenta. Adentro, la tenue luz de una lámpara de mesa proyectaba sombras largas sobre las paredes agrietadas. Un reflejo perfecto de la ruina en la que se había convertido su existencia. Estaba desplomado en una silla, con la camisa arrugada y la corbata floja como el último vestigio de una dignidad ya extinta. Levantó el vaso de whisky con una mano temblorosa, la mirada perdida en el líquido dorado, intentando ahogar la culpa en cada sorbo. Pero esta flotaba, intacta, en cada rincón del cuarto. Sabía que la familia Nishikiyama no perdonaba. Sabía que era cuestión de tiempo. El reloj se detuvo cuando la puerta se abrió con un leve chasquido. Apenas alcanzó a parpadear antes de que una silueta se deslizara dentro con la suavidad de un susurro. Pasos calculados. Lentos. Disfrutando cada instante. Itsuki Murakado. El abrigo oscuro, empapado por la tormenta, dejaba pequeños charcos sobre la madera vieja. Su sonrisa, sin embargo, permanecía intacta. —Ah, Hiyoshi… —susurró con voz afilada—. Esperaba más resistencia. Pero mírate. Un ratón atrapado en su propia madriguera. El doctor intentó ponerse de pie, pero una fuerza brutal lo levantó de la silla. Un brazo firme se cerró en torno a su cuello, cortando el aire de golpe. El vaso cayó al suelo y se hizo añicos, pero el sonido fue opacado por los jadeos ahogados. Sus dedos arañaron el brazo que lo estrangulaba, pateó, se aferró a la tela, desesperado… pero la presión no cedió. La visión se le nubló. Manchas oscuras danzaron en los bordes. Luego, todo se apagó. Al recobrar el sentido, la cabeza le zumbaba. El aire era denso, con un aroma metálico flotando en el ambiente. Intentó moverse, pero estaba atado. Las muñecas sujetas a los reposabrazos con cinta adhesiva. Los tobillos firmemente inmovilizados. Una trampa sin escapatoria. Frente a él, Murakado encendía un cigarro con la tranquilidad de quien ya había tomado una decisión irrevocable. —Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad? Hiyoshi tragó saliva. La garganta aún le ardía. —Yo… no tuve elección. Esos malnacidos de la usura… me iban a matar. Solo tomé el dinero para… Una bocanada de humo flotó entre ellos, interrumpiéndolo. —Ahórrame las excusas —espetó el visitante con desprecio. El médico tembló. —¡Por favor! ¡No quería que ella muriera! ¡Yo… yo solo…! Un golpe seco lo calló. Murakado se inclinó hacia él, con la misma calma que si dictara una receta. —Cállate. El miedo se anidó en su estómago cuando lo vio caminar hacia la cocina. Giró la válvula de la estufa de gas y dejó que el silbido llenara la habitación. El olor nauseabundo se esparció con rapidez. —No… no… —negó con fuerza—. ¡Por favor, no! Fue ignorado. El asesino tomó una hoja de papel y un lápiz. Regresó con paso sereno y colocó ambos entre sus dedos entumecidos. —Escribe. Hiyoshi parpadeó, aturdido. El pánico lo mantenía congelado. —¿Q-qué…? Murakado deslizó el filo del cuchillo sobre la piel del doctor con la suavidad de un amante cruel. El acero dejó un rastro helado en su mejilla, una promesa de lo que vendría. —Dije que escribas —susurró—. Una nota de suicidio, escrita con tu propia mano. Hiyoshi jadeó. Las lágrimas comenzaron a arder en sus ojos. —Yo… no… La hoja bajó hasta su mano, descansando sobre los nudillos. —Hazlo, o lo último que escribirás será con tu propia sangre. Temblando, apretó el lápiz. Con la respiración entrecortada, comenzó a garabatear. Su caligrafía temblorosa, casi ilegible: "No puedo más. Me ha consumido la culpa. Perdón." Al terminar, Murakado tomó el papel y lo leyó con una ceja arqueada. —Tienes una letra horrible, Hiyoshi. El médico sollozó, apenas logrando mantenerse cuerdo. Pensaba que tal vez, solo tal vez, le perdonarían la vida. Se equivocaba. Murakado sonrió y se dirigió a la mesa. Colocó la nota junto a una botella de whisky vacía. Luego avanzó hacia la puerta, pero se detuvo en el umbral. —Ah, casi lo olvido. Sacó su encendedor de plata y lo activó con un chasquido. La llama parpadeó en la penumbra, proyectando sombras danzantes en las paredes. —¡No, no, no! ¡Por favor! —gimió Hiyoshi, con lágrimas corriendo por su rostro. Murakado dejó caer el cigarro. El fuego respondió de inmediato. Las llamas devoraron el suelo. El gas silbó. Y los gritos del doctor quedaron atrapados en el infierno que él mismo creó. La puerta se cerró con suavidad tras él. A sus espaldas, el infierno estalló en llamas. La detonación rasgó la noche, enviando llamaradas al cielo. Ni siquiera se detuvo a mirar. A varias calles de distancia, encendió otro cigarro con la misma mano que había firmado la condena. No se molestó en volver la vista. Esa misma noche, en el Serena, el ambiente era apacible. Los clientes reían, sumidos en el letargo del alcohol, ahogando sus preocupaciones en vasos de licor. Afuera, Kamurocho seguía siendo la misma jungla de neón