Capítulo 17
“La Noche en que Kamurocho Lloró”
El sol de la tarde caía a plomo sobre los letreros de neón aún apagados en Kamurocho, dibujando sombras largas entre los callejones húmedos. Las sirenas quedaban atrás, ahogadas por el murmullo del tráfico y el eco de pasos apresurados sobre el concreto. Kiryu, Date, Haruka y el Ryohei corrían por las calles con la urgencia de quien carga algo más que un secreto: llevaban verdad, traición, y un destino que no podía esperar más. El médico sentía el pulso en la garganta, pero no era por la carrera. Cada zancada golpeaba el suelo con una mezcla de rabia, desconcierto y algo parecido al duelo. Porque mientras los cuatro doblaban esquinas, cruzaban frente a tiendas cerradas y carteles desgastados, él no podía dejar de pensar en Reina. Ella, la mujer que lo recibió cuando el mundo le dio la espalda. La que le ofreció un trabajo estable, un trago, una palabra cuando todo lo que tenía era un par de manos temblorosas y una reputación hecha trizas. Su amiga. Su hermana. Su cómplice silenciosa durante los peores años. Y ahora, esa misma Reina… los había delatado. —Ryo, por aquí —dijo el Dragón sin detenerse, girando hacia el callejón lateral que llevaba al Serena. El otro asintió sin hablar. Tenía los dientes apretados y el corazón tan comprimido como los puños que cerraba con cada paso. Había algo cruel en todo esto. No era solo el hecho de que Reina hubiese pasado información a Nishiki. Era lo que representaba: cada momento compartido, cada mirada de complicidad en medio del caos, cada vaso de whisky servido en silencio. Cada día que ella había llorado por los daños al bar, y él la había ayudado a arreglar las cañerías, creyendo que ambos estaban en el mismo bando. Ryohei tragó saliva. Los zapatos golpeaban el asfalto, pero en su cabeza todo sonaba distante. Hermana, pensó. Reina era eso para él. Y había clavado la cuchilla con la elegancia de quien sabe dónde duele. —Allí está —señaló el detective. El cartel del Serena brillaba al fondo, con una de las letras parpadeando intermitente. Era una imagen familiar, casi reconfortante, pero ahora cargada de una tensión diferente. Los cuatro se acercaron al bar con cautela, sintiendo que cada paso los llevaba no solo a una puerta cerrada, sino a una verdad difícil de enfrentar. Entraron alertas, atentos a cualquier ruido, cualquier movimiento. La penumbra del lugar los envolvió de inmediato. El Serena estaba vacío, cerrado para el público. El espacio que una vez había sido un refugio, un punto de encuentro ahora era solo un escenario de sombras. —¿Reina? ¿Estás en la bodega? —llamó el médico, su voz resonando en el silencio total. Ninguna respuesta. Kiryu avanzó hacia la barra, sus pasos amortiguados por la alfombra gastada. Entonces, se detuvo al ver algo que no estaba allí antes. —¿Qué es eso? —preguntó, señalando una hoja doblada sobre el mostrador. Ryohei y el detective se acercaron, observando el papel. Estaba dirigido a Kiryu, con la letra inconfundible de Reina. Kiryu-chan: Si estás leyendo esta carta es porque te has enterado de la verdad. Sí, la persona que filtraba información a Nishikiyama-kun era yo. Lo siento... realmente lo lamento. Estaba enamorada de Nishikiyama-kun desde hace tiempo... solo quería que me correspondiera, incluso cuando era él el culpable de sabotearme a mí y a Ryo-chan todos estos años... El médico chasqueó la lengua, cruzándose de brazos con evidente molestia. —Lo sospechaba, pero siempre le dije que se diera cuenta... La carta continuaba: Por eso, hice de todo para hacerlo feliz. Quería hacer realidad todos sus sueños. Sé que no tenía derecho, que Ryo-chan me lo dijo muchas veces... y me avergüenza decir que aún así lo hice y no lo escuché... Realmente soy una tonta... Pero, estando con ustedes todos estos días recordé lo que era importante de verdad, aunque ya era demasiado tarde... El silencio volvió a adueñarse del ambiente, tan pesado que parecía apretarles el pecho. Por eso quiero asumir las consecuencias de mis actos... Enmendar mis errores... —Reina...—susurró Kiryu, dejando la nota sobre la barra. De pronto, el teléfono sonó, rompiendo el silencio. Contestó de inmediato. —¿A-aniki? —se escuchó una voz débil al otro lado. —¿Shinji? —preguntó el Dragón, el nombre haciendo que todos reaccionaran. El médico se acercó, atento. —Es Reina-san... ella era el topo... —Sí, nos acabamos de enterar. —Reina-san... le pidió a Nishikiyama-san que fuera al Serena e intentó matarle... —¿Qué? —Ryohei se movió por el lugar, inspeccionando con rapidez. Sus ojos encontraron algo. Una mancha. Se agachó, tocando el suelo. —Kazuma... acá hay sangre... —Estoy huyendo con ella... en estos momentos... —dijo Shinji, su voz temblorosa. —¡Shinji! ¡¿Dónde están ahora?! —N-no estamos seguros... —una pausa larga. Luego, una respuesta llena de dudas—. ¿La torre Millennium? Puedo ver el Purgatorio... —¡Shinji! ¡Solo aguanta! ¡Vamos en camino, ni se les ocurra morirse! —gritó Kiryu antes de cortar la llamada. La comunicación terminó, dejando el Serena sumido en un silencio inquietante. El Dragón de Dojima apartó el teléfono de su oído, pero no bajó la mirada. Su rostro reflejaba el peso de la información recién recibida. A su lado, sus dos compañeros aguardaban, tensos. —¿Qué dijo Shinji? —preguntó Date, su voz cargada de urgencia. —Confirmó que Reina era el topo —respondió el otro, con tono grave—. Nishiki estuvo aquí y... no tiene sentido, pero Reina intentó matarlo. El detective frunció el ceño. El silencio cayó como un peso entre ellos, hasta que Ryohei dio un paso hacia la bodega. —Espera —murmuró Kiryu—, ¿a dónde vas? —Déjenme comprobar algo —dijo el médico, más para sí mismo que para los demás. Cruzó el bar vacío con pasos rápidos y firmes, dirigiéndose al fondo, donde la penumbra se volvía más densa. La bodega del Serena, normalmente llena de cajas de licor y recuerdos de noches pasadas, ahora parecía un mausoleo de secretos. Ryohei apartó algunas cajas amontonadas hasta revelar una pequeña puerta de metal incrustada en la pared. Era la vieja caja fuerte que Reina y él habían