Capítulo 11
“El Peso de Proteger”
El Serena estaba sumido en una calma inquietante, una que pesaba como un velo en el ambiente. El suave tintineo de las botellas, provocado por algún movimiento imperceptible, y el zumbido apenas audible de las luces sobre la barra eran los únicos sonidos que rompían el silencio, acompañando a Ryohei en su soledad. Sentado en una de las sillas, con la espalda ligeramente encorvada, observaba el espacio vacío frente a él. La puerta cerrada reforzaba la sensación de aislamiento, mientras el murmullo distante del bullicio de Kamurocho apenas lograba filtrarse por las paredes del bar. Con una mano apoyada sobre la botella de agua que Reina le había dejado, la levantó lentamente y dio un sorbo. El frío del líquido recorrió su garganta, pero no logró calmar la tormenta que rugía en su mente. Su mirada vagaba por el lugar, inquieta, buscando respuestas en un silencio que solo aumentaba la tensión a su alrededor. «Espero que Reina-san pueda encontrar a Kiryu-san», pensó, dejando la botella sobre la barra mientras comenzaba a caminar de un lado a otro. «Tampoco quiero que se vea en peligro por mi culpa». Otra preocupación cruzó fugazmente su mente, pero enseguida las palabras de Murakado volvieron a resonar con fuerza: —¿Sabías que a veces las cartas o los mensajes que llegan a los bolsillos equivocados pueden causar problemas inesperados? Es curioso cómo un pequeño error puede cambiar tanto las cosas. Persistentes. Desconcertantes. ¿A qué se refería exactamente? ¿Sabía algo sobre el sobre que había recibido esa tarde? Había visto a Murakado minutos antes de llegar al bar, caminando con una bolsa de medicamentos. Según Hanzo, su hijo estaba enfermo, lo que explicaba su ausencia en el dojo. Pero entonces… ¿cómo podía estar relacionado con el mensaje? ¿Fue solo una coincidencia… o todo estaba fríamente calculado? De pronto, el teléfono del bar sonó, cortando el silencio en seco. El timbre resonó como una alarma. Ryohei se detuvo al instante, con el pulso acelerado. La tensión se acumulaba con cada segundo. ¿Sería Reina? ¿O una noticia aún más sombría? Cruzó el bar rápidamente y tomó el auricular con la mano temblorosa. La respiración se le aceleró mientras la línea conectaba. Un estremecimiento recorrió su espalda. —¿Diga? Su voz sonó más tensa de lo que habría querido. Una voz familiar emergió del otro lado, entrecortada y urgente. —¿Ryo? ¡Ryo, eres tú! Era Kenji. La carga emocional en su voz se mezclaba entre alivio y desesperación. —¿Kenji...? —exhaló el joven con fuerza—. Menos mal que lograste llamar. ¿Dónde estás? Hubo un largo silencio. Luego, la respuesta llegó distorsionada, como si quien hablaba apenas pudiera mantenerse consciente. —No lo sé… Está todo oscuro, amigo. Al parecer es una especie de bodega… u oficina. La voz temblaba. Ryohei alcanzó a oír un suspiro de cansancio, seguido por un ruido lejano. Algo o alguien se movía cerca. La tensión se disparó. —¿Puedes moverte? ¿Hay alguna salida? Cada palabra era una cuerda tensa a punto de romperse. Su mente corría en mil direcciones. —No estoy seguro… El lugar parece… Kenji hizo una pausa. Luego, un susurro casi imperceptible: —La puerta está cerrada. Hay algo raro aquí, Ryo. Y… creo que alguien está esperando. Dicen que "el Sensei" mencionó que… que el dueño del Solar debe venir por mí… El corazón del médico se detuvo un instante. —¿Qué dices? —apretó el teléfono—. ¿El dueño del Solar? «¿Qué significa eso? ¿Por qué él...?». Kenji respiraba con dificultad. Al fondo, algo crujió, como si un objeto cayera al suelo. El silencio que siguió fue denso, casi sólido. —Ryo… escucha… Te… te dije que... Un golpe seco atravesó la línea. Luego, un grito ahogado. Y nada