Capítulo 1
“Sombras y Alianzas en Kamurocho”
Kamurocho, diciembre de 1988. El distrito que nunca dormía, iluminado por el resplandor de los neones en tonos de azul, púrpura y rojo. Emblema de la prosperidad japonesa en los años 80, Kamurocho era un lugar donde las oportunidades parecían infinitas, pero las sombras ocultaban peligros a cada paso. El dinero fluía como el sake en los clubes nocturnos, y las calles jamás se vaciaban, ni siquiera al borde del amanecer. En lo alto de uno de esos edificios, un despacho elegante y minimalista acogía a Tetsu Tachibana, quien observaba la ciudad bajo sus pies. Desde el ventanal, su mirada calculadora recorría las luces parpadeantes del distrito, buscando respuestas ocultas entre los callejones abarrotados. A su lado, su hermano menor, Ryohei, permanecía en silencio, estudiándolo con igual intensidad. A sus 25 años, Tetsu ya proyectaba autoridad y determinación. Su hermano, recién cumplidos los 20, apenas comenzaba a trazar su propio camino. Aunque los separaban solo cinco años, las responsabilidades los alejaban como si pertenecieran a generaciones distintas. Aquel despacho era más que un lugar de trabajo: era su santuario, el reflejo exacto del alma de su dueño. Desde allí, el estratega movía piezas invisibles y trazaba estrategias con la frialdad de quien entiende que sobrevivir en Kamurocho es cuestión de cálculo. Cada rincón hablaba de control, de elegancia contenida. Los muebles de cuero negro lucían impecables, la lámpara de pie derramaba una luz ámbar que templaba las sombras, y ni una mota de polvo se atrevía a desafiar la organización quirúrgica del espacio. Allí dentro, el bullicio de Kamurocho parecía pertenecer a otro mundo. Fue en ese mismo lugar donde selló una de las decisiones más arriesgadas de su vida: pactar con la yakuza. No por ambición, sino por algo más íntimo—proteger a su hermano. Y por una sola apuesta: el control del lote vacío, el verdadero corazón de la ciudad. Incluso en silencio, el mayor imponía. El traje impecable, la mirada inalterable: no necesitaba hablar para llenar la habitación. Ryohei lo observaba junto al ventanal en silencio. Lo respetaba, pero no dejaba de estudiarlo. Sabía que el lote vacío dominaba la mente de su hermano, que ese pedazo de tierra codiciado había atraído a todos los carroñeros de la ciudad. Aunque desconocía los detalles, intuía que Tetsu había cruzado un umbral sin retorno. —Hermano… esto es peligroso. Aliarte con ellos… ¿estás seguro? —lo miró con preocupación—. Sabes que no hay vuelta atrás. Tetsu encendió un cigarro con calma. Sin despegar sus ojos del ventanal. —Ryohei, la vida en Kamurocho exige tomar decisiones audaces —dijo con calma—. Esta ciudad está cambiando, con o sin nosotros. El joven sintió un escalofrío. Su hermano no hablaba de ambición, hablaba de inevitabilidad. Y eso lo inquietaba más. —¿Y qué pasa si solo te conviertes en su peón? —preguntó el menor, con un dejo de escepticismo—. Esa gente no da nada gratis. Nadie ayuda sin esperar algo a cambio. Hizo una pausa, midiendo el peso de sus palabras. —Puede que digan que es por respeto, por honor o por alianzas… pero al final todo es deuda. Siempre te lo van a cobrar, de una forma u otra. —Sí, él tiene su ambición… pero nosotros también —respondió Tetsu, sin apartar la mirada—. Y en Kamurocho, nadie sobrevive sin arriesgarlo todo. Su voz era firme, aunque algo en sus ojos —una sombra apenas visible— traicionaba el peso que cargaba. —No se trata solo de nosotros. Es por lo que hemos vivido… por lo que podría venir después. Este paso es peligroso, sí, pero nadie llega lejos en esta ciudad sin cruzar un campo de minas. El chico bajó la mirada, atrapado entre dos visiones opuestas: ser otro nombre olvidado en una esquina sucia, o ver el apellido Tachibana resonar con respeto en cada rincón del distrito. —¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó Ryohei, en voz baja pero firme—. Si das este paso, ya no hay vuelta atrás. Y ellos no perdonan a los que dudan. Tetsu asintió, sin apartar la vista del mar de luces que cubría Kamurocho. Le apoyó una mano en el hombro al menor, firme pero serena. —En esta ciudad, dudar es un lujo que no podemos darnos. Si no tomamos el lote vacío, alguien más lo hará. Y cuando eso ocurra, para nosotros solo quedará la ruina. Así que sí... asumiré el riesgo. Las palabras del mayor pesaron sobre el joven como una sentencia. No era una simple estrategia. Era abrir una puerta que, una vez cruzada, no permitiría retorno. Permanecieron en silencio, mirando la ciudad una última vez. Bajo las luces, Kamurocho brillaba con belleza y amenaza. En su centro, el lote vacío latía como una promesa oscura, imposible de ignorar. Para Tetsu, ya no había marcha atrás. El reloj de la pared