Capítulo 19
“Hasta el Último Latido”
El motor del vehículo zumbaba como un susurro constante entre el silencio. Afuera, Kamurocho comenzaba a ceder ante la presencia del puerto. Las luces se volvían más escasas. Las sombras, más largas. Haruka dormía en el asiento trasero, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Ryohei. Él sostenía su bolso con una mano, y con la otra acariciaba suavemente el cabello de la niña. Frente a ellos, Kiryu conducía con los ojos fijos en la carretera, pero su mente parecía estar mucho más lejos. A mitad del camino, rompió el silencio con una voz baja, apenas audible por sobre el motor. —No sé qué voy a hacer cuando lo vea —dijo, sin apartar la vista del parabrisas—. No sé si querré hablar primero, o si solo... si solo querré abrazarlo. El médico giró el rostro hacia él, sorprendido por la fragilidad detrás de esas palabras. Bajó la mirada. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre el borde del asiento. —Lo entiendo —dijo al fin—. Porque yo tampoco me he preparado para perderlo, Kazuma. He estado en muchas situaciones límite, he visto morir a gente frente a mí, y aun así… pensar en Kazama-san muriendo sin que podamos hacer nada… es distinto. Es algo que no quiero aceptar. El Dragón soltó un suspiro. El tipo de suspiro que solo se deja salir cuando uno ha estado conteniéndolo durante días. —Toda mi vida… me mantuvo de pie. Incluso cuando no estaba presente. Incluso cuando no podía hablarme. Solo su existencia… me bastaba. El otro asintió, mirando el reflejo de las luces del muelle formarse en los charcos del asfalto. —¿Crees que nos reconocerá? —preguntó. El conductor dudó un segundo. —Nos reconocerá. Estoy seguro de que sí. —¿Y si está grave? ¿Y si ya no puede hablar? —Entonces lo escucharemos con los ojos —murmuró su compañero—. Como lo hacía cuando era niño. Una ráfaga de viento sacudió el vehículo. El cielo, encapotado, parecía contener la respiración junto a ellos. El médico miró por la ventana. Las grúas del puerto se recortaban contra el cielo como esqueletos de metal. El lugar tenía algo fúnebre. Como si la ciudad supiera lo que estaba a punto de pasar. —Cuando lo vea —añadió el Dragón, más para sí mismo que para su compañero—... solo quiero decirle gracias. Por no rendirse. Por protegernos incluso cuando lo odiábamos por no estar. Por enseñarnos que a veces, el amor también se demuestra desde la distancia. Ryohei cerró los ojos un segundo. Sintió que el corazón le golpeaba fuerte, no de miedo, sino de anticipación. La conversación se desvaneció. No por incomodidad, sino porque las palabras se quedaban cortas para lo que venía. El aire del muelle olía a óxido y sal, como un recuerdo olvidado. La noche se había cerrado sobre Kamurocho, envolviendo las estructuras metálicas de Shibaura en una neblina tenue, como si el mar intentara ocultar los secretos que allí se guardaban. El auto se detuvo frente a una de las cámaras portuarias. El Tigre fue el primero en abrir la puerta. El aire frío golpeó su rostro como un aviso. Giró apenas para despertar a la niña, que dormía recostada en su hombro. Ella parpadeó, somnolienta. —Ya llegamos —le susurró con suavidad, ayudándola a salir. El conductor bajó del asiento en silencio, con los puños apretados. Ryohei se colocó el bolso a la espalda. Nadie dijo una palabra. Las luces parpadeantes de los faroles industriales los guiaban como luciérnagas de concreto. Frente a ellos, varios hombres los esperaban. Guardias de trajes oscuros con insignias de la Alianza Omi en el brazo izquierdo. El corazón del Dragón se tensó por reflejo, pero ninguno alzó un arma. De hecho, parecían aliviados. Uno de ellos se adelantó. —Kiryu-san. Tachibana-san. Estábamos esperándolos. Están a salvo aquí. El jefe Terada los aguarda, junto con el señor Kazama. Sigan por esa escalera. Kiryu asintió apenas. El médico lo imitó. Haruka, más seria de lo habitual, los miró con esos ojos que todo lo entendían sin preguntar. Mientras subían por la escalera de metal, cada paso resonaba como un latido hueco. El pasillo del segundo piso era angosto, iluminado por tubos fluorescentes que chispeaban de vez en cuando. Entonces, la niña alzó la voz. —Ese hombre… el que está en la puerta —dijo señalando con timidez hacia una figura que apenas se vislumbraba por la luz tenue—. Es el que me ayudó en el centro de bateo. Me habló del colgante. Kiryu entrecerró los ojos. —Vamos —murmuró. —Ryo, Haruka. El otro asintió y tomó a Haruka de la mano. Cruzaron el umbral, y del otro lado los recibió un hombre de aspecto tranquilo pero firme. Tenía la expresión de alguien que había sobrevivido más veces de las que podía contar. —Bienvenidos —dijo con voz profunda—. Soy Terada. El quinto presidente de la Alianza Omi. El Dragón mantuvo la guardia alta, aunque sus palabras fueron medidas. —¿Por qué un jefe de la Omi está ayudando a Kazama-san? Terada bajó ligeramente la cabeza, con respeto. —Por la misma razón que ustedes han llegado hasta aquí, Kiryu-san. Tengo una deuda con él… una que nunca podré saldar. Ryohei frunció el ceño. —¿Una deuda? —Es algo personal. Espero que me comprenda, Tachibana-san. El médico bajó la cabeza en señal de aceptación. —No se preocupe. Lo entiendo… no preguntaré más. Terada hizo un gesto para que lo siguieran. —Kazama los está esperando. La siguiente sala era cálida en contraste con el metal frío del muelle. Estaba amueblada con sobriedad: una mesa de madera, dos sillones y un pequeño futón. La iluminación era suave, como pensada para calmar el alma. Una tetera humeaba al fondo, como testigo del tiempo detenido. Shintaro Kazama estaba sentado, abrigado por una manta. Sus ojos, aún firmes pese al desgaste, se alzaron al verlos entrar. —Estás aquí… Kazuma. El Dragón dio un paso al frente. Su voz se quebró con apenas un matiz. —Kazama-san… me alegra verlo bien. —Tachibana vino contigo… —agregó Kazama, con una sonrisa leve—. Supuse que lo haría. No te ha dejado solo en ningún momento. —Ryo me ha ayudado. Sin él, no habría logrado llegar hasta usted. —Está exagerando, Kazama-san —dijo el otro, inclinándose con respeto—. Diría que nos ayudamos mutuamente… como siempre. —Así lo veo… —El hombre asintió con una lentitud que no parecía solo física, sino llena de peso emocional. Luego giró la mirada hacia su hijo adoptivo—. Lo siento. Por todo lo que los he hecho pasar. La puerta se cerró detrás