ID de la obra: 964

Yakuza Zero - El Latido del Tigre

Gen
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Maxi, escritos 368 páginas, 123.958 palabras, 16 capítulos
Descripción:
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Luces y Sombras en el Cabert Grand

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Capítulo 3

“Luces y Sombras en el Cabaret Grand”

El aire nocturno de Kamurocho era espeso, cargado del humo de yakitori callejero y del zumbido eléctrico de los neones. Caminaban entre la gente con el cuerpo todavía agitado por las carcajadas del karaoke, mezclando risas y empujones con la naturalidad de dos amigos que sabían leerse incluso en silencio. —Dime la verdad —soltó Kenji, girando el cuello como si estirara los músculos—. ¿Estás seguro de que esa voz tuya no fue playback? Porque si lo fue… te quedó tan bien que deberías considerar una carrera como idol. —¿Playback? Por favor —replicó Ryohei, quitándose la chaqueta con gesto teatral—. Lo que escuchaste fue pura emoción contenida. Suficiente para enamorar a medio bar… y provocar trauma en la otra mitad. —¡Trauma dice! Yo estoy seguro de que hiciste llorar a la señora que cantaba en la cabina de al lado. Aunque no sé si fue de emoción o porque pensó que estaban degollando un gato. —Bueno, algo removí en su interior. Tal vez algún recuerdo doloroso. O su sentido del oído. Ambos soltaron una carcajada mientras doblaban una esquina. Pasaron junto a un puesto donde un anciano vendía dulces tradicionales, Kenji se detuvo, con la mirada clavada en los daifuku como si evocaran un recuerdo. —¿Quieres uno? Podría ser tu recompensa por no desafinar como yo esperaba —dijo, señalando los dulces. —Gracias, pero prefiero no llegar a tu casa con las manos pegajosas. Aunque pensándolo bien… sería un gran mensaje —respondió su amigo, mirándolo con fingida coquetería—: “Hola, traigo sudor, saliva de karaoke… y anko en los dedos.” El otro se atragantó de la risa y lo empujó por el hombro. —¡No seas cerdo! Ya es raro que vengas de noche… ¡y encima suenas como actor de novela barata! —Entonces que escuche bien. —El joven le guiñó un ojo—. Porque si hay velas encendidas y una canción lenta sonando, me voy a tomar libertades. —¡Ni velas, ni música! ¡Y olvídate de las libertades! —exclamó el anfitrión, aunque su sonrisa lo delataba. —Relájate, solo me aseguraré de que tu champú esté bueno. No quiero salir oliendo a detergente de cocina. —¡Usas lo que haya! Estás en mi casa, no en un spa, diva de los escenarios. Rieron mientras se acercaban a la entrada del edificio, intercambiando bromas con la complicidad habitual. Ryohei pateó una piedrecita. Luego se estiró los hombros con un suspiro casi imperceptible. —Hablando en serio… gracias por hoy, Kenji. Hacía tiempo que no me reía así. El otro lo miró de reojo, con una sonrisa más genuina. —Ya sabes, mis servicios no son baratos. Pero para ti… mitad de precio. Ambos subieron los escalones, aún bromeando, sin notar que desde la penumbra de la esquina opuesta, una silueta seguía sus movimientos con atención quirúrgica. El hombre de antes, Murakado, de pie junto a una máquina expendedora, fingía leer las etiquetas mientras su mirada se clavaba en los dos amigos. Esperó pacientemente a que desaparecieran por la puerta del edificio antes de dar un lento sorbo a su café enlatado. La vigilancia no había terminado. 📍 Al llegar al apartamento de Kenji, el joven Tachibana se detuvo en el umbral con una ceja levantada, examinando el lugar con mirada crítica. —¿Esto es tu apartamento? ¿O entramos por error a un modelo en exhibición? —¿Ves ese rincón lleno de calcetines desparejados? Ese es el alma del lugar —respondió el dueño del hogar, señalando con orgullo el cesto en conflicto con la estética ordenada del resto del cuarto—. A veces, incluso parezco adulto funcional. —¿Caballero de media jornada? —bromeó Ryohei, soltando su bolso—. Esto está tan limpio que solo hay dos opciones: tienes una cita… o querías... El otro se atragantó con una carcajada nerviosa. —¡Ni termines la frase, Ryo! Esto no es nada raro, ¿ok? ¡Solo pensé que vendría bien estar limpios antes de arruinar la noche en Sotembori! El aludido cruzó los brazos con una sonrisa pícara. —Ajá… entonces no me digas que también encendiste incienso y escondiste tus pósters de idols. —¡¿Tú quieres dormir en la calle, acaso?! —exclamó Kenji, aunque su rubor lo traicionaba. —Relájate. Sabes que no eres mi tipo. Pero aprecio el gesto —replicó el aspirante a médico, tomando la toalla que le lanzaban. —Métete al baño antes de que me arrepienta de ser amable —gruñó su amigo, dándole un empujón hacia el pasillo. Ryohei se detuvo en el marco de la puerta del baño, girándose una vez más con una expresión traviesa. —¿Y si nos bañamos juntos, como cuando éramos niños? Piénsalo: agua caliente, buena charla… nostalgia en su máxima expresión. El otro lo miró como si acabara de sugerir un crimen. —¡Ni en tus delirios, Ryo! ¡Tienes dos minutos antes de que cambie de opinión y te eche con ropa y todo! Ryohei estalló en carcajadas mientras cerraba la puerta. El vapor pronto envolvió el baño, y con él, la tensión de un día tan caótico como revelador. Mientras el agua corría por su espalda, no pudo evitar sonreír. La confianza con Kenji era un bálsamo raro en su vida. Una amistad en la que podía hablar sin filtros, reírse de todo, incluso de sí mismo, y dejar atrás por un momento el mundo que lo empujaba a ser siempre algo más. Con su viejo amigo, podía simplemente ser. Y eso, pensó mientras cerraba los ojos bajo el agua caliente, era más valioso que cualquier descanso. Después de asearse por separado, ambos salieron del baño con