ID de la obra: 964

Yakuza Zero - El Latido del Tigre

Gen
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Maxi, escritos 368 páginas, 123.958 palabras, 16 capítulos
Descripción:
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Piezas del Tablero

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Capítulo 2

“Piezas del Tablero”

El aroma de incienso flotaba en el aire, entrelazándose con la luz cálida que delineaba los contornos del salón principal. Cada mueble —oscuro, elegante y colocado con precisión casi quirúrgica— reflejaba la personalidad de Tetsu: sobriedad controlada, orden implacable. Desde un rincón, Ryohei observaba en silencio. Aunque el espacio irradiaba lujo, siempre le resultaba ajeno. Frío. Como si cada detalle no hiciera más que enfatizar la barrera invisible que lo separaba de su hermano. —¿Asumo que no has comido? —preguntó Tetsu, señalando el asiento junto a la mesa. Su tono era cortés, pero sus ojos evaluaban cada movimiento con precisión. Kiryu no se movió. Su postura firme y su silencio bastaban para imponer respeto. El joven lo reconoció al instante: era el hombre del callejón. Sentía una tensión extraña: respeto, incomodidad… y una inquietud que no se atrevía a nombrar. —No suelo aceptar comida de extraños —respondió el recién llegado, cortante. Su tono acompañaba perfectamente la firmeza de su presencia. Tetsu soltó una breve risa, como si la desconfianza confirmara algo que ya sabía. —No representamos una amenaza, Kiryu-san. Solo quiero hablar. Siéntete como en casa. El aspirante a médico intervino, su voz más seria de lo esperado. —Créeme, si estás aquí, es porque mi hermano ya lo tiene todo calculado. El otro giró ligeramente la cabeza, evaluándolo con una mirada que parecía atravesar más de lo que decía. —¿Tú también formas parte de esto? Iba a responder, pero el mayor de los Tachibana se le adelantó. —Mi hermano se prepara para entrar a la facultad de medicina. Está alejado de todo esto. Solo quiero que tenga un futuro seguro. El menor bajó la mirada. No corregiría a Tetsu, pero el gesto le pesaba. —¿Dónde está mi ropa? —preguntó el yakuza, con frialdad renovada. —Era necesario lavarla. La tendrás pronto —respondió el anfitrión con su habitual compostura. El silencio que siguió era espeso, pero el más joven lo rompió con un intento de informalidad. —No está mal cómo te queda esa bata… Aunque apostaría a que no te interesa oír eso. El recién llegado alzó una ceja. La tensión se aflojó un poco, apenas. —¿Así que eres Tachibana-san? —dijo finalmente. —Así es —respondió Tetsu, inclinando la cabeza con esa sonrisa medida que lo caracterizaba—. Y veo que ya conociste a mi hermano, Ryohei. La mirada de Kiryu se posó en él con intensidad. El estudiante tragó saliva. Revivió el callejón, el cuchillo, los pasos firmes. —Fue solo una coincidencia —añadió el visitante, quitándole peso al asunto. —¿Coincidencia? —el joven cruzó los brazos—. No soy de los que necesitan un héroe, pero admito que me salvaste de un buen problema. Gracias de nuevo. El otro asintió, manteniendo su distancia emocional. El mayor de los hermanos tomó el control del ambiente con sutileza. —Tranquilo. Ambos somos civiles. Dirijo una inmobiliaria, y mi hermano solo quiere estudiar medicina. —Tetsu, no es necesario repetir eso —murmuró el menor, con molestia. Kiryu lo ignoró, volviendo a fijar los ojos en su interlocutor. —¿Y qué quiere de mí un tipo de inmobiliaria? —Hablar sobre negocios. Y proteger intereses comunes. El recién llegado lo estudió, pero su mirada volvió al menor de los presentes, como si no terminara de encajar su presencia. —¿Intereses comunes? Tetsu se acercó a la mesa. Con la mano derecha —una prótesis metálica que se movía con precisión inquietante— tomó los cubiertos y comenzó a cortar la comida. —¿Seguro que no tienes hambre? —preguntó, el sonido del metal raspando el plato llenando el silencio. El joven notó cómo el visitante posaba la mirada sobre la prótesis. La incomodidad le tocó los hombros. —Perdió su mano hace años —explicó en voz baja—. En invierno, el frío se lo recuerda. Kiryu no reaccionó. El mayor sonrió con melancolía. —Lo curioso es que a veces aún la siento. Como si aún latiera. Los analgésicos ya no ayudan. Me acostumbré al dolor. Aunque mi hermano insiste en que debería cuidarme más. —Solo digo que no estaría mal que me hicieras caso una vez —replicó el menor, alzando una ceja—. Pero claro, ¿qué sabría yo, el aspirante a médico, sobre dolor crónico? Por primera vez, Kiryu dejó entrever un leve destello de curiosidad. Su voz, sin embargo, seguía siendo una cuchilla. —No recuerdo haber preguntado por tu mano. Tetsu soltó una risa breve, casi imperceptible. —No lo hiciste. Pero los detalles a veces lo dicen todo. ¿Conoces el término “pseudantio”? El