Capítulo 5
“El Camino del Tigre: Dolor, Sangre y Furia”
El tono muerto del teléfono vibró en su oído, un eco punzante que perforó su cráneo. Sus dedos, crispados alrededor del auricular, temblaron apenas antes de soltarlo con brusquedad sobre la barra. El sonido seco del aparato contra la madera se perdió entre el murmullo lejano del bar, como si el mundo se estuviera ahogando en un zumbido amortiguado. Pero Ryohei ya no estaba allí. Se desplomó sobre la barra, aferrándose el cabello con manos temblorosas. Su respiración se volvió errática, entrecortada, hasta que el primer sollozo escapó sin permiso, rasgándole la garganta. No podía ser real. No podía ser él. —No… —La palabra se ahogó contra sus dientes, su voz rota, sin dirección. Reina se acercó sin dudarlo. Deslizó una mano sobre su espalda en un gesto firme y lento, intentando anclarlo al presente, a algo que no fueran las sombras de su mente. —Ryo-chan… —Su voz era baja, cuidadosa, como quien intenta calmar a un animal herido. No respondió. Sus nudillos, pálidos por la tensión, se hundieron más en su cabello mientras la imagen de Murakado flotaba en su mente. Sonrisa burlona, voz goteando veneno: "Feliz cumpleaños, Tachibana." Un escalofrío le recorrió la columna y su estómago se contrajo en un nudo sofocante. No podía respirar. Ella lo notó de inmediato. Sin apartarse de su lado, deslizó su otra mano hasta su brazo, un toque leve pero suficiente para recordarle que aún estaba allí. —Escúchame, Ryo-chan. Estoy aquí. Apretó los dientes. Sus hombros temblaban bajo el peso de algo que no podía contener. La traición de Nishiki. La burla de Murakado. La impotencia, la humillación, el miedo que no quería reconocer. Todo lo que había perdido. —Yo… yo lo maté… —La voz apenas fue un susurro, como si temiera que decirlo en voz alta lo hiciera real. Sus dedos se crisparon contra la madera de la barra, mientras su respiración volvía a agitarse. Reina sintió un escalofrío en la espalda. Pero no lo soltó. —Respira, Ryo-chan. Solo respira. Él inhaló de golpe, su pecho se sacudió y, por un momento, pareció quebrarse aún más; sin embargo, ella se quedó allí, sin moverse, sin apartar la mano de su espalda, sin dejarlo solo. —Murakado... —El temblor en su voz era palpable—. Sigue vivo. Las palabras se deslizaron de su boca en un susurro ronco, cargado de incredulidad y una rabia contenida que se aferraba a su garganta como una garra. Decirlo en voz alta solo hizo que la realidad lo golpeara con más fuerza. —Durante ocho años… Creí que lo había matado con mis propias manos… Reina parpadeó, sus labios se entreabrieron, pero no dijo nada de inmediato. Él nunca había sonado así. No con miedo, sino con algo peor: con un vacío tan profundo que amenazaba con devorarlo desde dentro. En silencio, ella se alejó brevemente hacia la barra, tomó el vaso de whisky y, con suavidad, lo apartó antes de colocar frente a él un vaso de agua. Lo deslizó hacia su mano temblorosa con una precisión calculada, como si aquel simple gesto pudiera estabilizar la caída libre en la que se encontraba. —No sé qué te dijo, pero lo que sea, no define lo que viene. Su tono era firme, decidido. Cada palabra se abría paso entre el aire cargado de desesperanza, buscando una grieta en su coraza. Él solo soltó una risa amarga. —¿Y qué viene, Reina? —Alzó la mirada, sus ojos cargados de sombras—. Perdí todo. Mi carrera. Mi dignidad. Nishiki casi me mata... y, para colmo, Murakado me llama para regodearse en mi miseria. Bebió de un solo trago, como si el agua pudiera apagar el incendio en su pecho. Pero el frescor en su garganta no era suficiente. Nada lo era. Ella lo miró en silencio. Lo conocía lo suficiente para saber que ese no era el hombre que alguna vez había sido. No el Ryohei que lanzaba comentarios ácidos para desviar el dolor, el que podía cargar con su orgullo como si fuera un escudo impenetrable. No. El que tenía delante era alguien al borde del colapso, fracturado por el peso de lo que había perdido. Pero no pensaba dejarlo caer. —¿Quieres saber qué viene ahora? Trabajo. Aquí mismo. Él levantó la mirada, sorprendido, como si esas palabras no encajaran con la pesadilla en la que estaba sumido. —¿Qué...? —Te necesito, Ryo-chan. —Reina sonrió suavemente, con la misma calma con la que alguien tira un salvavidas en medio de una tormenta—. Con Yumi desaparecida y Kiryu-chan en prisión, el bar está en apuros. Necesito a alguien en quien pueda confiar. Parpadeó. Por un momento, solo un instante, algo en su mente se aferró a esa posibilidad. Una diminuta chispa, luchando por encenderse en medio de la oscuridad. —¿Quieres que trabaje aquí? —Su voz titubeó, como si la idea le pareciera irreal. —No sería la primera vez, ¿verdad? —Ella inclinó la cabeza con una sonrisa nostálgica—. Solías ayudarme mientras estudiabas para ser médico. Eras un desastre al inicio con las botellas, pero los clientes te adoraban y, eventualmente, te volviste un experto en cócteles. Créeme, muchos aún preguntan por tus tragos. Dejó escapar una exhalación que casi sonaba a risa. Era débil, apenas un vestigio de quien solía ser, pero estaba ahí. —Eso fue hace mucho. Las cosas han cambiado. —Pero tú no tienes que quedarte en el lugar donde te dejaron. La miró, y por primera vez en toda la noche, sus ojos no parecían completamente vacíos. —¿Y Nishiki? —La pregunta salió más débil de lo que hubiera querido. Sus nudillos se tornaron blancos al apretar el vaso—. Él sigue viniendo aquí, ¿no? No sé si podría soportarlo… no después de todo. Reina no titubeó. —Me avisa cuando viene. Me aseguraré de que no tengas que verlo. Bajó la mirada, procesando sus palabras. Y algo en su interior —algo diminuto, pero real— se relajó. —¿Por qué haces esto, Reina? —Su voz no era burlona ni fría. Sonaba casi… rota. Como si no pudiera comprender por qué alguien aún apostaba por él. Ella se inclinó sobre la barra y posó una mano sobre la suya con una calidez silenciosa, sin necesidad de adornos. —Porque aún tienes algo que ofrecer. Porque todos merecemos una segunda oportunidad. Le sonrió, con la sinceridad de quien ve algo valioso en otra persona, incluso cuando esta ha dejado de verlo en sí misma. —Tómalo como un regalo de cumpleaños. Él soltó una risa seca, pero esta vez, no había tanto veneno en ella. —¿Un trabajo en un bar como regalo de cumpleaños? No sé si es el peor o el mejor regalo que me han dado. Reina sonrió con diversión. —Ah, vamos, Ryo-chan. Sabes que soy la reina de los regalos originales. Exhaló lentamente, sintiendo cómo el nudo en su pecho se aflojaba solo un poco. No era una solución, ni borraría lo que Nishiki le hizo, tampoco cambiaría el hecho de que Murakado seguía con vida, acechándolo desde las sombras; sin embargo, en medio de la ruina que era su vida, Reina le había dado algo que creía haber perdido. Una razón para seguir adelante. —De acuerdo… —murmuró, dejando escapar una sonrisa cansada—. Pero exijo un aumento si voy a seguir escuchando tus historias sobre chicos. Ella rió con ligereza, y por primera vez en mucho tiempo, la niebla en su mente se disipó solo un poco. Los meses pasaron, y con el cambio de año llegó también una nueva rutina. Para