Capítulo 18
“Testigos del Silencio”
La humedad de los callejones en Little Asia se colaba entre los pliegues del abrigo de Ryohei como una advertencia silenciosa: aquí, el tiempo se movía distinto. Todo parecía detenido, pero en realidad, solo respiraba más lento. Había cruzado Kamurocho casi sin pensar, sin detenerse a observar los neones ni el ruido; solo avanzaba, con el cuerpo cansado, los músculos tensos… y el corazón todavía demasiado lleno de lo que había pasado. Reina. Shinji. Dos cuerpos fríos. Dos abrazos que el tiempo le robó para siempre. Empujó con suavidad la puerta que daba al pasillo del segundo piso, donde estaba la habitación del abuelo Chen. Al entrar, el olor a incienso apagado lo recibió primero, y luego la figura de Yu Fan, sentado en una silla de madera junto a la cama, con una libreta abierta sobre las rodillas. —Xiǎo Hǔ —dijo al verlo, con un leve asentimiento—. Justo iba a buscarte. ¿Cómo estás? Tardó un par de segundos en responder. No porque no supiera qué decir… sino porque la pregunta venía cargada con más peso del que podía sostener ahora. —Estoy… de vuelta —respondió simplemente, quitándose el abrigo con manos lentas. —Eso no fue una respuesta —replicó Yu Fan, sin apartar la vista de la libreta—. Pero supuse que vendrías. Le extendió el cuaderno mientras se ponía de pie. El otro lo tomó con cuidado y comenzó a revisarlo, página por página. Cada línea estaba escrita con pulso firme y letra pequeña: mediciones de presión arterial, horas exactas, observaciones sobre temperatura y frecuencia respiratoria. —Lo hiciste bien —murmuró, sin levantar la vista—. La presión se mantuvo entre 135 y 140. Todavía es alta, pero no crítica. ¿Cambiaste los paños cuando marcaba 38 o más? —Sí. Y preparé otra tanda de la infusión que hiciste —asintió Yu Fan—. No volvió a convulsionar. El médico asintió en silencio, cerrando la libreta. Caminó hacia Chen, que dormía en la cama, cubierto con mantas livianas. Su respiración era lenta, profunda. El rostro más sereno que la última vez. —Está mejor… pero aún no fuera de peligro. Yu Fan observó su rostro con atención. Vio algo distinto. No era solo cansancio. Era otra cosa. —Perdiste a alguien. No respondió de inmediato. Se limitó a tomar el tensiómetro digital, colocarlo en el brazo del anciano, presionar el botón y observar cómo la máquina comenzaba su trabajo. —A dos —dijo finalmente, en voz baja—. Y aunque sabía que no podía estar en todas partes… parte de mí todavía lo intenta. Como si pudiera. El pitido del tensiómetro sonó. 137/89. Aceptable. —No soy Dios, Yu Fan. No importa cuántas vidas salve… siempre me va a faltar tiempo para llegar a una más. El hombre se cruzó de brazos, apoyado contra la pared. —Eso lo entendemos todos, menos tú. El médico se giró para mirarlo. —¿Sabes qué me molesta más? Que incluso sabiendo eso… me sigo culpando. Me separé de Kazuma para quedarme acá. Y si no hubiera venido… —…no hubieras salvado a Chen-san —completó Yu Fan—. A veces estar en el lugar correcto no significa salvar… significa acompañar. Estar. Y tú estuviste aquí. Con nosotros. Silencio. Bajó la mirada. Caminó de nuevo hacia la cama. Tomó un paño limpio y húmedo, lo dobló en dos, y lo colocó sobre la frente del anciano con manos cuidadosas. Luego le sostuvo la muñeca, midiendo el pulso con los dedos por puro reflejo médico. —Estoy cambiando —murmuró—. De idealista a realista. Lo siento en los huesos. Pero no me gusta. —No tiene que gustarte todavía —dijo Yu Fan—. Solo no te rompas mientras aprendes. Esbozó una sonrisa cansada. No era feliz. Pero era sincera. —Gracias por cuidarlo, Yu Fan. —Es lo que hacemos los hermanos. Asintió. Se quedó un momento más, junto a la cama. Escuchando el pitido suave del monitor, la respiración estable de Chen… y su propio corazón, latiendo más lento por fin. Y aunque el infierno lo esperaba tras la puerta, esa habitación, por un instante, era su único refugio. Y a veces, eso era suficiente. El cuarto se había quedado en calma por casi una hora. El leve zumbido del monitor digital llenaba el aire como una canción sin letra, y el incienso apenas comenzaba a dibujar hilos suaves en el techo. Se había quedado dormido sentado en la silla junto a la cama, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada hacia adelante. El cansancio lo había vencido por unos minutos… pero no del todo. Se despertó al mínimo cambio en el patrón respiratorio del anciano. —Mmhh… La voz fue un susurro apenas audible, como un grano de arena movido por el viento. Alzó la vista y parpadeó. —Abuelo… —se incorporó con rapidez—. ¿Me escucha? Chen ladeó el rostro con lentitud. Sus ojos se abrieron despacio, velados pero atentos. No sonrió, pero tampoco parecía confundido. —Xiǎo Hǔ… —murmuró con voz rasposa—. Pensé que estaba soñando. —No lo estás. Estás conmigo. Y sigues en esta tierra, viejo testarudo. Le tomó el pulso con una mano mientras con la otra verificaba los valores en el monitor. La presión se había estabilizado. Todo indicaba que su cuerpo, finalmente, comenzaba a ceder a la recuperación. —Te dije que no ibas a morirte sin mi permiso. —Entonces será difícil morir —bromeó el anciano, cerrando los ojos un segundo—. Porque tú siempre crees que puedes con todo… El otro soltó una risa suave, baja, cargada de nostalgia. —Estoy aprendiendo que no es así. —Ya era hora. Chen giró la cabeza hacia él. Su mirada era débil, pero no menos firme. —No puedes salvarlos a todos, Xiǎo Hǔ. Nunca pudiste. Pero eso no te hace menos médico… ni menos hombre. —Lo tengo claro… —dijo, bajando la cabeza un momento—. Pero a veces… me cuesta aceptarlo. Sobre todo, cuando se mueren los que amo. El anciano lo observó por unos segundos que se sintieron eternos. —Tú… no eres solo un doctor. Eres uno de los pocos que entendió que la medicina no está en los fármacos, sino en la intención. Usas las hierbas del viejo mundo y las máquinas del nuevo. El pulso del paciente… y el tuyo. Y eso no lo enseñan en ninguna universidad. Tragó saliva. —¿Entonces por qué siento que igual fracaso… cuando no llego a tiempo? Chen suspiró, y su mirada se volvió más suave. —Porque sigues pensando como un idealista. Como si cada vida perdida fuera una traición a tu vocación. Pero no es así, Xiǎo Hǔ. Ser realista no significa volverse frío. Significa aprender a estar donde hace falta… y aceptar que el alma de los otros no siempre depende de nuestras manos. Ryohei no dijo nada. Bajó la vista hacia las manos del anciano, viejas, venosas, temblorosas… pero vivas. —¿Y cómo lo lograste tú? —Acompañando a muchos… hasta el final. Y entendiendo que lo único que salva, a veces, no es el pulso… sino la presencia. Chen lo miró a los ojos. —Prepárate para perder a más. No porque lo merezcas… sino porque no puedes detener la marea. Pero recuerda: no estás solo para evitar la muerte. Estás para que no ocurra en soledad. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta. El Tigre asintió, con los ojos brillando. Tomó una toalla húmeda y limpió con cuidado la frente del anciano, como si aquel gesto bastara para contener todo lo que no podía decir en palabras. Chen cerró los ojos. —Ahora ve… aún te quedan promesas por cumplir. Lo observó por un instante más… y luego asintió en silencio. Había entendido. Cuando el anciano volvió a cerrar los ojos —esta vez no por debilidad, sino para descansar con más calma—, el médico se levantó en silencio y volvió a su bolso. Sacó el blíster de Adalat y lo dejó sobre la pequeña mesa de madera al lado de la cama, junto a la botella de agua mineral. —Esto es por si la presión vuelve a subir —dijo en voz baja, sin mirar a nadie en particular—. Una dosis. Ni más, ni menos. Si lo notan agitado, con dolor de cabeza o respirando muy fuerte, dale media pastilla. Y luego llámame. Yu Fan se acercó, cruzado de brazos. Observó con atención los gestos del médico, cada vez más precisos, cada vez más firmes. —¿Le darás una pauta de tratamiento después? —Sí. Pero no ahora —respondió el otro, cerrando el bolso—. Primero quiero ver cómo responde en las próximas veinticuatro horas. Haré los ajustes con calma. El hombre asintió. En ese instante, el celular del doctor vibró con insistencia en el bolsillo de su abrigo. Lo extrajo de inmediato, reconociendo el número. Su corazón dio un pequeño brinco antes de contestar. —¿Kazuma? La voz de Kiryu sonó clara, aunque ligeramente tensa por el ruido de fondo. —Ya tengo el pase. Costó pero lo conseguí. Te espero en el escondite del Purgatorio, en veinte minutos. —Perfecto. Estaré ahí. Hubo un silencio breve. Casi íntimo. —¿Cómo está Chen? —preguntó el ex yakuza. —Estable… aunque todavía frágil. Pero vivo. —Bien. —¿Y tú? La línea se quedó muda por un segundo más largo de lo esperado. —Listo para terminar esto. El médico asintió para sí, como si el otro pudiera verlo. —Nos vemos allá. Colgó. Guardó el celular en su bolsillo y se volvió hacia Yu Fan una última vez. —Monitorea a Chen cada hora. Presión, temperatura y pulso. Usa el medidor automático y anota los valores en la libreta. Cualquier signo de alteración, me llamas. Incluso si no estás seguro. Hizo una pausa, mirándolo directamente a los ojos. —Y si estás cansado o necesitas descansar… delega. Enséñale a alguien de confianza cómo usar la máquina, cómo anotar los valores. No es solo por ti. Si tú aprendes a confiar en otros, ellos también lo harán. Es lo que Chen siempre quiso. El hombre lo observó con una mezcla de respeto y responsabilidad. Asintió, sin dudar. —Entendido. Entonces le tendió la mano. Él la tomó con firmeza. —Ve, Xiǎo Hǔ. Tienes algo que cerrar. —Sí… más de una cosa. Antes de salir, echó una última mirada al anciano dormido; el rostro de Chen, sereno y en paz, parecía haber dicho ya todo lo necesario. Entonces, cerró la puerta tras de sí, y el eco del clic metálico no fue solo el final de una visita, sino el inicio inevitable de lo que vendría. Kamurocho lo esperaba… y esta vez, no pensaba llegar tarde. El sol ya se había escondido tras los edificios de la ciudad cuando salió finalmente de los callejones húmedos de Little Asia. Había pasado todo el día allí, entre infusiones, tensiómetros y el silencio reflexivo de quien empieza a entender sus propios límites. Aun así, sus pasos eran firmes al reencontrarse con los demás. El grupo lo esperaba cerca del escondite detrás del Purgatorio, donde la luz de los neones apenas lograba competir con el cansancio que todos cargaban en la mirada. El Dragón fue el primero en verlo. —Ryo —lo saludó con tono sereno, aunque atento—. ¿Todo bien en Little Asia? Asintió con una leve inclinación de cabeza mientras se acercaba. —Sí. El abuelo está estable… Le dejé instrucciones claras a Yu Fan y también delegué en algunos de la comunidad por si él necesita descansar. —Entonces podremos concentrarnos en el Shangri-La —dijo el otro, cruzándose de brazos, su postura más firme que en toda la jornada. —Si Akemi tiene los documentos que Shinji robó de las oficinas de la Familia Nishikiyama —añadió el médico— y sabe algo sobre Kazama-san, estaremos más cerca de resolver todo esto. El detective dio un paso adelante, metiendo las manos en los bolsillos con gesto resignado. —Veo que Kiryu consiguió lo necesario… Por mi parte, tengo que ir a lidiar con los altos mandos. —¿Algo malo? —preguntó el doctor, arqueando una ceja. —Dicen que ya identificaron el cuerpo de la bahía —murmuró Date—. Aprovecharé de obtener esos datos mientras estoy allá. A ver qué mierda se están guardando esta vez. —Entiendo… —dijo con gravedad. El mayor desvió la mirada hacia Haruka, que se mantenía cerca del exyakuza, aferrada a la manga de su chaqueta con la naturalidad de quien confía plenamente en él. —Sé que es raro llevar a una niña a un lugar como el Shangri-La, pero no queda de otra… Ambos hombres se miraron al mismo tiempo, compartiendo una expresión de incredulidad muda. No necesitaban palabras. El mensaje era claro: ¿En serio vamos a llevarla ahí? Kiryu suspiró, llevándose una mano al cuello. —De acuerdo… Nos vamos, Haruka. La niña sonrió con entusiasmo, ajena a la reputación del lugar. —¡Vamos al Shangri-La! Ryohei solo pudo cerrar los ojos con resignación. —Esto va a ser interesante… La noche ya había envuelto Kamurocho por completo cuando los tres se pusieron en marcha hacia el Shangri-La. Las luces de los neones se reflejaban en los charcos de la acera, como si la ciudad intentara esconder su mugre detrás de una capa de colores brillantes. Haruka caminaba entre ambos, con su abrigo abotonado hasta el cuello y una mirada curiosa en cada esquina. —Antes de que me olvide —dijo Kiryu, rompiendo el silencio con voz grave pero tranquila—. Majima me mandó un mensaje hace poco. Decía que alguien me estaba siguiendo. El otro giró el rostro hacia él, levantando una ceja. —¿Y qué pasó después? —Fui como un idiota. Subí a un taxi como me dijo... pero claro, era él disfrazado. Otra de sus ideas brillantes para llevarme a pelear a las afueras de la ciudad —respondió el Dragón, con un suspiro resignado. El médico soltó una risa breve, mirándolo de reojo. —Ahora tiene sentido… me había fijado en unas marcas en tu cara. Pensé que te las hiciste consiguiendo el carnet de membresía. —En parte —respondió el otro, tocándose el pómulo con un dedo—. Pero ya sabes cómo es Majima… si no me encuentra, me encuentra él. —Debí notarlo antes —chasqueó la lengua el médico, con