usado para guardar cualquier cosa que quisieran proteger: dinero, documentos, hasta fotografías. Se inclinó frente a ella y giró la perilla con manos expertas. Cada giro del mecanismo resonaba en su mente como un eco de días pasados. Uno, dos, tres giros. La puerta se abrió con un chirrido, revelando los mismos cuadernos de siempre, los balances del mes y algunas fotografías viejas que guardaron. Los revisó uno a uno, moviendo todo desde la caja... y nada. Sintió un peso caer en su pecho. Se quedó mirando el espacio vacío como si la respuesta pudiera aparecer si lo observaba el tiempo suficiente. Había esperado encontrar algo, cualquier pista que corroborara las palabras de Shinji. Pero no había ni un solo papel, ni una sola pista. —No están —murmuró, más para sí mismo que para los demás. Kiryu apareció tras él, su figura proyectando una sombra alargada sobre la caja fuerte vacía. —¿Crees que Nishiki ya los tomó? —preguntó, su tono tan grave como la atmósfera del lugar. Ryohei cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Se giró hacia su amigo, con los ojos encendidos de frustración. —¿Quién más podría haberlo hecho? —respondió, tratando de contener la rabia—. Shinji dijo que los dejó con alguien de confianza, pero si ya no están aquí… Nishiki debió habérselos llevado cuando tuvo la oportunidad. Kiryu cruzó los brazos, meditando en silencio. Luego puso una mano en el hombro de su compañero. —Primero rescatemos a Shinji y a Reina. Después veremos qué pasó con esos documentos. El otro apretó la mandíbula, asintiendo con una mezcla de frustración y determinación. No le gustaba dejar cabos sueltos, pero la situación no les daba otra opción. —Si están heridos, necesitarán a un médico... —dijo el Tigre, más para sí mismo que para el Dragón. Kiryu miró a Date, quien ya estaba preparado para partir. —Yo me encargo de Haruka. —Te la encargamos… La niña se acercó a ambos mirando desde el marco de la puerta de la bodega. —Por favor… vuelvan vivos ¿De acuerdo? Ambos asintieron y con una última mirada a la caja fuerte, Ryohei siguió al otro hacia la salida del Serena. Las calles de Kamurocho los esperaban una vez más, y esta vez el tiempo corría en su contra. Afuera, el bullicio habitual del distrito parecía distinto. Al correr por la calle Tenkaichi, algo les llamó la atención: grupos de personas detenidas, observando el suelo, con expresiones tensas y murmullos contenidos. —¿Eh? ¡Kazuma! Mira esto… —dijo el médico, señalando el pavimento. Un rastro de sangre fresca, aún brillante, serpenteaba en dirección a la Torre Millennium. —Puede que hayan sido heridos… Mierda… ¡Ryo, andando! —ordenó el Dragón, acelerando el paso. Corrieron a toda velocidad por las calles, esquivando peatones, charcos y señales de tránsito. El sol descendente teñía los escaparates de un rojo sucio, como si Kamurocho entera compartiera su urgencia. —Acá hay más charcos… —dijo el médico al llegar a las cercanías de la torre—. Dejaron un rastro notorio. —Sigámoslos —asintió el otro, con el ceño fruncido. Avanzaron hasta un punto donde las manchas terminaban abruptamente. En una esquina, dos personas conversaban mientras miraban con curiosidad en la dirección opuesta. —¿Viste a ese hombre cubierto de sangre cargando a esa mujer? —preguntó uno. —Sí, era aterrador… ¿Será alguna película o serie? Porque no vi cámaras… —Quizás algún comercial, pero vimos que iban hacia el distrito Champion. Se miraron. No hicieron falta palabras. Se echaron a correr una vez más, sin perder tiempo. Y entonces, el celular del médico comenzó a sonar, interrumpiendo la carrera con su clásico tono polifónico de “Judgement”. En la pantalla, aparecía el nombre: “Abuelo Chen”. —Dame un momento, Kazuma, debe ser importante —dijo al frenar para contestar—. ¿Abuelo? Pero la voz que respondió no fue la que esperaba. —¿Xiǎo Hǔ? ¿Eres tú? —preguntó una voz jadeante al otro lado. Era Yu Fan. Inconfundible. —¿Yu Fan? ¿Qué ocurre? ¿Por qué llamas desde el teléfono de mi abuelo? —Es Chen-san… —la voz temblaba, cargada de angustia—. Se desvaneció en su habitación hace unos minutos. Está respirando agitado, con la piel muy pálida… y no responde del todo. Intentamos sentarlo, pero apenas abre los ojos. Se quedó quieto. Su mente empezó a trabajar de inmediato, como un resorte entrenado por años de urgencias médicas. —¿Tiene fiebre? ¿Algún golpe reciente? ¿Sudoración excesiva? —No lo sé. Tiene las manos frías, eso sí. Y está sudando… pero su ropa está seca. Parece más… interno. —¿Y su pulso? ¿Rápido? ¿Irregular? —Muy débil… casi no se le siente. El Dragón, al notar la gravedad de la llamada, se giró hacia él justo cuando fruncía el ceño, apretando la mandíbula. —¿Puedes venir? ¿Estás cerca de Little Asia? —insistió Yu Fan, casi con desesperación. El otro puso una mano firme sobre su hombro. —Ve, Ryo… ayuda a Chen-san. Te prometo que rescataré a Reina y Shinji. Lo miró por un segundo. Había duda, rabia, preocupación. Pero también confianza. Bajó la mirada, asintiendo. —Kazuma… —susurró, antes de volver a la llamada—. Yu Fan, escucha con atención. Estaré ahí en cinco minutos. Necesito que preparen el tensiómetro, el oxímetro y la lámpara frontal. Que calienten una bolsa de suero salino y preparen toallas húmedas. Avisa al portero de turno para que me deje pasar en cuanto llegue. —De acuerdo. Avisaré a los residentes también. —Y pongan a calentar agua —añadió—. Si hay hipotermia, necesitaré estabilizar temperatura sin provocar un shock. —Entendido. Te esperamos, Xiǎo Hǔ. —Voy para allá. Cortó la llamada. Luego, tras un suspiro cargado de tensión, miró a Kiryu con determinación. —Encuéntralos con vida, Kazuma… solo te pido eso. —No me rendiré —respondió el otro con firmeza—. Tú tampoco lo hagas. Se separaron sin más palabras, justo en la esquina que dividía Little Asia del Distrito Champion. Uno corriendo hacia las sombras de un callejón sangriento. El otro, hacia un cuarto cerrado donde alguien importante estaba entre la vida y la muerte. La noche caía sobre Little Asia con la pesadez de un cielo sin estrellas. El médico avanzaba por los callejones