ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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El Toque del Tigre

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Capítulo 12

“El toque del tigre”

El murmullo constante de las pantallas era lo único que rompía el silencio. El cuarto del Florista, normalmente atestado de actividad, estaba inusualmente callado. Desde el rincón donde estaba sentado, rodeado de monitores que proyectaban cada rincón de Kamurocho, observó a Ryohei cruzar la puerta con paso determinado. Había algo distinto en él. No solo por la leve rigidez de su pierna herida o las vendas en sus manos. Era la mirada: enfocada, sin espacio para dudas. Dejó su mochila junto a una mesa auxiliar, la abrió y comenzó a preparar lo indispensable sin emitir palabra. —¿Qué ocurre? —preguntó el Florista, levantándose parcialmente de su asiento. —Hay un niño con signos de peritonitis. Posiblemente causado por una apendicitis no tratada. Si no intervengo ahora… no llega a mañana. Frunció el ceño, cruzando los brazos mientras se acercaba. —¿Y piensas operarlo aquí? ¿En este… lugar? El médico no se detuvo. Sacó una pequeña lámpara LED portátil, la revisó, y luego examinó el último frasco de solución salina que tenía. —No tengo otra opción. Ni él tampoco. —¿Y el padre? —Asustado. Desesperado. Está consiguiendo lo necesario. Colchón, agua caliente, algo de luz… y un rincón donde pueda operar sin estar respirando hollín. El informante bajó la mirada, como si algo en sus entrañas se revolviera. Caminó hacia una esquina, pulsó un botón en su escritorio, y una compuerta lateral se abrió con un zumbido. Un acceso a una sala de mantenimiento vieja, no registrada, pero suficientemente limpia. Sus luces de emergencia parpadearon al activarse. —Ahí. No es un quirófano… pero es lo más cerca que tenemos. Ryohei lo miró por primera vez. —Gracias. El Florista no respondió de inmediato. Luego, con la voz más baja, preguntó: —¿Qué tan grave está? —Tiene fiebre alta, dolor agudo localizado y signos de abdomen en tabla. Si se rompió el apéndice… puedo controlar la infección momentáneamente, pero sin antibióticos adecuados y seguimiento… es cuestión de horas. Tal vez menos. —¿Y aún así… vas a intentarlo? Alzó la vista y, por un segundo, el médico sin licencia desapareció. Lo que quedó ahí fue el hombre. —Sí. Porque si no lo hago, se muere sin que nadie siquiera lo intente. El otro asintió con lentitud, como si entendiera demasiado bien lo que era vivir con la culpa de no haber hecho nada. —¿Y si algo sale mal? —Entonces viviré con eso. Como tú… vives con lo tuyo. El silencio cayó como una sombra espesa entre ellos. Pero no duró mucho. Desde la entrada se oyeron pasos apresurados. El padre del niño regresaba con dos mantas, una lámpara pequeña y un viejo botiquín prestado. Jadeaba, pero su rostro estaba cargado de esperanza. Ryohei recogió su mochila, dio un leve asentimiento al Florista y se dirigió a la sala. —Prepárense. Esto va a empezar en diez minutos. Y desapareció por el pasillo con el rostro bañado en determinación. La enfermería improvisada apenas tenía lo esencial: camillas viejas, estanterías polvorientas, y material caducado. Nada preparado para lo que vendría. Había camillas oxidadas, un par de estanterías llenas de vendas, alcohol, soluciones intravenosas vencidas… pero no un solo bisturí decente ni instrumental quirúrgico real. Entró primero. A su paso, la tensión se hizo palpable. El niño seguía acostado, pálido, temblando apenas. Su padre le sujetaba la mano con desesperación muda. —Muévanlo a esa mesa —ordenó el médico, señalando una superficie metálica amplia donde antes se revisaban objetos de valor. Su voz era firme, casi inquebrantable—. Necesito espacio, una silla baja, y toda la luz que tengan enfocada sobre él. Dos de los hombres del Florista se movieron de inmediato, obedeciendo sin chistar. Uno arrastró una lámpara colgante desde el rincón, mientras otro extendía las mantas limpias que el padre había traído. —Tú —dijo, señalando a un joven nervioso de chaqueta azul—, busca agua hervida. Aunque esté en una olla sucia, la necesito caliente en cinco minutos. —Se giró hacia otro—. Tú trae todo el alcohol que encuentres. Botellas, toallas empapadas, lo que sea. El padre miraba sin entender. —¿Yo qué hago? ¿Dónde me pongo? El médico lo miró directo a los ojos. Su tono se suavizó solo un poco. —Quiero que te quedes aquí, cerca. Le hablarás, le tomarás la mano cuando despierte. Pero si no puedes manejar la sangre, sal antes de que empecemos. —No. Me quedo. —Su voz temblaba, pero se mantuvo firme. Ryohei asintió. Abrió su mochila y sacó con precisión quirúrgica un estuche pequeño de plástico duro. Dentro, envueltos en gasas secas, estaban los pocos instrumentos quirúrgicos que conservaba en buen estado. Los limpió uno por uno con alcohol de su reserva personal. Sus manos, aún cubiertas por los guantes negros, se movían con soltura. Aunque sentía presión, el temblor de la ansiedad no estaba. Solo la concentración total de quien ya ha cruzado la línea de la duda muchas veces. —Florista —llamó sin girarse. —¿Sí? —Quiero a dos hombres contigo. Ninguno que se maree fácilmente. Van a sostener las piernas y los brazos del niño. Se va a mover, aunque esté bajo analgesia. Si no lo controlamos… puede empeorar todo. El otro hizo un leve gesto con la cabeza, y dos de sus hombres se acercaron. Uno alto y con manos enormes. Otro delgado, pero con mirada decidida. —¿Cómo se llama? —preguntó al padre mientras preparaba una jeringa. —Asahi… Se llama Asahi. —Bien, Asahi —murmuró con tono bajo, casi como una promesa personal—. Aún no es tu hora. No hoy. Ajustó las luces, revisó que el instrumental estuviera listo, se paró frente a la mesa… y respiró hondo. No era un quirófano. No había supervisión, ni protocolos, ni garantías. Pero sí había una vida por salvar. Y para Ryohei