el rostro fresco y una energía renovada. El vapor de la ducha aún flotaba en el aire, disipándose lentamente como si anunciara el inicio de algo importante. Ryohei se secaba el cabello con una toalla, mientras Kenji, como si ensayara para una obra de teatro, se acercó al armario con un aire ceremonioso. —Prepárate para este despliegue de elegancia —anunció, abriendo las puertas con un gesto teatral. Dos trajes colgaban impecables, perfectamente ordenados como si llevaran esperando todo el día ese momento. El anfitrión tomó el primero —negro, con finas líneas verticales— y lo colocó con cuidado sobre una silla, junto a una camisa blanca de cuello firme y una corbata gris oscuro. —Clásico con personalidad. Perfecto para mí —dijo, con una sonrisa satisfecha. Luego señaló el segundo, con una mirada que combinaba orgullo y complicidad. —Y este… es para ti. El atuendo del menor de los Tachibana era azul marino, de corte moderno pero sobrio. La camisa celeste clara contrastaba con su tono de piel y acentuaba el color de sus ojos. En lugar de corbata, un pañuelo de bolsillo azul intenso aportaba un toque de estilo relajado pero sofisticado. Ryohei levantó una ceja, conteniendo una sonrisa mientras pasaba los dedos por la tela. —¿Un pañuelo? ¿En serio? ¿Desde cuándo soy un protagonista de novela francesa? —Desde que aceptaste salir conmigo a un cabaret —replicó Kenji sin perder el ritmo—. Además, mírate. Este color fue hecho para ti. Yo solo descubrí la verdad antes que tú. —¿Y qué sigue? ¿Perfume importado? ¿Botones de oro? —No te burles. Tengo colonia, pero solo una rociada. La idea es conquistar Osaka, no ahuyentarla —dijo mientras se secaba el cabello. Las bromas continuaron entre risas mientras ambos se vestían. El anfitrión se miraba al espejo como si estuviera por pisar una pasarela, ajustando con esmero la corbata y alisando cada pliegue. Ryohei, por su parte, se tomaba su tiempo con el pañuelo, tratando de hacerlo lucir casual sin que pareciera descuidado. —¿Qué tal? —preguntó Kenji, girando con una pose que bien podría haber salido de una revista de moda. El médico lo miró de arriba abajo con fingida solemnidad. —Si el plan es impresionar al portero del Cabaret Grand, creo que vas armado hasta los dientes. —Obvio. Pero tú… tú vas a robarte las miradas. Con ese traje, hasta el más guapo de Osaka se pondría celoso. —Si soy el centro de atención, será por tener el aguante de pasar toda la noche contigo —replicó su amigo, acomodándose el dobladillo de la chaqueta. Kenji soltó una carcajada y se acercó al espejo, peinando su cabello hacia atrás con una precisión casi obsesiva. —Admítelo, sin mí estarías saliendo en chándal y bufanda de colegio. Yo elevo tu nivel, hermano. —Claro. Y mañana me prestas tu desodorante y me haces la cama también. —Solo si prometes no arruinar la reputación de ambos esta noche. Ambos estallaron en risas. Cuando terminaron de arreglarse, se miraron mutuamente en el espejo. Por un instante, la atmósfera cambió: no solo era una salida, era una noche que marcaría un punto de quiebre, aunque aún no lo sabían. Ryohei le dio una palmada en el hombro a su mejor amigo. —Listos para conquistar Sotembori… o morir en el intento. Kenji sonrió. —Yo prefiero lo primero. Pero si morimos, al menos que sea con estilo. Con eso, salieron del apartamento, la noche esperándolos como un escenario iluminado solo para ellos. El tren se detuvo con un leve suspiro metálico. Apenas se abrieron las puertas, una ráfaga de aire tibio, cargado de aromas y sonidos, los envolvió como una bienvenida personalizada. Sotembori no era solo una ciudad: era un espectáculo. Luces de neón se reflejaban en el río, vibrando al ritmo de la vida nocturna. Puestos callejeros chisporroteaban con yakitori, takoyaki y dulce de poroto rojo. El bullicio era distinto al de Kamurocho: menos agresivo, más teatral. —Definitivamente… Osaka juega en otra liga —murmuró el menor de los Tachibana, deteniéndose por un instante mientras el reflejo de los carteles brillaba sobre sus pupilas. Su amigo, caminando unos pasos adelante, se giró con una sonrisa tan amplia como segura. —Y eso que aún no llegamos al plato fuerte. Vamos, elegante misterioso, que esta noche no se va a escribir sola. Avanzaron entre risas por las calles coloridas de Sotembori, sorteando turistas, estudiantes ruidosos, músicos callejeros y una pareja de salarymen ya medio ebrios. La ciudad parecía latir. Cuando doblaron una esquina, el resplandor dorado del Cabaret Grand se impuso ante ellos como un templo del exceso. La fachada era majestuosa, exagerada, como si el edificio se empeñara en demostrar que allí se vivía algo más que una simple noche. Luces rojas y doradas se combinaban con cristales tallados, y una alfombra carmesí subía por las escaleras como una lengua de fuego. Ryohei se detuvo un segundo. Tragó saliva. —Esto… no se parece en nada a lo que imaginé —admitió, alisando instintivamente su chaqueta. —Bienvenido al infierno con moños de terciopelo —susurró su acompañante, dándole una palmada en el hombro—. Y recuerda, actúa como si vinieras aquí todos los fines de semana. El joven de traje azul bufó, pero no disimuló la sonrisa mientras se acercaban a la entrada. El portero —alto, inexpresivo, impecable— les hizo una leve reverencia. Al cruzar las puertas, la música suave los envolvió como un velo. Candelabros de cristal colgaban sobre mesas circulares iluminadas con velas tenues. Cortinas de terciopelo rojo separaban secciones privadas, y el suelo, pulido hasta brillar, reflejaba los pasos de los camareros como si caminaran sobre agua. El aire olía a perfume caro, alcohol importado… y algo más. Glamour. —Este