de ellos, con un golpe suave pero definitivo. Por puro instinto, los tres miraron hacia atrás. Kazama tomó aire, profundo. —Ese hombre, Terada… fue sicario, como yo. Alguien que vivió en las sombras y supo lo que es tener las manos manchadas. Kiryu alzó una ceja. —¿Entonces es cierto? —Es el jefe de la Alianza Omi. Le pedí que investigara al Clan Tojo. Más concretamente… a Nishikiyama. Un silencio repentino se apoderó de la sala. Denso. Cargado de una verdad no dicha. El patriarca elevó su mirada. Por un segundo, fue como si viera al pasado reflejado en los ojos de sus hijos no biológicos. —Kazuma… Tachibana… me gustaría contarles todo lo que ocurrió en estos diez años. Su voz no tembló. Pero el dolor estaba ahí, contenido en cada palabra. —Es una historia larga… y los involucra a ambos. ¿Están listos? El Dragón miró al Tigre, y este desvió la vista hacia Haruka, que los observaba con la misma determinación silenciosa que los había acompañado todo el camino. Sin necesidad de palabras, los tres asintieron al unísono, como si ese gesto sellara un pacto silencioso entre pasado y presente. Ya no había miedo, ni dudas. Solo quedaba avanzar. Porque el pasado, con todas sus sombras y verdades ocultas, finalmente pedía ser contado. Kazama suspiró con el peso de los años sobre los hombros. Su mirada se perdió un instante en el vacío antes de volver al presente. Apoyó ambas manos en su bastón, como si necesitara anclarse para lo que estaba a punto de decir. —Primero… —dijo, con una pausa cargada de cuidado—. La madre de esta niña… Mizuki… no es la hermana de Yumi. Haruka alzó la cabeza, con el ceño fruncido. —¿Qué? Kazama giró lentamente hacia ella. —Yumi… Yumi es Mizuki. El aire se volvió más denso de inmediato. Como si la habitación se hubiera cerrado sobre ellos. El médico abrió los ojos, clavando su mirada en Kiryu, que a su vez miraba a la niña. Ella apretó los labios, procesando lentamente lo que acababa de escuchar. El patriarca se inclinó levemente hacia ella, la voz baja, casi paternal. —Creías que estabas buscando a Mizuki… pero era Yumi todo este tiempo. El Dragón dio un paso adelante, el rostro endurecido por la confusión. —¿A qué se refiere? ¿Qué significa todo esto? —"Mizuki" ha sido la identidad secreta de Yumi durante cinco años —explicó el anciano con tono grave—. Un nombre falso. Una vida paralela para mantenerse a salvo. Ryohei frunció el ceño, hablando con tono reflexivo, pero dolido. —Entonces ahora tiene sentido… Por eso nunca la vi en el Serena durante mis turnos como bartender… Siempre estaba ausente, justo cuando yo estaba ahí. Kazama asintió. —Porque Yumi te conoce, Tachibana. Sabía que eras perceptivo… que podrías reconocerla. Me pidió en secreto que siguiera tus movimientos, que le avisara cuándo no estabas cerca para poder aparecer sin levantar sospechas. Kiryu desvió la mirada, como si luchara por reordenar años de memorias mal interpretadas. —¿Me está diciendo… que la madre de Haruka es… Yumi? El anciano volvió a asentir con lentitud, confirmando con silencio lo que las palabras ya no podían suavizar. La niña parpadeó, confundida. —¿Entonces… la tía Yumi es… mi mamá? Ninguno respondió. No hacía falta. El eco de la revelación bastaba. Kiryu apretó los puños. Su voz tembló levemente cuando formuló la siguiente pregunta. —Kazama-san… necesito saber algo. —Hizo una pausa, buscando el valor en su interior—. La pareja de Yumi… no. ¿Quién es el padre de Haruka? El silencio fue absoluto. Un silencio que se sintió como un abismo. Kazama bajó la mirada antes de responder: —Kyohei Jingu. —¿Eh? —exclamó el médico, incrédulo—. ¿Dijo Jingu? ¿El de la MIA? El hombre no respondió de inmediato. Con lentitud, usó su bastón para acercarse a una pequeña mesa cercana. Sobre ella había una carpeta algo gastada y una fotografía encima. Tomó la imagen y se la entregó a Kiryu, mientras colocaba la carpeta en manos de Ryohei. —Esta foto es de hace muchos años… Kiryu la observó detenidamente. Yumi, visiblemente más joven, sonreía mientras sostenía a un bebé en brazos. Junto a ella, Kyohei Jingu, aún con el brillo de la juventud, la rodeaba con el brazo. Ninguna duda cabía en esa imagen. La niña era Haruka. El patriarca los miró en silencio, permitiendo que cada uno absorbiera el peso de la verdad. Y por primera vez en mucho tiempo, Haruka se mantuvo en completo silencio. Porque incluso a su corta edad… entendía que algunas verdades eran demasiado grandes para llorarlas de inmediato. El Dragón sostenía la fotografía con ambas manos. Sus ojos se mantenían clavados en la imagen, como si al observarla más tiempo pudiera descifrar todos los secretos que contenía. El médico la miraba por encima del hombro, con el ceño fruncido. Haruka, entre ambos, los observaba con los labios entreabiertos, intentando comprender lo que todo eso significaba. Kazama habló con tono grave, la voz rasposa como si la culpa la llevara a cuestas desde hace años. —Yumi perdió la memoria por el trauma… después del incidente. El Tigre reaccionó de inmediato, como si una pieza olvidada encajara al fin en su lugar. —Amnesia selectiva… —dijo, más para sí mismo que para los demás—. La revisé cuando ingresó a urgencias. No recordaba el incidente. Ni a nosotros. Pero sí su nombre… y algunos aspectos vagos de su vida. El anciano asintió con pesar. —Tú mismo me lo dijiste esa noche… cuando nos encontramos en el hospital. Pero poco después… ella desapareció. —Sí. —Ryohei lo recordó todo con una claridad amarga—. La policía revisó las cámaras. Decían que alguien debió haberla ayudado. —No fue así —interrumpió Kazama, negando con la cabeza—. Se fue sola. Como si algo dentro de ella la empujara a hacerlo… algo instintivo. El médico entrecerró los ojos. —¿Sabe usted dónde fue a parar? —Al orfanato Girasol. A casa. El Dragón levantó ligeramente la cabeza, como si esa palabra lo hubiera tocado en lo más hondo. —Girasol… —Me llamaron de inmediato —continuó el patriarca, su voz baja, casi como un lamento—. Cuando apareció, aún no recordaba nada. La recibí y traté de ayudarla a reconstruirse en secreto… sin presiones. Se dejó caer suavemente sobre un sillón, con visible esfuerzo. Las secuelas de sus heridas eran palpables, pero más aún las del pasado. —Le mostré fotos. Viejas, nuevas. Momentos que vivió y olvidó. La cuidé en silencio, esperando que algún día… algo despertara en su interior. —¿Y ocurrió? —preguntó