Capítulo 9
“Entre Hermanos y Enemigos”
El aire frío de la mañana golpeaba suavemente el rostro de Ryohei mientras se detenía frente al dojo. El bolso al hombro parecía pesar más de lo que contenía, cargado no solo de suministros, sino también de las preocupaciones que lo habían acompañado hasta allí. Sus ojos se fijaron en el letrero que marcaba la entrada, una mezcla de nerviosismo y determinación brillando en la mirada. Había superado las tensiones acumuladas de los días anteriores para llegar hasta este punto, pero ahora, al borde de cruzar el umbral, una nueva duda lo asaltaba: ¿Qué apellido usar? Hiratori, el nombre que lo había protegido durante meses, permitiéndole moverse en las calles sin llamar la atención. O Tachibana, su verdadero apellido, uno cargado de historia, peso y notoriedad. Un apellido que podía abrir puertas… pero también levantar sospechas. Sus dedos tamborilearon con inquietud sobre la correa del bolso mientras desviaba la vista hacia el cartel colgado sobre la entrada. Los recuerdos de la noche anterior, marcando números desde una cabina telefónica, regresaron como un eco. Cada intento por localizar a Kenji había terminado en silencio. El “Código de Siempre” no se activaba en su beeper, y esa ausencia de respuesta lo inquietaba más que cualquier palabra. Soltó el aire con fuerza, tratando de estabilizar el torbellino que lo habitaba. Observó nuevamente la entrada. Ese dojo no era solo un espacio de entrenamiento físico, sino también una oportunidad para recuperar el control. Si iba a enfrentar lo que se avecinaba, primero debía fortalecerse. —Primero el entrenamiento, luego todo lo demás —murmuró, como si con repetirlo lograra ordenar sus pensamientos. Ajustó la correa al hombro y avanzó. El sonido del tatami bajo sus pies y el tenue aroma del incienso lo envolvieron con una silenciosa bienvenida. Sin embargo, algo al interior de la sala captó su atención de inmediato. En el centro, erguido con una postura serena, se encontraba el hombre que había visto la noche anterior cerca del dojo, cuando evitaba a los hombres de Dojima. Su presencia destacaba al instante: irradiaba autoridad con naturalidad, y una sonrisa apenas perceptible jugaba en sus labios, otorgándole un aire enigmático. “¿Será uno de los instructores?” pensó el recién llegado, intrigado. Aquella figura imponía sin necesidad de levantar la voz. El ambiente del dojo, con el sutil incienso flotando en el aire y el crujido apagado del tatami, contrastaba con la leve tensión que lo acompañaba desde que despertó. Dio unos pasos más y, desde una puerta lateral, emergió un hombre mayor de complexión robusta. Su rostro, amable pero severo, hablaba de experiencia. Llevaba un dogi impecable con un cinturón negro ceñido con firmeza. —Bienvenido. Soy Hanzo, el dueño de este dojo —anunció el director, inclinando levemente la cabeza con respeto—. Veo que has decidido dar el paso. Siempre es un buen día para empezar algo nuevo. El muchacho respondió a la reverencia, sintiendo cómo su determinación se afianzaba en la calma que transmitía aquel veterano. Hanzo hizo un gesto con la mano, señalando al hombre que lo había estado observando desde el centro del tatami. —Él es Itsuki Murakado, uno de nuestros maestros más respetados… y mi mano derecha. El instructor se aproximó con pasos firmes. Su mirada, fija y analítica, se posó en el recién llegado. —Un gusto verte por aquí —dijo con una sonrisa neutral que, lejos de tranquilizar, dejaba una inquietud flotando en el ambiente. El dueño del dojo extendió un formulario hacia el visitante, indicando con la mirada una pequeña mesa cercana. —Necesitamos que rellenes esto antes de comenzar —indicó con tono tranquilo, pero sin perder firmeza. Ryohei tomó el papel. Dudó un instante. Luego, con una decisión que pesaba más de lo que dejaba entrever, escribió “Hiratori” como apellido. Aunque la idea de usar su verdadero nombre había cruzado su mente, mantener un perfil bajo seguía siendo lo más prudente. Entregó el formulario. El director lo leyó detenidamente antes de asentir con una leve sonrisa. —Perfecto. Ahora te llevaremos a los vestidores. Allí encontrarás todo lo que necesitas para comenzar. Fue Murakado quien lo guió hacia una puerta lateral. Una vez dentro, señaló una taquilla con un dogi azul doblado con meticulosa precisión. Encima descansaba un cinturón blanco. —Este será tu uniforme de entrenamiento —explicó con voz baja, aunque atenta—. Hoy haremos una evaluación para conocer tu nivel y así ajustar tu programa. Prepárate. Ryohei asintió en silencio. Tomó el uniforme con ambas manos, sintiendo el peso simbólico de esa tela. Ajustó por última vez el bolso al hombro antes de guardarlo en la taquilla. Respiró hondo. Estaba listo. En otra parte de la ciudad, el rugido distante de motocicletas y el bullicio constante de Kamurocho envolvían a Kazuma Kiryu mientras caminaba. Sin embargo, su mente estaba lejos de la vorágine que lo rodeaba. Cada paso lo hundía más en un recuerdo que no podía desechar. El rostro de Tetsu Tachibana apareció en su mente, tan claro como aquella noche en que sellaron su alianza. La puerta del salón se cerraba tras Oda y Ryohei, dejando al magnate y al ex yakuza a solas, cara a cara, bajo el peso de las palabras que aún no podían decirse en voz alta. La atmósfera era opresiva. Cada silencio parecía una sentencia suspendida. Tetsu respiró hondo antes de hablar. —Kiryu-san… Su voz era firme, pero teñida de una urgencia contenida. —Nuestra alianza está sellada, pero hay algo más que necesito pedirte. Algo que, si aceptas, me dará la tranquilidad necesaria para enfrentar lo que viene. Kiryu asintió con un leve gesto. Su mirada, atenta y serena, se posó sobre el líder de Tachibana Real Estate. —Dilo. El magnatge dio un paso al frente. Su tono, bajo pero contundente, se aseguró de que cada palabra quedara grabada. —Quiero que cuides de mi hermano. Hizo una pausa. Bajó la vista solo por un segundo antes de volver a encontrar los ojos de Kiryu. —Ryohei no sabe nada de peleas. Pero su mente… es su mayor arma. Nunca quise que se viera envuelto en todo esto, pero el destino lo arrastró sin preguntar. Kiryu permaneció en silencio, aunque sus ojos reflejaban una comprensión que solo alguien como él podía ofrecer. —¿Por qué me estás diciendo esto ahora? —preguntó finalmente, con tono grave. Tetsu tardó en responder. Sus labios se entreabrieron, pero la frase que vino no era la que Kiryu esperaba. —Porque hay algo que él aún no sabe… y tú sí debes saberlo. El hombre sostuvo la