lugar tiene más brillo que el altar de una boda —murmuró el joven aspirante, observando cada rincón mientras avanzaban detrás de una anfitriona vestida de negro. —Shh. No digas eso muy alto, o nos terminan casando esta noche —respondió Kenji, ajustando su corbata. La anfitriona los condujo con pasos gráciles hasta una mesa junto al escenario. Les dedicó una reverencia precisa. —Esta es una de nuestras mejores mesas. Enseguida una de nuestras chicas los acompañará. ¿Desean algo de beber? —Whisky para mí —dijo el de traje negro, tomando asiento sin perder su sonrisa. Ryohei, más contenido, se sentó en silencio, pero antes de que la anfitriona se alejara, la llamó con una cortesía que bordeaba la elegancia. —Disculpe… ¿sería posible solicitar una anfitriona específica? La mujer se detuvo, sorprendida, pero no perdió la compostura. —Dependerá de quién sea —respondió, en tono amable. —Kyomi —dijo el chico sin titubear. La anfitriona mantuvo una pausa apenas perceptible. Sus ojos parecieron analizarlo por un instante, como si midiera el pasado detrás de ese nombre. —Un momento, por favor. Se alejó con la gracia de una bailarina, dejando un leve eco de perfume a gardenia. Kenji se giró inmediatamente hacia su amigo, inclinándose sobre la mesa como si intentara no perder ninguna sílaba. —¿Y si no nos reconoce? ¿O peor aún, si sí lo hace y nos echa a patadas? —Prefiero que nos eche con una bofetada a que no se acuerde de nosotros —respondió el menor Tachibana, jugueteando con el borde del vaso vacío frente a él—. Pero tengo el presentimiento de que sí lo hará. Ambos se acomodaron en sus asientos, intentando parecer tranquilos mientras la tensión se instalaba entre los candelabros. La banda al fondo comenzaba una nueva melodía, suave, con acordes de piano y saxofón. El murmullo del salón era como una coreografía de voces y risas, y sin embargo, para Ryohei, todo parecía ralentizarse. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido al vértigo. Kenji dio un golpecito con los dedos sobre la mesa. —Ryo, hermano… pase lo que pase esta noche, gracias por venir. El aludido levantó la vista y asintió, sin palabras. Porque lo entendía. No se trataba solo de nostalgia, ni de glamour. Se trataba de cerrar un ciclo… o abrir uno nuevo. De pronto, unos pasos firmes se acercaron desde detrás de la cortina roja. Una figura femenina emergió con elegancia medida. Su vestido aguamarina se movía como un río al andar, capturando la luz del salón con cada curva sutil. El cabello oscuro, recogido en una coleta alta, dejaba caer ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro que aún conservaba la chispa juvenil de los días de secundaria… aunque ahora, con un aura mucho más sofisticada. Sus ojos claros, vivos como siempre, recorrieron la mesa con atención hasta detenerse en los dos jóvenes. Por un segundo, pareció dudar. Y luego sonrió. —No me lo puedo creer… —dijo Kyomi, con un tono entre sorpresa y ternura—. ¿Son ustedes o estoy alucinando por el cansancio? Ryohei se levantó ligeramente y le hizo un gesto cordial. —No estás alucinando. Somos reales… aunque admito que parecemos sacados de un anuncio de colonia cara. Kenji se puso de pie también, sonrojado y nervioso como en sus años de instituto. —Hola, Kyomi… —dijo, rascándose la nuca. Ella dejó escapar una risa suave mientras se acercaba a la mesa, su expresión iluminada por la emoción. —Vaya… cuánto tiempo ha pasado. Están irreconocibles. Bueno, casi —añadió con picardía, dirigiendo una mirada significativa a su ex compañero de curso. —Yo no cambié tanto —replicó Ryohei, volviendo a sentarse—. Él sí. Ahora hasta plancha la ropa. Increíble, ¿no? —¡Ryo! —protestó Kenji, visiblemente avergonzado. La joven anfitriona rió con naturalidad y se acomodó entre ellos, tomando asiento justo al centro de la mesa. Desde allí, cruzó las piernas con elegancia y apoyó suavemente los codos sobre la superficie, girando un poco el cuerpo hacia el escenario sin perder de vista a sus amigos. Su posición la colocaba justo entre ambos, creando un triángulo perfecto de complicidad, como si el tiempo no hubiera pasado desde sus días de escuela. —Siempre igual ustedes dos. Me hacen sentir como si el tiempo no hubiera pasado… aunque, honestamente, ahora parecen adultos de verdad. Me alegra verlos así. —Cuando supo que trabajabas aquí, este loco dijo que teníamos que venir sí o sí —añadió el joven, lanzándole una mirada burlona al que estaba a su lado—. Incluso limpió su apartamento. Eso ya te dice algo. —¡Eso no tiene nada que ver! —se defendió Kenji—. Solo quería… bueno, saber si seguías bien. Eso es todo. Kyomi se cruzó de brazos, fingiendo dudar. —Hmm… no sé si creerte. Pero te lo perdono por el esfuerzo. Aunque les advierto: hoy los pondré a prueba. —¿A prueba? —preguntó Ryohei, curioso. —Quiero ver si son los mismos que me hacían reír en la secundaria… o si ahora solo hablan de medicina y bibliotecas. El aludido alzó su copa vacía. —¿Nos pruebas con una botella? Porque en eso sí hemos mejorado. La anfitriona sonrió y alzó una mano, llamando al camarero con gesto seguro. —Como es tu cumpleaños atrasado, Ryo, la primera botella corre por mi cuenta. Pero solo esta. El resto… bueno, que lo pague el médico o el aspirante a magnate. Kenji abrió la boca con fingida indignación. —¡Oye! ¿Y mi presencia carismática no cuenta como moneda de cambio? —Tal vez para robar corazones, pero no para pagar champán —replicó ella con una carcajada. El camarero sirvió la bebida con precisión. Copas alzadas, burbujas ascendiendo, promesas silenciosas flotando entre el cristal. —Brindemos —dijo Kyomi—. Por el reencuentro, las memorias compartidas… y por ti, Ryo, que