Capítulo 10
“Entre Persecuciones y Sombras”
Las luces de Kamurocho iluminaban la ciudad con su característico resplandor, reflejándose en los edificios como un velo que intentaba ocultar las sombras que acechaban en los rincones más oscuros. Cada parpadeo de los anuncios de neón parecía burlarse de quienes, como Ryohei, no podían escapar de las luchas que se libraban dentro de ellos mismos. Para él, esas luces no eran un símbolo de vida o energía, sino un recordatorio constante de que el tiempo avanzaba implacable, indiferente a su sufrimiento. Su rutina diaria comenzaba a sentirse como un ciclo interminable: dojo, reuniones en Little Asia y llamadas sin respuesta a un número que parecía haberse convertido en un eco vacío de su ansiedad. Las horas de entrenamiento eran agotadoras. Ejercicios repetitivos que empujaban su cuerpo al límite y combates desequilibrados que terminaban más a menudo con su espalda en el suelo que con una victoria. —Vamos, Hiratori. ¿O te vas a quedar en el suelo toda la tarde? —soltó uno de los estudiantes, con una risa burlona mientras estiraba el cuello. Se reincorporó sin responder, tragándose el orgullo con el mismo sabor amargo de siempre. Las lecciones de Murakado, afiladas como cuchillas, eran más una prueba de resistencia psicológica que un entrenamiento. Parecían diseñadas para moldearlo bajo una presión constante. En Little Asia, las reuniones con su hermano Tetsu Tachibana tampoco ofrecían respiro. Aunque las palabras de este siempre eran firmes y llenas de propósito, no podía ignorar la sombra de agotamiento en sus ojos. —Hermano... —interrumpió, preocupado—. ¿Has estado durmiendo? —¿Empezaste con tu lado médico, verdad? —Claro que sí. Ahora no estoy detrás tuyo viendo si tomas la medicación, pero igual me doy cuenta. Había algo en la postura de su hermano, en la manera en que respiraba con esfuerzo, que insinuaba una batalla interna que Ryohei conocía bien. —Estoy siguiendo el tratamiento, ¿contento? Aquello lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, pero no encontraba el momento adecuado para insistir. Por la noche, las llamadas infructuosas a Kenji eran el último clavo en el ataúd de cada día. El sonido monótono de la línea sin respuesta resonaba en su mente incluso después de colgar, un eco persistente que lo seguía hasta el amanecer. Durante los entrenamientos, las palabras de Murakado eran filosas. Apuntaban a sus debilidades con precisión quirúrgica. No se limitaban a señalar errores: eran un recordatorio constante de que, para él, Ryohei era poco más que un novato torpe. Una herramienta aún sin moldear. Sin embargo, no eran los comentarios lo que más dolía, sino el tono: una mezcla de desprecio y expectativa que lo mantenía atrapado entre la desesperación y el deseo de demostrar su valía. Los días transcurrían con la monotonía de un reloj roto. Las lecciones se volvían más intensas, al igual que su tendencia a dividir al grupo. Cada entrenamiento parecía diseñado para recalcar la diferencia entre los avanzados, como Kato, y los nuevos. Kato, con su técnica impecable y confianza natural, se convirtió en el blanco constante de los elogios de Murakado. —¡Eso es lo que quiero ver, Kato! —exclamó durante una práctica, mientras Kato derribaba a un compañero con un movimiento limpio y letal—. Este es el estándar al que todos deberían aspirar. Hiratori, observa bien. Tienes mucho que aprender. Obligado a mirar desde la esquina, sintió las palabras como un peso sobre los hombros. No importaba cuánto se esforzara; parecía que nunca estaría a la altura. Cada elogio a Kato era un recordatorio de su propia mediocridad. Cada crítica, una sentencia. —Ahora tú, contra Kato —ordenó Murakado, cruzándose de brazos con una sonrisa que no prometía nada bueno. El combate fue un espectáculo humillante. Desde el primer instante, Kato dominó completamente. Se movía con la precisión de quien sabía que tenía la ventaja. Cada intento de ataque era interceptado y anulado con una facilidad insultante. Los golpes dolían, pero más lo hacía cada caída, una grieta más en su frágil confianza. Yacía en el tatami, jadeando, el orgullo hecho pedazos. —Quédate en el suelo, novato —murmuró Kato apenas audible—. A veces es el único lugar que te corresponde. No respondió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque no tenía fuerzas. —¿Eso es todo? —el maestro, mirándolo desde arriba—. Si piensas que así ganarás respeto, estás más perdido de lo que pensaba. El silencio en el dojo era espeso. Nadie se movía. Algunos lo miraban con lástima; otros desviaban la vista. Murakado no solo enseñaba a pelear. Sembraba discordia, dividía al grupo con favoritismos y humillaciones calculadas, mientras mantenía el control absoluto. Ryohei intentaba mantener la compostura, pero cada día era una batalla. Por las noches, caminaba hasta las cabinas telefónicas con la esperanza de escuchar una voz al otro lado. Siempre era el mismo resultado. —Kenji... contesta, por favor —susurró al auricular, sabiendo que la línea seguiría muda. La ansiedad lo devoraba en el frío de Kamurocho, donde el viento le cortaba el rostro con una indiferencia que dolía menos que las miradas en el dojo. Esa noche, tras otra derrota humillante, volvió al apartamento de Kiryu con los músculos doloridos y el ánimo por el suelo. Pero incluso entonces se obligó a ser útil. Mientras atendía las heridas de su compañero, encontró una paz momentánea. Una tregua. La rutina de limpiar y vendar cortes se había vuelto casi terapéutica. Le devolvía algo de control en medio del caos. A la mañana siguiente, el dojo vibraba con el sonido seco de sus patadas contra el saco. Cada golpe era una descarga de frustración. Sudaba, jadeaba, pero no se detenía. Golpe tras golpe, hasta que el saco oscilaba violentamente. Desde una esquina, Murakado lo observaba. Finalmente, se acercó con andar tranquilo. —Hiratori —llamó, deteniéndose a unos pasos, los brazos cruzados—. Tus piernas son tu mejor arma, eso ya lo sabíamos. Pero hoy veo algo más: fuerza, equilibrio... y una frustración que puede volverse un arma de doble filo si no la controlas. Ryohei se detuvo. Respiraba con dificultad, el pecho en llamas. —Lo estás haciendo mejor, pero no lo suficiente —continuó el instructor—. No te confundas; aún estás muy lejos de ser útil en algo. Hizo una pausa. La sonrisa irónica no abandonó su rostro. —Pero no te preocupes. Para eso estoy aquí. Ya tengo tu nuevo plan de entrenamiento. Se lo entregué a Hanzo para que lo revise. Si tu condición mejora, lo aplicarás en unos días. Las piernas, que un momento antes se sentían firmes, le temblaron de nuevo. Murakado le dio una palmada en el hombro antes de alejarse. —Recuerda. El mundo no tiene piedad para los débiles. Ni yo tampoco. —¿Entonces por qué me sigue entrenando? —preguntó entre dientes, sin pensar. Murakado no se detuvo, pero su respuesta cortó el aire como una hoja. —Porque todavía no te rindes. Y eso, en este mundo, ya es raro. El grupo observó en silencio cómo