Capítulo 7
“Cicatrices de humo y sangre”
El Stardust brillaba bajo el neón azul, reflejándose sobre la acera húmeda. La música y las voces escapaban al exterior, fundiéndose con la vida nocturna de Kamurocho. No importaba cuántas veces el médico cruzara ese umbral, la bienvenida siempre tenía algo familiar. Apenas pisó la entrada, el guardia lo reconoció de inmediato y le dedicó una sonrisa cómplice. Su acceso al área VIP ya era solo una formalidad. —¡Ryo! ¡Feliz cumpleaños! —gritó Yuya, asegurándose de que todos lo escucharan. Ryohei entrecerró los ojos con resignación. —Yuya, ya me saludaste esta mañana… ¿Tenías que gritarlo como si fuera un evento nacional? —¡Claro que sí! —respondió el joven, cruzándose de brazos con aire triunfal—. No todos los días cumples treinta y… El aludido arqueó una ceja con advertencia. —Termina esa frase y haré que envejezcas veinte años en cinco segundos. Yuya soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro. —Tranquilo, viejo, te ves increíble. Hasta demasiado bien. Diría que podrías pasarte por host si quisieras. —¿Me estás coqueteando? —replicó con una sonrisa burlona—. Vaya, Yuya, no sabía que te gustaban los hombres maduros. —¡Hey, hey! Solo dije que te ves bien. No significa que vaya a pedirte una cita y discutir el futuro juntos. —Qué pena… ya me estaba ilusionando. Ambos rieron, y como siempre, Yuya no tardó en recuperar su entusiasmo. —Hablando de gente atractiva, Kazuki-san tiene una sorpresa para ti. Ya llegó el host nuevo, y dicen que parece modelo. Ryohei resopló, sacudiendo la cabeza. —¿Qué pasa con ustedes y su obsesión por emparejarme con un host? —Vamos, no seas así —insistió Yuya con un guiño—. Tal vez sea justo lo que necesitas para olvidarte un rato de tus problemas. —Está bien… —cedió con un suspiro teatral—. Pero si termina siendo un mocoso con complejo de príncipe, los haré responsables. Ajustándose el abrigo, cruzó la puerta con una sonrisa irónica. Ya vería qué tan “modelo” era el recién llegado. Al ingresar, una hostess impecablemente vestida se adelantó con una sonrisa vibrante. —¡Feliz cumpleaños, Ryohei-san! —exclamó con entusiasmo por encima del bullicio del club. Él la miró divertido por la energía contagiosa. —Gracias. Me alegra ver que ya tienen todo bajo control —respondió con tono relajado, como si formara parte natural de aquel mundo de luces y música. —Kazuki-san y el nuevo anfitrión lo esperan en el VIP preparado solo para usted —anunció la joven, guiándolo a través del club. La música se atenuaba mientras avanzaban. El área VIP estaba decorada con una sobriedad elegante: sofás de cuero negro, luces tenues y mesas de cristal. Todo diseñado para sugerir intimidad y exclusividad. Al fondo, en una de las esquinas, Kazuki lo aguardaba con una copa en mano y su habitual sonrisa serena. —Amigo, bienvenido —dijo, levantando el vaso con calidez. Ryohei se dejó caer en el asiento frente a él, dejando escapar un suspiro antes de responder. —Siempre es un gusto verte, Kazuki. Un joven de porte imponente se acercó entonces. Alto, de musculatura definida, facciones afiladas y una expresión firme, destacaba incluso entre la clientela del club. La piel ligeramente bronceada y la postura erguida le daban una presencia inconfundible. Kazuki lo presentó con naturalidad: —Este es Seok, nuestro nuevo host. Es coreano, joven, pero con una madurez que le da ventaja. Estoy seguro de que te caerá bien. El recién presentado inclinó la cabeza con respeto, su voz profunda y serena. —Un placer conocerle, Ryohei-san. El médico lo evaluó unos segundos antes de esbozar una sonrisa. —No hace falta tanto formalismo. Aquí somos más relajados, ¿verdad? Habla de tú a tú, como hace Kazuki. Seok dudó un instante, pero luego asintió con una leve sonrisa. —Como tú digas, Ryohei. A partir de entonces, la conversación fluyó con naturalidad. Compartieron risas, algunos brindis y una atmósfera ligera. Seok, aunque serio al inicio, mostró una faceta más distendida, lo cual Ryohei agradeció. —Debo decirlo, pareces más joven de lo que dices —comentó el anfitrión con tono sincero—. ¿Treinta y siete? Podrías pasar por veintisiete fácilmente. —Eso me dicen siempre. La edad es solo un número —respondió con una sonrisa ladeada. Pasados unos minutos, Seok se incorporó con discreción. —Debo atender unos asuntos. Volveré en un rato —dijo, inclinando la cabeza. —Sin problema —asintió Ryohei, observándolo alejarse mientras tomaba un sorbo más. Quedaron solos. Kazuki, siempre atento, notó la inquietud que se ocultaba tras la mirada de su amigo. El médico, con la copa en una mano y el celular en la otra, revisaba los mensajes en espera de alguna novedad de Shinji. Su concentración se rompió cuando la voz tranquila del anfitrión lo interrumpió. —¿Pasó algo hoy? Ryohei dejó la copa sobre la mesa y deslizó el móvil de nuevo al bolsillo. —Kiryu salió de prisión —dijo sin rodeos. —¿En serio? —preguntó Kazuki, sin sorpresa, girando la copa entre los dedos. El otro asintió en silencio, contemplando su vaso vacío con expresión distante. —¿Qué vas a hacer cuando lo veas? —inquirió el anfitrión con voz suave. Ryohei dudó. Su mirada permanecía perdida en el fondo del cristal. —No lo sé… Tal vez solo quiera verlo. Hablar con él, como antes. Quizá decirle lo que nunca dije. Pero… ¿y si ya no es lo mismo? ¿Y si todo se fue a la mierda? Kazuki no respondió enseguida. Sabía que esa era la verdadera pregunta. El médico no buscaba grandes gestos ni explicaciones complejas. Buscaba algo que solo