ID de la obra: 962

Yakuza Kiwami - El Tigre que Nunca Rugió

Gen
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
525 páginas, 169.963 palabras, 21 capítulos
Descripción:
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Donde el Fuego no Perdona

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Capítulo 16

“Donde el Fuego no Perdona”

El Purgatorio los envolvía en su humedad constante y su penumbra saturada de murmullos. Las luces parpadeaban con la cadencia de un viejo sistema eléctrico, y los relojes, como testigos antiguos, marcaban cada segundo con el peso de la urgencia. Mientras avanzaban por los pasillos en dirección al escondite que el Florista les había cedido días atrás, el silencio era espeso. El Dragón de Dojima caminaba con paso decidido, el ceño fruncido y la mirada fija hacia adelante. Su mandíbula se tensaba con cada sonido lejano del subsuelo. A unos pasos, el médico lo observó un momento con disimulo, apoyado contra la pared, los guantes aún puestos, el abrigo ligeramente abierto. —Lau Ka Long… —rompió el silencio, con voz baja, mientras seguían caminando—. Es el mismo tipo que te… —Sí. —Kiryu no lo dejó terminar. Su mirada seguía fija al frente, imperturbable—. El mismo que me torturó hace doce años… y ahora tiene a Haruka. Un silencio denso volvió a colarse entre ellos, como una sombra que no se quitaba de encima. —La vamos a salvar, Kazuma —dijo su compañero, con convicción tranquila—. Lo juro. El otro bajó un poco la cabeza, respiró hondo. —Ryo… —hizo una pausa, como si lo que estuviera a punto de decir pesara más que todo el trayecto—. Cuando lleguemos a ese sitio… entraré solo. El médico giró el rostro, con una ceja arqueada y una expresión incrédula mientras avanzaban. —¿De qué demonios estás hablando? Kiryu se obligó a mirarlo. En su mirada no había dureza, sino decisión. Determinación pura. —Ese hombre… lo que hizo conmigo hace años… Lo que casi me rompe. Esta vez lo enfrentaré de frente. Solo. Ya no soy el mismo de antes. —¿Y si sales herido? ¿O peor? ¿Quieres que recoja tus pedazos en una bolsa médica? —Si eso pasa —interrumpió con un atisbo de sonrisa nostálgica—, tengo a mi médico personal. Ya me cosió una vez… lo haría de nuevo ¿no? El Tigre lo sostuvo con la mirada un instante más. Larga. Densa. Peligrosamente honesta. —Dices eso como si no te encantara la idea de volver a desnudarte frente a mí para que te cosa. Kiryu no se rió… pero su sonrisa estuvo ahí. Pequeña. Real. —Extrañaba eso de ti —murmuró. —¿Mi sarcasmo o mis manos? —Ambos. Ryohei resopló, girando la vista hacia adelante mientras seguían su marcha. —De acuerdo. Pero ni se te ocurra hacerte el héroe si no hace falta. Te esperaré afuera. Si vienen refuerzos… los dejaré sin rodillas. —Te lo agradezco. Y aunque el subsuelo de Kamurocho murmuraba a su alrededor, no hacía falta decir más. Eran el Tigre y el Dragón, una vez más… listos para caminar directo hacia el fuego. La ciudad aún olía a humo y electricidad, como si el eco de la conversación anterior se hubiera quedado impregnado en el aire. A medida que se acercaban, la figura del detective se hizo visible junto a la entrada, con las manos en los bolsillos y el rostro fruncido como de costumbre. —Ahí están… —dijo Date al verlos llegar—. ¿Y bien? ¿Qué han averiguado? Kiryu se adelantó un paso, sin perder tiempo. —La gente que se llevó a Haruka… fueron los Snake Flower Triad. —Eso dijeron los pandilleros —añadió el médico, ya acomodándose los guantes—. Mencionaron a Lau Ka Long… y que está en el Chinatown de Yokohama. —¿Lau Ka Long? —el detective apretó los dientes y bajó un poco la voz—. Maldita sea… Si es él, esto es más serio de lo que pensábamos. —Ahora mismo iremos para allá —afirmó el Dragón, con el tono de quien ya había decidido hace rato. —En ese caso, será mejor prepararse. Si de verdad se trata de esa triada, no sabremos lo que nos espera allá —el mayor se pasó una mano por el rostro, ya visiblemente preocupado. —Por mi parte, estoy listo —dijo el otro, con una calma casi ofensiva—. Tengo vendas, bisturís y una cucharita afilada. —Yo también —agregó el ex yakuza, cruzado de brazos. —Denme diez minutos y partiremos —concluyó Date, dándose media vuelta para organizar lo necesario. Durante esos minutos de espera, mientras el reloj colgado en la pared marcaba el paso lento del tiempo, Kiryu rompió el silencio con una pregunta cargada de genuina curiosidad. —Ryo… en el Debolah… —¿Qué pasó en el Debolah? —preguntó él sin mirarlo, entretenido en acomodar sus utensilios en el bolso. —Usaste un bisturí para intimidar a uno de esos gemelos, ¿cierto? —el Dragón lo observaba de lado—. Algo vi mientras azotaba al otro contra la mesa. El médico giró lentamente la cabeza hacia él con una media sonrisa. Luego, con un gesto casi teatral, metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó… una cucharita de té plateada, pulida hasta brillar. —¿Este bisturí? —dijo, alzándola. Kiryu entrecerró los ojos. —¿Una cuchara? —Jamás mancharía uno de mis preciados instrumentos quirúrgicos amenazando a un payaso teñido de rojo —respondió con fingida indignación—. Esto es psicología del metal frío, Kazuma… Cuando ves una cuchara pegada al cuello y alguien te habla con tono clínico, tu mente rellena los vacíos. —¿Y funcionó? —Funcionó. Se desmayó del puro miedo —dijo con orgullo, guardando la cucharita como si fuera un arma legendaria—. ¿Quién necesita anestesia cuando puedes implantar terror? Kiryu negó con la cabeza, pero una sombra de sonrisa se le escapó entre el gesto serio. —Tu maestro tenía razón… —murmuró—. Tu experiencia te enseñó a adaptarte al entorno como pocos. Ryohei arqueó una ceja, divertido. —¿Eso fue un cumplido, una crítica… o una advertencia? —Las tres —replicó el otro, cruzando los brazos—. Aunque aún no supero lo de la cuchara… El médico se encogió de hombros con fingida modestia. —La medicina es arte, Kazuma. Y yo soy un artista… multifuncional. Ambos se miraron un momento, cómplices. En medio de ese humor improbable, la tensión de la misión se volvía más soportable. Porque en el filo de la tormenta, una sonrisa podía ser más efectiva que una espada. Pero sabían que esa tregua era breve, apenas un respiro antes del rugido. Pronto tendrían que enfrentarse