con paso firme, aún con el abrigo manchado por los enfrentamientos anteriores. Había dejado a Reina y Shinji en manos del Dragón de Dojima minutos atrás, confiando en que estarían bien. No había tiempo para dudas. Al llegar al pequeño cuarto del segundo piso, el aire lo golpeó con un aroma denso a incienso a medio consumir. Un temblor sutil recorría el ambiente, como si el edificio entero respirara con dificultad. Chen yacía en la cama, con el torso descubierto y cubierto por un sudor frío. Su pecho subía y bajaba con irregularidad, y sus ojos —semiabiertos— miraban a la nada, como si contemplaran un recuerdo que se negaba a marcharse. Yu Fan se levantó de inmediato al verlo entrar. —Yu Fan, ¿qué pasó exactamente? —preguntó, quitándose el abrigo con rapidez. Lo dejó sobre una silla mientras se acercaba a la cama. —No estoy seguro… solo lo que te conté por teléfono —respondió el hombre, nervioso, mientras el otro sacaba su equipo de diagnóstico. —¿Sabes si ha estado durmiendo bien estos días? —inquirió, conectando la máquina de presión y el oxímetro al brazo de Chen. —Sé que ha tenido muchas reuniones. Se quedaba despierto hasta tarde, discutiendo cosas con los ancianos del distrito. No ha descansado en días. La máquina emitió un pitido. El médico frunció el ceño. —Ciento ochenta y cinco… la presión está por las nubes. Le abrió los párpados con suavidad. Las pupilas reaccionaban, pero el movimiento era errático. Notó rigidez en la mandíbula, temblores en los dedos, y una tensión preocupante en la musculatura cervical. —Pulso acelerado, respiración irregular, tensión en el cuello… —murmuró, sacando el estetoscopio—. Si sigue así, el corazón del viejo va a estallar esta misma noche. —¡No digas eso tan así! —replicó Yu Fan, alterado—. ¿Qué hacemos, Xiǎo Hǔ? Guardó el estetoscopio y miró a su alrededor. En la repisa, los frascos antiguos con etiquetas caligrafiadas: jengibre, raíz de astrágalo, menta, hojas de olmo japonés, corteza seca. A un costado, libros viejos de medicina oriental. —No tengo medicación… no hay farmacias abiertas a esta hora. Necesito estabilizarlo por otra vía. Se quitó los guantes sucios, cuyas vendas ya empezaban a soltarse tras tantas peleas. Sacó un par de guantes quirúrgicos nuevos de su bolso. —Yu Fan, ¿tienen las compresas listas? —Sí, las mujeres del distrito las dejaron en un cuenco con agua fresca. —Perfecto. Coloca paños fríos en las muñecas y el cuello. Vamos a intentar bajar la temperatura periférica. El hombre se movió rápido. Mojó los paños y los colocó con cuidado, mientras el médico seguía explorando los frascos. —Hojas de olmo japonés… me sorprende que tenga algo japonés aquí. Me sirve —musitó mientras sacaba más ingredientes—. Aceite de menta, té de regaliz… este es mi viejo, sin duda. En la esquina de la sala, una tetera aún humeante reposaba sobre un pequeño calentador. Tomó el mortero y comenzó a moler los ingredientes con manos rápidas y certeras, como si el cuerpo le recordara algo aprendido en la infancia. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Yu Fan, observando con curiosidad y ansiedad. —Algo que me enseñó Chen cuando era niño—respondió, mientras vertía el polvo molido en una taza—. Nos dijo que si alguna vez pasaba algo así, debíamos saber cómo actuar… por él, o por ustedes. Añadió unas gotas de aceite esencial, el té, y finalmente el agua caliente. El aroma que se elevó era fuerte, picante y amargo. —Esto dilatará los vasos sanguíneos, ayudando a que baje la presión arterial. También lo mantendrá hidratado y activará el sistema parasimpático. Es lo único que puedo hacer ahora… —suspiró. Se acercó a la cama, y con ayuda de Yu Fan, acomodaron al anciano en una posición semisentada. Llevó la taza a los labios de Chen, sujetándola con firmeza. —Sé que sabe asqueroso, abuelo… pero bébelo, despacio. Solo un poco. El viejo tragó un sorbo con esfuerzo. Su rostro hizo una mueca de desagrado, y murmuró con los labios casi dormidos: —Peligro… muerte… —Shhh… tranquilo, abuelo —susurró el médico, acariciándole el hombro—. Nadie va a morir. Estás en casa… y estás a salvo. Yu Fan ayudó a recostarlo de nuevo con sumo cuidado. —¿Con eso bastará? —Esperemos unos minutos. Volveré a tomarle la presión y cambiaré los paños cuando se calienten —dijo el médico, revisando una vez más la coloración de los labios del anciano—. Si responde bien, podremos estabilizarlo. Pero si empeora, necesitaremos evacuarlo… y rápido. Ambos se quedaron en silencio, velando a su maestro. La batalla esa noche no era con balas ni puños. Era con el tiempo… y con la vida misma. Mientras tanto, en otro rincón de Kamurocho, la noche caía como un telón opaco sobre el Distrito Champion. Las luces parpadeaban entre carteles neón, y el aire olía a alcohol rancio y grasa vieja. El Dragón de Dojima avanzaba entre los estrechos pasillos del distrito, alerta. El silencio se sentía denso, como si algo hubiese pasado... o estuviera por pasar. Varios cuerpos yacían inconscientes en el suelo, con trajes maltrechos y el escudo de la Familia Nishikiyama aún visible en los brazaletes. Habían sido derrotados recientemente; la sangre aún fresca y los gemidos débiles de alguno que aún respiraba daban cuenta del enfrentamiento. Uno de ellos, de rodillas, jadeaba con dificultad. Su rostro hinchado y la camisa desgarrada hablaban de una pelea violenta. —El Lugarteniente Tanaka ya no está por aquí… —balbuceó el hombre, sin fuerzas siquiera para levantar la vista—. Por lo visto, se les vio a él y a la mujer… por el Distrito Hotelero. Kiryu dio un paso adelante, el ceño fruncido. —¿Distrito Hotelero? El sujeto rió débilmente, aunque se notaba el dolor en su garganta. —Quién lo diría… en desventaja numérica, sangrando, y aún así nos derrotó. Será una lástima verle morir… —y con esas últimas palabras, su cuerpo se desplomó. El otro respiró hondo, sintiendo cómo el corazón le latía más fuerte. —¿Shinji los venció a todos… estando herido? —murmuró con una mezcla de incredulidad y respeto—. Tiene agallas. Maldita sea, resistan… Shinji, Reina… Echó a correr de nuevo. A pocos metros, notó