y pecado de siempre, pero dentro del bar, el tiempo parecía haberse detenido. Ryohei estaba en la barra, con la mirada baja, girando lentamente su vaso entre los dedos. El ámbar del licor reflejaba la tenue luz del bar, pero él no lo veía. Seguía allí. En el hospital. En los monitores silenciados, en el pitido final. En los ojos de Nishiki, cargados de odio. Sacó el reloj de bolsillo con dedos tensos, sintiendo su peso más pesado de lo habitual. La imagen grabada en la tapa estaba aún más deteriorada; su propio rostro cubierto por finas líneas. Lo observó en silencio, un suspiro escapando de sus labios. Al igual que el reloj, el vínculo con Nishiki y Kiryu estaba condenado a la erosión. Reina, que observaba la escena desde el otro lado de la barra, se acercó con la calidez que la caracterizaba. —Ryo-chan… Sé que nada de lo que diga cambiará lo que pasó con Yuko, pero no quiero verte pudriéndote en este bar. Chasqueó la lengua y se llevó el vaso a los labios, terminando el licor de un solo trago. El ardor en su garganta era insignificante comparado con la impotencia que lo consumía. —No solo perdí a Yuko. —Su voz era áspera, cansada—. Ese imbécil de Hiyoshi nos estafó. Reina frunció el ceño. —¿De qué hablas? Soltó una risa amarga y movió el vaso en dirección a Reina, pidiendo otra copa. —¿Me creerías si te dijera que el bastardo tenía deudas de juego? —Se pasó una mano por el rostro, su mandíbula tensa—. Treinta millones, exactamente. La misma cantidad que Nishiki consiguió para la operación. Ella apretó los labios, pero no dijo nada de inmediato. Se limitó a servirle otro trago con calma. Ryohei tomó el vaso, pero no bebió. Se quedó mirando el líquido, como si pudiera encontrar respuestas en el fondo de la copa. —¿Y ahora qué? —preguntó Reina, apoyándose ligeramente en la barra—. ¿Te rendirás? Soltó un resoplido. —¿Y qué otra opción me queda? Me odia. Yuko está muerta. Kiryu, en prisión. —Pero Kiryu-chan saldrá. —Lo interrumpió Reina, con convicción—. Quizás no hoy, quizás no mañana… pero saldrá. Desvió la mirada. —¿Y qué crees que pasará entonces? ¿Que todo volverá a ser como antes? Reina se cruzó de brazos y negó con la cabeza. —No, Ryo-chan. Nada volverá a ser como antes. —Hizo una pausa—. Pero eso no significa que esté perdido. Cerró los ojos por un momento, sintiendo la tensión acumulada en su pecho. —He visto médicos perderlo todo. Carreras destruidas, familias arruinadas… pero aún así, han encontrado la forma de seguir adelante. Dejó escapar una risa seca. —¿Y qué? ¿Quieres que me convierta en un optimista iluso? Ella rodó los ojos con una sonrisa ligera. —No te vendría mal. Antes de que pudiera responder, el sonido de la televisión en la esquina del bar captó su atención. —Última hora… —La voz de la reportera en la televisión captó la atención de varios clientes—. Hace unas horas, una explosión devastó un complejo de apartamentos en el distrito este de Tokio. Los bomberos han encontrado un cadáver en el lugar, pero el estado del cuerpo ha dificultado su identificación… El vaso quedó a medio camino de sus labios. Sus dedos se crisparon sobre el cristal antes de girar la cabeza hacia la pantalla. Las imágenes mostraban un edificio en ruinas, los restos aún humeantes mientras los bomberos trabajaban para apagar los últimos focos de incendio. —Se sospecha que la explosión pudo haber sido un caso de suicidio por fuga de gas… Y entonces, la imagen de un hombre apareció en la esquina de la pantalla. Kiminobu Hiyoshi. El frío se arrastró por su columna. —No puede ser… Reina también miró la pantalla, su expresión tensa. —¿Ese no es…? No respondió. Se quedó allí, mirando la televisión, con una sensación extraña en el pecho. La voz de la reportera se volvió un eco lejano en su mente. Estaba muerto. ¿Pero realmente se había suicidado? Giró el vaso entre los dedos, observando el licor como si esperara respuestas. Pero la única certeza era el amargor en su garganta. La vida en el hospital universitario Touto seguía su curso habitual. Pacientes y doctores iban y venían, las enfermeras discutían diagnósticos en los pasillos, y el aroma a desinfectante flotaba en el aire, impregnando cada rincón del edificio. Pero en los murmullos, en las conversaciones a media voz entre internos y residentes, un nombre se repetía con un tono casi espectral: Kiminobu Hiyoshi. Los rumores sobre su muerte recorrían el hospital como un virus. Algunos decían que estaba metido en deudas impagables y que el peso de su fracaso lo llevó al suicidio. Otros hablaban de un simple accidente: una fuga de gas en su apartamento que acabó en tragedia. Ryohei no creía en ninguna de esas versiones. Caminaba con paso firme por el pasillo, fingiendo que las voces a su alrededor no le importaban, que la rutina seguía su curso. Pero en su mente, las piezas no encajaban. Una explosión