tono de frustración más personal que profesional. —Oye, no es grave. Puedo lidiar con ello —replicó Kiryu con una leve sonrisa. —Aun así, arruina ese cutis de chico rudo que tenías —bromeó el doctor, cruzando los brazos. —¿Me perdí de algo? —interrumpió Haruka, alzando la vista desde el centro entre ambos. —Nada, pequeña —respondió él, bajando la mano para revolverle el cabello con ternura—. Solo cosas que un médico que ha dormido poco no se dio cuenta. —Se entiende —dijo ella con naturalidad—. Con todo esto… no hemos dormido mucho ninguno, ¿cierto? Los tres continuaron caminando bajo el brillo artificial de Kamurocho, en una calma aparente que ocultaba lo que venía. El Shangri-La se acercaba con cada paso. Aún invisible… pero inevitable. El Shangri-La no tenía carteles, luces llamativas ni anuncios estridentes. A simple vista, parecía un edificio común en medio del bullicio de Kamurocho, discreto al punto de pasar desapercibido. Pero bastaba con detenerse frente a su fachada para notar que la opulencia estaba allí, agazapada en cada detalle del mármol pulido y en las puertas corredizas de madera noble. Ryohei entrecerró los ojos al observar el lugar con atención. —Así que este es el famoso Shangri-La… —murmuró—. Vaya fachada para lo que esconden dentro. —Me pregunto cómo reaccionará Akemi-san cuando sepa de la muerte de Shinji-san —dijo Haruka, rompiendo el silencio con una inocencia que pesaba más por su sinceridad. El Dragón de Dojima apretó los puños con suavidad, sin dejar de mirar al frente. —Estará dolida… como lo estamos nosotros. Pero alguien debe decírselo. —¿Crees que debamos ser directos con ella? —preguntó el otro, bajando la voz al volverse hacia él—. Para cualquiera debe ser devastador enterarse así de la muerte de quien amas. —Es mejor que se entere por nosotros… y no por un extraño —afirmó Kiryu, sin vacilar—. Al menos sabrá que Shinji fue valiente hasta el final. Su compañero asintió, respirando hondo. En ese momento, un trabajador del lugar los interceptó en la entrada. Vestía traje claro, rostro impecable, sonrisa automática. —¿Tienen el carnet de bienvenida con invitado? El Dragón sacó el pase con gesto firme. El trabajador lo observó, asintió con una reverencia breve y se hizo a un lado. —Adelante, señores. Al cruzar la entrada, el interior del Shangri-La los envolvió con una mezcla embriagadora de vapor aromático, luz tenue y mármol brillante. El suelo estaba perfectamente pulido, y escaleras de caracol llevaban hacia los pisos superiores como ríos dorados ascendentes. Sonidos suaves, risas contenidas y el perfume de aceites esenciales daban al lugar una atmósfera de templo hedonista. Pero la calma duró poco. Otro trabajador, más joven y visiblemente nervioso, se les acercó con rapidez al notar a Haruka entre ellos. —Disculpen, señores, pero… los niños no pueden ingresar. Es política del establecimiento… El ex yakuza lo fulminó con la mirada antes de responder. —Estamos de excursión. Déjala pasar. El médico se encogió de hombros con una sonrisa ladeada. —Hazle caso. No causaremos problemas… a menos que lo hagas enojar. El trabajador dudó. Dio un paso atrás, pero aún intentó defenderse. —Lo siento mucho, de verdad, pero podría causar una molest— No alcanzó a terminar la frase. El Dragón de Dojima dio un paso hacia el lado, alzó el puño sin decir nada y lo estampó con fuerza brutal contra una estatua ornamentada al pie de una columna. El objeto, probablemente de diseño exclusivo y valor exorbitante, estalló en cientos de fragmentos que volaron por el vestíbulo como confeti de una bomba silenciosa. El sonido seco del impacto resonó más que cualquier grito. El médico se pasó la mano por la nuca con resignación y murmuró con tono burlón: —Te advertí que no lo hicieran enojar… El ex yakuza miró al empleado, ahora pálido, temblando como si acabara de presenciar un terremoto. —No molestará a nadie. Nos haremos responsables de ella. ¿Está claro? —M-me quedó claro… —balbuceó el hombre, retrocediendo varios pasos. Haruka y Ryohei silbaron al mismo tiempo, con perfecta sincronía. Luego se miraron… y rieron bajito. Subieron por las escaleras de caracol mientras el vapor se hacía más denso a cada nivel, mezclado con una música suave que flotaba en el aire como un susurro constante. El lugar parecía más un templo decadente que un prostíbulo, con pasillos enmoquetados, lámparas colgantes y puertas doradas a cada lado, idénticas entre sí. —¿Y ahora? —preguntó el médico, deteniéndose en el primer piso—. ¿Cómo encontramos la habitación de Akemi si aquí todas las puertas parecen sacadas de un catálogo de hotel cinco estrellas? —Podemos preguntar —sugirió su compañero. —¿A quién? ¿Al tipo que casi muere de un infarto por tu puñetazo? No creo que esté en condiciones de colaborar —replicó con una sonrisa torcida. —¿No tienen números? —preguntó la niña, mirando las puertas—. Como en los hoteles… —Al parecer, no quieren que los clientes recuerden más de lo necesario —respondió el de traje gris, apoyando un dedo en una puerta. Estaba cerrada. Probó la siguiente. Cerrada también. En la tercera se escuchaban unos quejidos intermitentes… y luego un grito ahogado. Levantó ambas cejas. —Parece que aquí están ocupados. Con entusiasmo. Kiryu evitó mirar a Haruka. La niña, por su parte, frunció la nariz. —¿Están… bien? —Depende del punto de vista, pequeña —murmuró el doctor mientras se alejaba de la puerta con rapidez. Siguieron avanzando por el pasillo. El médico decidió probar con otra puerta al azar. Esta vez no estaba con llave. La abrió lentamente. —¡Ryo! —susurró su amigo con apuro—. ¡No entres, así como así! Pero ya era tarde. La puerta se abrió del todo, revelando una habitación tenuemente iluminada, decorada con tonos dorados y rojos. En el centro, un hombre de traje abierto estaba de espaldas, sentado en la cama, evidentemente disfrutando de la compañía de una figura de curvas exageradas con peluca rubia, maquillaje cargado y una sonrisa entrenada. La persona se volteó hacia el intruso por reflejo. Él la miró un segundo… y luego otro. Parpadeó. Entornó los ojos. —Ahh… —murmuró con tono bajo, entre divertido y resignado—. Claro. Bonita cirugía de mentón. El cliente giró a medias, confundido. —¿Eh? —Nada, nada. Sigan… esto parece profesional —dijo el médico cerrando la puerta con cuidado—. Con permiso. Que viva la diversidad. Volvió junto a sus acompañantes, frotándose la sien con una mezcla de cansancio y humor. —¿Qué había? —preguntó el Dragón. —Digamos que no era Akemi, pero sí alguien con muy buenas prótesis y seguridad en sí misma. Me saco el sombrero. El otro lo miró de reojo. —¿Quieres que revise yo mejor? —Por favor, antes de que abra