Capítulo 11
“El Tigre y el Dragón: Donde Despiertan los Inquebrantables”
El ruido metálico del bate golpeando la pelota resonó como un disparo hueco en el aire. Clac. Luego otro. Clac. Un eco cíclico que no encajaba con la tensión en el pecho de ambos hombres. Las luces tenues del centro de bateo parpadeaban con ese brillo blanco y apagado tan propio de los lugares olvidados por el tiempo. —Esto está… demasiado tranquilo —murmuró Ryohei, ajustándose los guantes con un gesto automático. Sus ojos recorrían el lugar como un animal al acecho. —No bajemos la guardia —respondió Kiryu con voz baja, la mirada endurecida—. Majima puede estar en cualquier sitio. Ambos avanzaron con cautela, las suelas resonando contra el piso encerado. Frente a ellos, una puerta metálica con una pequeña luz parpadeante. No parecía fuera de lugar, pero irradiaba una incomodidad sutil. El médico ladeó la cabeza. —Veamos por allá. Su compañero asintió, y con un empujón firme, abrió la puerta. Un corredor oscuro se extendía delante de ellos. El silencio fue abruptamente roto por el clic de un interruptor oculto… y las luces se encendieron de golpe, revelando un espacio abierto y vasto, similar a un coliseo urbano. El suelo de concreto estaba manchado por viejas marcas, y desde las compuertas a los costados… comenzaron a salir hombres armados con bates de metal. —Bueno… qué entrada tan teatral. —Ryohei se cruzó de brazos con gesto irónico—. Solo faltan los aplausos y la alfombra roja. Entonces una risa rasposa rompió el ambiente. Desde lo alto de una pasarela, una figura se dejó ver con paso relajado, cuchilla en mano, mirada al borde de la locura. —Ha pasado tiempo… Kiryu-chan —la voz de Majima era un canto entre dientes, peligroso como un cable de alta tensión. Luego sus ojos se deslizaron hacia el acompañante. —Oh… y también estás tú, Ryo-chan. Qué conmovedor… ¡Siento que estallaré de alegría! —levantó los brazos como si fuera a recibirlos con un abrazo sangriento. —¿Conmovedor? —replicó el otro, arqueando una ceja—. Majima-san… no estamos para juegos. —¡Me vale! —bramó el lunático—. ¡Por fin podré enfrentarme al Dragón de Dojima! Un combate glorioso… ¡con nuestras vidas en juego! ¡Tú sí que me entiendes, Kiryu-chan…! —Eso es lo que me preocupa —intervino el sanador, sin quitarle los ojos de encima. —¿Verdad? —Majima inclinó la cabeza justo cuando una bola lanzada desde una máquina le dio directo en la nuca. Pum. Un silencio incómodo. Y luego las carcajadas contenidas. —¡Ahora es cuando te ríes! —gritó Majima, señalando a uno de sus hombres, al que inmediatamente golpeó con el bate hasta dejarlo inconsciente. Kiryu dio un paso al frente, serio. —Devuélvenos a Haruka. El lunático se giró despacio, respirando agitado, y con una risa aguda, señaló una puerta lateral. —Está detrás de esa puerta. No te lo dije, Kiryu-chan… Solo quiero una buena pelea contigo. ¡Eso es todo lo que deseo! —¿Hablas en serio? —¡Hablo más en serio que nunca! ¡Demasiado serio para ser yo! ¡Así que basta de bromas… y empecemos de una vez! El Dragón y el Tigre se colocaron espalda con espalda. Era casi instintivo. —Tú encárgate de Majima-san —dijo Ryohei, flexionando una pierna—. Yo me ocupo de sus hombres. —¿Podrás con ellos tú solo? —No entrené diecisiete años para que me patearan en el suelo, Dragón… Deja que el Tigre se encargue. Kiryu ladeó la cabeza, sorprendido. —Definitivamente dejaste atrás tu rol de sanador —comentó con media sonrisa, sin perder de vista al enemigo. —Ascendido y con honores —replicó Ryohei, ajustándose los guantes—. Ya viste lo que puedo hacer cuando salvamos al cachorro… pero aún no has visto todos los efectos secundarios. —¿Efectos? —Uno que ellos… —señaló con la cabeza a los hombres con bates— …ya conocen. Majima silbó con fuerza, levantando su cuchilla. —¡Están listos, cabrones! ¡Que empiece la función! La tensión podía cortarse con una hoja afilada. El lunático se lanzó como un torbellino viviente. Kiryu activó su estilo Rush, sus pies deslizándose con precisión milimétrica. Esquivó la cuchilla en tres movimientos suaves y lanzó una serie de jabs al abdomen de Majima, que se dobló… pero no cayó. —¡Eso es, Kiryu-chan! ¡PÉGAME MÁS! —gritó Majima con euforia. El ex yakuza no lo pensó. Cambió a Brawler, girando sobre sí mismo con la soltura de un bailarín brutal. Sus piernas trazaron arcos que lanzaron a su oponente dos pasos atrás. Un giro más, y el tacón chocó contra la muñeca que sostenía la cuchilla, desarmándolo por un segundo. Majima jadeó, doblado por el golpe… y rió como un loco liberado. —¡Esto es mejor que cualquier droga! Kiryu apretó los dientes y cambió a Beast. Agarró una silla metálica olvidada en una esquina y la estampó contra el torso del lunático. El impacto fue seco, sonoro. Este trastabilló, pero volvió a erguirse con la risa más desequilibrada que había escuchado en años. —¡ESTO ES VIVIR, KIRYU-CHAN! La sangre caía por su ceja. Las imágenes del pasado se entremezclaban con el presente. Su regreso a Kamurocho. El día que fracasó. Que huyó. Que le falló a Ryohei. No esta vez. El Tigre giraba entre los cuerpos como una sombra ágil. Uno de los matones corrió hacia él con un bate alzado. Ryohei esquivó hacia el lado ciego, colocó una pierna detrás de su oponente y le propinó una Tōbu Shissoku rotatoria que lo levantó del suelo. Cayó sobre una máquina que escupía bolas con ritmo militar. Otro se lanzó por su flanco. El médico giró, usó su talón como palanca para impulsarse y conectó una patada ascendente directa al mentón. El matón cayó con los ojos en blanco, murmurando en francés. —Efecto secundario