repentina. Un cuerpo irreconocible. Una nota de suicidio convenientemente hallada entre las ruinas. Demasiado perfecto. Demasiado limpio. El whisky en el Serena aún ardía en su garganta cuando vio la noticia en la televisión. No tuvo que pensarlo demasiado. Hiyoshi no se mató. Lo mataron. ¿Y quién más podría haberlo hecho sino su antiguo amigo? Llevó la mano al bolsillo de su bata y sintió el frío contacto del reloj de bolsillo contra sus dedos. Sabía que la familia Nishikiyama había cambiado. Sabía que el hombre al que una vez llamó hermano ya no existía. Si tomó represalias contra el cirujano, ¿qué le impedía ir por él después? Quizás la venganza aún no había terminado. El toque repentino de una mano en su hombro lo sacó de sus pensamientos. —¿Todo bien, doctor Tachibana? Ryohei se giró. La doctora Fuyimoto lo miraba con algo más que cortesía: preocupación. —Sí… solo que… Ella no necesitó más. —Si es por lo del suicidio del doctor Hiyoshi, nos ha afectado a todos. —Dijo con voz medida—. Pero eso no es lo que quería comentarte. Frunció el ceño ligeramente. —¿Entonces qué ocurre? La mujer suspiró y le sostuvo la mirada. —El director te está buscando. Quiere que vayas a su oficina. Un leve escalofrío recorrió su espalda. No por miedo, sino por una certeza silenciosa de que algo iba mal. —¿Dijo para qué? —No, pero su tono no parecía el de una simple reunión. Le dio un leve apretón en el hombro antes de alejarse, dejándolo solo en el pasillo. Ryohei cerró los ojos por un momento y dejó escapar un suspiro. Primero Hiyoshi. Ahora esto. Algo estaba por suceder. Y nada bueno. El sonido de los tacones y zapatos resonaba en el pasillo mientras se acercaba a la oficina del director. Cada paso se sentía más pesado, como si la distancia aumentara con cada avance. Cuando llegó, golpeó dos veces y empujó la puerta. Detrás del escritorio de caoba, el hombre de cabello entrecano y mirada severa lo observó con frialdad. No hizo la menor indicación de que tomara asiento. —Doctor Tachibana. Su tono era cortante. Sin rodeos. Ryohei mantuvo la compostura. —Director. Me dijeron que me buscaba. El hombre entrelazó las manos sobre el escritorio y deslizó lentamente una carpeta hacia él. —Hemos recibido una denuncia en tu contra. No reaccionó de inmediato. No porque no le sorprendiera, sino porque algo dentro de él ya lo esperaba. Con un movimiento lento, tomó la carpeta y la abrió. Su mirada recorrió las páginas con rapidez, sintiendo cómo la tensión en su mandíbula se incrementaba con cada palabra. Negligencia médica. Contrabando de medicamentos. Complicidad con Kiminobu Hiyoshi en la desaparición de treinta millones de yenes destinados a una cirugía. Cerró la carpeta con un golpe seco y clavó la vista en el director. —Esto es una broma, ¿verdad? —No podría estar más lejos de serlo. Ryohei soltó una risa sarcástica. —Negligencia médica, contrabando y ahora resulta que estafé a mi propio paciente. —Se inclinó levemente sobre el escritorio—. Me pregunto en qué momento tuve tiempo de convertirme en un criminal sin darme cuenta. El director no se inmutó. —Las acusaciones son graves. Se ha abierto un sumario en tu contra y, hasta que la investigación concluya, serás suspendido de tu cargo. Las palabras golpearon como un puño en el estómago. —¿Suspendido? —Con efecto inmediato. —El director tomó otro documento de su escritorio y lo deslizó frente a él—. Aquí tienes la notificación oficial. Ryohei lo miró con incredulidad antes de soltar un resoplido amargo. —Déjame adivinar… ¿una denuncia anónima? El director entrecerró los ojos. —La investigación sigue en curso. No podemos permitir que continúes ejerciendo. Ryohei soltó una risa amarga. —Qué conveniente. El director no respondió. —Hiyoshi se largó con treinta millones. Yo fui tan estafado como cualquiera. ¿Y ahora soy su cómplice? El otro se mantuvo en silencio, estudiando su reacción. —Las acusaciones están en curso. Lo que digas será tomado en cuenta en el sumario. Sintió su sangre hervir. —Llevo tiempo trabajando aquí. Nunca ha habido una sola queja sobre mi desempeño. —Y, sin embargo, aquí estamos. El silencio se hizo pesado. La muerte de Hiyoshi aún flotaba en su mente, así como la certeza de que Nishiki no había terminado con él. Esto no era una simple denuncia, sino un golpe calculado, el primer paso para arrancarle lo único que le quedaba. Con la mandíbula tensa, apoyó las manos en el escritorio del director y lo miró con firmeza. —Esto es una farsa. —Eso lo determinará la investigación. El hombre hizo un leve gesto con la cabeza. —Doctor Tachibana… por favor, entrégame tu credencial. Sintió un nudo en la garganta, pero no permitió que su expresión flaqueara. Con un gesto contenido, metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó la identificación del hospital. Allí estaban su nombre, su