la suite VIP de otra travesti dominante. No tengo la energía emocional para otra sorpresa. Haruka parpadeó, confundida. —¿Prótesis? —¡Vamos al segundo piso! —dijeron ambos al unísono, cambiando de tema mientras subían rápidamente. Continuaron avanzando por los pasillos alfombrados del Shangri-La, cruzando puertas con placas luminosas que indicaban disponible u ocupado, acompañadas de murmullos, risas o gemidos apagados. La niña, que mantenía una expresión serena desde su entrada, se detuvo por un segundo y habló con seriedad poco habitual para su edad. —¿Y si nos dividimos para abarcar mayor terreno? El médico frunció el ceño de inmediato. —No es buena idea. —Si alguien te ve paseando sola, se armará un problema —añadió Kiryu—. Mejor quédate cerca de nosotros en todo momento. —De acuerdo… —respondió ella, bajando la cabeza ligeramente. Continuaron en silencio unos metros más hasta llegar a una puerta entreabierta, distinta a las demás. Había un leve aroma floral y un eco de agua corriendo. —¿Será acá? —preguntó la niña, mirando la puerta con curiosidad. —Habrá que revisar —dijo el ex yakuza mientras la empujaba con suavidad. El interior era amplio, con una iluminación tenue. Un jacuzzi burbujeaba en la esquina izquierda, y el aire estaba impregnado del perfume de rosas artificiales. En el centro de la habitación, de rodillas sobre una alfombra mullida, se encontraba una joven de cabello largo y castaño oscuro, vestida con un babydoll rosa y una camisa de dormir translúcida que dejaba ver más de lo que ocultaba. —Bienvenidos —dijo, inclinándose con elegancia—. Soy Akemi. Se puso de pie al verlos entrar. —Soy Kiryu —dijo él, con voz firme—. Y él es mi amigo Ryo… —Ryohei Tachibana —completó el médico, inclinándose brevemente en señal de respeto. El Dragón de Dojima dio un paso adelante. —¿Shinji te ha mencionado de nosotros? Akemi frunció el ceño por un segundo. —¿Kiryu? ¿Kazuma Kiryu? ¿Ryohei Tachibana? Ambos asintieron. La expresión de Akemi se quebró lentamente, como una tela que se deshilacha sin ruido. Bajó la cabeza, los hombros le temblaron. —Eso significa que… Shin-chan está… El otro bajó la mirada con respeto. —Lo lamento mucho. Ella se giró hacia una estantería sin decir palabra y abrió una puerta de madera. Sus dedos recorrieron con cuidado los bordes de una bolsa de cuero donde descansaba una carpeta gruesa. —Cuando lo vi por última vez, me dijo que si algo le pasaba, vendrían ustedes —dijo con la voz temblorosa—. Siempre estaba bromeando… decía cosas absurdas, chistes malos, decía que los aprendió de un amigo. Pero esa vez… se notaba distinto. Sacó la carpeta con delicadeza y la sostuvo contra su pecho. —Ya veo… Shin-chan ha muerto —murmuró, apretando el documento contra su regazo—. Ese día actuaba extraño. Me dio esto y me dijo que cuando terminara con lo que estaba haciendo… nos casaríamos. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras su voz se quebraba. El médico dio un paso hacia ella, con suavidad. —Akemi… Ella levantó la vista, lo miró con ojos enrojecidos, y se acercó para entregarle la carpeta. —Shin-chan me pidió que te diera esto. Dijo que vendrías con Kiryu-san… que te apellidabas Tachibana… y que eras tú quien le enseñó esas bromas —hizo una pausa, el dolor volviendo a asomar—. Estos papeles… pueden ayudarte, dijo. El aludido recibió la carpeta con ambas manos, notando que le temblaban levemente. La sostuvo con cuidado, como si cargara algo más que papeles. —Yo… lo siento mucho. —No se preocupen… —dijo Akemi con voz apagada—. Saber que sus amigos vinieron… me da algo de paz. Ella se apartó unos pasos, sacó una cajita plateada de entre los pliegues de su camisón y extrajo un cigarrillo. Lo llevó a los labios con manos temblorosas. Intentó encenderlo una vez… falló. Otra… y tampoco. En la tercera, finalmente, la llama brotó. El médico, en tanto, aprovechó ese instante para guardar la carpeta en el interior del bolso, asegurándola con un gesto silencioso. El pequeño destello iluminó por un segundo su rostro en sombras: había dolor, rabia… y una determinación melancólica que rompía el corazón. Inhaló profundamente, como si el humo pudiera calmar el vacío, y exhaló con lentitud. —Lo primero que tenía pendiente está completo —dijo por fin, sin apartar la mirada de la brasa que ardía en la punta del cigarro—. En cuanto a Kazama-san… estuvo aquí. Pero no se fue solo. El socio de Shin-chan vino por él y se lo llevó. Kiryu se irguió de inmediato. —¿Un socio? —preguntó el médico, frunciendo el ceño con suspicacia. —¿Quién era? —la voz del Dragón era tensa, controlada, pero en el fondo… sonaba a trueno contenido. —Yukio Terada. De la Alianza Omi… Las palabras cayeron como plomo. Un silencio sepulcral llenó la habitación. El médico intercambió una mirada con su compañero. Haruka los observaba sin comprender del todo, pero percibía que algo grave acababa de decirse. —¿La Alianza Omi? —repitió Kiryu, con incredulidad—. ¿Estás segura de que Terada era amigo de Shinji? Akemi asintió con lentitud. —Eso me dijo. Y… Shin-chan confiaba tanto en él… que yo decidí hacerlo también. Nunca me dio razones para dudar. El médico cruzó los brazos, pensativo, su mente procesando conexiones a toda velocidad. —¿Y a dónde se lo llevó? —A Shibaura —respondió ella, tragando saliva—. Me dijo que lo llevaría a un barco atracado allí. No explicó por qué. El Dragón bajó la cabeza por un momento, y al alzarla, su mirada tenía esa frialdad férrea que solo mostraba cuando la decisión ya estaba tomada. —Comprendo… Pero la joven no había terminado. Dio una última calada a su cigarrillo, apagándolo en un cenicero de vidrio junto a la pared, antes de volver a mirarlos. —Hay algo más —dijo con gravedad—. Shin-chan me contó algo importante antes de irse. La familia Nishikiyama no solo busca los diez mil millones. También están tras el testamento del presidente Sera. El de abrigo azul entrecerró los ojos. —¿Testamento? —Sí —asintió ella, bajando la voz como si temiera que las paredes pudieran oír—. Me dijo que en ese testamento está escrito el nombre del cuarto líder del Clan Tojo. El sucesor legítimo. Kiryu se quedó inmóvil, impactado. Su mandíbula se tensó mientras intentaba digerir aquella nueva pieza del rompecabezas. —No lo sabía… —murmuró—. Pero si eso es cierto… entonces Nishiki hará todo lo posible por destruirlo. Por borrarlo del mapa. —Y no solo él —añadió el médico con voz grave—. Conocemos a alguien más que haría lo que fuera por ese poder. —¿Murakado? —preguntó su compañero sin apartar los ojos de su amigo. Ryohei asintió sin dudar. —Se alía con cualquiera que lo impulse… y cuando dejan de servirle, los desecha como basura. Si sabe de ese