cuándo 1997 comenzó, el ex doctor ya se había establecido como bartender en el Serena, retomando el mismo trabajo que había tenido en su época de estudiante. Detrás de la barra, sus manos recuperaban la precisión de antaño, y aunque las cicatrices seguían ahí, el peso en su pecho se volvía más llevadero… al menos la mayor parte del tiempo. —¡Ryohei, lo de siempre! —gritaba un cliente habitual desde una mesa cercana. —Enseguida, Ishihara-san —respondía con una sonrisa, mientras preparaba el whisky con hielo que tanto le gustaba. Sin embargo, había noches en las que el pasado se hacía presente. Ocasiones en las que Nishiki entraba al bar con su séquito, luciendo su impecable traje blanco, riendo con esa voz que él conocía demasiado bien. En esos momentos, el aire se volvía espeso y su cuerpo reaccionaba antes que su mente. Se encerraba en la bodega, refugiándose entre cajas y botellas mientras escuchaba al joven patriarca y a sus hombres divertirse al otro lado de la puerta. —¡Otra ronda para todos! —ordenaba Nishikiyama, su voz resonando por todo el lugar. Para distraerse, el joven se obligaba a ordenar el inventario, aunque su atención se desviaba al sonido de sus voces filtrándose a través de las paredes. Otras veces, cuando la presión en el pecho se volvía insoportable, salía por una pequeña salida trasera que había descubierto, perdiéndose momentáneamente en las calles de Kamurocho, lejos de las sombras que aún lo perseguían. Aún tenía cicatrices abiertas. Aún le quedaba un largo camino por recorrer. Pero al menos, ahora tenía un punto de partida. Mientras se alejaba del Serena, buscando refugio en las bulliciosas calles del distrito, el calor del verano se hacía presente, incluso a esas horas de la noche. Con un cigarrillo entre los labios, caminó hacia un callejón cercano, aprovechando la salida secreta que usaba para escapar durante las visitas del joven patriarca y su séquito. Sabía que estaría fuera un par de horas, distrayéndose hasta que se marcharan; de lo contrario, llamaría a Reina por teléfono, asumiendo el riesgo de que le descontaran esas horas no trabajadas. Mientras exhalaba el humo, viendo cómo se desvanecía en la noche, un quejido ronco se filtró entre las sombras, arrastrando consigo el eco del dolor. Su cuerpo se tensó; podría ser cualquier cosa. A lo lejos, entre un montón de cajas, un bulto se movía con dificultad. Se acercó sigilosamente, descubriendo a un hombre tirado en el suelo, con una mano presionando su abdomen ensangrentado. —Oye, ¿estás bien? —preguntó, arrodillándose junto al desconocido. El hombre abrió los ojos con esfuerzo, su rostro pálido y sudoroso. —Me... me han apuñalado —murmuró con voz débil—. Creo que voy a morir. El instinto que creía enterrado despertó de inmediato. Examinó la herida; la hemorragia era significativa, y el sujeto necesitaba atención urgente. Buscó en sus bolsillos, pero no tenía nada útil para detener la sangre. Recordó que había una farmacia cerca. —Espera aquí. Voy a buscar ayuda —dijo, poniéndose de pie apresuradamente. Corrió hacia la farmacia, sintiendo el peso de su billetera casi vacía. Había gastado la mayor parte en el abogado que lo defendió, y lo poco que le quedaba apenas alcanzaba. En los estantes, sus manos volaron entre vendas, desinfectante y analgésicos, pero sabía que no bastaría. Suspiró, añadiendo una aguja quirúrgica, sutura y una toalla. Cada yen gastado le pesaba como una sentencia. Cuando regresó al callejón, el herido seguía allí. Su respiración era más superficial, y su piel, aún más pálida. Sin perder tiempo, desplegó la toalla en el suelo y lo acomodó sobre ella, preparando los suministros con la destreza de alguien que, aunque caído en desgracia, no había olvidado cómo salvar una vida. —Tranquilo, voy a ayudarte —aseguró mientras limpiaba la herida y aplicaba presión. El herido lo miró con ojos vidriosos, intentando esbozar una sonrisa. —Gracias... no sé quién eres, pero gracias. —No importa quién soy. Lo importante es que sobrevivas. Mientras trabajaba, no podía evitar pensar en cómo había llegado a ese punto: un cirujano caído en desgracia, atendiendo a un desconocido en un callejón oscuro, sin más herramientas que unas cuantas compras de emergencia y sus propias manos. Pero ahí estaba, la segunda oportunidad de la que Reina le había hablado meses atrás. Su destino no era acabar sus días como bartender, sino como un médico dispuesto a salvar vidas, incluso cuando el mundo le había arrebatado el derecho a ejercer. Respiró hondo y revisó la herida con ojos críticos. Había logrado detener la hemorragia, pero si no suturaba, el cuadro podía empeorar. —Bien, amigo, esto va a doler. Mucho. —Su tono era neutro, pero la advertencia, sincera. El vagabundo, con el rostro perlado de sudor y los labios apretados por el dolor, dejó escapar una risa ahogada. —No jodas… ya duele como el infierno. Negó con la cabeza y, sin perder tiempo, sacó un pañuelo de tela de su bolsa. Lo dobló y lo acercó a su boca. —Muerde esto. Se aseguró de que lo tomara antes de enhebrar la aguja con la sutura. El primer pinchazo fue un latigazo en carne viva. El herido se arqueó, sus dientes mordiendo con fuerza la tela mientras un grito ahogado se perdía en el callejón. —Sí, lo sé, lo sé —dijo con ironía mientras cosía—. No es lo mismo que una sala de operaciones, pero ¿qué esperabas? ¿Una enfermera que te tomara de la mano? El herido soltó un jadeo entrecortado, su respiración errática por el dolor, pero logró esbozar una sonrisa débil. —A estas alturas, con que no me mates, me conformo… Chasqueó la lengua y continuó con el procedimiento, concentrado en cada puntada. —Eso me dicen muchos —murmuró, recordando tiempos mejores, cuando sus pacientes le agradecían al despertar de la anestesia y no gritaban de agonía en un callejón sucio. Cada puntada no solo cerraba la herida del hombre, sino que cosía, aunque fuera un poco, las grietas de su propia existencia. Al terminar, cortó la sutura con precisión y limpió la zona con desinfectante. Luego, con la experiencia que nunca lo había abandonado, vendó la herida con firmeza. —Listo. Has sobrevivido a un médico sin licencia. Puedes contar esto a tus nietos algún día. El hombre soltó una carcajada débil, demasiado agotado para responder con algo más. Pero en su mirada vidriosa había algo más que dolor: gratitud. —Aquí estabas… —se escuchó una voz ronca detrás de ellos. Ryohei giró la cabeza y vio a un anciano envuelto en capas de ropa gastada, rostro curtido por la vida en las calles y una expresión de preocupación genuina. Lo reconoció de vista; lo había visto cerca de las estaciones, compartiendo sake barato con otros desafortunados. —¿Qué te pasó? —preguntó el viejo, arrodillándose junto al herido. El sujeto en el suelo intentó hablar, pero solo consiguió una mueca de dolor. El médico caído suspiró y pasó un brazo del herido sobre su hombro, ayudándolo a incorporarse con cuidado. —Lo apuñalaron, pero ya lo cosí. Ahora hay que evitar que la herida se infecte. —Se aseguró de estabilizar el peso del herido—. Ayúdame a levantarlo. El anciano asintió y, con esfuerzo, entre los dos lograron poner al herido en pie. Este jadeó, tambaleándose