título, su rostro… todo lo que había construido y que ahora estaba a punto de perder. Sin decir una palabra, dejó caer la credencial sobre el escritorio y se irguió, manteniendo la mirada firme. —Puedes retirarte. Apretó los dientes y salió de la oficina sin mirar atrás. Cada paso que daba retumbaba en su cabeza, como si con cada uno dejara atrás todo lo que había construido. Sabía lo que estaba pasando. Sabía quién estaba detrás de esto. Y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Con el cuerpo tenso y la mandíbula apretada, se dirigió a su casillero. Sacó su bata, la dobló con una precisión casi mecánica y la guardó junto a los pocos objetos personales que tenía en el hospital. Su estetoscopio, una libreta de notas, un par de bolígrafos... Herramientas de un trabajo que ya no le pertenecía. Cuando cruzó las puertas del hospital por última vez, la sensación de vacío lo golpeó de lleno. Pero apenas tuvo tiempo de procesarlo. —¿Ryohei Tachibana? La voz grave lo hizo detenerse en seco. Alzó la mirada y se encontró con un hombre de mediana edad, con una gabardina beige gastada y una expresión cansada pero analítica. —¿Quién pregunta? —replicó, sin perder su tono irónico. —Makoto Date, detective de la División de Investigación Criminal. Alzó una ceja, exhalando con resignación. —Vaya, hoy sí que tengo suerte. Primero me despiden y ahora tengo el placer de conocer a la policía. ¿Qué sigue? ¿Me atropella un taxi? Date ignoró la burla y sacó un cigarrillo del bolsillo. —Necesito que me acompañe a la estación. Queremos que preste declaración. Cruzó los brazos y lo miró con fingida incredulidad. —¿Declaración? ¿Sobre qué? ¿Sobre lo jodido que está el sistema de salud? ¿O quizás quieran una consulta médica gratis antes de despojarme de mi licencia también? El detective suspiró y le dio una calada antes de responder. —Sobre la muerte del doctor Hiyoshi. El aire pareció volverse más pesado, y aunque mantuvo su expresión neutral, por dentro, la confirmación de sus sospechas se clavó como un cuchillo en el pecho. Con un gesto medido, se metió las manos en los bolsillos y dejó escapar un resoplido, intentando disipar la tensión que lo invadía. —Qué remedio. —murmuró, con su tono habitual de falsa despreocupación—. Supongo que siempre quise saber cómo es la estación de policía desde el otro lado del escritorio. Sin más, empezó a caminar en dirección al detective. Era hora de averiguar qué tanto sabían. La estación tenía el aroma rancio de cigarrillos, café frío y papeles archivados durante años. El bullicio de los oficiales y detectives iba y venía entre los escritorios abarrotados, pero para Ryohei, todo eso se sentía distante, amortiguado por el cansancio y la frustración que lo acompañaban desde que cruzó la puerta. Date caminaba delante de él, guiándolo con la tranquilidad de quien ya había hecho ese recorrido cientos de veces. El médico, por su parte, mantenía las manos en los bolsillos y la mirada baja, absorbiendo cada detalle del lugar como si necesitara prepararse para lo peor. Pasaron junto a un par de oficiales que cuchicheaban entre ellos. Uno de ellos lanzó una mirada al recién llegado y murmuró algo que no alcanzó a escuchar, pero Date sí. El detective se giró y les lanzó una mirada cortante antes de continuar. —Siempre pasa lo mismo con los novatos. —murmuró con un resoplido. Alzó una ceja. —¿Qué? ¿Me veo tan sospechoso? —Digamos que no todos los días un doctor entra aquí acompañado de la División de Investigación Criminal. Date empujó una puerta de vidrio que daba a una oficina más privada, lejos del ruido general. El escritorio estaba lleno de expedientes abiertos, ceniceros rebosantes de colillas y un par de tazas de café a medio consumir. —Bienvenido a mi humilde oficina. —ironizó, señalando una silla—. Toma asiento. Se dejó caer con el peso de alguien que llevaba demasiado tiempo cargando problemas. El detective se acomodó frente a él y, tras un corto silencio, preguntó: —¿Quieres un café? Te veo tenso. —No necesito nada. —respondió con un aire frío—. Solo quiero terminar con toda esta mierda para ver cómo me defiendo de… —…de la denuncia en tu contra. —Date completó la frase con un tono neutro—. Lo sé perfectamente. Ryohei chasqueó la lengua y se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos en la mesa. —Déjame adivinar. ¿Voy a pasar de ser médico a sospechoso? ¿O me van a decir que también estoy acusado de matar a Hiyoshi? La ironía en su voz era un reflejo de su mecanismo de defensa, pero Date no mordió el anzuelo. —Nadie ha dicho eso… todavía. Resopló y se pasó una mano por la cara, agotado. —Ya suéltalo, detective. ¿Qué quieren de mí? El otro entrelazó los dedos sobre la mesa y lo miró con calma. —Queremos respuestas. Ryohei sostuvo su mirada sin parpadear. —¿Sobre Hiyoshi? —Exacto. Date tomó un expediente de