visitante frunció el ceño. —¿Pseudan-qué? El mayor lanzó una mirada a su hermano, que se enderezó como si estuviera en clase. —Es botánico —explicó—. Describe un conjunto de flores tan agrupadas que parecen una sola. Como un girasol, por ejemplo. Kiryu parpadeó, desconcertado por el giro. —¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —Todo —dijo el anfitrión, apoyando los codos sobre la mesa—. Estás íntimamente ligado a una de esas flores. Al girasol. Al orfanato. Por primera vez, el rostro del visitante cambió. No se quebró, pero algo en su expresión se volvió más humano. Vulnerable. —¿Quién eres? —preguntó en voz baja, sin suavizar el filo en su tono. Tetsu no respondió. Siguió cortando la comida, como si la pregunta no lo inquietara. —¿Quién demonios eres en realidad? —insistió el recién llegado. —Solo un hombre con buena memoria —replicó el mayor, sin levantar la mirada—. Kazama-san. Yumi Sawamura. Tú y Nishikiyama. Todos criados como hermanos en Girasol. El estudiante lo miró de reojo. Siempre lo había sorprendido la precisión quirúrgica con la que su hermano desarmaba a las personas. —¿Cómo sabes eso? —murmuró casi sin querer. El yakuza apretó la mandíbula, su mirada endureciéndose. —No necesito que nadie escarbe en mi pasado. —No escarbo. Solo observo —dijo el mayor de los Tachibana, imperturbable—. Tú y Nishikiyama siguieron los pasos de Kazama-san. Se unieron a la yakuza. El menor tragó saliva. —¿Entonces él es…? Su hermano asintió apenas. —Kiryu-san pertenece a ese mundo. Pero ahora lo acusan de asesinato. Y eso amenaza la posición de Kazama-san. El visitante golpeó la mesa con la palma abierta. El ruido seco partió el aire. —¡Ya basta! Entiendo que tienes buena información. Lo que no entiendo es qué quieres. Tetsu no se alteró. —Lo mismo que todo agente inmobiliario en Kamurocho: el lote vacío. Kiryu bufó. —Otra vez ese terreno... Ryohei intervino, sin poder contenerse. —¿Por qué todos están tan obsesionados con eso? Solo es tierra vacía. El otro lo miró con una mezcla de paciencia y resignación. —Nada en Kamurocho es “solo tierra”. Todo tiene dueño. Y precio. —Exacto —asintió Tetsu—. Ese terreno es la llave para controlar el distrito. Si los lugartenientes de Dojima lo obtienen, Kazama será expulsado. Pero si yo lo consigo… Hizo una pausa. El silencio lo completó por él. —…puedo protegerlo. El visitante entrecerró los ojos. —¿Y por qué debería confiar en ti? —Porque yo te ofrezco lo que nadie más puede —dijo el anfitrión con calma—. Medios, contactos, recursos. Y la oportunidad de limpiar el nombre de Shintaro Kazama. La sala se llenó de un silencio denso. El joven yakuza bajó ligeramente la cabeza, pensativo. Sus manos, apoyadas sobre la mesa, se cerraron levemente en puños. —Demasiado bueno para ser verdad —murmuró, cruzando los brazos—. En este distrito, nadie da nada sin esperar algo a cambio. Tetsu asintió, como si hubiera anticipado esa respuesta. —Kamurocho no regala nada, es cierto —admitió—. Pero mi propuesta no es caridad. Es un intercambio que podría salvar más de una vida. Kiryu lo miró sin pestañear. Luego lanzó una breve mirada a Ryohei, quien dudó antes de hablar. —Si esto puede ayudar a Kazama-san y limpiar tu nombre… ¿por qué no al menos escuchas los detalles? —dijo, con una mezcla de nerviosismo y convicción—. No te pedimos confianza. Solo que consideres tus opciones. El visitante desvió los ojos hacia Tetsu. —¿Por qué tanto interés en mí? El mayor sonrió con una sombra de amargura. —Porque proteger a Kazama-san no es solo estrategia. Es equilibrio. Si los Dojima toman el control absoluto, Kamurocho se hunde en algo peor que violencia: en caos sin reglas. El hombre de la bata guardó silencio un momento, meditando. Finalmente suspiró. —Y si acepto, ¿me convierto en tu peón? —No busco peones —respondió el mayor de los Tachibana, dejando los cubiertos sobre la mesa con precisión quirúrgica—. Necesito socios. Gente que no se doblegue. Ryohei lo observó de reojo, sabiendo que esa palabra —"socios"— en boca de su hermano nunca era tan simple. —No espero una respuesta hoy —añadió el anfitrión, poniéndose de pie—. Pero recuerda esto: El distrito te traga con o sin tu permiso. Mejor tener aliados... que enemigos. Sacó una tarjeta y se la tendió al yakuza, que la tomó sin prisa, dándole solo un vistazo antes de guardarla. —Lo pensaré —murmuró el visitante, con la misma neutralidad con la que enfrentaba a sus enemigos. Cuando Tetsu se alejó por el pasillo, Ryohei se acercó lentamente. —Sé que es raro todo esto —dijo con una sonrisa tímida—, pero… Hay pocos en Kamurocho que se detendrían a ayudar sin esperar nada a cambio. Kiryu lo miró brevemente. Su voz fue seca, pero no hostil. —Cuídate, chico. Kamurocho no es para ingenuos. El estudiante soltó una risa