sigues siendo un terremoto elegante. —¡Salud! —repitieron los tres, chocando suavemente las copas. El champán, frío y burbujeante, bajó con facilidad. El calor del alcohol se mezcló con la calidez del momento. —Está bueno… —comentó Ryohei, mirando la etiqueta con desconfianza—. ¿Seguro que esto no nos va a arruinar el bolsillo? —Es el más barato del Grand. Solo cuesta cien mil yenes —respondió Kyomi, encogiéndose de hombros. Kenji se atragantó en silencio. Su amigo lo miró con pánico disimulado. —Ah… bueno… qué generosa —balbuceó, soltando una risa nerviosa. Kyomi apoyó un codo sobre la mesa y tomó su copa con un gesto fluido, tan natural como refinado. —Majima-san insiste en que si un cliente entra aquí, tiene que vivir una noche inolvidable. Elegimos cada licor como si fuera una obra de arte. —¿Majima-san? ¿Él está aquí? —preguntó el acompañante de Ryohei. —Es el dueño, claro. Siempre anda cerca, aunque no lo vean. Y si algún cliente se pasa de listo… créanme, no vuelve a intentarlo. Pero conmigo, siempre ha sido generoso. Él sabe que quiero ser actriz, y me ha dado más consejos de los que podría pedir. El menor Tachibana asintió con respeto. —Entonces, estás donde debías estar. —Lo intento —respondió ella, sin vanidad, pero con convicción—. Y ahora ustedes también. Después de todo, los dos solían sentarse conmigo en el descanso para repasar guiones de teatro escolar… y ahora están aquí, bebiendo champán. Kenji se rió. —Bueno, tú eras la estrella. Nosotros solo ayudábamos a cargar las cajas. —Sí… pero ustedes eran mi escenario favorito —dijo la chica, más bajo, con sinceridad. Meseros cruzaban con bandejas de licores carísimos, risas discretas llenaban el aire, y el Grand parecía latir al ritmo de su propia leyenda. En medio de todo ese mundo ajeno, Ryohei se sintió extrañamente en casa. Quizá era la calidez del reencuentro, el ritmo de la música o el modo en que Kyomi reía como si el tiempo no hubiera pasado. Dudó un segundo, con la copa aún en la mano. El calor del champán anterior persistía en su garganta, como si algo dentro de él le susurrara que la noche merecía una segunda ronda. Entonces alzó la mano y pidió otra botella del mismo champán. No todos los días se recuperan recuerdos perdidos en un brindis. El joven de la coleta lo miró con una mezcla de sorpresa y diversión, su sonrisa reflejando orgullo y entusiasmo. —¿Y eso que querías irte temprano? —comentó en tono burlón—. Nunca pensé que te animarías a invitar. El aludido le lanzó una mirada de fingida exasperación, aunque sus labios no pudieron evitar curvarse en una sonrisa. —Cállate… Solo por esta vez usaré el dinero de mi hermano. La verdad, la estoy pasando tan bien que no quiero que la noche termine. Los tres rieron mientras el mesero regresaba con lo solicitado. Ryohei, sirviendo las copas, comentó que debían pedir algo de comida si no querían acabar demasiado ebrios, especialmente Kenji, a quien describió —con toda la naturalidad del mundo— como “un bulto con patas” cuando bebía más de la cuenta. —Pues espero que tengas fuerza hoy, porque no pienso contenerme —respondió el otro con una risa despreocupada, alzando su copa como si ya estuviera celebrando. La atmósfera del Cabaret Grand seguía vibrando en su máximo esplendor. Las hostess se movían como piezas de un engranaje perfectamente aceitado: risas suaves, miradas estratégicas, frases ensayadas. La música en vivo agregaba una elegancia envolvente, mientras los meseros desfilaban con bandejas repletas de licor más fino. Algunos clientes, ya ebrios de poder o alcohol, lanzaban billetes al aire con un entusiasmo que rozaba la vulgaridad. Kyomi, aunque acostumbrada al espectáculo, miraba con cierto recelo. No era su estilo competir por billetes lanzados al azar, y mucho menos hacerlo frente a sus antiguos compañeros. Su presencia la hacía sentirse más observada, más expuesta... pero también más protegida. El aspirante a médico notó su expresión, apenas un matiz sutil en su sonrisa, y también desvió la mirada hacia la pista. La extravagancia de algunos clientes le parecía excesiva, fuera de lugar. Pero su atención fue capturada por algo más inquietante. Un hombre de unos cincuenta años cruzó la entrada del local con paso seguro. Su traje gris estaba perfectamente planchado, su camisa blanca inmaculada, y la corbata mostaza parecía gritar a propósito entre tanto rojo y dorado. Lo acompañaba un joven de mirada despierta y voz educada, probablemente un anfitrión. —Wow… —exclamó el cliente al mirar a su alrededor—. Este lugar es increíble. Ni siquiera en Tokio he visto algo como esto. —Es el club más exclusivo de la región —respondió el acompañante con una sonrisa ensayada—. Un viaje a Sotenbori sin pasar por el Grand es como un takoyaki sin pulpo, ¿me entiende? Ambos subieron por las escaleras al nivel superior. El anfitrión le explicaba detalles sobre el servicio mientras esquivaban la mirada de algunas chicas que buscaban captarlos. —Y dime… ¿este sitio es seguro? —preguntó el hombre, bajando un poco la voz—. No me digas que no has notado ciertas presencias. Ya sabes… los de siempre. —No se preocupe. Aquí, todos saben quién es el verdadero señor de la noche. Mientras respete las reglas, usted está más que seguro —respondió el muchacho con acento de Kansai, sin dejar de sonreír. El menor Tachibana alcanzó a escuchar la mención de la Alianza Omi, y aunque intentó seguir conversando con sus amigos, una parte de él se tensó. Sabía lo justo sobre la rivalidad entre la Omi y el clan Tojo como para que esas palabras le parecieran una advertencia sutil. Mientras tanto, en su mesa, la conversación continuaba entre risas y recuerdos de