se alejaba, dejando tras de sí una atmósfera cargada de tensión. Algunos lo compadecían. Otros lo envidiaban, como si la atención del instructor fuera un premio y no una carga. El dojo no era solo un lugar de entrenamiento. Era un campo de batalla donde la fuerza no se medía solo en golpes, sino en la capacidad de soportar las palabras de Murakado. Y para Ryohei, cada día era una lucha no solo contra los demás... sino contra sí mismo. El tiempo transcurría mientras Ryohei aguardaba el prometido entrenamiento especial de Murakado. Frente al saco de golpeo, descargaba su frustración con una intensidad casi obsesiva. Cada impacto resonaba en el dojo como un eco de su ansiedad contenida. El sudor le resbalaba por la frente, empapando el dogi y goteando al suelo en pequeñas marcas que seguían el ritmo de sus movimientos. Sus golpes, aunque rápidos y certeros, estaban cargados de una tensión que no lograba disipar. Cada contacto parecía un intento desesperado de encontrar algo: una liberación, una respuesta, o al menos una señal de que su esfuerzo no era en vano. A unos metros, un grupo de alumnos avanzados conversaba con desdén. Como siempre, Kato acaparaba la atención, irradiando una seguridad que rozaba lo insolente. Dos compañeros reían entre murmullos, lanzando miradas esporádicas hacia el novato. —¿No es gracioso? —soltó Kato con media sonrisa, señalando sutilmente a Ryohei—. Murakado-sensei siempre ha sido duro, pero con los nuevos como él está... ¿cómo decirlo? Más blandito últimamente. Uno de los oyentes soltó una risita por lo bajo. —Bueno, ya sabes... desde que es padre soltero y tiene que cuidar a un bebé —comentó con sorna—. Supongo que las noches sin dormir lo están volviendo suave. Ryohei oyó cada palabra, aunque no se detuvo. Sus puños golpeaban con más fuerza, como si intentara apagar las carcajadas que llenaban el aire. Los músculos ardían, pero no podía ceder. No después de todo lo que había aguantado. Kato siguió hablando, sin molestarse en bajar la voz. —Claro que sigue siendo exigente con nosotros —añadió, con un brillo burlón en los ojos—, pero está claro que a los novatos se les permite más. Antes, alguien como Hiratori no habría durado ni una semana. Y ahora mírenlo… jadeando como un perro exhausto. Las risas cesaron en seco. Una sombra se alzó detrás del grupo. Murakado. Había estado observando en silencio, pero ahora caminaba hacia ellos con su andar calmo y controlado. Cada paso, apenas audible sobre el tatami, pesaba como una sentencia. La sonrisa de Kato desapareció al instante. —¿Más fácil, dices? —interrumpió el maestro. Su voz era firme, sin necesidad de alzarla. Su mirada se clavó en Kato. El silencio que siguió fue más punzante que cualquier reprimenda. El aludido se irguió con torpeza, buscando recuperar la compostura. —Sensei… yo solo… Murakado levantó una mano, cortándolo sin esfuerzo. —Es cierto que ser padre me quita horas de sueño. Un bebé no entiende de horarios ni de responsabilidades. Pero si eso te hace pensar que he bajado mis estándares, estás cometiendo un error que no puedo tolerar. Su mirada se deslizó brevemente hacia Ryohei, que había detenido sus golpes y respiraba con dificultad, observando desde su lugar. Luego volvió a enfocarse en Kato. —Sigo siendo tan exigente como siempre —continuó, acercándose otro paso—. Pero quizás la razón por la que te sientes tan confiado es porque no te estoy presionando lo suficiente. Tal vez deba revisar cómo manejo a mis estudiantes avanzados. Kato tragó saliva. Bajó la vista. —No era mi intención faltarle el respeto, sensei… —balbuceó, pero su interlocutor ya había girado el rostro hacia otro lado. —Hiratori. Ven aquí. Ryohei obedeció al instante. Sus piernas temblaban levemente cuando se acercó, con el rostro empapado en sudor. Murakado lo evaluó con la mirada. Una media sonrisa —apenas perceptible— cruzó fugazmente su rostro. —Estás progresando —dijo al fin, con su tono habitual, seco y medido—. Tus golpes tienen más potencia. Pero fuerza sin precisión es como un bisturí sin filo: no sirve para nada. Hizo una pausa antes de añadir: —A partir de mañana, corregiremos eso. Ryohei asintió en silencio. El maestro se volvió hacia el resto del grupo. —¿Lo ven? Esto es lo que espero. Esfuerzo. Dedicación. No importa si eres nuevo o veterano. Si no estás dispuesto a mejorar cada día, no perteneces aquí. Las palabras flotaron en el aire. Murakado se alejó, dejando al grupo sumido en un incómodo silencio. Kato frunció los labios, molesto por la humillación, pero no se atrevió a replicar. De regreso al saco, Ryohei reanudó sus golpes. Esta vez, sus movimientos eran más controlados, menos impulsivos. Aunque el mensaje de Murakado no era fácil de digerir, había algo en él que lo empujaba a continuar. No por buscar aprobación… sino porque sabía que no podía permitirse caer de nuevo. Desde el fondo del dojo, el maestro lo observaba. Su expresión, calculadora. Cada palabra que había pronunciado había sido precisa, medida. No se trataba solo de disciplina: era estrategia. Recordarles que, bajo su mando, no había espacio para la debilidad. Al día siguiente, Ryohei llegó temprano al dojo, preparado para otra jornada extenuante. El eco de sus pasos resonaba en el tatami vacío. Buscó a su instructor, pero no lo encontró. Frunció el ceño y se acercó a Hanzo, que lo observaba desde una esquina con los brazos cruzados. —¿Dónde está Murakado-sensei? —preguntó, sin ocultar su desconcierto. Hanzo suspiró, relajando ligeramente la postura. —Tuvo que irse. Algo urgente. Su tono era calmo, pero había una tensión contenida en su mirada. —Su hijo está enfermo. Necesitaba atención inmediata. No podía quedarse. Una punzada extraña atravesó el pecho de Ryohei. La imagen del maestro inflexible se tambaleaba por primera vez, revelando algo más humano: un hombre enfrentando su propia fragilidad. —No lo sabía… —murmuró, bajando la vista. Y, a pesar de todo, no pudo evitar sentir una chispa de empatía. Hanzo asintió, como si pudiera leerle el pensamiento. —Incluso alguien como él tiene responsabilidades fuera de estas paredes. Pero eso no significa que tu entrenamiento se detenga. Ryohei levantó la cabeza. Sus ojos buscaron alguna pista en el rostro tranquilo del dueño del dojo. —¿Y qué vamos a hacer hoy? —preguntó, entre la curiosidad y el recelo. Una ligera sonrisa asomó en los labios de Hanzo. La clase de expresión que solo aparece cuando todo ya está decidido. —El dojo es solo el inicio. Aquí trabajamos técnica y control, sí… pero allá afuera —señaló la ventana, donde Kamurocho se alzaba como una selva de concreto—. Ahí es donde se libra la verdadera batalla. El estudiante lo miró con escepticismo. —Necesitas aprender a usar cada rincón a tu favor: muros, barandillas, escaleras. Vamos a empezar un nuevo tipo de entrenamiento. Parkour. Adaptabilidad. Movimiento. Si dominas eso, tus piernas dejarán de ser solo una herramienta de ataque… y se convertirán en tu mejor defensa. El joven alzó una ceja, cruzando los