mirada un segundo más, con una intensidad que no requería más explicaciones. El recuerdo se quebró de golpe cuando Kiryu se detuvo frente a un café modesto. La conversación seguía resonando en su interior. Especialmente ahora, tras lo que había charlado con el aspirante a médico la noche anterior. Entre bromas y comentarios, el joven dejaba entrever cosas que quizás no eran casuales. ¿Habrá atado los cabos? se preguntó. Las palabras de Ryohei parecían tener un trasfondo más profundo del que quería admitir. El vínculo entre ambos había crecido rápido, demasiado quizás. Y eso lo inquietaba tanto como lo reconfortaba. Si su compañero descubría la verdad demasiado pronto, las cosas podrían torcerse antes de que Kiryu pudiera protegerlo. Suspiró con fuerza, acomodándose la chaqueta. La promesa hecha a Tetsu no era solo un asunto de lealtad. Ahora también era una cuestión de confianza personal con alguien que, poco a poco, se había ganado un lugar junto a él. Con el temple renovado, cruzó la puerta del café. Si quería protegerlo, debía adelantarse a todo lo que pudiera amenazarlo. Incluso a las verdades que aún dormían en su memoria. En el dojo, Ryohei ajustó el cinturón blanco de su dogi. La tela rígida rozaba su abdomen, recordándole su condición de principiante. Frente a él, el tatami se extendía como un terreno nuevo, incierto. A unos metros, el director del dojo y su mano derecha lo observaban con atención. —Quiero ver cómo te desenvuelves —indicó Hanzo, cruzando los brazos—. Esto no es solo para medir tu fuerza, sino para entender cómo enfrentas una situación de combate. El muchacho asintió. Sus manos estaban tensas. Murakado, siempre con esa sonrisa ambigua, dio un paso al frente. —Relájate. No esperamos que seas un experto, pero sí que uses la cabeza —comentó, con tono que era tanto consejo como desafío. El veterano señaló a un joven fornido que hacía estiramientos a unos metros del tatami. —Kato, tú serás su oponente. No lo tomes demasiado en serio, pero lo suficiente para probar sus reflejos —indicó el maestro, señalando con la barbilla al joven robusto. —¿Este novato? —masculló el aludido con desdén, esbozando una sonrisa burlona—. Ni siquiera parece saber cómo pararse correctamente en un tatami. Ryohei no respondió. Inspiró hondo y ajustó su postura con concentración. Conocía la teoría, pero jamás había puesto su cuerpo a prueba en un combate real. Este sería su bautismo de fuego. —Cuando estés listo —ordenó Hanzo, cruzando los brazos. El primer ataque fue directo: Kato lanzó un puño al pecho del principiante. Este logró esquivarlo torpemente hacia un lado, tropezando en el intento. Contraatacó con un barrido de pierna, pero el movimiento careció de firmeza; apenas rozó al adversario. —Interesante… aunque impreciso —murmuró Murakado, con mirada afilada, observando con atención quirúrgica. Sin perder el ritmo, Kato encadenó una serie de ataques que obligaron al novato a retroceder. Sus reflejos eran lentos y su cuerpo, torpe. Pero sus ojos analizaban cada paso, cada desplazamiento, como si desmontara al oponente mentalmente. En un intento apresurado, empujó el hombro del contrincante, pero este, con más experiencia, encontró la apertura perfecta para asestar un golpe seco al abdomen. El impacto lo dejó sin aire. Cayó al tatami con un jadeo, sintiendo el ardor en las palmas al amortiguar la caída. —Suficiente —dictó el veterano, alzando una mano para detener el enfrentamiento. El atacante se apartó, aún con aire desafiante, aunque ya sin el mismo desprecio. —Tiene mucho que aprender… pero tiene potencial —admitió, antes de girarse sobre sus talones. Murakado se acercó al joven derribado, ofreciéndole una mano firme. —Tus movimientos son analíticos, pero les falta instinto. Está claro que alguien te enseñó las bases, pero jamás has peleado en un entorno real —comentó, escrutando su postura—. Hay algo peculiar… noto influencias de taekwondo, muay thai… incluso ciertos trazos de artes chinas. Es como si absorbieras estilos, pero aún no los hubieras interiorizado. El muchacho parpadeó, sorprendido por la precisión del análisis. —¿chinos? —preguntó, con una mezcla de desconcierto y certeza. Sabía que su sangre mixta podía dejar rastros incluso en su forma de moverse. Hanzo asintió con una leve sonrisa. —Tienes teoría, pero te falta cuerpo. No te preocupes… eso puede entrenarse —concluyó, antes de girarse hacia su colega—. Murakado-sensei, encárgate de su instrucción básica. Empieza por postura y piernas. Las manos pueden esperar. El instructor se acercó, siempre con esa expresión enigmática que parecía ocultar más de lo que decía. —Si te comprometes, no habrá atajos —advirtió con tono calmo—. Pero si entrenas con disciplina, podrías llegar a ser un verdadero problema para rivales como Kato. Ryohei asintió. Aún agitado, pero con la mirada firme. —Estoy listo. Guiado por el instructor, fue conducido a la sección de principiantes. El grupo, algo disperso, se reordenó al ver a Murakado ocupar el centro del dojo. Su postura era impecable; su presencia, imponente. —Bienvenidos —comenzó con una voz que dominaba sin necesidad de elevar el tono—. Hoy comienza su camino. Aquí no solo aprenderán a pelear. Aprenderán disciplina, resistencia… y si tienen suerte, algo de verdadera fortaleza. Mientras caminaba entre las filas, su mirada escudriñaba a cada alumno como si pudiera leer sus intenciones. Al llegar al final, donde Ryohei se ubicaba, se detuvo con una sonrisa que no alcanzó a sus ojos. —Los novatos siempre empiezan igual: torpes, inseguros, como si sus cuerpos fueran ajenos —comentó con un dejo de ironía. Algunas risas tímidas se escaparon. Al joven le calaron como escozor en carne viva. —No se preocupen. Aquí, el progreso no es opcional. Es obligatorio. Se volvió al grupo con un leve giro. —Ahora, posiciones básicas. Si no pueden sostener una postura, no tienen derecho a llamarse luchadores. Prepárense. Los estudiantes adoptaron las indicaciones con movimientos rígidos. El menor de los Tachibana imitó lo mejor que pudo, pero su peso mal distribuido y los pies desalineados delataban su inexperiencia. —Hiratori —llamó el maestro, su voz cortando el aire como una cuchilla—. Ven aquí. La tensión se elevó. El aludido avanzó al centro, sintiendo las miradas clavarse como dagas. —Sí, sensei. —¿Qué es esto? —le espetó el instructor, señalando su postura—. ¿Imitas a una grulla herida o realmente crees que así se enfrenta a un enemigo? Las risas nerviosas no se hicieron esperar. Ryohei apretó la mandíbula. —Lo