breve, casi resignada. —Créeme, ya lo estoy aprendiendo. La habitación volvió a sumirse en un silencio espeso. El otro aún sostenía la tarjeta, pero su mirada estaba lejos de ella. Ryohei lo notó: su cuerpo decía una cosa, pero su mente parecía atrapada en otro sitio. La luz tenue del salón resaltaba el contraste entre los tres hombres: Kiryu, firme y en guardia; Tetsu, inmóvil junto al ventanal, su silueta dibujada por los reflejos de la ciudad; y el menor, aún buscándose entre sus sombras. Fue entonces cuando Ji-Yeon apareció en escena, silenciosa como siempre, con un conjunto de ropa cuidadosamente doblado. —Aquí tiene su ropa, Kiryu-san —dijo con respeto, dejando las prendas sobre una silla. El visitante asintió con un leve gesto y se esfumó tras la puerta del baño. El silencio regresó, interrumpido apenas por el eco del agua y el andar firme de Kiryu, ya vestido. Su paso mantenía la misma determinación de siempre. Sin decir palabra, cruzó la sala. La puerta principal se cerró tras él con un clic suave, dejando tras de sí una brisa tenue… y la sensación de que algo importante acababa de comenzar. Ryohei se acercó con pasos medidos. El eco de la conversación con el recién llegado aún palpitaba en su mente. Sabía que interrumpir a su hermano en medio de una reflexión no era ideal, pero había preguntas que no podía callar. —Hermano… —dijo en voz baja—. Todo esto… invitarlo, ofrecerle ayuda. Es demasiado. No sé cuánto estás dispuesto a arriesgar. El otro no se volvió. Seguía mirando hacia Kamurocho, sus luces parpadeando como un tablero infinito. Una sonrisa leve curvó sus labios, aunque no alcanzó sus ojos. —Aquí, no arriesgarse es el verdadero riesgo —murmuró—. Kiryu-san no es una simple pieza. Es el tipo de jugador que puede cambiar el tablero. El menor frunció el ceño, dejando que esa metáfora se asentara antes de replicar. —¿Pero por qué él? No parece alguien que quiera jugar este juego. Ni fácil de manejar. El hermano mayor suspiró, finalmente girándose. Su mirada, por primera vez, mostraba una sombra de cansancio. —Porque si Dojima gana este distrito, no quedará nada por salvar. Y Kiryu-san… tiene la fuerza para detenerlos. No por poder. Por convicción. Ryohei se cruzó de brazos, bajando la mirada. —A veces siento que Kamurocho te importa más que yo. Las palabras hicieron mella. Tetsu dio un paso hacia él, posando una mano firme sobre su hombro. —Todo esto… lo hago por ti. Puede que no lo entiendas ahora. Pero no es por este distrito. Es para que algún día puedas vivir fuera de él. El estudiante tragó saliva, visiblemente conmovido, pero aún reacio. —Solo espero que no te pierdas en el intento. El mayor lo miró con gravedad. —A veces, no se trata de evitar cruzar una línea. Se trata de decidir cómo… y con quién la cruzas. El silencio se instaló unos segundos. El más joven lo observó con mezcla de admiración y miedo. Los detalles no le pasaban desapercibidos: el leve temblor en la prótesis, la fatiga en su mirada. —Tetsu… antes de irme, prométeme algo. Pase lo que pase, no te dejes consumir por esto. Si cruzas esa línea… asegúrate de saber volver. Por nosotros. El otro vaciló. Luego asintió, sin palabras. —Es tarde —dijo finalmente—. Deberías dormir. —No trabajo mañana. Puedo quedarme un rato más —respondió el menor, con una media sonrisa desafiante. El mayor esbozó una leve sonrisa también, aunque la preocupación seguía en su rostro. —Entonces, aprovéchala. Las noches libres son un lujo escaso. Ryohei sintió un escalofrío, pero no respondió. Dio media vuelta hacia su habitación, pero antes de irse, lanzó una última mirada por encima del hombro. —Dejé tus medicamentos en tu velador. Tómalos. Y no inventes excusas. —Buenas noches, Ryohei. —Buenas noches, Tetsu. Cerró la puerta con un leve clic y se dejó caer sobre la cama sin encender la luz. La oscuridad lo abrazó con un silencio espeso, solo quebrado por el murmullo distante de la ciudad. Miró al techo sin buscar nada, como si intentar entender el caos dentro de él fuese suficiente para calmarlo. —¿Una pieza clave…? —murmuró, repitiendo las palabras de su hermano como si pudieran darle alguna certeza. La escena con Kiryu volvía a su mente una y otra vez. Había algo en aquel hombre que no encajaba con el molde de criminal que todos temían. Era como si llevara dentro una historia aún más pesada que la de quienes lo acusaban. Y eso… le inquietaba. Del otro lado de la puerta, Tetsu seguía frente al ventanal, inmóvil. Las luces de Kamurocho proyectaban destellos sobre su rostro como si quisieran arrancarle un secreto. Pero él no parpadeaba. Parecía mirar algo que solo existía en su memoria. El menor soltó un largo suspiro y se giró en la cama, dejando que el cansancio comenzara a ganarle la batalla. Mañana saldría con Kenji, su única noche