brazos. —¿Parkour? —repitió, entre incrédulo y divertido—. ¿Ese no es el código para “lanzarse al vacío y rezar por no romperse nada”? Hanzo soltó una breve risa, sacudiendo la cabeza. —Llámalo como quieras. Pero en la calle, no eliges el terreno. Kamurocho no es un tatami; es caos puro. Y si aprendes a moverte dentro de él, estarás un paso más cerca de sobrevivir. La burla inicial de Ryohei se fue desvaneciendo. Sabía que tenía razón. Esa ciudad no ofrecía segundas oportunidades. —Está bien —dijo al fin, con una leve inclinación de cabeza—. Pero si termino colgado de un balcón, lo voy a considerar parte del entrenamiento. El hombre sonrió, satisfecho con la respuesta, y dio un paso hacia el centro del dojo mientras señalaba la salida. —Eso quería escuchar. Ahora ponte en marcha, Hiratori. Hoy, el dojo es Kamurocho. Y recuerda: el entorno es tu arma. El entrenamiento que siguió fue un torbellino de movimientos frenéticos y exigencias que empujaron a Ryohei fuera de su zona de confort. Hanzo lo llevó por callejones estrechos, le hizo saltar entre muros, escalar barandillas oxidadas y atravesar escaleras desvencijadas como si fueran parte de un circuito militar. Cada tropiezo era corregido con indicaciones breves y precisas; cada acierto, recompensado con un simple asentimiento. Y, aun así, eso bastaba para mantenerlo motivado. Al finalizar la sesión, ambos regresaron al dojo. Ryohei se dejó caer sobre el tatami, incapaz de moverse. El cuerpo empapado en sudor, la respiración entrecortada y los músculos en llamas le recordaban cada obstáculo superado. A pesar del agotamiento, algo había cambiado. Por primera vez, el caos de Kamurocho no le parecía hostil... sino lleno de posibilidades. Más tarde, tras arrastrar los pies hasta las duchas, dejó que el agua caliente recorriera su cuerpo adolorido. El vapor llenó el pequeño recinto, envolviéndolo en un alivio momentáneo. Mientras se enjabonaba, repasaba mentalmente cada salto fallido, cada raspón en las barandillas y las constantes instrucciones de Hanzo: "usa el entorno", "fluye con el caos", "cada muro es una oportunidad". El dojo, con su orden casi sagrado, parecía ya un mundo lejano. Al salir del vestuario, aún con el cabello húmedo, se enfundó en su ropa habitual: chaqueta ligera, pantalones cómodos. Se dejó caer en un banco junto a su bolso, recostando la cabeza unos segundos contra la fría pared de azulejos. La ducha había sido un alivio temporal. El cansancio volvía a instalarse en cada fibra de su cuerpo. Mientras revisaba el contenido del bolso, asegurándose de tener todo listo para ir a Little Asia, las palabras de Hanzo resonaron con nueva claridad: "El entorno es tu arma." No era solo una lección de combate. En una ciudad impredecible como Kamurocho, donde cualquier esquina podía volverse un campo de batalla, todo podía convertirse en ventaja... o en amenaza. Al meter la mano en el bolso, un roce inesperado lo sacó de sus pensamientos. Entre sus pertenencias habituales, algo destacaba: un sobre de papel grueso, sin sello ni remitente. Su respiración se detuvo. "¿Cuándo lo pusieron ahí? ¿Quién lo dejó?" Con el estómago encogido, sacó el sobre con cautela, sosteniéndolo como si pudiera explotar en cualquier momento. Examinó su superficie: lisa, sin marcas visibles, sin remitente, sin pistas. Durante unos segundos dudó si abrirlo allí o esperar a estar en un lugar más seguro. "El entorno es tu arma"... pero en ese instante, sentía que el entorno también podía volverse en su contra. Con dedos tensos, rasgó el borde. Dentro, un boleto de tren con destino a Sotenbori se deslizó entre sus manos. Lo acompañaba una nota manuscrita, con una caligrafía firme que parecía susurrarle al oído:"Un reflejo de lo que no se ve,
escondido en lo alto donde los peces ya no nadan.
Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti."
El frío de la tinta pareció filtrarse por su piel. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras releía la nota una y otra vez. "¿Esto es por Kenji? ¿Alguien sabe dónde está? ¿Es una trampa? ¿Un mensaje de ayuda? ¿Quién me está jugando con esto? ¿Algún miembro de los Dojima? ¿El Clan Tojo?" El mundo pareció ralentizarse. Guardó el boleto y la nota en el sobre con movimientos torpes, cerrando el bolso con más fuerza de la necesaria. El temblor en sus manos era leve, pero constante. "Esto no puede ser una coincidencia." Una punzada de culpa lo atravesó. "¿Y si he estado perdiendo el tiempo mientras él me necesitaba?" Sacudió la cabeza con fuerza, tratando de frenar el torrente de hipótesis. Se levantó de golpe, ajustándose el bolso al hombro. Sus pasos resonaron con firmeza contra el suelo, aunque por dentro seguía tambaleándose. —Little Asia primero. Necesito hablar con Tetsu. Esto no puede esperar. Cada zancada lo alejaba del vestuario, pero la incertidumbre lo seguía como una sombra persistente. Las piezas del rompecabezas no dejaban de multiplicarse. Y la presión lo empujaba hacia adelante como un impulso inevitable. No podía detenerse. No ahora. Desde la penumbra de un callejón cercano, Murakado lo observaba en silencio. Sus ojos seguían cada movimiento del joven con una precisión casi depredadora. Había algo en la forma en que ajustaba el bolso, en su paso firme pero contenido, que confirmaba lo que ya intuía. Todo avanzaba según lo planeado. Un leve destello de satisfacción cruzó su rostro. Entrelazó los dedos a la espalda, su mirada fija. Sabía que la incertidumbre y el miedo eran armas poderosas. Y Ryohei, por más decidido que se mostrara, ya cargaba con ambas. "Adelante, Tachibana. Busca tus respuestas..." pensó, con una sonrisa apenas perceptible. "Pero no importa qué tan lejos llegues, siempre regresarás al punto que yo decida." Las calles de Kamurocho lo recibieron con un aire más frío que el habitual. Ryohei ajustó la correa del bolso mientras caminaba, aún dividido entre el misterio del sobre y las enseñanzas de Hanzo. El entorno volvía a mostrarse como un tablero cambiante, lleno de amenazas y oportunidades. Su objetivo era claro: llegar a Little Asia sin problemas. Pero Kamurocho rara vez se mantenía tranquila. Al girar en un callejón angosto para tomar un atajo, un grupo de hombres apareció al fondo. Trajes oscuros. Miradas afiladas. Actitud hostil. No había duda: yakuzas de la familia Dojima. El más corpulento lo señaló con un gesto brusco. —¡Tachibana! —rugió, haciendo que los otros se volvieran hacia él—. ¿Creíste que podías pasearte por aquí sin que nos diéramos cuenta? Se detuvo en seco. El pulso se le aceleró. No tenía experiencia para una pelea directa… pero tampoco podía darse la vuelta y parecer débil. Rápidamente, sus ojos analizaron el entorno: cajas apiladas, un contenedor semiabierto, un tubo metálico oxidado en la esquina. Cada elemento contaba. "Hanzo tenía razón... el entorno es el campo de batalla." —¿Pasearme? —dijo con una sonrisa tensa, alzando las manos—. ¿No creen que me están confundiendo con otro? El líder soltó una carcajada seca. Los demás comenzaron a