Ryohei, con un hilo de esperanza en la voz—. ¿Recuperó la memoria? Kazama tardó un momento en responder. —Una noche… murmuró algo. Solo palabras sueltas: “lluvia” … “relámpagos” … “un disparo”… y luego, el silencio. El otro se mantuvo callado, apretando los labios. —Fue entonces cuando lo entendí todo —continuó el anciano, bajando la mirada—. Descubrí quién había matado al patriarca Sohei Dojima. El silencio fue inmediato. Kiryu se tensó. El médico también. —Entonces… —murmuró Ryohei—. ¿El verdadero culpable fue…? Kazama no respondió directamente. En su lugar, cerró los ojos por un momento. —Por eso nunca hablé de Yumi con Nishikiyama —dijo al fin, con voz apagada—. Decidí ocuparme yo de ella. El otro lo miró con cierta frustración. —¿Por qué no me lo dijo antes? Yo… podía haberla ayudado. Con alguna terapia médica, con tratamiento… —Lo consideré —interrumpió Kazama—. Pero hubo otra razón… Algo que te afectó directamente, Tachibana. El silencio volvió a colarse en la habitación. Esta vez, más pesado. Más íntimo. Ryohei bajó la cabeza, los ojos clavados en el suelo. —La muerte de Yuko… —dijo, como si esas palabras aún supieran a sangre. Kiryu lo miró, confundido. —¿Eh? —El día que todo se fue a la mierda —murmuró el médico, sin levantar la vista. El ambiente se volvió espeso. Como si cada palabra removiera tierra vieja, huesos enterrados hace demasiado tiempo. El Dragón quiso retomar el hilo, quizás como un escape. —¿Y cómo es que Yumi terminó relacionada con Jingu? Kazama se irguió levemente. —Jingu y Sera eran amigos cercanos. Jingu visitaba la sede del Clan Tojo con frecuencia… Fue en una de esas visitas cuando conoció a Yumi. —¿Jingu? —repitió Kiryu, incrédulo—. ¿Amigo del presidente? —Sí —afirmó el anciano, cansado—. Jingu tenía ambiciones políticas, y Sera lo apoyaba desde las sombras. Luego… conoció a Yumi. Ella, lidiando con su amnesia, tenía un vacío tan profundo en el corazón… que permitió que él lo llenara. Kiryu cerró los ojos. El médico tragó saliva con dificultad. Y Haruka… Haruka solo apretó con fuerza la mano de Ryohei. Porque algo dentro de ella, sin entender aún todos los detalles, sabía que esta historia… era suya también. El Tigre vió al Dragón por un momento, notó su gesto de frustración, conocía sus sentimientos por Yumi y al verlo comprendió de inmediato: él seguía amándola en secreto. Kazama bajó la mirada un instante, como si recordara algo que aún le dolía demasiado. —No me atreví a detenerla… Si eran capaces de vivir una vida feliz… tal vez ella podría cortar lazos con la yakuza para siempre. Sería un punto de inflexión en su vida… o eso pensaba. La habitación quedó en un silencio espeso, apenas roto por el eco distante de una gaviota y el rumor constante del mar. —Creí que al lado de Jingu por fin habría encontrado la felicidad —continuó el anciano, su voz con un matiz de arrepentimiento—. Tiempo después, Yumi dio a luz a una bebé… Haruka. Kiryu dejó la fotografía sobre la mesa con delicadeza, como si tuviera miedo de romper algo más que el papel. Ryohei, a su lado, tenía la carpeta negra sobre las piernas. Sus dedos la sujetaban con fuerza, como si en cualquier momento la verdad pudiera escurrirse por los bordes. —Pero fue entonces cuando Jingu recibió una propuesta para casarse con la hija del primer ministro —añadió Kazama. —¿Un matrimonio por conveniencia? —preguntó el médico, ya anticipando la respuesta. —Exacto —asintió el patriarca—. Y como aún no se habían casado, Yumi decidió hacerse a un lado. Quería lo mejor para él… Hizo una pausa. Una pausa que cargaba años de decisiones difíciles. —Y eso fue el inicio del fin. —¿El inicio del fin? —repitió el Dragón, frunciendo el ceño. —Jingu ya tenía poder político, pero aún no se lo había ganado del todo. Tenía miedo. Temía perder lo que había construido, temía volverse prescindible. Fue entonces cuando cambió. Empezó a ver a todos como piezas… incluso a Yumi. El médico ya sabía hacia dónde iba la historia. —Y fue entonces cuando apareció otra persona —murmuró. Kazama asintió. —Itsuki Murakado. Ese bastardo le prometió a Jingu todo el poder que pudiera desear… a cambio de favores políticos. A cambio de silenciar a los que sabían demasiado. A cambio de tu ruina, Tachibana. Ryohei apretó los dientes. Sentía el corazón golpearle el pecho con cada palabra. —Murakado le ofreció una salida fácil —continuó el patriarca—. Fabricar pruebas, comprar testigos, alterar registros médicos. Todo con precisión. Todo para que la demanda de Akira Nishikiyama contra ti prosperara sin cuestionamientos. —Y lo logró —murmuró el médico, con los ojos fijos en la carpeta. Su voz sonaba hueca, como si saliera de otro cuerpo. Kazama asintió con lentitud. —Sera descubrió parte de todo esto antes de morir. Por eso dejó estos documentos… los originales. Los archivos reales del hospital Touto. La epicrisis sin adulterar. Tu firma, antes de ser falsificada. Las órdenes médicas borradas, las transferencias de medicamentos... todo. Ryohei bajó la mirada a la carpeta como si esta pudiera arderle las manos. —¿Y Sayaka? —preguntó, apenas en un susurro. —Sera consiguió una versión temprana de su denuncia interna. No estaba firmada, pero bastaba para entender que sabía lo que pasaba. Ella no quería callar. Y cuando desapareció… fue el último clavo en el ataúd. Kiryu se acercó y puso una mano firme sobre el hombro de su compañero. —Esto va a ayudarte —dijo, con convicción. —Esto… va a salvarme —corrigió el Tigre, con un hilo de rabia y esperanza entrelazados. El patriarca se recostó en el respaldo del sofá. Su rostro era una mezcla de cansancio y alivio. —Ahora entienden por qué no podía contarles esto antes. No sin pruebas. No sin estar seguro de que podrían soportarlo. El médico cerró la carpeta con cuidado, como si al hacerlo sellara no solo un expediente, sino una etapa entera de su vida. Y aunque nadie lo dijo en voz alta, todos lo supieron en ese instante: ya no había marcha atrás. Suspiró con lentitud. Guardó la carpeta en su bolso con el mismo cuidado con el que se protege un corazón herido. Ya tenía todo lo necesario: evidencia, nombres, rutas… Todo jugaba a su favor. Pero no las respuestas. No todas. —Kazama-san… —dijo, su voz aún cargada de respeto—. Se lo agradezco. Pero sé que la historia aún no termina, ¿verdad? El Dragón asintió, con la mirada aún clavada en la fotografía que reposaba