a los fantasmas del pasado… y Haruka no podía esperar. Los minutos se deslizaron como hojas arrastradas por el viento, y la calma fingida del Purgatorio comenzó a resquebrajarse. El reloj marcó el final de la cuenta regresiva. Diez minutos… y ningún segundo más. Desde la entrada del parque subterráneo, el sonido de un motor encendiéndose cortó el silencio. Date apareció bajo la luz mortecina de los fluorescentes, con las llaves girando en un dedo y una expresión tensa pero resuelta. —El auto está listo —dijo, con voz firme—. Vayan subiendo. Cuanto más rápido salgamos, más rápido la encontraremos. El Tigre se ajustó los guantes con un movimiento mecánico, casi ritual. El Dragón simplemente asintió y caminó a su lado. No necesitaban palabras. Sus pasos ya hablaban por ellos. El vehículo avanzaba por la autopista con dirección a Yokohama. Afuera, la ciudad pasaba como un espejismo de luces temblorosas y sombras alargadas. Dentro del auto, el ambiente era más denso que el aire frío de la noche. El detective conducía con el rostro serio, atento a la carretera. El ex yakuza iba en el asiento del copiloto, los brazos cruzados y la mirada perdida en la ventanilla. Atrás, el médico observaba el reflejo de ambos en el cristal. —Lau Ka Long… —murmuró el mayor con el ceño fruncido—. Jamás pensé que la Triada volvería a aparecer… menos en algo como esto. Kiryu asintió lentamente. No dijo nada. —Tranquilo —añadió su amigo, intentando suavizar la tensión—. Van tras el colgante, no tendrían motivos para herir a Haruka. Hubo un momento de silencio, hasta que la voz de Kiryu emergió como un suspiro reflexivo. —Haruka vino buscando algo que nunca tuvo… Una madre a la que apenas conoce. Llegó sola a Kamurocho solo para encontrarla. El conductor cerró los ojos un instante. Las imágenes le cruzaban la mente como fragmentos rotos: la pequeña figura corriendo, su voz, su mirada perdida y determinada. —Una niña… —continuó Kiryu—. Todo su impulso era saber dónde estaba su madre. Nada más. Todo lo demás… fue consecuencia. —Es verdad —dijo Date, con un tono más bajo. Kiryu apretó los puños sobre sus rodillas, sin apartar la vista del camino. —Cuando me enteré de que se había ido por voluntad propia… —su voz se quebró apenas—. Me recordó a mí mismo, hace diez años. El médico levantó la mirada, atento. —¿Algo de hace diez años? —Sí —dijo el Dragón, con la voz ahora firme, pero envuelta en gravedad—. Esa sensación de cargar con todo… solo. De intentar proteger lo que amas, aunque eso signifique aislarte del mundo entero. Pensé que lo hacía por ellos. Pero… quizás solo estaba huyendo. Las palabras quedaron flotando. En el asiento trasero, Ryohei bajó la mirada. Ese mismo sentimiento… también lo había conocido. A lo largo de una década llena de cicatrices, sombras, diagnósticos clandestinos y noches en soledad, había caminado por esa misma cuerda floja. A veces creyendo que protegía a otros… cuando en realidad solo se protegía de sí mismo. —Kazuma… —dijo con suavidad. —No pude quedarme a mirar cómo el destino le arrebataba todo —continuó su compañero, sin detenerse—. Creí que estaba haciendo lo correcto al construirle una mentira que la alejara del dolor. Pero debí haber tenido el valor de enfrentar ese destino de frente… de confiar en ella. El otro asintió apenas, como si esa confesión tocara una cuerda invisible en su interior. —Un hombre desesperado por proteger lo que ama… debería poder sobreponerse. Lo entiendo ahora. ¿Por eso me dijiste que no estaba solo, cuando colapsé? Kiryu giró el rostro, mirándolo por el retrovisor con una sombra de sonrisa en los labios. —Algo así… no solo contigo, Ryo. Sino con todo. Lo dije porque era verdad. Las palabras se instalaron con suavidad, pero con peso. El médico bajó la mirada, tocando distraídamente los bordes de los guantes que cubrían sus manos, como si procesar todo eso requiriera de un gesto físico. —Mizuki ya no está… —murmuró el ex yakuza—. Y Haruka… con lo pequeña que es, está luchando. A su manera, con todo su corazón. No puedo permitir que esa lucha sea en vano. Me arriesgaré. Haré lo que tenga que hacer para protegerla. —¿Y piensas hacerlo solo? —replicó Ryohei, alzando la vista. Su tono, suave, pero cargado de firmeza—. Porque si tengo que repetírtelo por décima vez, lo haré: no estás solo. Tú también mereces que alguien luche contigo. El otro lo miró con atención. Una pausa. Luego, esbozó una sonrisa breve. Casi imperceptible. —Eso está claro. Y aunque el auto siguió avanzando hacia Yokohama, y la noche afuera se volvía cada vez más profunda, en el interior del vehículo algo se afianzaba. Un vínculo, forjado en silencios, cicatrices y palabras que no siempre necesitaban ser pronunciadas. La bruma salobre del puerto de Yokohama se mezclaba con el aroma intenso de especias, incienso y aceite caliente que flotaba en el aire del barrio chino. Faroles rojos colgaban en filas interminables sobre los callejones angostos, y los carteles con ideogramas dorados destellaban bajo la luz artificial de neón. Gente iba y venía, turistas y locales mezclándose con naturalidad, sin sospechar que, entre los muros de aquel entorno colorido y vibrante, se escondía uno de los focos más peligrosos del crimen organizado asiático. El vehículo se detuvo con suavidad frente a un restaurante de fachada tradicional, con cortinas bordadas y una placa de piedra tallada con dragones que custodiaban la entrada. —Este es el lugar —dijo el detective mientras apagaba el motor—. La sede de la Snake Flower Triad. Kiryu salió del auto sin prisa, observando con atención el edificio. A su lado, el médico ajustó los guantes como si sintiera el aire denso apretar más de lo normal. —Sí… —asintió el Dragón—. Todo encaja. El mayor los miró, percibiendo la tensión creciente en los rostros de ambos. —¿Van a entrar los dos? Kiryu negó con la cabeza, sin apartar la vista de la entrada. —No. Entraré solo. Ryo me cubrirá desde aquí. —¿Entonces…? —preguntó el detective, frunciendo el ceño. —Odio decirlo, Date-san, pero… solo me estorbarías. Esto es algo que debo hacer solo —la voz del Dragón era firme, sin espacio para negociación. El mayor suspiró con frustración contenida. —Ryo… deberías detenerlo. El médico cruzó los brazos y ladeó apenas