avanzar. —No juegues con nosotros —gruñó—. Sabemos quién eres y lo que significas para Tachibana Real Estate. Sacó una navaja. La hoja brilló bajo la luz de una farola. —Será rápido… si cooperas. Ryohei respiró hondo. Mantuvo la calma en el rostro, aunque su mente giraba a toda velocidad. Dio un paso atrás, fingiendo temor. Sus ojos fijos en las cajas. —¿Rápido? —repitió, arqueando una ceja—. Claro... tan rápido como un caracol en una carrera. Los hombres fruncieron el ceño, desconcertados por su respuesta, lo que le dio el tiempo justo para mover una de las cajas con un empujón del pie. El contenido —una pila de latas vacías— cayó al suelo con un estruendo metálico que sacudió el callejón. Aprovechando la distracción, Ryohei se deslizó hacia el contenedor y lo empujó con todas sus fuerzas, bloqueando el paso del líder. —¡¿Qué demonios?! —gritó uno, tropezando con el metal esparcido. Sin perder un segundo, Ryohei atrapó el tubo metálico y lo lanzó hacia el yakuza que intentaba rodearlo. El impacto en el costado hizo retroceder al agresor. Sus movimientos no eran perfectos, pero su rapidez y creatividad le daban una ventaja inesperada. —¡Atrápenlo, idiotas! —bramó el cabecilla mientras trataba de saltar el contenedor con torpeza. El joven no dudó. Corrió hacia una escalera de emergencia adosada a la pared, recordando las palabras de su maestro. Subió con agilidad, alcanzando la azotea del edificio. Desde allí, lanzó un ladrillo hacia abajo, obligando a sus perseguidores a retroceder una vez más. —¡Oigan! ¿Quieren oír algo divertido? —gritó desde lo alto, jadeando, pero con una sonrisa burlona en el rostro—. Ahora entiendo por qué Kiryu-san disfruta aplastando idiotas como ustedes. ¡Es un reto mantenerse despierto con tan poco que ofrecer! Los hombres alzaron la vista. Sus rostros ardían de frustración. Uno, en su desesperación por subir, resbaló con unas cajas y cayó de espaldas, provocando un estrepitoso estruendo. Su compañero intentó ayudarlo... y también terminó en el suelo. La escena arrancó una risa contenida de Ryohei. Giró sobre sus talones y echó a correr por los techos. Las tiendas estaban lo suficientemente cerca como para permitirle saltar entre ellas. Aunque sus movimientos eran torpes, lograba avanzar gracias a una mezcla de instinto, agilidad y terquedad. Sin embargo, la siguiente brecha era mayor. Sin tiempo para dudar, tomó impulso y saltó. El vacío lo rodeó un segundo. Luego, sus manos se aferraron al borde de un tejado. El impacto estremeció sus brazos. Soltó un quejido, pero no cedió. Con el corazón a mil por hora, empujó con las piernas y se encaramó jadeando, con los músculos al rojo vivo. El miedo lo impulsaba a seguir, pero también percibía una mejora leve en su coordinación. No era perfecto, pero cada salto enseñaba algo. Tras varios minutos de zigzaguear entre azoteas y callejones, se detuvo tras una chimenea baja para recuperar el aliento. Se apoyó contra el muro, comprobando que nadie lo seguía. La respiración era pesada y las manos aún temblaban, pero una sonrisa emergió en sus labios. Había escapado. Y más importante aún: lo había hecho usando lo que había aprendido. No con fuerza bruta, sino con astucia y adaptabilidad. Ajustó el bolso y, al ver despejado el camino, retomó la marcha hacia Little Asia. El incidente no solo había sido una amenaza, sino también una lección. En Kamurocho, la astucia valía tanto como los puños. Al llegar al callejón principal de Little Asia, se detuvo bajo las linternas rojas que colgaban sobre los pasajes estrechos. Su respiración seguía agitada. El sudor goteaba por su frente, mezclándose con el aire fresco de la tarde. Miró a ambos lados, asegurándose de que ningún yakuza lo había seguido. Los aromas a especias y el murmullo constante de conversaciones en mandarín lo envolvieron. Era un hogar. Su refugio. Avanzó hacia la pequeña oficina donde Tetsu se ocultaba. Cada paso resonaba en los estrechos corredores, mientras el bullicio se desdibujaba tras él. Empujó la puerta sin titubear. Entró aún con el pulso acelerado, intentando disimular el cansancio que lo recorría. Su hermano, inclinado sobre un mapa extendido, alzó la vista de inmediato. Su expresión pasó de curiosidad a preocupación. —¿Qué te pasó? —preguntó, dejando el mapa—. Estás jadeando como si hubieras corrido una maratón. Ryohei soltó el bolso al suelo y se apoyó contra el marco de la puerta. —Me crucé con un par de “genios” de la familia Dojima —respondió entre respiros, limpiándose la frente con la manga—. Por suerte, no eran los más brillantes. Logré distraerlos con mi encanto y un par de techos. Tetsu arqueó una ceja, cruzándose de brazos. —¿Saltaste techos? —repitió, con incredulidad y una pizca de asombro—. ¿Desde cuándo eres tan... atlético? —Digamos que mi sensei tiene métodos poco ortodoxos para enseñar "adaptabilidad" —replicó con una sonrisa irónica—. Aunque, para ser sincero, si esos tipos me alcanzaban, ahora estarías escribiendo mi epitafio. El hermano mayor suspiró, apoyando las manos sobre la mesa. —Deberías tener más cuidado. Los Dojima no juegan limpio, y menos si saben que estás vinculado a Tachibana Real Estate —dijo con firmeza—. No quiero verte en medio de esta guerra más de lo necesario. Ryohei ladeó la cabeza, la sonrisa aún en su rostro. —No te preocupes, hermano. No voy a quedarme quieto mientras ellos nos pisan los talones —dijo, más firme ahora—. También soy un Tachibana. Esta batalla no la peleas solo. Te lo dije el otro día, estamos en esto juntos. Tetsu lo observó en silencio. Sus ojos no veían al joven inexperto de antes. Había algo en esa mirada —una chispa que ahora brillaba como un fuego afilado— que le recordaba el nombre que usaban en su otra vida. Xiao Hu. El tigre. Ya no dormía. Había despertado… y estaba listo para cazar. —Descansa un poco antes de hablar —dijo finalmente, con voz grave, dejándose caer en la silla junto al escritorio—. Te necesito en buena forma para lo que viene. El chico soltó el aire con más calma y se dejó caer sobre otra silla. Abrió el bolso, sacó una botella de Stamina que aún estaba fresca gracias a un pequeño cooler, y bebió de un largo trago. El líquido le aliviaba la garganta, devolviéndole algo de energía. Luego sacó vendas, gasas y alcohol. Sus manos estaban raspadas por aferrarse al borde del techo durante la huida. Limpió las heridas con movimientos precisos, casi automáticos, y las vendó con la práctica de quien ya ha curado demasiadas veces. Tetsu lo observaba en silencio, sin interrumpir. —¿Siempre haces esto como si fuera lo más normal del mundo? —preguntó finalmente, entre asombro y resignación. Ryohei sonrió, alzando las manos vendadas como si mostrara un trofeo invisible. —Por supuesto. Es parte del glamuroso paquete de ser un healer en proceso. ¿Qué harías sin mí? Su hermano mayor negó con la cabeza, aunque una sonrisa se le escapó. —Eres un caso perdido, Ryohei. —Y tú me amas por eso. Admítelo. Tetsu soltó una carcajada breve, volviendo su atención al mapa. Ryohei