Kiryu podía darle. Un cierre. —Ya veremos qué pasa, amigo. Lo único que puedo decir es que, pase lo que pase, hoy es tu día. Hazlo tuyo, aunque el resto del mundo parezca seguir girando sin descanso. Y cuando lo veas… cuando lo encuentres, ya pensarás qué hacer. Yo estaré aquí, como siempre. El médico sonrió, agradecido por las palabras de Kazuki, aunque su mente seguía enredada entre incertidumbres. Al menos, en ese momento, sabía que no estaba solo. —Gracias, Kazuki —murmuró, alzando su copa—. Por hacer que todo esto parezca un poco menos pesado. Ambos chocaron sus vasos con un gesto silencioso, como si, en el fondo, intuyeran que el verdadero brindis aún no llegaba. A medida que la atmósfera se distendía, la música suave del reservado ofrecía un pequeño respiro en medio del caos emocional. El dueño del club alzó su bebida una vez más, sonriente, aunque sus ojos revelaban un matiz más profundo. —Por ti, aunque no quieras celebrarlo. Este lugar siempre será tu refugio. El cumpleañero esbozó una sonrisa leve, pero sus pensamientos ya estaban lejos. Estaba por responder cuando un trabajador del club apareció apresurado, con el rostro tenso. —Kazuki-san, tenemos un problema en la entrada. Un hombre con traje gris y camisa roja está discutiendo con Yuya. Dice que lo busca. El corazón del médico se paralizó un instante. No hacían falta más pistas. Kiryu había llegado. El anfitrión del club reaccionó al instante, dejando su copa con un leve golpe sobre la mesa. —Quédate aquí. Yo me encargo. Ryohei lo siguió con la mirada mientras desaparecía entre la multitud. Su mente se encendió con preguntas que no quería formular: ¿Será él? ¿Por qué ahora? ¿Sabe algo de lo que pasó? Sacó su celular y escribió rápido a Shinji: “Kiryu está en el Stardust” Luego, se retiró hacia un rincón menos visible del salón. No estaba preparado. Aún no. Desde su escondite, pudo escuchar el bullicio cercano a la entrada. Las voces, la música, las risas… y entre ellas, una resonó distinta. Grave. Inconfundible. Él. Kazuki subía con él por las escaleras. Yuya, como siempre, exageraba sus gestos, mientras el anfitrión lo calmaba con esa autoridad silenciosa que lo caracterizaba. La curiosidad venció al instinto. El médico se deslizó entre las sombras, sus movimientos pulidos por años de evitar miradas indeseadas en los rincones más oscuros de Kamurocho. Desde una columna, espió la escena. Kazuki y Kiryu intercambiaban palabras en voz baja. Yuya se marchó, dejándolos a solas. El anfitrión explicaba cómo el patriarca Kazama lo ayudó en los inicios del club, dándole protección y permitiéndole mantener encuentros discretos sin interferencias de la familia. —Entiendo… —comentó el recién llegado con seriedad—. ¿Y ahora? —He intentado localizarlo —respondió Kazuki tras una pausa—. Pero debe estar ocupado con lo del presidente. La confirmación vino como un puñetazo seco: Sera estaba muerto. Aunque ya lo sabía, escucharlo con esa calma le provocó una punzada sorda. El impacto seguía ahí, latiendo en algún rincón de su pecho. El silencio de Kiryu fue más elocuente que cualquier palabra. La tensión en su mandíbula, sus manos apretadas… todo hablaba. Kazuki siguió explicando que, tras la caída del patriarca Dojima, las familias internas habían comenzado una guerra territorial. Nada nuevo, pero igualmente doloroso. El médico contuvo el aliento. Esa familia fue la que destruyó su mundo. Lo habían perseguido, arrastrado al borde, arrebatado a su hermano. El solo oír el apellido lo crispaba. Y entonces, la frase que lo sacó del hilo: —Ha habido una traición —dijo Kazuki con gravedad—. Dentro de la familia Kazama. ¿Una grieta...? Ryohei frunció el ceño. —¿Quién fue? —preguntó Kiryu. Pero la respuesta no llegó. Un estallido interrumpió la conversación: cristales rotos, gritos contenidos, el ruido de sillas golpeando el suelo. Las voces de las anfitrionas se alzaron, y todo el club se sumió en confusión. Ryohei se irguió, alerta. Desde su rincón, vio a Kazuki descender con calma, cruzando una mirada fugaz con él. Una sonrisa. Una orden silenciosa: no te muevas. Kiryu pasó cerca. No lo vio. O sí… pero fingió no hacerlo. ¿En serio no me reconociste...?, pensó, con una sonrisa de medio lado. No necesitó ver mucho más. Bastó una silueta. La familia Shimano. Su expresión se endureció. ¿Tenían que arruinarle la noche justo hoy...? Recordó por qué estaba ahí en primer lugar. No solo por la celebración, sino por los chequeos médicos a los trabajadores. La familia Shimano siempre encontraba excusas para sembrar caos. Y muchas veces, era él quien terminaba sacándolos a patadas. Yuya se acercó sigilosamente a su lado. —Si no son los Nishikiyama, son estos cabrones —murmuró con fastidio. Ryohei esbozó una media sonrisa. Sus ojos ya habían cambiado. Había pasado del médico al cazador. Y no pensaba dejar que nada, ni siquiera los de Shimano, le robara esa noche. —Veremos qué hacen. Si esto se convierte en pelea, les echaré una mano —comentó con naturalidad, como quien ya está acostumbrado a lidiar con ese tipo de situaciones. Yuya asintió con una chispa de entusiasmo en la mirada, recordando otras veces en que el médico había mostrado su destreza en combate. —Gracias, Ryo. Ojalá vea esa técnica tuya de nuevo —soltó con ironía, saboreando la tensión que se respiraba en el aire. —No prometo nada —replicó con calma, aunque una chispa divertida cruzó fugaz por su expresión. Yuya se apartó, dejando a Ryohei apoyado en el pilar, los ojos entrecerrados observando la escena. El