juventud. —Entonces, le lancé un pase que cualquiera podía atrapar… ¡pero este idiota tropezó solo! —relató Kenji, haciendo gestos dramáticos con las manos—. Fue como ver a un cervatillo recién nacido intentando caminar. —Tal vez no sea bueno en deportes, pero te dejé humillado en karaoke —replicó el otro, bebiendo con calma. —¿En serio? —preguntó Kyomi, entre risas—. ¿Y tú, Ryo, piensas entrar a un dojo? Con ese historial, creo que necesitas primero aprender a no tropezarte con tus propios pies. —¡Oh, vamos! No empecemos todos contra mí —protestó el aludido, aunque su sonrisa lo delataba—. Además, el estilo de combate del karaoke no lo domina cualquiera. Kenji alzó su copa con un gesto burlón. —Brindemos por eso. El primer artista marcial cuya arma es una canción de amor mal entonada. Rieron los tres, ajenos por un momento a las tensiones ocultas entre las luces y los murmullos del cabaret. Pero, sin saberlo, la noche se acercaba a un giro inesperado, y lo que parecía una velada de reencuentros y bromas amistosas, estaba a punto de mezclarse con la peligrosa red que tejía lentamente su entorno. La conversación continuaba animada hasta que, de pronto, la música se interrumpió con un chirrido eléctrico. Un silencio incómodo cayó sobre el cabaret, como si el aire se congelara. Entonces, un grito cortó la atmósfera como una navaja. —¡Hey! ¡Ya basta! —protestó una hostess, luchando por zafarse del abrazo de un cliente ebrio. —¡Otra vez no...! —murmuró Kyomi, frunciendo el ceño—. Es el tercero esta semana. —Me estoy dejando una fortuna aquí, preciosa —balbuceó el sujeto, con la voz pastosa y los ojos vidriosos—. Déjame tocar un poco. Te está gustando, ¿verdad? —¡Por supuesto que no, imbécil! —gritó la chica, forcejeando. Un mesero se acercó con la elegancia contenida que requería la situación. —Señor, este club tiene una política clara: no se permite el contacto físico con las anfitrionas —dijo con firmeza y sin perder la compostura. Pero el hombre no escuchaba. El alcohol lo empujaba a la arrogancia. —¿Política? ¡Pff! ¡Me están vaciando la cartera! —bramó, antes de empujar al empleado con violencia. Este cayó al suelo, desatando un murmullo de alarma generalizado. El ambiente se tensó al instante. Algunas anfitrionas se alejaron discretamente, los clientes se giraron hacia la escena con expresiones de incomodidad, y la música seguía ausente, como si el mismo cabaret contuviera el aliento. Kenji bajó su copa lentamente, su expresión cambiando. —Esto se va a descontrolar… —¿Ahora te preocupa? —respondió su amiga, sin alterarse—. Te dije que aquí el jefe se encarga personalmente de los problemas. —¿Crees que aparezca? —preguntó el de traje azul, tensando la mandíbula. Kyomi sonrió con calma y asintió hacia el nivel superior. —No lo creo… estoy segura. Ya viene. Desde lo alto de las escaleras, una figura emergió entre sombras doradas y luz roja. No caminaba, descendía como un demonio elegante al compás del silencio, mientras todos los ojos se giraban hacia él. El aire cambió. Como si las luces hubieran bajado solas, o el tiempo se hubiera detenido solo para verlo. Goro Majima bajaba los escalones con paso firme y cadencioso. Vestía un traje negro de satén que absorbía la luz, una camisa blanca inmaculada y un corbatín a juego. Su parche en el ojo izquierdo brillaba tenuemente bajo la luz del candelabro, y su cabello peinado hacia atrás le daba un aire de precisión letal. Sus zapatos resonaban sobre los escalones como golpes de tambor: elegantes, pero con la amenaza de la guerra latente. Una host murmuró: —El jefe… Y todos lo supieron. Majima había llegado. Los clientes se apartaron sin necesidad de palabras. El cabaret entero parecía inclinarse ante su presencia, como si el mismísimo Sotenbori contuviera el aliento. El hombre ebrio, aún con la mano sobre la hostess, apenas alcanzó a girar la cabeza cuando el recién llegado se detuvo a unos pasos de distancia. —¡Ahí está…! —murmuró la joven, con una mezcla de orgullo y respeto—. Goro Majima. Nuestro jefe. Ryohei no podía apartar la vista. Aquella figura tenía algo más allá del poder físico; era magnética, peligrosa y fascinante. —Ese tipo… —dijo en voz baja—. Tiene presencia de verdad. Kenji asintió, boquiabierto. —Nunca había visto a nadie como él… —¿Tú crees? —preguntó Kyomi con una sonrisa ladeada, como si hubiera estado esperando esa reacción. El joven de traje azul tragó saliva, su pulso acelerado por la intensidad del momento. —Sí… se nota. Él no necesita alzar la voz para hacerse respetar. El jefe del Grand, aún sin hablar, observó al cliente con una sonrisa torcida, esa sonrisa que mezclaba locura y elegancia, como un filo de navaja envuelto en terciopelo. El caos estaba por estallar, pero de forma tan impecable… que sería inolvidable. La tensión era tan densa que parecía cortar el aire. La confrontación entre el hombre ebrio y el mesero había trastocado la armonía del cabaret, y ahora todo el lugar guardaba silencio, conteniendo el aliento. El cliente, todavía rojo por la ira y el alcohol, tambaleaba mientras lanzaba miradas desafiantes, primero al camarero... y luego a la figura que se interponía ahora entre él y su presa. —¿Qué demonios...? ¿Un guardia o algo así? —balbuceó, confundido por la presencia del jefe. El anfitrión no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo, con una calma tan absoluta que rozaba lo aterrador. Su expresión era la de alguien que conoce perfectamente las consecuencias de cada palabra, cada gesto. —Un error común —dijo al fin, con voz suave, casi como si hablara de una lección repetida demasiadas veces. —¿Ah, sí? ¿Y tú quién demonios eres? —insistió el sujeto, más incómodo