sobre la mesa. —¿Qué sucedió con Yumi y Haruka durante ese tiempo? El anciano inspiró hondo, como si cada palabra fuera una piedra removida desde el fondo de su pecho. —Yumi y Haruka… volvieron a depender de mí. Les conseguí un lugar seguro. Pero entonces, un día… —hizo una pausa—. Sera recibió una llamada urgente. Era Jingu. El nombre se instaló como una sombra sobre los presentes. —Esa llamada… fue para deshacerse de un cuerpo. Ryohei se tensó. La niña, sentada junto a él, bajó la mirada, apretando los labios. Kiryu ni siquiera parpadeó. Estaba absorbiendo cada palabra como si el aire dependiera de ello. —Jingu dijo que fue un accidente durante una discusión —continuó Kazama—. El muerto era un periodista. Había descubierto más de lo que debía. Que Yumi y Haruka existían… y también lo de la denuncia que recibiste, Tachibana. Amenazó con hacerlo público. El médico cerró los ojos un segundo, asimilando la magnitud de lo que había quedado enterrado tantos años. —Fue entonces cuando Sera actuó. Quemó las cartas y fotos comprometedoras, pero los documentos… —miró a Ryohei—. Esos que te entregué. Él los guardó. Fingió destruirlos, pero sabía que podían ser útiles algún día. —Así que así los obtuvo —murmuró el Tigre, apretando los puños sobre su regazo—. En parte… demasiado sencillo. —Pero para Jingu no fue suficiente —continuó el patriarca, más grave—. Le pidió a Sera… que matara a Yumi y a Haruka. Las palabras quedaron flotando en la habitación como cuchillas suspendidas. Haruka alzó la mirada, confundida. El médico soltó un suspiro quebrado. El Dragón cerró los puños tan fuerte que sus nudillos se pusieron blancos. —Esa misma noche —prosiguió Kazama—, Sera fue a donde dormían. Pero yo lo detuve. Le disparé, no para matarlo… solo para inmovilizarlo. Quería saber si era cierto. Él… me lo confirmó. El anciano se quedó callado un segundo. El recuerdo le pesaba en los hombros, lo encorvaba, lo hundía. —Y entonces, pasó algo extraño. Creo que ese disparo… hizo que Yumi recuperara la memoria. —¿El disparo? —repitió Kiryu, girando la cabeza hacia su amigo, buscando una explicación. Ryohei asintió despacio. —Es difícil de explicar… pero puede ocurrir. Un trauma físico puede desbloquear recuerdos reprimidos. Es raro… pero no imposible. El Dragón tragó saliva. Miró de reojo a la niña. Ella tenía los ojos húmedos, pero aún no caían lágrimas. Era fuerte. Demasiado para su edad. —Jingu… —murmuró Kiryu, con rabia contenida—. Maldito hijo de puta… —Esa misma noche, Sera y yo acordamos que Jingu no debía saber de ellas —continuó Kazama—. Llevamos a Haruka al orfanato Girasol. A Yumi… la convertimos en Mizuki. Usamos un falsificador, cambiamos su aspecto, creamos un nuevo historial. Inventamos que era una pariente, alguien que siempre había vivido lejos. —Así la mantuvieron fuera del radar —asintió el médico. —Exacto. Fue la única forma de protegerlas —Kazama hizo una pausa, como si se preparara para un último golpe—. Pero sé que te lo estás preguntando, Kazuma… ¿por qué Yumi robó el dinero del Clan Tojo? El Dragón lo miró con intensidad. El aire parecía haberse congelado. —Ese dinero… nunca perteneció al Clan Tojo —dijo Kazama, con la voz firme—. Era el dinero de Jingu. De pronto, se escucharon pasos apresurados acercándose desde el pasillo. Una sacudida, y la puerta se abrió de golpe. Terada apareció con el rostro desencajado, agitado. —¡Kazama-san! ¡La familia Shimano está aquí! ¡Tenemos que marcharnos! Como si el anuncio hubiera sido una señal, un estruendo sacudió el lugar. Una vibración sorda, seguida por el retumbar de un impacto que hizo temblar las ventanas. El ruido aún vibraba en el aire cuando Terada se adelantó, cerrando la puerta con fuerza tras él. Sus pasos resonaban pesados sobre el suelo metálico del muelle, y su respiración agitada no dejaba lugar a dudas: el caos estaba a punto de desatarse. —¡Maldita sea! —espetó mientras se acercaba a Kazama, que apenas había logrado ponerse de pie con ayuda de su bastón—. La familia Shimano ha irrumpido por el flanco norte. Están armados hasta los dientes y vienen con intenciones claras. Ryohei ya tenía una mano sobre el cierre de su bolso, preparado para la pelea que se avecinaba. El Dragón, en cambio, mantenía la mirada fija en Terada, su ceño fruncido y la mandíbula tensa. —¿Cuántos son? —preguntó con la calma previa a la tormenta. —Demasiados para contarlos desde aquí. Pero vienen en oleadas. No están aquí para negociar. Kazama apretó los dientes. —Shimano… ese bastardo nunca supo cuándo retirarse… —Escúchenme bien —intervino Terada, firme, su voz cargada de autoridad—. Mi prioridad ahora es evacuar a Kazama-san. Y Haruka también estará bajo mi protección. —¿Qué estás diciendo? —replicó el Dragón, dando un paso al frente—. Yo llevaré a Haruka conmigo. No pienso dejarla atrás. —No es momento de heroísmos, Kiryu —Terada lo miró con seriedad—. Necesitamos dividir responsabilidades. Si ustedes dos contienen a los Shimano y les ganan algo de tiempo a los hombres que están resguardando la zona baja, yo puedo garantizar que Kazama-san y la niña lleguen a salvo al punto de extracción. El médico tragó saliva, cruzando una mirada rápida con Kiryu. Luego miró a Haruka. La niña lo miraba con ojos firmes, pero asustados. No decía nada, solo se aferraba a la correa del bolso que ya llevaba colgado sobre su pequeño hombro. —¿Puedes confiar en él? —le preguntó a Kiryu en voz baja, sin apartar la vista de la niña. El otro asintió con lentitud. —Terada ya nos ha demostrado de qué lado está. El médico asintió también. Luego se agachó frente a Haruka, colocando ambas manos sobre sus hombros. —Estarás bien, ¿sí? Quédate con él, y no te separes hasta que Kazama-san esté a salvo. La niña asintió con una valentía que no parecía de su edad. Luego lo abrazó rápido, con fuerza, como si ese gesto fuera un escudo contra todo lo que vendría. —Prometan que volverán… los dos. Terada abrió la puerta lateral, haciendo una seña. Varios hombres de confianza se acercaron rápidamente para escoltar al patriarca. —Sujétense —ordenó—. Y ustedes… —miró al Dragón y al Tigre—. Si caen, será en batalla. Pero les recomiendo que no lo hagan. Ryohei se incorporó, con la vista clavada hacia el pasillo que ya comenzaba a llenarse con los ecos de pasos y gritos lejanos. —No caeremos —dijo, ajustándose los guantes con firmeza—. No mientras sigamos de pie. Kiryu