libre de verdad esa semana. Quizás necesitaba eso: una noche sin estrategias, sin planes ocultos, sin piezas en movimiento. Se cambió con lentitud, como si el peso de cada prenda aumentara con sus pensamientos. Al meterse bajo las sábanas, la habitación —cálida y silenciosa como siempre— se volvió su último refugio ante un mundo que ya no entendía del todo. Cerró los ojos. Aún sin quererlo, pensó en Kiryu, en el temblor casi imperceptible de la prótesis de su hermano, en la forma en que el distrito parecía envolverlo todo como una promesa… o una amenaza. Y mientras el sueño lo vencía, supo que algo había cambiado esa noche. Aunque no pudiera nombrarlo, ya lo sentía bajo la piel. El amanecer se coló entre las cortinas como una promesa silenciosa, bañando la habitación con una luz suave y dorada. Aún enredado entre las sábanas, Ryohei se giró con un gruñido leve, aferrándose a los últimos segundos de sueño. Pero ya era tarde: la ciudad comenzaba a despertar, y con ella, la rutina volvía a exigir su lugar. El timbre sonó con insistencia, rompiendo la calma como una alarma inoportuna. Cerró los ojos con resignación. En la puerta, Kenji Shirakawa esperaba con su clásico chándal azul marino, el cabello recogido en una coleta baja y una sonrisa demasiado amplia para esa hora. En una mano giraba un balón de baloncesto; en la otra, un bolso deportivo repleto hasta el cierre. A su paso, Ji-Yeon le abrió la puerta con un bostezo discreto y un gesto de familiaridad. —Ah, Shirakawa-san —murmuró la joven encargada, ocultando el cansancio tras su formalidad habitual. El visitante se inclinó con una reverencia dramática. —¡Saludos, noble doncella del castillo Tachibana! He venido a rescatar al joven maestro Ryo de su estado de coma inducido por catecolaminas y neurociencia. Ji-Yeon enarcó una ceja, pero sonrió antes de desaparecer hacia la cocina. Desde el pasillo, arrastrando los pies y con el cabello como si hubiera peleado con una tormenta, apareció el menor Tachibana. —¿En serio, Kenji? —gruñó—. ¿Tan temprano? —¿Temprano? ¡Esto es mediodía para los guerreros de la medicina! —proclamó el otro, girando el balón sobre un dedo—. Además, ¿cómo esperas sobrevivir a un examen si no puedes con una mañana conmigo? Ryohei se frotó los ojos, pero una sonrisa terminó asomando. —Vale, vale… ¿qué plan brillante tienes ahora? El visitante levantó un dedo como si revelara el secreto de la vida. —Primero: canchas de baloncesto. Segundo: centro de bateo. Tercero: karaoke. Porque entre neurotransmisores y glándulas adrenales, necesitas algo de dopamina real. —¿Y el material de apoyo que íbamos a comprar para el examen? —¡Eso también! Pero después de que tu sistema simpático despierte un poco. Te conviene, médico en formación. Dicen que el ejercicio mejora la memoria. El joven suspiró, aunque ya se resignaba a seguirle el ritmo. —Está bien… pero si me canso antes del karaoke, será tu culpa. —¿Karaoke? —repitió el otro con picardía—. Ese es solo el precalentamiento. Hoy vamos a Sotembori. —¿Qué? —Ryohei entrecerró los ojos—. ¿Por qué? Kenji adoptó una pose teatral. —Porque Kyomi Mizuno trabaja en el Cabaret Grand. Su amigo parpadeó. —¿Kyomi… nuestra Kyomi? ¿La que casi se duerme en cada clase de química? ¿Ahora trabaja en el Cabaret Grand? El de la coleta alzó ambas cejas con aire solemne. —La misma. Transformada. Elegante. Y con tacones que podrían matar a alguien si se lo propone. Ryohei se llevó la mano a la frente. —¿Y tú crees que nos van a dejar entrar? Ese lugar cuesta más que todo lo que tengo ahorrado… sumando monedas sueltas. —¡Ah! Pero ahí está el truco. En esta vida hay dos tipos de personas: los que ven puertas cerradas… y los que se cuelan por la ventana. —Y yo soy el que termina lavando platos si algo sale mal —murmuró el estudiante, ya sonriendo. —¡Ese es el espíritu! —exclamó su amigo, dándole una palmada en la espalda—. Y si fallamos, siempre puedes hablarles de neurotransmisores hasta que nos echen. O nos den beca. El aspirante a médico se rió por fin, dejando atrás el cansancio. —No sé por qué, pero siempre terminas convenciéndome. —Porque sabes que la vida necesita algo más que libros. Y porque… bueno, soy encantador —Kenji guiñó un ojo. —Sí, claro —bufó el otro—. Vamos, antes de que me arrepienta. Ambos se dirigieron a la salida, listos para sumergirse en un día que prometía risas, desastres y, quizás, un poco de alivio. Minutos después, los dos salieron del apartamento, listos para enfrentar la mañana con actitud de sábado rebelde. Ryohei, con un chándal gris oscuro y un bolso deportivo colgado al hombro, llevaba lo justo: toalla, ropa de cambio y una botella de agua que probablemente olvidaría en algún rincón. A su lado, el compañero giraba el balón de baloncesto con una mano, marcando el ritmo