encargado del club se acercó con paso firme hacia los intrusos, que murmuraban excusas sobre querer solo un trago y culpaban al personal por no dejarlos entrar. El cruce de miradas entre el líder del grupo y Yuya dejaba claro que la situación estaba a punto de estallar. El cuerpo del médico se tensó. Sus manos, aún en los bolsillos, apretaban con fuerza mientras su mirada no se apartaba de los miembros de Shimano. La sangre hervía con una mezcla de frustración y deseo contenido. —Solo faltaban estos imbéciles para arruinar mi cumpleaños… —murmuró con sarcasmo, sin apartar la vista de los alborotadores. Kazuki intervino con tono sereno. Se adelantó, separó a ambos bandos y entregó una tarjeta de acceso especial al líder, buscando calmar los ánimos. Ryohei soltó un suspiro frustrado; sabía que el anfitrión intentaba resolverlo por la vía diplomática, pero él prefería respuestas más físicas. Su atención seguía fija en los intrusos, como un depredador midiendo el momento de atacar. La tensión creció. Yuya no estaba conforme. Había visto muchas noches arruinadas por ese tipo de basura, y esta no sería una más. A pesar de los esfuerzos por calmar la situación, todo estalló en segundos: uno de los hombres soltó un golpe directo que dejó al líder en el suelo. —¿Tú quién demonios eres? —espetó uno de ellos, con acento de Kansai. Fue entonces cuando lo vio. Kiryu, imponente, con el puño aún cerrado tras haber soltado el golpe. —Kazuki… Yuya tiene razón —dijo con firmeza—. No tienes por qué darles nada a estas basuras. —¿Me estás tomando el pelo? —gruñó el jefe, incorporándose furioso—. ¡Chicos, destruyan este sitio! El ambiente se rompió como un vidrio estallando. La pelea comenzó en una fracción de segundo. Kazuki y Yuya se unieron de inmediato al combate, lanzándose contra los atacantes con una furia contenida. El ruido de sillas volando, gritos y vasos rotos se mezclaba con la música, que ya no tenía sentido alguno. Ryohei no esperó invitación. Se impulsó desde el pasamanos, saltó con precisión quirúrgica y descargó su pierna en un arco perfecto. El impacto en el pecho de uno de los hombres fue brutal: el tipo voló hacia una mesa, derribándola por completo. No era el líder, pero ya estaba fuera de combate. —¡El médico sin licencia! —vociferó alguien desde el otro lado del salón, mirándolo con rencor. Aterrizó con agilidad felina y respondió con otra patada que derribó a otro agresor, mientras lanzaba una mirada burlona a su acusador. —¿Médico sin licencia? —ironizó, preparando otro golpe—. Entonces les receto descanso prolongado. Kiryu, ocupado en su propio frente, alcanzó a ver los movimientos veloces de alguien que usaba solo las piernas, con una precisión fuera de lo común. No lo reconoció de inmediato, pero sabía que no era un host cualquiera. —¡Destrúyanlo todo! —bramó el líder, sangrando por la boca mientras se reincorporaba—. ¡Vamos! El enfrentamiento se volvió caótico. El club era una lluvia de golpes, botellas rotas y cuerpos cayendo. El médico no se detenía. Cada patada era un golpe quirúrgico: rodillas, estómagos, mandíbulas. Todo su cuerpo era un arma entrenada para no fallar. Los atacantes apenas podían mantenerse en pie. Algunos retrocedían, otros cargaban sin pensar. Yuya y Kazuki peleaban codo a codo con él, abriéndose paso entre los restos de lo que una vez fue una velada tranquila. Tras los últimos embates, los hombres de Shimano yacían en el suelo. Algunos balbuceaban incoherencias. Otros no se movían. Kiryu, aún en guardia, se giró… y entonces ocurrió. Un disparo silbó junto a su mejilla. Se giró. Era el líder del grupo, sangrante y demente, apuntándole con un arma. —Te recuerdo… —escupió con odio—. ¡Tú mataste a Dojima y fuiste a prisión! El Dragón de Dojima no respondió. Su mirada bastaba. —Tu cabeza será un regalo para el patriarca Shimano. Apuntó con decisión. Estaba por jalar el gatillo. Pero nunca lo logró. Ryohei se lanzó hacia él, su pierna trazó un movimiento ascendente que desarmó al atacante en el acto. El arma cayó, pero antes de que pudiera recuperarla… Un segundo disparo estalló. Esta vez, en su mano. El agresor cayó de rodillas, aullando. Desde un costado, surgió Shinji. El arma aún humeante entre sus dedos. —¡Teniente Tanaka! —gimió el herido, sujetándose la mano ensangrentada. Kiryu se volvió hacia su viejo aliado, desconcertado, pero antes de poder decir algo, su mirada encontró a quien había soltado la patada. El hombre de las piernas letales. —¿Ryohei? El aludido ya se había dado la vuelta, las manos aún en los bolsillos, con la espalda recta. Sonrió apenas por encima del hombro, le echó un vistazo a Shinji… y comenzó a alejarse. —¡Ryohei! ¡Espera! —gritó Kiryu. Pero ya era tarde. El médico desapareció entre sombras y neón. Ya en la acera, con el eco de la pelea aún vibrando en sus oídos, escuchó una risa conocida. Una carcajada que traía el recuerdo de días caóticos y eternamente vivos. —¡Ryo-chan! ¿Sigues siendo el mismo o ya te ablandaste? Se giró con calma. Ninguna sorpresa. Ahí estaba Majima, con esa sonrisa torcida y la mirada como cuchillas. Chaqueta abierta, pasos sueltos… y esa presencia que siempre parecía bailar al borde del peligro. —Majima-san… —murmuró sin hostilidad, aunque no bajó la guardia. Con él, uno nunca debía hacerlo. El perro loco se acercó riendo. Había más que humor en su tono. —Así que volviste a ver a Kiryu-chan, ¿eh? ¿Fue emotivo o incómodo? Aunque te diré algo… está oxidado. Le gané sin despeinarme. El estómago de Ryohei se contrajo. —¿Le