nivel dos… activado —murmuró entre jadeos. La pierna le ardía. La herida del disparo no sangraba más, pero dolía como una quemadura. Y sus manos, aún cubiertas con los guantes negros, comenzaban a sentir el cosquilleo del esfuerzo. No importaba. Otro más se acercó. Usó el hombro como palanca, rodó por el suelo con el apoyo mínimo de sus manos y lanzó una doble patada que estampó al tipo contra un poste. —…Y ese directo al hospital. Uno de los hombres temblaba, mojando su pantalón. Otro balbuceaba en lo que parecía… alemán. —Nivel tres. Vamos bien —murmuró con una sonrisa cansada. Pero entonces escuchó el grito. —¡KIRYU-CHAN! ¡PREPÁRATE PARA MI ATAQUE FINAL! Giró. Kiryu estaba de rodillas, sangre escurriendo por su ceja, jadeando. Majima estaba sobre él, cuchilla en alto. —¡No! —gritó el Tigre. Tragó saliva. Recordó aquella promesa… no solo dicha, sino asumida como juramento silencioso: jamás dejarlo caer. El ardor en la pierna se convirtió en metrónomo de su rabia contenida, y usó ese dolor como un latido de impulso. —¡Kazuma! Saltó. Giró en el aire. —Tōbu Shissoku Kai... Tora no Hōkō! Majima salió disparado como si su esqueleto hubiera colapsado. Su cuerpo se estrelló contra una máquina expendedora que chilló bajo el impacto. Una pelota automática se disparó en ese instante. CLONK. Un golpe inesperado lo hizo doblarse. El silencio que siguió no fue de risa, sino de desconcierto… incluso él parecía confundido por el destino caprichoso. Soltó un gemido gutural, mezcla de éxtasis, dolor y derrota… y cayó inconsciente con una sonrisa torcida. El Tigre aterrizó, jadeando, tambaleándose por el esfuerzo. Kiryu se reincorporó de inmediato. —¿Estás bien? —preguntó, tocando su hombro. —He estado mejor… pero no iba a dejar que te ganara ese maniático —contestó Ryohei, con una sonrisa entre dientes. La pelota había impactado de lleno. Majima cayó sobre el suelo metálico con un gruñido prolongado, la cuchilla resbalando de su mano. El eco del golpe resonó en la sala como una sentencia final. Ambos respiraban con dificultad. El ardor en la pierna insistía en recordarle su límite, pero el médico seguía en pie. Silencio. Pero no duró. Majima se removió. Primero un dedo. Luego una risa gutural. —He… je… jejeje… ¡Jajajajajajaja! —La carcajada rebotó por las paredes como un trueno. Kiryu frunció el ceño. El Tigre volvió a ponerse en guardia. Majima se incorporó temblando, con la boca manchada de sangre y los ojos inyectados en locura y adrenalina. —¡Eso fue hermoso! —exclamó, extendiendo los brazos como si recibiera una ovación invisible—. ¡Casi me mandan al otro mundo… y con estilo! Se tambaleó un paso hacia adelante, señalando con el dedo a ambos. El sudor le bajaba por la frente, pero sus ojos ardían de gozo maniaco. —Tú, Kiryu-chan… con tu estoicismo de mármol. Y tú, Ryo-chan… ¡con esas patadas celestiales y efectos secundarios que me hicieron ver la reencarnación! El médico alzó una ceja. —¿Estás… bien? Majima ladeó la cabeza. —¡No lo sé! ¡Pero necesito UNA ÚLTIMA COSA! Cargó de nuevo, completamente impredecible, como un torbellino desquiciado. Kiryu no lo dudó. Activó su estilo Dragon. Lo esperó en posición. Y justo cuando Majima lanzó la cuchillada final, él esquivó con precisión quirúrgica, tomó su brazo, giró con todo el impulso y… —¡Esto es por Haruka! —gritó con una furia contenida. CRACK. El puño se estrelló en el rostro del lunático con un estruendo seco. El impacto lo levantó del suelo por un breve instante antes de caer como una marioneta sin cuerdas, esta vez sin moverse. Kiryu se mantuvo unos segundos en posición de ataque, jadeando. Majima, medio inconsciente, murmuró con una sonrisa torcida mientras sangraba por la nariz: —Tigre… y Dragón… —¿Qué dijiste? —preguntó Ryohei, bajando la guardia. El herido se rió entre dientes. —Una combinación explosiva… peligrosa… excitante… Y cayó redondo. Ryohei miró a Kiryu, aún con la respiración agitada. —¿Tigre y Dragón? ¿También lo vió así? El otro bajó los puños y asintió con media sonrisa. —No suena tan mal, ¿no? —Suena... adecuado —respondió Ryohei—. Aunque suena a título de videojuego. Majima comenzó a incorporarse lentamente entre los restos del combate. Su respiración era errática, pero su sonrisa seguía viva, torcida, como si el dolor fuera apenas parte del juego. —Joder… —escupió sangre y rió entre dientes—. Si Kiryu-chan es duro de matar… juntos son invencibles… Eso son mis chicos. —Alzó un brazo tembloroso, señalando a ambos—. Pero quiero que sepan algo… aún no he terminado. El Dragón bajó la guardia lentamente, aunque su mirada seguía afilada. —La pelea terminó, Majima. —Su tono era firme, inapelable—. Nos llevamos a Haruka. Avanzó hacia la puerta donde la niña esperaba, protegida tras una viga metálica. Fue entonces que una figura salió de entre las sombras: uno de los subordinados de la familia Majima, rostro desencajado y cuchillo en mano. —¡Muere, Kiryu! —¡Cuidado, Kazuma! —gritó el médico, pero fue demasiado tarde. El perro loco de Shimano se interpuso con un paso tambaleante, su cuerpo recibiendo la puñalada justo en el costado. El silencio cayó como una losa. —¿J-jefe…? —balbuceó el subordinado, horrorizado—. ¿Por qué? El herido jadeaba, sus labios curvados en una mueca casi maniaca mientras se aferraba al filo incrustado en su abdomen. —Kiryu-chan… me pertenece… —su voz era ronca, quebrada, pero cargada de intensidad—. ¡Hijo de puta! —y de un puñetazo, derribó al traidor, dejándolo inconsciente. Tambaleó hacia atrás, su cuerpo cediendo al peso de la herida. —Solo yo… puedo matarle… —murmuró antes de desplomarse. —¡Majima! —Kiryu