otro charco de sangre en el asfalto, similar al que habían seguido en la calle Tenkaichi. —Otra vez… —gruñó, deteniéndose brevemente—. Se está desangrando… y más aún si tuvo que pelear para abrirse paso… Una mujer mayor se acercó lentamente, deteniéndose junto al charco. Sus manos temblaban y llevaba una bolsa de supermercado a medio llenar. —Yo vi algo, joven… —dijo con voz baja, mirándolo de reojo—. La mujer que ese hombre llevaba a cuestas… se cayó justo aquí. Perdió mucha sangre… demasiada, me parece… —tragó saliva—. No creo que sobreviva. Un joven se acercó por detrás, colocándose al lado de la anciana. —También lo vi —añadió—. Ella tenía una herida en el estómago. No sé si era por un golpe, una puñalada o una bala. Pero se veía grave. El Dragón los miró con urgencia. —¿Vieron por dónde se fueron? Ambos señalaron la misma dirección. —No sabría decirle más, pero se fueron por esa calle —dijo la mujer. El otro bajó ligeramente la cabeza a modo de agradecimiento. —Gracias… Se giró y comenzó a correr en dirección al Distrito Hotelero, sin detenerse. —Por favor… no mueran… aguanten un poco más. Había pasado casi una hora desde que el médico entró en aquella habitación. El incienso ya no ardía, pero su aroma persistía, mezclado con la humedad tibia de los paños recién colocados y el tenue olor metálico del sudor frío. En el cuarto, la única música era el pitido ocasional del monitor de presión arterial y el goteo del suero improvisado. Él y Yu Fan trabajaban en silencio, casi en sincronía. Cambiaban compresas, revisaban la temperatura corporal, controlaban el pulso, los latidos y la tensión. Cada lectura era un pequeño suspiro de alivio… o una nueva fuente de preocupación. El médico revisó la máquina con el ceño fruncido. —Está bajando… pero lento. Si esto no mejora en los próximos minutos, tendré que considerar llevarlo al hospital. El hombre lo miró, ansioso. —¿Crees que puedan atenderlo ahí? —Conociendo el sistema médico actual y sabiendo de dónde venimos… —chasqueó la lengua con desdén—. Lo dudo. La mayoría se creen jueces más que médicos. Te revisan la ropa antes de los síntomas. Se quedó en silencio unos segundos. Luego, como si tomara una decisión consigo mismo, se enderezó. —No tengo opción… tendré que usar eso. Yu Fan lo miró sin entender del todo. —¿Eso? —Algo que él mismo me enseñó —dijo, señalando al anciano—. Lo uso en combate. ¿Has visto cuando dejo a alguien inmóvil con una patada? Puntos de presión. —¡Ah! Sí… como esa vez que hiciste que uno se orinara en el callejón de los fideos. —Sí, esa misma técnica. Pero esta vez, vamos a salvar una vida, no arruinar un pantalón. Se acercó a la cama y comenzó a acomodarlo con cuidado. Retiró los paños del cuello y las muñecas, inspeccionando la piel y el tono muscular. Luego sacó sus guantes quirúrgicos y se los ajustó con calma. —Ven, ayúdame a sostenerlo. Esto tiene que ser preciso. Yu Fan sostuvo el brazo izquierdo de Chen con delicadeza. El otro colocó los dedos sobre la parte interna de la muñeca, presionando con firmeza. —Neiguan —murmuró—. Alivia ansiedad, regula el pulso… Luego se inclinó sobre el rostro del anciano, apoyando ambos pulgares a los lados de la nariz, justo al borde de los pómulos. —Yingxiang… libera la respiración… reduce la tensión del rostro. El viejo se agitó ligeramente, los músculos de su cara reaccionando con un tic involuntario. Pero seguía inconsciente. El médico bajó la vista hacia la pierna expuesta, justo debajo de la rodilla. Colocó tres dedos en posición y presionó con fuerza. —Zusanli. Circulación general. Finalmente, se arrodilló junto a la cama y presionó con el pulgar el centro del empeine, sobre un punto específico que conocía mejor que su propia firma. —Taichong. Energía contenida en el hígado, presión arterial. Vamos, viejo, que tú me enseñaste a hacer gritar a un hombre con una rodilla. Ahora deja que use esto para que no te calles para siempre. Durante unos segundos no pasó nada. Solo los sonidos de la noche filtrándose por la ventana, la respiración leve y errática de Chen, y la tensión acumulada en el pecho de ambos hombres. Y entonces… —…Xiǎo Hǔ… La voz fue apenas un susurro, ronca, gastada, pero viva. El médico se incorporó de inmediato. Los ojos del anciano parpadearon, aún semi cerrados. —¿Abuelo? —preguntó, acercándose al rostro. Yu Fan se cubrió la boca, conteniendo un grito de alivio. —Está despierto… ¡Está volviendo! El anciano parpadeó lentamente, sus ojos aún vidriosos, apenas conectados con la realidad. Sus labios se movían sin fuerza, como si buscaran palabras atrapadas entre mundos. —No te vayas… aún no… —No me voy a ningún lado —susurró el otro, tomándole la mano con firmeza—. Ya estás mejorando. Mientras Yu Fan colocaba nuevos paños fríos en la frente y el cuello, el médico revisaba las constantes en el monitor. La presión arterial bajaba lentamente, pero de forma constante. El tratamiento estaba funcionando. Incluso la coloración en las mejillas del anciano comenzaba a volver. —Pulso estable… presión en descenso… —murmuró—. Los puntos están funcionando. Chen respiró más profundo. El pecho ya no subía y bajaba con tanta violencia. Pero de pronto, su mirada se tornó distante. No hacia el techo, sino más allá. Como si viera algo que ni su nieto ni el joven podían percibir. —Fuego… —musitó con un hilo de voz—. Un fuego rojo… que no perdona. El médico frunció el ceño, deteniendo momentáneamente la presión sobre el último punto. —¿Abuelo? ¿Qué dijiste? Chen no respondió a la pregunta. Sus ojos se movían, inquietos, como si siguieran sombras invisibles. Su voz temblorosa volvió a surgir entre murmullos: —El tigre y el dragón... no deben separarse. Si uno cae... el otro arderá. Yu Fan lo miró, confundido. —¿Está delirando? El otro no respondió. Se quedó en silencio, sosteniendo la muñeca de Chen, sintiendo el pulso firme bajo sus dedos. Estaba allí. Vivo. Pero su mente vagaba por otro sitio. —El traidor… no lleva cuchillo… —dijo el anciano con voz hueca—. Lleva promesas en la lengua. Y ojos de hermano… Luego, como si la energía se le escurriera, cerró los