por la debilidad. —Escucha, necesitarás cambiarte las vendas con regularidad. Hay clínicas comunitarias ambulantes en la ciudad. Buscan zonas como el parque o los alrededores de la estación. Ve ahí, di que te atiendan. No dejes que esto se complique. —Lo haré… —murmuró el herido, asintiendo con dificultad. El viejo le dio unas palmaditas en la espalda, como para asegurarse de que seguía consciente. —Vamos, te llevaré con los muchachos. Encontraremos dónde dejarte descansar. El herido vaciló un momento y miró al joven con una mezcla de cansancio y curiosidad. —Oye… nunca te pregunté tu nombre. Lo observó en silencio, con las manos aún manchadas de sangre seca. Por un instante, casi lo dice. Casi se presenta como lo hacía antes, como aquel médico que ya no existía. Pero en su lugar, solo exhaló con calma y se encogió de hombros. —Solo un médico de paso. Recuerda eso. El otro parpadeó ante la respuesta, como si intentara comprenderla, pero al final simplemente sonrió con cansancio. Los vio alejarse hasta que desaparecieron entre las sombras del callejón. Luego, encendió otro cigarrillo y se quedó de pie en silencio, observando la ciudad que nunca dormía. Tal vez Reina tenía razón. Tal vez aún tenía algo que ofrecer. Aquel suceso con el vagabundo hizo clic en su interior, empujándolo hacia una conclusión inevitable: si el sistema le falló para salvar vidas, él lo haría a su manera. Clandestinamente. No importaba si eran civiles o criminales. Todos merecían una segunda oportunidad. Con los pocos ahorros que le quedaban de la herencia de Tetsu, compró insumos básicos: vendas, antibióticos, anestésicos de baja potencia, instrumental quirúrgico reutilizable y guantes de látex. No era un equipo de primera, pero era suficiente para empezar. Primero necesitaba un sitio. Un lugar discreto. Un lugar seguro. Entonces lo vio. El Serena. Durante sus tardes escondido en la bodega, lejos de las risas de Nishiki y su séquito, encontró algo más que una simple salida trasera. Un acceso más arriba, por la escalera de incendios, conducía a un viejo cuarto en el tercer piso. No estaba seguro de si Reina lo conocía, pero estaba claro que llevaba años sin usarse. Empezó limpiándolo, ordenándolo y esterilizándolo lo mejor que pudo. Tenía conexión hidráulica y electricidad. No era una clínica… pero podía convertirse en una. Y así, con el tiempo, lo hizo. El primer paciente llegó una noche de verano, arrastrándose hasta la entrada del callejón trasero del bar. —Oye… me dijeron que aquí… —El hombre, un vagabundo con un brazo ensangrentado, apenas podía mantenerse en pie. El exmédico lo miró con el cigarro entre los labios y suspiró. —Sube la escalera, tercer piso. —Apartó la colilla y exhaló el humo—. Y no me vomites en el camino. El tipo asintió con torpeza y desapareció en la oscuridad. Aquella fue solo la primera noche, pero no la última. Con el paso de los días, comenzaron a llegar más: un sujeto con un hombro dislocado, una trabajadora sexual con un corte en el costado, un viejo ex-yakuza con una úlcera supurante. Poco a poco, el rumor se esparció por los callejones, las estaciones de tren y los bares clandestinos. Se susurraba sobre un médico que no hacía preguntas, alguien que atendía sin importar quién fueras o qué hubieras hecho. —Dicen que no pregunta nombres, que solo cobra lo justo. —No es barato, pero tampoco te deja morir. —Parece un tipo de mal genio, pero sabe lo que hace. La gente comenzó a llamarlo de distintas formas: El Doctor del Callejón, El Médico del Infierno, incluso El Cirujano de Acero. Con el tiempo, el dinero extra empezó a llegar; no era una fortuna, pero le bastaba para reponer insumos y seguir adelante. Sin embargo, los rumores no solo alcanzaron a los necesitados. Una noche, en un lujoso bar privado, Nishiki escuchó una conversación que captó su atención. Dos hombres en una mesa cercana hablaban con interés sobre un médico que operaba en las sombras, alguien que atendía sin hacer preguntas. Dejó de mover el hielo en su vaso y frunció el ceño. —¿Oíste lo del doctor? Un tipo que atiende a cualquiera sin preguntar demasiado. —Sí… algunos de los nuestros lo han visitado. Parece que sabe lo que hace. Volvió a fruncir el ceño, removiendo el hielo con movimientos lentos. —¿Doctor? —murmuró, apenas interesado. —Sí, opera en un sitio improvisado. Dicen que en algún bar viejo de Kamurocho… —El hombre se encogió de hombros—. A estas alturas, cualquier cosa es mejor que un hospital. El hielo tintineó cuando dejó de moverlo. Un bar viejo en Kamurocho… La idea se instaló en su mente, y con ella, una imagen inconfundible: Ryohei Tachibana. Su expresión se endureció al instante. Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco. —Así que sigue aferrándose a esa estupidez, ¿eh? Los hombres callaron de inmediato. Él sonrió, aunque en sus ojos no había rastro de diversión. —Déjenlo prosperar un poco más… después de todo, la caída siempre es más dolorosa desde lo alto. Al mismo tiempo, en otro rincón del distrito, Murakado también escuchaba los rumores. Recostado en un sofá de cuero, con una copa en la mano, se permitió una risa baja y burlona. —Oh, Tachibana… —susurró, inclinándose hacia adelante—. ¿De verdad crees que puedes escapar del infierno? Chasqueó la lengua con diversión antes de dar un sorbo a su bebida. Pronto lo haría pedazos, pero por ahora… lo dejaría creer que estaba ganando. El teléfono de la oficina sonó, su tono metálico rompiendo la calma con un eco molesto. Murakado suspiró, ya imaginando quién era. Nishiki tenía la mala costumbre de llamarlo cada vez que su rabia superaba su paciencia. Tomó la bocina y, con la facilidad de un actor cambiando de máscara, adoptó su tono habitual al hablar con su patriarca. —Patriarca Nishikiyama. ¿Escuchó los rumores? —Si te refieres a esa clínica de cuarta de la que todos hablan… sí. —La voz sonaba fría, pero su impaciencia se filtraba en cada palabra—. Hay que destruirla. Y si Tachibana está dentro, mejor. Murakado arqueó una ceja, complacido por la intensidad de su odio, pero no por su impulsividad. —Señor… si lo hacemos ahora, será demasiado notorio, sobre todo porque está conectado al Serena. Ya sabe, su bar favorito. —No me importa. Solo destrúyelo como sea. La línea se cortó abruptamente. Murakado miró la bocina con una sonrisa torcida antes de colgar con calma. —Mocoso imbécil. Te crees invencible solo porque llevas el título de patriarca. —Murmuró, dejando la copa sobre la mesa con elegancia medida—. Ya me encargaré de ti cuando termine con Tachibana. Su mirada se deslizó hacia los documentos frente a él: informes sobre movimientos en Kamurocho, nombres de personas que habían visitado la clínica clandestina, pequeños detalles que, poco a poco, construían un panorama interesante. Podría destrozarlo ahora mismo si quisiera, pero ¿qué gracia tendría eso? El cirujano caído estaba levantando algo con sus propias manos, creyendo ingenuamente que podía desafiar al mundo. Cuanto más subiera, más fuerte sería la caída. Con esa idea en mente, el hombre sonrió y tomó la bocina nuevamente, marcando otro número. Era hora de seguir observando… hasta que llegara el momento de