su escritorio y lo deslizó hacia él. En la portada estaba el nombre de Hiyoshi y una foto de su rostro, tomada de su archivo médico. —Doctor Kiminobu Hiyoshi, 52 años. Médico cirujano del Hospital Universitario Touto. Deudas de juego con prestamistas de Kamurocho. Última vez visto con vida hace tres días. Encontrado muerto en una explosión que aparentemente fue causada por una fuga de gas. El joven médico cruzó los brazos. —Bastante conveniente. —Demasiado. —asintió el detective. —Sabemos que Hiyoshi estafó a Nishikiyama antes de su muerte. —continuó—. Treinta millones de yenes, nada menos. Y no a cualquier tipo, sino al patriarca de una familia yakuza. Soltó una risa amarga. —Déjame adivinar. Me llamaste aquí porque era el médico que lo recomendó. Date no lo negó ni lo afirmó, simplemente observó. —Si Nishikiyama ordenó su muerte, quiero pruebas. Un escalofrío recorrió su espalda. —Y si las consigues, ¿qué? El detective encendió un cigarro y le dio una calada profunda antes de responder: —Podría significar mucho más que la muerte de Hiyoshi. Se inclinó ligeramente sobre la mesa, con una mirada seria. —Si demuestro que todo esto está conectado con el asesinato de Sohei Dojima, si logro unir las piezas correctas, podría incluso encontrar la forma de liberar a Kazuma Kiryu. El aire pareció volverse más denso y, por primera vez en toda la conversación, Ryohei sintió que la desesperanza que lo embargaba tambaleaba. Kiryu... ¿Realmente existía una posibilidad de que saliera de prisión? —Así que dime, Tachibana. —Date apagó el cigarro en un cenicero repleto y lo miró fijamente—. ¿Qué sabes realmente sobre la muerte de Hiyoshi? Exhaló lentamente y entrecerró los ojos. Había mucho que podía decir… y mucho que no podía. Mantuvo su sonrisa cínica, recostándose ligeramente en la silla mientras tamborileaba los dedos contra el escritorio de Date. —Eso depende, detective… —su voz se deslizó con ironía—. ¿Cuánto quieres escuchar la verdad? El otro no se inmutó. Lo observó con la misma seriedad de antes. —Solo lo que sabes. —¿Y qué gano yo con eso? Date dejó escapar un suspiro y se inclinó sobre la mesa. —Puedo ayudarte en la defensa de tu sumario. Las palabras calaron hondo, lo suficiente como para que su burla desapareciera. —¿Qué? —Debido a la denuncia en tu contra, tienes derecho a un abogado. —explicó con un tono más pausado—. Puedo conseguirte a uno bueno. Alguien que sepa cómo manejar este tipo de casos. El Médico soltó una carcajada seca y se cruzó de brazos. —Déjame adivinar. No es barato. —Obviamente no. —Date tomó su taza de café y le dio un sorbo con expresión cansada—. Pero en tu situación, no puedes darte el lujo de ser quisquilloso. Lo miró con una mezcla de escepticismo y desconfianza. —¿Y quién me garantiza que él no me estafará como lo hizo Hiyoshi? El detective dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco y lo miró con firmeza. —Yo. Ryohei soltó un resoplido. —Vaya, qué reconfortante. Date chasqueó la lengua. —Mira, Tachibana. Puedes seguir con tu jueguito sarcástico todo lo que quieras, pero en cuanto te suspendieron, perdiste cualquier red de seguridad que te quedaba. —Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza—. Dime, ¿tienes idea de lo que te pasará si este sumario sigue adelante sin una defensa adecuada? El más joven no respondió, pero su mandíbula se tensó. —Te van a destrozar. —continuó—. Incluso si no encuentran pruebas suficientes para una condena real, la sola sospecha de negligencia y contrabando va a manchar tu nombre para siempre. Lo sabía. Lo había sabido desde que el director le arrebató su credencial. Pero escuchar esas palabras de la boca de un detective hacía que la realidad pesara aún más sobre sus hombros. —Tienes dinero. Puedes costearlo. O puedes ver cómo tu carrera se hunde sin hacer nada. Tú eliges. Bajó la mirada y deslizó los dedos por la superficie del escritorio. Lo odiaba. Odiaba que Date tuviera razón, odiaba sentirse acorralado y, sobre todo, odiaba saber que, si aceptaba su oferta, le estaría dando exactamente lo que quería: información. —Habla. —presionó el detective—. Dime lo que sabes sobre Hiyoshi. Ryohei dejó escapar un largo suspiro, llevándose una mano al rostro antes de dejarla caer sobre la mesa con un leve golpe. —No tengo pruebas. —No te pedí pruebas. Te pedí lo que sabes. El médico entrecerró los ojos, midiendo sus palabras. —Hiyoshi estaba endeudado hasta el cuello. No me sorprende que haya desaparecido treinta millones. —Sigue. —No se suicidó. Lo mataron. —Lo dijo con una certeza absoluta—. La explosión, la nota de suicidio... Todo es demasiado conveniente. Demasiado limpio. Date asintió levemente. —¿Quién crees que lo hizo? Ryohei dejó escapar una risa amarga. —Oh, vamos, detective. ¿En serio necesitas que lo diga? Date no apartó la mirada. —Dilo. Sostuvo el