Tachibana, eso siempre había sido suficiente. —Todos listos. Esto… empieza ahora. La lámpara colgante chispeaba un poco, lanzando destellos irregulares sobre la mesa improvisada. Estaba de pie, guantes nuevos ajustados a sus dedos vendados, con la mascarilla cubriendo su expresión. Solo sus ojos hablaban. Y lo hacían con un enfoque inquebrantable. Asahi respiraba con dificultad. La fiebre ya había comenzado a afectar su pulso, y el abdomen estaba visiblemente inflamado. —Síntomas claros de peritonitis aguda —murmuró mientras preparaba la anestesia—. Si no drenamos, el sistema colapsará. —¿Eso… es muy grave? —preguntó el padre con voz ahogada. —Sí —respondió sin suavizar la verdad—. Pero aún podemos salvarlo. El silencio se apoderó de la sala mientras desinfectaba la zona abdominal. El niño, inconsciente por la fiebre, apenas reaccionó al contacto del alcohol. —Sujétenlo con firmeza —ordenó. Los dos hombres obedecieron, tomando brazos y piernas como si contuvieran a un prisionero invisible. La primera incisión fue lenta, precisa. El filo del bisturí descendió con control absoluto, abriendo paso entre la piel enrojecida mientras el sudor comenzaba a resbalar por su frente. Inspiró hondo, reteniendo el aire por un segundo, intentando contener el temblor sutil que amenazaba con manifestarse desde su muñeca vendada. No era miedo. Era el recuerdo persistente del dolor. La fragilidad de su propio cuerpo luchando por no ceder. Y entonces, lo sintió. Un latigazo ardiente le recorrió la pierna herida, justo donde la bala de Murakado había dejado su marca. El vendaje presionado bajo el pantalón parecía hervir contra su piel. Aquel dolor, agudo y vibrante, se expandía hacia su espalda baja, escalando por su columna como un veneno familiar. Al mismo tiempo, un cosquilleo amargo comenzó a tomar control de sus dedos. No era entumecimiento… era tensión. Una advertencia de que su cuerpo estaba siendo forzado más allá de sus límites naturales. Pero, aun así… No se detuvo. La hoja continuó su descenso quirúrgico, separando con decisión las capas de tejido inflamado. Y cuando finalmente la piel cedió por completo, revelando el caos que se gestaba dentro del abdomen infantil, la verdad quedó al descubierto con brutal honestidad: el apéndice había explotado. La cavidad abdominal comenzaba a mostrar rastros de infección severa, los tejidos teñidos de rojo oscuro, hinchados, vulnerables. Un infierno silencioso se desplegaba ante sus ojos. No pestañeó. No podía darse ese lujo. Sabía exactamente lo que estaba viendo. Y sabía… que no podía fallar. —Lo dije. Peritonitis —confirmó en voz baja—. Limpieza inmediata. Mientras comenzaba el drenaje, uno de los ayudantes jadeó al ver el interior del niño. El padre temblaba, lágrimas corriendo por sus mejillas sin que pudiera detenerlas. —No… por favor… aguanta, Asahi… Fue en ese momento, justo cuando el bisturí dejó al descubierto el interior inflamado y purulento del pequeño, que sus manos comenzaron a cambiar. No físicamente, no en forma visible para los demás. Pero sí en sensaciones. Era algo que solo él podía percibir: una calidez creciente, que no tenía que ver con fiebre ni con el esfuerzo físico. Era un calor distinto, contenido, como si algo en su interior despertara en silencio. Un tipo de energía sutil, disciplinada. No se trataba de magia. Era enfoque puro. Su cuerpo activando una respuesta que solo nacía cuando no había espacio para errores. La sala improvisada desapareció a su alrededor. El murmullo tenso del padre detrás suyo, el parpadeo inestable de la lámpara, los ruidos del Purgatorio al fondo… todo se desdibujó. Solo quedó su respiración, el latido constante del corazón marcando el ritmo, y aquella cavidad abdominal abierta que reclamaba su atención con urgencia quirúrgica. Era como si el tiempo se hubiera detenido. La calidez recorrió los brazos, bajó por los antebrazos envueltos en vendas limpias y llegó hasta los dedos. La percepción se afinó. Cada milímetro de su piel captaba la temperatura, la textura, el estado del tejido. El bisturí parecía una extensión de su voluntad. Era su don. Su toque curativo. No era magia. Era su espíritu, ignorando el agotamiento. Su voluntad, obligando al dolor a callar. Y en ese instante, cuando cerró los ojos por un segundo… los recuerdos irrumpieron. Vio a Yuko Nishikiyama, pálida y sin vida sobre la cama de aquel hospital. Recordó la impotencia de no poder hacer nada. El vacío. El eco seco del monitor cardíaco marcando un destino irreversible. Luego, el rostro endurecido de su hermano mayor, Tetsu Tachibana, cubriéndolo con su propio cuerpo tras recibir una puñalada por protegerlo. Aún podía sentir el calor de su sangre en la mejilla, la presión de sus brazos rodeándolo, su voz susurrando “ya pasó” … cuando claramente no había pasado nada. Pero ahora… ahora tenía la oportunidad de salvar una vida. De evitar que otro niño creciera con la memoria de un cuerpo sin aliento frente a él. Volvió en sí con una determinación renovada. El apéndice reventado estaba listo para ser retirado, pero debía moverse rápido. La infección comenzaba a extenderse. Sus manos, guiadas por una calma inquebrantable, tomaron las pinzas, sellaron vasos, retiraron tejido infectado, y limpiaron con pulso firme. Cada movimiento era un eco de años de experiencia, cicatrices y estudio autodidacta. A cada respiración, Ryohei dejaba de ser simplemente un médico sin licencia… …y se convertía en lo que siempre había querido ser. Un salvavidas. Una promesa que no iba a romper. —No esta vez —susurró—. No perderé a otro. La operación continuó. Pinzas, suturas. Lavado con solución salina. Paños secos cambiados a toda velocidad. Y en todo momento, sus manos ardían con ese calor invisible que solo él entendía. Concentración, fe, determinación. Todo parecía ir en orden. El tejido infectado había sido retirado, la cavidad limpiada con la solución