corrió hacia él mientras los hombres de la familia rodeaban al caído con urgencia. —¡Jefe! ¡Llamen a una ambulancia! Ryohei, aún con la respiración agitada y la pierna resentida, se acercó por instinto… pero sus manos temblaban. No por miedo, sino por duda. Su compañero notó la tensión. —Ryo… ¿puedes tratarlo? —¿Estás seguro? —frunció el ceño, con la mirada fija en Majima—. Es probable que nos ataque de nuevo. —Te conozco —dijo con calma—. Y sé que no quieres dejarlo morir. Lo noto en tus manos… cómo aprietas los puños. El Majima que conozco no nos atacará ahora. Ryohei tragó saliva. Asintió con lentitud. —De acuerdo… pero llévala tú. Llévala al Serena. Kiryu le colocó una mano firme en el hombro, apretando con gratitud. —Te espero allá. El médico ya estaba en modo clínico. Se agachó junto a Majima, sacando insumos de su bolso y comenzando a dar órdenes con voz clara y autoridad: —¡Hagan espacio! ¡Yo me encargo de esa herida! —¿Después de que casi lo matamos…? —susurró uno de los subordinados. —¡Denle espacio! —ordenó otro, empujando a sus compañeros—. Si puede salvar al jefe, que lo haga. Los hombres obedecieron, asombrados por la decisión del médico… y por su temple. Uno de ellos, sin decir palabra, se quitó la chaqueta y la colocó como almohada improvisada bajo la cabeza del herido. El grupo se abrió de inmediato, formando un semicírculo en torno a Ryohei y su paciente. No por miedo… sino por respeto. Del otro lado de la sala, Haruka se acercaba con paso vacilante, los ojos brillosos de emoción contenida. —Señor… Kiryu se giró. La niña corrió hacia él y lo abrazó con fuerza, aferrándose a su cintura. —¡Tuve miedo!… ¡tuve mucho miedo! Agachó la cabeza, su voz baja y sincera mientras le acariciaba el cabello. —Lamentamos el retraso. Ella no respondió. Solo lo apretó más fuerte. Con Haruka en sus brazos, Kiryu echó un último vistazo hacia su compañero, que seguía concentrado atendiendo al hombre que minutos antes había querido matarlos. Lo observó unos segundos… y sonrió con respeto. —Gracias, Ryo. El tigre no respondió. Pero asintió. Y así, Kiryu y Haruka salieron del centro de bateo, dejando atrás el eco de una batalla, el rugido del tigre, y un hombre que aún creía en salvar a quienes otros habrían dejado morir. El estruendo del combate había cesado, pero un nuevo tipo de tensión se instalaba en el aire: la de la urgencia médica. Goro Majima yacía sobre el suelo, jadeante, con un cuchillo aún incrustado en su costado. Algunos de sus hombres se amontonaban alrededor, sin atreverse a intervenir. Ryohei se acercó, con el rostro tenso, y cayó de rodillas junto al cuerpo herido. Su pierna ardía por el roce de la bala, pero su mente estaba fría, clínica. Abrió su bolso con precisión quirúrgica y comenzó a extraer lo necesario. A su alrededor, las miradas eran de inquietud, pero nadie se atrevía a detenerlo. —Tú, presiona aquí. Justo sobre la herida. Y tú, sujeta su cabeza y mantenlo estable —ordenó sin titubear. —¡Ryohei-san! —exclamó una voz familiar. Un joven delgado, de uniforme algo desordenado, se abrió paso entre los demás. Nishida, suboficial de enlace de la Familia Majima, se detuvo frente a él con el ceño fruncido. —Te reconozco, Nishida —dijo sin levantar la mirada—. Pásame una venda limpia y unas tijeras. Ya. El otro obedeció sin decir nada. Ryohei no necesitaba más presentación: el respeto estaba implícito. Sacó una jeringa del compartimiento refrigerado de su bolso y la cargó con una dosis justa de analgesia leve. La clavó con cuidado cerca del borde de la herida, luego soltó un suspiro controlado. —Esto va a doler menos que lo que viene, Majima-san. El cuerpo debajo de él se estremeció. Los ojos se abrieron con dificultad, la sangre manchándole los dientes y la sonrisa torcida de costumbre. —¿Qué demonios…? —murmuró con voz rasposa—. ¿El Tigre… curando al Perro Loco? No hubo respuesta inmediata. El médico estaba cortando la camisa empapada en sangre con movimientos firmes y eficientes. —No soy verdugo. Solo médico. Y no elijo quién merece vivir o morir. Si lo hiciera… dejaría de ser médico y empezaría a jugar a ser dios. Y no me interesa ser ninguno de los dos. Majima soltó una carcajada baja, casi un rugido. —Lo que me faltaba… un filósofo con vendas. —Y aun así, soy el que te mantiene vivo —dijo sin sarcasmo, mientras aplicaba solución antiséptica. Nishida volvió justo a tiempo. Ryohei tomó los instrumentos y colocó una mano firme sobre la empuñadura del cuchillo. —Sujétalo bien. Lo saco en tres… Y lo hizo en uno. Majima arqueó la espalda por el dolor, pero no gritó. El médico aplicó presión, colocó un gel coagulante sobre la herida y comenzó a vendar con movimientos veloces y controlados. El silencio se volvió más denso. —¿Por qué haces esto… después de todo? —preguntó Majima, con los dientes apretados—. Después de perder tu carrera… después de lo que te hizo ese malnacido de Murakado. Ryohei se detuvo por un instante. El vendaje a medio ajustar, el guante manchado de sangre temblando ligeramente. Alzó la mirada, firme, como si se obligara a mantener el control. —Porque él no me rompió. No logró cambiar lo que soy. Y mientras eso siga intacto… sigo siendo yo. El otro lo observó en silencio por un segundo, y luego asintió con un deje de respeto inusual. —Murakado, entonces… —su mirada bajó a la pierna herida, la mancha roja ya extendiéndose por la tela—. ¿Fue ese hijo de perra el que te hizo eso? —Sí —afirmó Ryohei con voz grave—. Durante la persecución. Majima resopló con asco, como si el simple recuerdo le revolviera el estómago. —Ese pedazo de mierda… Apareció