contacto visual por un largo segundo antes de ceder. —Nishiki. Date no reaccionó, como si ya lo hubiera supuesto. —¿Y por qué Nishiki lo mataría? El médico apretó los puños. —Porque lo estafó. Porque se burló de él. Porque, después de la muerte de Yuko, Nishiki ya no es el mismo. —¿Y crees que irá por más? Ryohei tragó saliva, sintiendo un nudo formarse en el estómago. —Sí. Date se recostó en su silla y exhaló una bocanada de humo. —Entonces será mejor que empecemos a buscar pruebas. Porque si Nishikiyama es el responsable, esta no será su última víctima. El peso de sus palabras cayó sobre el médico con una certeza helada. Nishiki no había terminado, y él lo sabía mejor que nadie. Los meses transcurrieron en una espiral de incertidumbre. La investigación en su contra avanzaba lentamente, mientras que las reuniones con el abogado se volvieron parte de su rutina. Cada conversación giraba en torno a pruebas insuficientes, tecnicismos legales y la posibilidad de que, incluso sin fundamentos sólidos, su reputación quedara manchada para siempre. Pero Tachibana tenía asuntos más urgentes que atender. Una tarde, mientras caminaba por las calles de Kamurocho, sintió de nuevo esa presencia hostil acechándolo. No era paranoia. Desde hacía días, notaba sombras moviéndose en los callejones, miradas furtivas que desaparecían cuando intentaba identificarlas. Y esta vez, no fue la excepción. El eco de pasos tras él se volvió más evidente. Se giró justo a tiempo para ver cómo un grupo de hombres con trajes oscuros se acercaba con intenciones claras. Eran miembros de la familia Nishikiyama. No necesitaban decir su propósito. Su presencia era suficiente. —¿Problemas, muchachos? —ironizó, con las manos en los bolsillos. Nadie respondió. Uno de ellos simplemente crujió los nudillos antes de lanzarse hacia él. No tuvo más opción. Esquivó el golpe y giró. Su pierna subió como un látigo y la mandíbula del hombre crujió. Cayó de espaldas, inconsciente antes de tocar el suelo. Los demás no tardaron en reaccionar, rodeándolo con una sincronía amenazante. Pero el ex doctor no estaba preocupado. Su estilo de combate siempre había sido ágil y calculado, basado en la precisión de sus piernas y la velocidad de sus movimientos. Esquivó un puñetazo, giró sobre sí mismo y asestó una patada lateral a otro de los atacantes, enviándolo contra la pared. Aprovechó el impulso para impulsarse con un salto, propinando un rodillazo al tercero en la sien. Uno a uno, fueron cayendo. Pero no era una simple pelea. Era una catarsis. Cada golpe, cada patada, era una descarga de rabia contenida. Rabia por Yuko, por Kiryu, por la traición de Nishiki, por la vida que le estaban arrebatando pedazo a pedazo. Cuando el último de los atacantes cayó, jadeó levemente y miró a su alrededor. Los cuerpos de los yakuza yacían en el suelo, retorciéndose de dolor. Ryohei cerró los ojos un instante y exhaló lentamente. Sabía que esto no acabaría aquí. El 5 de diciembre llegó con un frío gélido que se filtraba por las ventanas de su apartamento. Los días en Kamurocho nunca habían sido amables, pero aquella mañana, el mundo parecía particularmente cruel. Sobre la mesa, junto a un cenicero rebosante de colillas y un vaso a medio consumir, un sobre blanco esperaba por él. Lo tomó con un gesto mecánico, desgarró el papel con los dedos y sacó la hoja doblada en su interior. "Resolución del sumario disciplinario" Los primeros renglones ya le decían todo lo que necesitaba saber. "Licencia médica revocada permanentemente." Soltó una carcajada amarga. —Un regalo de cumpleaños perfecto. Aplastó el papel contra la mesa con la palma de la mano. No había vuelta atrás. Nishiki había ganado esta ronda. Pero no iba a dejarlo así. Las puertas de la oficina se abrieron de golpe. Ryohei entró como una tormenta. Los yakuza apostados intentaron reaccionar, pero apenas alzaron las manos antes de que la primera patada impactara con brutalidad. —¡Bastardo! —gruñó uno, sacando un bate. No tuvo oportunidad. Giró, esquivó y con una patada precisa lo estampó contra la mesa. El estrépito fue ensordecedor. Los demás dudaron, pero la intensidad en la mirada del exmédico les dejó claro que interponerse era un error. No había fuerza en ese lugar capaz de detenerlo, y con esa determinación ardiendo en su interior, empujó las puertas dobles de la oficina con furia, haciéndolas chocar contra las paredes. Nishiki estaba sentado en su escritorio, con un cigarro humeante entre los dedos. No se sobresaltó. No mostró sorpresa. Solo sonrió con un desdén evidente. —Ryo. —pronunció su apodo con tono burlón—. Feliz cumpleaños. El odio en los ojos de Ryohei fue inmediato. —No tienes derecho a llamarme así. La sonrisa de Nishiki se amplió levemente. Soltó el humo del cigarro y se recostó en su silla, cruzando las manos sobre su abdomen. —¿No? Bueno, qué