antiséptica que había improvisado. El calor en sus palmas persistía como una llama tenue, guiando cada punto de sutura, cada pinza colocada con precisión quirúrgica. Por un momento, creyó que lo más difícil había pasado. Pero entonces, el cuerpo del niño se estremeció. Un espasmo repentino, como un relámpago muscular, le recorrió el torso. El médico se detuvo en seco. —¿Qué pasa? —preguntó el padre, acercándose sin poder evitarlo. —¡Atrás! —ordenó sin perder el control—. No lo toques. Algo está mal. La respiración de Asahi se volvió irregular. Superficial. Su pecho apenas se alzaba. De pronto, una línea de sangre emergió cerca del borde inferior de la cavidad, lenta, pero densa. —No… —susurró frunciendo el ceño—. El colon… se dañó más de lo que parecía. Hay sangrado interno. El bisturí tembló un instante entre sus dedos, pero lo controló al segundo siguiente. No podía fallar. No ahora. Rápido, giró hacia uno de los asistentes del Florista, un hombre joven que había ayudado a montar la lámpara portátil. —¡Tú! Pásame más gasas limpias y una botella de solución salina. ¡Ahora! —¿Gasas? ¡Pero ya no queda más! —Entonces cualquier tela limpia. ¡Y tráeme hielo! —vociferó, el tono más autoritario que nunca. Luego miró al padre—. Sostén su muñeca, mide el pulso. Si se debilita, me lo dices. Volvió a concentrarse. Tenía segundos. El sangrado, aunque lento, podía inundar el abdomen en cuestión de minutos y provocar un colapso irreversible. La calidez volvió a subir por su cuerpo como una corriente. Esta vez, más intensa. No era poder. Era puro enfoque. Aplicó presión sobre la zona sangrante con firmeza quirúrgica, mientras con la otra mano preparaba una sutura improvisada. Sus movimientos eran rápidos pero controlados, como los de un músico ejecutando una pieza en el momento exacto de un solo. El calor de sus palmas se mezclaba con el frío del sudor en su frente. El vendaje de su mano se manchó ligeramente de rojo, pero lo ignoró. Entonces, el niño gimió débilmente. Un sonido ahogado. Ryohei apretó los labios. —Aguanta, Asahi… solo un poco más… Con cuidado, cerró la pequeña arteria expuesta, hizo un punto firme y limpió la zona antes de aplicar la última capa de sutura. Un silencio absoluto reinó por un instante. El niño respiró. Lento, pero profundo. Y el pulso… seguía ahí. —¡Sigue estable! —exclamó el padre con los ojos vidriosos. El médico se mantuvo firme, bajando las manos empapadas, el cuerpo entero tenso como una cuerda de piano. La calidez seguía allí, pero ahora era residual. Un eco de lo que había necesitado para mantenerse de pie. —La hemorragia está controlada… la infección se detuvo. —Su voz apenas era un susurro, más para él que para los demás—. La cirugía terminó. Un murmullo de alivio recorrió la sala improvisada. El padre cayó de rodillas, temblando, mientras los asistentes soltaron el aire que habían estado conteniendo. No dijo nada. Solo se sentó en silencio junto a la pared, con la cabeza agachada y las manos cubriéndose el rostro. El silencio que siguió fue absoluto. Ni una respiración fuera de lugar, ni un movimiento. Solo el sonido pausado y tenue del pequeño Asahi, aún con vida. La última sutura fue cerrada con precisión, un movimiento limpio, casi quirúrgico de manual, como si su cuerpo supiera qué hacer incluso cuando su mente ya amenazaba con derrumbarse. Ryohei soltó una exhalación temblorosa y retrocedió un paso. El niño seguía respirando. —¡Está… vivo! —gritó el padre, cayendo de rodillas, las manos temblorosas cubriendo su rostro, entre sollozos ahogados. El médico no respondió. Solo se quedó ahí, de pie, sin moverse un segundo más. Luego, con lentitud, se quitó los guantes quirúrgicos manchados de sangre, ahora flácidos entre sus dedos. Sus manos, por primera vez desde que comenzó la operación, temblaban. No de miedo… sino de todo lo que había contenido hasta entonces. Se giró, apoyando una palma ensangrentada sobre la pared oxidada. Cerró los ojos. Y dejó que el aire volviera a llenar sus pulmones. Su cuerpo pedía colapsar. Pero el alma… el alma seguía firme. Desde la puerta, uno de los asistentes del Florista lo observaba con los ojos abiertos como platos. Apenas se atrevió a hablar. —¿Cómo… puede seguir sin temblar? Una voz más grave, cargada de años y secretos, respondió desde la sombra del umbral. —Porque ya ha perdido demasiado —murmuró el Florista, sin apartar la vista del médico. El tigre, el médico clandestino de Kamurocho, se mantenía de pie. No por fuerza. Sino por elección. Porque ese niño viviría. Y esa… era su única recompensa. El padre de Asahi no pudo contenerse. Seguía de rodillas frente a él, con lágrimas resbalando por su rostro desgastado, y apoyó ambas manos en el suelo en una reverencia absoluta. —Gracias… gracias… ¡Mi hijo…! ¡Está vivo gracias a usted! Pero Ryohei no respondió. Sus ojos, aún fijos en el pequeño cuerpo inconsciente del niño, comenzaron a desenfocarse poco a poco. El color se desvaneció de su rostro como si, con cada latido, algo vital se le escapara desde lo más profundo del pecho. El temblor en sus manos no tardó en extenderse por sus brazos, y su respiración, antes firme por pura determinación, se tornó errática. Y entonces, sin fuerza para sostenerse ni palabras para advertirlo, simplemente cayó de lado. Su cuerpo colapsó contra el suelo con un susurro hueco, como si el aire mismo se negara a amortiguar el desplome de quien lo había dado todo. —¡Señor! —gritó el padre, alarmado—. ¡Está... está inconsciente! El Florista entró al instante. Con una rapidez que contradecía su edad, se arrodilló junto a Ryohei y le tomó el pulso. —Está vivo. Solo… agotado. Observó de cerca las palmas aún húmedas, aún cálidas. Y sintió, aunque no entendiera del todo, que algo más había ocurrido ahí dentro. Algo más allá de bisturís y vendas. —El idiota lo dio todo —murmuró. Luego se incorporó, dando órdenes con voz firme: —Llévenlo