siento, sensei. Lo haré mejor. —No lo intentes. Hazlo. Con un movimiento seco, el experto corrigió su postura: ajustó su pie derecho, alineó hombros y brazos con precisión quirúrgica. —Ahí. ¿Ves? No es tan difícil. Claro… implica esfuerzo. Algo a lo que no todos parecen estar acostumbrados. Más risas. Pero él no se movió. Aunque sus músculos temblaban, mantuvo la posición. —Sostén esa postura tres minutos. Y que sirva de ejemplo: quien no pueda hacerlo, estará aquí mañana. Los demás ajustaron sus posturas de inmediato. El sensei caminó nuevamente entre ellos, corrigiendo con frases cortantes: —Demasiado flojo. Eso no es defensa, es una invitación. ¿Tus brazos o fideos mojados? Vamos, refuercen las bases. Mientras tanto, Ryohei resistía. Las piernas le ardían. El sudor caía libre por su rostro. Pero no se permitió ceder. Sabía que lo observaban. Sabía que lo evaluaban. Al cumplirse el tiempo, una palmada seca marcó el final. —Bien. Hiratori, vuelve a tu lugar. Y recuerden: nadie se vuelve fuerte siendo blando consigo mismo. Regresó con el cuerpo dolido, pero la voluntad intacta. El maestro le dirigió una mirada más larga, esta vez cargada de una leve aprobación. —Recuerden mis palabras —añadió, retomando su tono severo—. El mundo no tiene piedad con los débiles. Aquí tampoco. Al finalizar la sesión, mientras los demás se dispersaban, el instructor se acercó al aspirante a médico. Su voz, serena como siempre, traía ahora una leve sonrisa que decía más de lo que parecía. —Interesante… —murmuró—. Tus manos carecen de precisión. Pero tus piernas… ahí está tu verdadera fuerza. El joven se incorporó y lo miró, sorprendido. —¿Mis piernas? Murakado asintió con seguridad. —Exacto. Tus patadas tienen más control y potencia que tus golpes. No digo que tus manos no sirvan, pero está claro que tus piernas son tu ventaja natural. El tono era casi amistoso, aunque en su mirada se insinuaba una dureza sutil. —Con un entrenamiento adecuado, podrías convertirlas en un arma formidable. Aunque, claro, eso dependerá de cuánto estés dispuesto a esforzarte. Ryohei parpadeó, intentando descifrar si se trataba de un cumplido o una advertencia. Antes de que pudiera responder, Murakado continuó, esta vez con un matiz más firme en la voz. —Pocos principiantes muestran algo tan definido desde el principio. Pero la verdad, Hiratori, es que aún estás lejos de la excelencia. Dio un paso atrás y cruzó los brazos, evaluándolo con una mirada fría y calculadora. —Tus piernas tienen potencial, pero están desperdiciadas. Si no haces algo al respecto, no serán más que una herramienta mediocre. El comentario golpeó más que cualquier ejercicio del día. Pero antes de que la incomodidad se convirtiera en duda, Murakado esbozó una sonrisa leve. No alcanzaba los ojos, pero tenía intención. —No te lo tomes personal. Lo que busco aquí es la excelencia. Y eso significa presionarte más allá de tus límites. Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras calara hondo. —Diseñaré un plan de entrenamiento muy, pero muy exigente. Será duro… pero si sigues mis instrucciones, notarás mejoras en poco tiempo. La promesa quedó suspendida en el aire, tan tensa como tentadora. Luego, bajó el tono, como si compartiera una confidencia. —Confía en el proceso. Cada paso, incluso los errores, te llevará a ser mejor. Pero la pregunta es: ¿serás capaz de soportarlo? Ryohei asintió lentamente. No encontró palabras; solo dejó que el gesto hablara por él. El maestro no esperó más. Se dio media vuelta y caminó hacia los otros estudiantes. Lo hacía con esa mezcla desconcertante de exigencia y motivación que desarmaba sin previo aviso… y luego te empujaba directo al borde. Tras la clase, Murakado se alejó del grupo con paso mesurado, sin mirar atrás. Subió las escaleras interiores del dojo y entró en su oficina privada: un espacio amplio, meticulosamente ordenado. Las paredes estaban decoradas con medallas y trofeos que hablaban de décadas de victorias. Había fotos en blanco y negro, otras a color, capturando momentos congelados en el tiempo: podios, saludos ceremoniales, llaves de sumisión ejecutadas con precisión quirúrgica. En una de las imágenes, Murakado posaba con el cinturón negro al cuello, flanqueado por campeones internacionales. Un pasado ilustre. Impecable. Irrefutable. En una esquina, colgaban herramientas de entrenamiento: palos de madera, guantes acolchados, cuerdas, mancuernas. El aire tenía el leve olor de sudor antiguo y cuero curtido. El escritorio, de madera oscura y reluciente, estaba perfectamente alineado. Encima, entre papeles, un portarretratos de vidrio destacaba con sutileza. La imagen mostraba a Murakado sonriendo con una mujer de cabello largo y expresión cálida, abrazados junto a un lago en plena floración primaveral. La escena desentonaba con el aura severa del lugar. Era un resquicio humano. Intencional. Casi teatral. Se sentó con calma, descruzó los dedos y marcó un número desde el teléfono fijo. —Ya vino —dijo tras una breve espera, sin preámbulo—. Ryohei Tachibana apareció tal como lo planeamos. Silencio. Al otro lado, solo una respiración contenida. —Sí, lo estoy observando. Tiene potencial, pero no tiene ni idea de dónde se metió. Apoyó el codo en el escritorio y bajó la voz, como si los trofeos pudieran delatarlo. —Voy a romperlo. Física y mentalmente. Hasta que no tenga más opción que firmar los papeles del traspaso. Y si no funciona… lo haremos desaparecer, como acordamos con el patriarca Dojima. La respuesta tardó apenas unos segundos, pero sonó cargada de aprobación. —Vas por buen camino —dijo una voz grave, distorsionada por la mala conexión—. Si mantienes ese ritmo, tu ascenso a lugarteniente será cuestión de tiempo. Murakado sonrió, apenas. —Lo será. —Y si sigues mostrándote útil, hay quienes ya discuten tu nombre en las reuniones directivas de la familia Shibusawa. Podrías formar parte del círculo interno. El brillo en sus ojos se intensificó. Ambición pura. Fría. Perfectamente disfrazada. —Uno por uno —susurró—. No dejaré a ninguno de los otros en pie. Esa silla será mía. Colgó sin despedirse. Volvió a mirar la foto con la mujer abrazada a él, como si esa imagen fuera una brújula o un ancla. Luego, giró la silla lentamente hacia la ventana. Desde allí, podía ver el dojo en calma, como si nada oscuro ocurriera sobre esos tatamis. Pero la guerra ya había comenzado. En el vestidor, mientras recogía su equipo, Ryohei sacó el beeper con manos tensas. La pantalla seguía vacía. Cerró los ojos un instante. Lo apretó con fuerza entre