marcaba las 21:30. Ryohei desvió la mirada hacia él sin mover la cabeza. Su turno comenzaba en media hora, pero su mente seguía atrapada en las palabras de su hermano. —Hermano… debo irme —murmuró al fin. Parecía querer añadir algo más, pero se tragó las palabras. El estratega lo observó en silencio, ladeando ligeramente el rostro. —¿Sigues trabajando ahí? Ya te dije que no tienes que hacerlo. Puedo costear tus estudios. Con esta alianza… el dinero dejará de ser un problema. El menor negó de inmediato, casi como un reflejo. —Quiero hacerlo por mi cuenta —respondió, con la voz firme pero tranquila—. Mi meta es entrar a medicina, y sé que no será fácil. Pero si no lo hago por mí mismo… no tendrá sentido. El silencio volvió a caer entre ellos, cargado de cosas no dichas. Tetsu lo miraba sin juicio, solo con ese gesto suyo de contención calculada. Había orgullo en su mirada, sí, pero también una preocupación sutil, enterrada tras el control. —Haz lo que tengas que hacer —dijo al fin, suave, casi paternal—. Solo cuídate, ¿De acuerdo? El chico asintió, sin palabras, y le lanzó una última mirada antes de girarse hacia la puerta. La oficina de Tetsu quedó atrás, envuelta en luz ámbar y ecos que no terminaban de disiparse. Bajó por el ascensor en silencio, sintiendo aún el peso de la conversación en el pecho. Esa noche importaba. Cada decisión, cada paso, se sentía como un movimiento hacia algo irreversible. Al salir, Kamurocho lo recibió con su sinfonía habitual: luces brillantes, voces que chocaban unas con otras, el zumbido lejano de una sirena y el estruendo de una risa demasiado alta para ser honesta. Ese mundo vivía bajo su propia lógica: eléctrica, cruel y despiadadamente viva. El menor Tachibana caminaba entre ella con la vista al frente, el pulso ligeramente acelerado. Tomó un atajo por la calle Taihei rumbo al bar donde trabajaba. Las luces de neón, cada vez más distantes, se desvanecían entre sombras irregulares que se colaban por los edificios. A medida que se internaba en la zona más sombría del callejón, el silencio no ofrecía alivio: era una advertencia. Cinco figuras emergieron, cuchillos al aire y sonrisas vacías, rodeándolo como un enjambre hambriento. Eran jóvenes, con cuchillos visibles y sonrisas que olían a problemas. El que parecía el líder dio un paso al frente. —Hey, chico... ¿no sabes que Kamurocho es peligroso para alguien como tú? El aspirante a médico no respondió. Ya había visto ese tipo de mirada: vacía, hambrienta. —¿Te comieron la lengua los ratones? —provocó otro, girando un cuchillo con destreza. —Déjalo todo y esto acaba rápido —añadió el primero, avanzando un paso. El joven retrocedió un poco, sin opciones claras de escape. Entonces, pasos firmes rompieron el silencio desde el fondo del callejón. Una figura apareció entre las sombras. Traje oscuro, camisa blanca ligeramente desabotonada, andar sin prisa. No hacía falta más para notar que no era alguien común. —¿Qué hacen aquí? —preguntó con voz grave. El líder se giró, tratando de mantener la postura. —No es asunto tuyo. Lárgate. El recién llegado no respondió. Solo se acercó con la calma de quien ya había hecho esto antes. —¡Atrápenlo! —gritó uno, rompiendo el momento. Pero fue inútil. El hombre se movía como una sombra afilada. El primero cayó tras un puñetazo certero al estómago. Esquivó un cuchillo, lo desarmó y abatió a su portador con un solo movimiento. Sus movimientos eran medidos, casi coreografiados. No había furia ni caos, solo una eficiencia letal. En segundos, tres estaban fuera de combate, y los otros dos, arrastrando a su líder, huyeron sin mirar atrás. El recién llegado pateó el cuchillo a un rincón, sacudiéndose el polvo de las manos como si se hubiese quitado una simple molestia. Luego, se volvió hacia el menor Tachibana. —Gracias... Yo... ¿por qué hiciste eso? —preguntó con voz temblorosa, aún procesando lo ocurrido. El otro lo observó un momento. Había en él una distancia insondable. —Ten más cuidado —fue todo lo que dijo antes de desaparecer calle abajo. El joven permaneció inmóvil, procesando la escena. Ajustó su bolso y retomó el camino al bar, con la adrenalina aún en la sangre. Kamurocho no perdonaba descuidos. Aquel hombre… no era un héroe. Era una advertencia hecha carne. Mientras avanzaba bajo el resplandor moribundo de los neones, Ryohei no dejaba de pensar en quien lo había salvado. Había algo en su porte, en su calma peligrosa, que lo marcaba como alguien acostumbrado a la violencia... ¿Yakuza, tal vez? No lo sabía, pero algo en su instinto le decía que ese encuentro no había sido casual. El reloj marcaba las 22:15 cuando llegó a su destino. A simple vista, el bar Serena se perdía entre los locales de Kamurocho, pero al cruzar su discreta puerta, el bullicio quedaba