ojos de nuevo, esta vez con tranquilidad. Su respiración era suave, acompasada. Dormía. El médico se quedó observando el rostro del viejo durante varios segundos más, procesando cada palabra. Las frases eran crípticas, pero algo dentro de él se removió. —¿Qué quiso decir…? —murmuró. Yu Fan suspiró, dejando caer los hombros. —¿Crees que fue solo un delirio? —Tal vez. O tal vez no… —se incorporó lentamente, quitándose los guantes con cansancio—. Chen nunca decía cosas al azar… incluso cuando parecía delirar, solía dejar advertencias. Se giró hacia la ventana, viendo el humo de Kamurocho recortarse contra las luces nocturnas. “El tigre y el dragón…”, repitió mentalmente. Y entonces lo sintió. Ese mal presentimiento que se arrastraba por su espalda como una sombra demasiado familiar. El silencio en la habitación era espeso, casi sagrado. La respiración acompasada del anciano llenaba el espacio como una melodía tranquila, en contraste con el torbellino que aún sacudía el pecho de su nieto adoptivo. Yu Fan acomodaba los frascos sobre la repisa con manos temblorosas, como si limpiar el espacio pudiera también ordenar su preocupación. Pero él ya no se movía. Solo permanecía ahí, al borde de la cama, con la espalda encorvada y los codos sobre las rodillas. Sacó su teléfono del bolsillo del pantalón, y la pantalla iluminó su rostro cansado con una luz fría y neutral; pero no había llamadas, ni mensajes, ni siquiera el clásico tono corto que indicara alguna notificación. Solo el reloj digital seguía avanzando, marcando el paso de los minutos con una paciencia cruel. Suspiró por la nariz, presionando con fuerza el puente entre sus cejas. Su cuerpo podía estar quieto, pero su mente no. Su mente estaba corriendo por los callejones de diversos distritos, buscando a Shinji, a Reina, temiendo encontrarlos en el suelo… o peor aún, no encontrarlos en absoluto. No necesitaba una explicación para lo que sentía. Era angustia, simple y dura. La sensación conocida de tener a alguien querido en peligro y no poder hacer nada. La misma que sintió cuando perdió a Yuko Nishikiyama hace años. La misma que lo había acompañado cuando los doctores con bata blanca firmaron su sentencia, y la medicina lo dio por muerto profesionalmente. Apretó los dientes. No podía evitar pensar en Shinji, aún sangrando, cargando a Reina… tal vez con una bala en el abdomen, tal vez con la mirada apagándose. Tal vez—no, no iba a pensar eso. “Por último… que estén vivos”, se dijo. “Con heridas leves. Fracturas. Moretones. Pero vivos.” El problema era que Kamurocho no acostumbraba a dar segundas oportunidades tan fácilmente. Y los que sobrevivían, a menudo lo hacían rotos. Miró al anciano. Dormía con el ceño ligeramente fruncido, como si incluso en sueños estuviera preocupado por algo. Tal vez por ellos. Tal vez por todo el barrio. Le ajustó la manta, asegurándose de que sus brazos estuvieran cubiertos. Luego se quedó con la mirada fija en el suelo, aún con el teléfono en mano. “No me falles, Kazuma…” La pantalla volvió a apagarse, sumiendo la habitación en penumbra otra vez y dejándolo solo con su ansiedad; aun así, no se movió, simplemente permaneció sentado, esperando en silencio, con los ojos abiertos y el corazón latiendo a contrarreloj. Habían pasado más de cuarenta minutos desde que la presión arterial del abuelo Chen empezó a estabilizarse. En ese tiempo, su nieto había medido sus signos vitales tres veces, anotando los valores en una libreta gastada que encontró en uno de los cajones. La habitación seguía en silencio, solo interrumpido por el pitido suave del tensiómetro y el murmullo del viento colándose por la ventana. Yu Fan se mantenía cerca, sentado en una esquina, con una toalla doblada sobre las piernas y el rostro tenso por el cansancio acumulado. Ryohei, en cambio, seguía junto a la cama, observando el pulso con la mirada fija, como si pudiera adivinar el futuro en cada latido. Sacó su teléfono otra vez. Ya había perdido la cuenta. Lo desbloqueó con la esperanza muda de que esta vez sonara… pero no. Solo el mismo silencio, intacto. Solo el reloj digital seguía su marcha, indiferente a la angustia de quien lo observaba. La pantalla volvió a apagarse, dejándolo otra vez en esa espera que se extendía como un hilo tenso. No se movió. Solo aguardó, con los ojos abiertos… y el corazón latiendo a contrarreloj. Entonces, el teléfono sonó, con el clásico tono polifónico. No dudó un segundo. —¿Kazuma? —Los encontré —dijo la voz al otro lado, ronca y acelerada—. Están en un edificio abandonado, cerca del Purgatorio… justo detrás del centro de bateo. Se incorporó de inmediato. —Lo ubico. Voy para allá ahora mismo. Kiryu dudó un instante antes de hablar de nuevo, esta vez más bajo, más grave: —Reina está muy mal. Shinji apenas se mantiene en pie. No quiero mentirte… puede que no lleguemos a tiempo. Pero no me rendiré. Te lo prometí, ¿recuerdas? Sintió un nudo cerrarse en su estómago. —Solo aguanta. Estoy en camino. La llamada se cortó. Se giró hacia el anciano. Dormía, con la frente seca, el ritmo cardiaco controlado y el cuerpo ya sin temblores. Yu Fan se acercó sin decir nada. —¿Todo bien? —Estable —afirmó el médico—. Pero debo salir. Urgente. Fue hasta la mesa y sacó la libreta donde había estado registrando los valores. —Escucha. Cada treinta minutos, presiona este botón —señaló el tensiómetro—. Anota aquí —pasó la hoja— la presión sistólica y diastólica. Si sube más de 160, o si vuelve el sudor frío, o si hay dificultad para hablar o se le ponen los labios morados… me llamas. De inmediato. El hombre lo escuchaba con atención, pero había algo más en su mirada. Una preocupación distinta. Y finalmente lo dijo: —Sé que estás haciendo lo correcto, Xiǎo Hǔ. Pero si algo le pasa a alguno de ellos… no te lo lleves encima. El otro lo miró, con las manos aún cerrando el bolso médico. —No puedes salvar a todos. A veces hay que aceptar que no siempre se llega a tiempo… pero no por eso se deja de intentar. El silencio entre ambos fue breve, pero denso. Finalmente, Ryohei asintió. —Lo sé… Pero si están vivos, aunque sea