sonrió apenas, esa sonrisa seca que precedía al rugido. —Que vengan. La puerta volvió a cerrarse con un golpe metálico que resonó como una sentencia. Fue ahí cuando la tormenta cayó de lleno. Ambos salieron al campo de batalla con paso firme, el eco de sus zapatos sobre el metal oxidado del muelle apenas audible bajo la creciente lluvia. El agua empezaba a empapar el suelo, formando pequeños charcos que reflejaban los primeros destellos de fuego, explosiones y acero. Gritos de hombres en combate llenaban el aire: órdenes lanzadas al viento, súplicas de agonía, insultos cortados por el crujido de huesos. Un estruendo más sacudió la zona. Las balas silbaban en la distancia. El médico alzó la vista. El humo se mezclaba con la bruma del mar. El cielo encapotado parecía apretar contra el pecho. —Este lugar se volvió un infierno —murmuró, ajustando nuevamente los guantes. Un hombre, empapado y jadeante, los divisó entre la confusión. —¡Los encontramos! ¡Ahí están! ¡Kiryu y Tachibana! —gritó con la voz desgarrada de la adrenalina. El caos se giró hacia ellos. De inmediato, una horda de hombres corrió en su dirección como una marea violenta. Los dos se colocaron espalda con espalda, sus respiraciones alineadas, sus cuerpos tensos como resortes. —¿Listo? —preguntó el Dragón sin mirar atrás. —Siempre. Y entonces, atacaron. El primero que intentó embestir a Kiryu recibió un golpe ascendente que lo levantó del suelo. Cambió de postura en un segundo, pasando del estilo Rush al Beast, levantando una viga caída como si fuera de cartón, arremetiendo con fuerza bruta. Uno tras otro, los cuerpos salían volando, cayendo contra barriles, rejas, incluso al mar, donde el agua los tragaba sin compasión. Ryohei, en cambio, era una danza mortal. Sus movimientos eran fluidos, precisos, casi artísticos. Con una finta baja, giró sobre sí mismo, y su pierna impactó en la sien de un enemigo, haciéndolo girar en el aire como una marioneta cortada. Tōbu Shissoku. Otro se abalanzó con un cuchillo, y lo desvió con la pierna, luego apoyó el pie en una caja y, desde el aire, lanzó una patada directa al pecho, lanzando al atacante contra una pila de cajas que se desarmó en una lluvia de astillas. El Dragón, ahora con estilo Dragon, bloqueó una barra metálica con su antebrazo, giró sobre un talón mojado y golpeó con el hombro el pecho de su atacante. Mientras tanto, Ryohei lanzó una patada ascendente que partió el casco de un matón. La precisión era quirúrgica. Las pupilas del médico brillaban con intensidad salvaje. El tigre en su interior rugía con fuerza. Entonces, como si el mismísimo infierno descendiera, una figura calva y maciza emergió entre el humo y la lluvia. —¡Así mismo! —bramó con una voz rasposa y brutal— ¡Sigan atacando a esos mal nacidos! Futoshi Shimano. En carne y hueso. Los dientes apretados. El torso descubierto. Las cicatrices como medallas. Un demonio en la forma de hombre. —Ese bastardo… —murmuró Kiryu, tensando los puños. —Prepárate —respondió su compañero, con el ceño fruncido. Pero entonces… un nuevo peligro. —¡COHETES! —gritó alguien. Ambos alzaron la vista justo cuando una salva de misiles fue disparada desde un vehículo cercano. —¡¡Salta!! —gritó el Dragón. Los dos se impulsaron al mismo tiempo, los pies despegando del suelo mientras una explosión gigante destrozaba parte del muelle bajo ellos. El estallido fue ensordecedor. Una bola de fuego se alzó en el aire, iluminando sus siluetas por un segundo mientras volaban por encima del fuego como proyectiles humanos. La onda expansiva los lanzó hacia una estructura de metal. Ryohei rodó por el suelo, golpeándose el hombro. Kiryu aterrizó con el antebrazo por delante, frenando apenas con el cuerpo. El muelle estaba en ruinas detrás de ellos. Ambos cuerpos impactaron contra el suelo con fuerza. No cayeron de pie. No esta vez. El dolor les recorrió los huesos como un eco amargo de la explosión que aún reverberaba detrás de ellos. El médico soltó un quejido bajo al incorporarse, apoyando la palma en el suelo húmedo mientras jadeaba. —Ryo… ¿estás bien? —preguntó el Dragón, con la voz áspera y la respiración agitada, tocándose el costado. —Sí, sí… aunque creo que mis costillas no opinan lo mismo —respondió con una sonrisa torcida, sacudiendo la cabeza para apartar mechones mojados de su rostro. —No es momento para tus bromas —dijo Kiryu, pero su tono tenía un dejo de alivio innegable. Un grito los interrumpió desde la distancia. —¡Kiryu-san! ¡Tachibana-san! —era la voz de Terada, acercándose entre el humo. La niña apareció detrás de él, con los ojos abiertos de preocupación y las manos apretadas contra el pecho. —¿¡Están bien!? —preguntó, corriendo hacia ellos. El Dragón de Dojima le tendió un brazo, atrayéndola a su lado. —Sí… aunque por un segundo… pensé que no las contaba. —Dímelo a mí… —bufó el Tigre, limpiándose un poco la sangre del labio con el dorso del guante—. Por un momento… creí haber visto a Oda y a mi hermano frente a mí, saludándome desde el más allá. Ambos alzaron la vista hacia Kazama, que desde una posición elevada observaba la escena con tensión contenida. Sus hombros se relajaron apenas al verlos a salvo. Pero no duró mucho. Un camión, grande y oxidado, encendió sus luces de golpe, deslumbrando a todos como un foco en medio del infierno. El rugido del motor cortó el ambiente y se detuvo justo frente a ellos. La puerta se abrió de golpe. Una figura descendió. Macizo. Calvo. El cuerpo adornado con tatuajes que cubrían su torso como la piel de una bestia antigua. Shimano. Arrojó su camisa mojada al suelo como si fuera un trofeo sin valor, dejando al descubierto al tigre rugiente que dominaba su pecho y espalda, con garras aferradas a una roca y flores de cerezo dispersas, flotando como si fueran llevadas por el viento. —¡Nos volvemos a ver… Kiryu! —tronó su voz, una mezcla de burla y furia. Luego paseó su mirada por los demás, sus ojos encendidos como brasas—. Y también… Kazama, Tachibana… y Terada… —rió con una mueca demente—. Malditos escurridizos. El patriarca entrecerró los ojos, su bastón temblando levemente en su puño. —Shimano… El nombre quedó flotando en el aire, denso como pólvora encendida. El yakuza avanzó un paso, su voz retumbando con ese característico acento de Kansai que lo volvía aún más intimidante. —Terada-han… fingiste que traicionabas a Nishikiyama para ganarte mi confianza… ¡Pero