atrás. Luz tenue, jazz suave, aroma a licor caro: un santuario suspendido en medio del caos. Nadie lo imaginaría, pero ahí trabajaba él, usando un apellido que no le pertenecía. Hiratori. Así lo llamaban allí. Un nombre prestado, necesario para ocultar su vínculo con Tetsu Tachibana. En Serena, no era el hermano de nadie. Solo un joven más tratando de juntar dinero para estudiar medicina. Apenas entró, Reina lo recibió con una mirada que decía más que mil palabras. —Hiratori-kun, llegas tarde otra vez —dijo, con el tono justo entre autoridad y familiaridad. —Lo siento, Reina-san —se inclinó con respeto—. Hubo... un pequeño contratiempo en el camino. Ella arqueó una ceja. —¿Un contratiempo? El muchacho se acercó a la barra y bajó la voz. —Intentaron asaltarme. Eran cinco. Armados. Pero alguien intervino... un tipo con traje. Se movía como si ya hubiera hecho esto mil veces. Los hizo huir sin despeinarse. Reina lo escuchó sin interrumpir. Su rostro no mostraba sorpresa, pero sus ojos sí, cautela. —¿Yakuza? —Tal vez. Tenía esa presencia... firme, fría. Pero no pidió nada. Solo apareció, me salvó y se fue. Fue como si... fuera parte de otra historia. La mujer guardó silencio por un momento. Luego habló con voz más baja, casi como una advertencia. —Hiratori-kun, Kamurocho está lleno de excepciones disfrazadas de promesas… hasta que te fallan. Agradece que saliste ileso. Pero no romantices a quien actúa desde las sombras. El chico asintió, aún con la imagen del desconocido grabada en la mente. —Lo sé. Solo… no se sintió como los demás. Ella le dedicó una leve sonrisa. —Eso no lo hace menos peligroso. La tensión se disipó con ese comentario final. Reina retomó su papel tras la barra y él, su rutina tras bastidores. Pero en su interior, algo había cambiado. La noche no solo le había salvado la vida; también había sembrado una inquietud que no sabía cómo arrancar. Antes de girarse hacia el interior, lanzó una última mirada a la puerta y respiró hondo. Serena le ofrecía un respiro, pero Kamurocho nunca dormía. Y él, lo supiera o no, ya había cruzado el umbral hacia algo más grande que su sueño de ser médico. La noche avanzaba sin sobresaltos. Las luces cálidas del Serena teñían el interior de tonos suaves, aislándolo del bullicio de Kamurocho. Las últimas risas de clientes rezagados se desvanecían mientras el personal iniciaba la rutina de cierre. Aiko, de cabello oscuro y sonrisa constante, acomodaba los menús en su lugar. Esa noche, sin embargo, su mirada parecía más distante. Yuna, ágil y atenta, limpiaba las mesas cercanas con eficiencia casi automática. Ambas se movían con la sincronía de quienes ya conocían la coreografía silenciosa del cierre. Tras la barra, Ryohei lavaba los últimos vasos. Aiko encendió el televisor por costumbre. Primero, solo ruido blanco. Luego, una imagen del amanecer sobre Kamurocho. Y, de pronto, el tono grave de una presentadora rompió la calma del local. —Noticia de última hora —anunció la presentadora, su voz grave dominando el Serena—. Se ha hallado un cadáver en el infame lote vacío. La víctima, identificada como Taichi Kurihara, presenta signos de una golpiza y un disparo en la cabeza. La policía ha acordonado el área. La pantalla mostró imágenes nocturnas del lugar: edificios en penumbra, luces policiales parpadeando sobre el terreno baldío, y un cuerpo cubierto por una lona blanca entre escombros. Las líneas de tiza aún visibles. Los flashes de las cámaras inmortalizaban un instante helado. Ni siquiera los uniformes en movimiento lograban romper el frío de la escena. El ambiente en Serena se crispó. Incluso quienes crecieron entre violencia sintieron que esto era diferente. No era solo un crimen. Era ese lugar. Aiko dejó caer el trapo que tenía en la mano, llevándose los dedos a los labios. Yuna detuvo su limpieza, clavando la mirada en la pantalla. —Ese lugar siempre trae problemas… pero esto… —murmuró, apretando el borde de la mesa. Reina secó un vaso con calma ensayada. Su expresión era otra cosa: atención aguda, lectura profunda. —No es solo un asesinato. Es una señal. El lote vacío no es tierra común. Esto lo cambia todo. El joven no apartaba los ojos de la pantalla. Su garganta se cerraba con cada palabra, con cada imagen. Lo conocía bien. Y sabía lo que representaba para su hermano. —¿Creen que esté relacionado con la yakuza? —preguntó al fin, sin pensarlo demasiado. Reina lo miró, sin pestañear. —Tal vez. Pero en Kamurocho, hacer preguntas es más peligroso que no saber. La presentadora siguió hablando, pero para él todo estaba dicho: aquello no era un cadáver, era un presagio. Reina dejó el vaso que tenía entre manos y se adelantó hacia el centro de la barra. —Está bien. Suficiente por hoy. Buen trabajo, todos. Váyanse a descansar… y tengan