la cabeza, con esa media sonrisa cansada que solía usar para no mostrar preocupación. —¿Para qué? Ya lo hablamos antes de llegar. Está decidido. —Pero… —Date hizo una pausa, bajando la mirada un segundo—. Demonios… tenían que ser ustedes. Directos como siempre. Pero lo entiendo. Kiryu asintió con respeto, su gesto más amable antes de dar un paso hacia la puerta. —Lo siento —murmuró. —Te esperaremos acá —dijo su compañero, sin perderlo de vista. El Dragón de Dojima desapareció tras las cortinas del restaurante, envuelto en el incienso denso y la penumbra de lo inevitable. El detective se quedó en silencio unos segundos más, observando la entrada como si pudiera ver a través de las paredes. —No mueras, Kiryu… —murmuró. Y con solo el murmullo del barrio chino se atrevió a seguir sonando. El aire en Chinatown estaba cargado de especias, humo de cocina y algo más denso: tensión. Afuera del restaurante, el mayor se apoyaba en el costado del auto con los brazos cruzados, mientras Ryohei, a unos pasos, encendía un cigarro con movimientos lentos, casi ceremoniales. La brasa iluminó brevemente su rostro, resaltando las ojeras y el cansancio acumulado bajo la mirada aguda. —Estás demasiado relajado para lo que está pasando allá dentro —comentó Date, lanzando una mirada hacia la entrada del local donde el ex yakuza había desaparecido minutos atrás. El médico exhaló el humo con lentitud, como si cada bocanada fuera un esfuerzo por mantenerse centrado. —Te mentiría si te digo que lo estoy. Pero necesitaba fumar para mantener la mente despejada. De lo contrario, estaría entrando con Kazuma… y sabes que no es lo que acordamos. El detective sonrió con cierta resignación. —¿Puedo preguntarte algo? —Si es para invitarme a salir, lamento decirte que no me van los maduros, aunque yo parezca uno —respondió el médico, sin perder el tono irónico. —Idiota… no es eso —gruñó el otro, carraspeando antes de volver al tema—. ¿Has investigado el asunto de las denuncias falsas en tu contra? Lo del doctor Hiyoshi… y lo de Yuko Nishikiyama. Todo esto huele a algo mucho más grande. Ryohei dio una última calada a su cigarro, luego lo lanzó al suelo y lo apagó con el zapato. —Lo pensé, claro que lo pensé. Pero he estado tantos años lidiando con mi propia desesperación que… no he hecho absolutamente nada. —¿Entonces te rendiste? —No, Date-san. No me rendí —replicó, esta vez sin ironía. Su tono era áspero, cargado de una sinceridad cruda—. Pero dime tú, ¿cómo peleas contra un sistema controlado por una familia yakuza con tentáculos en todas partes? Para el resto del mundo, soy un criminal más. Un médico clandestino. Nadie quiere escuchar lo que tenga que decir. El silencio volvió a apoderarse del ambiente, solo interrumpido por el murmullo lejano del barrio y el vapor de los puestos callejeros. —Puedo intentarlo. Puedo pelear… pero primero, tenemos que salvar a Haruka —agregó con firmeza. —Sería más fácil si tuvieras una confesión directa —dijo el detective—. Algo que vincule las denuncias con Murakado o Nishiki. Algo que pruebe que lo armaron todo contra ti. El otro ladeó la cabeza, la sombra de una sonrisa amarga cruzando sus labios. —¿Qué esperas? Que uno de ellos diga de la nada: "Sí, fuimos nosotros los que armamos las pruebas falsas y matamos al doctor Hiyoshi” Incluso si lo hicieran… sin pruebas sólidas, no servirá de nada. Palabras contra un sistema que ya me marcó. El mayor se quedó en silencio, digiriendo cada palabra. Y entonces, como una sentencia, el eco de disparos estalló desde dentro del restaurante. Ambos giraron de inmediato, los sentidos en alerta. —¡Kazuma! —murmuró el médico, ya dando un paso hacia la puerta, cuando un grupo de figuras emergió desde el callejón lateral. Hombres armados, vestidos con trajes oscuros. Uno de ellos llevaba una katana envainada. En las solapas de sus trajes brillaban discretamente los pines con la flor de la Triada. Y al frente, sonriendo con la arrogancia de quien cree tener todo bajo control, caminaba Itsuki Murakado. —Vaya, vaya… —murmuró con su tono habitual, teatral y despiadado—. Qué conveniente encontrarlos aquí. Justo a tiempo para ver cómo el pasado cobra sus cuentas… y cómo el presente se desmorona. El Tigre apretó los puños, pero no se movió. No todavía. Porque si algo había aprendido en todos estos años… es que la venganza sabía mejor cuando se servía en el momento justo. El aire era denso, casi sólido. Incluso el bullicio lejano del barrio chino parecía desvanecerse, como si el mundo, por un instante, supiera que lo que estaba a punto de ocurrir allí era demasiado íntimo, demasiado personal, para ser interrumpido. —¿Qué haces aquí? —preguntó el médico con voz baja, tan afilada como una hoja quirúrgica—. ¿Frustrado por lo del Stardust? ¿Te dolió no obtener el colgante? Murakado sonrió con arrogancia. Una mueca torcida y burlona se dibujó en su rostro mientras se detenía a unos pasos, las manos enterradas en los bolsillos del abrigo, como si su sola presencia bastara para imponer respeto. —¿Frustrado? Nah… Digamos que lo inevitable se retrasó un poco, Tachibana. Esos idiotas de negro eran carne de cañón. Nunca planeé que ellos fueran quienes completaran el trabajo. —Seguro dirás lo mismo cuando el Dragón de Dojima acabe con Lau Ka Long —replicó el otro, avanzando un paso. Su mirada era acero templado; sus ojos, dos brasas encendidas por una furia que aún no ardía del todo. El enemigo levantó un dedo en el aire y lo movió lentamente, como si reprendiera a un niño. —Ah, ah, ah… no. Aquí es distinto. Ellos no son simples aliados, Tachibana. Ellos… son mis salvadores. La palabra quedó suspendida en el aire como una nota discordante. A un costado, el detective entrecerró los ojos. Disimuladamente deslizó la mano dentro de su chaqueta, presionando un pequeño botón. Una grabadora antigua, desgastada por el uso, comenzó a cumplir su silenciosa tarea. —¿Salvadores? —el médico no perdió el control, pero algo en su tono reveló un desconcierto genuino—. ¿De qué estás hablando? Murakado se inclinó levemente hacia él, como quien comparte una confidencia perversa. —Siete años de medicina, ¿no? Entonces dime… si vacías un cargador entero sobre alguien, lo lanzas desde una altura considerable y luego te deshaces