testamento, buscará obtenerlo, usarlo, manipularlo. No me sorprendería que ya esté detrás de eso… aliándose con los Nishikiyama por conveniencia. —Eso pensaba Shin-chan también… —susurró Akemi, dejando que la revelación se asentara—. Él trabajó con Itsuki Murakado. Lo conoció en su etapa más cruel. Sabía bien de lo que era capaz… por eso robó estos documentos. Por eso me los dejó. El silencio volvió, pesado, pero ahora cargado de dirección. Las piezas empezaban a encajar. El enemigo era claro, pero el campo de batalla se extendía mucho más allá de Kamurocho. Y el tiempo se agotaba. En ese instante, un estruendo sacudió el piso bajo sus pies. Las paredes vibraron. Haruka se aferró al brazo del ex yakuza. —¿Un terremoto? —Fue demasiado breve para ser uno… —dijo Ryohei, mirando hacia la puerta. Un segundo estruendo, más fuerte, sacudió el lugar. Kiryu dio un paso al frente, su expresión endurecida. —Será mejor averiguar qué está pasando… La niña sostuvo el bolso con fuerza cuando el médico se lo entregó. Sus dedos se cerraron con firmeza sobre el asa, como si su inocencia pudiera protegerlos a todos. —Cuídame esto… volveremos enseguida —le dijo él, mirándola con una mezcla de cariño y preocupación. Haruka asintió con madurez. —Tengan cuidado… El Dragón de Dojima posó una mano sobre su cabeza antes de hablar con firmeza. —Akemi… cuida de Haruka. No salgan hasta que todo pase. Ambos salieron de la habitación sin mirar atrás. Apenas pusieron un pie en el pasillo, el sonido de pasos apresurados y golpes metálicos les confirmó lo que ya sospechaban. Un grupo de hombres descendía por las escaleras laterales, armados con bates, tubos y una furia que no correspondía a simples matones de burdel. —Definitivamente, eso no fue un terremoto… —comentó el Tigre, flexionando una pierna mientras se colocaba en guardia—. Tengo una corazonada muy jodida. —Yo también —replicó el otro—. Y tengo una idea de quién puede haberlo provocado… Vamos. Sin más palabras, se lanzaron al ataque. El médico fue el primero en moverse, como un resorte comprimido. Sus movimientos eran precisos, calculados. Saltó contra la pared lateral y, usando el impulso, giró en el aire, propinando una patada descendente al rostro del primero que osó acercarse. Cayó sin emitir sonido. Un segundo se abalanzó con una barra de hierro, pero el atacante se deslizó por el suelo, lo desbalanceó con un barrido y, antes de que tocara el piso, lo noqueó con una patada giratoria en el pecho. Estilo Tōbu Shissoku: velocidad letal, precisión quirúrgica. A su lado, el Dragón de Dojima era pura brutalidad disciplinada. Cambiaba de estilo con fluidez. Primero el Rush, esquivando ataques con movimientos veloces, contragolpeando con ganchos al hígado. Luego el Beast, levantando una banca de madera para estrellarla contra dos enemigos a la vez. Cuando las cosas se apretaban, cambiaba al Dragon, golpeando con combos implacables que rompían costillas y voluntades. Más hombres subieron por las escaleras. —¡Y siguen llegando! —bramó el otro mientras impulsaba su cuerpo por la baranda con las manos, lanzándose con una patada doble que derribó a tres a la vez. Kiryu esquivó un bate que voló por centímetros y respondió con una patada giratoria. El crujido fue seco, brutal. Uno de los tipos logró conectar un golpe en el costado de su compañero, haciéndolo trastabillar. —¡Ryo! —gritó el Dragón. —Estoy bien… solo me rozó. ¡Sigo! El pasillo comenzó a despejarse tras varios minutos de combate furioso. Los cuerpos yacían esparcidos entre alfombras arrugadas, mesas volcadas y lámparas rotas. El Shangri-La parecía menos un prostíbulo de lujo y más un campo de batalla. Akemi y Haruka aparecieron corriendo desde el extremo del pasillo. —¿Están bien? —preguntó la mujer, jadeante. —Sí… —Ryohei asintió, limpiándose la sangre de la comisura de los labios—. Manténganse cerca de nosotros, y por favor, no te alejes de la niña. Bajaron juntos hacia el vestíbulo. Caos. Chicas del local corrían por los pasillos, algunas envueltas solo en toallas, otras llorando, tropezando entre sí. Algunos hombres las perseguían, gritando obscenidades. Y en medio de todo, destacando como un torbellino de locura elegante, Goro Majima tenía a una de las chicas —una joven de nombre Reiko— sujeta del cuello, apretándola contra su pecho con una sonrisa que erizaba la piel. —¡Ayúdenme! —gritó la chica, forcejeando. Akemi dio un paso al frente. —¡Reiko-chan! El médico entrecerró los ojos. —¡Majima-san! El Perro Loco de Shimano giró la cabeza como un cuervo demente, sonriendo con una mezcla de alegría infantil y sadismo adulto. —Ohhh~ Si son Kiryu-chan y Ryo-chan… ¡Justo los que estaba buscando! —Majima… me sorprende que aún sigas vivo —murmuró el Dragón, tensando los hombros. —Después de lo que me contaste que le pasó, y de haber detenido su hemorragia aquella vez… —añadió su amigo—. Ya nada me sorprende contigo, sinceramente. —¡Auxilio! Por favor… no me haga daño —gimió Reiko. —Ah, sí, sí… claro… —Majima sacó su cuchillo y comenzó a deslizar la hoja por la mejilla de la chica—. Mejor será que te calles… —¡Detente! —ordenó Kiryu. El lunático lo ignoró. Sus ojos brillaban como los de un gato atrapado entre espejos. —¿Qué me dices, preciosa? —le susurró a Reiko, mientras el filo se deslizaba ahora por su cuello—. ¿Te gustaría ser mi novia? —¡Detente de una puta vez, Majima! ¡La estás traumando! —gritó Ryohei, el corazón bombeándole en los oídos. El otro no lo escuchaba. Estaba atrapado en su propio teatro personal. —¿Eh, eh? ¿Qué me dices? —Y-yo… ya estoy enamorada de alguien más… —murmuró la chica, aterrada. El silencio fue como una bomba de humo. Majima la miró. Ojos muy abiertos. Nadie respiró. Y entonces… bajó el cuchillo. —Ohhh, ya veo… —dijo con voz suave—. Al menos fuiste sincera. Me gusta la gente honesta. No mienten para quedar bien con nadie. Soltó a la chica lentamente, casi con ternura. Reiko no se movió. —Vamos, márchate ya… esto se va a poner feo. Ella dio unos pasos torpes… y luego salió corriendo, sollozando. —Quién te entiende —murmuró Kiryu. —¡Me gusta la gente honesta! —exclamó Majima, girando con teatralidad—. Ustedes saben que yo soy igual~. —Este tipo un día me va a matar de un infarto antes de los cincuenta… —suspiró el médico. —La última vez la estábamos pasando tan bien, hasta que nos interrumpieron… —añadió el lunático con una risa nasal. Ryohei miró al Dragón. —Kazuma, eso sonó raro incluso viniendo de él… —Fue esa trampa que me tendió antes de venir acá… —¡Y fue increíble! Pero ya basta de foreplay… —Majima sacó su cuchillo, girando con gracia maniaca—. ¡Primero Kiryu-chan y luego Tora-chan! … O mejor aún, ¡los dos a la vez! Se puso en