ganaste? ¿Por paliza o por aburrimiento? —respondió, con una ceja alzada. Majima chasqueó los dedos. —¡Le di una buena! No sé si fue la cárcel o la edad, pero no duró nada. Si tú hubieras estado en su lugar, lo hubieras dejado llorando. El otro hombre soltó una risa nasal, conteniéndose. —No soy tan joven como antes. Aunque, si hablamos de tus “técnicas”, te dije una vez que no me molestaría probarlas. Majima estalló en carcajadas. Pero algo en su mirada cambió. Y Ryohei lo notó. —Ah, y por cierto... —Majima inclinó la cabeza con diversión—. Le conté a Kiryu-chan que tu patada es tan jodidamente precisa que haría hablar hasta a un mudo... y en español, nada menos. El médico lo miró, sabiendo que el del parche no podía resistirse a lanzar una broma. Sonrió de forma irónica y cruzó los brazos. —¿Hacer hablar en español, dices? —respondió, haciendo una pausa dramática antes de añadir con sarcasmo—. Pero si lo has visto miles de veces en todos estos años. Majima soltó una carcajada burlona, claramente disfrutando de la ironía, aunque su expresión adoptó un matiz más serio. —Te crees muy gracioso, Ryo-chan —murmuró, sin borrar la sonrisa torcida—, pero oye, si quieres algo más serio, ¿por qué no me pides algo? El aludido alzó una ceja, curioso. —¿A qué te refieres? —Dime, Ryo-chan, ¿cómo suena un regalo de cumpleaños poco convencional? —ladeó la cabeza, aún con ese tono burlón, aunque con algo distinto asomando en los ojos—. Si quieres estar en el funeral de Sera mañana, puedo hacer que ocurra. El médico lo observó en silencio. Una mezcla de sorpresa y gratitud cruzó su rostro. No esperaba una oferta como esa. —¿De verdad? El Perro Loco le dio una palmada en el hombro. —Claro que sí. ¿Qué mejor manera de celebrar tu cumpleaños que con un funeral, eh? Hubo una pausa. Luego, el otro hombre sonrió con ironía. —Eres un caso perdido, Majima-san... pero gracias, supongo. El yakuza del parche se dio la vuelta con despreocupación, alzando una mano en despedida. Gracias a él, el doctor tendría la oportunidad de rendirle homenaje a Sera… y quizás cerrar otro capítulo pendiente. El amanecer llegó con una pesadez insoportable. Ryohei encendió un cigarro y se observó en el espejo. El reflejo le devolvía la imagen de un hombre atrapado en su propio ayer, incapaz de huir del peso de su historia. Abrió el armario. A un lado, la ropa de siempre. Al otro, un traje reservado solo para ocasiones negras. Sacó el terno oscuro con movimientos lentos, casi ceremoniales. Camisa blanca. Corbata negra. Mismo ritual de siempre. Se vistió en silencio, ajustando cada detalle con la precisión de quien ha repetido el gesto demasiadas veces. Tomó su viejo reloj de bolsillo. Las grietas en el cristal seguían ahí, un recordatorio de todo lo que estaba al borde del colapso. Bajó las escaleras. Subió a un taxi. La ciudad se deslizaba a su alrededor como una sombra. Ni siquiera pensaba ya. Al llegar a la sede del Clan Tojo, presentó el permiso firmado por Goro Majima. Los guardias lo inspeccionaron con escepticismo, pero al final le dieron paso. El funeral de Masaru Sera estaba en marcha. El incienso flotaba en el aire, mezclándose con el humo del cigarro entre sus dedos. Desde un rincón discreto, el médico observó la gran fotografía del difunto: esa misma mirada imponente, incluso en la muerte. Sera había sido quien tomó el Lote Vacío, quien salvó a Makoto y, de paso, también a él. No era devoción lo que sentía. Era respeto. De ese que nace cuando uno reconoce el peso de la corona. Firmó el libro de condolencias sin emoción, con su caligrafía pulcra. —No pensé que vendría, doctor —comentó una voz grave. Levantó la vista. Un rostro familiar lo observaba con discreta gratitud. La última vez que lo vio, el hombre tenía una bala alojada cerca del corazón. —Hacía mucho que no nos veíamos —continuó, tocándose el pecho—. No sé si lo recuerda, pero fue usted quien me salvó cuando ningún hospital quiso atenderme. El médico lo observó un segundo, antes de encogerse de hombros. —Si mal no recuerdo, estabas perdiendo más sangre que un cerdo en un matadero —murmuró con calma—. Pero sí, creo que me suenas. El otro soltó una risa seca. —Jamás podré pagarle eso. —Puedes empezar por no delatarme —replicó, dejando el bolígrafo sobre la mesa y alejándose. —No tiene de qué preocuparse. Pase por el pasillo lateral. Menos ojos ahí. El aludido no dudó. Asintió levemente y cruzó el umbral sin mirar atrás. Entre incienso y murmullos, una figura emergió de la multitud. Kiryu. Lo vio caminar con cautela, como quien entra a territorio enemigo. Algo tramaba. Pero el médico no reaccionó. No era su asunto. No ese día. Llevó el cigarro a los labios justo cuando una voz lo sacó de su breve paz: —Mira nada más quién vino a revolver la basura… El doctorcito sin licencia. Itsuki Murakado. El sonido de esa voz le crispó los nervios. Exhaló con pesadez. Como si el día no estuviera ya lo bastante jodido. —No soy médico, ¿recuerdas? —murmuró, sin mirarlo siquiera—. Tú te encargaste de eso. El otro sonrió con sorna. —Y, sin embargo, aquí estás. En un funeral de yakuza. Por más que huyas, siempre vuelves. Como un perro callejero. El médico giró lentamente el rostro. Su expresión era una máscara de hielo. —Y tú sigues creyendo que a alguien le importa tu opinión. La mandíbula del provocador se tensó. Dio un paso adelante, invadiendo su espacio. —Si no fuera por este lugar, ya te habría enseñado cuál es tu sitio. Antes de que pudiera responder, una risa inconfundible irrumpió