cuidado al volver a casa. No sonó como una orden. Sonó como una advertencia. Las palabras no aliviaron la tensión, pero al menos rompieron el silencio que pesaba desde que la noticia apareció en la pantalla. Aiko y Yuna recogieron sus cosas sin hablar, compartiendo una mirada cargada de algo más que preocupación. Había miedo. Y algo más sutil: la certeza de que nada de eso era una coincidencia. El aspirante a médico tomó su chaqueta y su bolso, y se detuvo justo en la puerta. Reina le lanzó una mirada que él entendió al instante. Ni reproche, ni consuelo. Solo una especie de complicidad silenciosa. como entendiendo que para él, esa noche apenas comenzaba. Ya en la calle, la humedad del aire nocturno se sentía más densa que de costumbre. El bullicio habitual del distrito seguía ahí, pero algo se había desplazado bajo la superficie. Algo invisible, pero innegable. Caminó sin rumbo inmediato, como si necesitara que el cuerpo se moviera para que la mente se calmara. El rostro del hombre del traje volvía una y otra vez a su memoria. Esa mirada. Ese control absoluto en medio del caos. Y ahora, un cadáver en el lote vacío. Ryohei no era ingenuo. Sabía leer entre líneas. Había estado demasiado cerca de los márgenes de ese mundo como para creer en casualidades. Lo que ocurrió en ese callejón… lo que había visto en la televisión… todo parecía parte de una misma sombra, creciendo a su alrededor. Metió las manos en los bolsillos y alzó la vista hacia los carteles de neón que titilaban sobre su cabeza. Kamurocho brillaba como siempre. Pero él ya no la miraba igual. La madrugada había enfriado aún más el aire, y el distrito parecía contener la respiración. Bajo la luz intermitente de un letrero de ramen cerrado, las sombras parecían más densas de lo habitual. El joven caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos y la mente aún atrapada en lo que había visto y escuchado. Doblando una esquina, notó un vehículo estacionado junto a una máquina de bebidas. Reconoció el perfil de inmediato. Jun Oda, al volante. Inmóvil. Mirándolo. El hombre de confianza de su hermano no necesitaba decir nada para dejar claro que lo estaba esperando. Su chaqueta marrón, la camisa floral, el cabello perfectamente peinado hacia atrás… Todo en él tenía ese aire relajado y peligroso que no se enseñaba. Se llevaba en la sangre. La puerta del copiloto se abrió con un clic seco. Oda alzó el mentón, sin rodeos. —Sube. Tu hermano no quiere que camines solo a estas horas. El chico se detuvo, cruzando los brazos con un suspiro leve. —¿Así que ahora me manda un guardaespaldas con licencia poética? El conductor esbozó una media sonrisa, sin perder ese tono seco que lo caracterizaba. —No me mandó a espiarte. Solo quiso que viniera por ti. Aunque si te hace sentir más importante, podemos fingir que eres una carga diplomática. Ryohei resopló por la nariz, pero no discutió. Se acercó, abrió la puerta y subió sin decir más. Mientras cerraba, el frío quedó afuera, pero no la tensión. El interior del coche olía a cuero limpio y cigarrillos caros. Silencio. Oda encendió el motor y arrancó sin prisa. Durante unos minutos, solo el murmullo del motor y las luces lejanas del distrito llenaban el espacio. Fue el mayor quien rompió el silencio, sin mirar a su pasajero. —¿Escuchaste lo del Lote Vacío? —preguntó, con la vista fija en la carretera. El joven asintió con lentitud. La imagen del cadáver bajo la lona, los flashes de las cámaras… seguían vivos en su cabeza. —Sí… lo vi en televisión. Dijeron que fue un asesinato. ¿Sabes algo más? Oda frunció el ceño, como sopesando cuánto revelar. —Oficialmente, eso es todo. Extraoficialmente… se dice que era un empresario ahogado en deudas con Toko Credit. La Yakuza fue a cobrarle. Hizo tratos que no podía sostener y, cuando intentó retroceder… ya era demasiado tarde. Ryohei bajó la mirada, apoyando los codos sobre las rodillas. —¿Por qué alguien elegiría ese camino? El mayor respiró hondo, como si esa pregunta lo hubiera acompañado durante años. —A veces no se elige. Se cae ahí por necesidad, por orgullo… o por desesperación. Pero una vez dentro, todo gira en torno a deudas, poder o silencio. Y no hay espacio para vacilar. Hizo una pausa. Luego añadió, más seco: —Y a veces, lo que parece un castigo… es solo un mensaje. Alguien muere para que el resto obedezca. El joven lo miró, asimilando lentamente. —¿Y quién manda ese tipo de mensajes? —A menudo, alguien joven. Nuevo. Al que quieren endurecer —respondió sin rodeos—. Le dan una tarea sucia, y si no tiembla… lo dejan subir. Si falla, desaparece. Así funciona el filtro. —¿Y tú? —preguntó el menor en voz baja—. ¿Tú pasaste por eso? Oda tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz fue apenas un murmullo: —Todos pasamos por