a mi oficina. ¡Rápido! Con cuidado, no lo sacudan. Y coloquen una manta sobre él, ya. Que alguien traiga agua. Los hombres obedecieron sin titubear, cargándolo con sumo cuidado mientras el Florista los seguía de cerca, sus pasos tensos, casi contenidos. No hacía falta que dijera nada: la expresión en su rostro bastaba para entender que, por primera vez en mucho tiempo, algo le importaba más que la información en sus pantallas. Durante esos minutos, el bullicio imparable de Kamurocho quedó afuera. Las apuestas, los gritos, la sordidez del Purgatorio… todo se desdibujó. Porque en esa sala improvisada, donde la sangre aún manchaba el suelo y el olor a antiséptico flotaba en el aire, la vida había ganado. Pero la victoria tuvo un precio. El tigre… había caído. La oscuridad se fue desvaneciendo lentamente, como una niebla densa que se disipaba a regañadientes. Lo primero que sintió fue el frío. No el del clima, sino el del metal debajo de su nuca y el sudor seco en su frente. Luego, el peso. El cuerpo entero, como si lo hubiera atropellado un tren y le hubieran cosido el alma de vuelta con hilo oxidado. Parpadeó. El techo era distinto al de la sala improvisada. Más alto. Gris. Cubierto de cables que se perdían entre las sombras. Cuando trató de incorporarse, el crujido de su espalda protestó como si llevara años dormido. —No te muevas tanto —dijo una voz ronca desde el otro lado del cuarto—. Aún no estás para hacer parkour entre quirófanos. Giró lentamente el rostro. El Florista estaba sentado frente a su muro habitual de pantallas encendidas. Una mostraba al pequeño Asahi, dormido sobre un catre improvisado, cubierto con mantas limpias. Una venda cruzaba su abdomen, justo donde el tigre había intervenido para tratar la peritonitis. Aunque su rostro seguía pálido, respiraba con un ritmo constante. El silencio del cuarto decía más que cualquier monitor: el niño había sobrevivido. —¿Dónde…? —murmuró, aún desorientado. —Mi oficina. O lo que sea que esto es ahora —respondió sin girarse—. Uno de los pocos lugares donde no hay sangre en el suelo. Y dónde puedo vigilar a todos los idiotas de esta ciudad… y a ti también, al parecer. Ryohei cerró los ojos un segundo. Las imágenes volvían a su mente en fragmentos: la cirugía, la presión, las vendas, la sensación de que sus manos estaban a punto de desintegrarse. Y la última imagen… el rostro del niño, pálido, pero respirando. —¿El niño? —preguntó, con voz rasposa. Finalmente, el Florista se dio vuelta. Solo lo observaba, en silencio. Sin su habitual cigarro, sin su máscara de sarcasmo. —Vivo. Estable. Y dormido como si no lo hubieran tenido al borde de la muerte hace unas horas. Su padre no ha dejado de llorar desde que lo viste. Ryohei dejó escapar el aire lentamente, como si solo entonces su cuerpo pudiera permitirse relajarse un poco. —Lo logré… —Sí. Pero a costa de dejarte hecho mierda —agregó el otro, volviendo a mirar sus pantallas—. Te desmayaste de pie. Ni siquiera eso pudiste hacer como una persona normal. Sonrió apenas, forzado. —Me gusta entrar y salir con estilo. —Creí que eras médico, no actor de kabuki —bufó con sorna, pero sin el mismo filo de antes. Había algo distinto en su tono. Una tensión más suave. Casi… respeto. Bajó la mirada a sus manos. Las vendas estaban limpias, aunque el ardor interno seguía ahí. Más leve. Como brasas aún encendidas. —¿Cuánto tiempo estuve fuera? —Lo suficiente para hacer que tres de mis hombres pensaran que habías muerto, uno se pusiera a rezar, y otro jurara que te vio brillar —respondió con sarcasmo seco—. Supongo que eso es lo que pasa cuando salvas una vida en un lugar donde todos vienen a perderlas. El silencio lo envolvió unos segundos, asimilando cada palabra. No por vanidad, sino porque esas cosas eran raras en su vida. Muy raras. —Gracias por dejarme ayudarlo —dijo al fin, con sinceridad. Lo miraron, ahora más directo. —Gracias por no dejarlo morir. Un silencio breve. Casi respetuoso. —Y Ryohei… —¿Hm? —Si algún día necesitas algo… de este lugar… o de mí… —Te lo cobrarás con interés, ¿no? —intentó suavizar la atmósfera. Pero el Florista negó con la cabeza. —No esta vez. El zumbido lejano de los ventiladores y el tenue resplandor de las pantallas lo rodeaban mientras se incorporaba lentamente. El cuerpo aún le pesaba por el esfuerzo, pero cada movimiento confirmaba que estaba en pie… y consciente. Su mente, aunque aún algo cargada por el agotamiento, comenzaba a reorganizar los eventos recientes, uno a uno, con la precisión de quien no tiene tiempo para el lujo de detenerse. Revisó su celular. Sin llamadas ni mensajes de Kiryu. Frunció el ceño. —¿Dónde está…? —Tranquilo —dijo el Florista sin despegar la vista de las pantallas—. Tiene la situación bajo control. Ryohei se giró hacia él, aún aturdido. El hombre alzó una ceja y, con un leve gesto, señaló una de las pantallas. En ella, la figura inconfundible de Kiryu se movía como un torbellino en un callejón mal iluminado. A su alrededor, varios cuerpos yacían en el suelo. Uno de ellos intentó levantarse… y fue recibido por una patada precisa que lo mandó de vuelta al pavimento. —Vaya… —murmuró el médico con una sonrisa cansada—. Él nunca deja de sorprender. El Florista apenas giró el rostro hacia él. —Y tú tampoco. Tus vendas… las cambiaron mientras dormías. Mis hombres las revisaron. Dicen que tus heridas están sanando más rápido de lo esperado —añadió sin apartar la mirada—. También te pusieron un nuevo parche en la pierna. Dijiste que no era nada, pero esa herida por poco arruina la cirugía. Ryohei alzó ambas manos, observándolas. Las vendas limpias estaban firmes, bien ajustadas. Movió los dedos con lentitud. El dolor seguía ahí… pero era soportable. Casi familiar. Luego bajó la mirada a su muslo: el nuevo vendaje estaba en su sitio, cubriendo la zona del roce de bala. —Tal vez debería caer inconsciente más seguido —murmuró con una