apenas, entonces todavía vale la pena correr. Se inclinó un segundo para verificar una última vez el pulso del anciano. —Cuídalo por mí, Yu Fan. Y si abre los ojos de nuevo… dile que su pequeño tigre aún tiene promesas por cumplir. Y sin más, se colocó el abrigo, tomó su bolso y salió de la habitación, con el eco de sus propios pasos recordándole que aún había promesas por cumplir. La noche se espesaba sobre Kamurocho como una nube de humo sucio. El médico avanzaba con el abrigo aún abierto, cruzando una calle lateral que lo llevaba directo al punto que le habían indicado. El frío comenzaba a calarse en los huesos, pero no podía permitirse sentirlo. No cuando había vidas pendiendo de un hilo. Al girar por una esquina, casi de casualidad, vio la luz blanca parpadeante de una pequeña farmacia de barrio. La persiana metálica ya había descendido a la mitad, y el farmacéutico se preparaba para cerrar. Frenó en seco, jadeando levemente por la carrera. Dudó por un segundo, pero la decisión fue automática. Se acercó corriendo, golpeando con suavidad la persiana aún abierta. —¡Disculpe! ¡Espere, por favor! El hombre, un tipo de mediana edad con lentes gruesos y bata algo arrugada, lo miró con cautela. Pero apenas lo reconoció, su expresión cambió. —¿Eh? ¿Usted es…? ¡Sí! ¡Usted es el médico de los campamentos! —dijo, empujando un poco la persiana hacia arriba—. Muchos sin hogar hablan de usted. El "Doctor Keri"… el que patea a los matones y luego cura a los caídos. Parpadeó, sorprendido por el apodo. —¿Doctor Keri? —Keri… por “keri o ireru”, ya sabe, “patear”. Dicen que cura con las piernas primero y las manos después. —El farmacéutico rió por lo bajo—. Un poco exagerado, pero ha ayudado a muchos. No tenía tiempo para corregir la leyenda urbana. —Escuche, necesito algo urgente —dijo, recobrando el tono serio—. ¿Tiene captopril de 25 mg o Adalat sublingual? Para un paciente con hipertensión crítica, ya estabilizado, pero con riesgo de recaída. Y también… algo más. —¿Qué más? —Depas. Si tiene. O Wypax. Cualquier benzodiacepina oral de acción intermedia. El farmacéutico asintió sin hacer preguntas. Abrió un cajón tras el mostrador y comenzó a reunir los medicamentos con eficiencia. Metió dos blísters pequeños en una bolsa de papel, junto con una botella de agua mineral. —¿Algo más? Tengo vendas y compresas rápidas si las necesita. —Sí. Un par de vendas estaría bien. Para posibles hemorragias o fracturas. Mientras completaba el pedido, el hombre levantó la vista, curioso. —¿Va a atender otra emergencia? El médico tomó la bolsa con firmeza, asintiendo. —Dos, en realidad. Están mal… y no tengo tiempo que perder. —Entonces no le detengo más. Buena suerte, Doctor. Se inclinó brevemente en señal de respeto, pagó por los medicamentos y luego se dirigió hacia la salida. —Gracias por no cerrar la persiana. —Gracias por seguir pateando cuando todos se dan por vencidos —respondió el otro, con una media sonrisa. Y con eso, volvió a correr por la calle mojada, sintiendo el crujido del papel en su mano como un recordatorio de que aún había una oportunidad de salvarlos. El edificio abandonado detrás del centro de bateo se alzaba como un bloque gris y silencioso, recortado contra el cielo oscuro de Kamurocho. La puerta metálica principal, grande y oxidada, estaba entreabierta, como si esperara a alguien… o acabara de tragarse a sus últimas víctimas. Se detuvo frente a ella. El viento soplaba con violencia por el callejón, haciendo crujir las ventanas rotas del segundo piso. A lo lejos, se escuchaban gritos apagados, el sonido lejano de una sirena, y el ronroneo inquietante de un motor detenido demasiado tiempo en el mismo lugar. Con el corazón golpeándole las costillas, bajó la mirada a su bolso médico, lo abrió, y sacó el blíster de Depas. Lo sostuvo un segundo. Su guante negro contrastaba con la pastilla blanca y pequeña que reposaba sobre su palma abierta. —Tengo que estar lúcido… no es momento de temblar —murmuró, apenas audible. Se la llevó a la boca y tragó con un largo sorbo de agua. Sintió el líquido deslizarse frío por la garganta, pero su pecho seguía ardiendo. Empujó la puerta lentamente. Esta chirrió con un gemido oxidado. Dentro, el ambiente era húmedo, cargado con olor a concreto viejo y polvo asentado. La penumbra le impidió ver del todo, pero a medida que avanzaba, la escena se fue revelando con claridad perturbadora. Cuerpos. Varios hombres inconscientes yacían sobre el suelo de baldosas rajadas, algunos sobre charcos de sangre seca. Todos vivos, con respiraciones agitadas o leves que delataban que aún estaban en este mundo. Sus trajes arrugados y los tatuajes asomando por los cuellos dejaban en claro su afiliación. —Kazuma… fuiste tú. —El médico respiró hondo—. Los dejaste fuera de combate para seguir. Miró a su alrededor. No había señales de Reina ni de Shinji. —Acá no están… —susurró—. Quizás estén arriba… o en la azotea. Avanzó hacia las escaleras. Cada peldaño de concreto crujía bajo sus pies. La tensión en su pecho crecía con cada paso. Al subir el segundo tramo, un golpe seco sonó cerca de él. Se giró en seco, con el pulso acelerado. Un gato famélico salió disparado de entre unos escombros. Ryohei suspiró con frustración. —Maldición, parecía una película de terror barata… El tercer tramo fue peor. Oscuridad, humedad, un leve olor a moho… y un silencio ensordecedor. A cada paso sentía que sus nervios estaban al límite. El eco de su propia respiración parecía más fuerte de lo habitual. Y entonces llegó. La azotea se extendía como una tumba abierta, iluminada apenas por las luces lejanas de Kamurocho. El viento golpeaba fuerte, arrastrando el polvo y el silencio de la tragedia. A sus pies, Reina yacía inmóvil, su silueta pequeña recortada contra las baldosas sucias, con una mancha de sangre oscura extendiéndose desde su abdomen como una flor marchita. —¡Reina! —La voz del doctor quebró el silencio. Corrió hacia ella, se arrodilló a su lado y tomó su mano, helada, sin respuesta. Le acarició el rostro, como si con eso pudiera devolverle el calor, la voz, la risa que tanto conocía. —No… no