solo para joderte. No tengo absolutamente nada que ver con él. Si lo volviera a ver, lo empalaría en la máquina de pelotas y le pondría una pelota en la boca de recuerdo. El médico asintió, finalmente, volviendo a ajustar el vendaje con un tirón firme. —Gracias por dejarlo claro, Majima-san. —Tora-chan… —murmuró el herido mientras cerraba los ojos, extenuado—. Tú sigues siendo tú. Y eso les jode más que cualquier bala. A lo lejos, las sirenas de una ambulancia comenzaron a sonar. Nishida se incorporó. —¡Ya vienen! Los paramédicos están en camino. Ryohei finalizó el último nudo de la venda y se levantó con dificultad. Miró al subalterno y a los demás hombres. —Está estable, pero necesita traslado inmediato. Les expliqué lo esencial. Ustedes se encargarán del resto. El subordinado dio un paso al frente, agradecido. —Gracias, Ryohei-san… De verdad. Tachibana le lanzó una última mirada a Majima, que lo observaba con una mezcla de respeto y rabia contenida. —Cuida que no se levante antes de que llegue la camilla. Sabes cómo es. —Ni que lo digas —dijo Nishida con una media sonrisa. La ambulancia no tardó en llegar, acompañada por una discreta escolta que mantenía a raya a los curiosos. Los hombres de la familia rodeaban a su jefe con un silencio inusual, reverente, como si no quisieran romper la atmósfera que había quedado tras la batalla. Ryohei se incorporó con un leve gemido. El ardor en su pierna era constante, pero más molesto que preocupante. Se limpió las manos con una toalla desechable del botiquín y guardó todo con meticulosidad. No quería dejar rastros. —Oye… —Nishida se le acercó, en voz baja—. Si te ven los paramédicos con ese bolso, podrían sospechar. Y si alguien sabe que lo trataste sin licencia… —Lo sé —respondió sin alterarse, colocándose el bolso al hombro—. Ya es suficiente por hoy. —Déjame ayudarte a salir por el costado. No tienes que decir nada. Asintió. Nishida le ofreció un brazo, y juntos se alejaron discretamente por una de las salidas laterales, justo antes de que los paramédicos entraran. Nadie dijo nada. Pero más de uno lo observó con respeto. A varias cuadras de allí, en el interior de una oficina oscura en un edificio abandonado de Kamurocho, Murakado aplastó su cigarro con furia sobre el cenicero de metal. Un subordinado tembloroso acababa de darle el informe. —¿Majima… los protegió? —Sí… Jefe. Según los hombres que estaban ahí, se interpuso entre el cuchillo y el tipo. Luego lo golpeó. El jefe apretó los dientes, los nudillos marcándose como si quisieran partir la mesa en dos. —Ese maldito lunático… —gruñó—. Le doy la oportunidad de quebrarlo. De humillarlo. ¡Y termina protegiéndolo como si fueran aliados! Golpeó la mesa con un puño cerrado. —Ryohei Tachibana no se quiebra, ¿eh? Ni con las manos destrozadas, ni con el Clan encima, ni con un balazo en la pierna… —su voz bajó, venenosa—. ¿Qué mierda más tengo que hacer para aplastar a ese imbécil? El otro tragó saliva. Murakado se giró hacia la ventana rota, desde donde se veía la ciudad nocturna respirar como una bestia viva. —No importa —dijo al fin, con calma escalofriante—. Cada paso que da lo acerca a su caída. Puede jugar a ser un héroe todo lo que quiera… pero cuando se quede sin nadie a quien proteger, veremos si sigue de pie. La ciudad no respondió. Pero algo, en su silencio, pareció prometer que la noche aún no había terminado. La noche en Kamurocho seguía pesando como una losa. El murmullo de los neones, el asfalto húmedo por la brisa costera y el eco lejano de una patrulla rompían el silencio, pero Ryohei caminaba con la mente mucho más ruidosa que la ciudad. La pierna dolía, sí, lo suficiente para incomodarlo con cada paso. Sin embargo, no cojeaba. Había aprendido hacía mucho a convivir con el dolor: lo tomaba como un recordatorio de que estaba vivo. La puerta del Serena cedió con su clásico chirrido suave. Al entrar, lo recibió una escena que parecía suspendida en un extraño equilibrio entre lo cotidiano y lo irreal: Reina tras la barra, secando vasos con expresión serena; Date de pie, con aire incómodo; el perrito echado cerca del sofá, moviendo apenas la cola… y Haruka sentada junto a Kiryu, que mantenía una mano protectora sobre su hombro. La mirada de la niña se iluminó al verlo. —¡Ryohei-san! —dijo, incorporándose un poco. —Hola, pequeña —respondió con una sonrisa leve, dejando su mochila médica a un lado y sacudiéndose el polvo de la chaqueta—. ¿Todo en orden? El detective se giró hacia él, asintiendo. —Llegaste justo. Estábamos hablando de lo que pasó cuando la secuestraron. —Tuve… tuve miedo —dijo Haruka bajando la mirada—. Pero… escuché la voz del señor —miró a Kiryu—, y luego la de Ryohei-san. Y entonces… un hombre apareció. El ex yakuza se inclinó un poco. —¿Un hombre? Haruka asintió, abrazando al perrito con cuidado. —Estaba en la misma habitación. Me ayudó a abrir la puerta. No me hizo daño… solo me preguntó si aún tenía el colgante que me dio la tía Yumi. El médico frunció el ceño. Se sentó en uno de los sillones con visible esfuerzo, pero sin quejarse. —¿Ese colgante que llevas colgado desde que te encontramos? —Sí —respondió Haruka, tocándolo con suavidad—. La tía Yumi me lo dio cuando fue al orfanato. Dijo que era de mi mamá… Que me protegería. Que era un amuleto de la suerte. Ryohei cruzó los brazos, serio. —¿Ese hombre no intentó quitártelo? Haruka negó con la cabeza con vehemencia. —No. Solo me dijo que lo cuidara… Que valía mucho. —¿Mucho cuánto? —preguntó Kiryu, con una mirada que buscaba más allá de las palabras. La niña bajó un poco la voz, como si temiera que alguien