que desafiante. —Oh, mis disculpas... —el hombre hizo una pausa deliberada, casi teatral—. Soy el director de este cabaret. Goro Majima. El cliente entrecerró los ojos con desdén. —¿Así que tú eres el director? —preguntó con sorna, evaluándolo con una mezcla de burla e incredulidad—. ¿Este lugar es tan desesperado que tiene a un yakuza a cargo? El anfitrión inclinó la cabeza apenas unos grados, manteniendo una sonrisa educada, casi paternal. —Lamento que mi apariencia le dé esa impresión, señor. No soy más que un civil dedicado a brindar el mejor servicio posible. Su tono era tranquilo, respetuoso. Pero había una tensión subyacente en cada sílaba. Como si las palabras se apoyaran sobre una navaja. —Ahora bien… —continuó, sus ojos tornándose más fríos—. Le pido que evite cualquier comportamiento que incomode a nuestras chicas o al resto de los clientes. —¿Y si no lo hago? —espetó el hombre, dando un paso al frente—. ¿Qué vas a hacer, director? Desde su mesa, el trío observaba en un silencio tenso. El cabaret entero parecía suspendido, las miradas clavadas en Majima. Incluso la banda había dejado de tocar. —¿O esa estúpida cara tuya forma parte del espectáculo? —bramó el hombre, elevando la voz hasta romper el aire. Majima no parpadeó. No se inmutó. —El cliente… siempre tiene la razón—dijo por fin, con un tono que no era servil, sino desafiante en su propio lenguaje. Una risa amarga brotó del provocador. Miró alrededor, tomó una botella medio llena de una mesa cercana y la alzó con una sonrisa torcida. —Entonces toma esto, “Señor” del Cabaret” … —Y sin más, vertió el licor sobre la cabeza del anfitrión. El líquido cayó en una cascada, empapando su cabello, su rostro, su impecable traje negro. Goteó por su cuello, chorreó por sus mangas, manchó sus zapatos. Pero el jefe… no se movió. No se sacudió. No dijo una palabra. Su figura permanecía inmóvil, el rostro completamente sereno, como si la provocación no existiera. Pero sus ojos. Sus ojos hablaban. Desde la mesa, Kenji se incorporó medio segundo, tenso. —¿Es en serio...? ¡Ese imbécil le echó encima una botella entera! —gruñó, apretando los dientes. —Tranquilo —dijo su amigo, su voz baja, afilada—. No lo provoques más. Esta ya no es nuestra pelea. —No es solo contra Majima-san —añadió la anfitriona, con una frialdad contenida—. Este hombre no vino a beber. Vino a medir hasta dónde puede estirar la cuerda… y a quién arrastra consigo cuando se rompa. El de coleta frunció el ceño. —¿Qué quieres decir? —Míralos —susurró Kyomi, señalando con la mirada a los demás clientes. Algunos reían nerviosos. Otros cuchicheaban, tensos. Algunos miraban con morbo, esperando el escándalo. —Este hombre está tentando los límites. Sabe que si Majima reacciona mal, todos pierden… y él gana. —Está jugando con fuego —murmuró Ryohei—. Y lo peor es que sabe exactamente dónde prender la chispa. Su acompañante se recostó en su asiento y cruzó los brazos, conteniendo un comentario. —Ese tipo no quiere pelea… Quiere espectáculo. El silencio volvió a reinar. Majima se llevó una mano al rostro, quitándose lentamente las gotas de licor que descendían por su barbilla. Luego se acomodó el traje con precisión, como si solo se hubiera ensuciado con lluvia. Y entonces, el anfitrión dio un paso al frente. El agresor, aún con la botella en la mano, retrocedió instintivamente, como si algo en el aire —algo invisible pero innegable— hubiera cambiado. Pero pronto recuperó su arrogancia, esbozando una sonrisa torcida mientras contemplaba su “obra”. El jefe del cabaret estaba completamente empapado. El licor resbalaba por su rostro, goteaba desde su mentón y empapaba su traje con lentitud ceremonial. Y sin embargo… seguía erguido. Inmóvil. Como una figura esculpida en mármol. El ambiente se volvió opresivo. Incluso los murmullos habían desaparecido. —¿Y bien? —espetó el otro, alzando la voz—. ¿Te gusta la benevolencia de tu señor? Majima ladeó apenas la cabeza. Su sonrisa era leve. Su mirada, más afilada que un bisturí. —Es muy amable de su parte, señor —respondió finalmente, con voz suave, casi agradecida—. Siempre dije que esta marca era fantástica… y, mire usted, soñar con bañarme en ella parecía exagerado. Se limpió el rostro con el dorso de la mano, sin perder el tono socarrón. —Gracias por cumplir uno de mis más absurdos deseos. De veras. Estoy emocionado. Desde la mesa, Kenji soltó una risita nerviosa. —¿“Bañarse en licor”? Este tipo está loco… —murmuró, boquiabierto—. Pero elegante. Muy jodidamente elegante. —No está loco —susurró Kyomi, sin apartar la vista—. Está en control. Como siempre. El menor Tachibana asintió apenas, apoyando el brazo en la mesa. —Pero el otro no lo está. Mira sus manos. El cliente apretaba la botella como si fuera una extensión de su rabia. El comentario burlón, la pasividad, la ausencia total de miedo… todo eso le estaba carcomiendo el ego. —¿¡Te crees muy gracioso, verdad!? —gritó, temblando de furia—. ¡Tienes agallas! Y en ese mismo instante, alzó la botella y cargó contra Majima. —¡Eh! ¡Oye! —saltó Kenji en su asiento, sobresaltado. Pero el anfitrión ya se movía. Sin apuro, sin aspavientos. Dio un paso lateral, con la ligereza de una hoja flotando en el viento. El golpe pasó de largo, rasgando el aire donde su cabeza había estado segundos antes. El cabaret contuvo la respiración. El agresor, frustrado, lanzó un segundo ataque. Luego otro. Y otro más. Cada vez más torpe. Más rabioso. Como un toro ciego en un salón de espejos. El jefe del Grand danzaba a su alrededor. Apenas inclinando el cuerpo. Un giro aquí, una media vuelta allá. Todo con la calma de alguien que había coreografiado esto hace días. El otro aspirante