del arma… ¿cómo demonios sigue viva esa persona? El mundo pareció detenerse por un segundo. Ryohei palideció. La pregunta no era retórica. El otro sonrió con mayor amplitud. Una sombra en su cuello reveló la cicatriz que el tiempo no logró borrar. —Lo recuerdas, ¿verdad? El muelle. Aquella noche. Ese instante en que te dejaste llevar por la rabia. Pensaste que me habías matado… y durante un tiempo, yo también lo creí. Pero alguien llegó antes del final. Médicos. Drogas. Sutura tras sutura. Me reconstruyeron. Me ofrecieron una nueva vida… un nuevo propósito. Me ofrecieron poder. El silencio cayó con el peso de un mazo en el pecho de su oponente. —La Snake Flower Triad —murmuró. No era una pregunta. El otro asintió con satisfacción, ladeando la cabeza. —Exacto. Me dieron una segunda oportunidad. Y ahora, les devuelvo el favor… ayudándoles a obtener lo que quieren. A cambio de poder, contactos… y venganza. ¿No es hermoso? Ryohei dio otro paso, tenso como un resorte, pero el detective lo detuvo con una mano en el brazo. Un toque apenas perceptible. Una advertencia muda: todavía no. —Haruka no es parte de esto —dijo el médico con voz temblorosa. No de miedo, sino de una contención feroz. Murakado alzó una ceja, teatralmente sorprendido. —¿No lo es? Todo lo que ustedes tocan termina manchado. Todo lo que intentan proteger se convierte en objetivo. Tú y Kazuma Kiryu… con sus cicatrices compartidas, ese vínculo que huele a redención… son el verdadero origen de este conflicto. Haruka Sawamura solo es… un reflejo. —Te juro que… —empezó el otro, la rabia al borde del estallido, pero esta vez Date lo detuvo con más firmeza. El enemigo se adelantó un poco y soltó una carcajada baja, venenosa. —¿Qué vas a hacer? ¿Matarme? ¿Crees que con eso vas a recuperar tu dignidad, doctorcito? —Se colocó lentamente en su postura de combate, marcando cada movimiento como un ritual aprendido—. Claro, si logras vencerme. El Tigre soltó un suspiro breve y se posicionó, los pies bien firmes en el suelo, el cuerpo ligeramente inclinado hacia el frente. —Date-san… será mejor que te alejes. —Su voz sonó serena, decidida—. Voy a ganar tiempo… hasta que Kazuma traiga a Haruka y podamos largarnos de aquí. El viento arrastraba el aroma a frituras y especias desde los callejones del barrio chino, pero el aire frente al restaurante cerrado estaba cargado de otra cosa. Expectativa. Odio contenido. Muerte anticipada. Murakado sonrió con desprecio y chasqueó los dedos. —Juéguense la vida, muchachos. Los cuatro hombres que lo acompañaban se movieron de inmediato, desplegándose como lobos en torno a su presa. Vestían trajes oscuros, pero bajo esa elegancia barata se adivinaban nudillos partidos, miradas sin alma, tatuajes ocultos bajo las mangas. Eran soldados. Leales. Desechables. Ryohei no esperó. Se impulsó hacia el primero con un giro rápido, usó un contenedor como apoyo y, desde el aire, hundió su rodilla en el estómago del agresor. El golpe fue seco, brutal. El hombre se dobló como un papel, y el médico, aún en movimiento, se giró sobre su espalda, lanzó el cuerpo al suelo y le aplicó un golpe de presión con la pierna al cuello. No se levantó. Los otros tres atacaron al unísono. Uno lanzó un puñetazo directo al rostro. El Tigre lo esquivó con un movimiento mínimo de cintura, giró sobre sí mismo, se impulsó en un poste cercano y respondió con una patada giratoria al costado de la cabeza. El hombre cayó de lado sin emitir sonido. El segundo sacó un cuchillo y lo lanzó al frente con decisión. El contrincante se deslizó por el suelo con una voltereta lateral, evadiendo el filo, y antes de que el enemigo pudiera girarse, se apoyó con una mano en el muro lateral y lanzó una patada ascendente que impactó directo en la sien. El cuerpo colapsó contra la pared. El último se quedó inmóvil. Miró a sus compañeros en el suelo, tragó saliva… y retrocedió medio paso. Murakado ni siquiera le dio tiempo. Sacó un arma pequeña de su abrigo. Un revólver de cañón corto, apenas visible, pero mortal. El disparo fue seco, casi elegante. Un solo impacto. Preciso. Frío. El cuerpo del último hombre cayó de rodillas y luego al suelo, la sangre extendiéndose como tinta sobre el concreto sucio. Ryohei no parpadeó. El detective, sin embargo, sí. —¡Maldito lunático…! —murmuró entre dientes, con una mano sobre su chaqueta donde descansaba su propia arma. Pero no la sacó. Sabía que no era el momento. El asesino no lo miró. Solo soltó una sonrisa torcida. —Ah, Tachibana… Siempre tan misericordioso. Pero a veces es más fácil así. Arrojó el revólver al suelo con desdén. Ya no lo necesitaba. Porque lo único que quería… era ver sangrar a Ryohei. —¿Listo para recuperar el tiempo perdido? El médico exhaló, despacio. Se estiró el cuello, giró el cuerpo con fluidez. Cerró los puños, no para golpear, sino para sentir el flujo de energía en las piernas, en el centro. Donde su estilo nacía. —Más de lo que imaginas. Murakado atacó primero, cargando como un toro. El golpe recto al pecho fue esquivado con una torsión ágil. El otro usó un bolardo de la acera como punto de apoyo, giró sobre él y lanzó una patada descendente. Su rival esquivó por poco, dio un salto hacia atrás y contraatacó con el filo de su mano, buscando la garganta. Ryohei se agachó justo a tiempo, rodó hacia un lado, y desde el suelo, lanzó una barrida que casi le quita el equilibrio a Murakado. La pelea se convirtió en una danza de pies, giros y reflejos. Como un ajedrez violento en plena calle. El Tigre evitaba cada puño, cada patada, con movimientos calculados, usando muros, postes, incluso el banco frente al restaurante como impulso para atacar con piernas precisas, rápidas como relámpagos. El otro lanzó una ráfaga de golpes. Uno, dos, tres… todos furiosos, cargados de rabia. El cuarto alcanzó a Ryohei en el abdomen. El impacto lo obligó a retroceder, a doblarse apenas, pero no cayó. Solo se estabilizó. Y volvió al combate. —¡¿Sabes lo que fue para mí… ser humillado por un mocoso de veinte años?! —gritó Murakado, con los dientes apretados. El médico escupió al suelo con desdén, sin apartar la mirada. —No sé, Murakado… pero supongo que fue lo suficientemente grave como para que aún sueñes conmigo. El otro rugió, dio una vuelta