te tenía en la mira desde el principio! —escupió con una sonrisa torcida—. Así que tuve tu trasero vigilado todo este maldito tiempo. Terada chasqueó la lengua, frustrado. —Mierda… El corpulento paseó su mirada por todos con una mezcla de burla y desprecio. —Ustedes… Nishikiyama, Murakado, el Clan Tojo entero… van a terminar como se merecen. Pero antes… me llevaré a la mocosa. Haruka dio un paso atrás, refugiándose detrás de Ryohei. El médico se adelantó ligeramente, colocando una mano protectora sobre la cabeza de la niña. Su mirada, fija en Shimano, era afilada como una cuchilla. —Y ustedes… morirán aquí —declaró el otro con frialdad. Pero entonces, una nueva voz se impuso en el aire. —Shimano… Kazama habló con voz firme, haciendo que el hombre girara con lentitud. —¿Qué dijiste? No hubo respuesta inmediata. En su lugar, el sonido atronador de motores rugiendo se alzó a lo lejos. Camiones. Varios. Avanzando por la entrada del muelle a toda velocidad. Los faros cortaron la oscuridad. Uno de los vehículos se detuvo de golpe, y la puerta del piloto se abrió. Kashiwagi bajó con calma, trajeado, impasible. —Patriarca —saludó, con una leve inclinación. Shimano entrecerró los ojos. —Llegas tarde, Kashiwagi… —respondió Kazama. El capi´tan de la familia Kazama se encogió de hombros y dejó escapar una risa baja. —Como verá… es Nochebuena. Tenía que traerle un regalo. Las puertas traseras de los camiones se abrieron de golpe, y decenas de hombres de la familia Kazama descendieron en formación, armados hasta los dientes. Ryohei observó con atención, cruzándose de brazos mientras esbozaba una sonrisa leve. —No fuimos los únicos que lo pasaron mal esta noche. Kashiwagi le dedicó una mirada cómplice. —Lo tengo presente, Tachibana. Shimano se echó a reír con fuerza, desenfundando su espada envainada a medio camino. —Así que la familia Kazama quiere pelea… ¡Perfecto! ¡Hagamos que esta noche corra sangre! Todos se prepararon. Los gritos de guerra, el estruendo de las armas y el clamor del metal anticipaban una batalla sin cuartel. Haruka, aún aferrada al bolso del médico, lo miró con ansiedad en los ojos. Él se agachó a su altura, le acarició el cabello con ternura y le habló con tono firme pero suave. —No nos tardaremos. Quédate cerca de Terada y Kazama-san. Busca un lugar seguro y no te separes de ellos. La niña asintió con un hilo de voz, sujetando el bolso con fuerza antes de correr hacia los adultos que la resguardaban. El Dragón se giró hacia su compañero, con una expresión determinada. —Ryo… déjame a Shimano. El Tigre lo miró, con duda, pero comprendiendo. —¿Estás seguro? Entre los dos sería más fácil. Kiryu tronó los nudillos. —Me lo debe desde el funeral. Aunque gané esa vez… me dejó hecho polvo. Es hora de saldar cuentas. El otro asintió lentamente. —Entonces yo apoyaré a la familia Kazama. Mantendré a los hombres de Shimano alejados. Pero ni se te ocurra morir ahí. —Ni a ti tampoco —replicó el Dragón con una sonrisa breve, feroz. El rugido de la batalla ya no era una amenaza. Era una promesa. La lluvia comenzaba a golpear con más fuerza el asfalto del muelle, formando charcos que brillaban como espejos rotos bajo la luz de los reflectores. El aire olía a pólvora, hierro y tensión acumulada. Y entonces… estalló el infierno. Los hombres de Shimano cargaron con gritos feroces, como una avalancha humana. Pero antes de que alcanzaran a Kazama o Haruka, Ryohei y Kashiwagi se lanzaron al frente, flanqueando la ofensiva. —¡Atrás! —rugió el subordinado, su voz como un disparo. El médico no dijo nada. Solo respiró profundo, y sus ojos se afilaron. Su pupila se contrajo, como la de un tigre que acababa de despertar. Y entonces, lo hizo. Tōbu Shissoku. Se deslizó como una sombra viva entre los atacantes, sus piernas moviéndose con una precisión quirúrgica. Un giro rápido, una patada baja a la tibia que hizo caer a uno de los matones. En el mismo movimiento, usó el impulso para elevarse y asestar una patada ascendente directa al mentón de otro, lanzándolo por los aires contra una pila de cajas metálicas. —¡Ese tipo pelea solo con las piernas! —gritó uno de los hombres antes de ser barrido por una patada giratoria que lo envió directo al mar. Ryohei no detenía su danza letal. Cada paso era un cálculo. Cada golpe, una sentencia. Usaba el entorno con maestría: rebotando contra un contenedor, impulsándose desde una baranda oxidada, usando postes metálicos para ganar altura. Un enemigo se le acercó por la espalda con un tubo. El médico giró sobre su eje, le barrió los pies y le aplicó un golpe en la tráquea con la planta del pie, dejándolo inconsciente en el acto. Kashiwagi observó de reojo, atónito, incluso en medio del combate. —Tachibana… —murmuró, impresionado—. ¿Dónde demonios aprendiste a pelear así? —No hay tiempo para explicaciones —respondió el otro sin perder el ritmo—. ¡Cúbreme la derecha! Mientras el aliado disparaba hacia los que intentaban flanquearlos, el Tigre golpeaba con potencia controlada, sin matar, pero dejando a cada enemigo fuera de combate. Algunos caían con convulsiones por la presión aplicada en puntos nerviosos. Otros quedaban completamente desorientados, balbuceando palabras en idiomas que no conocían. —¡¿Qué mierda le hizo a este?! —gritó uno de los matones mientras arrastraba a un compañero que balbuceaba en ruso sin parar. A varios metros de distancia, la pelea entre Kiryu y Shimano rugía como una tormenta aparte. El calvo se abalanzó con fuerza bruta, su torso desnudo reluciente bajo la lluvia. Blandía su enorme maza metálica con ambos brazos, descargando golpes como si intentara partir el mundo en dos. —¡KIRYU! —gritó, con saliva mezclándose con la lluvia. El Dragón esquivó por centímetros, usando su estilo Rush para moverse entre los ataques. Golpeó con velocidad los flancos del oponente, pero la masa de su rival absorbía los impactos. Un golpe descendente rozó su hombro, haciéndolo tambalear. —¡Aún no caigo, Shimano! —gritó, ajustando su guardia. Cambiando al estilo Beast, levantó una viga caída y la usó como escudo improvisado. El impacto destruyó la viga, pero permitió que el ex yakuza se deslizara por su costado y le propinara un gancho al hígado que hizo crujir sus costillas. Shimano retrocedió, gruñendo como una bestia herida, pero no cayó. Ambos sangraban. Ambos jadeaban. La lluvia se mezclaba con la sangre en sus rostros. No había