silbó con admiración. —¿Practica esto en su tiempo libre o qué? —No necesita practicarlo —dijo Kyomi, con una media sonrisa—. Este es su ritmo natural. —Está bailando con un idiota —comentó el menor Tachibana, cruzando los brazos—. Y lo está haciendo parecer arte. El cliente, jadeando, dio un último intento: un golpe frontal, desesperado. Majima lo esquivó con un giro elegante, y al pasar por detrás del agresor, extendió una mano con precisión quirúrgica. Le presionó un punto exacto en la espalda baja. No fue violento. Fue humillante. El hombre cayó de rodillas. Su respiración agitada. La botella rodó por el suelo. Y el silencio volvió a llenar el lugar. El anfitrión alisó su chaqueta con firmeza. Se acercó al micrófono del escenario, lo tomó entre los dedos como si arrancara una flor… y habló con una sonrisa afilada. —Señores clientes… el Cabaret Grand agradece su visita. Pero recordamos que nuestras damas no están en el menú. Si desean pagar por espectáculo, yo me encargo. La sala estalló en aplausos. Algunos de tensión liberada. Otros de puro espectáculo. Ryohei se apoyó en el respaldo, exhalando despacio. —Ahora entiendo por qué le llaman "El Señor de la Noche". —Y eso fue sin ensuciarse las manos —añadió su amigo, aún con los ojos abiertos. Kyomi alzó su copa, con una sonrisa orgullosa. —Goro Majima. Nadie más podría manejar un cabaret así. El de traje azul no apartaba los ojos del anfitrión. Aunque su rostro reflejaba tranquilidad, un leve suspiro escapó de sus labios. Confiaba en él, pero no dejaba de preguntarse hasta dónde llegaría esta escena antes de que el director del Grand decidiera actuar. Majima dio un paso al frente, sacudiendo el silencio como si fuera polvo en el aire. —Mi buen señor… —empezó con su tono habitual, cortés y afilado—. ¿Debo repetirle mi petición anterior o ya ha tenido suficiente diversión por esta noche? El hombre, aún tambaleante por el alcohol, lo miró con desdén. —¿¡Entonces qué es lo que harás, eh?! —espetó, frustrado por no poder quebrar la compostura del anfitrión—. ¡¿O crees que solo porque tienes esa cara de matón todos van a obedecerte!? El anfitrión ladeó ligeramente la cabeza, y su sonrisa se amplió apenas, como si aquello fuera justo lo que esperaba. —Si eso es lo que desea… —dijo con una calma casi musical, antes de girarse hacia la banda del escenario y levantar una mano—. ¡Denle con buen ritmo! El acento de Kansai resonó en todo el cabaret justo antes de que la música estallara. Las trompetas, las percusiones, el piano: una melodía animada, casi festiva, se apoderó del lugar. El contraste era tan absurdo como desconcertante. —¿Qué demonios está pasando ahora? —murmuró Ryohei, acercándose a su amigo. —No tengo idea —respondió este, con una sonrisa incrédula—, pero juro que esto va a ser memorable. Majima seguía inmóvil, la música elevando la tensión mientras su voz retomaba el centro del escenario. —Mi señor —repitió, como si estuviera presentando una ópera—, si tanto insiste en que me pase de los límites… Una pausa. La música marcó un cambio de compás. —Yo, Majima… seré su compañero de baile. Kenji silbó entre dientes. —Esto es glorioso. Solo falta que saquen un foco desde el techo y lo iluminen como en un musical. Kyomi soltó una risita, sin poder evitarlo. —Lo más ridículo que he visto… pero también lo más brillante. El menor Tachibana tamborileó los dedos sobre la mesa, sin dejar de observar. —Esto puede terminar muy mal —murmuró. La banda subió el ritmo, envolviendo el salón en una cadencia que parecía dictar el destino mismo. Majima dio un par de pasos más. La tensión alcanzó su punto más alto… y entonces, se detuvo. —Sin embargo —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un susurro con filo—, no levantaré mis manos. Ni usaré la fuerza contra usted. Su mirada se clavó como una daga en el hombre, que, por primera vez, retrocedió un paso. El anfitrión sonrió, con esa mezcla de cortesía e ironía que solo él sabía usar. —Después de todo… el cliente siempre tiene la razón ¿no? Las palabras resonaron con una calma tan afilada que cortó el aire del cabaret. La música continuaba, como si acompañara de forma irónica el duelo de voluntades. Todos los presentes contenían el aliento. El ambiente entero era una cuerda tensa a punto de romperse. El provocador temblaba de furia, incapaz de soportar la humillación. —¡¿Aún con esa mierda?! —gritó, su rostro encendido—. ¡Maldito listillo! Pero Majima no se inmutó. La misma sonrisa tranquila permanecía en su rostro, casi desafiante. Su serenidad, lejos de apaciguar, alimentaba el fuego del hombre. —Muy bien… ¡es hora del espectáculo! —declaró, justo cuando la música subió de ritmo. El agresor se lanzó con torpeza, la botella en alto. Majima se deslizó a un lado con la gracia de un bailarín, esquivando cada golpe como si supiera de antemano dónde caería. —Esto es increíble… —murmuró Kenji desde su asiento—. Parece que está bailando con él. —No solo eso —añadió su amigo—. Lo está ridiculizando sin siquiera tocarlo. Con un gesto preciso, el anfitrión atrapó el brazo del agresor y lo giró, haciendo que soltara la botella. Esta cayó al suelo con un seco “clac”. Majima retrocedió un paso, intacto, su postura impecable. —Eso fue tan limpio que parece que lo ensayó —comentó Kenji, riendo por lo bajo. Kyomi cruzó los brazos, relajada. —Eso es Majima-san… siempre elegante incluso cuando te destruye. El aspirante a médico seguía absorto. —Está claro que no va a dejar que ese tipo se salga con la suya… El otro jadeaba, vencido por su propio cansancio. Pero el orgullo herido no lo dejaba ceder. Vio la botella caída, se agachó, y sus ojos se clavaron en un picahielo sobre