algo. Algunos lo superamos. Otros… seguimos atrapados. El chico sintió un nudo en el estómago. Miró por la ventana: neones que parpadeaban como heridas abiertas en la piel de la ciudad. —Es como si todo girara en círculos —dijo—. Todos intentando escapar, pero siempre regresando al mismo lugar. —Sí —asintió el otro—. Pero no todos tienen que quedarse atrapados. Tu hermano lo entendió. Por eso carga con lo que carga. Para que tú no tengas que hacerlo. Ryohei apretó los dientes. La lógica era simple… y cruel. ¿Por qué Tetsu debía sacrificarse por él? ¿Por qué no podían salir los dos? —Oda-san… —dijo al fin, girando la cabeza hacia él—. ¿Crees que debería aprender a defenderme? Digo, en serio. Artes marciales, armas… lo que sea. El hombre levantó una ceja, visiblemente sorprendido, pero no desestimó la idea. —No está mal. Es bueno saber cómo levantarse cuando te tumban. Pero no confundas fuerza con violencia, chico. La verdadera defensa empieza aquí —dijo, tocándose el pecho con dos dedos—. Con saber quién eres y qué estás dispuesto a perder. El joven se quedó en silencio, masticando las palabras. Oda no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, dejaba marcas. Kamurocho seguía despierta, pero más contenida. Como si también supiera que algo estaba por cambiar. Cerró los ojos un instante, dejando que el vaivén del vehículo calmara su mente. Sabía que debía prepararse. Pero no solo con golpes. Con certezas. La ciudad no se lo pondría fácil. El automóvil se detuvo frente al edificio. El motor se apagó con un suspiro mecánico, y por un instante, el silencio entre ambos pareció más pesado que antes. Ryohei abrió la puerta, pero antes de bajar, giró hacia el conductor y se inclinó ligeramente. —Gracias por traerme, Oda-san. Y por lo de antes… necesitaba hablar con alguien. Oda asintió. Una leve sonrisa le curvó los labios, fugaz pero sincera. —Cuídate, chico. A veces hay más caminos de los que uno ve. Si alguna vez dudas… recuerda que tu hermano está para ayudarte. Y yo también. El joven sostuvo la mirada un segundo más, reconfortado por el tono inusualmente cálido del hombre. Bajó, cerró la puerta con suavidad y lo observó mientras el coche se alejaba, tragado por la neblina urbana y el parpadeo lejano de los neones. La calle volvió a engullirlo. El murmullo de los autos y la humedad del aire contrastaban con la calidez de esas últimas palabras. Mientras cruzaba la entrada del edificio, las frases de Oda seguían repicando como un tambor suave en su pecho. La noche no ofrecía respuestas, pero al menos le había dejado algo claro: no estaba solo. Aun así, sabía que abrirse paso en el distrito, sin vender el alma por el camino, sería la verdadera pelea. Y apenas estaba comenzando. El ascensor lo dejó en uno de los pisos más altos del edificio. Mientras caminaba por el pasillo, las palabras de Oda seguían girando en su cabeza. El cansancio pesaba en los hombros, pero su mente seguía alerta. Al abrir la puerta del apartamento, lo recibió el silencio. El cielo, al otro lado de los ventanales, comenzaba a clarear con un tono gris azulado. Demasiado amplio. Demasiado limpio. Y más frío de lo que debería. Desde allí, Kamurocho parecía ajena a su propia suciedad, como si la altura lavara las heridas que ocurrían abajo. Pero él sabía que no era así. Pasó junto a la cocina y se detuvo al ver un plato sobre la mesa. Junto a él, una nota breve: «Come algo, Ryohei». Una pequeña sonrisa le curvó los labios. Tetsu no estaba —quizás ya se había ido—, pero su presencia seguía ahí, en los detalles. Tomó el plato y se retiró a su habitación, más austera que el resto del apartamento. Las paredes estaban forradas de estanterías llenas de libros: medicina, literatura, historia, todo con marcas, papeles sueltos, notas. Sobre el escritorio, los apuntes de sus estudios formaban una pequeña montaña de papel. El desorden tenía su propio sistema. Se sentó en la cama con el plato en el regazo. Comía sin mirar, mientras su atención vagaba entre papeles, pensamientos y fragmentos de la noche anterior. El asalto. El hombre del traje. El cuerpo abandonado en el lote vacío. Aquel tipo… no era común. Su precisión, su calma, su forma de observar antes de actuar. No parecía haberlo hecho por impulso, ni por compasión. Era como si hubiera estado ahí por una razón. Terminó de comer, dejó el plato a un lado y se tumbó, mirando el techo como si ahí estuviera la respuesta. Las imágenes de la noche se mezclaban como piezas de un rompecabezas sin forma. El sueño llegó tarde, empujado por el agotamiento más que por la calma. Y aún mientras sus párpados caían, algo en su interior seguía despierto. Horas más tarde, Ryohei despertó. La luz tenue filtrándose entre las cortinas dibujaba líneas suaves sobre el suelo de su habitación. No se sentía del todo descansado. Las palabras de Oda seguían allí, incrustadas en su mente como una astilla:“La verdadera fuerza está en cómo decides usarla”.