cerró los ojos por un instante. Dejó que la relativa tranquilidad de la oficina lo envolviera. El caos de Kamurocho quedaba fuera, aunque no por mucho. Las piezas seguían moviéndose en su mente. El boleto. La nota. El ataque. El acertijo sin resolver. Y entonces, habló. Su voz era baja… pero cargada de tensión. —Hermano… —empezó, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Creo que Kenji está metido en algo muy serio. El mayor de los Tachibana, que revisaba un mapa desplegado sobre la mesa, alzó la mirada de inmediato. Su expresión cambió de concentración a alerta, reflejando una mezcla de preocupación y atención plena. —¿Qué te hace pensar eso? —preguntó, dejando a un lado los papeles para enfocarse por completo en su hermano. Ryohei se acomodó en la silla, pasando las manos vendadas por el rostro como si intentara ordenar sus ideas. —Hablé con sus padres hace unos días. Están igual de preocupados. No han tenido noticias suyas. Kenji siempre fue precavido. Incluso cuando se alejaba por un tiempo, dejaba alguna pista… una llamada, una nota, algo. Ahora… es como si se lo hubiera tragado la tierra. Su voz se quebró un instante, pero respiró hondo antes de continuar. —Y hay algo más. Esto apareció en mi bolso. —Sacó el sobre algo arrugado y lo colocó sobre la mesa con cuidado. Tetsu frunció el ceño. Se inclinó hacia adelante con gesto cauteloso mientras examinaba el objeto. —¿Un sobre? ¿Qué hay dentro? —preguntó, tomándolo como si pudiera pesar más de lo que aparentaba. —Un boleto de tren a Sotenbori… y una nota —respondió el menor, su tono teñido de inquietud mientras lo observaba abrir el papel—. No hay remitente. El boleto es válido, pero el mensaje que lo acompaña… suena más a advertencia que a invitación. El hermano mayor desplegó la nota con dedos firmes. Sus ojos recorrieron las líneas manuscritas mientras su expresión se tensaba. Ryohei contenía el aliento, expectante. —"Un reflejo de lo que no se ve, escondido en lo alto donde los peces ya no nadan. Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti." —leyó Tetsu en voz alta. Su tono, grave. Su mirada, severa—. Esto no deja lugar a dudas. Alguien quiere que vayas a Sotenbori. Ryohei apretó los puños. La frustración y la incertidumbre se dibujaban claramente en su rostro. —No puedo quedarme aquí sin hacer nada —dijo con voz tensa—. Si existe la mínima posibilidad de que Kenji esté allá, tengo que ir. Apretó la mandíbula. —Aunque sea una trampa. Tetsu lo miró en silencio, evaluándolo. Sus ojos buscaban señales de vacilación en el menor. Finalmente, suspiró y cruzó los brazos, como si intentara contener su propia preocupación. —Lo entiendo, pero no podemos permitirnos actuar impulsivamente —respondió con firmeza—. Eso es justo lo que podrían estar esperando: separarte, aislarte. Si caes, perderemos más que el rastro de Kenji. Ryohei desvió la vista hacia el sobre. Las palabras del acertijo giraban en su mente como un eco. Aunque aún no descifraba su significado, algo dentro de él le gritaba que el tiempo corría en contra. —Lo sé —murmuró, su voz más baja—. Pero no puedo dejar de pensar que esto no es solo un anzuelo. Siento que alguien está moviendo piezas… y Kenji está atrapado en medio de todo. El mayor frunció el ceño, asintiendo lentamente. —Por eso mismo hay que ser inteligentes —afirmó—. Necesitamos un plan. Uno que no nos deje expuestos a su juego. El menor de los Tachibana cerró los ojos por un instante. Respiró profundo y al abrirlos, su mirada estaba más clara. Determinada. —Entonces ayúdame a planearlo —dijo con voz firme—. Pero no me pidas que me quede quieto. No voy a abandonar a Kenji. Tetsu lo contempló unos segundos, antes de asentir lentamente. —Te ayudaré. Usaremos a la gente que conocemos en Osaka. Ya que este acertijo… nos ofrece una pista, pero también puede ser una trampa. Es un arma de doble filo. Ryohei frunció el entrecejo, intentando descifrar la advertencia. —¿A qué te refieres? El mayor respiró hondo, como si ordenara mentalmente todo lo que estaba a punto de revelar. —Mientras investigaba, llegó información que podría estar conectada con esto —dijo finalmente, haciendo una breve pausa—. Alguien en Sotenbori está registrado bajo el nombre de Makoto Makimura. El más joven entrecerró los ojos. —¿Makoto…? ¿Crees que sea nuestra Makoto? —preguntó con cautela. —Eso no está claro todavía —admitió el mayor. Se movió con lentitud por la oficina, caminando hacia la ventana mientras sus pensamientos parecían tomar forma entre las sombras que caían sobre Little Asia. —Según mis fuentes —continuó, apoyando una mano en el marco—, se trata de un hombre que administra una clínica de masajes y acupuntura. Guardó silencio unos segundos, observando la calle como si buscara confirmar algo en el reflejo del vidrio. —Pero algo no cuadra. Ese nombre, ese lugar… huele a fachada. Volvió la mirada hacia su hermano menor, su rostro marcado por la seriedad. —Alguien la está protegiendo. Y si tengo razón... Kenji podría haberse cruzado con esa red. Ryohei apretó los labios, hilando mentalmente las conexiones. —¿Crees que fue llevado a Sotenbori porque descubrió algo? —su tono se volvió más firme—. Si es así, no podemos perder tiempo. Debemos confirmar si ese Makoto está vinculado a ella… y si Kenji está implicado, traerlo de vuelta. Tetsu asintió, viendo la convicción arder en los ojos de su hermano. —Exacto. Pero no iremos sin prepararnos. Si ambos están en peligro, enfrentaremos mucho más que a los Dojima. Esto ya excede los límites de lo que imaginábamos. El menor permaneció inmóvil, procesando cada palabra. Todo apuntaba a una verdad inevitable: estaban entrando en un terreno desconocido. —Hay algo más —añadió el mayor, su voz más baja, como si pesara cada palabra—. Según los rumores, Makoto no está sola. Alguien más la protege… alguien que conoce demasiado bien los movimientos de las familias yakuza en Sotenbori. El menor parpadeó, procesando la nueva información. Su mente se llenó de preguntas. —¿Un aliado? —dijo finalmente, sin saber si eso era un alivio o una amenaza. —Eso parece —asintió Tetsu—. No sabemos quién es, pero los rumores afirman que esta persona ha estado moviendo hilos para mantenerla fuera del radar. Aunque no podrá hacerlo por mucho tiempo. Si las cosas se complican… ella podría volverse un blanco muy fácil. Ryohei apretó los puños. La posibilidad de que Makoto tuviera un protector le ofrecía algo de consuelo, pero también añadía una nueva capa de incertidumbre. ¿Quién era ese desconocido? ¿Podía confiar en él? —¿Qué tan confiable es esa información? —preguntó, con un dejo de ansiedad que no logró disimular. —Es un rumor —reconoció el hermano mayor—. Pero si es cierto, significa que alguien más también sabe lo valiosa que es. Y eso incluye a gente mucho más peligrosa que los Dojima. —¿La Alianza Omi? El silencio se instaló en la oficina como una sombra. Ryohei alzó la vista, encontrándose con la mirada de su hermano. En sus ojos ya no quedaba espacio para la duda. —Si tantas