en la sala. —¡Jajajaja! Oye, Murakado… suenas muy confiado para alguien que podría acabar en una caja de fósforos si Ryo-chan decide jugar contigo un rato. Goro Majima. No necesitó girarse. Sabía que era él. La risa resonó mientras el del parche se acercaba con ese paso despreocupado, sonrisa torcida y mirada afilada. Murakado apretó los dientes. —Tsk… No me jodas, Majima. Esto no tiene nada que ver contigo. —Claro que sí. Porque si hay algo que disfruto más que una pelea… es ver a un idiota recibiendo su merecido. El silencio se adueñó del lugar. Murakado miró primero a uno, luego al otro, buscando una salida que no existía. El médico esbozó una sonrisa burlona, apagó el cigarro en un cenicero cercano y murmuró: —¿Qué pasó, Murakado? ¿No ibas a enseñarme cuál es mi sitio? El otro bajó la voz, frustrado: —No es el lugar ni el momento… —Ohhh, claro, claro. ¡Cómo no! —Majima se inclinó apenas hacia él—. Entonces dime cuándo y dónde, para no perderme el espectáculo. No hubo respuesta. El provocador se giró bruscamente, cruzando miradas con varios asistentes, entre murmullos y desaprobación. Sin más opciones, se perdió entre la multitud. Ryohei lo vio marcharse, exhalando el humo restante con una calma casi satisfecha. Luego, dirigió una media sonrisa a su inesperado aliado. —Siempre apareces en los momentos más convenientes. Majima se encogió de hombros. —Bueno, Ryo-chan, ¿qué puedo decir? Me gusta mantener las cosas interesantes. Ryohei soltó un leve suspiro, relajando la tensión en los hombros. —Tienes un talento para hacer eso… Majima le dio una palmada en la espalda con su típica sonrisa burlona. —Anda, anda. No te amargues tanto. Es Navidad y estás en un funeral. Mínimo, sonríe. Rodó los ojos. —Me largo de aquí antes de que vuelvas esto más incómodo de lo que ya es. El del parche soltó una carcajada mientras lo veía alejarse. —¡Tora-chan! La próxima vez tráeme un buen sake, ¿eh? No seas tacaño. Ryohei alzó una mano sin voltear, en un gesto de despedida… aunque no lo negó. El murmullo inquieto de los asistentes se tornó en rumor alarmante mientras se acercaba a la salida. Entre las conversaciones ahogadas y las miradas furtivas, una frase lo detuvo en seco. —¡Kazama ha caído! ¡Kiryu le disparó y está huyendo! Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Kiryu disparándole a Kazama? No. Imposible. Jamás haría algo así. Pero si estaba huyendo… El dilema se apretó en su pecho como un nudo. ¿Debería correr tras él? ¿Ayudarlo? ¿O largarse por fin de Kamurocho? Antes de que pudiera decidir, un presentimiento punzante lo alertó. Se giró... y ahí estaban. Un grupo de yakuzas con los pines de la Alianza Omi. Su presencia en el funeral ya era sospechosa. Pero al reconocerlos, entendió todo: gente de Nishikiyama. Uno chasqueó la lengua, clavando en él una mirada burlona. —Vaya, vaya… ¿A quién tenemos aquí? No pensé ver a un perro callejero en un funeral como este. Ryohei no respondió. No tenía tiempo. Otro dio un paso al frente, con sonrisa torcida. —¿Crees que nos olvidamos de ti? Nishikiyama-san habló de ti… del médico caído. —Su voz se volvió más cruel—. Deberíamos llevarte con el jefe. Los dedos se le crisparon. No iba a dejar que lo arrastraran hasta Nishiki. No hoy. —Si creen que voy a ir con ustedes, son más idiotas de lo que pensaba. El tono era tranquilo, pero su cuerpo ya estaba listo. Los matones se lanzaron sobre él, pero el ex cirujano se movió primero. Sabía que en un combate frontal estaba en desventaja. Así que hizo lo que mejor sabía hacer. Ser rápido. Se impulsó contra la pared y usó el rebote para caer detrás del grupo. Aterrizó con precisión, giró sobre su eje y su pierna trazó un arco letal, impactando en la sien de uno con un crack seco. El yakuza cayó sin entender qué lo golpeó. No les dio tiempo de reaccionar. Con movimientos fluidos, se deslizó entre ellos. Usó las paredes, columnas y el entorno a su favor, esquivando ataques y lanzando patadas precisas a puntos vulnerables: garganta, mandíbula, rodillas. Uno a uno, los fue silenciando. Cuando el último cayó con un quejido ahogado, apenas respiraba con dificultad. Todo había terminado antes de que la conmoción atrajera miradas. O eso creyó. —Tsk… qué patético. Se tensó. Esa voz. Fría. Burlona. Alzó la mirada. A lo lejos, en la penumbra, Nishikiyama lo observaba con los brazos cruzados y una expresión de absoluto desdén. Su risa se expandió como un eco amargo. —Mira cómo te escurres en la oscuridad… Nunca pensé verte rebajado a esto, Ryohei. —Hizo una pausa, sonriendo con frialdad—. Tal vez deberíamos vernos pronto. Tengo muchas cosas que recordarte. No mordió el anzuelo. Nishiki no valía su rabia. Con un último vistazo cargado de indiferencia, le dio la espalda y se perdió en la tarde. Por ahora, había prioridades. El trayecto de regreso se sintió eterno. Dentro del taxi, mantenía la vista fija en las calles que pasaban fugaces más allá de la ventanilla. Las luces de neón se reflejaban en los charcos recientes, pero su mente no estaba ahí. Todo el día había sido un desastre. Desde el encuentro con Majima, el velorio, la confrontación con Murakado, hasta esa última escena con Nishiki. Pero lo que más le dolía era lo que oyó antes de salir del edificio Tojo. Kazama ha caído. Kiryu está huyendo. Una punzada de incredulidad le atravesó el pecho. Apretó los dientes, frustrado. Kiryu no podía haber hecho eso. Pero en ese mundo, la verdad valía menos que la percepción. Y si lo acusaban… entonces Kamurocho se volvería un infierno para