completa con una patada giratoria cargada de rabia. Pero su oponente la esquivó. Se impulsó hacia un costado, rebotó en la pared del restaurante y cayó con ambas piernas extendidas, golpeando el torso de Murakado. El cuerpo de este se estampó contra una columna del toldo. Se incorporó, tambaleante, limpiándose el labio ensangrentado con el dorso de la mano. —¡Fuiste el primer error de mi vida! —bramó, lanzándose de nuevo al ataque—. ¡Y la Triad me devolvió el cuerpo… pero yo necesitaba devolverte el alma podrida! El siguiente puñetazo fue devastador. Ryohei no lo bloqueó: giró, se deslizó, y desde una posición baja, ejecutó un giro con la pierna que golpeó la pantorrilla de Murakado. Luego se levantó en espiral y le propinó un rodillazo directo al pecho. Murakado jadeó, tambaleó, pero no cayó. Sus ojos estaban desquiciados. —¡Tú perdiste tu licencia porque yo la arruiné, Tachibana! —gritó con voz viciada de orgullo—. ¡Con documentos falsos, testigos comprados… y la ayuda del hermano de tu paciente! Las palabras fueron una puñalada. El médico se detuvo un segundo. Sintió cómo la rabia subía por su cuerpo como fuego líquido. Su respiración se volvió más pesada. Apretó la mandíbula. Se preparó para acabarlo. Pero entonces… Una explosión. El estruendo ensordecedor rompió la noche. El suelo tembló. Las ventanas del restaurante estallaron hacia afuera. Una bola de fuego y humo emergió desde la cocina, devorando todo a su paso. Fragmentos de madera, metal y cerámica volaron por los aires. Ryohei retrocedió, cubriéndose con un brazo. Su enemigo hizo lo mismo, cegado por el estallido. Ambos quedaron separados por una nube de fuego y humo que cubría la calle como una cortina del infierno. El detective se protegió como pudo, la grabadora aún vibrando en su bolsillo. La luz de las llamas iluminó el rostro de Murakado, que emergía entre el humo con una media sonrisa deformada. —Nos volveremos a ver, Tachibana… —dijo con voz rasposa—. Y para entonces, no habrá interrupciones. Se desvaneció entre las sombras, tragado por el caos. El otro se quedó en su sitio. No lo persiguió. No todavía. Se giró hacia el detective, el pecho subiendo y bajando con cada respiración tensa. —¿Estás bien? Date asintió, sacando la grabadora chamuscada. —¡Lo tenemos! Las llamas devoraban lo que quedaba del restaurante chino, elevándose hacia el cielo nocturno como lenguas de furia. Frente a ese escenario infernal, el médico permanecía inmóvil, con la mirada fija en los restos ardientes. —¿A qué te refieres? —preguntó, sin apartar los ojos del fuego. El detective presionó el botón de reproducción. De la pequeña grabadora, la voz de Murakado emergió distorsionada por la estática, pero nítida en su veneno. —¡Tú perdiste tu licencia porque yo la arruiné, Tachibana! ¡Con documentos falsos, testigos comprados… y la ayuda del hermano de tu paciente! El aire pareció espesarse un instante. —Solo hace falta encontrar esos documentos —dijo Date con voz más baja, como si tratara de templar la revelación—. Y podrías apelar, después de todos estos años... Pero el otro negó con la cabeza, sus ojos aún atentos al entorno. —Veamos eso después… Ahora me preocupan Kazuma y Haruka. Como si la mención hubiera invocado la escena, un grupo de agentes de policía emergió entre las luces rojas y azules que parpadeaban más allá de la humareda. En el centro, esposado, caminaba el Dragón, rodeado por uniformados. Su expresión era serena, pero el ceño fruncido delataba su incomodidad. No opuso resistencia. —¡Kazuma! —exclamó el médico, avanzando un paso—. ¿Qué demonios está pasando aquí? El detective lo detuvo con una mano firme, mientras ambos se acercaban a paso decidido. Sacó su credencial de la chaqueta, mostrándola con autoridad a uno de los oficiales. —Detective Makoto Date. ¿Qué está sucediendo aquí? Uno de los policías, joven y con tono protocolar, respondió sin inmutarse: —Está bajo arresto por secuestro de menores. —Eso es imposible… —soltó Ryohei, dando un paso al frente —¡Si fueron ellos quienes la secuestraron! El oficial solo extendió su mano, deteniéndolo. —Si tiene algo que declarar, puede hacerlo en la comisaría. El médico apretó los dientes, pero no dijo más. No aquí. Entonces, entre la multitud, una voz infantil rompió el momento. —¡Ryohei-san! La niña corrió entre los oficiales, esquivando piernas y brazos hasta lanzarse a los brazos del mayor. Lo abrazó con fuerza, temblando, la cara escondida en su pecho. —Por mi culpa… al señor Kiryu se lo están llevando… El médico se agachó con cuidado, rodeándola con sus brazos. Le acarició la cabeza con dulzura, mientras le hablaba con un tono firme pero sereno. —Tranquila… lo sacaremos pronto. —Levantó la vista hacia Date—. ¿Verdad, Date-san? El detective asintió, con el ceño fruncido y el gesto cansado. —Veré qué puedo hacer… Vamos. Debemos ir a la comisaría. La sede policial de Yokohama se alzaba como una mole de concreto gris bajo la luz mortecina de la madrugada. Las farolas lanzaban sombras largas sobre el pavimento húmedo, y el silencio del estacionamiento solo era interrumpido por el leve zumbido de los cables eléctricos. Date se estacionó en un costado, lejos de la entrada principal, en un ángulo discreto. Apenas apagó el motor, giró la cabeza hacia el asiento trasero. —Vamos a bajarnos. Pero tú —señaló al médico con un gesto firme—, quédate aquí afuera. No entres. Voy a apelar la detención, pero si esto sale mal… y se enteran de lo que haré… todos vamos a ser buscados. El otro asintió en silencio. Lo entendía. No le gustaba, pero lo entendía. Salieron del coche con rapidez. Date caminó al frente, seguro, con la niña de la mano. Kiryu, aún en silencio, se giró un segundo antes de que lo guiaran adentro. Sus ojos se cruzaron con los de Ryohei. No hicieron falta palabras. El médico se quedó solo, de pie junto al vehículo, bajo la luz de una farola que parpadeaba débilmente. La ciudad parecía contener la respiración. Metió la mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó la grabadora. El objeto era pequeño, frío contra su piel. Apretó el botón de reproducción y volvió a escuchar esas palabras, una vez más. —¡Tú perdiste tu licencia porque yo la arruiné, Tachibana! ¡Con documentos falsos, testigos comprados… y la