posición, el filo brillando bajo las lámparas destruidas. Sus ojos bailaban de euforia pura. La pelea más salvaje estaba a punto de comenzar. Akemi entendió de inmediato. Cuando Majima adoptó su postura de combate, cuerpo arqueado, cuchillo en mano y sonrisa desquiciada, se agachó y tomó el bolso del médico con rapidez. —Haruka-chan, ven conmigo. Quédate detrás de mí —dijo con firmeza. La niña asintió sin decir palabra, sus grandes ojos fijos en Ryohei. —Vuelvan al pasillo —ordenó él, sin apartar la vista de Majima—. Y no miren atrás. La joven se llevó a Haruka del vestíbulo justo cuando un grupo de hombres surgió de las escaleras. No eran clientes ni empleados: eran hombres de Majima, con barras, cuchillos, cadenas. Y venían con sed de sangre. —Tsk. Justo como lo imaginé —gruñó el Tigre, girándose hacia ellos y ajustándose las vendas de los guantes—. Kazuma, encárgate de él. Yo limpio la basura. —Entendido —respondió el Dragón, tensando los nudillos. Majima rugió como una bestia suelta y se lanzó sobre Kiryu con un impulso inhumano. El cuchillo centelleó en el aire como una víbora, apuntando al cuello, pero el ex yakuza desvió el brazo con una patada giratoria y Majima retrocedió, solo para volver con un giro imposible, como si no tuviera articulaciones normales. Al mismo tiempo, los hombres del lunático se abalanzaron sobre Ryohei. El médico no usó las manos, como siempre. Se impulsó con una columna cercana, elevándose en el aire y aterrizando con una patada descendente sobre el primero, que cayó al instante. El segundo blandía una cadena, pero el atacante giró sobre sí mismo, esquivó el golpe por milímetros y lo derribó con una patada lateral que le rompió la clavícula. El tercero intentó sorprenderlo por la espalda, pero el luchador saltó hacia una pared lateral, rebotó como una sombra y le propinó un rodillazo en la nuca. El tipo se desplomó sin un solo quejido. En el centro del vestíbulo, Kiryu y Majima se movían como titanes. El estilo Mad Dog era puro caos: cuchillazos a ras del suelo, fintas que no tenían lógica, ataques que salían desde ángulos imposibles. El Dragón resistía con todo lo que tenía. Cambiaba entre el estilo Rush para esquivar, y Dragon para castigar. Logró conectar un combo al torso de Majima, pero este solo se rió, con sangre saliéndole de la comisura de los labios. —¡Eso estuvo bien, Kiryu-chan! ¡Así me gusta! Kiryu jadeaba. Tenía un corte en el brazo, otro en la mejilla, pero seguía en pie. El médico derribó al último hombre con un barrido, dejándolo inconsciente al chocar contra un jarrón ornamental. Se giró y vio la danza de locura frente a él. —¡Kazuma! —gritó. Majima se volvió como un perro que huele a un viejo amigo. —¡Oh, ahí viene Tora-chan! —exclamó con alegría demente—. ¿Qué vas a hacerme ahora, eh? ¿Vas a tocarme un punto de presión que me haga hablar en latín? ¿O quizás en ruso? ¡Vamos, sorpréndeme! ¡Haz que me mee encima como esos otros! —Eso si lo mereces, no lo dudes —replicó Ryohei, lanzándose sobre él con una barrida baja. El Perro Loco saltó con una risa animal y rodó por el suelo, atacando con una cuchillada descendente. El otro esquivó por un pelo, contraatacando con una patada a las costillas. Majima gruñó, pero no se detuvo. Ahora era dos contra uno. Kiryu, por un lado, Ryohei por el otro. Coordinados. Uno golpeaba, el otro desviaba. Cuando Majima atacaba al primero, el segundo lo derribaba con una patada. Cuando giraba hacia el médico, el Dragón lo contenía con un gancho directo al mentón. Pero Majima no era fácil. Logró herir a ambos. El Tigre recibió un tajo superficial en el costado derecho, el filo apenas rasgando piel, pero sangrando lo suficiente para alertarlo. Su compañero sufrió otro corte en el muslo. Y aun así… no se detuvieron. Con una sincronización pulida por la experiencia, el Dragón de Dojima atrapó el brazo de Majima en pleno giro, y el otro se impulsó por el costado para propinar una patada directa al rostro. El cuchillo voló de su mano y cayó al suelo con un tintineo metálico. El lunático cayó de espaldas, rodando por el suelo… y luego se quedó riendo. —¡Aghh…! ¡Mierda… eso dolió! ¡Ustedes dos sí que saben cómo dar una buena paliza! Kiryu respiraba con dificultad. A su lado, Ryohei presionaba su herida con una mano. —¿Vas a quedarte tirado? —preguntó entre jadeos. Majima los miró con una sonrisa torcida. Levantó las manos en señal de rendición… o al menos, rendición temporal. —Por ahora… me rindo. Pero solo porque estoy satisfecho por hoy. ¡Qué divertido fue! ¡Quiero otro combate cuando me recuperen los huesos, ¿eh?! Y con esa amenaza casi juguetona, Majima se esfumó en la sombra de los escombros, como un espíritu burlón. El médico exhaló lentamente. —Nunca voy a acostumbrarme a este tipo… —murmuró. Kiryu se agachó a recoger el cuchillo. —Ni yo. Desde el pasillo, Haruka y Akemi asomaban con miedo en los ojos. Al ver que la batalla había terminado, corrieron hacia ellos. —¿Están bien? —preguntó la joven. —Más o menos… —respondió Ryohei, aún tocándose el costado. —Tú tienes más sangre que Majima… —dijo Haruka, mirando al ex yakuza. Kiryu sonrió levemente. —Tranquila. Solo es superficial. —No vuelvan a dejarme al cuidado de bolsos si van a pelear así —dijo Akemi, devolviendo el de Ryohei. —Gracias por cuidarlo… —él lo recibió con una sonrisa cansada—. Pero sí… la próxima, mejor que sea Date-san. El Shangri-La era ahora una mezcla de ruinas y declaraciones policiales. Luces rojas y azules parpadeaban contra las paredes internas del local, teñidas con los reflejos de patrullas policiales y ambulancias que rodeaban la entrada principal. Dentro, los paramédicos atendían a las chicas heridas o en shock. Algunas lloraban. Otras, simplemente se cubrían con mantas térmicas, con la mirada vacía y fija en algún punto invisible del techo. Los oficiales arrestaban a los hombres que despertaban entre los escombros. Algunos estaban orinados; otros, balbuceaban en idiomas que ni ellos sabían hablar, mirando a su alrededor con confusión total. La técnica de Ryohei, la Tōbu Shissoku, había hecho efecto. El caos estaba bajo control, pero las secuelas eran evidentes. Akemi, envuelta en una bata de baño blanca, prestaba declaración con la voz temblorosa. El médico, mientras tanto, terminaba de colocar un apósito sobre uno de sus brazos, donde tenía un corte leve. Luego, se volvió hacia Kiryu, limpiando con cuidado la herida en su mejilla. —Por lo menos no necesitarás puntos —comentó, con un tono mezcla de alivio y cansancio. —Majima cortó mi traje —murmuró el otro, mirando el tajo. —¿Heridas visibles y te preocupas por la ropa? —bufó su compañero. —Este traje me lo diste tú —replicó Kiryu, como si