sonrisa irónica. Se puso de pie con cuidado. El cuerpo protestó en cada articulación, pero se mantuvo firme. No era la primera vez que se levantaba después de tocar fondo. Y no sería la última. —Iré a ver al padre del niño. Si me quedo aquí mucho más, va a pensar que me escapé por la ventana. —Dudo que te culpe —respondió el Florista—. Pero sí. Creo que se alegrará de verte. Recogió su abrigo del respaldo de la silla, sacudiéndola con un leve gesto antes de ponérsela con cuidado. Luego, sacó de un compartimento oculto de su mochila un par de guantes negros nuevos. —Estos son los últimos que me quedan —murmuró para sí, mientras se los colocaba con precisión quirúrgica—. Así que más te vale no romperte otra vez, Kamurocho… Los dedos vendados encajaron perfectamente en la tela ajustada. Cerró y abrió las manos un par de veces, como para asegurarse de que aún respondían. Lo hacían. Con un poco de dolor, sí… pero también con decisión. Cruzó el pasillo silencioso del Purgatorio, aún marcado por el rastro de la cirugía: olor a antiséptico, toallas manchadas de sangre, una lámpara encendida sobre la mesa metálica improvisada. Y más allá, en una de las salas pequeñas, el padre de Asahi estaba sentado con la cabeza entre las manos, el rostro desgastado por el miedo, la espera… y la esperanza. El médico apoyó una mano en el marco de la puerta. —¿Interrumpo? El hombre alzó la vista, y sus ojos se humedecieron al instante. —No… claro que no. Por favor, pase. Ryohei entró y se sentó frente a él. Por un momento, ninguno habló. Solo compartieron el mismo aire cargado de emociones difíciles de nombrar. —Está estable —dijo finalmente—. Los próximos días serán clave, pero… sobrevivirá. Gracias a usted. Por buscar ayuda a tiempo. El hombre exhaló, como si hubiera estado conteniendo la respiración desde hacía horas. —Gracias a usted, doctor. Yo… no sé cómo podré devolverle esto. —No lo haga —respondió con una media sonrisa, quitándose el guante derecho con lentitud para frotarse el rostro, aún pálido—. No opero por gratitud. Lo hice porque tenía que hacerse. Porque si hubiera tenido la oportunidad de salvar a alguien… hace años… y no lo hubiera hecho… no me lo habría perdonado jamás. El padre lo observó, en silencio. —Perdí a mi hermano —añadió el médico, bajando un poco la voz—. Fue… como un padre para mí. Todo lo que sé lo aprendí de él. Y perdí a alguien más también… una chica. Alguien que no merecía morir así. Su voz tembló por un segundo, pero se sostuvo. —A veces creo que no salvé a ninguno de los dos… pero si puedo evitar que otro niño sufra lo mismo, lo haré. Aunque me cueste lo poco que me queda. El hombre bajó la mirada, tocando inconscientemente el borde de su ropa, como si le doliera imaginar esa pérdida. —Lo siento mucho… —No es algo que quiera olvidar —continuó—. Es parte de mí. De lo que soy. Así que cuando vi a su hijo… cuando vi su cara al sostenerlo… pensé en él. Y supe que no podía fallar. Hubo un silencio más sereno esta vez. Una pausa compartida, sincera. —Si alguna vez necesita algo… —dijo el hombre con la voz quebrada—. Cualquier cosa. Esta familia estará en deuda con usted para siempre. Asintió, aunque no lo necesitaba. Se puso de pie, ajustando de nuevo el guante. —Solo prometa algo —dijo antes de girarse hacia la puerta—. Que él crezca sabiendo que su padre hizo todo lo posible por protegerlo. Y sin esperar respuesta, salió del cuarto. El cuerpo seguía doliendo, pero por dentro… algo pesaba un poco menos. La puerta de la oficina del Florista se abrió con un chirrido leve. Kiryu ya estaba allí, de pie, brazos cruzados, mirando una de las pantallas con el ceño fruncido. Al voltear, sus ojos se posaron inmediatamente en el médico, que caminaba con paso firme, aunque ligeramente más lento, aún con rastros del esfuerzo de la operación. —¿Dónde estabas? —preguntó, directo, pero sin reproche. Ryohei se encogió de hombros, mientras se ajustaba los guantes negros recién puestos. —Salvando una vida en condiciones inhumanas… ya sabes, lo típico. Porque, aunque no tenga licencia, todavía soy médico. No juez, ni verdugo. Por más que algunos insistan en lo contrario. El Dragon de Dojima lo miró con seriedad. Sus palabras no eran heroicas, pero sí verdaderas. —Me alegra que aún lo seas, Ryo… Aunque el mundo se empeñe en empujarte hacia lo contrario. Sonrió de lado, casi aliviado. —No pienso dejar que lo logren. Kiryu entrecerró los ojos, pero esbozó una sonrisa leve. —Estás sangrando filosofía otra vez. —Me sale natural cuando no estoy sangrando de verdad —replicó con una media sonrisa mientras señalaba su muslo vendado—. Esta vez. El Florista los observó desde su asiento, sin decir mucho. Pero el leve asentimiento que dio cuando Ryohei pasó a su lado hablaba por sí solo. El de traje gris abrió la puerta y ambos salieron juntos del despacho. El bullicio del Purgatorio volvió a envolverlos: luces, gritos, música baja, mujeres ofreciéndose a los clientes y el olor espeso a cigarro y alcohol. —¿Te sientes bien para salir de aquí? —preguntó su compañero. —Después de una cirugía sin quirófano, anestesia ni equipo médico real… sí, creo que puedo manejar subir unas escaleras —dijo con ironía. Apenas cruzaron la reja exterior del lugar, el celular de Kiryu vibró. Revisó la pantalla y puso los ojos en blanco antes de contestar. —¿Reina? El otro arqueó una ceja, curioso. El ex yakuza contestó y, tras unos segundos, se llevó la mano a la frente con gesto de resignación. —Entendido… sí, ya vamos. Colgó y giró hacia su acompañante. —Reina quiere que volvamos al Serena. Urgente. —¿Pasó algo? —Date-san está… borracho. Echado en la barra. Dicen que está cantando algo de enka y pidiendo más hielo que whisky. Ryohei soltó una carcajada, y por un instante pareció que toda la tensión del día se deshacía. —Ese hombre es un peligro sobrio, pero borracho… vamos, Kazuma. Antes de que se quede dormido