los dedos, como si pudiera forzar una respuesta que no llegaba. El silencio de ese aparato era más hiriente que cualquier golpe recibido en el tatami. Un par de estudiantes cruzaron detrás de él, aún comentando entre risas nerviosas el entrenamiento. —¿Viste al nuevo? Aguantó la postura de Murakado tres minutos. —Y no se cayó. Ni siquiera tembló tanto… más que yo, al menos. —Murakado-sensei le puso el ojo. Si sigue así, lo va a destrozar o convertir en algo serio. No respondió. Guardó el beeper, se sacó la camiseta empapada y fue directo a las duchas. El agua tibia resbaló por su espalda. Sintió alivio en los músculos, pero el nudo en el pecho no cedía. El entrenamiento lo había desgastado físicamente, pero lo que más pesaba era la falta de señales del otro lado. Al salir, se vistió con ropa habitual, se colgó el bolso al hombro y abandonó el dojo. El aire de la tarde lo recibió con un corte seco en el rostro. Antes de ir a Little Asia, decidió hacer una última llamada. Caminó hacia una cabina telefónica. Las luces de neón bailaban sobre el cristal húmedo. El zumbido eléctrico de Kamurocho le resultaba casi insultante. Marcó el número. Esperó. Nada. Colgó. Volvió a intentarlo, esta vez a la biblioteca municipal, lugar que solía compartir con Kenji en días más tranquilos. Una voz monótona contestó. —¿Kenji? No, no ha venido en varios días. Agradeció con un murmullo y colgó. Apoyó la frente contra el vidrio empañado, cerrando los ojos. Otro intento fallido. Otro día sin respuesta. Suspiró y se alejó de la cabina. Apretó el bolso contra el hombro y tomó una ruta discreta. A esas alturas, cada decisión debía ser medida. Callejones estrechos, pasajes húmedos, pasos medidos. Evitaba las miradas, los autos negros, las miradas largas. Todo podía ser una trampa. Finalmente, el callejón de entrada a Little Asia se abrió ante él. El mundo cambió. Aromas a especias, vapor de los puestos, voces en mandarín llenando el aire con naturalidad. Una burbuja aparte de Kamurocho. Allí, el pasado todavía respiraba. Caminó entre luces cálidas y faroles colgantes. La gente lo miraba, pero nadie lo detenía. A pesar del frío, el barrio latía con vida propia. En algún rincón, un anciano daba instrucciones a un grupo de niños que practicaban con bastones cortos. En otro, una mujer regañaba a su nieto en cantonés. Ryohei inhaló hondo. Ese aire era suyo, le gustara o no. Justo cuando doblaba por un pasaje estrecho, una voz grave lo detuvo. —Xiǎo Hǔ. El corazón se le aceleró. Giró. Desde las sombras emergía una figura conocida. —Chen-san… Se inclinó ligeramente, reconociendo al anciano. Imponente incluso con los años encima. Los ojos del viejo Chen conservaban esa mirada que parecía ver más allá de lo físico. —Es raro verte por aquí —dijo en mandarín fluido, cruzando los brazos—. Pensé que habías dejado atrás tus raíces. Ryohei contestó en el mismo idioma, sin pensarlo. —Estoy buscando a mi hermano. Lì Huá me pidió que viniera, pero no sé dónde encontrarlo. El nombre provocó un leve fruncimiento en el rostro del anciano. No era sorpresa. Tetsu nunca dejaba rastros innecesarios. —Si te pidió venir, debe tener sus razones. —Le hizo una seña con la mano—. Ven conmigo. Caminaron en silencio entre pasadizos cada vez más estrechos. El anciano hablaba bajo, siempre atento al entorno. —Sigues igual que cuando eras niño, Xiǎo Hǔ. Inquieto. Pero aquí eso es peligroso. Este lugar escucha. Y recuerda. No respondió. Pero el uso de ese nombre… de su nombre verdadero, removió algo profundo. Podía haberlo ocultado en Kamurocho, pero aquí… su pasado caminaba a su lado. Chen se detuvo frente a una puerta camuflada tras un puesto de dumplings. Tocó tres veces, en un ritmo breve. Un chirrido metálico respondió. Le indicó que pasara. Dentro, la atmósfera cambió por completo. Una oficina pequeña, con luz baja, documentos amontonados en estanterías, mapas colgados con tachuelas y una ventana por donde se colaban los sonidos de Little Asia. De espaldas, observando el exterior, un hombre esperaba. Tetsu Tachibana. —Lì Huá —anunció Chen con respeto, antes de girarse a Ryohei—. Aquí termina mi trabajo. Lo demás es entre ustedes. Salió sin más. Cerró la puerta tras de sí. Ryohei se quedó unos segundos en el umbral. Tetsu aún no se giraba. —Llegaste —dijo al fin, con tono neutro, pero cargado de algo más—. Le pedí a Chen-san que te trajera si te veía. Ryohei bajó la capucha. Tenía la ropa húmeda, el cabello pegado por el sudor, pero sus ojos estaban fijos. Más decididos que días atrás. —Tal como me pediste… estoy aquí. Tetsu se giró del todo. Lo miró por primera vez. La pausa se extendió. Lo estaba evaluando. Pero había algo en esa mirada que no era crítica… era reconocimiento. —Has cambiado —murmuró. No era una frase vacía. Lo decía alguien que sabía lo que costaba sobrevivir. —Me alegra verte bien. Aunque su tono serio no lograba ocultar del todo el alivio en sus ojos. —Pero… después de la locura que hiciste en el bar, ¿cómo se te ocurre enfrentarte a Awano después de lo que te advertí? Ryohei esbozó una leve sonrisa, cargada de cansancio… y también de algo más: una pizca de desafío. Bajó la mirada un momento, dejando que las palabras se asentaran antes de responder. —Sabía que me lo reprocharías. Ya me lo dejaste claro por teléfono. Levantó la vista, y esta vez su tono se endureció ligeramente, ganando firmeza. —Pero no tenía otra opción. Necesitaba ganar tiempo. El silencio que siguió fue casi palpable. Lleno de lo que ambos querían decir, pero aún no se atrevían. Tetsu cerró los ojos brevemente y dejó escapar un suspiro, pesado, como si intentara liberar parte de la tensión acumulada. —No estoy aquí para recriminarte —dijo al fin, en un tono más bajo, pero cargado de seriedad—. Pero fuiste imprudente, eso no lo puedo negar. Abrió los ojos y los clavó en los de su hermano, con una mezcla de preocupación… y algo que parecía orgullo contenido. —Oda me comentó lo que pasó. Dice que te defendiste bastante bien. Y, aunque no quiera admitirlo, parece que tenemos más en común de lo que pensaba. El leve orgullo en su voz no pasó desapercibido. Ryohei alzó una ceja, esbozando una pequeña sonrisa sarcástica. —¿Eso fue un cumplido? —preguntó, intentando aliviar la tensión con su habitual toque de ironía. El mayor dejó escapar una sonrisa leve, casi imperceptible, pero suficiente para que su hermano supiera que, aunque los problemas no habían desaparecido, al menos estaban enfrentándolos juntos. —Hermano… supongo que no me pediste venir solo para eso, ¿verdad? Cruzó