fuera obvio—. Por eso es mi favorito. —¿Ryohei-san le regaló un traje al señor Kiryu? —preguntó Haruka con inocente curiosidad. —Fue hace muchos años —explicó él, sin dejar de trabajar con el botiquín—. Un gesto de agradecimiento… pero no sabía que era ese el que llevabas hoy. Antes de que el momento se ablandara del todo, Date apareció entre el caos. Su chaqueta arrugada y su rostro tenso no ocultaban el peso de las noticias que traía. —¿Están bien? —preguntó, acercándose—. Esas heridas se ven feas. —Estamos —respondió el Dragón, poniéndose de pie con algo de esfuerzo. —Cambiemos el tema de los trajes y enfoquémonos… —dijo el detective con seriedad, tras un suspiro. Su mirada se dirigió a Akemi, que terminaba de ser atendida por una oficial—. Así que ella es Akemi… debe haber sido una noche difícil. Kiryu asintió, su rostro endurecido por la gravedad de lo que venía. —Date-san… ya sabemos dónde está Kazama-san. —¿Dónde? —En el muelle de Shibaura. Al parecer, Terada… de la Alianza Omi… lo tiene oculto en un barco. El detective parpadeó, incrédulo. El nombre hizo eco como un disparo a quemarropa. —¿¡La Alianza Omi!? —repitió, con voz tensa—. ¿Y por qué demonios querrían proteger a Kazama? —No lo sabemos aún —intervino el médico, sacando su bolso y apoyándolo contra su pecho como si resguardara una reliquia—. Pero sí sabemos que Shinji arriesgó su vida para entregarle estos documentos a Akemi. Y también… para poner a salvo a Kazama-san. Lo que hizo fue más que valentía. Date frunció el ceño, luego abrió su libreta con lentitud. Su expresión se volvió aún más severa. —Yo también tengo algo que deben saber. Dos cosas, en realidad. La primera… ya se confirmó la identidad de la mujer encontrada en la bahía de Tokio. Aquella que creímos que era Mizuki. El médico tensó la mandíbula. —¿Y entonces… quién era? El detective respiró hondo antes de responder. —Sayaka Fujimoto. Treinta y cinco años. Ex doctora del Hospital Universitario Touto. Ryohei sintió que el tiempo se detenía. El nombre lo golpeó como una corriente helada recorriéndole la espina dorsal. Sus labios se entreabrieron apenas, pero no salió sonido alguno. Su mente ya no estaba en el Shangri-La, ni con Haruka, ni siquiera con Kiryu. Estaba años atrás, bajo luces blancas de hospital, entre pasillos interminables y noches de guardia junto a una mujer joven, de mirada perspicaz y voz firme. Dra. Fujimoto. Habían reído juntos entre cafés recalentados. Discutido procedimientos médicos. Criticado a superiores corruptos. Ella era aguda, decidida, brillante. Y ahora… ahora era una cifra en un informe forense. Otra víctima del sistema que ambos habían intentado desafiar. —Sayaka… —dijo con voz ronca, más temblorosa de lo que hubiera querido. Sus ojos se perdieron en un punto fijo, como si lo arrastrara un recuerdo ineludible. —Fue mi colega cuando empecé en el Touto. El detective frunció levemente el ceño, cruzando los brazos sin interrumpirlo. —Compartimos guardias, quirófanos, noches de emergencia sin dormir. Haruka bajó la mirada, posó los ojos en el bolso en el suelo y lo abrazó con fuerza. No comprendía del todo lo que se decía, pero intuía el peso de aquellas palabras. —Estaba ahí cuando pasó lo de Yuko Nishikiyama… El Dragón, hasta entonces en silencio, apretó los labios y bajó la vista al suelo. —Nunca me dijo directamente que pensaba. Solo que el directo del hospital tenia que decirme algo ese día que me suspendieron. Aunque sospecho que ella creía en mi inocencia. La voz del médico se quebró apenas en ese punto. Date lo miró con atención, pero no dijo nada. —Pero jamás imaginé… —tragó saliva, incapaz de detener la emoción— que la callarían así. Su compañero bajó la cabeza, en silencio. La niña lo miraba sin comprender del todo, pero sin soltar la mano del doctor y el bolso en su regazo. —No fue una muerte accidental —añadió el detective, sin adornos. Luego sacó una hoja de papel, doblada y cuidadosamente guardada entre los apuntes de su libreta—. Cuando identificaron su cuerpo, la policía fue a su apartamento. Todo estaba limpio, ordenado. Ningún signo de pelea. Pero su diario estaba abierto, como si hubiese querido que alguien lo encontrara. Ryohei sostuvo la mirada del detective con creciente tensión. —¿Qué decía? El otro leyó en voz baja, sin teatralidad. Solo verdad cruda. —“He callado demasiado tiempo. Sé lo que vi. Vi cómo cambiaron los registros de la epicrisis. Vi que esa firma no era la del Doctor Tachibana. Vi cómo Hiyoshi retiró dinero del fondo privado. Pero cuando intenté decirlo, me amenazaron con despedirme. Me dijeron que mi carrera terminaría como la suya. Mañana… hablaré. No me importa el riesgo.” El silencio que siguió no era como el de antes. Era el de una herida que se abre y sangra sin freno. Ryohei apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo las vendas de sus guantes crujían por la presión. Sus ojos se nublaron. No por rabia. No del todo. —Ella… intentó ayudarme —susurró, sin mirar a nadie—. Sin decirlo directamente. Me creyó cuando todos me apuntaban. Y murió por eso. Su voz se quebró. —Murió por mí… Date bajó la mirada. —Ahora están usando su diario como prueba. Es posible que te llamen a declarar pronto. El médico asintió con lentitud, aunque el gesto era más para sí mismo que para el detective. —Lo haré. Que me llamen. No me voy a esconder más. No después de lo que Sayaka hizo. No después de todo lo que se ha perdido. Por primera vez en muchos años, la rabia y el dolor que lo habían consumido parecían convertirse en algo diferente. Determinación. Sayaka Fujimoto no iba a quedar como una víctima sin nombre. Su voz, escrita en esas páginas, era ahora un grito que atravesaba la oscuridad. Un testimonio. Una verdad. Y Ryohei Tachibana… iba a hacer que el mundo la escuchara. Date se volvió hacia Kiryu, mirándolo de frente con expresión grave. —Kiryu… La MIA, el brazo de inteligencia de Jingu, ha comenzado a mover sus cartas. Me llamaron antes a comisaría para interrogarme sobre ti. El médico levantó la cabeza al escuchar aquello, su mirada volviéndose más atenta. —Estoy seguro de que es Jingu, metiendo presión política desde las sombras —añadió el detective, con fastidio. —¿Estarás bien, Date-san? —preguntó el Dragón, preocupado. Date soltó una breve risa por lo bajo, más irónica que divertida. —Claro que sí. Ya deberían haberme despedido hace rato… pero no lo harán. No mientras yo siga siendo su único vínculo con ustedes dos. Luego los miró a ambos, uno a uno. Sabía lo que venía. —¿Se van ya? ¿Al muelle de Shibaura? Kiryu giró el rostro hacia su compañero, buscando su confirmación. Este asintió, firme. —Puedo revisar los documentos en el camino —dijo con