ayuda del hermano de tu paciente! Ryohei cerró los ojos. Si hubiera sabido antes… si hubiera comprendido que Murakado hablaría… si hubiera presionado un poco más durante el enfrentamiento, tal vez habría arrancado también la ubicación de esos malditos documentos. Pero ahora, pensándolo bien… Quizás no necesitaba tanto. Quizás ya tenía una pista. La forma en que el otro habló. Las palabras exactas que usó. Ese "hermano de tu paciente"… No era una confesión cualquiera. Era un mensaje. O una advertencia. El recuerdo lo golpeó como un relámpago. Un nombre. Un archivo sellado. Una dirección abandonada. Su mirada se alzó hacia el edificio de la comisaría. Debía moverse pronto. Entonces, la puerta principal se abrió con brusquedad. Alzó la vista justo a tiempo para ver al detective salir a paso rápido, seguido por Kiryu —ahora libre de esposas— y Haruka, que corría a abrazarlo apenas lo vio. —¡Rápido, al auto! —ordenó Date, sin perder el paso—. En cuanto vean que Kiryu no está en su celda, vendrán por nosotros. Ryohei no necesitó más explicaciones. Tomó a la pequeña en brazos y corrió hacia el coche junto al Dragón. El motor rugió al encenderse, y en cuestión de segundos, se alejaban de la comisaría con las luces apagadas, perdiéndose en la oscuridad de las calles de Yokohama. Pero el médico no pensaba en los autos patrulla. La sirena de una patrulla lejana encendió la alarma interna en todos. El rugido del motor no era suficiente para silenciar la sensación de que algo más se avecinaba. La huida apenas había comenzado. El vehículo avanzaba por la carretera costera, devorando el asfalto bajo el cielo negro de Yokohama. La ciudad quedaba atrás, y con ella, el fuego, las sirenas, las culpas y las verdades dichas a medias. Date iba al volante, tenso pero sereno, con una mano sobre el manubrio y la otra reposando cerca del cambio de marcha. En el asiento trasero, Haruka iba en medio, flanqueada por Kiryu a su derecha y Ryohei a su izquierda. El interior del auto estaba en silencio, roto solo por el rugido constante del motor y el lejano susurro del mar. —Bueno, pues ya está… —murmuró el conductor finalmente, sin apartar los ojos del camino. —Lo siento, Date-san —dijo el Dragón con voz baja. —Tranquilo, hombre —replicó el detective, casi con una sonrisa—. Iba a renunciar de todos modos. Solo era cuestión de tiempo. —Al menos pudiste sacarlo —intervino el médico, mirando por la ventana—. Imagínate si nos hubieran atrapado a los dos… Si yo hubiera entrado, estaríamos esposados ahora mismo. —Pero conseguiste algo importante gracias a que estuviste afuera. —El detective alzó una ceja, como si no pudiera evitar disfrutarlo un poco—. Por mí, por supuesto. —Gracias a tu proactividad, querrás decir —refunfuñó el otro, sin disimular el sarcasmo. —¿Qué consiguieron? —preguntó el Dragón, inclinándose ligeramente hacia su compañero. —Una confesión directa de Murakado —respondió, sacando la grabadora de su chaqueta—. Grabado, palabra por palabra: él fue quien manipuló la denuncia que me hizo perder la licencia. Documentos falsos, testigos comprados… incluso contó con la ayuda del hermano de mi paciente: Nishiki. Kiryu frunció el ceño, como si acabara de confirmar algo que intuía desde hacía tiempo. —Qué asco… —En fin —interrumpió el detective, volviendo al tema con voz más grave—, parece que todos los casos que tenemos entre manos son mucho más sucios de lo que pensamos. —¿Averiguaste algo más? —preguntó Kiryu. —Sí. ¿Recuerdan esto? —Date sacó del bolsillo de su abrigo el pequeño pin dorado encontrado en el Stardust. Tenía forma de escudo, casi oficial—. Lo llevaban los hombres que se llevaron a Haruka. El Florista me dijo que podría estar relacionado con una organización clandestina del gobierno. —¿Del gobierno? —repitió el médico, girándose hacia él. El otro asintió con la mirada fija en la carretera. —Lo investigué… y tenía razón. Es una agencia clandestina, vinculada al Ministerio. Se hacen llamar MIA. —¿MIA? —preguntó Kiryu. —Agencia de Inteligencia del Ministerio. Operan por fuera del sistema regular. Reciben órdenes directas del gobierno, y hacen el trabajo sucio: vigilancia, cobertura política, limpieza de escándalos… Ya sabes, Ryo, cosas turbias. —Los que se ensucian las manos para que los de arriba sigan limpios —murmuró el otro, cruzado de brazos. —Exactamente. Y el nombre que apareció relacionado con ellos… es un tal Jingu. Político, experto en legislación. Tiene poder y, lo más peligroso, impunidad. —¿Jingu? —repitió el médico, como si el nombre se quedara pegado al paladar. —Aún no encontré pruebas directas que lo vinculen al dinero, ni a la desaparición del colgante —continuó el detective—. Pero está demasiado cerca de todo esto como para no estar involucrado. Ryohei bajó la mirada, pensativo. —Murakado dijo que los hombres de negro eran solo carne de cañón. Que ni siquiera esperaba que consiguieran el colgante en el Stardust… Si ese Jingu es político, probablemente tuvo influencia en todo lo que ha hecho. Puede que incluso le haya dado acceso a esos documentos falsos que arruinaron mi carrera. —No me sorprendería —respondió Date con tono sombrío—. Murakado es capitán de la familia Nishikiyama. La Snake Flower Triad lo salvó hace dieciocho años. Que ahora esté aliado con Jingu… no es tan descabellado como suena. El médico chasqueó la lengua con fastidio, girando la cara hacia la ventana. —Lo que me faltaba… ahora resulta que hasta el gobierno quiere perjudicarme por haber hecho lo correcto. Kiryu se mantuvo en silencio unos segundos. Luego, con el rostro sombrío, habló: —Un político, hmm… Lau Ka Long insinuó algo parecido. Dijo que Haruka valía mucho más que los diez mil millones. —¿Más que todo ese dinero? —preguntó el otro. El Dragón asintió. —No sé qué significa aún… pero no lo dijo como una metáfora. —No tengo idea de a qué se refería —intervino el detective—. Pero tengo algo más. Sobre el cuerpo que apareció en la bahía de Tokio. Ambos se enderezaron al instante. —¿Y bien? —preguntó el médico. —No era Mizuki. —Date apretó los labios—. Los forenses confirmaron que se trata de otra mujer. Misma edad, diferente ADN. Lo que significa que… —…mi mamá aún está viva —interrumpió la niña, con la voz temblorosa. Kiryu se giró hacia