honor en sus ojos, solo determinación salvaje. Kiryu cambió al estilo Dragon. Un aura invisible lo rodeó por un instante. Con pasos pesados, pero firmes, se lanzó de nuevo. Puño contra acero. Carne contra furia. Un intercambio brutal, coreografiado por la experiencia y el odio. Al otro lado del muelle, Ryohei terminó de noquear al último de los hombres de Shimano con una patada giratoria al cuello. El tipo cayó como un saco de arena. El subordinado, jadeando, se apoyó en una caja. —Buen trabajo… El médico se giró justo a tiempo para ver a Kiryu levantar a Shimano por el cuello y, con un rugido final, estrellarlo contra el concreto. El enemigo cayó… y no se levantó. El campo de batalla se rindió al silencio. Solo quedaba la lluvia… y los vivos, con un destino que aún exigía tinta. El aire era fuego y sangre. El médico avanzó con cautela, sus pasos arrastrados por el cansancio de la batalla. Tenía pequeñas heridas en el rostro, la camisa rasgada, los vendajes mojados por la lluvia y la sangre. Aún así, se colocó delante de Haruka, Terada y Kashiwagi, instintivamente protegiéndolos con el cuerpo, la mirada aún encendida con la fiereza del combate. El Dragón jadeaba. De pie. Frente a él, Shimano yacía en el suelo, la piel empapada, el pecho agitado como una bestia herida. —Se acabó, Shimano… —dijo con la voz ronca, definitiva. El derrotado levantó la mirada, su odio ardiendo incluso desde las cenizas de la derrota. La vio a ella. A Haruka. Y a su lado, Ryohei. Entonces, con un gruñido seco, como de animal arrinconado, sacó una granada. El tiempo se detuvo. —¡Haruka! ¡Ryo! ¡Kazama-san! —gritó el Dragón, corriendo, demasiado tarde. El médico no lo pensó. No hubo espacio para la lógica ni para el miedo. Solo instinto. Abrazó a Haruka con fuerza y giró, colocándose entre la niña y la explosión. Su cuerpo se tensó como un escudo viviente. Pero antes de que la granada impactara, varios disparos rompieron el aire. El patriarca había desenfundado su arma y disparado con precisión letal. Las balas atravesaron el cráneo de Shimano, derribándolo en el acto. La granada siguió su curso… y estalló. La onda expansiva lanzó a Kiryu varios pasos atrás. El humo cubrió el muelle con un rugido ensordecedor. El metal chirrió. El concreto tembló. Y por un instante, todo fue penumbra. Pero cuando el humo se disipó… Kazama estaba frente a ellos. Había saltado justo a tiempo, colocándose como escudo humano entre la explosión y sus seres queridos. Con un último gesto paternal, los había abrazado: a Haruka con un brazo, y con el otro, protegiendo el cuerpo del médico, como si en ese instante ambos fueran niños pequeños en su regazo. Su espalda había recibido el impacto total de la explosión. Aún de pie, apenas… tambaleante. Luego, como una hoja cayendo en cámara lenta… colapsó. —¡Kazama-san! —gritó Ryohei, soltando a Haruka y arrojándose a su lado—. ¡Kazama-san, aguante! —¡Patriarca! —se escuchó a Kashiwagi. El herido abrió los ojos con dificultad. El rostro, manchado de sangre, respiraba con esfuerzo. —K-Kazuma… —murmuró—. Haruka… Tachibana… ¿están bien…? —Estamos bien, gracias a usted —dijo Kiryu, de rodillas junto a él, los ojos empañados. La niña lloraba en silencio, aferrada al médico. —¡Terada-san! ¡Kashiwagi-san! ¡Necesito insumos médicos, ya! —rugió Ryohei, en modo clínico. —¡Voy! ¡Vamos! —respondieron los otros, corriendo por ayuda. El Tigre hincó una rodilla, abrió su bolso y comenzó a revisar heridas, presionar hemorragias, buscar signos vitales… pero lo sabía. Lo sabía. Kazama sujetó su muñeca con una fuerza débil pero firme. —No… Tachibana… —murmuró—. No gastes tus fuerzas… Es tarde… Ryohei tragó saliva. Su mandíbula apretada. Su respiración, temblorosa. —Por favor… deme al menos unos minutos… —suplicó—. ¡Kashiwagi-san! Traiga equipo médico… ¡De prisa! —¡Ya lo escucharon! —rugió el subordinado de Kazama, girándose hacia sus hombres—. ¡Revísenlo todo! ¡Lo que tengan en el camión, ahora! —¡Traigan los botiquines y linternas! —ordenó el líder de la Omi con firmeza—. ¡Y preparen espacio para evacuar si es necesario! Pero el herido solo negó con la cabeza, los labios ya morados por la hemorragia interna. —Kazuma… escucha… —habló en un murmullo, tosió sangre—. Los que robaron el dinero… fuimos Yumi… Sera… y yo… El Dragón se acercó, tomándolo por los hombros. —¡Resista, Kazama-san! —Él… usó al Clan Tojo… para blanquear dinero… por eso tomamos los millones… y Yumi… se ofreció… —¿Yumi? —susurró el otro. —Vayan… al Ares… Yumi… está en peligro… El médico cerró los ojos con fuerza, tratando de retener las lágrimas mientras revisaba otra herida, pero su alma ya entendía. No había más que hacer. El moribundo le entregó un sobre a su hijo adoptivo, con la mano temblorosa. —El testamento… del presidente Sera… Shimano… Nishiki… Murakado… todos lo buscan… pero el futuro… del Clan Tojo… está aquí… El ex yakuza lo sostuvo con manos temblorosas. El agua en su rostro no era del cielo… era del corazón. El patriarca lo miró, como un padre que mira a su hijo por última vez. —Kazuma… hay algo más… necesito pedirte perdón… —¿Perdón? —Yo… maté a tus padres… El tiempo quedó suspendido. La explosión se había llevado consigo el aliento, el ruido… y la certeza de que todo seguiría igual. El médico dejó de respirar un segundo. El otro no pudo hablar. Frente a ellos, Kazama jadeó. Los labios pálidos. Las pupilas dilatadas. La sangre tiñendo su ropa. Aún aferrado a la vida por pura voluntad. Aún de pie por dentro. Por orgullo. Por amor. —El orfanato Girasol… fue creado… para los hijos… de las personas… que eliminé… El Dragón, con los ojos rojos, negó con la cabeza. —No… no diga eso… —Perdóname… Kazuma… Kiryu apretó la mandíbula, su voz quebrada. —Para mí… usted es… El anciano exhaló. Un suspiro final. Su cabeza cayó hacia un costado. Y el mundo se derrumbó. —¡Usted es mi verdadero padre! —gritó el Dragón, abrazando el cuerpo inerte con desesperación. Un llanto sin palabras. Solo historia. La niña, de rodillas, rompió en lágrimas, cubriéndose el rostro como si pudiera contener el dolor con sus propias manos. El eco del muelle se volvió vacío. El médico, aún con los guantes manchados, cerró los ojos. Sentía la sangre caliente en las palmas, pero no había latido. Y no porque no pudiera salvarlo… sino porque el patriarca no quiso ser salvado. Aunque doliera más que cualquier herida. Lo supo desde que