lástima. Me gustaba llamarte así. Avanzó hasta el escritorio y golpeó la madera con ambos puños. —¿Por qué lo hiciste? El patriarca ladeó la cabeza, fingiendo confusión. —¿Hacer qué, exactamente? —La denuncia. —gruñó, sus ojos encendidos de furia—. Sabías que era falsa. Sabías que lo de Hiyoshi fue una estafa y que yo también fui engañado. El rostro de Nishiki perdió la burla. Ahora solo quedaba una sombra oscura en sus ojos. —Tú y ese bastardo me quitaron lo que más amaba. —su voz sonó como un susurro peligroso. Un escalofrío recorrió la espalda del médico caído en desgracia. —Así que yo te quité lo que tú más amabas. El silencio se volvió insoportable. Las palabras de Nishiki eran un golpe más doloroso que cualquier herida física. Ryohei apretó los puños. —Esto no es lo que Yuko hubiera querido, Nishiki. El brillo asesino en los ojos del yakuza se intensificó. —¿Y qué sabes tú de lo que Yuko hubiera querido? No retrocedió. —Esto no es sobre ella. Es sobre ti. —dio un paso adelante—. Sobre lo que te convertiste. El ambiente se volvió más pesado, la electricidad de la tensión crepitaba en el aire. Y entonces, cometió el error fatal. —Incluso ahora, sigues odiando a Kiryu por algo que no fue su culpa. La sonrisa desapareció de golpe, sumiendo la habitación en un instante de absoluto silencio. Entonces, el estruendo de un disparo rompió la quietud. Sintió el ardor en su mejilla antes de siquiera registrar lo que había ocurrido; la bala había rozado su rostro, dejando tras de sí una línea caliente y roja en su piel. Frente a él, Nishiki mantenía el arma en alto, con los ojos fríos como el hielo. —La próxima vez, no erraré. La bala irá directo entre tus ojos. Ryohei respiró hondo, sintiendo la sangre resbalar por su mejilla mientras una amarga certeza se instalaba en su pecho. Por primera vez, comprendió completamente hasta dónde había caído Nishiki. Ya no quedaba nada del hombre que una vez fue su amigo. Sin decir una palabra, se dio media vuelta y salió de la oficina. No corrió, no miró atrás; simplemente se alejó, con una mezcla de ira y tristeza devorándolo por dentro. Entre las sombras de un pasillo cercano, Itsuki Murakado observaba la escena con una sonrisa satisfecha. Todo iba exactamente como lo había planeado. El aire en el bar Serena era denso, cargado de un peso invisible que se aferraba a las paredes como un espectro. Reina limpiaba la barra con movimientos lentos y automáticos, su mente lejos de la monotonía del trabajo. De vez en cuando, sus ojos se deslizaban hacia el extremo del mostrador, donde Ryohei permanecía inmóvil, inclinado sobre su vaso con la mirada perdida. La herida en su mejilla estaba cubierta por un parche, pero era el reflejo de una cicatriz mucho más profunda. Un recordatorio de que lo que una vez fue una amistad, ahora no era más que una herida abierta. Akira Nishikiyama había dejado claro que ya no quedaba nada entre ellos, excepto odio y pólvora. Sobre la mesa, la carta del sumario médico yacía arrugada, como si su existencia misma fuese un insulto. Licencia revocada. Reina dejó el trapo sobre la barra y suspiró. —Ryo-chan, no puedes seguir así. Él levantó la mirada con una risa vacía, una carcajada amarga que apenas llegó a ser un sonido. —Hoy es mi cumpleaños. —Bebió un trago largo de whisky, sintiendo cómo el alcohol quemaba en su garganta—. Un regalo perfecto, ¿no crees? Perder mi carrera, mi futuro… y casi la vida. ¿Quién necesita un pastel cuando el mundo te da esto? Reina se acercó con cautela, sus ojos reflejaban preocupación. —No digas eso. ¿De verdad no hay manera de apelar? El vaso chocó con la barra con un golpe seco. —¿Para qué? —su voz temblaba bajo el peso de su impotencia—. Mi nombre ya está marcado. Nadie confiaría en un médico acusado de negligencia, aunque yo no haya sido el que mató a Yuko. La última palabra se le escapó como un susurro, el reconocimiento de un peso que había cargado en silencio desde aquella fatídica noche. Ella extendió la mano y la posó sobre la suya en un intento de ofrecerle algo de consuelo. —Al menos estás vivo. No es el final. Pero el médico soltó una risa seca, llena de vacío. —Nishiki me culpó por la muerte de su hermana... Hizo la denuncia como si yo hubiese conspirado con el cirujano que lo estafó. ¿Qué iba a saber yo que ese bastardo tenía deudas de juego? —Suspiró, agotado, sacando un cigarrillo de su chaqueta y encendiéndolo con un gesto mecánico—. Dices que no es el final, pero para mí todo ya se derrumbó. Meses esperando por algo que ni siquiera me pertenece. Reina lo observó con pesar. No había palabras mágicas para revertir el daño. El silencio se instaló entre ellos, pesado, cargado de resignación. Hasta que el sonido del teléfono irrumpió como un trueno en medio de la calma falsa. Ella tomó el auricular con rapidez. —Bar Serena, habla