decisión—. No perdamos tiempo, Kazuma. Estaré bien. El otro asintió. —Vamos a encontrar un lugar tranquilo para que los revises… y luego, iremos al muelle. El reloj marcaba pasadas las diez de la noche cuando encontraron un rincón discreto en un café casi vacío, uno de esos lugares sin nombre a un costado del Río Kamogawa, donde las luces de neón de Kamurocho no alcanzaban a manchar la oscuridad con su ruido visual. El dueño, un anciano medio dormido, apenas les prestó atención. Pidieron café negro. No para disfrutarlo, sino para mantenerse despiertos. Ryohei colocó la carpeta sobre la mesa como si fuera un ataúd recién cerrado. Tomó aire y la abrió con cuidado. Documentos, sobres, una carpeta tipo acordeón y algunas hojas sueltas con el sello del hospital Touto. Kiryu lo observaba en silencio, sin interferir, pero con los ojos clavados en cada movimiento de su amigo. Lo primero que desplegó fue un historial financiero. —Esto es del Doctor Hiyoshi… —murmuró, frunciendo el ceño—. Tiene sentido. Deudas de juego, treinta millones de yenes, transacciones desde el fondo quirúrgico… Hojeaba el documento hasta encontrar algo importante. —Aquí incluso hay una nota donde justifica la compra de “insumos quirúrgicos especiales” a una cuenta sin nombre. Posiblemente el contacto para el corazón que nunca llegó. Siguió revisando hasta encontrar las copias del expediente clínico de Yuko Nishikiyama. —Mira esto —le pasó una hoja a su compañero, que la revisó con una ceja arqueada—. La epicrisis está alterada. La firma que aparece aquí no es mía… es una falsificación. El otro la miró con el ceño fruncido. —¿Estás seguro? —Más que eso. Esta firma es muy buena… pero hay una ligera inclinación que no coincide con mi trazo natural. Además, aquí hay una anotación que yo jamás habría dejado en ese estado. Luego extrajo un sobre cerrado. Dentro había una hoja doblada con un membrete legal. —Una declaración jurada… firmada por un abogado externo —leyó—. Aquí dice que la denuncia fue impulsada por “Sutaki Murano”, un nombre falso. Un donante privado de la familia Nishikiyama que pagó a testigos del hospital para acusarme de negligencia. Kiryu entrecerró los ojos. —Sutaki Murano… suena como… Ryohei se quedó helado. Releyó el nombre. —Es un maldito anagrama… —susurró, apretando el papel—. ¡Itsuki Murakado! ¡Lo camufló! Cambió el orden de las letras para ocultarse detrás de un seudónimo legal. Un golpe de realidad. Ya no era una corazonada, una coincidencia. Murakado había estado detrás de todo: de la caída profesional del médico, de la manipulación de Akira Nishikiyama, de la tragedia de Yuko. Ryohei apretó los puños con fuerza, pero sin temblor. Esta vez, era distinto. No era furia. Era claridad. —Murakado… me quitaste todo —dijo con voz baja, intensa—. Y ahora voy a recuperar cada pedazo. Guardó los documentos con cuidado, colocándolos en el bolso como si fueran un arma. —¿Lo tienes todo? —preguntó Kiryu. —Sí. Ya tenemos lo necesario… solo falta una cosa. El Dragón asintió con gravedad. —Entonces vamos. El muelle de Shibaura nos espera. Pagaron el café sin tocarlo. El aroma amargo quedó flotando en la mesa, como un testigo mudo de las verdades reveladas. Afuera, la noche se había asentado por completo sobre Kamurocho, con su manto espeso de neón, humo y secretos. Pero esta vez, ni el frío, ni la oscuridad, ni los pecados del pasado parecían intimidarlos. Porque estaban listos para enfrentarse a ella. Ambos caminaron en silencio por los callejones menos transitados, cruzando puentes metálicos, calles de adoquines húmedos y pasillos angostos donde el murmullo de la ciudad se volvía eco lejano. No necesitaban palabras. Los documentos, la traición, la muerte de Sayaka Fujimoto, el sacrificio de Shinji… cada paso que daban los empujaba a un final inevitable. Al llegar al Parque del Oeste, el Purgatorio emergió ante ellos como una fortaleza de luces tenues y almas cansadas. Allí, junto al portón de acceso, el detective los esperaba con los brazos cruzados, acompañado por Haruka, que corrió hacia ellos apenas los vió llegar. —Tardaron más de lo que pensé —dijo Date al verlos llegar. —Hicimos una parada para revisar los documentos —respondió el médico, bajando el bolso. —¿Y? —preguntó el mayor, con un leve gesto de urgencia. —Confirmado. Murakado estuvo detrás de todo. Incluso usó un anagrama para esconder su identidad legal… —Ryohei hizo una pausa, con los ojos clavados en él—. Este caso ya no es una herida abierta. Es una operación de extracción. Y vamos a sacar todo lo podrido. El Dragón miró a Haruka, que ya estaba a su lado. Se agachó a su altura, serio pero con dulzura en la mirada. —¿Estás segura de que quieres venir con nosotros? La niña no dudó ni un segundo. —Sí. Quiero estar con ustedes… hasta el final. Kiryu la contempló en silencio un momento, luego asintió. —Entonces quédate cerca. No te alejes pase lo que pase. —Lo prometo —respondió ella, con decisión. El de abrigo azul se acercó, colocándose al lado de Kiryu y Haruka. Sus ojos pasaron de la niña al detective. —Gracias por todo, Date-san. Por no dudar, por cubrirnos incluso cuando todo se vino abajo. Date soltó un suspiro, encendiendo un cigarro que no terminaba de prender bien. Lo miró con una mezcla de afecto y preocupación. —No tienen que agradecerme… Pero tengan cuidado. Jingu ya está moviendo sus piezas, y si van a enfrentarlo, háganlo sabiendo que ese hombre juega sucio. Es un cáncer con dientes. Si van por él… que sea para arrancarlo de raíz. Ryohei asintió, mirando una última vez el portón del Purgatorio. Una ráfaga de viento le agitó el abrigo, y con ella, el recuerdo de tantas cosas que había perdido. Cerró los ojos apenas un segundo, lo justo para visualizar a Shinji: su sonrisa, su torpeza encantadora, esas bromas mal armadas que solo él podía hacer sonar profundas. Sin decir palabra, sacó de su bolsillo un encendedor antiguo, uno que Shinji le había regalado años atrás como agradecimiento por haberle salvado la vida. Lo encendió, lo sostuvo unos segundos frente al cielo oscuro… y lo dejó caer dentro de una lámpara de aceite al pie del portón. —Gracias, Shinji… —murmuró—. Vamos a terminar lo que empezaste. Kiryu lo miró en silencio y luego asintió, entendiendo sin necesidad de palabras. —Es hora. El médico respiró hondo, posó una mano en el hombro de Haruka, y los tres, juntos, comenzaron a caminar por los pasillos del Purgatorio, dejando atrás el último refugio seguro que les quedaba. Sin miedo, sin dudas, y con paso firme, se adentraron en la oscuridad que los guiaba hacia su destino final. El muelle de Shibaura los esperaba… Y esta vez, llegarían a tiempo… aunque fuera lo último que hicieran.