derribarlo por completo. —Hay que seguir vigilándolo. No interfieran. No todavía. —Sonrió con satisfacción—. Dejemos que se convenza de que está logrando algo… para que cuando lo derribemos, no quede nada de él. Los meses pasaron, y con ellos, las dificultades crecieron. Para cuando los años comenzaron a acumularse, el joven ya se había adaptado a moverse en la clandestinidad, librando una guerra silenciosa en las sombras. Continuaba su labor entre paredes descascaradas, cosiendo heridas en la penumbra y atendiendo a aquellos que no podían acudir a un hospital sin miedo a ser rechazados o arrestados. Con el tiempo, la clínica oculta se convirtió en un secreto a voces en Kamurocho: un refugio para los que no tenían otra opción. Una noche pesada como tantas otras, el ruido de pasos en el callejón se volvió más nítido. Mientras acomodaba frascos de antibióticos en los estantes, escuchó golpes en la puerta trasera. —Tch… otro paciente nocturno. Se limpió las manos con un paño y abrió, encontrándose con el mismo vagabundo al que había salvado tiempo atrás. Esta vez, su rostro estaba hinchado, con cortes recientes en la ceja y el labio. Su ropa aún más harapienta, y su postura encorvada delataba dolor en las costillas. —Tú otra vez —comentó, cruzándose de brazos. —¿Qué puedo decir? La basura no siempre es amigable conmigo. Ryohei arqueó una ceja. —¿Te dieron otra paliza por buscar comida? El tipo se encogió de hombros con una sonrisa torcida. —Nah, esta vez fue porque gané en las cartas y querían su dinero de vuelta. El médico clandestino suspiró con cansancio y le hizo una seña para que pasara. —Si sigues así, voy a empezar a cobrarte membresía. Siéntate. El examen comenzó. Desinfectó las heridas menores, verificó la movilidad de su mandíbula y luego presionó con suavidad a lo largo de las costillas para comprobar si había fracturas. —¿Duele aquí? El vagabundo negó con la cabeza. —¿Aquí? Tampoco. Pero cuando aplicó presión justo debajo de la clavícula, el brazo del hombre se movió de forma involuntaria, golpeándose a sí mismo en la cara. —¡Mierda! ¿¡Qué demonios hiciste!? Su brazo tembló por unos segundos, como si hubiera sido desconectado y reconectado. —Relájate. Fue solo un reflejo nervioso. El otro parpadeó, frotándose la mandíbula. —¿Un reflejo qué? Ryohei señaló la zona que había tocado. —El cuerpo humano está lleno de puntos de presión. Algunos pueden aliviar el dolor… otros pueden descontrolarte momentáneamente si los tocas con precisión. Lo miró con los ojos entrecerrados, procesando la información. —Espera… ¿me estás diciendo que puedes joder a alguien sin necesidad de romperle los huesos? El médico sonrió con ironía. —Digamos que sé qué teclas presionar para que la máquina falle. El vagabundo soltó una carcajada. —Joder, debería aprender eso. Imagínate, golpeas a un tipo y, en vez de caer inconsciente, empieza a hablar en chino sin saber por qué. El médico rodó los ojos. —No funciona así, idiota. —Déjame soñar. Aquella consulta, entre risas y bromas, se convirtió en uno de esos momentos extraños donde la vida en los callejones de Kamurocho se sentía casi… normal. Pero fuera de las paredes de la clínica, las sombras comenzaban a moverse. La reputación del ex cirujano había dejado de ser solo un rumor entre vagabundos y criminales de poca monta. Ahora llegaba a oídos de personas a las que no les gustaba lo que estaba haciendo. Las luces de neón parpadeaban, reflejándose en los charcos sucios del callejón, mientras el joven avanzaba con paso firme. Sin embargo, se detuvo en seco al notar una silueta bloqueando su camino. Inconfundible. Aún con el cigarrillo entre los labios, exhaló lentamente, sintiendo que aquella noche estaba a punto de complicarse. —¡Ryo-chan! —La voz de Majima retumbó con su caos habitual—. Dicen que andas haciendo cosas interesantes... ¿me las muestras o te da miedo? Ryohei entrecerró los ojos y retiró el cigarro con un suspiro cansado. —¿De verdad tengo que hacer esto ahora? El Perro Loco del Shimano ladeó la cabeza, su sonrisa demente reflejando una felicidad peligrosa. —¡Claro que sí! —Se inclinó hacia adelante con una risa juguetona, sus pupilas brillando con anticipación—. Tengo que ver qué tan fuerte eres, Tora-chan. Apenas tuvo tiempo de procesarlo antes de que Majima se lanzara sobre él. El ataque fue inmediato, implacable. Con su estilo errático, combinaba cortes rápidos con fintas imposibles, obligando al médico caído a esquivar por puro instinto. Aprovechando los estrechos muros del callejón, se impulsó con movimientos fluidos, manteniéndose fuera del alcance del cuchillo. Pero su agresor no daba tregua. Cada esquive solo lo arrastraba directo a la siguiente embestida, cada golpe evitado era reemplazado por otro desde un ángulo inesperado. El filo de la hoja rasgó su chaqueta, dejando un tajo superficial en el brazo. Un puñetazo bien colocado impactó contra sus costillas, arrancándole el aire en un jadeo ahogado. No iba a aguantar mucho más así. Fue entonces cuando lo vio: Majima atacaba con caos, sí, pero no era un caos sin patrón. Entre cada giro, cada finta, cada embestida, había breves momentos en los que su cuerpo quedaba expuesto; aperturas diminutas que solo alguien con un ojo entrenado podría detectar. Cuando giró en un ataque lateral, el cuerpo de Ryohei reaccionó antes que su mente. Extendió la mano y presionó con precisión bajo la clavícula, igual que lo había hecho con el vagabundo en la clínica. El efecto fue inmediato. El brazo izquierdo del capitán de Shimano tembló involuntariamente, perdiendo momentáneamente el control sobre sus movimientos. —¿Eh…? —Majima parpadeó, desequilibrado por un instante. Sin dejarle tiempo a reaccionar, el otro encadenó tres golpes rápidos, quirúrgicos, dirigidos a puntos clave. Uno. Dos. Tres. El cuerpo de su rival se desconectó por un instante. Se tambaleó... y cayó. El callejón quedó en un silencio sepulcral. La respiración agitada del caído era lo único que rompía la quietud. Algo no estaba bien. Parpadeó, confundido, intentando moverse, pero su cuerpo no respondía. Su mirada descendió lentamente hasta su ropa… y luego al charco que comenzaba a formarse a su alrededor. —¡Ohohoooo, Tora-chan! —se retorció en el suelo, soltando una carcajada demasiado alegre para la situación—. ¡Esto es lo mejor que me ha pasado en semanas! Ryohei, aún jadeando, lo miró con incredulidad. —No puedo creer que te estés riendo de esto… El otro intentó incorporarse, pero su cuerpo aún no cooperaba. —Tora-chan… —musitó con una risa entrecortada—. ¿Te das cuenta de lo que hiciste? —Te dejé fuera de combate. —No, no, no… —Sacudió la cabeza, sonriendo con fascinación—. ¡Me jodiste pero bien! —¿Qué? Majima se inclinó un poco, aún en el suelo, su sonrisa entre burlona y maravillada. —Si le metías un poco más de ganas a esos toquecitos raros… estaría orinando sangre en vez de agua. ¡Por suerte, todavía me funciona todo, eh! Un escalofrío recorrió la espalda del cirujano clandestino. Aquello no podía ser coincidencia. Algo más estaba pasando. Mientras su mente intentaba procesarlo, el hombre en el suelo se incorporó con total naturalidad, sacudiéndose los pantalones como si