la mesa más cercana. Una chispa peligrosa cruzó su mirada. —Esto está yendo demasiado lejos… —murmuró Ryohei. —¿Va a usar eso? —soltó Kenji, alarmado. La anfitriona no despegaba los ojos del hombre, aunque su voz se mantuvo serena. —Majima-san lo tiene medido… Pero sí, esto ya pasó el punto de no retorno. La chica que había sido acosada retrocedió, horrorizada, mientras el atacante tomaba el picahielo. —¡Cuidado! —gritó un mesero, al darse cuenta. El agresor levantó el arma improvisada y cargó. —¡Déjenme en paz! —vociferó, con una voz que mezclaba desesperación y rabia. Pero Majima ni se movió. Esperó… y en el instante justo, giró sobre sí mismo. Un simple desvío, una torsión mínima, y el hombre fue proyectado al suelo. El picahielo voló de sus manos. El silencio cayó como una losa. El anfitrión recogió el objeto con calma. —Por su propia seguridad, me quedaré con esto —dijo, sin elevar la voz. Ni una gota de esfuerzo en su gesto, solo control absoluto. Aplausos estallaron. Clientes, hostess, meseros… todos rompieron el silencio con una ovación que sacudió las paredes del Grand. Majima se inclinó apenas, elegante como un actor al final de su obra. —Se los dije… —murmuró Kyomi, orgullosa. —Sí, sí, claro… como si no estuvieras nerviosa —bromeó Kenji, hasta que el codo de la joven se hundió en su costado. —¡Ay! ¡Era una broma! El otro joven seguía en silencio, su mirada fija en Majima. No solo admiraba la escena: la analizaba. Algo en su interior había cambiado. "¿Cómo puede alguien tener tanto control? ¿Ser tan certero, tan frío sin ser cruel?" Al ver el semblante de su compañero, frunció ligeramente el ceño. —¿Ryo? ¿Estás bien? El menor Tachibana parpadeó, como si regresara de un viaje. —Sí… solo estaba pensando. Kyomi sonrió con picardía. —Déjalo, Kenji. Seguro está soñando con ser tan cool como Majima-san. —¡Cállate! —replicó el aludido, poniéndose rojo mientras desviaba la mirada, provocando las risas de sus amigos. En el centro del cabaret, Majima se giró hacia el público y alzó una mano. El gesto fue suficiente para silenciar los aplausos. —Su atención, por favor… —dijo con su voz grave y firme. En un instante, el bullicio desapareció. —Como acaban de presenciar, este caballero ha violado varias normas de nuestro establecimiento, incomodando tanto a nuestros clientes como a nuestro personal. Una pausa tensa. Los presentes lo observaban en silencio. El hombre, sujetado por dos meseros, bajó la cabeza, humillado. —Sería razonable entregarlo a las autoridades —continuó el director del Grand, con una calma quirúrgica—. Resolveríamos el problema de inmediato, ¿no creen? Un murmullo se extendió por el salón. —Pero… —añadió, levantando un dedo—. En lugar de recurrir a medidas drásticas, les propongo algo diferente. El agresor levantó la vista, desconcertado. —¿Qué… qué quieres decir? —balbuceó, aún jadeante. Majima lo miró directo a los ojos, sonriendo con una cortesía tan afilada como un bisturí. —Como jefe de ventas de la Industria Farmacéutica de Sotenbori, imagino que comprende la importancia de una buena imagen pública, ¿no? Mientras hablaba, Majima deslizó entre los dedos una tarjeta de presentación reluciente, mostrándola con una sonrisa ladeada. El nombre del hombre y su cargo estaban impresos con tinta dorada, perfectamente visibles. El sujeto palideció al instante. —¿Cuándo me sacaste eso...? —balbuceó, llevándose instintivamente la mano al bolsillo del abrigo. —Digamos que tengo buen ojo… —replicó el anfitrión, sin perder el tono amable—. Le pediré un pequeño favor, como gesto de buena voluntad para reparar el daño. —¿Favor? —Nada tan violento como su actitud de hoy. Simplemente… invite esta ronda. Mejor aún: la noche completa. Bebidas, cuentas, todo a su cargo. Un zumbido de asombro recorrió el local. Las hostess se miraron entre sí; los clientes sonrieron, expectantes. El sujeto tragó saliva. —¿Eso bastará para compensar lo que hice? —No hay mejor disculpa que una que todos puedan brindar —dijo Majima—. Y quién sabe… quizás logre convertir esta noche en un recuerdo agradable para todos. El implicado suspiró, derrotado. —Está bien… ¡que sea como dices! Invito todo lo de esta noche. El anfitrión asintió, inclinándose apenas con respeto. —Se lo agradezco, señor. Y entonces, se volvió hacia el público. —¡Ya lo escucharon, damas y caballeros! Esta noche, ¡las bebidas corren por cuenta de nuestro distinguido invitado! La reacción fue inmediata: vítores, aplausos, silbidos. El Grand estalló en una euforia celebratoria. Las luces parecieron brillar más intensamente, como si el cabaret mismo agradeciera el giro inesperado. —¡Esto es un golpe maestro! —exclamó Kenji, riendo mientras levantaba su copa. —Majima-san siempre tiene un plan —añadió Kyomi, con una sonrisa brillante. Ryohei, en cambio, no reía. Observaba la escena como si estuviera viendo algo más profundo que una victoria. Como si hubiera presenciado una clase maestra. Su copa permanecía a medio alzar. "¿Cómo puede alguien convertir un desastre en algo admirable… sin violencia, sin arrogancia?" —Si pudiera tener una fracción de su aplomo… —susurró, apenas audible. Su mejor amigo lo oyó y le dio una palmada en la espalda. —Tranquilo, amigo. Quizás algún día. Pero hoy, mereces brindar como si ya lo tuvieras. El joven finalmente sonrió. Alzó su copa y la hizo chocar suavemente con las de sus amigos. El Grand volvió a ser un torbellino de luces, risas y brindis. Pero en la mente del futuro médico, algo había despertado. Una semilla. Un deseo. Y mientras el espectáculo continuaba, él no pudo evitar pensar que la verdadera noche… apenas comenzaba.
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