más pudiera oírla. —Dijo que valía… diez mil millones de yenes. El silencio cayó como una losa. El médico abrió ligeramente los ojos, sorprendido. —¿Diez mil millones? Haruka asintió una vez más. —¿Puedo verlo? —pidió el detective, inclinándose. Haruka dudó por un segundo, pero terminó por extender el colgante hacia él. Lo examinó con cautela, girándolo entre los dedos. —Necesita una llave… —murmuró—. No podríamos forzarlo para— —¡No! —interrumpió Haruka, arrebatándoselo con reflejos rápidos, y cubriéndolo con las dos manos. Date levantó ambas manos en señal de calma. —Tranquila. Solo era una idea. Kiryu entrecerró los ojos, pensativo. —Haruka, ese hombre que te ayudó… ¿recuerdas cómo era? Ella se llevó un dedo al mentón. —Estaba todo muy oscuro. Solo recuerdo su voz. Era… suave. Firme. Como si me conociera. El ex yakuza intercambió una mirada con su compañero. —¿Y te dijo que nos hablaras a nosotros? —Sí. Dijo que ustedes dos debían saberlo. El inspector apretó los labios. —¿Quién podría ser? Ryohei resopló, cruzando una pierna con dificultad. —La lista es larga, Date-san. Demasiado. Kiryu asintió con gravedad. —Pero lo que sí está claro… es que estamos metidos en algo demasiado grande. El de abrigo azul se inclinó hacia el respaldo, exhalando por la nariz. —Y lo mejor que podemos hacer esta noche… es descansar. —¿Otra vez a tu apartamento? —preguntó Kiryu, con una ceja levantada. —A menos que te moleste volver a dormir conmigo. El otro lo miró un segundo, sin expresión. —Mientras no ronques. —Solo cuando no me abrazan —bromeó Ryohei con una sonrisa cansada. La tensión se disipó levemente en el ambiente. Reina suspiró con alivio desde la barra, y el perrito soltó un pequeño ladrido, como si aprobara la decisión. Una nueva noche les esperaba. Y la calma antes de la tormenta… siempre sabía más dulce si era compartida. Haruka se había quedado dormida abrazando al perrito sobre una de las bancas más cómodas del Serena. Su pequeño cuerpo subía y bajaba con una respiración tranquila, y el cachorro, acurrucado junto a ella, parecía haberse contagiado del mismo sosiego. Reina los observó desde detrás de la barra con una expresión más cálida que de costumbre. —Parece que ya no puede más —dijo en voz baja, acercándose a los hombres con una taza en la mano—. Lo mejor sería dejar que descanse un poco antes de llevársela, ¿no creen? Ryohei asintió con lentitud, cruzando los brazos con aire reflexivo. —Tienes razón… todo lo que vivió hoy debió agotarla. Y el cuerpo, incluso el más pequeño, tiene límites. Kiryu, que aún no se había quitado la chaqueta, miró en dirección a la puerta como si pensara en voz alta. —Podríamos aprovechar para investigar algo por nuestra cuenta mientras ella duerme. —Te acompaño —respondió sin dudar. —Te lo iba a proponer de todas maneras… Tigre —agregó Kiryu con una sonrisa apenas visible. El médico ladeó la cabeza con una mueca fingida de fastidio. —No me hagas acostumbrarme a ese apodo, Kazuma. Reina alzó una ceja, divertida. —¿Ryo-chan, desde cuándo llamas a Kiryu-chan por su nombre? —preguntó, ocultando una sonrisa tras la taza de café. Ryohei parpadeó, como si apenas se diera cuenta. —Eh… me salió natural —murmuró, un poco más bajo, acomodándose el guante como excusa. El Dragón no dijo nada, pero desvió la mirada, carraspeando apenas. Reina los observó por unos segundos, con una expresión que combinaba ternura y malicia. Luego suspiró, negando con la cabeza suavemente. —De todas formas… me gusta verlos así. Ya era hora de que dejaran de jugar a los tipos duros y se dieran cuenta de que funcionan mejor cuando están juntos. —¿Así cómo? —preguntó el de abrigo azul, alzando una ceja. —No se hagan los tontos —replicó Reina con un guiño—. Demasiado sincronizados para ser solo coincidencia. Ambos intercambiaron una mirada rápida. Ninguno dijo nada. Pero tampoco lo negaron. Y mientras el perrito dormía, la ciudad afuera seguía girando. Porque aunque no lo supieran todavía, esa noche, lo que parecía una simple tregua… era en realidad el comienzo de algo mucho más fuerte. Salieron del Serena, dejando atrás la calidez del bar para enfrentarse nuevamente al frío aire de Kamurocho. La noche se mantenía inquieta, como si la ciudad aún no supiera que ya no había nada más por pelear… al menos por ahora. Apenas dieron unos pasos por la acera, una figura desaliñada emergió desde un callejón cercano. Sus ropas estaban ajadas, pero sus ojos tenían un brillo alerta. —Disculpen… —dijo, con una reverencia rápida—. Vengo del Purgatorio. Me llamo Mogusa… y trabajo para el Florista. Se miraron entre sí. El nombre del informante no pasaba desapercibido, no para ninguno de los dos. —¿Qué quiere de nosotros? —inquirió Kiryu, directo. —No lo explicó —respondió Mogusa—. Solo dijo que era un asunto personal. Familiar. Algo que no había comentado con nadie… pero dejó órdenes específicas de traerlos a ambos. El de traje gris frunció el ceño. —¿El Florista tiene familia? El mensajero asintió lentamente, con cierto pesar en la voz. —Una que abandonó hace mucho. Su hijo anda por ahí, metido en peleas, como tantos otros. Lo irónico es que… ese chico nunca ha visto la cara de su padre. Ni sabe que lo tiene. El silencio se instaló por un momento. El murmullo lejano del tráfico fue lo único que se impuso. Kiryu respiró hondo, volviendo la mirada a su compañero. —¿Qué opinas, Ryo? ¿Deberíamos ir? El otro se encogió de hombros, con una sonrisa ligera pero sincera. —Me gusta el chisme… pero si tú vas, yo te sigo, Dragón. Ya sabes que no me gusta dejarte solo en estas cosas. Kiryu esbozó una pequeña sonrisa, más