encima del perro. —No lo digas muy alto, que lo hace. Y así, entre bromas y pasos compartidos, el Dragón y el Tigre se alejaron del Purgatorio… rumbo a casa. El taxi avanzaba por las calles húmedas de Kamurocho, mientras las luces de neón rebotaban en los vidrios como luciérnagas embriagadas. En el asiento trasero, Ryohei iba recostado ligeramente hacia un lado, con la cabeza apoyada en el cristal, mirando las luces pasar. A su lado, Kiryu cruzaba los brazos, relajado, pero con la mirada fija al frente, como si leyera la ciudad. —Así que el hijo del Florista tuvo su “final feliz” —comentó, rompiendo el silencio. —Si es que le puedes llamar “feliz” a meterse con la hija de un yakuza y casi terminar con la cara estampada en una máquina de pelotas —respondió Kiryu, con una leve mueca. —Los jóvenes son un dolor en el culo que te lo encargo —soltó con media sonrisa. El Dragón lo miró de reojo y dejó escapar un bufido entre la nariz. —Mira quién habla como viejo… —¡Ey! Yo sigo en mi mejor momento —chasqueó la lengua—. El viejo acá eres tú. —Tú tienes una pierna baleada, las manos vendadas y te desmayaste hace un par de horas. —Y aún así me mantengo de pie. ¿Ves? Vitalidad pura, Kazuma. Kiryu soltó una risa nasal. —Touché. Ambos se rieron. No como hombres que cargaban el peso de Kamurocho sobre los hombros, sino como los viejos amigos que una vez fueron, antes del caos. —Así que operaste en el mismo Purgatorio —comentó tras un momento, sin dejar de mirar por la ventana. —No podía dejar que Asahi muriera así —dijo el médico con la voz más baja—. Tenía que hacerlo. Aunque fuera en condiciones miserables. Aunque me costara quedarme sin nada. El ex yakuza giró la cabeza hacia él. Lo miró un segundo más de lo necesario. —Me enorgulleces, Ryo. Ladeó la cabeza apenas. Esa palabra… “orgullo”. De Kiryu. Hacía años que no la escuchaba dirigida a él. —Lo tomaré como la medalla de honor del día. —Más te vale. Un pequeño silencio se instaló, cómodo. —¿Y qué hay de ti? —preguntó con tono más relajado—. Supe que alguien casi te parte el rostro… otra vez. —Ya no me parten tan fácil —respondió el dragón—. Y menos si tengo un Tigre listo para lanzarse desde el techo con una patada giratoria a lo anime. —Tōbu Shissoku Kai... Tora no Hōkō —corrigió con un tono dramático. —Sí, eso… La próxima vez avísame antes de gritarlo, casi creo que estabas casteando magia. —Uno de estos días lo haré con luces y música de fondo. ¿Tienes idea de lo que eso haría por mi reputación? —Que la destruye por completo —respondió su compañero, sin inmutarse. Ambos soltaron una carcajada, sincera. —Prométeme algo, Ryo. —Dime. —Cuando todo esto acabe… una buena botella. En tu apartamento. Solo tú y yo. Nada de explosiones, ni cuchillas, ni jefes locos. —Una noche sin caos. Me suena a milagro en Kamurocho —asintió—. Pero acepto. A condición de que la botella sea buena. No esa porquería que vendía Nishida en el viejo club. —Trato hecho. El taxi se detuvo frente al Serena. Kiryu pagó con un gesto automático. Bajaron del auto, y desde la entrada ya se oía una voz desafinada entonando lo que parecía ser una canción en enka... arrastrada y con más emoción que ritmo. —¿Date-san? —preguntó Ryohei, con una ceja en alto. Kiryu suspiró. —Nos espera un detective tirado en la barra… y probablemente llorando por su ex. —¿Le dejamos una manta y nos llevamos a Haruka? —Y al perro. —Y la botella. Kiryu lo miró. —Tú no pierdes el foco nunca, ¿eh? —Soy médico. Pero también sé que después de todo esto, merecemos una buena noche. Con menos sangre… y más sake. Y juntos, subieron las escaleras del Serena. La puerta del bar se cerró detrás de ellos con un suave clic, seguido por un largo y arrastrado quejido que venía desde la barra. —Menos mal que llegaron… —suspiró Reina, alzando las cejas mientras cruzaba los brazos—. Date-san se pasó con el whisky mientras los esperaba. Está ahí desde hace más de una hora. El detective estaba desplomado contra la barra, tarareando una melodía con la precisión vocal de un tren descarrilado. Una botella de whisky medio vacía reposaba a su lado, junto con un vaso a medio derramar. El Dragón se acercó, lo observó con una mezcla de resignación y sorpresa, y levantó la botella. —¿Ha estado bebiendo esto? —frunció el ceño—. ¿Qué demonios ha pasado? —¿Quién sabe? —respondió la bartender, encogiéndose de hombros—. De seguro también tiene sus propios problemas. Aunque no los va a resolver ahogándolos en alcohol barato… Justo en ese instante, el celular de Date vibró sobre la barra. En la pantalla, parpadeaba un nombre: Saya. Reina y Ryohei intercambiaron miradas y, casi al unísono, hicieron un gesto claro con las manos: “Contesta.” Kiryu suspiró, tomó el teléfono y contestó con un breve "¿Hola?" Una voz estalló del otro lado, furiosa y juvenil: —¡¿Por qué siempre me dejas plantada, maldito viejo inútil!? ¡No te soporto! Y colgó. Silencio. —¿Quién era? —preguntó con una ceja arqueada. El de traje gris miró la pantalla del celular, como si aún esperara que el teléfono se disculpara por la agresión. —Una mujer llamada Saya… Parece que Date-san la dejó plantada. Ella se llevó una mano a la frente, negando con la cabeza. —Saya es su hija —explicó—. La mencionó antes de desplomarse en la barra… Supuestamente iban a encontrarse cerca de aquí. —¿Cerca de aquí? —preguntó Kiryu. —Sí, ¿conoces el callejón justo enfrente del parque público número tres? Ese parquecito medio escondido detrás del restaurante chino. Asintió con familiaridad. —Claro, lo conozco. Kiryu soltó un suspiro largo y profundo, ese que solo los hombres que pelean con la yakuza y los dramas familiares conocen. —¿Y ahora qué hacemos? —dijo con media broma—. ¿Quién va a ir a ver a Saya? El de traje gris cerró los ojos por un segundo. —Ya parezco el recadero de todos… —gruñó. Luego miró a su amigo—. Ryo, ¿puedes quedarte aquí? ¿Conocerás algo para… quitarle