nada extraordinario hubiera ocurrido. —Oye, Ryo-chan… —Se inclinó con curiosidad—. ¿No crees que deberías averiguar qué carajo hiciste? No respondió. Majima tenía razón. Los días siguieron su curso con aparente normalidad, pero para él, nada era igual. Aquella pelea le había dejado una sensación inquietante que no podía sacudirse sin importar cuánto lo pensara. ¿Eso fue solo instinto? ¿O había algo más? Esa tarde, en el dojo de entrenamiento, intentaba despejar su mente. Con los guantes puestos, lanzaba patadas contra el saco de boxeo, usando el ejercicio como escape. El estrés lo estaba consumiendo. Las noches en el Serena, sumadas a su labor clandestina, lo habían dejado al borde del colapso. Pero ese día, su frustración era distinta. Cada impacto contra el saco era un grito interno. Hasta que su mente le jugó una mala pasada: el rostro de Nishiki con su sonrisa arrogante, la mirada de Murakado cargada de desprecio. La rabia subió como un incendio en su pecho. Su mandíbula se tensó, los músculos se contrajeron, y sin pensar, descargó una patada con furia desbordada. —¡Bastardos! El golpe impactó con tal fuerza que el saco se sacudió violentamente, haciendo crujir la cadena que lo sostenía. El dojo entero pareció retumbar. Respirando con dificultad, sintió un leve temblor en la pierna. No era solo fuerza. Había algo más en ese movimiento. Algo que su cuerpo recordaba antes que su mente. "¿Qué demonios hice esa noche contra Majima?" Entonces, un recuerdo cruzó su mente. —Conocí a un viejo chino en Sotenbori que podía dejarte fuera de combate con un solo toquecito. Nada de cuchillos ni puños, solo un pequeño pinchazo en el lugar correcto y—¡bam! —adiós piernas. La voz del loco resonó en su cabeza con la misma energía de siempre. Abrió los ojos de golpe. Acupuntura. Su mirada descendió a la pierna aún tensa. Tal vez había encontrado una pista. No iba a dejarlo pasar. Al día siguiente, aprovechando su día libre —Nishiki estaría en el Serena con su séquito y no pensaba cruzarse con él— tomó un camino distinto. Uno que no recorría desde hacía años. Little Asia. Apenas puso un pie en el barrio, el aroma a especias y comida callejera lo envolvió, arrastrándolo a recuerdos que creía enterrados. El sonido del mandarín mezclándose con el japonés, los vendedores regateando, el vapor escapando de los pequeños restaurantes… ese lugar siempre había sido su refugio. Se adentró por los pasillos estrechos, notando cómo todo parecía igual y a la vez distinto. Hasta que lo vio. Un hombre mayor, con las canas marcando el paso del tiempo y la experiencia escrita en el rostro, salía de una cocina charlando con otro residente. Vestía con sencillez, pero su presencia imponía respeto. Una sonrisa inesperada se dibujó en el rostro de Ryohei. De esas que no solía permitir en Kamurocho. Sin pensarlo, se acercó con paso decidido. —¡Abuelo Chen! La palabra resonó, y el anciano desvió la mirada. Su expresión, primero de confusión, se iluminó al instante. —Xiǎo Hǔ. Antes de que pudiera decir más, abrió los brazos, y el joven no dudó en fundirse en un abrazo. Fue cálido, firme. Como si los años de distancia se hubieran desvanecido en un suspiro. Por un momento, bajó la guardia. Las lágrimas cayeron sin permiso, silenciosas, pero necesarias. —Te extrañé mucho… El viejo Chen posó una mano sobre su espalda con la calma de quien lo había visto crecer. —Yo también, pequeño. —La voz del anciano era suave, pero cargada de emoción—. Supe lo que te pasó… lo lamento. El exmédico se reincorporó, pasándose la manga del abrigo por el rostro con una leve risa. —Eso ya fue… —intentó sonar despreocupado, aunque la carga seguía ahí, adherida a sus hombros—. Vine a verte… y también a pedirte un consejo. Chen arqueó una ceja, esbozando una sonrisa leve. —¿Consejo? Ryohei tragó saliva. Por un momento, dudó. Pero si había alguien en quien aún podía confiar, era él. Le sostuvo la mirada y, con firmeza, preguntó: —Tú sabes de acupuntura… ¿verdad? El silencio que siguió fue breve, pero significativo. El viejo no respondió de inmediato; en lugar de eso, le hizo una seña para que lo siguiera. Mientras caminaban por los pasillos estrechos de Little Asia, el más joven aprovechó para explicarle todo: su descubrimiento con el vagabundo en la clínica, el enfrentamiento con Majima, y esa sensación extraña que tuvo al golpearlo. Chen escuchó en silencio. Para cuando llegaron a su oficina, ya comprendía la verdadera razón detrás de la visita. La habitación era pequeña, acogedora, y olía a incienso. Una gran estantería de madera, repleta de libros antiguos, pergaminos enrollados y frascos con hierbas medicinales, dominaba el espacio. El anciano se acercó a los estantes, buscó entre los volúmenes y sacó uno con cuidado. Lo hojeó con calma, hasta dar con la página adecuada, y lo dejó abierto sobre la mesa frente a su nieto. —Lo que me comentas… se ha usado en China durante siglos. —Tomó asiento, sirviéndose té antes de continuar—. Los puntos de presión pueden usarse de muchas formas. El otro clavó la mirada en el libro, absorbiendo cada palabra como si fueran fragmentos de una verdad olvidada. —Presionar ciertas zonas no solo afecta músculos y nervios —explicó Chen, levantando la taza con calma—. También puede alterar funciones del sistema nervioso central. Ryohei alzó una ceja, intrigado. —¿Qué significa eso exactamente? El anciano dejó la taza y sonrió con cierta picardía. —Digamos que, si golpeas con la precisión justa, puedes hacer que alguien pierda el control de la vejiga… o incluso empiece a hablar en otro idioma sin entender por qué. Parpadeó, incrédulo. —Eso suena ridículo. Chen rió suavemente. —El cuerpo humano es una máquina extraña, pequeño tigre. Todo depende de dónde presionas, con cuánta fuerza… y en qué dirección. En combate, puede ser un arma letal. Ryohei deslizó los dedos sobre las ilustraciones del libro, recorriendo los diagramas de puntos de presión. Cada marca era una posibilidad: aliviar o infligir dolor, curar o incapacitar. Su mandíbula se tensó. Aquello era más grande de lo que imaginaba. Los días siguientes fueron intensos. Cada noche, después de servir tragos en el Serena y atender consultas clandestinas, se dirigía a Little Asia para entrenar con el Abuelo Chen. Estudiaba los puntos de presión con una precisión casi obsesiva, memorizando su ubicación, aprendiendo cómo y cuándo aplicarlos. Era un equilibrio fino entre medicina y combate. Pero no bastaba con entender la teoría. Necesitaba afilar su cuerpo. Cuando no estaba bajo la tutela de Chen, se refugiaba en el dojo de Hanzo. Allí, practicaba lo aprendido en situaciones reales, perfeccionando la precisión sin sacrificar fluidez. Cada golpe debía ser medido. Su meta ya no era solo pelear: era neutralizar al oponente con la menor cantidad de movimientos posibles. El maestro lo observaba con atención, en silencio, midiendo su progreso. Una tarde, mientras ajustaban posturas, Hanzo cruzó los brazos y lo miró con una sonrisa apenas perceptible. —Vas por buen camino… pero aún eres solo una hoja sin filo. Pulir ese estilo dependerá de cuánta sangre estés dispuesto a sudar. El joven exhaló, secándose el sudor con la