personas están tras ella, no podemos esperar. Tenemos que encontrarla antes que ellos. Y si ese supuesto aliado está de nuestro lado… bien. Pero si no lo está, no dudaremos. Tetsu lo sostuvo con la mirada. Y en ella, vio lo que temía y admiraba a partes iguales. —Tienes razón —dijo finalmente, con un tono que contenía tanto orgullo como advertencia—. Pero cada paso que demos a partir de ahora deberá ser milimétrico. Porque si caemos… ellos no dejarán a nadie en pie. Ambos hermanos se miraron en silencio, conscientes de que estaban entrando en un terreno desconocido y peligroso. Pero también sabían que ya no había marcha atrás. Ryohei inspiró profundamente, dejando que las palabras de su hermano mayor calaran en su mente. Aunque el camino por delante se presentaba incierto y plagado de riesgos, tenía claro que no pensaba dar un paso atrás. Antes de que pudiera responder, la puerta de la oficina se abrió de golpe. Oda irrumpió en la sala, con el rostro marcado por una urgencia que electrizó el ambiente. —¡Kiryu está en problemas! —exclamó, la voz firme pero cargada de tensión—. Los Dojima lo están rodeando. Está luchando… pero no creo que pueda con todos ellos. Ryohei reaccionó al instante. Se puso de pie con rapidez, sus manos buscando el bolso por costumbre. Pero Oda lo detuvo con una mano en el hombro. —¡Espera, Ryohei! —dijo con tono autoritario—. No es algo que debas tomar a la ligera. Es probable que Kuze esté involucrado. Si actúas sin pensar, tanto tú como Kiryu estarán en peligro. Especialmente si descubren quién eres. El menor de los Tachibana lo miró fijamente. Sus ojos reflejaban una intensidad contenida mientras se obligaba a respirar profundo y calmarse. Cerró los ojos por un momento, intentando silenciar el impulso, y dejó que su mente lógica tomara el control. —Kiryu-san seguramente buscará llegar a los alrededores del Serena —dijo al abrir los ojos, alternando la mirada entre Oda y su hermano mayor—. La calle Tenkaichi fue siempre su punto de repliegue. Hizo una breve pausa, reuniendo sus pensamientos. —Cuando formamos el equipo, él mismo sugirió que, si ocurría algo grave, nos dirigiéramos a ese lugar. Es estratégico. Conoce cada rincón y siempre encuentra una forma de escapar. Oda asintió lentamente, procesando su razonamiento. —Tiene sentido —admitió—, pero no lo logrará solo. Hay demasiados hombres tras él. Ryohei avanzó hacia la mesa. Apoyó ambas manos sobre la superficie mientras su mente se activaba, organizando las piezas con rapidez. —Debemos adelantarnos a los acontecimientos —dijo con decisión—. Oda-san, encárgate de distraerlos. Mantenlos ocupados el mayor tiempo posible, para que él tenga margen de maniobra. Alzó la vista hacia su hermano. —Tetsu, necesitamos una ruta de escape. Si logro alcanzarlo, podré guiarlo por los callejones hasta aquí. El mayor lo observó en silencio, midiendo la resolución que ardía en sus ojos. Finalmente, asintió. —Entiendo el plan —dijo, aunque su mirada delataba preocupación—. Pero necesitaremos una salida rápida desde la calle Tenkaichi. Se giró hacia Oda, con expresión resuelta. —Prepárate. Consigue un vehículo. Cuando Ryohei lo encuentre, tendrán que salir de inmediato. Si los rodean con refuerzos, no habrá margen de error. Y si es necesario… conduciré yo mismo. —Jefe, sabes que no puedes manejar debido a... —No es momento de preocuparme por mi salud ni por la prótesis —interrumpió con voz firme. Se dirigió al menor de los tres. —Prefiero arriesgarme antes que ver a Kiryu o a ti atrapados. Deberías dejar ese bolso aquí. Te ralentiza. Ryohei asintió. Sin titubear, dejó el bolso sobre el escritorio de Tetsu. —Tienes razón. No puedo cargar con peso extra si quiero llegar a tiempo —dijo, su tono tenso, aunque contenido—. Me encargaré de atraer la atención de los Dojima. Mi vínculo con el Lote Vacío bastará para ser una buena carnada. Elevó ligeramente el mentón. —Pero mi prioridad sigue siendo llegar al Serena. Confío en ustedes para coordinar desde aquí. Prepárense… puede que no volvamos ilesos. Tetsu sostuvo la mirada sin inmutarse, aunque la preocupación brillaba en el fondo de sus ojos. —Ten cuidado —respondió con seriedad. Su voz era firme, pero lo que no mencionó pesaba más que lo que dijo. Oda permaneció en silencio, con los brazos cruzados, mientras Ryohei ajustaba su chaqueta y tomaba una última respiración profunda. Justo antes de que cruzara la puerta, Tetsu volvió a alzar la voz. —Confío en ti. No lo olvides. Ryohei salió corriendo de la oficina. Sus pasos resonaron con fuerza en el pasillo antes de perderse entre los sonidos del distrito. Oda, que seguía con los brazos cruzados, soltó una breve risa y negó con la cabeza. —No hay duda de que son hermanos —comentó, lanzando una mirada cómplice al mayor—. Esa mezcla de terquedad y estrategia los mete en problemas… y los saca también. Tetsu no respondió de inmediato. Su atención estaba fija en el bolso abandonado sobre el escritorio. Su mirada, endurecida, no escondía el orgullo que comenzaba a crecer detrás de la tensión. —Prepárate —ordenó de pronto, con voz seca y precisa—. Necesito el auto listo y un equipo con uno de los camiones de la inmobiliaria. Se giró hacia Oda, su tono más severo que antes. —Si Ryohei logra despejar el camino, nosotros nos encargaremos de que tengan adónde llegar. Mientras tanto, debo hablar con Chen-san. El subordinado asintió sin decir más y salió con rapidez. El hermano mayor quedó solo por unos segundos, rodeado por una calma tensa. Cerró los ojos brevemente antes de regresar al mapa, donde ahora trazaba rutas no solo de escape, sino de guerra. Fuera de Little Asia, Ryohei ajustó la capucha de su chaqueta. Bajó la cabeza, intentando fundirse con las sombras de Kamurocho. El objetivo estaba claro, pero era peligroso: convertirse en la carnada para que el ex yakuza pudiera escapar. Sabía que ambos eran objetivos prioritarios. Kiryu, por su supuesta traición al clan. Él, por ser copropietario del Lote Vacío. Aunque carecía de experiencia real en combate, confiaba en que su presencia bastaría para alterar el equilibrio. Mientras avanzaba por las callejuelas, se aferró a las enseñanzas de Hanzo. "Si funcionó una vez, funcionará de nuevo." Trazó mentalmente su plan: atraer la atención de los Dojima, desaparecer entre los muros y, si no quedaba otra salida, usar la fuerza. Sus piernas eran su mayor arma. Aún no perfectas, pero suficientes. "Tus piernas son un arma poderosa, Hiratori... pero te falta precisión." Las palabras del maestro resonaron como un eco entre los edificios. No estaba en un entorno controlado. Esto era la calle. Esto era guerra. En una esquina cercana, dos hombres con trajes oscuros captaron su atención. Uno de ellos lo observó con intensidad, entrecerrando los ojos. Murmuró algo al otro, y ambos comenzaron a acercarse. La adrenalina se disparó. Ryohei giró con rapidez y aceleró el paso. Los ecos de sus perseguidores no tardaron en seguirlo. Lo habían reconocido. No había marcha atrás. Aumentó la