él. —Mierda… El conductor lo miró por el retrovisor, notando la tensión. —Pareces agotado, amigo. Ryohei resopló y se pasó una mano por el rostro. —Día largo. El taxista asintió y no insistió. Cuando el coche giró hacia el Serena, la ciudad parecía distinta. Tal vez era el murmullo inquieto de la gente, o cómo algunas luces parpadeaban como si Kamurocho misma supiera que algo estaba por estallar. Pagó, bajó del auto y encendió un cigarro mientras cruzaba la calle. El Serena estaba en calma. Como si el caos no pudiera atravesar sus puertas. A esa hora no había clientes, solo el zumbido del refrigerador y el crujido ocasional de la madera. Entró arrastrando los pasos. El traje aún le pesaba en la piel. Terno negro, camisa blanca, corbata. Prendas que llevaban el eco del velorio y de todas las muertes anteriores. Con movimientos automáticos, se desvistió y colgó la ropa en el perchero sin cuidado. No le gustaban los funerales. Ni los trajes. Pero lo que más odiaba era la repetición. Siempre parecía estar enterrando algo. Sacó su atuendo habitual y se lo puso con desgana. Mientras se abotonaba, notó que el incienso seguía impregnado en la piel. Arrugó la nariz y, tras un suspiro, encendió otro cigarro. El humo de la nicotina fue el único alivio. No había tiempo para procesar nada. Su turno estaba por comenzar. Encendió la televisión para romper el silencio. Pero lo primero que apareció no fue un programa cualquiera. "Escándalo en el funeral del tercer líder del Clan Tojo, Masaru Sera. Reportan disturbios y un atentado contra el patriarca Shintaro Kazama. Se presume la participación de—" Kiryu. Exhaló una bocanada larga. Por supuesto. Con él, nada era simple. Apretó la mandíbula, pero antes de seguir hundiéndose en pensamientos, una voz familiar lo interrumpió. —¿Y ahora qué? Levantó la mirada. Reina estaba apoyada en la barra, brazos cruzados, el ceño levemente fruncido. —¿Fuiste al funeral? —preguntó, señalando con el mentón la pantalla. No hizo ningún esfuerzo por esquivarla. —Sí. Ella suspiró, mirando la noticia en silencio. —No parece que haya ido muy bien. —Su tono tenía una pizca de ironía, pero la mirada decía otra cosa—. ¿Viste a Kiryu-chan? Ryohei tomó un largo trago de agua antes de responder. —No fue necesario. Reina arqueó una ceja, claramente poco convencida. —Eso no responde mi pregunta. Él le sostuvo la mirada y, tras un instante de silencio, simplemente dijo: —No. No hablé con él. No era mentira, pero tampoco la verdad completa. Ella chasqueó la lengua con escepticismo antes de apoyar el mentón en la mano, observándolo con atención. —¿Crees que venga al bar? Quiso decir que no. Que después de todo lo que pasó, Kiryu tendría otras prioridades. Que probablemente estuviera huyendo, buscando respuestas o lidiando con su propia tormenta. Pero también lo conocía demasiado bien. —No lo sé. La mujer suspiró y tomó un vaso limpio, pasándole un trapo con lentitud. —Hmph. Si viene, lo recibiré con un buen trago. Lo necesitará. Ryohei sonrió de lado, sin humor. —Sí… creo que todos lo necesitaremos. El eco de la ciudad vibraba en las ventanas, como si Kamurocho contuviera la respiración ante la tormenta que se avecinaba. En las calles, las luces de neón parpadeaban intermitentemente, reflejándose en el pavimento húmedo, mientras el murmullo lejano de la vida nocturna se mezclaba con el sonido de sirenas a lo lejos. Dentro del Serena, el aire se sentía espeso, cargado de una tensión invisible, como si el lugar estuviera atrapado en la calma previa al desastre. Ryohei apenas tuvo tiempo de procesar ese presentimiento cuando, de repente, la puerta se abrió de golpe, rompiendo el silencio con la fuerza de una decisión irrevocable. Se cerró tras él con un leve crujido. Kiryu avanzó con pasos pesados, recorriendo el bar vacío con una mezcla de incredulidad y reconocimiento. Había escuchado rumores en Tenkaichi, historias sobre un ‘médico sin licencia que servía tragos’, pero hasta ahora no las había creído. Sin embargo, ahí estaba. Su silueta encajaba en el ambiente como si siempre hubiera pertenecido… y al mismo tiempo, como si fuera lo más absurdo que había visto. Sus miradas se cruzaron, y por un instante, el ambiente se tensó. No hubo saludos efusivos ni sonrisas nostálgicas, solo el peso de los años y de todo lo que había quedado sin decir. Finalmente, Kiryu rompió el silencio. —Nunca pensé verte aquí, Ryohei. Alzó la mirada por un instante antes de dejar el vaso sobre la madera pulida. Su sonrisa apareció, pero no alcanzó los ojos. —La vida da vueltas, Kiryu. Aquí estoy, como siempre. ¿Qué te sirvo? El recién llegado no se dejó llevar por el tono ligero. Cruzó los brazos, observándolo con una mezcla de desconcierto y algo que no lograba definir. —No vine por una copa. —Vaya. —Apoyó un codo en la barra, alzando una ceja—. Me sorprende. Tenía entendido que los expresidiarios necesitaban un buen trago después de salir. Kiryu lo ignoró. —Quiero saber qué pasó. ¿Por qué estás aquí y no… ejerciendo como médico? La pregunta flotó un momento. Ryohei soltó una risa baja, amarga, casi como si acabaran de contarle un mal chiste. —¿De verdad quieres hablar del pasado? El silencio del otro fue suficiente respuesta. Exhaló con cansancio y dejó el vaso a un lado, apoyando ambas manos sobre la barra, inclinándose levemente hacia adelante. —No todos salimos de prisión como héroes, Kiryu. Algunos solo… sobrevivimos. El ceño del visitante se frunció. —Ryohei… —¡Déjalo! La voz cortó el aire como una navaja, cargada de