del paso con su entusiasmo habitual, mientras el menor de los Tachibana caminaba a su lado con más calma, aún sacudiéndose los restos del sueño. El aire matinal arrastraba el aroma de pan recién horneado desde una panadería cercana. Las calles de Kamurocho empezaban a agitarse: voces de comerciantes abriendo tiendas, motocicletas zumbando a lo lejos, el ladrido ocasional de un perro… todo vibraba con esa energía caótica pero familiar del barrio. —Entonces, Ryo —empezó Kenji, con una sonrisa que parecía imposible a esas horas—, ¿ya decidiste qué canción vamos a masacrar esta vez en el karaoke? El otro lo miró con el ceño fruncido y el cabello aún medio desordenado. —No sé… “Machine Gun Kiss” o “Judgement”, supongo. Aunque después de la última vez, creo que incluso un gato atrapado en una lavadora suena mejor que nosotros. —¡Hey! —Kenji puso una mano sobre su pecho, fingiendo indignación—. Nada como un buen “Judgement” para destrozar corazones... y tímpanos. Aunque podríamos probar “Baka Mitai”. Así rompemos emocionalmente al público. Lloran de emoción… o de dolor. Ambos rieron, sabiendo que el karaoke era más comedia que música para ellos. Al doblar una esquina, Ryohei se frenó en seco. Un dojo pequeño pero estridente lo sorprendió con carteles que gritaban: “¡Conviértete en un maestro del combate en treinta días!”. Los colores chillones y las poses marciales ridículas no lograban disimular el aire de farsa que los envolvía. —¿Qué pasa, Ryo? —preguntó el amigo, notando cómo su compañero observaba el lugar con inusual atención—. ¿Pensando en convertirte en el nuevo Bruce Lee de Kamurocho? —No sé… quizás algo de ejercicio no me haría mal —respondió el joven, cruzándose de brazos—. Me vendría bien despejar la cabeza. Y nunca está de más saber cómo defenderse por si acaso. Kenji lo miró de reojo y soltó una carcajada. —¿Despejar la cabeza? ¿O practicar cómo romperla? A ver si con eso aprendes sobre huesos más rápido. Igual podrías ir al examen con yeso y decir: “aprendizaje experiencial”. El otro resopló, sin ocultar del todo la sonrisa. —Al menos sabría cómo arreglarme si me rompo algo. Y tú no deberías reírte tanto… ¿quién fue el que se cayó del escenario del karaoke por intentar un solo de guitarra imaginaria? El de la coleta alzó ambas manos, dramático. —¡Fue una expresión artística incomprendida! Aunque admito que ese parlante no debía estar tan cerca del borde… El dojo quedó atrás, pero la semilla ya estaba plantada. Mientras retomaban el camino, Ryohei no podía dejar de pensar en lo útil que sería aprender a defenderse. No por pelear… sino por estar preparado. Por primera vez en mucho tiempo, la idea de moverse por algo que no fuera solo estudio le parecía tentadora. —Quizás lo intente después del examen. Nunca se sabe —murmuró, más para sí que para su amigo. Kenji giró para caminar de espaldas, con su eterna sonrisa traviesa. —Entonces solo queda una cosa clara, joven discípulo… si terminas entrenando ahí, juro que iré a verte con una toalla y un cartel que diga “¡Vamos, Doctor Puño de Acero!”. —Te mato si haces eso —respondió entre risas, dándole un empujón que apenas desvió al otro. —Acepto tu amenaza como motivación. Ahora, vamos a encestar ese balón. Y después… karaoke. Porque si vas a entrar al dojo, necesitas afinar tus gritos de batalla. Ryohei negó con la cabeza mientras sonreía, y ambos siguieron su camino entre el bullicio creciente de la ciudad. Aunque el día apenas comenzaba, ya podía sentir que algo dentro de él empezaba a cambiar, lentamente, pero con dirección. Al llegar a las canchas de baloncesto, el entusiasta no dio tiempo a su compañero ni de acomodarse. Con un pase rápido que rozó su pecho, lo obligó a reaccionar. El aspirante a médico atrapó el balón de milagro, aunque su aterrizaje fue menos que elegante: tropezó hacia atrás y casi cae sentado sobre el pavimento. —¿Qué pasó, Ryo? ¿Te dormiste a mitad de camino? —se burló su amigo, girando el balón sobre un dedo con su sonrisa habitual. Ryohei, todavía recuperando el equilibrio, lo fulminó con la mirada. —Estoy perfectamente bien. Eso fue... parte de mi calentamiento —replicó, empezando a botar el balón con torpeza. —¿Calentamiento? ¿Eso fue calentamiento o estabas haciendo una pose de yoga? —rió el otro. El partido improvisado comenzó. Kenji, ágil y lleno de energía, se movía como pez en el agua. Su contrincante, en cambio, parecía haber olvidado las reglas básicas del deporte. Sus tiros eran erráticos, sus pases imprecisos, y tras unos minutos, ya jadeaba como si llevara horas corriendo. —¡Vamos, Ryo! ¿Dónde quedó ese chico que nos humilló a todos en educación física con sus lanzamientos perfectos en secundaria? ¿Te acuerdas del torneo contra la clase de segundo B? El aludido sonrió entre dientes mientras recuperaba