me jodas, Reina… si esto es una broma… es una broma muy mala… Palpó su cuello, buscando el pulso que ya sabía que no estaba. Silencio. Solo el viento, y el crujido de sus ojos llenándose de lágrimas. El dolor le golpeó con una brutalidad inesperada. Se le hizo un nudo en el estómago, como si algo dentro de él se desgarrara. Era su amiga. Su hermana. La que lo había recibido cuando todos le dieron la espalda. La que le ofreció trabajo, refugio, dignidad. Y ahora estaba allí. Muerta. La pena no le dio tregua. Se le escapó en forma de sollozos sordos mientras apoyaba la frente sobre el pecho sin vida de Reina. —Lo siento… lo siento tanto… Luego, como si su cuerpo funcionara por inercia, se obligó a girarse. A unos metros, vio a Shinji, tendido boca arriba, con el rostro tranquilo… pero los ojos entrecerrados y el torso cubierto de heridas. Se arrastró hasta él. —Shinji… por favor, dime que tú no… —susurró. Le revisó el pulso, esperó un milagro. Nada. También se había ido. La rabia lo golpeó justo después del dolor. La impotencia le encendió el pecho como una explosión contenida. Y entonces escuchó la voz baja del Dragón. —No pude protegerlos… Ryohei giró la cabeza. Estaba sentado junto a una columna de hormigón, abrazando sus propias rodillas, los hombros encorvados. Su mirada estaba vacía, hundida, como si estuviera mirando algo más allá del horizonte. Su voz sonaba hueca. —Se fueron… por mi culpa. Se acercó lentamente, aún con las lágrimas marcándole las mejillas. —Kazuma… El otro no reaccionó. —Kazuma, mírame. La mirada del hombre se levantó apenas. Había lágrimas contenidas en sus ojos, pero también una furia que palpitaba bajo la superficie. —Fue Arase… —dijo entonces, con un hilo de voz. —¿Arase? —Un sargento de la familia Nishikiyama… —murmuró Kiryu, apenas levantando la mirada—. Vino con diez hombres. El médico sintió un nudo subirle por el pecho. No interrumpió. Solo escuchó. —Ellos lo enfrentaron —continuó el otro, con la voz más áspera—. Shinji apenas podía sostenerse… y aun así peleó hasta el final. Ryohei bajó la cabeza. Cerró los ojos. El silencio de la azotea se volvió más pesado. —Reina… —siguió Kiryu, tragando saliva—. Ella intentó protegerlo… incluso con una herida en el estómago. La respiración de su compañero se quebró. Sus puños se cerraron con fuerza. —Y Arase… —la voz del Dragón tembló, apenas un susurro entre dientes—. Solo se rió. Una pausa larga. —Los mató a los dos. Como si no valieran nada. Apretó los dientes, su mandíbula temblaba. —Yo… llegué tarde. Otra vez. No pude cumplir esa promesa… Ryohei se arrodilló frente a él. No dijo nada. Solo lo abrazó. Un abrazo largo, fuerte, necesario. El Dragón no lo rechazó. Dejó caer la cabeza sobre su hombro, y por unos segundos, ambos lloraron. No como guerreros. No como médicos ni ex yakuza. Solo como hombres… que acababan de perder a quienes amaban. —Al menos tú sigues vivo —susurró el médico—. Y aún podemos hacer algo con ese dolor. Se separó lentamente, secándose las lágrimas con el dorso del guante. Abrió su bolso, sacó el blíster y una botella de agua. Rompió el envoltorio, tomó una pastilla. —Toma esto —dijo, tendiéndosela—. Te va a hacer bien. El otro la miró, desconfiado por un momento. —¿Qué es? —Un ansiolítico. No te va a borrar nada, ni aliviar el dolor. Pero te va a permitir pensar con claridad. Hubo una pausa. Y entonces la tomó, la metió en la boca y bebió agua en silencio. Por un momento, solo el viento respondió. —Tenemos que llevarlos —murmuró al fin—. Al Purgatorio. Ahí los cuidarán. Les darán el descanso que merecen. El médico tragó saliva. Se acercó al cuerpo de Reina y le acarició el cabello. —Me encargaré de ella. Quiero darle un funeral… como se merece. Fue mi familia. Mi hermana. El otro asintió. Y aunque el dolor no se había ido, algo en ambos había cambiado. Aún quedaba una noche por enfrentar… pero no lo harían solos. La pastilla había templado el corazón, no el alma. Seguían cargando el dolor, solo que ahora podían sostenerlo sin quebrarse. Ryohei y Kiryu caminaban por los callejones menos transitados de Kamurocho, cargando los cuerpos envueltos en mantas oscuras. Uno a cada lado. El primero sostenía a Reina con cuidado, como si pudiera protegerla incluso después de muerta. El segundo llevaba a Shinji, apretando los dientes con fuerza para no desmoronarse. Solo el sonido de sus pasos y el murmullo lejano de la ciudad rompían el silencio. —Shinji… dijo algo antes de morir —comentó el Dragón, con la voz aún ronca. Ryohei giró un poco la cabeza, sin dejar de avanzar. —¿Qué dijo? —Su novia… Akemi. Dijo que ella tiene a Kazama-san… y también los documentos que tú necesitas. El médico se detuvo en seco. La manta que envolvía a Reina crujió levemente con el movimiento. —¿Estás seguro de eso? El Dragón asintió, sin mirar atrás. —También me entregó el anillo de Yumi. Esas fueron sus últimas palabras. El médico bajó la cabeza, cerrando los ojos un segundo. El viento acarició su rostro húmedo. —Shinji… Apretó los dientes, y luego volvió a caminar. —Kazuma… pidamos al Florista si puede ayudarnos a sepultarlos. Lucharon con valor. Merecen un funeral digno. —¿Crees que es lo correcto? —Es lo justo. No hubo más palabras hasta que llegaron al Purgatorio. El informante los esperaba ya al tanto, con dos cajones de almacenamiento listos para recibir los cuerpos. La oficina estaba en silencio, el sistema de cámaras activo, pero con las luces tenues, como si también guardara luto. Ambos depositaron los cuerpos con cuidado. Reina primero, luego el joven subordinado. Cerraron los cajones con manos temblorosas. Un adiós silencioso. Afuera, el aire olía a tierra húmeda y cables quemados. —Es una lástima… lo de Shinji y Reina —murmuró el Florista, cruzado de brazos. —No teníamos con quién más dejarlos —dijo el ex yakuza. Ryohei lo miró. —Por eso queríamos pedirte si podemos darles un funeral digno. El otro asintió. —No se preocupen… me encargaré de que lo tengan. El médico inclinó ligeramente la cabeza en agradecimiento. —Gracias… Kiryu también lo hizo. —Te lo agradecemos. Salieron juntos del