ella, colocándole una mano firme y protectora en el hombro. —Sí. Eso significa que aún puede estar viva… en alguna parte. La miró con determinación. —Y te prometo que la encontraré. No importa lo que tenga que enfrentar, no importa cuán peligroso se vuelva esto. Haruka… te protegeré. Y te reuniré con tu madre. Ella lo abrazó sin decir nada, solo se aferró a él con fuerza. Cerró los ojos. Por primera vez en días, se sintió a salvo. Desde su lado, el médico carraspeó con suavidad, apartando la mirada con una leve sonrisa. —Está bien —susurró Kiryu, apretándola suavemente contra su pecho—. Conseguiremos reunirte con ella. El auto siguió avanzando por la autopista, las luces de la ciudad apagándose detrás, mientras el peso de nuevas verdades se asentaba sobre sus espaldas. Las ruedas del vehículo avanzaban por la carretera costera, dejando atrás la ciudad aún adormecida. Ni un alma. Ni una patrulla. Ni un ruido más allá del rugido contenido del motor y el golpeteo sutil de las ruedas sobre el asfalto. Demasiado tranquilo. Date revisó el espejo retrovisor con un gesto leve, instintivo. Luego frunció el ceño. —¿Esos son…? Hubo una pausa. Apenas un suspiro de tiempo. —Mierda… Pisó el acelerador de golpe. El automóvil dio un tirón brusco hacia adelante y el motor rugió como una bestia despierta. Los neumáticos chillaron mientras giraba violentamente el volante para tomar una salida alternativa, haciendo que el vehículo derrapara. —¿Qué sucede? —preguntó Kiryu, ya incorporándose en el asiento trasero. —Nos han estado siguiendo desde que salimos de la comisaría —gruñó el conductor, tenso. El médico se giró sobre su asiento, mirando por la ventana trasera. —Son varios autos. —Chasqueó la lengua con fastidio—. Qué raro que no me sorprenda… Los faros comenzaron a acercarse por detrás, tres, tal vez cuatro vehículos. Luego un quinto que apareció por el lateral izquierdo, cerrando el paso. Los autos se abrían paso como jauría. —La Snake Flower Triad… —murmuró el detective, acelerando aún más. Un instante después, las primeras balas impactaron en la carrocería. El sonido metálico de los impactos resonó como tambores de guerra, seguidos de chispas que saltaron en la oscuridad. Una ventana lateral se astilló. —¡Mierda! —gritó Date, esquivando el volante para evitar una colisión con otro coche que los rebasaba. Haruka soltó un grito ahogado y se aferró con fuerza a Ryohei, enterrando el rostro contra su pecho. Él la rodeó con el brazo de inmediato, protegiéndola con el cuerpo. —No hay opción —gruñó el conductor, abriendo la guantera y sacando su pistola—. Kiryu… vas a tener que contenerlos. —¡Entendido! —respondió el Dragón de Dojima, con la calma helada de quien ya ha estado en el infierno antes. —Esto ya parece un maldito déjà vu —murmuró el médico, sin apartar la mirada del caos que se avecinaba por detrás. Kiryu asintió hacia él. —Te encargo a Haruka. —Déjamela a mí —dijo el otro, firme, cubriéndola con ambos brazos mientras se agachaba para protegerla del tiroteo. Kiryu bajó la ventanilla y, con una rapidez calculada, asomó medio cuerpo fuera del automóvil. Sujetando la pistola con ambas manos, comenzó a disparar hacia las ruedas de los vehículos que los seguían. Las balas cortaban el aire y chispeaban al impactar contra el asfalto o los parachoques enemigos. Uno de los autos zigzagueó tras recibir dos impactos en el capó. Otro perdió el control cuando el Dragón alcanzó la llanta delantera izquierda, estrellándose contra las barreras de contención. El estallido del choque retumbó por la autopista. —¡Buen tiro! —gritó el conductor, girando bruscamente para tomar una salida—. ¡Pero aún vienen más! Las balas seguían lloviendo. Uno de los autos zigzagueó tras recibir dos impactos en el capó, deslizándose hasta chocar. Pero no hubo tiempo para celebraciones: desde el segundo vehículo, un hombre emergió por la ventanilla con un lanzamisiles improvisado. —¡Nos están apuntando! —gritó el médico. El detective giró el coche violentamente, haciendo que las balas pasaran rozando. El proyectil del lanzamisiles explotó tras ellos, levantando una nube de fuego y humo que los persiguió unos metros antes de disiparse. —¡Cuidado! ¡Camión a la izquierda! —advirtió el Dragón. Una mole de acero apareció al frente. Un camión blindado de gran tamaño bloqueaba el carril, avanzando directo hacia ellos con las luces encendidas y el claxon atronando. Desde las compuertas laterales, otros hombres disparaban. —¡Al diablo con esto! —espetó el conductor, mientras sus dos acompañantes cambiaban de lugar con precisión militar, intercambiándose sin detener el fuego. Ahora era el médico quien disparaba, con precisión quirúrgica, apuntando a los neumáticos del camión y a las aberturas donde se asomaban los agresores. —¡Kazuma, toma a Haruka! —gritó mientras recargaba. El otro la protegió de nuevo, cubriéndola con su cuerpo mientras su compañero se asomaba por la ventana, disparando a quemarropa a uno de los tiradores del camión. —¡Apunta al tanque de combustible! —rugió el Dragón. Ryohei lo hizo. Dos disparos. Luego un tercero. El vehículo zigzagueó… y estalló. La explosión fue brutal. El enemigo se desvió y volcó con un rugido metálico, rodando sobre sí mismo y chocando contra la barrera de la autopista. Llamas se elevaron varios metros en el aire mientras los restos se consumían. Silencio. Una calma tensa cayó sobre ellos. El auto de Date siguió su curso, y poco a poco, las luces enemigas desaparecieron. El cielo comenzaba a teñirse de un azul apagado. El amanecer asomaba en el horizonte, y la carretera los llevaba de vuelta a casa. Kamurocho aparecía a lo lejos, sus luces aún encendidas como si no se hubiera enterado de lo ocurrido. La niña dormía ahora, con la cabeza apoyada en el regazo de Kiryu. El calor de su cuerpo y el ritmo constante del auto parecían haberla arrullado. —Por cierto, Kiryu… —murmuró el detective, mientras bajaba un poco la velocidad y extendía el brazo—. Tu teléfono. El otro lo tomó, desconcertado. —Gracias. —Escúchalo… Shinji te dejó un mensaje. Ryo, revisa el tuyo también, por si acaso. Ambos sacaron sus celulares. Distintos tonos de alerta. Distintos mensajes. Kiryu colocó el teléfono en su oreja y frunció el ceño. —Parece que alguien