el aliento. —Claro que me acuerdo… también recuerdo que tú metiste el balón en tu propio aro. El de la coleta abrió los ojos exageradamente. —¡Eso fue una estrategia de distracción! ¡Los confundí para que creyeran que éramos inofensivos! Ambos rieron. La nostalgia de los años escolares le daba un aire cálido a la competencia. A pesar de sus bromas, Kenji regulaba su juego, permitiendo que su amigo se sintiera parte de la acción. —Oye, ¿te acuerdas del profe Shinozuka? El que siempre decía que el deporte era más importante que las matemáticas. Nos hacía correr diez vueltas por llegar tarde. —¡Cómo olvidarlo! —respondió Ryohei—. Ese tipo parecía salido de un manga de deportes. Recuerdo que me hizo correr una vez solo porque llevé una toalla de otro color. —¡La legendaria toalla roja! —Kenji estalló en carcajadas—. Juraba que estabas rebelándote contra el sistema. Tras varios tiros fallidos, una pausa fue inevitable. Su compañero parecía no inmutarse por el ejercicio, mientras el estudiante bebía agua como si estuviera cruzando un desierto. Fue entonces cuando notó algo extraño. Un hombre de traje oscuro y camisa blanca caminaba hacia una cabina telefónica cercana. Cargaba una carpeta bajo el brazo y, aunque su andar era relajado, su porte era firme y meticuloso. Cerró la puerta de la cabina tras de sí, levantó el auricular y comenzó a hablar. Ryohei no alcanzaba a oír lo que decía, pero el tamborileo de sus dedos sobre la carpeta y su mirada fugaz hacia él provocaron un escalofrío. El contacto visual fue breve, pero cargado de intención. Una sensación difícil de explicar se instaló en su pecho. —¿Qué miras, Ryo? —preguntó Kenji mientras lanzaba el balón al aire y lo atrapaba con una mano. —Nada —respondió el joven, apartando la mirada—. Pensaba en cómo evitar hacer el ridículo en karaoke. El otro rió a carcajadas. —¡Ah, no te preocupes! Nadie espera que cantes bien… solo que cantes con pasión. El hombre salió de la cabina, se ajustó el traje con precisión y entró a un Poppo cercano. Por un segundo, antes de cruzar la puerta, pareció detenerse. ¿Fue casualidad o intencional? —Ryo, ¿te digo algo? —dijo el de la coleta mientras botaba el balón—. Si el básquet fuera como el karaoke, tal vez tendrías chance. Aunque, pensándolo bien, también desafinas en eso. Ryohei aprovechó la distracción, le arrebató el balón y corrió a la canasta. Saltó, lanzó y… encestó. El silencio duró apenas un instante. —¡Milagro de los dioses del deporte! —gritó Kenji—. ¡Lo hiciste! —¿Ves? Técnica, no suerte —dijo su amigo, jadeando y fingiendo orgullo. Mientras se reían, notó que el hombre del traje estaba sentado en las gradas, observándolo de nuevo. Esta vez, cuando sus miradas se cruzaron, el sujeto se puso de pie y se acercó lentamente. —Buen tiro —dijo con voz grave—. Aunque si fuera béisbol, eso habría sido un home run. Kenji intervino con su estilo habitual. —Pura suerte, créame. Este tipo no encesta dos veces seguidas ni en sueños. El extraño sonrió levemente. Luego sacó un folleto doblado en tres partes del bolsillo interior de su saco y lo tendió al joven. —Podrías considerar esto. Tal vez te sirva más de lo que crees. Ryohei tomó el folleto sin saber muy bien por qué. La portada decía: “Dojo Hanzo – Fortaleza en Cuerpo y Mente”. Cuando alzó la vista, el hombre ya se alejaba, sus pasos firmes perdiéndose entre los edificios. —¿Quién era ese? ¿Tu nuevo reclutador? —bromeó el amigo. —No lo sé… pero no parecía un tipo cualquiera —respondió el otro, aún mirando el folleto. Kenji se encogió de hombros y volvió a lanzar el balón al aire. —Bah, seguro solo vio tu tiro y pensó que eras una estrella oculta. Ahora prepárate, sensei. Te voy a enseñar cómo se hace un triple. A pesar de la risa que siguió, el joven no dejaba de pensar en el hombre y en ese extraño gesto. Algo le decía que ese encuentro había sido más que una simple coincidencia. Tras más de una hora corriendo detrás del balón, tropezando con sus propios pies y siendo víctima del constante bombardeo de bromas, el menor terminó desplomado sobre una banca, con la camiseta pegada a la espalda y la respiración entrecortada. —¿Y decías que necesitabas despejarte? —bufó Kenji, dándole una botella de agua mientras giraba el balón sobre el dedo con la otra mano—. Estás tan despejado que podrías flotar. Ryohei tomó el agua y bebió con avidez, luego miró a su amigo con expresión derrotada. —Nunca más digo que quiero “hacer algo distinto”. Esta fue una emboscada —gruñó, secándose el sudor con la toalla. —¿Emboscada? Por favor —refunfuñó mientras se incorporaba—. Te llevo al karaoke y te quejas de mis gritos. Al centro comercial, del gasto. A jugar básquet… terminas en el suelo como un saco de papas. Esta vez es distinto, lo juro. Es la última idea. Y va en serio. —¿Vas