rabia que brillaba en sus ojos. Pero había algo más. Algo que Kiryu no alcanzaba a descifrar: un resquicio de dolor, quizás resignación, que lo hacía sentirse incómodo y distante. El silencio se apoderó del bar, pesando como una losa. Solo el zumbido de las luces y el murmullo lejano de la ciudad llenaban el vacío. Kiryu, que no quería discutir, luchaba con su propia indecisión. No podía ignorar lo que veía, pero tampoco sabía cómo abordarlo sin empeorar las cosas. —Si no quieres hablar, está bien. Pero al menos dime si necesitas ayuda. La palabra lo rompió. El golpe resonó cuando Ryohei apoyó la palma con fuerza sobre la barra, el rostro endurecido. —¿Quién te lo dijo? —¿Qué? —Lo de mi licencia. —Su mandíbula se tensó—. ¿Fue Kazama? ¿O Shinji en el Stardust? Kiryu guardó silencio. El otro bufó, pasándose una mano por el cabello con frustración. —Por supuesto. Porque Dios nos libre de que Ryohei Tachibana guarde un puto secreto para sí mismo. —No es así… —¡¿Entonces cómo es, Kiryu?! —Sus ojos se clavaron en él, cargados de una furia que llevaba años acumulando—. Tú caíste por proteger a Nishiki y Yumi. ¡Pero yo! Yo perdí mi carrera, mi futuro, porque Nishiki y Murakado decidieron que era conveniente para ellos. ¡Y ahora vienes aquí como si pudieras arreglarlo todo con un maldito “te ayudo”! Kiryu cerró los puños. Porque entendía. Porque sabía que tenía razón. —No lo sabía. —Exacto. No sabías una mierda. La rabia era real, pero también la tristeza. La impotencia. La decepción. Kiryu respiró hondo, intentando calmar la tormenta que crecía. —Lo siento. Ryohei desvió la mirada. Costaba seguir sosteniendo la conversación. —Ya no importa. No puedes cambiar el pasado. Kiryu quiso replicar, ofrecer algo que cerrara esa herida, pero entendía que algunas cicatrices no se borran con disculpas. Asintió en silencio. El hombre tras la barra giró el vaso en sus manos, como si ese gesto pudiera disipar la tensión. —Aún no respondiste mi pregunta. ¿Quién te lo dijo? La respuesta tardó en llegar. —Shinji… pero lo confirmó Kazama-san. Una risa sin humor escapó de su garganta. —Por supuesto. Se sirvió un trago y lo bebió de un solo golpe. El ardor en la garganta no fue suficiente para quemar lo que sentía. Kiryu lo observaba, queriendo decir algo más, pero sin palabras. El vaso golpeó la barra con un sonido seco. —Recién dijiste que si necesitaba ayuda… —murmuró. El tono llevaba más que resentimiento. Una risa baja, amarga, brotó de sus labios—. ¿No crees que es un poco tarde para eso? Una punzada lo atravesó. No era enojo. No era frustración. Era algo peor: resignación. La voz de alguien que había aprendido a vivir entre ruinas. —¡¿Qué demonios estás diciendo?! —Kiryu alzó la voz, cargado de desesperación. Dio un paso hacia él, pero el otro no se movió—. Yo no sabía lo que Nishiki iba a hacer. Si algo te pasó, al menos déjame entenderlo. Ryohei soltó un resoplido sarcástico y lo miró por fin. —¿Entenderlo? —repitió. Esta vez, su voz tembló—. Kiryu, te necesitaba. El silencio se volvió insoportable. —¿Sabes cuántas veces quise verte? —susurró—. Aunque fuera una maldita vez… aunque fuera un instante. Pero siempre era lo mismo. Siempre estabas demasiado lejos. ¿Sabes lo que se siente ver cómo todo se derrumba y no tener a nadie? Porque yo sí, Kiryu. Y cada vez que pensaba que podrías aparecer… no estabas. Nunca estabas. Kiryu abrió la boca, sin saber qué decir. —Mientras tú estabas encerrado, yo fui quien tuvo que recoger los pedazos de lo que dejaron de mi vida. Y cuando intenté reconstruir algo, ya era demasiado tarde… no quedaba nada. ¿Dónde estabas entonces? Sintió el peso de esas palabras hundiéndose en el pecho. Su garganta se secó. —¿Qué fue lo que hicieron…? —preguntó, apenas un susurro. Ryohei soltó una risa seca. —¿De verdad quieres saberlo? —sus ojos eran dos pozos sin fondo—. ¿Vas a escuchar lo que pasó después de que Nishiki decidió que mi existencia era un estorbo? ¿O después de que Murakado se asegurara de que no quedara nada para mí? Kiryu apretó los dientes. —Necesito saberlo. Pero Ryohei negó con la cabeza. —No. Ya no importa. Y con eso, el aire entre ambos se volvió aún más denso. Lleno de todo lo que nunca se dijo y de heridas que aún sangraban en silencio. Su voz fue apenas un murmullo, pero tuvo más peso que cualquier grito. Sin añadir nada más, tomó el abrigo con manos tensas y se encaminó hacia la salida. Kiryu, en un reflejo instintivo, extendió una mano para detenerlo, pero se quedó a medio camino, como si supiera que no había nada que pudiera decir para evitar que se marchara. —Ryohei, espera, aún no… —Esta conversación se acabó. Y con un golpe seco, la puerta se cerró tras él, dejando un silencio denso, incómodo. Kiryu permaneció inmóvil, con la mirada fija en la entrada, mientras el eco aún resonaba en su mente como un martillazo. Antes de que pudiera reaccionar, Reina apareció desde la trastienda. Había estado escuchando, y aunque su expresión era seria, en sus ojos también se dibujaba una sombra de tristeza. —Él no te lo dirá. Kiryu giró hacia ella, frunciendo el ceño. —¿Qué quieres decir? Reina suspiró y cruzó los brazos, rígida, como si contuviera algo que llevaba demasiado tiempo dentro. —Nishiki y Murakado arruinaron su vida —dijo con firmeza—. Le arrebataron todo. Su carrera, su futuro, su dignidad. Lo hundieron hasta que no quedó nada. Y lo peor… es que aún carga con esa culpa como si fuera suya. Kiryu apretó los puños. Un torbellino de emociones lo invadió: culpa, rabia, tristeza. —¿Dónde