le sostuvo la mano con esa firmeza resignada. Había elegido su final. Y aunque quisiera gritar que aún no era hora… lo entendía. —Lo sabía… —murmuró el otro, su voz apenas un hilo—. Desde el principio lo sabía… Pero esta vez, no gritó. No maldijo al cielo. Solo inclinó la cabeza, en silencio. Porque ahora entendía. Porque ahora era un médico realista. Porque a veces… los hombres eligen cuándo dejar de luchar, y su deber —aunque le doliera más que cualquier herida— era respetarlo. Kazama se había ido, pero lo había hecho como vivió: protegiendo a su familia. Y mientras el viento del muelle arrastraba el humo, la sangre y el dolor, algo permanecía en pie, intacto, encendido como una llama que se niega a extinguirse. Su legado… recién comenzaba. Los pasos resonaban sobre el concreto húmedo, cargados de una gravedad que aplastaba el aire. Varios hombres de la familia Kazama, curtidos en mil batallas, sollozaban en silencio mientras acompañaban el cuerpo inerte de su patriarca. Algunos lloraban abiertamente, con los puños cerrados, otros solo inclinaban la cabeza como si el mundo hubiese perdido todo orden. Kazama, cubierto con una manta gris y llevado con respeto, fue depositado en el cuarto donde antes esperaban a salvo. Las luces eran tenues. El olor a sangre y pólvora flotaba aún en el ambiente. Ryohei permaneció de pie junto a la camilla. Observó el rostro del patriarca, ya sin dolor, sereno, casi en paz. La sangre seca en sus guantes le ardía como fuego invisible. Bajó la cabeza, intentando buscar palabras… pero no las encontró. El Dragón se acercó con pasos lentos. Sus hombros aún tensos, el rostro empapado por la lluvia y el llanto. Se quedó mirando el cuerpo de su padre adoptivo por unos segundos, luego alzó la vista hacia su amigo. —¿Crees que te culpo? —dijo, sin ira, sin juicio. El otro alzó los ojos, su voz a punto de quebrarse. —Yo… debí salvarlo… si tan solo… —No. —Kiryu negó con la cabeza—. Yo estuve ahí, Ryo. Lo vi. Escuché cuando te detuvo. Él… no quiso ser salvado. El silencio se volvió pesado. La niña, sentada en un rincón, con la manta del médico sobre los hombros, solo miraba en silencio. —Él eligió su final —continuó Kiryu—. Como Tetsu… como tantos otros. No fuiste tú quien falló. Eres un gran médico. Uno que no solo sabe cuándo luchar… sino también cuándo soltar. Ryohei dio un paso al frente. Sin pedir permiso, lo abrazó con fuerza. El otro lo sostuvo también, sin palabras. Por un instante, los papeles se invirtieron: el médico fue el que tembló, y su amigo el que sostuvo el mundo para ambos. En la mente del primero, la imagen de Tetsu sangrando en sus brazos lo golpeó como una cuchilla. Recordó cómo Kiryu lo abrazó en aquel entonces, en el suelo de aquel galpón, cuando el mundo se le cayó encima. Ahora, él devolvía ese gesto. El ciclo se cerraba. Tras unos segundos, se separaron. Sus rostros aún reflejaban la pérdida, pero también la determinación. —Debemos adelantarnos —dijo el Dragón, con tono firme—. Saber a quién Sera dejó como sucesor… es nuestra mejor forma de protegerlo. El médico asintió. Tomó el sobre que aún sostenía entre sus cosas. Lo colocó sobre la mesa, lo miró unos segundos… y luego lo abrió con manos firmes. Dentro, el documento oficial. Sellado. Firmado. Sus ojos se movieron con rapidez por las líneas escritas. Y entonces, se detuvo. Su rostro cambió. —¿Qué pasa? —preguntó su amigo. El otro levantó la vista lentamente, sin decir una palabra. Solo lo miró… con una mezcla de asombro y algo que parecía respeto profundo. Volvió a doblar el documento con cuidado y lo dejó como estaba. —Lo entenderás cuando llegue el momento —dijo, con una sonrisa leve, aún cargada de emoción. Kiryu alzó una ceja, pero no preguntó más. Ambos se giraron hacia el cuerpo de Kazama. El dolor seguía allí. Pero también… el legado. Y la historia aún no terminaba. El silencio en la sala se volvió más denso con la ausencia del patriarca. Solo el sonido de la lluvia golpeando los ventanales recordaba que el mundo aún giraba afuera, indiferente al dolor de los hombres. Ryohei permaneció en uno de los rincones, en cuclillas junto a su bolso abierto. Se quitó lentamente las vendas manchadas de sangre y hollín, deslizándolas con el cuidado de un ritual. Las dejó sobre la mesa como si fueran ofrendas, luego abrió un pequeño estuche de lona y extrajo un nuevo par de guantes quirúrgicos. Negros. Firmes. Impecables. Los deslizó sobre sus manos con precisión, como si preparara no solo su cuerpo… sino su alma. —¿Te sientes listo? —preguntó el Dragón desde el otro lado de la habitación. El médico no respondió de inmediato. Ajustó los guantes con un tirón sutil, sintiendo el crujido de la tela nueva ajustarse sobre sus nudillos. Luego, se incorporó y caminó hacia la ventana. —No sé si existe algo como estar “listo” para lo que viene… —respondió al fin—. Pero tengo un plan. Y sé lo que debo hacer. La niña dormía en un sillón, envuelta en la manta gris que antes cubría al patriarca. Su respiración era tranquila, ajena al peso que cargaban los adultos en esa habitación. —Cuando la lluvia se detenga —añadió el Dragón— partiremos. Pero no antes. Ryohei lo miró en silencio. Y luego asintió. Ambos se sentaron cerca de la chimenea eléctrica del cuarto, secando la ropa lentamente, sin palabras. El calor suave del artefacto no alcanzaba para disipar el frío en sus pechos, pero era suficiente para mantenerlos en movimiento. Una hora después, la lluvia cedió. El cielo seguía gris, pero había claridad suficiente para ver el reflejo del agua evaporándose en el asfalto del muelle. El olor a pólvora ya se había desvanecido. Quedaba solo el aroma a metal, a ropa mojada… y a decisión. La niña se despertó, aún en silencio, y se puso de pie. No preguntó nada. Sabía, en su manera silenciosa y madura, que el momento había llegado. El Dragón, el Tigre y la menor se miraron por última vez antes de abrir la puerta. Y cuando lo hicieron, una ráfaga de aire frío los recibió, como una advertencia… o una bienvenida. Caminaron en fila, sin hablar, bajo un cielo gris que parecía contener el aliento. No había vuelta atrás. Y aunque cada paso los acercaba al fin, no había miedo en sus rostros. Solo decisión. Porque a veces, cuando el mundo se quiebra, lo único que queda es caminar sobre los escombros… con la espalda erguida. Y ellos tres… estaban a punto de hacerlo. Juntos. Hasta el final.