Se levantó sin pensarlo demasiado. Caminó descalzo por el pasillo hasta el dojo que Tetsu había instalado en el apartamento. Un espacio ordenado, austero, casi sagrado. Tatami limpio, armas tradicionales en fila, el silencio casi absoluto. Nunca se había sentido dueño de ese lugar. Siempre fue de su hermano. Reflejo de su disciplina, de su mundo. Pero algo se había desplazado dentro de él esa mañana. Cruzó el umbral y se sentó en el centro del tatami, dejando que el aire fresco lo envolviera. Cerró los ojos. Y entonces, apareció el recuerdo. Un campo de bambú. El susurro del viento entre los tallos. Él, mucho más joven, respirando con dificultad mientras una voz —firme, paciente— corregía su postura desde atrás. —La fuerza no está en tus puños. —decía Tetsu—. Está en tu equilibrio. En mantener la calma incluso cuando todo tiembla. Si pierdes el control, ya perdiste. Sentía el suelo de tierra, el olor de la madera húmeda, las hojas secas bajo los pies. Recordaba cómo le temblaban los brazos, lo torpe que era, y cómo su mentor no se rendía con él. Abrió los ojos. De vuelta al presente. Se puso de pie y adoptó la postura que recordaba. Pies firmes. Guardias altas. Lanzó un golpe al aire. Luego otro. El cuerpo no respondía como antes, o quizás nunca lo había hecho bien. Pero no se detuvo. Cada movimiento era una réplica imperfecta de algo que una vez fue suyo… y que ahora quería recuperar. Se movió hasta quedar sin aliento. El sudor caía lento por su cuello, pero no había rabia en su respiración agitada. Había claridad. Todavía sudando, con las palabras de Oda vibrando aún en el pecho, cruzó el pasillo con una energía distinta. No era hambre lo que sentía, sino la necesidad de rutina. Algo que lo anclara. No buscaba convertirse en alguien fuerte para pelear. Quería estar preparado para no depender siempre de otros. Quería avanzar. Al salir del dojo, el apartamento lo recibió con su aire tibio. La ciudad ya rugía al otro lado del vidrio. Miró el reloj: casi mediodía. Había perdido la noción del tiempo, pero no se arrepentía. Algo había cambiado. No mucho. Pero lo suficiente para seguir. El sonido del agua corriendo llenó el baño, envolviendo al joven en una sensación de alivio. El calor relajaba sus músculos tensos tras la práctica, un recordatorio del esfuerzo y la torpeza con la que había intentado imitar los movimientos. Mientras se enjabonaba, repasaba cada error y pequeño acierto, sintiendo una ligera satisfacción al recordar que, al menos, había dado el primer paso. Al cruzar hacia la sala principal, se encontró con Ji-Yeon, impecable como siempre. Llevaba el delantal limpio, el cabello recogido y una expresión serena, casi ceremonial. Tenía su misma edad, pero su compostura la hacía parecer mayor. Aunque llevaba años en Japón, su cortesía coreana seguía intacta, sobre todo al tratar con los hermanos Tachibana. —Joven Ryohei, el señor Tachibana salió temprano esta mañana. No regresará hasta la noche —informó con su habitual tono formal, haciendo una breve inclinación. El muchacho se detuvo en seco, suspirando dramáticamente. —Ji-Yeon, lo hablamos mil veces. Nada de “joven” ni de títulos. Solo Ryohei. Vamos, no es tan difícil. Ella bajó un poco la mirada, ajustándose el delantal con las manos. —Eres el hermano de mi jefe. No puedo llamarte así como así —murmuró, aunque el leve rubor en sus mejillas traicionaba su incomodidad. Él se inclinó hacia ella con una sonrisa traviesa. —Tenemos la misma edad. Y, seamos honestos, tú mandas más que yo en este apartamento. Así que… ¿trato? Me dices Ryohei, y yo prometo dejar de dejar mis calcetines por donde no van. La joven lo miró un segundo, entre la risa contenida y la rendición. —Está bien, Ryohei —dijo por fin, aunque su voz seguía cargada de esa rigidez encantadora—. Pero ni se te ocurra pedirme más tratos, o le cuento a tu hermano que sigues dejando los zapatos en el recibidor. —¡Eso sería una traición injustificada! —exclamó, levantando las manos—. Entendido. Solo este trato. Por ahora. Ambos rieron suavemente. El aire del apartamento, usualmente denso, pareció aligerarse unos grados. —¿Te preparo algo para el almuerzo? —preguntó ella, retomando su tono habitual. —Sí, algo rápido está bien. Me lo gané. Me estuve matando en el dojo —dijo mientras se alejaba por el pasillo, girando con exageración como si cerrara una escena teatral. Ji-Yeon negó con la cabeza, sonriendo sin poder evitarlo. Por mucho que intentara mantener el decoro, esos pequeños intercambios con él eran como ventanas abiertas en una casa que a veces se sentía demasiado cerrada. Tras la ducha, el