los brazos, observándolo con detenimiento. —Kiryu-san me dijo que hablaste con él anoche. La mención de Kiryu pareció endurecer ligeramente su expresión. Se giró hacia la ventana, contemplando el bullicio de Little Asia antes de hablar. —Hablé con él, sí —admitió. Su voz era ahora más seria, casi distante—. Pero hay cosas que necesitaba decirte a ti directamente. Cosas que ni Kiryu-san ni nadie más debería escuchar. Ryohei sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda ante la gravedad de sus palabras. Dio un paso más hacia él, con la mirada fija en su figura. La tensión en la sala aumentaba. —¿Qué cosas? Su voz era baja, pero cargada de expectación. Tetsu se volvió lentamente. Sus ojos reflejaban una mezcla de preocupación y resolución. —La situación con el Lote Vacío es más complicada de lo que pensábamos. Y hay algo sobre ti que necesitas saber… algo que podría cambiarlo todo. El aire pareció volverse más denso. Aunque el joven no dijo nada, su respiración se aceleró ligeramente. Cada palabra llevaba un peso nuevo, una carga que no estaba seguro de querer asumir. —¿Sobre mí? Intentó mantener la postura firme, aunque la duda ya se asomaba en su mirada. —¿Tiene que ver con el vínculo Tachibana? Awano y los otros de la familia Dojima ya saben sobre mí. El plan de ocultar mi identidad falló… y eso también podría afectar a los que están cerca. Tetsu permaneció en silencio por un momento, evaluando sus palabras. —No solo a ti, Ryohei. La exposición afecta a todos los que te rodean. Lo miró directamente. —Oda también me comentó que conocen a Kenji y a Kyomi-chan. Kenji no ha dado señales desde que hablaste con él, ¿no es así? Algunos de mis empleados de la inmobiliaria están buscando pistas sobre su paradero, pero hasta ahora… nada. Ryohei sintió un nudo cerrarse en su estómago. Apretó los puños. El recuerdo de su última conversación con Kenji le rondaba la mente como una sombra inquietante. —¿Crees que pudo haberle pasado algo? Que quizás él esté… Tragó saliva. Fue incapaz de terminar la frase. Tetsu frunció el ceño. Su tono se volvió algo más cortante, aunque con una intención claramente tranquilizadora. —Dudo que esté muerto —dijo, cruzándose de brazos mientras sostenía la mirada—. Sería demasiado arriesgado. Si el mejor amigo del hermano del presidente de Tachibana Real Estate desapareciera o fuera asesinado, levantaría sospechas de inmediato. Los Dojima no son tan imprudentes como para atraer ese tipo de atención. El hermano menor dejó escapar un suspiro entrecortado, pero la incertidumbre seguía royéndolo por dentro. Su mente empezó a hilvanar posibilidades. Cada una más inquietante que la anterior. —¿Y si, después de nuestra llamada, decidió marcharse? Su voz era baja, impregnada de ansiedad. —A veces mencionaba que quería pasar unas semanas con sus padres. Tal vez pensó que era mejor alejarse antes de quedar atrapado en algo más grande. Tetsu asintió lentamente, evaluando esa posibilidad. —Es plausible. Kenji siempre fue más prudente que tú, aunque no siempre lo pareciera. Si percibió un peligro real, lo lógico sería buscar refugio lejos de todo esto. Sus padres podrían haberle ofrecido esa alternativa. —Pero… Ryohei negó con la cabeza. La frustración se marcaba en cada palabra. —¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no dejó siquiera un mensaje, una señal? Si estuviera bien, habría usado nuestro código. Sacó el beeper. Lo sostuvo en la mano, con la pantalla aún vacía. Parecía una acusación muda dirigida al vacío. El hermano mayor lo observó fijamente. Su tono adoptó una mezcla de severidad y comprensión. —Quizás pensó que sería más seguro para ti no saberlo. Si está huyendo o escondiéndose, lo último que querría es que los Dojima lo rastreen a través de ti. Ryohei cerró los ojos un momento. Luchaba contra la tormenta de emociones que se acumulaba en su pecho. La idea de que su mejor amigo hubiera tomado una decisión tan drástica sin incluirlo le dolía… pero entendía las razones. —Lo único que sé es que no puedo quedarme de brazos cruzados —dijo al fin, abriendo los ojos con una renovada determinación—. Si está allá afuera, lo encontraré. Tetsu dio un paso hacia él. Apoyó una mano firme sobre su hombro. —Lo encontraremos, Ryohei. Pero no permitas que esto te haga bajar la guardia. Hay demasiadas piezas moviéndose en este tablero, y no podemos perder el enfoque. Asintió en silencio, aunque la preocupación seguía dibujada en su rostro. La sala volvió a sumirse en un mutismo denso. Más allá de las ventanas, las luces parpadeantes de Little Asia parecían pulsar al ritmo de sus pensamientos. Cada destello era un recordatorio: el peligro estaba ahí afuera, acechando. Su posición era frágil, y los enemigos, invisibles. Pasaron varios minutos. Finalmente, Tetsu rompió el silencio. Su voz era firme, aunque más baja, como si pronunciar cada palabra le exigiera un esfuerzo consciente. —Te pedí que vinieras solo porque hay algo que necesitas saber… algo que Kiryu-san ya conoce. Por eso le pedí que te protegiera. Sus palabras cayeron como plomo. Inmediatamente pusieron al menor en alerta. El recuerdo de su conversación con Kiryu en el Matsuya regresó como un golpe seco: las frases medidas, los gestos contenidos… ahora todo cobraba otro significado. —Sabía que estaba ocultando algo, pero no quise presionarlo —admitió, frunciendo ligeramente el ceño mientras procesaba lo que acababa de escuchar. El mayor lo observó un instante antes de asentir, despacio. —Hiciste bien. Él entiende lo que está en juego, y aunque te lo oculte, lo hace por una buena razón. Guardó una breve pausa. —Sé que están formando un equipo, y eso me tranquiliza. Ustedes dos… se protegerán mutuamente. Tú serás su soporte. Él, el luchador. —Yo lo llamaría mejor el Héroe y el Healer —bromeó Ryohei con una sonrisa ligera, intentando aliviar la tensión que se había instalado en la habitación—. Pero dejando el mal chiste de lado… ¿qué es exactamente lo que están ocultando? Tetsu sostuvo la mirada en él por unos segundos. Parecía evaluar cada gesto, anticipar su reacción. Luego, se giró hacia el escritorio. Allí, un sobre marrón reposaba, gastado en los bordes y marcado por el paso del tiempo. Lo tomó con lentitud, casi con solemnidad, y se lo extendió. Ryohei lo aceptó con manos tensas. El crujir del papel al abrirse resonó en el silencio como un presagio. Sus dedos temblaban levemente, y sus ojos comenzaron a recorrer las páginas con ansiedad contenida, como si temiera confirmar lo que ya intuía. —Hace seis meses, cuando todo