Purgatorio, donde el detective y la niña ya los esperaban tras haber recibido el llamado del médico. La pequeña corrió a abrazarlos a ambos apenas los vio, apretándolos con fuerza. —Lo siento por la tía Reina… —murmuró, con la voz temblorosa. —Gracias, Haruka… —susurró Ryohei, acariciándole el cabello con ternura. El Dragón hizo lo mismo, apretándola con suavidad contra su costado. —Date-san —dijo entonces—. ¿Conoces a una tal Akemi? —¿Akemi? —repitió el otro, frunciendo el ceño. —Sí. Es lo que dijo Shinji. —Es un nombre bastante común. Debe haber miles de chicas con ese nombre en Tokio. —O sea… que es casi imposible localizarla —se quejó el médico. Pero antes de que el silencio regresara, el Florista intervino con una sonrisa ladeada. —Shinji Tanaka era un fanático del entretenimiento para adultos. ¿Estabas al tanto, Kiryu? Ryohei lo miró con una ceja alzada. —¿Qué tipo de entretenimiento para adultos exactamente, Kazuma? El otro lo pensó un momento, con expresión seria. —Creo que sí… —Había un lugar que frecuentaba durante años —continuó el informante—. Un puticlub llamado Shangri-La. Y en ese lugar, la chica más popular se llama Akemi. —Tiene sentido —dijo Date, asintiendo. —Pero esperen… —agregó el Florista—. No es un prostíbulo común. El edificio entero es una casa de baños, pero sin carteles. Desde fuera no parece nada especial. Solo la entrada cuesta un millón de yenes. Ryohei se atragantó con aire. —¿¡Un millón!? ¿Incluye desayuno y pensión completa o qué? —El lugar cuenta con celebridades, modelos, ejecutivas de alto perfil. Es el paraíso para ricos y famosos. La niña, con la inocencia de quien no lo es tanto, levantó la vista curiosa. —Señor… ¿qué es un prostíbulo? La pregunta cayó como una piedra en medio de un estanque. El silencio fue inmediato. Kiryu se quedó paralizado. Date alzó las cejas. Ryohei se giró muy lentamente hacia el Dragón, conteniendo una carcajada. —Vamos, Kazuma… la niña te preguntó algo —le dijo con una sonrisa torcida. El otro se rascó la nuca, nervioso. —¿Hmm? Eh… es… ¿cómo las termas? ¿O una sauna? —Kazuma… la sauna no es exactamente lo que crees… —añadió Ryohei en tono sarcástico, casi travieso, haciendo una alusión sutil que fue comprendida de inmediato. El Dragón los miró a ambos con desesperación, como pidiendo ayuda. —A mí ni me mires —soltó Date, cruzado de brazos. —Yo tampoco voy a salvarte —añadió el médico, conteniendo la risa. La niña no se rendía. —¿Entonces es como un baño público? —Bueno… no exactamente… Es más como… —Kiryu intentó responder, pero se ahogaba en su propio nerviosismo. —¿Alguna vez ha estado en uno? —preguntó Haruka de golpe, mirándolo directamente. Ryohei se cruzó de brazos, con una sonrisa maliciosa. —Oh, sí. También quiero saber eso. —¿Y tú, Ryohei-san? ¿Has estado en uno? El otro ladeó la cabeza, con teatralidad. —Digamos que no son de mi estilo… glamoroso —le guiñó un ojo. —Si Ryohei-san no ha ido, quizás el señor Kiryu sí, ¿verdad? El aludido balbuceó, incapaz de articular una sola palabra coherente. La niña soltó una carcajada suave. —Estoy bromeando. Sé lo que son. He recorrido esta ciudad lo suficiente como para saberlo. El grupo estalló en risas. Hasta el Florista dejó escapar una carcajada nasal. —Kazuma… te la jugó muy bien—rió Ryohei, secándose una lágrima de risa. —Esta niña tiene una mente muy amplia para su edad —añadió el detective. —Sí que nos tomó el pelo… —dijo el informante, entre risas. Kiryu solo suspiró, resignado… pero con una sonrisa sincera. Por primera vez en toda la noche… rieron. Y en medio de la pérdida, la risa fue un alivio. Un recordatorio de que aún estaban vivos. Y que todavía quedaba algo por lo que luchar. Las risas se fueron apagando poco a poco, como el eco de una fogata que comienza a consumirse. El Florista, aún con media sonrisa, se volvió hacia ellos con el rostro ya más serio, volviendo a lo urgente. —Si de verdad van a entrar al Shangri-La… necesitarán un carnet de membresía. Sin eso no pueden ni pisar la entrada. —Hizo una pausa, mirando al Dragón—. Pero tengo buenas noticias. Ese pase permite llevar a un invitado. Uno solo. Kiryu y Ryohei intercambiaron una mirada. —¿Alguna pista de cómo conseguirlo? —preguntó el médico, ya anticipando la complicación. —Sí. Una de las chicas que trabajó en el Shangri-La… ahora está en el club SHINE, en la calle Pink. Se llama Shinmei. Aún tiene contactos. Si alguien puede conseguir ese carnet… es ella. El ex yakuza asintió con decisión. —Entonces iré a verla. Se giró hacia el médico. —¿Vienes conmigo? Pero el otro negó con suavidad, con una sonrisa cansada. —Me encantaría… pero necesito regresar a Little Asia. —Ryohei desvió la mirada un segundo, pensativo—. El abuelo Chen sigue en observación. Le dejé a Yu Fan el tensiómetro automático, pero no puedo alejarme mucho. Haruka lo miró con atención, con esa mezcla de ternura y preocupación que solo un niño puede tener. —¿Va a ponerse bien, Ryohei-san? Él le dedicó una sonrisa suave, casi triste. —Eso espero… Además… —añadió, abriendo su bolso con calma y sacando una pequeña caja blanca—. Cuando pasé por la farmacia, compré algo más. Adalat. Por si la presión le vuelve a subir. El Dragón lo observó en silencio por unos segundos. Luego asintió, comprendiendo sin necesidad de más explicaciones. —Está bien. Apenas tenga el carnet, te aviso. Entraremos juntos. Descubriremos lo que pasó con Kazama-san… y encontraremos esos documentos. —Resolver ambos asuntos al mismo tiempo… me gusta ese plan. Se estrecharon las manos, como en los viejos tiempos. Pero esta vez fue distinto. El apretón fue más largo, más firme. Lleno de lo que no se decían, pero entendían perfectamente. —Cuídate, Kazuma. —Tú también. Dale un saludo al abuelo de mi parte. —Lo haré… y gracias por no rendirte hoy. Kiryu solo asintió. Tras ese pequeño gesto, se separaron. Uno tomando rumbo hacia Pink Street. El otro, hacia los callejones oscuros de Little Asia. No se miraron al alejarse. No hizo falta. Porque cuando el mundo se desmorona, hay vínculos que no necesitan palabras. Y el de ellos… era uno que ni la muerte pudo quebrar.