menor dejó la ropa sucia en el canasto, cumpliendo su promesa. El vapor aún flotaba en el aire cuando se vistió con ropa cómoda, secándose el cabello con una toalla mientras cruzaba hacia la cocina. Sobre la mesa, lo esperaba un plato humeante de arroz con pollo y verduras, acompañado por una nota breve, escrita con una caligrafía meticulosa: “Espero que te guste. —Ji-Yeon.” El joven sonrió. Ella no hablaba mucho, pero tenía una forma silenciosa de cuidar que se hacía sentir. Se sentó y comió con tranquilidad, agradeciendo el sabor casero que contrastaba con la frialdad estructurada del apartamento. Terminó, lavó el plato y lo dejó escurrir, consciente de que tendría dos noches libres. No había turno en Serena ni llamadas de su hermano. Solo él, sus libros y esa cuenta regresiva invisible que colgaba en la pared de su cuarto. Subió las escaleras y entró a su habitación. El espacio, modesto y funcional, lo recibió con el silencio habitual. En la pared, un calendario resaltaba entre apuntes y recortes: la fecha del examen de ingreso estaba marcada en rojo, como una advertencia muda. Se acercó al escritorio junto a la ventana, desbordado de libros, apuntes doblados y notas adhesivas a punto de caerse. A un lado, un portarretratos mostraba a él, Tetsu y una chica de mirada intensa —su hermana— riendo bajo un árbol de mandarinas. Se quitó los lentes de lectura de su estuche y los colocó sobre el puente de la nariz. Tomó el libro más grueso y lo abrió donde una hoja gastada marcaba la página. Sus ojos comenzaron a recorrer las líneas con la familiaridad del hábito, pero su mente se resistía. Intentó volver al texto, pero las letras parecían moverse. Resopló, se frotó los ojos y volvió a intentarlo. Esa noche era suya. Aunque el mundo rugiera afuera, allí dentro solo había una batalla: él contra su propio caos. Respiró hondo, masajeándose las sienes. Tenía que centrarse. El examen se acercaba como una cuenta regresiva tatuada en la piel. Abrió el libro de endocrinología y, sin pensarlo, comenzó a leer en voz baja. —“El sistema endócrino está compuesto por glándulas que secretan hormonas directamente al torrente sanguíneo…” —su dedo recorría la línea con esfuerzo—. “…las glándulas adrenales son responsables de la producción de cortisol y catecolaminas…” Volvió a leer, como si repitiendo en voz alta pudiera engañar al sueño. Luego, se detuvo. —¿Catecolaminas? ¿Cosas que te estresan? —murmuró, girando el lápiz entre los dedos. Continuó, tropezando con palabras como hipotálamo, neuromoduladores, glándulas paratiroideas. Parecía un conjuro en latín, no una guía médica. Lo frustraba, pero también lo retaba. Mientras repetía en voz baja una definición especialmente enredada, escuchó pasos suaves acercarse. Ji-Yeon entró con su plumero en mano, fingiendo no interrumpir. Pero el joven la notó enseguida. —Ji-Yeon —la llamó, girándose con una sonrisa cómplice—. ¿Tú entiendes lo que estoy leyendo? Porque yo cada vez estoy más convencido de que esto es una lengua muerta. Ella lo miró con una mezcla de paciencia y risa contenida. —Yo apenas puedo pronunciar "paratiroideas" sin morderme la lengua —dijo, acercándose un poco para mirar por encima de su hombro—. Pero suena… importante. Ryohei apoyó el libro en las piernas, cansado pero animado por su presencia. —¿Y si te digo que “catecolaminas” suena como un postre fino? Algo que servirían en un restaurante elegante… con un nombre que ni siquiera sabes cómo pedir. Ji-Yeon fingió pensarlo. —¿Catecolaminas? Suena a algo que cuesta doce mil yenes y viene en un plato blanco enorme con solo una bolita en el centro. —¡Exacto! —rió él—. “Buenas noches, señor. Su dosis de adrenalina con salsa de dopamina reducida al vinagre balsámico.” Ambos soltaron una carcajada. El aire del cuarto se volvió más liviano. —Tienes talento para esto —dijo ella, retomando su plumero mientras lo miraba de reojo—. Deberías escribir un diccionario médico para gente con hambre. Glosario Gastronómico de la Medicina: edición Kamurocho. —Sí, claro. Capítulo uno: "Hipotálamo al curry y glándulas al vapor" —dijo, bajando la voz como si narrara un menú de lujo. Ella dejó escapar una risa breve pero sincera. Luego se apoyó en la pared, con las manos cruzadas frente al delantal. —Si necesitas ayuda para seguir delirando con los términos, estoy disponible. Pero no me culpes si confundes la serotonina con fideos soba. Él la miró con cariño. Esa dinámica extraña entre ambos lo reconfortaba más de lo que admitía. Se quitó los anteojos de lectura y los dejó sobre la mesa por un momento. —Gracias, en serio. No sé cómo sería estudiar acá sin ti dando vueltas. Me volvería loco hablando solo con estas... cate cosa esas pesadas. Ji-Yeon se encogió de hombros, como restándole importancia. —Me gusta