esto comenzó, dediqué todos mis recursos a rastrear al dueño del Lote Vacío —explicó el hermano mayor con voz controlada. Cada palabra parecía encajar en una estructura que llevaba tiempo construyendo—. La idea era sencilla: ofrecerle una buena suma de dinero por el terreno antes de que la familia Dojima hiciera su jugada. El menor hojeaba los documentos, pero las palabras parecían diluirse ante sus ojos. Era como si su mente, consciente del peso de la verdad, intentara protegerlo del golpe inevitable. El mayor siguió hablando. Su tono se mantenía firme, pero cada frase llevaba una leve sombra de compasión. —Descubrí que el dueño original, Genzo Makimura, falleció. No fue un asesinato; murió por causas naturales. Hizo una pausa, breve pero necesaria. —Sin embargo, su hija murió antes que él… y las circunstancias de su muerte son más turbias. Ryohei alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de su hermano, y su expresión mostraba la tensión interna que ya no podía ocultar. —Entiendo que, al morir el dueño, el terreno pasaría a su hija, pero… —dijo con voz baja, impregnada de una inquietud que apenas podía contener—. ¿Ella tenía hijos? ¿Qué pasó con el terreno? Tetsu dejó escapar un suspiro lento. Cada palabra parecía arrastrar años de silencio. —Fue heredado —respondió, y su voz bajó un poco más, como si intentara amortiguar el golpe—. Genzo no pudo dejárselo a su hija directamente, pero antes de morir, lo dejó a sus nietos. Dos, para ser exactos. El silencio se volvió casi sofocante. La respiración del menor se volvió irregular. Sus pulmones luchaban por tomar aire mientras sus manos temblaban al pasar las páginas. Y entonces los vio. Allí estaban. Claros. Inapelables. "Makoto Makimura"… y justo debajo, "Ryohei Tachibana". Las letras parecían pesar más que el papel que las contenía. Su propio nombre, compartiendo espacio con una figura apenas presente en las sombras de su memoria, lo golpeó como un puñetazo directo al pecho. El aire pareció estancarse en sus pulmones. Cada letra grabada en ese documento ardía como una verdad imposible de ignorar. Sus dedos se relajaron sin querer. El papel cayó al suelo con un sonido leve, pero en esa habitación silenciosa sonó como un trueno. Dio un paso atrás. Se tambaleó ligeramente. Su rostro era un reflejo de incredulidad y confusión. —Esto tiene que ser una broma… y muy mala, por cierto —murmuró, con una risa nerviosa que se extinguió casi de inmediato. Levantó la mirada, buscando en el rostro de su hermano mayor algún resquicio que le permitiera dudar. —Vamos… dime que esto es un mal chiste —insistió, señalando los documentos caídos—. Porque, sinceramente, hermano, si intentabas sorprenderme, lo has conseguido. Pero… Su voz se quebró. Buscaba desesperadamente una señal, un parpadeo, una mueca, algo. —Dime que no es cierto. La mirada del mayor era una pared de acero. Seria. Inquebrantable. La ironía del menor se desplomó. No había castillo de palabras que pudiera sostenerse frente a esa verdad. —Es cierto, Ryohei —afirmó con serenidad, aunque su voz traía un peso que perforaba toda negación—. Tú eres uno de los herederos. Ryohei dio otro paso atrás. Sacudió la cabeza con fuerza, como si eso pudiera borrar lo que acababa de oír. —No… no, eso no tiene sentido —murmuró, la risa nerviosa regresando brevemente antes de desvanecerse otra vez—. Tiene que haber un error. ¡Esto no puede ser real! Su mirada oscilaba entre los papeles y su hermano mayor, buscando cualquier indicio que refutara la afirmación. —Ni siquiera sabía que esa persona existía hasta ahora. ¿¡Cómo demonios voy a ser heredero de algo así!? El mayor mantuvo la compostura, aunque las líneas de tensión en su rostro delataban el esfuerzo que hacía por mantenerse firme. Se acercó a una silla cercana y la arrastró frente a él con un gesto pausado. —Siéntate, hermano —le pidió, con tono más suave, aunque firme—. Sé que es mucho para asimilar, pero necesitas procesarlo antes de sacar conclusiones. El menor vaciló, pero al final se dejó caer como si el peso de la revelación lo empujara. Sus ojos volvieron a los papeles en el suelo. Las palabras ardían en su mente. Cerró los párpados con fuerza, intentando frenar el torbellino que se desataba en su interior. —No puedo ser uno de los dueños, hermano… —susurró al fin, su voz apagada y cargada de frustración—. Nunca quise esto. Ni siquiera entiendo por qué mi nombre está ahí. Es como si todo esto fuera una broma cruel. El mayor se inclinó ligeramente. Colocó una mano firme sobre su hombro. —No es una broma. Es la realidad. Y aunque no la entiendas del todo ahora, es importante que estés preparado para lo que viene. Su voz era serena, pero la intensidad detrás de cada palabra se sentía como una advertencia. —Porque los Dojima lo saben. Y eso te pone en el centro de algo mucho más grande de lo que crees. Ryohei cerró los ojos con fuerza. Tensó los músculos, como si su cuerpo intentara resistirse al peso de la verdad. Hasta que explotó. —Entonces dime… ¿¡por qué mi nombre está en esos malditos documentos!? —gritó, su voz quebrada entre indignación y desesperación—. ¡Te lo repito, Tetsu! ¿¡Qué mierda es todo esto!? Lo miró con furia, con desesperación. —Y quiero saberlo. Todo. Con lujo de detalles. Tetsu observó la rabia de su hermano, pero no retrocedió. En cambio, dio un paso hacia él, inclinándose ligeramente, como si la proximidad pudiera amortiguar la fuerza de lo que iba a decir. Colocó una mano firme pero reconfortante sobre el hombro del menor. El gesto intentaba transmitir empatía, a pesar de la crudeza de la verdad. Ryohei, aún sentado, respiraba con dificultad. Su mirada seguía fija en los papeles dispersos, como si esperara que las palabras impresas en ellos cambiaran de repente. Finalmente, con un movimiento brusco, apartó la vista y se clavó en su hermano mayor. Su rostro era un torbellino de emociones: incredulidad, rabia… y un miedo que apenas lograba disimular. El mayor tomó aire. Su voz era baja, pero cargada de gravedad. —No quería que te involucraras, al menos no directamente —empezó, eligiendo cuidadosamente cada palabra—. Al principio pensé que tu nombre en esos documentos era un error. Una estrategia para confundir, una forma de obstaculizar la compra del terreno. Pero seguí investigando… y la verdad salió a la luz. Hizo una breve pausa, sin apartar la mirada de su hermano. —Genzo Makimura era nuestro abuelo. Esta herencia es completamente legal. Ryohei sacudió la cabeza, negando con fuerza. Era como si intentara desprenderse de esas