velocidad, esquivando a los peatones como si se tratara de un circuito. Al doblar una esquina, divisó un callejón estrecho lleno de obstáculos: cubos de basura, cajas, estructuras oxidadas. —Perfecto —murmuró, bajando la cabeza. Se ocultó detrás de unos barriles y, al divisar un tubo metálico, lo tomó con firmeza. Los pasos se acercaban. —¿Dónde está ese mocoso? —gruñó uno, frustrado—. Lo vi entrar aquí. No pudo desaparecer. —¿Estás seguro de que era Tachibana? —preguntó su compañero, mirando a su alrededor. —¡Claro que sí! Coincide con la descripción. Antes de que pudieran reaccionar, Ryohei emergió de las sombras. Con un golpe certero, el tubo impactó en la cabeza de uno de los hombres, que cayó inconsciente de inmediato. El otro intentó sacar un arma, pero no tuvo oportunidad. Ryohei pateó una repisa cercana, provocando una lluvia de latas y cajas que cayeron sobre él. El segundo yakuza quedó atrapado entre los escombros, sin posibilidad de moverse. Sin perder tiempo, el joven retrocedió por el mismo callejón y retomó la carrera. Su respiración estaba agitada, pero su mente analizaba cada detalle. "¿Será la adrenalina?" pensó, recordando lo que había leído sobre el cortisol, el ritmo cardíaco, la respuesta del cuerpo bajo estrés. "No es momento de pensar en eso." Sacudió la cabeza, forzándose a mantener el enfoque. Reguló la respiración. Ajustó el paso. Y siguió corriendo, sabiendo que cada segundo ganado podía ser la diferencia entre vida y muerte. En su camino, se vio obligado a recurrir a nuevas distracciones. En una intersección, volcó un carrito de frutas, haciendo que las manzanas y los naranjos rodaran por el suelo, bloqueando el paso de un grupo de yakuzas de bajo rango. Eran los típicos perros rastreros que se guiaban por descripciones vagas. Sabía que perderían tiempo investigando. Una pequeña ventaja. Pero también era consciente de que los peces gordos, los lugartenientes, no caerían en trucos tan simples. Por eso, en otra esquina, empujó una pila de cajas y bloqueó un callejón angosto, cerrando otra ruta de persecución. Cada paso estaba calculado. Usaba el entorno como una extensión de sí mismo, tal como le habían enseñado, aunque también sabía que los más experimentados pronto se adaptarían. Tras correr varias cuadras, esquivando enemigos y distrayendo su atención, llegó a una zona más concurrida. Alejado, por ahora, de la amenaza directa. Intentó mezclarse entre la multitud mientras ajustaba nuevamente la capucha. Su respiración seguía agitada y el sonido de su corazón le retumbaba en los oídos, pero se dio cuenta de algo: estaba resistiendo mejor. El entrenamiento había comenzado a dar frutos. Justo cuando intentaba estabilizarse, una frase captada al vuelo lo paralizó. —¿Escuchaste sobre el incendio en el sector residencial? —comentó uno de los transeúntes, con un tono cargado de alarma—. Empezó hace apenas unos minutos... Ryohei se detuvo de golpe. Su cuerpo se tensó. La sangre le heló las venas. ¿Incendio? ¿En qué edificio? Imágenes horribles invadieron su mente. Una idea oscura lo atravesó como un rayo: “¿Y si Kiryu-san está atrapado?” Se acercó a las personas que hablaban, sin ocultar su urgencia. —Disculpen —interrumpió, la voz más firme de lo esperado, aunque traicionada por un leve temblor—. ¿Saben en qué sector de apartamentos está el incendio? Una mujer, visiblemente angustiada, señaló hacia el horizonte. —Por allí... entre esos edificios —dijo, extendiendo el brazo—. ¿Ves el humo? Ya deben estar allí los bomberos. El joven encapuchado alzó la vista. Un hilo gris se elevaba en el cielo, justo sobre la zona donde se encontraba el apartamento de Kiryu. El estómago se le encogió. El aire se volvió más denso, casi irrespirable. —Gracias… —susurró, apenas inclinando la cabeza antes de echar a correr. Cada paso era un latido más cerca del abismo. La culpa y la desesperación se entrelazaban como cuchillas en su interior. Al ver que la distancia era aún considerable, miró en todas direcciones hasta encontrar un taxi. —Al sector residencial. ¡Rápido, por favor! —ordenó al conductor, con voz urgente. El vehículo arrancó, pero el tiempo parecía dilatarse con cada semáforo. Ryohei apretaba los puños, luchando contra el impulso de gritar. Cuando finalmente llegó, el nudo en su estómago se convirtió en una piedra. El edificio estaba en llamas. Las ventanas del departamento de Kiryu eran el foco. Una columna de humo negro subía al cielo. Bomberos trabajaban sin descanso para controlar el fuego. Residentes, algunos con quemaduras leves, arrojaban cubos de agua o ayudaban con mangueras improvisadas. Otros se alejaban cubriéndose el rostro con toallas húmedas, los ojos vidriosos. Paramédicos atendían a los heridos, rodeados de caos. Saltó del taxi y corrió hacia la entrada, pero una barrera policial lo detuvo. —¡No puedes pasar! —le gritó un oficial, extendiendo un brazo—. La zona es peligrosa. —¡Es el apartamento de un amigo! ¡Por favor, díganme qué pasó! —exclamó, jadeando. Su voz temblaba entre desesperación y rabia. El oficial lo miró con firmeza, aunque algo en su rostro denotaba empatía. —Parece que fue intencional —dijo con gravedad, volviendo la vista hacia las llamas—. Los vecinos dicen que el dueño y otro hombre salieron temprano. El lugar estaba vacío cuando empezó. Ryohei apretó los dientes. Actuando por instinto, forzó un acento mezclado de mandarín y japonés. El mismo que había usado días antes para confundir a los policías cerca del Lote. —Yo salí con él esta mañana —dijo con convicción—. Soy visitante. Llevo unos días quedándome ahí. No soy de este país. El agente lo evaluó por un momento. —¿Dejaron algo encendido? ¿Algún aparato o vela? —No —respondió sin dudar, la voz grave. El alivio lo golpeó de inmediato, pero no fue suficiente. No cuando aún no sabía con certeza si Kiryu estaba bien. —Necesitaremos que preste declaración cuando esto termine. Quédese cerca —ordenó el oficial antes de marcharse. Ryohei retrocedió un paso. Sus ojos fijos en las llamas. Los puños le temblaban. Una mezcla de impotencia, rabia y miedo le recorría el cuerpo. Cerró los ojos con fuerza. Respiró hondo. Tenía que calmarse. Kiryu era fuerte. Si seguía el plan, se dirigiría al Serena. Se aferró a esa posibilidad. Giró sobre sus talones y tomó otro taxi rumbo a la calle principal. Al llegar a los alrededores del bar, bajó del vehículo sin perder tiempo. Caminó hacia el Serena con la esperanza de encontrarlo allí. Mantuvo la cabeza gacha, alerta, consciente de que podrían seguirlo. Sus pasos eran firmes, pero medidos. Cada sombra lo ponía en guardia. De pronto, una figura emergió de un callejón. Murakado. Su aire tranquilo de siempre, pero esta vez llevaba una bolsa de farmacia en la mano. El logotipo impreso brillaba bajo la luz de un letrero parpadeante. Ryohei se tensó. Instintivamente, se detuvo. —Murakado-sensei —murmuró, aflojando apenas la postura. El maestro lo saludó con una inclinación ligera de cabeza. —Hiratori, qué coincidencia encontrarte por aquí —dijo con su