esto? Sonrió, ladino. —Tengo más años como bartender que como médico, Kazuma. Créeme, sé cómo revivir a un cadáver… aunque solo sea hasta la siguiente resaca. —Perfecto. Cualquier cosa, llámame. —Ve tranquilo. Yo me encargo con Reina. Ya he tratado pacientes más tercos que Date-san. Aunque... no muchos. Kiryu salió por la puerta con paso firme, una misión más en la lista de favores no planeados. Mientras tanto, Ryohei se arremangaba ligeramente, ya sacando una pequeña bolsita de sales y un exprimidor de limón que Reina guardaba para emergencias. —Hora de desintoxicar al detective… otra vez. —No lo mates —dijo Reina, sirviendo agua en un vaso limpio. —Solo lo haré sudar un poco. Así quizá aprenda la lección. Ambos compartieron una sonrisa cómplice mientras Date murmuraba en su semisueño algo sobre motocicletas y jefes de policía… El borracho tarareaba, sumido en su melodía desentonada, con la frente apoyada contra la barra. Un hilo de baba amenazaba con caer sobre el mármol, pero Ryohei lo atrapó justo a tiempo con una servilleta, demostrando reflejos sorprendentes para alguien que operó horas atrás. —Necesitamos… algo fuerte —dijo, evaluando la situación como si el detective fuese un paciente en estado crítico. —¿Fuerte? ¿Como un trago o como una medicina? —preguntó Reina, con una ceja alzada. —Ambos —respondió el médico, abriendo uno de los compartimientos bajos de la barra—. ¿Aún guardas jugo de tomate, limón, jengibre y ese licor herbal de Okinawa? Ella se rió. —¿Qué, vas a hacer tu famoso Revive Muertos? —No, Reina… esto necesita más que eso. Vamos a preparar el Elixir del Olvido Absoluto. —¿Nombre nuevo? —preguntó Haruka, que se acercaba descalza con el cachorro en brazos, observando con curiosidad. —Un nombre digno de leyenda —respondió Ryohei con solemnidad, como si de verdad acabara de crear una pócima sagrada—. Sólo se usa cuando alguien se pasa de las cinco copas, arruina una cita, y amenaza con cantar enka a las tres de la mañana. —Entonces es exactamente este caso —murmuró la mujer, buscando los ingredientes. Haruka dejó al perrito en el suelo, que se acurrucó junto al sillón, y se asomó a la barra. Observó al médico añadir con precisión quirúrgica una pizca de sal, unas gotas de extracto de jengibre, y lo que parecía un líquido espeso y verdoso sacado de una botella sin etiqueta. —¿Eso qué es? —preguntó ella, entre fascinada y asustada. —Secretos de bartender. Y de médico clandestino. —No levantó la vista mientras agitaba el contenido como un maestro de pociones. —Pareces… un mago —comentó la niña, con los ojos muy abiertos—. Uno de esos que prepara brebajes raros en calderos. Reina rió por lo bajo, cruzando los brazos con una sonrisa juguetona. —¿Un mago? No sé… tiene más pinta de ese profesor de pociones serio y silencioso, que siempre oculta más de lo que dice. Ryohei levantó una ceja, sin dejar de remover el vaso medidor con precisión. —Genial. Ya soy el tipo sombrío que da clases en las sombras y nunca sonríe. —Si empiezas a hablar en acertijos, nos preocupamos —añadió Reina, guiñándole un ojo. Terminó la mezcla, coló el contenido en un vaso corto, y lo colocó frente al detective. Este seguía desplomado sobre la barra, emitiendo apenas un ronquido apagado, cuando el médico colocó con precisión el pequeño vaso frente a él. Un líquido ámbar, espeso, con un brillo casi antinatural y un aroma penetrante a raíz, hierbas secas y algo… indefinible, se agitaba dentro. Haruka se acercó con cautela, olfateando el contenido desde la distancia. —Huele como… a medicina vieja —susurró, arrugando la nariz—. O a esos remedios raros que un mago inventaría en una novela. La bartender rió por lo bajo mientras Ryohei se cruzaba de brazos, fingiendo gravedad. —Le llamo “Elixir del Olvido Absoluto”. No cura el remordimiento, pero despeja la borrachera con un golpe emocional. —¿Estás seguro de que no lo matará? —Casi totalmente seguro —respondió con un gesto de media sonrisa—. Un 85% de efectividad, con margen de error aceptable para emergencias alcohólicas. Con un empujoncito bien calculado, vertió el líquido entre los labios adormecidos del dormido. Un par de segundos de silencio… y entonces, el veterano se incorporó de golpe con un quejido entre sorprendido y angustiado. —¡Gkh! ¿¡Qué demonios…!? Miró alrededor desorientado, luego se pasó una mano por la cara sudada y pálida, respirando agitadamente. —¿Dónde estoy…? ¿Qué día es? —Volviste al mundo de los vivos —comentó el sanador con calma, recogiendo el vaso vacío. El afectado se tambaleó un poco, apoyándose en la barra con ambas manos. —No sé si resucité… o si este brebaje me mató y me trajo de vuelta. —Al menos funcionó —dijo el improvisado barman, sirviendo agua—. Ahora sí puedes ir a arruinar tu vida… con plena conciencia. La niña solo lo miraba con los ojos bien abiertos, aún maravillada. —Definitivamente eres un mago, Ryohei-san. Él chasqueó la lengua, suspirando. —Ya empezamos otra vez… Y mientras el revivido intentaba recomponer su dignidad, parpadeando con una expresión más cercana a la resaca moral que a la alcohólica, el doctor esbozó una leve sonrisa. A veces, ser el “Sanador de la party” también tenía su encanto. —¿Yo… tomé whisky? —Oh, sí. Y casi arruinas la vida amorosa con tu hija —dijo Reina, señalando el teléfono aún encendido. El aludido soltó un quejido. —Genial… Haruka le sonrió con inocencia. —Al menos no te moriste. —Gracias, pequeña —murmuró con tono resignado—. Siempre tan positiva. El celular vibró con un zumbido breve. El médico lo sacó del bolsillo, leyó el mensaje de Kiryu y frunció el ceño. —Saya está con un chico en el Stardust… —murmuró. Luego alzó la voz—. Kazuma necesita que lo acompañe allá. Antes de que pudiera decir algo más, el detective —recién recobrado— se puso de pie con torpeza, tomó su chaqueta arrugada de la barra y salió del Serena sin decir una sola palabra. —¡Date-san, espera! —llamó, pero