está? Ella exhaló lentamente. —Probablemente en algún callejón cercano. Va allí cuando necesita estar solo… o cuando no puede contener lo que lleva dentro. Kiryu apretó los dientes. No podía dejar que terminara así. Se volvió hacia Reina con decisión. —Voy tras él. Sin esperar respuesta, salió con paso firme. No iba a dejar que se hundiera otra vez. Mientras tanto, Ryohei caminaba a paso rápido por las calles, con la rabia palpitando en cada fibra. Sus manos se cerraban y abrían, intentando contener la furia que lo devoraba. —¿Qué se cree ese idiota…? —murmuró entre dientes, chasqueando la lengua—. Aparece después de diez años y pretende arreglarlo todo con un par de palabras… No tenía paciencia para eso. Necesitaba despejarse antes de que su cabeza explotara. Dobló en una calle estrecha y se adentró en un callejón solitario, lejos del bullicio. Apoyó la espalda contra la pared y sacó un cigarro del bolsillo con dedos tensos. La primera bocanada le calmó un poco, aunque el nudo en el pecho seguía allí. Exhaló con lentitud, viendo cómo la bruma se disipaba en la oscuridad. La escena volvía una y otra vez: Kiryu, sus palabras, su mirada. Siempre igual. Siempre entendiendo todo demasiado tarde. Pero su respiro duró poco. Unos pasos rompieron el breve silencio. Varias figuras emergieron desde la entrada, avanzando con la arrogancia de quienes creen tener el control. Llevaban pines de la familia Nishikiyama y la sonrisa prepotente de uno de ellos lo decía todo. —Vaya, vaya… —murmuró el líder, metiendo las manos en los bolsillos—. Sabemos quién eres. Este es territorio Nishikiyama. ¿No crees que deberías cooperar si piensas quedarte? Ryohei cerró los ojos un instante y suspiró. —Hoy no… —murmuró, llevándose el cigarro a los labios sin mirarlos—. No estoy de humor. Las risas no tardaron. —¿Escucharon eso? Dice que no está de humor. —Uno dio un paso al frente, sacando un bate que golpeó contra su palma—. Vamos, hazlo fácil y vacía los bolsillos. Apretó la mandíbula. Ya era demasiado por una noche. —Les diré esto una vez… —exhaló el humo y pisó el cigarro con decisión—. No me fastidien. El primer golpe vino rápido, pero lo esquivó sin esfuerzo, inclinándose apenas antes de lanzar una patada ascendente. El impacto en la mandíbula del tipo con el bate sonó seco. Cayó como piedra, su cabeza rebotando contra el concreto. Los otros dos reaccionaron, pero ya era tarde. Ryohei se deslizaba entre ellos con la precisión de un depredador. Usó la pared para impulsarse, esquivó un golpe y giró. Su pierna descendió con fuerza sobre la muñeca del segundo, atrapándola contra el suelo. Torció la articulación con un giro seco del tobillo. Un crujido grotesco retumbó en el callejón, seguido por un grito ahogado. El dolor hizo que el yakuza colapsara sobre su propio brazo inútil. —Mierda… ¡mierda! —gimió, retorciéndose en el suelo. El tercero intentó sorprenderlo por la espalda. Ryohei se agachó a tiempo y hundió la rodilla en su estómago. El tipo escupió sangre y saliva antes de caer, jadeando como un pez fuera del agua. Chasqueó la lengua. —¿Así de fácil caen? Qué patéticos. Avanzó hacia el último que quedaba en pie. Este retrocedió, pálido, su respiración agitada. —E-Espera… solo estábamos bromeando. No hay necesidad de— —Oh, no me digas eso ahora. —Ryohei sonrió torcido, la mirada afilada como una cuchilla—. Me estaban pidiendo dinero, ¿no? ¿Así funciona este negocio de "territorio"? El otro tragó saliva, buscando una salida inexistente. —D-De verdad, no sabíamos que eras tú… —Ah, o sea que si fuera otro, sí le sacarían dinero. —Inclinó la cabeza con fingida curiosidad y dio un paso más. El yakuza trató de huir, pero Ryohei fue más rápido. Lo alcanzó con una patada a la rodilla que lo hizo caer de bruces. Antes de que pudiera reaccionar, le pisó el brazo con brutalidad y hundió la punta del pie en el codo. El crujido que siguió fue grotesco. El grito, desgarrador. El hombre quedó retorcido en el suelo, el brazo doblado en un ángulo imposible. —Por favor… no… Se inclinó sobre él, la sombra envolviéndolo como una sentencia. —¿Qué pasó con la actitud de hace un minuto? —preguntó con tono amable, lo que lo volvía aún más aterrador—. No sirves para esto. El otro sollozó, temblando de dolor. Ryohei se incorporó con cansancio, sacudiendo el polvo del pantalón. —Patético… Miró los cuerpos dispersos. Manchas de sangre salpicaban el suelo. Los gemidos eran lo único que rompía el silencio. Suspiró y sacó otro cigarro. Lo encendió con calma. La pelea no duró ni un minuto. Uno de los vencidos, con el rostro hinchado y la boca ensangrentada, intentó arrastrarse. Su mano temblorosa buscó apoyo, intentando escapar de la pesadilla. Lo vio de reojo y soltó un resoplido. Sin apuro, alzó la pierna y dejó caer el pie sobre su pecho. El golpe cortó su respiración y su cabeza chocó contra el pavimento. Un sonido sordo. Un último estertor. Bajó la mirada y vio el rojo salpicando sus zapatos. —Genial… los acabo de limpiar. Chasqueó la lengua, recogió el cigarro caído, lo giró entre los dedos y lo desechó. Encendió otro, dio una calada profunda y dejó que la nicotina calmara el calor en la sangre. Echó una última mirada a los cuerpos inconscientes. Algunos gemían, otros no se movían. —Les advertí que no me molestaran. Se apoyó contra la pared. Su silueta se fundió con la penumbra. Dejó que el humo escapara lentamente, sintiendo cómo la adrenalina seguía latiendo en las piernas. Por primera vez en toda la noche, el mundo se quedó en silencio.