tono sereno y cortante—. ¿Todo bien? Te veo... tenso. ¿Puedo ayudarte en algo? El joven dudó. Apretó la mandíbula, tratando de mantener la compostura. Sus ojos se desviaron un segundo hacia la bolsa. Reconoció el empaque de medicamentos. Su hijo… Un pensamiento más humano, pero no podía bajar la guardia. Nunca con él. —No es nada —respondió, buscando cerrar rápido el encuentro—. Solo ha sido un día... complicado. Hizo una leve inclinación de respeto. —Disculpe, sensei. Debo seguir. Intentó avanzar, pero Murakado dio un paso al frente. Lo detuvo con un gesto. Calmo, pero con una firmeza inconfundible. Su sonrisa, apenas dibujada, se mantenía inmóvil. —He escuchado rumores, Hiratori… —murmuró, en voz baja—. Rumores sobre llamas que consumen más que edificios. Hizo una pausa. Movió la bolsa de farmacia, como si cambiara de tema. —Curioso, ¿no crees? A veces el fuego no solo destruye. También revela lo que otros intentan ocultar. Ryohei se detuvo en seco. Sintió una presión en el pecho, como si una mano invisible lo apretara desde dentro. La insinuación era clara. Demasiado directa como para fingir que no entendía. Giró lentamente hacia su maestro, con la mirada endurecida. —¿A qué se refiere, sensei? —preguntó, con la voz baja, tratando de conservar la calma. Sus manos comenzaban a cerrarse en puños. Murakado dejó escapar una leve risa, encogiéndose de hombros con aparente despreocupación. Guardó la bolsa tras su espalda, como si la conversación fuera un simple pasatiempo. —Solo reflexionaba en voz alta… —dijo, con un tono ligero, aunque sus ojos brillaban con malicia—. ¿Sabías que a veces las cartas o los mensajes que llegan a los bolsillos equivocados pueden causar problemas inesperados? Se detuvo, dejando la frase en el aire como un veneno lento, mientras observaba la reacción de Ryohei. —Es curioso cómo un pequeño error puede cambiar tanto las cosas. Un escalofrío recorrió la espalda del chico. No eran simples provocaciones. Eran pistas. Indirectas disfrazadas con elocuencia. Pensó en el sobre con el pasaje a Sotenbori, en la nota con el acertijo. ¿Fue realmente un accidente? ¿O parte de algo más grande? El Sensei dio un paso atrás, acomodando la bolsa de farmacia como si fuera el gesto más natural del mundo. La sonrisa en su rostro no era de cortesía. Era una máscara. Una que escondía algo oscuro. —Tómalo como un consejo, Hiratori —añadió, antes de girarse y desaparecer entre las sombras del callejón—. En un mundo como este, no todo es lo que parece... y tampoco todos son quienes dicen ser. Ryohei se quedó inmóvil, con la mente zumbando como un enjambre de preguntas. El eco de esas palabras retumbaba en su pecho. No tenía pruebas, pero su instinto no lo engañaba: Murakado sabía más. Mucho más. Quizá incluso sobre Kenji. Tragó saliva, forzándose a respirar profundo. Sacudió la cabeza, tratando de disipar la niebla que se formaba en sus pensamientos. No podía perder el enfoque. Tenía que encontrar a Kiryu. Y tenía que hacerlo rápido. Aceleró el paso. Las calles familiares de Kamurocho lo guiaban con cada esquina, cada cartel iluminado. Ya estaba cerca de la calle Tenkaichi. Del Serena. Cuando llegó al edificio, no se detuvo a dudar. Cruzó el hall, presionó el botón del ascensor. Subía solo unos pocos pisos, pero el tiempo pareció ralentizarse. La ansiedad era una sombra que no se despegaba de su espalda. Ding. Las puertas se abrieron al tercer piso. Caminó con decisión hasta la entrada del bar. Estaba cerrado al público, como una bestia dormida en la penumbra. El letrero apagado. Las luces tenues en el interior. Empujó la puerta con cautela. Dentro, Reina alzó la mirada desde detrás de la barra. Su expresión cambió en un instante, pasando de neutral a tensa al ver el estado del chico. Ropa arrugada, vendas en las manos, sudor marcando su frente. No hacía falta preguntar: algo grave había ocurrido. —Ryohei… —susurró, saliendo de la barra para acercarse—. ¿Qué te ha pasado? Él soltó el aire lentamente y se dejó caer en una de las sillas. Cada músculo gritaba. —Nada que no pueda controlar… supongo —respondió, con una sonrisa agotada. Levantó las manos para mostrar las vendas—. Entrenamiento. Mis maestros tienen métodos bastante... prácticos. La mujer arqueó una ceja. Cruzó los brazos. Lo estudió en silencio. —Entrenamiento, ¿eh? —repitió, sin creer una palabra—. Te conozco, Ryohei. ¿Qué está pasando de verdad? Él desvió la mirada, bajándola hacia la barra. —La situación se ha complicado —admitió, más serio—. Tengo que proteger a alguien. Y no puedo permitirme fallar. Reina lo observó un momento. Su rostro se suavizó, pero no perdió esa tensión firme de quien sabe que el peligro está cerca. —Sigues siendo el mismo, pero hay algo en ti que cambió —dijo, con voz más baja mientras tomaba una botella de agua y se la dejaba al frente—. No sé si es tu mirada, tu postura... pero pareces alguien que ya eligió su camino. Solo cuida esas manos, ¿sí? Las necesitas para sanar, no para destruir. Él esbozó una sonrisa tenue. Bebió con ansiedad, como si el agua pudiera borrar el sabor metálico del miedo que aún cargaba. —¿Has visto a Kiryu-san? ¿Desde lo que pasó con Awano? —No —dijo Reina, sacudiendo la cabeza lentamente—. A él, pero a Nishikiyama.kun si. Conociéndolos bien, debe estar intentando proteger a alguien. Como tú. Ryohei bajó la botella. Su respiración se hizo más lenta. —Si llega aquí… dile que lo estoy buscando —pidió, poniéndose de pie—. Que esté alerta. No quiero que lo tomen por sorpresa. Reina lo miró con atención. Cuando estuvo a punto de abrir la puerta, lo detuvo con un gesto. —Espera. Se acercó a él. Le puso una mano en el hombro. Su mirada tenía esa mezcla única de calidez y firmeza. —Oda me contó algunas cosas. Sobre ti. Sobre tu hermano. Y sobre por qué estás aquí. Mira, esta noche cerraré el bar. No hay clientes. Quédate aquí. Descansa. Yo saldré a buscar a Kiryu. Si aparece antes, al menos sabrá que estás a salvo. Ryohei dudó. —¿Estás segura? No quiero que te metas en esto. Reina sonrió. —Ya estoy metida. Todos lo estamos. No te hagas el mártir. —Lo empujó suavemente hacia una mesa cerca de la bodega—. Quédate ahí. Si escuchas algo raro, escóndete en la bodega. La puerta quedará con llave, pero desde dentro puedes abrirla. Él asintió. No era su primera opción. Pero era lo más sensato. Se dejó caer en la silla. Cerró los ojos. Solo un instante. Solo para recuperar el control. Reina, ya en la puerta, se detuvo antes de salir. Lo miró una última vez. —Ten cuidado, Reina-san —murmuró él, sin levantar la cabeza. Ella asintió, con una sonrisa breve, y salió al silencio de Kamurocho. Ryohei quedó solo en el Serena. La tenue iluminación dibujaba sombras largas sobre las mesas vacías. El bar, cerrado, parecía un refugio. Pero también una trampa. Cerró los ojos, apoyó los brazos vendados sobre la mesa y respiró hondo. Fuera, la ciudad ardía con sus propios demonios. Dentro, los suyos se acumulaban en silencio, cada uno con el rostro de alguien que aún debía proteger.