a obligarme a correr una maratón ahora? —ironizó su amigo. —Casi. Pero esta vez, se trata de coordinación… precisión… reflejos. ¡Vamos al centro de bateo! —¿De verdad quieres que me rompa algo hoy? —replicó Ryohei, pero ya se estaba levantando, más resignado que convencido. —¡Eso es espíritu deportivo! —Kenji levantó su puño en el aire—. Además, acuérdate: nada ayuda más a la concentración que golpear cosas con fuerza. Minutos después, ya estaban en camino. Las calles de Kamurocho seguían bullendo con vida, pero el paso de ambos se había vuelto más relajado. El compañero contaba anécdotas de cuando fueron a un viaje escolar a Kyoto y Ryohei quedó atrapado en un baño automatizado porque no entendía cómo funcionaba la puerta deslizante. —¡Estuve como veinte minutos encerrado! —gritó entre risas—. ¡Y tú solo riéndote desde afuera, sin hacer nada para ayudarme! El otro levantó los hombros, fingiendo inocencia. —¡Vamos! ¿Y perderme el mejor show del viaje? Solo me faltó pedirle una cámara a algún turista para inmortalizar ese momento. El menor de los Tachibana fingió lanzarle la botella de agua, pero terminó riendo. Esa ligereza le servía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Fue en esa mezcla de carcajadas y recuerdos donde, casi sin darse cuenta, llegaron al centro de bateo. El ambiente era muy distinto al de las canchas: más cerrado, cargado con el eco seco de los bates chocando contra las pelotas, y el zumbido mecánico de las máquinas lanzadoras que no se detenían nunca. Kenji tomó una ficha del mostrador, la agitó frente a él como si fuera un boleto dorado. —Hora de que el prodigio del básquet demuestre su talento con el bate —bromeó, guiándolo hacia una cabina libre. Ryohei lo fulminó con la mirada, pero tomó el bate y se colocó frente a la máquina. —¿Alguna vez has jugado béisbol? —preguntó, ajustando sus pies. —¿Importa? Vas a hacer historia igual: el primer estudiante de medicina en ser diagnosticado con reflejos lentos en tiempo real. El primer lanzamiento pasó sin que siquiera parpadeara. El segundo rebotó en la malla con un pitido burlón. Kenji se sujetaba la risa con una mano en la boca. —¡Mira que elegancia! ¡Eso es estilo minimalista! No tocas la bola para no romper la simetría —gritó. En el cuarto intento, logró conectar de lleno. La pelota salió disparada y golpeó con fuerza la pared del fondo. Ambos quedaron en silencio por un instante, hasta que Kenji rompió en aplausos teatrales. —¡Home run de milagro! ¡El doctor milagros ataca de nuevo! —Quizá me equivoqué de vocación —bromeó Ryohei, dejando el bate a un lado. —Por si acaso, no renuncies a la medicina aún. Esto pudo ser una alineación cósmica —dijo su amigo, guiñándole un ojo. Mientras salían del centro de bateo, el joven echó una mirada por encima del hombro. Tal vez fue paranoia, o simple intuición, pero no pudo evitar recordar la figura elegante del hombre del traje oscuro. Aunque no lo veía por ningún lado, su recuerdo se mantuvo, silencioso pero presente, como si hubiese dejado una huella en el día que, hasta entonces, había sido solo diversión. Lo que ninguno de los dos notó fue que, junto a las máquinas expendedoras cerca de la salida del recinto, un sujeto observaba la escena con aparente indiferencia. Vestido con un traje impecable, sostenía una lata de café helado que acababa de comprar. Bebía con calma, pero sus ojos seguían a los jóvenes con precisión. Terminó la bebida, aplastó la lata con un gesto seco y la arrojó a un basurero rebosante en la esquina. Sin apuro, caminó en dirección contraria, desapareciendo entre los peatones hasta detenerse frente a una cabina telefónica. Entró, marcó un número de memoria y aguardó en silencio, el auricular sostenido con firmeza entre sus dedos. —Soy Murakado —dijo con voz baja y controlada cuando respondieron al otro lado—. Confirmado. Es el hermano menor de Tetsu Tachibana. Del otro lado, solo hubo un leve murmullo. El hombre cerró los ojos un segundo antes de hablar de nuevo. —¿Crees que Kiryu ya lo conoce? Si es así… hay que moverse con cuidado. Aún no sabemos si ha elegido bando. Un silencio denso se formó antes de que la respuesta llegara, esta vez más clara, con un tono autoritario que delataba su procedencia: la voz de un lugarteniente de la familia Dojima, cargada de rencor. —Sigue observándolos. Y si Kiryu se acerca demasiado, haz lo necesario para mantenerlo a raya. Ese bastardo me hizo perder el meñique frente al patriarca. No lo olvidaré. Y no pienso perdonarlo. Murakado apretó la mandíbula al escuchar aquellas palabras, pero su tono no cambió al responder. —Entendido. Volveré a la oficina con el informe. Por ahora… me quedaré cerca. Colgó sin decir más. Su expresión era imperturbable, pero en su mirada se reflejaba algo más profundo: una