muñeca. Las palabras del maestro pesaban. Majima seguía apareciendo constantemente. Lo buscaba por las calles, emergiendo de las sombras en los peores momentos. —¡Vamos, Tora-chan! ¡Solo una más! —¿No tienes nada mejor que hacer, Majima-san? —¡Nah! Esto es mejor que la terapia, y con menos conversación. Cada enfrentamiento servía como prueba. Ryohei combinaba su estilo con técnicas de parkour, aprovechando muros, barandas y desniveles para esquivar, golpear y desaparecer antes del siguiente ataque. La locura de Majima lo obligaba a adaptarse. Y en ese caos, perfeccionó su técnica. Pero no solo compartían golpes. Poco a poco, el perro loco de Shimano se convirtió en cliente regular de la clínica. Al principio, solo acudía a tratar los cortes que recibía en sus enfrentamientos. Luego comenzaron a llegar sus subordinados. Uno con el brazo roto. Otro con heridas de bala. Un tercero con la mandíbula dislocada. Todos necesitaban un médico que no hiciera preguntas. Y él no las hacía. El dinero que llegaba desde la familia Majima le permitió reponer insumos, comprar mejores antibióticos y mejorar su equipo. Lo que empezó como supervivencia, se transformó en una red silenciosa de favores. Y aunque no lo dijera en voz alta, esa red también le daba protección. Una noche, tras otro enfrentamiento callejero, Majima se cambiaba los pantalones en la clínica. Ryohei lo observaba con los brazos cruzados. —He visto cómo ayudas a mis muchachos —comentó el tuerto, más serio de lo habitual—. Pero ten cuidado. Hay gente a la que no le gusta lo que haces. El otro sostuvo su mirada sin parpadear. —Lo sé. Majima sonrió. Esa expresión suya, tan juguetona como peligrosa, no lo abandonaba ni en la advertencia. —Si algún día te cansas de jugar al doctor… podrías tener un lugar en mi familia. Serías buen subjefe. El cirujano bufó. —Prefiero mi bodega. El otro soltó una carcajada. —¡Tú te lo pierdes, Tora-chan! Pero no te mueras todavía. Me debes varias peleas… y Kiryu-chan también. Hace años que le guardo una. Sería una pena si te largas antes de que regrese. Ryohei sonrió al escuchar ese nombre en labios ajenos. —Créeme, lo sigo esperando. No importa cuántos años pasen. El tuerto chasqueó la lengua con picardía. —Vaya, Tora-chan… eso sonó bien romántico. ¿Seguro que Kiryu-chan es solo tu mejor amigo? Y con ese dardo envenenado, Majima se desvaneció en la noche, como siempre hacía. Ryohei suspiró, encendiendo un cigarro con calma, observando cómo el humo se alzaba en espiral sobre Kamurocho. Quizás… tener a un loco siguiéndolo no era tan malo. Los meses pasaban. Aquel equilibrio entre el bar y la clínica seguía funcionando. Su rutina se había consolidado: tragos por la noche, pacientes por la madrugada, golpes al atardecer. Pero aquella noche… Todo salió mal. Ryohei estaba concentrado, operando a un paciente recurrente: un yakuza con una herida de bala en el costado. La sangre aún brotaba, aunque la anestesia ya había hecho efecto y el cuerpo sobre la mesa improvisada dormía profundamente. Con precisión meticulosa, trabajaba para extraer el proyectil, los guantes empapados de rojo, la mente enfocada en cada movimiento. Entonces, la oscuridad cayó de golpe. La lámpara parpadeó una última vez antes de rendirse a las sombras. El silencio se volvió denso, casi sólido. Se quedó completamente inmóvil, sintiendo cómo el corazón le martilleaba el pecho. —Tienes que estar bromeando… —murmuró, frunciendo el ceño. Los segundos se arrastraban. ¿Corte general? ¿O, peor aún, Reina había olvidado pagar la maldita cuenta? No podía darse el lujo de pensarlo demasiado. La herida seguía abierta. Palpó a ciegas entre sus suministros, maldiciendo por lo bajo mientras su mano chocaba contra frascos, gasas y bisturís, hasta dar con una linterna de mano. La encendió con rapidez; el haz titilante iluminó la escena de forma intermitente. —Genial… ahora parezco un maldito cirujano de película de terror —bufó. El calor sofocante del cuarto y la presión del momento hicieron que la sutura se volviera un suplicio. Cada punto exigía una concentración extrema. Cada sombra proyectada por la linterna añadía una capa extra de tensión. Finalmente, tras una eternidad condensada en minutos, logró cerrar la herida. Pero el desastre no terminó allí. Con la respiración aún agitada, fue a lavarse las manos. Abrió el grifo. Nada. Se quedó quieto, procesando el segundo golpe. Sin electricidad… y sin agua. Esto no podía ser casual. No con esa precisión. —Oh, por supuesto… porque la noche no podía ser más perfecta. Exhaló con lentitud, pasándose una mano por el cabello. Algo estaba mal. Muy mal. Sabía que la bodega estaba conectada a la red del Serena. Si el bar sufría cortes, la clínica también. Pero si todo Kamurocho seguía en pie… entonces esto era intencional. A pesar del fastidio, ayudó al paciente a incorporarse, guiándolo hacia la salida trasera. El herido, aún tambaleante, fue recibido por un par de compañeros que lo esperaban en el callejón. —Buen trabajo, doctor —dijo uno de ellos, inclinando la cabeza con respeto. Ryohei encendió un cigarro sin responder de inmediato. El humo se elevó con pereza hacia la noche, mientras alzaba la vista… y se le heló el estómago. Kamurocho seguía iluminado. Los edificios brillaban como siempre, los anuncios de neón parpadeaban con indiferencia y el bullicio de la ciudad permanecía intacto. El apagón había sido selectivo. Su expresión se endureció. —Esto no fue un accidente… fue una declaración de guerra. Y ni siquiera intentaron disfrazarlo. Apresuró el paso hacia el interior del bar, descendiendo por la bodega hasta la zona de atención. Las sospechas tomaban forma con rapidez. Reina se encontraba en el centro del local, linterna en mano. El ambiente era un caos discreto: clientes murmurando entre ellos, algunos ya abandonando el lugar. La incomodidad flotaba en el aire. —¡Reina! —llamó, caminando hacia ella. La encargada giró con lentitud, cruzándose de brazos con una mezcla de resignación y fastidio. —Déjame adivinar… ibas a preguntarme si pagué la cuenta, ¿verdad? Él entrecerró los ojos. —No necesito preguntarlo. Ya sé la respuesta. Ella bufó, pasándose una mano por la frente. —Claro que la pagué, tonto. También la del agua. Esto no es por falta de pago. Golpeó la barra con los nudillos, sumido en reflexión. —Entonces alguien lo hizo a propósito. Reina recorrió el bar con la mirada, su ceño más fruncido de lo habitual. Las botellas resplandecían bajo la luz de emergencia, como testigos inertes del sabotaje. —Esto no fue una falla, Ryo-chan. Nos están dejando un mensaje. Él exhaló una bocanada de humo, dejando el cigarro en el borde del cenicero. —Supongo que lo mejor será cerrar por hoy. Dudo que los clientes quieran beber a oscuras… y sin baño. Ella soltó una risa seca. —Sí, porque lo único peor que un bar sin luz… es uno sin retrete. Apoyó los codos sobre la barra, endureciendo la mirada. —Esto es solo el comienzo, ¿verdad? La otra asintió con seriedad. —Tienes razón en preocuparte, Ryo-chan. No creo que sea coincidencia. Ambos guardaron silencio. El ambiente pesaba como una advertencia. Antes de marcharse, decidieron revisar los generadores traseros del