ya era tarde. La puerta se cerró de golpe tras él. —Mierda… —murmuró. Agarró su bolso y se giró hacia Reina y Haruka—. Vuelvo luego. Solo… esperen aquí. Y sin más, salió corriendo tras él. El neón del Stardust brillaba con intensidad cuando Ryohei llegó. Apretando los dientes por el ardor en su pierna herida, se abrió paso hasta la entrada, sacó su pase VIP con su nombre grabado en metal pulido y lo mostró al portero sin mediar palabra. El guardia asintió con respeto y lo dejó entrar. La escena ya se estaba desarrollando cuando cruzó las puertas del club. El mayor estaba en medio del salón, la mandíbula apretada, mirando con furia contenida a una joven de vestido blanco sentada junto a un chico joven. Saya. Shota. —¿Date-san? —susurró el Dragón, ya en el lugar. —No pude detenerlo… —llegó a su lado, respirando agitado—. Lo siento. —Tranquilo, Ryo —respondió el otro sin quitar la vista del drama en desarrollo—. Pero al menos se recuperó de la borrachera. —Por algo Haruka dice que parezco un profesor de pociones. Kiryu ladeó la cabeza, confundido. —¿Un qué? —Nada… olvídalo. Ambos se mantuvieron atentos. Y entonces, estalló. —¡Saya! —vociferó el hombre, avanzando hacia ella. La joven lo miró sorprendida, pero su expresión pronto se transformó en enojo. —¿Papá? Un anfitrión del club intentó intervenir. —Señor… por favor, estamos trabajando… —¡Apártate! —gruñó el recién llegado, empujándolo al suelo sin miramientos. —¡Shota! ¿Estás bien? —Saya se agachó junto al joven, furiosa. —¿Qué haces aquí, Saya? —preguntó su padre, la voz quebrada entre la rabia y la vergüenza. —¿¡Qué hago aquí!? ¿¡En serio!? —espetó ella, de pie, con el rostro encendido—. Me prometiste que nos veríamos. Me dejaste plantada… otra vez. —Yo… —¡Siempre es lo mismo! —continuó—. Cuando nos vemos, ni me hablas. Me tratas como si te aburriera. Como si no supieras qué hacer conmigo… Pero apenas me alejo, ahí estás. Gritando. Ordenando. Juzgando. —Saya… —intentó decir, con la voz rota. Pero ya era tarde. Ella tomó su bolso con movimientos rápidos, casi temblorosos. —Me voy a casa. Y se marchó entre la multitud, dejando al detective de rodillas en medio del salón, con las manos cubriéndose la cara, derrotado. Los otros dos se miraron en silencio. No había juicio, solo comprensión. Cierta empatía compartida por las heridas que no siempre se veían. Pero entonces, un grito cortó el aire. —¡Oye! ¿¡Qué están haciendo!? La voz de la joven, alarmada, se oyó desde la calle. —¡Saya! —exclamó su padre, corriendo hacia la salida. Ambos lo siguieron de inmediato, sabiendo que esa noche… aún no había terminado. La noche había caído por completo sobre Kamurocho, envolviendo las calles en un velo de luces artificiales, neón parpadeante y promesas rotas. El bullicio del Stardust quedó atrás cuando las puertas del club se cerraron. Pero la verdadera tensión los aguardaba apenas unos pasos más allá. Un grito agudo cortó el aire como una navaja. —¡Suéltenme! —la voz femenina se alzó con desesperación. En plena acera, dos hombres corpulentos, con vestimenta barata y expresión arrogante, la sujetaban con fuerza por los brazos. Ella forcejeaba, con el bolso colgando a medio abrir y el rostro descompuesto por el miedo. —¡Cállate, mocosa! —gruñó uno, apretándole el brazo con brusquedad. El mayor fue el primero en reaccionar. Sus pasos resonaron contra el concreto mientras se acercaba a zancadas, con los ojos desorbitados por la furia. —¡Oigan! —vociferó—. ¿¡Qué están haciendo!? Uno de los matones lo miró con suficiencia, sin soltar a la muchacha. —¿Algún problema, viejo? —¡Suéltenla de inmediato! —exclamó el veterano, el puño ya cerrado. El otro rió con tono rasposo. —Yo creo que no… Esta zorra le debe a nuestro club un montón de dinero. Y si no tiene cómo pagar… bueno, que empiece a ganárselo de otra forma. Saya intentó apartarse con todas sus fuerzas, pero el tipo no se inmutó. —Vamos a grabar un videíto. El primero es gratis. Luego cobramos la suscripción. —Se volvió a él con sonrisa sádica—. Si quieres la versión premium, hace tu reserva, viejo de mierda. El golpe llegó antes de que terminara la frase. El padre lo estrelló contra la pared con un puñetazo directo al rostro, haciendo que soltara a la chica en seco. El segundo intentó abalanzarse, pero apenas dio un paso cuando una sombra lo interceptó. Ryohei apareció como un relámpago. Su pierna giró en el aire, conectando una patada directa al pecho que lo mandó al suelo como un saco de papas. Kiryu lo siguió un segundo después, rematando con un golpe al abdomen del primero, que ya intentaba reincorporarse. Ambos quedaron de pie entre la joven y los agresores, espalda con espalda como en una coreografía ensayada con años de confianza. El detective, aún recuperando el aliento, los miraba atónito. —¿Kiryu? ¿Tachibana? Pero… ¿cómo…? —Después hablamos, Date-san —dijo el Dragón con voz baja, los ojos fijos en los hombres que intentaban levantarse. —Déjanos esto a nosotros —añadió el médico, sacudiendo los hombros como si acabara de salir de una siesta—. Estoy un poco oxidado, pero creo que me alcanzará. Uno de los sujetos escupió sangre, tambaleándose hasta quedar erguido. —Malditos vejestorios… más les vale haber escrito sus testamentos. Kiryu avanzó un paso, la sombra del Dragón danzando en su mirada. —¿Listo, Tigre? El otro soltó una carcajada corta, flexionando los dedos con naturalidad. —Operé en un cuarto oxidado sin anestesia… Esto es un paseo por el parque, Dragón. Y entonces, el mundo se detuvo. El bullicio de Kamurocho, las luces de neón, la sordidez de la noche… todo se desvaneció por un instante. Porque allí, en la esquina sucia de un barrio corrupto, dos hombres se alzaban como guardianes silenciosos. Uno había sido el Dragón. El otro, el médico caído que aprendió a luchar como una bestia herida. Y juntos… Iban a rugir.
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