Reina. Al otro lado, una voz grave y burlona resonó en su oído, lo suficiente para que un escalofrío recorriera su espalda. El tono era familiar, pero la frialdad que lo acompañaba lo hacía aterrador. —Pásame a Tachibana. Reina parpadeó y cubrió el receptor con la mano antes de mirar al ex doctor con incertidumbre. —Es para ti. Él frunció el ceño y tomó el teléfono con desconfianza, una sensación fría trepando por su columna. —¿Quién habla? El silencio al otro lado fue corto, pero cargado de algo siniestro. —¿Te sorprende que siga vivo, Tachibana? El mundo del hombre se detuvo. La voz. Esa maldita voz. Su mano se crispó alrededor del teléfono, su respiración se volvió tensa. Era imposible. No podía ser. —...Murakado… —El mismo. —La respuesta vino con un deje de burla—. Me alegra que aún recuerdes mi voz. Aunque supongo que no es tan difícil recordar a alguien a quien creíste haber matado, ¿verdad? La presión en su pecho aumentó. Lo recordaba perfectamente. Lo mató. Lo mató. Entonces, ¿Cómo demonios seguía vivo? —¿Qué quieres? —gruñó, intentando ocultar la confusión y el horror que se colaban en su voz. —Nada en particular. —La risa de Murakado se filtró por la línea, seca, cruel—. Solo quería felicitarte por tu cumpleaños. El puño del médico se cerró con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. —Y, por supuesto, darte mi regalo. El frío en su cuerpo se intensificó. —¿De qué demonios hablas? Murakado rió. Un verdugo ajustando el nudo. —¿No lo has entendido aún? Qué decepción. La pérdida de tu licencia, tu carrera hecha pedazos... todo eso es el resultado de la "justicia" de mi nuevo patriarca. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras hicieran efecto antes de soltar la última daga—. Nishikiyama y yo pensamos que este sería el mejor regalo para alguien como tú. El martillazo final golpeó en su mente. —Nishiki… Murakado disfrutó el desconcierto en su voz. —Exacto. —Su tono adquirió un matiz más burlón—. Él solo hizo lo que debía. Castigarte por lo que le hiciste a su hermana... y yo me aseguré de que sufrieras un poco más. Las piezas encajaron como un rompecabezas macabro. Nishiki había sido la mano ejecutora. Pero Murakado… Murakado había estado moviendo los hilos todo este tiempo. —Dime, Tachibana… ¿cómo se siente ver tu vida arder en tus manos? —murmuró el hombre al otro lado, saboreando cada palabra. El ex médico sintió una ira cruda bullendo en su interior, pero no dejó que su voz temblara. —Si crees que esto me va a destruir, estás equivocado. El eco de una carcajada burlona resonó por la línea. —¿Ah, sí? Veremos cuánto tiempo puedes mantener esa fachada. Por ahora... disfruta. Un silencio cargado de amenaza flotó entre ellos antes de que Murakado soltara su última burla. —Feliz cumpleaños, Tachibana. La llamada terminó con un clic seco, pero el eco de aquella voz seguía resonando en su cabeza como una sentencia irreversible. Ryohei sostuvo el auricular unos segundos más, con la mirada fija en la nada, como si su mente se negara a aceptar lo que acababa de escuchar. Con un movimiento brusco, dejó caer el teléfono sobre la barra. Sus manos temblaban. Su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas, mientras su corazón latía con una fuerza descontrolada. Murakado estaba vivo. Todo esto… todo esto había sido su plan desde el principio. Reina lo observó con el ceño fruncido, la preocupación en su rostro cada vez más evidente. —Ryo-chan… ¿qué demonios fue eso? ¿Quién era? Él no respondió. Su garganta estaba seca, su mente era un torbellino de imágenes y recuerdos que no debían existir. No podía ser real. No después de ocho años. La presión en su pecho aumentó hasta volverse insoportable. Sin previo aviso, se inclinó sobre la barra, cubriendo su rostro con ambas manos. Su respiración se volvió errática, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que se estaba desmoronando. —No puede ser… —murmuró, con la voz rota—. Yo lo maté. Reina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No entendía completamente lo que pasaba, pero ver a Ryohei en ese estado la aterrorizaba más que cualquier respuesta. —Ryo-chan… dime qué está pasando. Él no la miró. No podía. La imagen de Nishiki con el arma en alto se superponía con el rostro de Murakado, cuya sonrisa emergía desde las sombras de su memoria como un espectro burlón. La sangre, el peso del fracaso y el eco de todo lo perdido lo envolvían sin tregua, arrastrándolo al abismo de su propia mente. Reina, al verlo paralizado, se apresuró a rodear la barra y lo tomó por los hombros, sacudiéndolo con urgencia. —¡Ryo-chan, mírame! Sin embargo, él no reaccionó. No podía. Porque en ese instante, comprendió la verdad más aterradora de todas: si Murakado había vuelto… su sufrimiento apenas estaba comenzando.
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