con los ojos que con los labios. —Entonces vamos. Tomemos un taxi hasta el parque del oeste. Mogusa asintió sin decir más y comenzó a caminar, guiándolos por los callejones que conocía de memoria. Y así, el Dragón y el Tigre siguieron adelante, sin saber que lo que los esperaba en el Purgatorio no solo era una historia olvidada… sino un reflejo más de todo lo que ellos también habían dejado atrás. El taxi avanzaba con suavidad por las arterias nocturnas de Kamurocho. Las luces de neón se reflejaban en los cristales, y el murmullo de la ciudad seguía como un eco persistente, incluso a esa hora. Dentro del vehículo, reinaba un silencio cómodo, hasta que Kiryu lo rompió con tono pensativo: —No esperaba volver tan pronto al Purgatorio. Ryohei giró un poco el rostro hacia él, curioso. —Verdad que estuviste ahí. Kiryu asintió lentamente. —Fui hace poco, cuando tú te quedaste en el Serena con Haruka y Date-san. Es... un sitio único. Un agujero en el corazón de Kamurocho que sigue latiendo. —Nunca he ido —comentó el otro, apoyando un codo en el borde de la ventanilla—. Aunque por todo lo que he escuchado, suena a una mezcla entre tugurio decadente y mercado negro con pretensiones. El ex yakuza esbozó una media sonrisa. —Tiene de todo. Clubes, masajes, bares... y mujeres guapas. El Tigre ladeó la cabeza, irónico. —Vaya. Todo lo que un gay necesita para aburrirse a muerte. Kiryu se rió por lo bajo. —Solo decía lo que hay. No estaba haciendo recomendaciones. —Mejor. Porque si lo más emocionante que hay es una copa aguada y una chica con escote, me bajo en la próxima esquina. El Dragón negó con la cabeza, divertido. —También tiene un coliseo de peleas clandestinas. Ahí puedes ganar buen dinero… si sobrevives. Eso captó la atención de Ryohei. —¿Coliseo? Interesante… —No hay reglas, ni protección. Solo tú, tus puños… y las apuestas de los que miran desde arriba. Se quedó en silencio por unos segundos, procesando la idea. —Si la cosa se pone fea y necesitamos efectivo… tal vez pueda considerar una entrada sorpresa. Aunque dudo que dejen usar técnicas de presión. —Podrías dejar paralizado al comentarista —murmuró Kiryu, sonriendo. —Con suerte, también al que hace las apuestas. Ambos compartieron una mirada. Sin necesidad de decirlo, sabían que esa conversación, aunque ligera, formaba parte de algo más grande: un vínculo reconstruido, una camaradería que resistía incluso los silencios más largos. Y frente a ellos, en el corazón de Kamurocho, el Purgatorio los esperaba. El taxi los dejó a pocos metros del parque del oeste. El aire olía a humo y alcohol rancio, y el silencio era interrumpido por el crepitar de las fogatas dentro de barriles metálicos, donde algunos vagabundos se calentaban las manos o murmuraban cosas ininteligibles. Dieron unos pasos entre los sintecho, evitando cajas, bolsas y cartones. Un anciano alto, con porte firme a pesar de la edad, estaba de pie cerca de uno de los bidones, observándolos con detenimiento. Kiryu lo notó primero. El hombre no parpadeaba. —¿Y ese quién es? —murmuró Ryohei. —No lo sé, pero parece que nos está esperando —respondió el otro, ya caminando hacia él. Cuando estuvieron lo bastante cerca, el anciano habló, con voz rasposa pero autoritaria. —Tú… tienes el aura de alguien que ha peleado más veces de las que ha dormido —dijo, señalando a Kiryu con la mirada—. ¿Eres Kazuma Kiryu? El aludido asintió con leve desconfianza. —Lo soy. ¿Y usted? —Soy Komaki. Enseño técnicas antiguas de combate… a quienes tienen madera para aprender. —¿Y por qué me dice eso justo ahora? —Porque puedo oler el peligro en ti… y porque escuché que estuviste en una pelea con Majima hace poco. Me interesa ver qué tan fuerte eres. El sanador cruzó los brazos, con una ceja levantada. —¿También nos está ofreciendo entrenamiento? Komaki lo observó unos segundos, entornando los ojos. —Tú no eres cualquier acompañante. Reconozco ese equilibrio… y ese paso. Fuiste entrenado por Hanzo, ¿cierto? El otro se sorprendió. Asintió con lentitud. —Sí. Hace muchos años. —Viejo testarudo, pero sabía lo que hacía —dijo Komaki con una sonrisa nostálgica—. Si llevas su enseñanza… podrías pulirla. Tú también estás invitado, cuando terminen lo que vinieron a hacer. —¿Y no cobra? —preguntó, medio en broma. —Solo les costará sudor, huesos adoloridos… y algo de orgullo. —Perfecto. Estoy acostumbrado a perder esas tres cosas —replicó con una sonrisa ladeada. Komaki asintió, dio media vuelta y se perdió entre los barriles humeantes. —Y yo que pensaba que lo raro era solo el Florista. —Bienvenido al Purgatorio —dijo Kiryu con una media sonrisa, y ambos continuaron caminando hacia la entrada oculta que llevaba al subsuelo. Los pasos de ambos hombres resonaban contra el pavimento resquebrajado mientras atravesaban el parque del oeste, flanqueados por fogatas y vagabundos. Pero el verdadero infierno aguardaba más abajo: tras una verja camuflada entre chatarra, una escalera los guiaba a un submundo oculto. Allí comenzaba el verdadero Purgatorio… y no era solo un apodo. Era una advertencia. Pero cuando llegaron a la reja metálica que protegía la entrada al Purgatorio, la atmósfera cambió. El aire se volvió más espeso. Más cargado. Un par de matones abrieron la compuerta sin decir palabra. Y al descender por la estrecha escalera metálica, lo escucharon todo de golpe: música fuerte, risas de borrachos, el chirrido de máquinas tragamonedas clandestinas… y voces femeninas llamando entre humo de cigarro. Habían entrado al verdadero infierno bajo Kamurocho. El Purgatorio. No era un apodo. Era una descripción literal: lujuria, apuestas, alcohol, ilegalidad. Todo en un solo lugar, escondido bajo el suelo, brillando con luces artificiales y falsos paraísos. —No pensé que estuviera tan... activo a plena luz del día —murmuró Ryohei, entrecerrando los ojos al ver pasar a una mujer con escote generoso y una sonrisa falsa. —Este lugar nunca duerme —comentó Kiryu sin girarse—. Aquí la noche dura veinticuatro horas. Una de las chicas les guiñó el ojo. Otra se les acercó con paso insinuante, hasta que notó la expresión de Ryohei y prefirió cambiar de objetivo. —No pensé que fuera tan literal cuando decías que había “de todo” aquí… —ironizó el médico—. Qué suerte tengo de ser gay. Me ahorraré tentaciones de bajo presupuesto. Kiryu esbozó una sonrisa leve. —Mejor no mires a los lados. Vamos directo a la oficina del Florista. Ambos se adentraron por el pasillo principal, cruzando entre cortinas de cuentas, neones parpadeantes y juegos ilegales. El despacho del Florista se reveló como un santuario de vigilancia. Docenas de pantallas cubrían las paredes, proyectando en tiempo real cada rincón de Kamurocho: callejones oscuros, bares llenos, azoteas solitarias, estaciones de metro, entradas traseras, rostros desenfocados que pasaban sin saber que estaban siendo observados. El zumbido constante de los monitores se mezclaba con el suave parpadeo de luces, dando al lugar una atmósfera de encierro y control absoluto. El médico se detuvo a medio paso, con la mirada fija en aquella maraña tecnológica. —Esto es… —murmuró—. Como mirar el corazón de la ciudad… latiendo en cada sombra. En el centro de la sala, el Florista estaba sentado en su silla giratoria, con los ojos clavados en una pantalla en particular. No los había notado entrar. Kiryu entrecerró los ojos, reconociendo a las figuras proyectadas en la imagen: un joven de expresión seria, intentando mantener la compostura, junto a una chica risueña que lo abrazaba sin pudor. Estaban en el centro de bateo, compartiendo algo más que un momento casual. —¿Ese es tu hijo? —preguntó el de traje gris. El Florista se sobresaltó y giró bruscamente. —¡Kiryu! ¡Tachibana! ¿Desde cuándo están ahí? —Recién llegamos —respondió el de abrigo azul con calma, aunque sus ojos no se apartaban de la escena en pantalla. Kiryu se cruzó de brazos. —La chica es linda. Se ve que tu hijo tiene buen gusto. —Al menos es su tipo… creo —añadió el Tigre con un tono ambiguo, medio bromista. El informante chasqueó la lengua y desvió la mirada. —Sí, no está mal… salvo por un pequeño detalle. —¿Cuál? —consultó Kiryu, ya intuyendo la respuesta. —Es la hija de un patriarca yakuza. Familia Asakuza. El médico frunció el ceño. —He oído de ellos. Nada grandes… pero peligrosos. —Hizo memoria—. Creo que uno de sus hombres me pidió atención médica hace un par de años. Herida de arma blanca. Nada complicado. —Lo imagino —bufó el Florista—. En fin, ahora no tengo nada para ustedes. Información fresca, quiero decir. Si vinieron por eso… lamento hacerlos perder el tiempo. Los dos hombres intercambiaron una mirada. No dijeron nada, pero la tensión era clara. Ambos sabían lo que significaba una relación entre un civil y la hija de una familia criminal. Era una bomba con la mecha ya encendida. Kiryu dio un paso al frente, con decisión. —Iré al centro de bateo. Veré si puedo averiguar algo más. —¿Quieres que te acompañe? —preguntó Ryohei, aunque ya intuía la respuesta. —Puedo arreglármelas. Mejor quédate aquí. Descansa esa pierna… y esas manos —añadió con un dejo de preocupación sincera. Ryohei sonrió de lado. —Ay, Kazuma… así me vas a hacer sonrojar. —Pero su mirada se volvió seria al instante—. Ten cuidado. Te esperaré aquí. —Si la situación se complica, te llamaré —afirmó Kiryu, girando hacia la puerta. —Siempre contesto… excepto si estoy operando —respondió el médico, con una sonrisa que duró apenas un segundo. Kiryu salió del despacho con paso firme, dejando atrás el calor de las pantallas y la tensión de lo no dicho. Ryohei se quedó en silencio, observando la imagen del chico en pantalla. No conocía su historia. Pero en los ojos de ese joven… pudo ver un reflejo lejano de algo que también había sentido años atrás. Y eso no le gustó nada. El despacho del Florista había vuelto al silencio después de la partida de Kiryu. Solo quedaban el zumbido eléctrico de los monitores y el leve golpeteo de una de las tuberías en mal estado. Ryohei se mantuvo de pie por un momento, observando el panel de pantallas donde la ciudad vibraba sin descanso. El vigilante no dijo nada. Solo encendió un cigarro barato y lo dejó colgando entre los labios, con el rostro oculto en la penumbra de sus propias decisiones. El médico, aún con algo de dolor en la pierna, se sentó frente a él sin pedir permiso. —No pensé que este lugar fuera tan... íntimo —comentó con tono neutro, pero no sin intención—. Para un tipo que vigila a todo Kamurocho, vive bastante encerrado. El Florista soltó una risa seca. —La ironía no me pasa desapercibida. Pero al menos aquí adentro, nadie se te escapa. —Excepto los que más importan. El otro lo miró de reojo. No con rabia. Con algo más cercano al cansancio. —No has venido a juzgarme, ¿verdad, Tachibana? —No. —Ryohei negó con la cabeza—. Solo tengo curiosidad. Date-san nos dijo que eras policía… hace mucho tiempo. Y luego… esto. El hombre exhaló una bocanada de humo, mirando hacia una de las pantallas donde su hijo todavía aparecía, riendo nerviosamente con la chica del centro de bateo. —Mi nombre real ya ni importa. Me conocían como un tipo duro. Buenos arrestos, buenos informes… pero empecé a compartir información por