calma peligrosa, la de alguien que no daba pasos sin saber exactamente dónde pisaba. Sus ojos recorrieron nuevamente la dirección por donde se habían ido los muchachos, y por un instante pareció debatirse entre avanzar o retirarse. Finalmente, giró sobre sus talones y desapareció en la multitud. Más tarde, ya entrada la noche, el menor de los Tachibana y su amigo llegaron a uno de los bares karaoke escondidos entre las callejuelas de Kamurocho. El letrero neón parpadeaba a medias y el pasillo de entrada olía a cigarrillo barato y perfume de hostess, pero era parte del encanto. No necesitaban lujo, solo una cabina y la excusa para seguir riéndose. La sala privada que les asignaron estaba tenuemente iluminada, con luces de colores girando lentamente en el techo. Una pantalla parpadeaba con una lista interminable de canciones en japonés, inglés mal traducido y alguna balada ochentera de moda. En la mesa baja, los micrófonos descansaban junto al control remoto envuelto en plástico transparente, como si protegerlo del sudor de otros cantantes fuera una medida higiénica suficiente. Kenji fue el primero en tomar el micrófono, con la solemnidad de quien va a dar un discurso. La pista que eligió era ridículamente rápida para su nivel, pero eso no lo detuvo. —¡Este es mi momento de gloria, joven discípulo! —gritó con dramatismo, arrancando con una interpretación estrepitosa de "Judgement", que más parecía una amenaza que una canción. Ryohei, entre carcajadas, se cubría la cara con una almohada del sofá. —¿Cómo logras que cada nota suene como un accidente de tránsito? —bromeó, todavía recuperándose de la risa. —¡Respeta el arte! —replicó su compañero, sin dejar de moverse al ritmo—. Esto es entrega emocional. Pura pasión. Luego le tocó al joven. Dudó un segundo frente al control, hasta que sus dedos eligieron “Baka Mitai”. Apenas empezó a sonar la melodía, algo cambió. Su voz, serena y melancólica, llenó la cabina con una emoción inesperada. Kenji lo observó en silencio, sorprendido. No solo afinaba, sino que cantaba como quien guarda demasiado dentro. Su amigo lo observó por un segundo más de lo necesario, como si buscara algo en el rostro de su amigo que no se atrevía a preguntar. Ryohei, distraído, solo alcanzó a atarse los cordones. A veces, las palabras no hacían falta entre ellos; pero otras veces, el silencio decía demasiado. Al terminar, bajó el micrófono con una sonrisa tímida. —¿Y bien? —preguntó, como si no supiera el efecto que había causado. —¡Te odio! ¡Pero a la vez te quiero! —exclamó el otro, señalándolo con el control—. Me haces quedar como si yo hubiera sido elegido por sorteo para cantar. —Es que compenso tu entusiasmo con un poco de dignidad vocal —bromeó el menor Tachibana, dejándose caer en el sofá. Ambos rieron, con la confianza de años compartidos. El karaoke, más que una competencia, era una tregua emocional. Un lugar donde las palabras difíciles podían esconderse detrás de una canción. Cuando salieron, el cielo de Kamurocho estaba teñido de rojo neón, como si la ciudad no supiera dormir. Kenji estiró los brazos con dramatismo. —Y ahora, joven doctor frustrado… es hora de conquistar Sotenbori. —¿Estás seguro de que no quieres revisar tu dignidad antes de cruzar el puente? —preguntó Ryohei, acomodándose el chándal. —Mi dignidad no entra en la maleta —respondió su amigo, ya caminando—. Pero tú lleva esa voz guardada. Nunca se sabe si Kyomi va a querer escuchar una serenata. Estaba a punto de responder con una broma, pero frunció el ceño al olfatear disimuladamente su camiseta. —... ¿Tú también hueles a karaoke y cancha de básquet? —preguntó, bajando el tono. El otro se detuvo en seco y olfateó su propia ropa antes de abrir los ojos como si hubiera descubierto un crimen. —¡Demonios, sí! —dijo, alejándose teatralmente de sí mismo—. Esto no es sudor, es un crimen contra la higiene personal. —No podemos ir así a Sotenbori, nos van a deportar a Nishinari —rió el estudiante, asintiendo con una risa nasal. Kenji le guiñó un ojo mientras sacaba una pequeña llave del bolsillo. —Relájate, lo tengo todo calculado. Vamos a mi apartamento, nos cambiamos, y de ahí directo al Grand. Toallas limpias, desodorante, colonia… soy un anfitrión cinco estrellas. Ryohei alzó una ceja con picardía. —¿Invitarme a tu apartamento sin una cita formal? Qué atrevido, Shirakawa. —Solo si prometes no cantar “Baka Mitai” mientras te cambias, o me veré obligado a enamorarme —replicó el otro, rodando los ojos y echándose a reír. Ambos rompieron en carcajadas mientras retomaban el camino bajo las luces parpadeantes de Kamurocho. La noche apenas comenzaba, y aunque aún no lo sabían, Sotenbori los esperaba con algo más que luces brillantes y canciones nostálgicas.
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