Serena. Para su sorpresa, todos seguían encendidos. Frunció el ceño, inspeccionando cada conexión. Si la fuente seguía activa, el problema estaba en otro punto. —Esto no es un corte común… —murmuró. Reina cruzó los brazos, soltando un suspiro exasperado. —Lo que significa que alguien cortó los cables manualmente. Se agachó con la linterna, explorando cada rincón. Y ahí estaba. Los conductos habían sido seccionados con precisión. Sin signos de desgaste. Ni un rasguño aleatorio. —Alguien sabía exactamente cómo jodernos —gruñó, poniéndose de pie. —¿Y el agua? —Reina alzó una ceja. Fueron hacia el medidor del callejón lateral. Apenas se acercaron, el goteo constante los recibió con cinismo. Él enfocó con la linterna… y maldijo. Un escape fluía sin control. La presión había desaparecido. Ella se inclinó, examinando el daño. —Esto no es una fuga normal… —señaló el extremo del caño—. Se robaron los tubos. Literalmente. Ryohei se metió las manos en los bolsillos, irritado. —Así que no solo hay que arreglar los cables, sino también toda la instalación hidráulica. Reina soltó una carcajada breve, hueca. —Perfecto. Mañana llamamos a los servicios, pero con suerte… estaremos cerrados varios días. Observó el agua goteando. El ritmo marcaba el pulso de una ciudad que no descansaba. —No fue solo sabotaje. Querían forzarnos a cerrar por tiempo indefinido. Ella asintió, el rostro endurecido. —Alguien quiere sacarnos del juego. La amenaza flotaba entre ellos. Había sido un mensaje claro. Y esto, apenas comenzaba. Después del incidente, no hubo más opción: cerraron el Serena y la clínica. Sin suministros básicos, todo quedaba en pausa. Las compañías de servicios hablaban de una “alta demanda”, pero no era más que una excusa disfrazada. Alguien los quería fuera del mapa. Recordó las palabras del Perro Loco de Shimano: “Hay gente a la que no le gusta lo que haces.” Y si había dos nombres que encajaban con esa advertencia, eran Akira Nishikiyama e Itsuki Murakado. Enfrentarlos directamente sería un suicidio. La familia del primero ya no era la misma. Había crecido, expandido sus dominios, reclamado nuevas calles de Kamurocho. No tenía pruebas sólidas… pero no necesitaba más confirmaciones. Sin embargo, la calle Tenkaichi aún pertenecía a Kazama. Y si alguien podía arrojarle algo de luz a ese panorama, era él. Con esa certeza, se dirigió a la sede de la familia. Fue recibido por Kashiwagi. La expresión adusta del subjefe no ofrecía margen de cortesía. Kazama no estaba: había viajado al orfanato Girasol. Él quedaba al mando. —Sabemos que has estado trabajando como médico clandestino, Tachibana —comentó, apoyando los codos en el escritorio, mirándolo con sus ojos afilados—. ¿Crees que esto fue obra de Nishikiyama? El bartender entrecerró la mirada, meditando la respuesta. —No tengo pruebas concluyentes, Kashiwagi-san… pero… —¿Pero? —repitió con calma, aunque la mirada lo empujaba a continuar. Ryohei guardó silencio. Buscó las palabras… y no las encontró. Terminó exhalando con pesadez. —Olvídelo… no es nada. El veterano yakuza lo observó sin hablar. Lo conocía desde hacía años, desde aquellos días en los que su mayor anhelo era ejercer la medicina legalmente, mucho antes de que todo se desmoronara. Sin emitir juicio, abrió un cajón y extrajo una carpeta. ITSUKI MURAKADO. El nombre en la etiqueta le heló la sangre. Un escalofrío le recorrió la espalda. —Murakado pertenecía a la familia Dojima cuando tú y tu hermana eran dueños del Lote Vacío —murmuró Kashiwagi, sin alterar el tono. —Cómo olvidarlo… —contestó con un hilo de veneno en la voz. El otro asintió, hojeando los documentos. —Según los archivos, desapareció. Incluso fue dado por muerto. —Como ve… no lo está —replicó Ryohei, cruzándose de brazos con rabia contenida. —Y ha regresado con más poder que antes. Levantó la mirada. —¿Qué quiere decir? Kashiwagi señaló un párrafo con el dedo. —Murakado no es un miembro cualquiera de la familia Nishikiyama. Hace un año fue ascendido a capitán. El impacto de esas palabras le cayó como un puño en el estómago. —¿Capitán…? —Y no solo eso. Es la mano derecha de Nishikiyama. Su sombra más fiel. Ryohei apretó la mandíbula. Todo encajaba. Murakado nunca dejó de vigilarlo; simplemente esperó el momento perfecto para destruir lo poco que le quedaba. Antes de que pudiera procesarlo del todo, Kashiwagi cambió de tema. —Hay algo más que deberías saber. Él lo miró con cautela. Había un matiz distinto en la voz. —¿De qué se trata? El subjefe deslizó otra carpeta hacia él. El nombre en la carátula le cortó la respiración. KAZUMA KIRYU. —Durante años intentamos convencer a las autoridades de que fueras a visitarlo. Kazama-san incluso te pidió disculpas por no lograrlo. Ryohei desvió la mirada. Aquel tema era uno que prefería no tocar. —No quiero hablar de eso. Kashiwagi no se detuvo. Empujó el documento hacia su lado del escritorio. —Tal vez quieras reconsiderarlo. Un abogado ha estado apelando su sentencia… y parece que pronto obtendrá libertad condicional. Sus ojos se agrandaron. —¿Qué dijo? El otro asintió, cruzando los brazos. —Kiryu podría salir pronto. El aire en la oficina se volvió espeso. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su mundo temblaba. Había aprendido a sobrevivir sin él, a llenar el vacío con heridas, trabajo y silencio. Pero la verdad era que lo extrañaba más de lo que se permitía admitir. Cada noche su mente volvía al pasado, a las conversaciones a medias que decían más que mil palabras, a las peleas que terminaban en risas, al silencio cómodo de su presencia. Más de una vez, solo en su apartamento, se sorprendió mirando fotos gastadas por el tiempo. Algunas estaban arrugadas, otras tenían esquinas dobladas de tanto sostenerlas. En las noches más duras, incluso había llorado en silencio. Nunca se lo dijo a nadie. Inspiró profundo, intentando no dejar que la emoción lo desbordara. Sabía que no debía anclarse al pasado. El tiempo seguía, sin esperar a nadie. Pero por más que se esforzara, había algo que seguía intacto. Lo seguía esperando. Cerró los ojos un instante, fortaleciéndose. —¿Puedo pedirle un favor? Le prometo que será el último. Kashiwagi lo observó, como si ya supiera lo que iba a decir. Finalmente, asintió. —Habla. Ryohei tragó saliva. No podía quebrarse. No ahora. —Kashiwagi-san… —Su voz vaciló más de lo que hubiese querido. Apretó los puños. Le temblaban, cargados de rabia y vulnerabilidad—. No importa cuántos años pasen… si tienen la fecha de su liberación, díganmelo. La respiración se le descompasó. Le habían arrancado demasiadas cosas: su vocación, su dignidad, su hogar. Pero si había algo que no podía permitirse perder… era a él. Lo había dejado ir una vez. No quería que ocurriera de nuevo. —Necesito saberlo. Por favor. Quería ser la primera persona que Kiryu viera al salir. Kashiwagi permaneció en silencio unos segundos. Su rostro no mostró reacción, pero sus ojos revelaban algo más profundo: comprensión. Y pesar. —Lo extrañas —dijo, sin necesidad de preguntar. No respondió. No hacía falta. Cada centímetro de su cuerpo lo gritaba. Cada noche lo recordaba. Cada día sin él se sentía incompleto. El yakuza suspiró, apoyando