debajo. Dinero rápido. Información sucia. Lo llamaban “hacer justicia a mi manera”. Yo lo llamaba “ganarme la vida”. Ryohei apoyó los brazos sobre las rodillas, sin dejar de mirarlo. —¿Y tu hijo? El silencio se hizo espeso. —Me alejé para que no se convirtiera en un bastardo como yo. Quise evitar que heredara… lo peor de mí. —¿Y resultó? —Supongo que sí. Se volvió fuerte. Astuto. No ha pisado este lugar en su vida. Y, lo más jodido de todo… —su voz se quebró apenas— …es que si lo tuviera enfrente, no sabría reconocerlo. El médico no respondió de inmediato. Solo bajó la mirada, pensativo. Luego dijo en voz baja: —No creo que los errores del pasado deban condenarte… pero sí deberían enseñarte algo. A vivir con ellos. A no repetirlos. El Florista giró hacia él por completo. Lo miró con más atención. —Hablas como alguien que también los ha cometido. Ryohei sonrió con cansancio. —Y algunos siguen sangrando. Ambos guardaron silencio unos segundos, como si se midieran en un duelo sin armas. Finalmente, el informante se inclinó hacia atrás, el cigarro humeando en un cenicero metálico. —Tú eras médico, ¿cierto? —Lo sigo siendo. Aunque sin licencia. —Te han jodido tanto como a mí, entonces. —Tal vez. —El Tigre alzó una ceja—. Pero yo aún curo gente. Y tú, en cierto modo, también. Información es poder. Y poder… puede proteger. El Florista soltó una risa baja, casi divertida. Luego negó con la cabeza. —Tú y Kiryu… siempre recogiendo los pedazos de los demás. Nunca se cansan. —Alguien tiene que hacerlo. En ese instante, una de las pantallas cambió. En ella, se veía a un hombre mayor, harapiento, con un niño que parecía afiebrado. Estaban en una de las zonas más alejadas del subterráneo, cerca de los generadores. El Florista entrecerró los ojos. —Hablando de recoger pedazos… —¿Quiénes son? —preguntó Ryohei, ya poniéndose de pie. —Un viejo vagabundo y su hijo. Vienen aquí a veces por comida… pero hoy parece diferente. Míralo. Ese niño no se mueve bien. Y él está pálido como un cadáver. ¿Tú ves lo mismo que yo? Ryohei asintió. —Sí… y no me gusta lo que veo. El Florista lo miró directamente. —¿Crees poder ayudarlo? —Eso está por verse. Y sin decir más, Ryohei se giró hacia la salida del despacho, sus pasos firmes, como un bisturí que ya sabía a dónde cortar. Cerró la puerta del despacho del Florista tras de sí, el eco metálico resonando como un aviso en la penumbra del subterráneo. Antes de avanzar, se agachó junto a una de las bancas de descanso cercanas y abrió su mochila médica con precisión mecánica. Sus dedos recorrieron el interior, haciendo un inventario mental de lo que le quedaba: dos pares de guantes limpios, bisturí de emergencia, solución salina, gasas estériles, jeringas precargadas con anestesia básica y un solo vial de antibiótico de amplio espectro. Demasiado poco para lo que intuía. Suspiró, cerrando el bolso con un clic sordo. Luego, continuó su marcha entre las sombras. El ambiente en ese sector del Purgatorio era distinto. Menos ruido, menos movimiento. Algunos dormían junto a tambores encendidos. Unos pocos conversaban en voz baja, ignorando la figura vestida elegante que avanzaba con paso decidido, aunque con una ligera cojera. Al llegar a la zona de generadores, lo encontró: un hombre mayor, desgastado por los años y el frío, con un rostro que había conocido demasiadas derrotas. Sentado en el suelo, sostenía en brazos a un niño de no más de ocho años. El pequeño respiraba con dificultad, los labios agrietados, la frente húmeda por un sudor helado. El adulto lo mecía con desesperación muda, hasta que notó la silueta que se aproximaba. —¿Eres médico? —preguntó con un hilo de voz, sin esperanza, como quien se aferra al último recurso. Ryohei se arrodilló de inmediato. —Lo suficiente como para intentarlo. ¿Qué pasó? El adulto miró al niño como si eso respondiera la pregunta. —Lleva días con fiebre. Dolor en la panza. Hoy en la mañana… empezó a gritar. Luego se desmayó. No tengo dinero… nadie quería ayudarme… El médico ya tenía los guantes puestos. Con movimientos precisos, examinó el abdomen del pequeño, palpando con cuidado, atento a las reacciones. El niño soltó un gemido apenas lo tocó en el lado inferior derecho. —Peritonitis —murmuró. —¿Qué? ¿Eso es grave? Ryohei se detuvo un instante. Luego asintió con gravedad. —Es una inflamación del revestimiento interno del abdomen. Probablemente por una apendicitis no tratada. Si no se interviene… el niño morirá. El padre se llevó las manos a la cabeza, deshecho. —¡Pero no tenemos nada! ¡Ni dinero, ni hospital, ni…! —No lo necesita —lo interrumpió Ryohei, con voz firme—. No ahora. Solo requiere que actúe rápido… y que tenga un lugar donde pueda trabajar. El hombre lo observó, con la esperanza batallando contra el miedo en su mirada. —¿Puede hacerlo? Él miró alrededor. Luego al bolso. Después, al rostro del niño. —Puedo intentarlo. Se incorporó con dificultad, sus piernas entumecidas por la tensión y el dolor. Sus manos, aunque vendadas, no temblaban. No ahora. —Voy a necesitar un espacio limpio, aunque sea mínimo. Un colchón. Luz. Agua hervida. Y alguien que pueda seguir instrucciones al pie de la letra. —Lo haré. Lo que sea —afirmó el padre, con los ojos vidriosos. —Bien. Reúne todo lo que puedas. Yo regresaré en unos minutos a prepararme. El otro asintió con rapidez, corriendo a buscar ayuda entre los demás. Ryohei se volvió hacia la penumbra del pasillo. Su corazón latía con fuerza, pero su mente estaba clara. No había hospitales. No había quirófano. Solo él, su equipo… y una vida que pendía de su pulso. Y eso, para él, era suficiente.