está filtrando información a Nishikiyama —dijo. El médico escuchó en silencio, pero su rostro cambió. —El mío dice lo mismo… pero también añade algo más. —Hizo una pausa—. Dice que encontró documentos que podrían servirme. Estaban en los archivos de la familia y los robó. Los tiene guardados con alguien de confianza. El conductor asintió sin girarse. —Entonces ya sabes cuál es tu próximo paso. El Dragón de Dojima miró por la ventana, con el rostro endurecido. —Date-san… ¿podrías llevarnos al Florista? —Ya lo tenía en mente. El automóvil giró en la siguiente esquina. El letrero oxidado del Purgatorio apareció entre la niebla matinal. El vehículo se detuvo a un costado del Parque del Oeste justo cuando el cielo comenzaba a teñirse de un gris más claro. El amanecer no traía alivio, solo más preguntas, más tensión. Bajaron del coche en silencio, cruzando el sendero de tierra apisonada entre los árboles desnudos. Algunos vagabundos se agrupaban en torno a bidones oxidados donde ardían pequeños fuegos. El vapor salía de sus bocas como si el frío intentara arrancarles el alma. El médico avanzaba en silencio, las manos en los bolsillos del abrigo. Observó de reojo a un hombre de rostro familiar envuelto en una manta: el padre de Asahi, uno de los tantos olvidados por Kamurocho. En un rincón más iluminado, el Florista se encontraba conversando con él y otros dos hombres. Cuando vio acercarse al grupo, alzó la voz. —¡Han vuelto! Y veo que todos en una pieza. ¿Están bien? Se reunieron junto a él, y la tensión se sentía incluso entre los saludos. —¿Qué ocurre? —preguntó el informante, entre curioso y alerta. —Necesito pedirte un favor —dijo el Dragón con tono firme. Sin más palabras, caminaron juntos hacia el subsuelo. El ascensor chirrió al bajar, como si también sintiera el peso de lo que estaba por revelarse. La oficina del Florista estaba operativa, con los monitores encendidos, mostrando distintos ángulos de Kamurocho. El sistema de cámaras había sido restaurado. El informante se sentó frente al panel de control, tecleando de forma mecánica mientras Kiryu se cruzaba de brazos, pensativo. —¿Qué estamos haciendo aquí, Kiryu? —preguntó el detective, inquieto. El otro se mantuvo en silencio unos segundos, y luego habló con un tono más bajo. —Hay algo que no me cuadra… y no me di cuenta antes. —Sus ojos se clavaron en la pantalla—. Cuando fuimos con Ryo a ver a Utabori… justo en ese momento Nishiki me llamó. Sabía todo. Con lujo de detalles. Ryohei alzó la mirada, frunciendo el ceño. —También se me hizo extraño… En ese momento pensé que podía haber alguien siguiéndonos, algún observador en las sombras. —Tendría sentido —admitió Kiryu—, pero hay algo que no encaja. Si alguien nos hubiese estado espiando… ¿no creen que nos habríamos dado cuenta? Con lo tensos que estábamos, cualquier paso en falso nos habría alertado. El médico reflexionó un momento. —No necesariamente. Con el nivel de estrés, la respuesta periférica se reduce. El cuerpo se centra en amenazas inmediatas. En medicina lo llamamos "foco de supervivencia". Podrían haber estado cerca… y no lo habríamos notado. —Puede ser. Pero hay más —añadió el Dragón—. Si aceptamos que el cuerpo que encontraron no era Mizuki… ¿cómo diablos supo Nishikiyama del colgante? El otro se irguió, alerta. —Yumi sigue desaparecida. Haruka nunca estuvo ni cerca de él… —Exacto. Solo hay una respuesta posible. Date bajó la mirada, como si ya supiera hacia dónde se dirigía todo eso. —¿Un topo? ¿Alguien que le esté filtrando nuestros movimientos? Ryohei tragó saliva. —Kazuma… no me digas que… —Kiryu —interrumpió el Florista desde su silla, girando hacia ellos—. Acá están… las grabaciones del Serena. Una serie de ventanas se abrieron en el monitor principal. Imágenes del bar, en distintos ángulos. El lugar parecía igual que siempre: acogedor, tranquilo… familiar. —¿Tienes las grabaciones de hace dos días? —preguntó el ex yakuza. El Florista tecleó sin responder, buscando con rapidez hasta llegar al momento justo. —Ahí —dijo Kiryu, señalando el monitor—. Dale a reproducir. La imagen mostró al trío saliendo del Serena. Reina, sonriente, se despedía de ellos en la entrada. La cámara los siguió hasta que desaparecieron de cuadro. Y entonces… ella se quedó sola. Esperó. Miró la puerta. Se aseguró de que no había nadie cerca. Ni siquiera Haruka. Y caminó directo al teléfono del bar. —Sí, soy yo —dijo la voz de Reina, desde los parlantes—. Kiryu-chan y Ryo-chan acaban de irse… —una pausa, como si escuchara atentamente—. Sí, al tatuador creo… Utabori… De acuerdo. Te hablo después. El silencio que siguió fue más helado que el amanecer. —…Reina —susurró Date, bajando la cabeza. —No puede ser… —murmuró la niña, cubriéndose la boca. El médico dio un paso atrás, como si el piso hubiese cedido bajo sus pies. Sus puños se cerraron, los nudillos blancos bajo los guantes. El Serena no era solo un bar: había sido su refugio, su segunda casa... y ella, su confidente silenciosa. Saber que lo traicionó era como recibir una bala que no vio venir. —Me estás jodiendo… —gruñó entre dientes—. ¿Ella? ¿Reina? ¿Durante todo este tiempo…? Es probable que incluso haya filtrado información sobre mí. Mis movimientos. Mis tratamientos clandestinos. ¡Durante diez malditos años! —Lo acabas de ver, Ryo —intervino el detective. —¡Sí, ya lo vi! —estalló el otro, golpeando el respaldo de la silla más cercana—. Pero también fue víctima. ¡Ella recibió los ataques! El bar destrozado, las cañerías rotas, el cableado cortado, días sin poder trabajar… incluso la golpearon… Chasqueó la lengua con furia, bajando la cabeza. El Florista rompió el silencio otra vez. —Kiryu… hay algo más. Antes de que aparecieras, vino una mujer a preguntar por Haruka. ¿Te acuerdas? —preguntó. El Dragón asintió lentamente. —Fue esa mujer… definitivamente —afirmó el Florista—. Reina. Kiryu cerró los ojos. Respiró hondo. Y al abrirlos de nuevo, estaban cargados de determinación. —Ryo… Date-san… Nos vamos al Serena. Ambos asintieron sin decir palabra. Salieron de la sala con paso firme, como si dejaran atrás algo más que información. Dejaban atrás una traición. Y lo que los esperaba… era una verdad más dolorosa aún.
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