palabras. —No… no puede ser… —susurró, la voz rota—. Esto no tiene sentido. No sabía nada de esto. ¡Ni siquiera sabía quién era Genzo Makimura! ¿Cómo… cómo es posible que mi nombre esté ahí? —Porque no quisimos que lo supieras —respondió su hermano, con un tono más suave, aunque firme—. Queríamos protegerte. Pero ahora no hay forma de ocultarlo más. Tú y Makoto son los únicos herederos… y eso los pone en peligro. Por eso necesitabas saberlo, aunque no estés listo para aceptarlo. El menor se llevó las manos a la cabeza. Intentaba ordenar el caos que lo devoraba desde dentro. Respiró hondo, pero el aire le sabía a poco. —Makoto… —murmuró por fin, apenas audible—. ¿Ella también? ¿Cómo… cómo encaja en todo esto? Tetsu exhaló lentamente. El peso de la conversación marcaba cada línea de su rostro. —Sí, Ryohei. Ella es tu hermana melliza. Y aunque creímos que había muerto… Titubeó. Luego, lo dijo sin rodeos: —…la verdad es que está viva. Pero no sabemos dónde. Y eso lo complica todo aún más. El aliento de Ryohei se detuvo. Sus ojos buscaron en el rostro de su hermano mayor algo, cualquier cosa, que desmintiera aquella revelación. Dejó escapar un jadeo bajo, como si el aire hubiera perdido su camino. Se llevó una mano a la frente, cubriendo parte de sus ojos. Intentaba procesar lo imposible. —Esto suena como un mal guion… —murmuró, la voz quebrada—. Nos dijeron que estaba muerta. Me hiciste creer eso. Que la habíamos dejado atrás en China… Tetsu soltó un suspiro profundo. Sus ojos reflejaban arrepentimiento, pero también el peso de decisiones tomadas en silencio durante años. Con calma, se agachó para recoger los documentos caídos. Los alisó con cuidado, como si cada hoja cargara un pedazo de su propia historia, y los dejó sobre la mesa. —Eso pensé yo también —admitió con honestidad—. Pero me equivoqué. Genzo les dejó el terreno a ambos. Creo que lo hizo para protegerlo de personas ambiciosas. —Como los yakuzas. Sí, ya lo has dicho suficientes veces —replicó Ryohei con tono ácido, la frustración apenas contenida. Sin decir más, tomó una botella de agua de su bolso. Bebió un largo trago, dejando que el líquido calmara el nudo en la garganta. Al bajarla, suspiró. Apoyó los codos sobre las rodillas y fijó la vista en el suelo, intentando calmar la tormenta que rugía dentro de él. —Esto es una locura… —dijo al fin, la voz cargada de incredulidad—. Si lo que dices es cierto, y ella está viva… ¿sabrá de nosotros? ¿Sabrá que tiene hermanos con vida? Levantó la mirada, la angustia ahora transformada en alarma. —¡Está en el mismo peligro que yo, y nosotros no estamos haciendo nada! Tetsu negó lentamente con la cabeza. Su semblante reflejaba preocupación y un agotamiento difícil de disimular. —No lo sé. La última vez que supe de ella fue antes de que dejáramos China. Desde entonces, he intentado encontrarla, pero no ha sido fácil. Las pistas son escasas… y los recursos, limitados. El joven cerró los ojos un instante y soltó un largo suspiro. Su respiración comenzó a calmarse poco a poco. Cuando volvió a abrirlos, algo había cambiado: la incertidumbre daba paso a una chispa de determinación. —¿Y la familia Dojima? —preguntó con un tono más firme—. Si descubren esto… ¿qué los detendrá de eliminarnos para quedarse con el control? Guardó silencio un instante. —No hablo solo de ellos. Si este terreno es tan importante, no me sorprendería que otras familias también nos persiguieran. A ella y a mí. El mayor apretó los labios. Su expresión se endureció, aunque mantuvo la mirada fija en su hermano menor. —Por eso no quería que te enteraras —confesó, con firmeza, aunque con pesar—. Lo mantuve en secreto para que vivieras tu propia vida. Para que forjaras tu camino lejos de todo esto. Hizo una pausa. Sus palabras caían como piedras. —Cuando me dijiste que querías ser médico, hice todo lo posible para alejarte del mundo en el que estoy atrapado. Incluso desvié información cuando me enteré de esto, para que no te buscaran como copropietario. Quería protegerte… aunque significara cargar con todo yo solo. Ryohei apretó los puños. Sus dedos temblaban ligeramente antes de cerrarse con fuerza. Levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de su hermano, cargados de una resolución nueva. Una que hervía bajo el dolor. —Dime qué debo hacer —exigió. Su voz era clara, pero tenía un leve temblor que revelaba tanto miedo como determinación—. ¿Cómo la protegemos? Dio un paso más hacia él, su tono firme. —Haré lo que sea necesario, hermano. Esta vez, no cargarás con todo tú solo. El mayor inclinó ligeramente la cabeza. Fue un gesto silencioso, pero cargado de significado. Sus ojos mostraban una mezcla de orgullo… y preocupación. —Primero, mantente cerca de Kiryu-san —respondió, con calma—. Confío en que él sabrá cuidarte si las cosas se complican. Guardó silencio por un instante, y luego añadió: —Yo seguiré buscandola. Te lo prometo: no pararé hasta encontrarla. El menor se levantó lentamente de la silla. Ajustó la correa de su bolso. No se dirigió de inmediato a la puerta. En lugar de eso, se giró hacia su hermano mayor. Sus ojos, cargados de emociones que apenas contenía, se encontraron con los de su hermano. —Hermano… Murmuró la palabra antes de dar un paso al frente y abrazarlo con fuerza. El gesto fue inesperado, pero cargado de todo lo que las palabras no podían expresar. Tetsu, sorprendido apenas un instante, correspondió el abrazo. Y por fin, la tensión en sus hombros se disipó, aunque solo un poco. —Gracias… por protegerme todo este tiempo. Pero no olvides que también soy un Tachibana —dijo el menor, con voz firme. Se separó apenas, pero sus manos aún reposaban sobre los hombros de Tetsu.. —Esta batalla no es solo tuya. La pelearemos juntos. Como los hermanos que somos. El hermano mayor lo miró con una mezcla de orgullo y resignación. Sabía, con certeza, que ya no podía cargar con todo en soledad. —De acuerdo —respondió, con una leve exhalación—. Pero prométeme que serás cuidadoso. Esta guerra no da segundas oportunidades. Ryohei asintió. En sus labios se dibujó una sombra de sonrisa. Apenas una chispa de ironía, la misma que siempre lo había acompañado. —Vendré con toda la información que consiga. No pienso quedarme atrás, ni dejar que tú cargues solo con esto. Recuerda, somos Tachibana… y los Tachibana no se rinden. Tetsu lo observó mientras su hermano ajustaba el bolso al hombro y se dirigía hacia la puerta. Justo antes de salir, Ryohei se giró una última vez, con una mirada que decidida y con gratitud. —Haz lo que tengas que hacer, Tetsu. Pero esta vez… no voy a fallar. Ya no soy el chico que necesitaba protección. Al salir de la oficina, Ryohei avanzó por las estrechas calles de Little Asia con los hombros tensos y la mirada fija en el camino. Los murmullos lejanos y las luces parpadeantes parecían más densos, como si el barrio compartiera la carga que ahora llevaba consigo. A unas cuadras, Murakado lo observaba desde la penumbra de un callejón, con una sonrisa apenas perceptible que traicionaba la calma en su rostro. Desde las sombras, el yakuza siguió cada paso con detenimiento. La postura erguida de Ryohei escondía una vulnerabilidad sutil. Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro. Los hilos que había comenzado a tejer se tensaban con precisión quirúrgica. Cada paso del joven lo acercaba más a su control, justo como había previsto. Ya no solo procesaba revelaciones; comenzaba a buscar dirección… y Murakado planeaba ofrecérsela. “Perfecto”, pensó, dejando que la satisfacción de su estrategia bien ejecutada llenara su mente. Si jugaba bien sus cartas, no solo tendría al muchacho bajo su influencia, sino que lo convertiría en la pieza clave para superar a los lugartenientes y posicionarse donde realmente quería estar. —Es cuestión de tiempo —murmuró, antes de desaparecer entre las sombras. Mientras caminaba, el peso de la revelación seguía presente. Pero algo más empezaba a tomar forma: una resolución. Kenji. Makoto. Este maldito Lote… No dejaré que nadie más decida por nosotros. Las luces de Kamurocho lo guiaban de regreso. Sin embargo, cada paso parecía más cargado que el anterior. Al llegar al edificio, subió las escaleras en silencio. El pasillo lo recibió como un refugio momentáneo. Abrió la puerta del apartamento y, al cruzar el umbral, respiró hondo. El entorno familiar lo reconfortó, aunque solo fuera por un instante. Kiryu estaba allí, sentado a la mesa con un cigarrillo entre los dedos. No encendido. Solo sostenido, como si también él procesara pensamientos complejos. Ryohei cerró la puerta con un clic suave, aislando el bullicio de Kamurocho. La luz tenue de la ventana bañaba la habitación. El ex yakuza se inclinó hacia adelante desde la cama y dejó el cigarro junto al cenicero, con cenizas sumadas a la colección de una noche larga. Sus miradas se encontraron. No hubo necesidad de palabras. El peso se entendía solo. Pero las preguntas sin pronunciar flotaban en el ambiente. Kiryu habló primero. Su voz grave y tranquila llenó el silencio con naturalidad. —Por tu cara, parece que tu hermano ya te confirmó todo… Ryohei dejó caer el bolso al suelo con un golpe seco. Cruzó los brazos y desvió la mirada al piso. Respiró profundamente antes de responder. —Sí. Soy uno de los dueños del lote —admitió con incredulidad, alzando finalmente los ojos—. Creía que podía ser un error. Por eso nunca me lo dijo… hasta ahora. Kiryu asintió con lentitud. Su rostro seguía sereno, pero en su mirada había una comprensión que iba más allá de las palabras. —Lamento no habértelo dicho antes —dijo al fin, inclinando apenas la cabeza—. Tachibana me pidió que lo mantuviera en secreto. Quería confirmar sus sospechas antes de decírtelo. El silencio volvió por un instante. Kiryu se levantó de la cama y caminó hasta el pequeño refrigerador. El zumbido del motor llenó brevemente el ambiente mientras sacaba dos botellas de sake. Volvió a la mesa y le ofreció una a Ryohei. —No puedo ofrecerte muchas respuestas ahora… pero esto ayuda a calmar la mente un rato —dijo, destapando la suya con calma. Ryohei aceptó la botella con una sonrisa irónica, aunque genuinamente agradecida. —¿Así es como enfrentas las malas noticias, Kiryu-san? ¿Sake y silencio? Kiryu dejó escapar una leve risa. Breve. Real. —No arreglará nada… pero sirve para recordarte que, pase lo que pase, no estás solo. El joven Tachibana inclinó la cabeza, pensativo. Luego dio un paso hacia la mesa y alzó su botella. —Por los secretos que salen a la luz… y los aliados que los hacen menos pesados. Bebió un sorbo. Kiryu lo imitó, asintiendo con complicidad. Aunque el peso persistía, en ese instante ambos compartieron algo más valioso: entendimiento. Ryohei apoyó un hombro contra la pared y bajó la botella. —No tienes que disculparte. Sé que mi hermano te pidió que lo mantuvieras en secreto. Solo que… cuesta asimilarlo. Kiryu lo observó con calma, bebiendo otro sorbo antes de responder. —Es normal. No todos los días te enteras de algo que cambia tu vida. Pero… lo estás manejando mejor que muchos. El comentario no era halago. Era respeto. Ryohei soltó una risa leve. Un intento de alivio. —No sé si “manejarlo” sea la palabra… Creo que estoy sobreviviendo al impacto. El silencio regresó, pero ya no pesaba. Era una pausa cómoda entre aliados. —Independiente de todo esto —dijo Kiryu—, tu hermano confía en mí para protegerte. Y eso pienso hacer. Ryohei dejó la botella sobre la mesa y se cruzó de brazos, arqueando una ceja. —Eso haremos. Nos protegeremos mutuamente. Una sonrisa desafiante asomó. —Recuerda, héroe: soy tu healer. No voy a quedarme al margen. Ya empecé mi entrenamiento… y no voy a dejar que esto me supere. Kiryu sonrió, apenas, pero con sinceridad. Asintió con lentitud, como reconociendo algo que ya intuía. —Entonces ya tomaste una decisión. Ryohei se acercó a la ventana, apoyando las manos en el marco. La ciudad se desplegaba ante él como una maraña de luces y peligros. —Sí. Mi hermano buscará a la otra dueña —afirmó, girándose hacia Kiryu—. Mientras tanto, nosotros seguiremos nuestro propio camino. ¿Puedo contar contigo héroe? Kiryu tomó las botellas vacías y las dejó a un lado. Caminó hacia él y extendió la mano. El apretón que siguió no fue un gesto cualquiera. Fue un pacto silencioso. —Estamos juntos en esto, healer. —Kiryu sostuvo su mirada unos segundos más—. Aunque no siempre diga mucho… puedes contar conmigo.esto, healer. Ryohei rió. Por primera vez en horas, su expresión se relajó. —Eso quería escuchar. Gracias. Se separó apenas y añadió, con una sonrisa traviesa: —Y como tu healer, tengo que asegurarme de que no tengas heridas visibles en ese cuerpo que tanto presumes. No aceptaré un no como respuesta. Kiryu soltó una carcajada breve, genuina, mientras negaba con la cabeza. —No tienes remedio. —Es parte del paquete —replicó, encogiéndose de hombros con una chispa de humor en la mirada. Las luces de Kamurocho seguían titilando allá afuera, como faros de caos e incertidumbre. Pero en ese apartamento, por un momento, la confianza era el único refugio verdadero.