que haya vida en este apartamento. Aunque sea un poco de ruido entre los libros. Hubo una pausa. Tranquila. Cálida. Ryohei abrió de nuevo el libro, respiró hondo y retomó el estudio con renovada energía. —Bien… volvamos. A ver qué postre hormonal me espera ahora. Desde la puerta, Ji-Yeon solo negó con la cabeza, sonriendo. Lo dejó concentrado, sabiendo que esos momentos, por absurdos que fueran, ayudaban más que cualquier fórmula compleja. El resto del día transcurrió frente a su escritorio, entre libros marcados y apuntes garabateados con urgencia. Apenas notó cómo la tarde se volvía noche, ni cómo la lluvia empezó a caer sobre Kamurocho con un ritmo hipnótico. Solo cuando el reloj rozó las once y media se permitió estirarse y frotarse los ojos. El cansancio era real, pero la ansiedad del examen no lo dejaba desconectar del todo. El sonido de pasos en el pasillo lo sacó del trance. Voces. Escuchó la de su hermano, tranquila, pero con ese tono medido que usaba cuando la situación era seria. —Por favor, Ji-Yeon-san, deja tres platos para la cena. ¿Tres? Alzó las cejas, intrigado. Era tarde incluso para Tetsu. Dejó el libro abierto y cruzó el pasillo en silencio. Desde la sala escuchó el leve rumor del agua corriendo en el baño. Al llegar, vio al mayor de los Tachibana de pie junto al ventanal, con la mirada puesta en la ciudad iluminada por la lluvia. —¿Quién se está bañanado? —preguntó, con tono bajo pero directo. Su hermano no respondió de inmediato. La puerta del baño se abrió con un leve chasquido. El joven alzó la vista, y entonces lo vio. Un hombre salió envuelto en una bata gris, el cabello mojado peinado hacia atrás. Caminaba descalzo con la seguridad de alguien que conocía el peso de cada paso. El vapor aún lo rodeaba, como si aún llevara consigo la intensidad de lo que había dejado en la ducha. El agua descendía por su clavícula […] ocupaba el espacio como si lo reclamara. Por un segundo, Ryohei olvidó cómo se respiraba. El calor que subió a su rostro fue inmediato. Desvió la mirada con rapidez, fingiendo estar sorprendido, no... impresionado. —Ryohei —dijo Tetsu, rompiendo el silencio—. Te presento a Kazuma Kiryu. El nombre retumbó en su mente. Todo encajó de golpe. Lo reconoció incluso antes del nombre. Esa mirada tranquila en medio del caos, la postura recta como una estatua, el modo en que sus pasos no hacían ruido. No podía olvidarlo, ni aunque lo intentara. Era él. El hombre del callejón. El que lo había salvado. Tragó saliva e intentó sonar natural mientras hacía una leve reverencia. —Es un… placer conocerte, Kiryu-san. Y… gracias por lo de anoche. El recién llegado le devolvió una mirada serena y firme, como si lo midiera sin necesidad de palabras. —No fue nada —respondió con voz grave y calma contenida. La forma en que lo dijo… no era distante, pero tampoco familiar. Era simplemente Kiryu, con todo lo que eso implicaba. El joven intentó no quedarse pegado a la figura que tenía enfrente, pero algo en él —en su silencio, en su postura— lo mantenía anclado. —Te vi en el callejón —continuó, obligándose a hablar—. Tus movimientos… fueron impresionantes. No supe ni cómo reaccionar. —Solo hice lo que debía —dijo el yakuza, con una pausa cargada de intención—. Kamurocho no perdona a los que bajan la guardia. El silencio que siguió fue espeso, casi incómodo. Pero no hostil. Era… expectante. El mayor de los Tachibana se giró finalmente hacia ellos. —Ryohei, necesito que te quedes. Esto también te concierne. No lo esperaba. Esa inclusión tácita lo desconcertó más que la presencia del otro. Aun así, asintió con la cabeza y se acercó al sofá con pasos medidos, sin saber bien si sentarse o mantenerse de pie. Mientras tomaba asiento, notó cómo Kiryu se acomodaba frente a él con naturalidad, sin perder ni una pizca de su presencia firme. Su mirada volvió a cruzarse con la suya, apenas por un segundo. Pero fue suficiente para que el pulso le diera un salto inexplicable. No era deseo. Ni miedo. Era una sacudida primitiva, un latido ajeno que lo hacía olvidar su nombre por un segundo. Una tensión silenciosa, una inquietud física que no sabía cómo nombrar. Apretó las manos sobre sus rodillas, respirando hondo. Por fuera, serenidad. Por dentro, un temblor desconocido tomaba forma. Ryohei no dijo nada, pero en su interior, algo se quebró: la certeza de que su hermano siempre elegiría el camino correcto. Por primera vez, sintió miedo… no por la alianza, sino por la sombra que nacía en el corazón de quien más admiraba. Afuera, las luces de Kamurocho seguían parpadeando como si el mundo aún no notara el movimiento de las piezas. Pero en esa oficina silenciosa, una grieta invisible acababa de abrirse —una de esas que no suenan, pero que cambian para siempre el terreno bajo los pies.