los brazos sobre el escritorio. —Si llega ese día… te lo haré saber. Pero no prometo nada. Ryohei asintió con un nudo en la garganta. Se inclinó en señal de respeto y se retiró, aferrado a la única esperanza que aún le quedaba. El mundo seguía su curso. Los celulares eran cada vez más comunes, Internet crecía con fuerza, la tecnología avanzaba con vértigo. Pero para él, todo seguía igual de jodido. Los ataques no cesaron. Cada vez que recuperaba algo de estabilidad, aparecía un nuevo obstáculo. Sus pacientes comenzaron a ser acechados en las sombras. Algunos eran interceptados apenas salían de la clínica. Otros notaban que los seguían discretamente. Ya no eran advertencias: era una amenaza abierta. Y luego, la guerra tocó su puerta. Su apartamento fue el siguiente blanco. Varias noches despertó con el crujir del vidrio haciéndose trizas, las ventanas rotas por desconocidos. Repararlas era inútil. Duraban días antes de volver a romperse. Cada golpe lo dejaba más desgastado. Pero cuando creyó que ya no podían arrebatarle nada más… fueron por lo único que aún tenía: el Serena. Atacaron su clínica una noche. Al llegar, encontró el desastre: puerta forzada, suministros esparcidos, frascos rotos, camillas volcadas. Como si alguien hubiera disfrutado arrasar con todo. La impotencia lo dejó paralizado. Años salvando vidas, y todo reducido a ruinas en minutos. Pero lo peor estaba por venir. Pocos días después, el Serena fue el nuevo blanco. Y esta vez, hubo heridos. Corrió hasta el lugar con el alma en vilo. El bar era un campo de batalla: mobiliario destrozado, botellas por el suelo, el letrero arrancado. Y Reina… Ella, con la ceja abierta y el labio partido, intentaba mantenerse erguida tras la barra. —Estoy bien… —murmuró, esbozando una mueca más que una sonrisa. Pero no lo estaba. Nadie lo estaba. El Serena cerró por semanas. La clínica quedó destruida. Sus recursos se redujeron a cenizas. Por primera vez, sintió que ya no quedaba nada. Esa tarde, en su apartamento, con el rostro endurecido por la ira y el cansancio, estaba frente a su portátil. La luz azulada de la pantalla era la única iluminación en la habitación. Tecleaba con velocidad, navegando por una tienda en línea de insumos médicos. Había encontrado lo que buscaba. Presionó el botón de llamada. Llevó el celular al oído. El tono sonó tres veces antes de que una voz mecánica respondiera. —Gracias por comunicarse con Kamurocho Medical Supplies, ¿en qué podemos ayudarle? —Soy Ryohei Tachibana. Hice un pedido hace unos días y no ha sido procesado. Quiero saber qué pasa. Hubo un silencio breve, seguido de tecleo. —Déjeme verificar… —La voz se detuvo antes de continuar, ahora más seca—. Lo siento, señor. Por órdenes internas ya no podemos suministrarle más insumos. El aire se volvió denso. —¿Qué? —La mandíbula de Ryohei se tensó—. Tiene que haber un error. Soy cliente habitual. —Entiendo, Tachibana-san, pero su cuenta ha sido bloqueada. La rabia le subió a la garganta como fuego líquido. —¿Bloqueada? ¿Con qué derecho? —No estamos autorizados a entregar más detalles. Es una decisión interna de la empresa. Se llevó una mano al rostro, masajeando el puente de la nariz con dedos temblorosos. No necesitaba más explicaciones. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo. Se recostó contra el respaldo de la silla, sintiendo cómo la frustración lo quemaba por dentro. Llevaba meses resistiendo embates, soportando emboscadas, esquivando golpes bajos… y ahora le cerraban las puertas hasta en el mercado de suministros. Inspiró hondo, tratando de calmarse. No sirvió de nada. —¿Sabes qué? —murmuró con voz contenida, como si aún intentara mantener la compostura—. No me vengas con "decisiones internas". Dame una razón real. —Lo siento, señor, pero no estamos autorizados… —¿Autorizados? —soltó una carcajada seca—. Por supuesto… "órdenes internas", qué original. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confirmación. —Díganme de una vez que los están presionando desde afuera. —Señor, yo... —A la mierda ustedes y su maldito protocolo. —La voz le estalló por fin, desbordando la rabia que llevaba semanas acumulando—. Si no pueden decirme la verdad, al menos tengan el valor de admitir que les apretaron el cuello. —Señor, si continúa con ese tono, me veré obligado a terminar la llamada… Golpeó la mesa con el puño cerrado. —¡Adelante, córta! Pero cuando el próximo paciente que yo podría haber salvado se desangre en un callejón, ¿también van a escudarse en un "procedimiento interno"? La falta de respuesta fue la confirmación que necesitaba. Con un gruñido bajo, lanzó el celular contra la mesa. Luego se frotó el rostro con ambas manos, sintiendo cómo la impotencia se le clavaba en la espalda como un cuchillo invisible. Lo estaban despojando de todo. Paso a paso. Sin tregua. Cerrándole cada puerta. Empujándolo al borde. Y lo peor era saber que, por más que peleara, no podía detenerlo. Apagó la portátil. Guardó el teléfono. Y salió del apartamento. Necesitaba otra vía para conseguir insumos, aunque eso implicara volver al mercado negro. La clínica debía reabrir. O, si no, tendría que aceptar que su destino era convertirse en un médico errante. Un sanador de las sombras. El taxi avanzaba entre luces y anuncios luminosos cuando un destello le llamó la atención. —Deténgase aquí —ordenó con frialdad. Bajó del auto. El aire cálido de la noche lo envolvió. Frente a él, recortada contra el cielo, la Torre Millennium se alzaba como una cicatriz brillante sobre Kamurocho. A su alrededor, varios turistas japoneses hablaban en voz baja, embelesados. —Es increíble… —comentó un joven, cámara en mano—. Nunca había visto algo así aquí. —Dicen que es el corazón de la ciudad —añadió otro, mirando hacia lo alto. —Imagínate la vista desde la cima —susurró una mujer—. Debe sentirse como estar por encima de todo. Ryohei soltó una risa amarga. —O como si estuvieras pisoteándolo. Los visitantes no le prestaron atención. Para ellos, la torre era un símbolo de progreso. Para él, un recordatorio doloroso. Encendió un cigarro. La brasa iluminó fugazmente su rostro mientras el humo subía en espiral. Durante años, ese espacio fue solo un lote olvidado. Un pedazo de tierra sin valor… hasta que alguien decidió convertirlo en un monumento. Ahora, en ese mismo lugar, se erguía una estructura que rozaba el cielo. Y debajo de ella, entre capas de concreto y acero, descansaban los restos de Tetsu. Atrapado bajo la ciudad que ayudó a proteger. Enterrado por decisión de Makoto, quien eligió que su cuerpo quedara allí, justo donde todo comenzó… y terminó. El pasado no estaba simplemente muerto. Lo habían sepultado bajo toneladas de progreso, como si quisieran borrar hasta su recuerdo. Un mausoleo de cristal. Una lápida vertical. Kamurocho siguió adelante. Y los que no pudieron, fueron tragados por el pavimento. El hueco en el pecho de Ryohei se expandió. Un vacío denso, incurable. Miró la torre como quien mira a un enemigo lejano. Sin esperanza, pero con rabia. —Me pregunto cuánto falta para que alguien la haga caer. No esperaba respuesta. No había nadie a su lado. Solo su reflejo proyectado por las luces de la ciudad.