más. La línea quedó en silencio. Ryohei se quedó helado. El auricular resbaló de su mano y golpeó la mesa con un sonido sordo. Apretó los puños. Ira. Miedo. Impotencia. «El dueño del Solar debe venir por mí…» Esa frase no dejaba de retumbarle en la cabeza. Observó el teléfono caído sobre la mesa, inmóvil, como si esperara que volviera a sonar. Un escalofrío recorrió su espalda mientras su mente comenzaba a atar cabos. El Lote vacío. El terreno que, sin haberlo pedido, ahora parecía cargar con un destino. «¿Eso significa que... soy yo?». Las preguntas se acumulaban: ¿quién lo secuestró?, ¿por qué lo mencionaba Kenji?, ¿estaban involucrados los Dojima?, ¿el Clan Tojo? Y luego, "el Sensei". Ese nombre lo incomodaba. No sabía a quién se refería, pero todo apuntaba a que debía actuar. Él mismo debía ir. Tenía que hablar con su hermano. Pero antes, encontrar a Kiryu. Luego, dirigirse a Little Asia. El tiempo se le escapaba entre los dedos. Un golpeteo suave en la puerta principal del bar interrumpió el flujo de pensamientos. La madera crujió al abrirse. Ryohei levantó la vista. Todo su cuerpo se tensó. Allí estaba Reina. Su rostro mostraba preocupación, pero también alivio. —Ryohei... —dijo con la voz grave—. Kiryu-san… lo encontré. La puerta trasera se abrió con violencia. Kiryu entró tambaleándose. Estaba de pie, pero visiblemente herido. Un corte le surcaba la ceja, la ropa empapada, el rostro pálido. Avanzó con dificultad, aunque su cuerpo seguía firme por pura voluntad. —Solo estaré por poco tiempo… hasta que tu hermano se comunique con nosotros —murmuró el hombre, con voz áspera. Reina dio un paso adelante. —Pueden quedarse ambos si lo necesitan. La bodega es grande y tengo futones listos. —No creo que sea necesario —intervino el aspirante a médico, acercándose mientras su amigo se dejaba caer en una de las mesas—. Hablé con mi hermano. Me encargaré de llevarlo a un sitio seguro. Ryohei se inclinó sobre él, examinándolo. Notó la forma en que se sentaba con dificultad. El corte en la ceja no parecía profundo, pero requería atención. Lo palpó con cuidado. Luego se volvió hacia la mujer. —Reina-san, necesito ver bien esa herida. No parece grave, pero hay que limpiarla. ¿Puedes traer el botiquín? Ella asintió y se fue a la trastienda. —Una mujer me dijo que podía esconderme por las alcantarillas —murmuró Kiryu—. Y claro… ahí estaba Kuze, esperándome con una motocicleta. Intentó atropellarme. Su comentario lo escuchaba en silencio, conteniendo un comentario sarcástico. Le costaba no hacer una broma. Kiryu, el tipo más duro que conocía, atrapado por una mujer... Pero no era el momento. Reina volvió con el botiquín. Ryohei lo tomó y comenzó a limpiar la herida con movimientos firmes pero cuidadosos. —Lo enfrenté… lo vencí a duras penas y logré escapar —continuó el herido—. Pero terminé en una discoteca. El comentario lo hizo fruncir el ceño. —Solo a ti se te ocurre salir de una alcantarilla y acabar en una discoteca, empapado y con la cara rota —soltó, sin poder evitarlo. Reina esbozó una leve sonrisa. Kiryu no respondió, pero sus ojos brillaron apenas, como si en medio de todo el caos, una chispa de complicidad aún sobreviviera entre los tres. —¿Cuántas veces lo has enfrentado en una semana? ¿Cuatro? Si no recuerdo mal. Ryohei dejó escapar una risa corta, sin desviar la atención de las heridas de su amigo. —No me sorprendería que vuelva por otra paliza. Parece que le gusta, ¿no? Pero… ¿en una discoteca? Qué suerte… o será coincidencia. Quién sabe. Kiryu asintió en silencio. Un leve gesto de dolor cruzó su rostro cuando la gasa empapada en alcohol tocó su ceja. Luego, desvió la mirada hacia Reina, con una expresión cargada de preocupación. —Reina… ¿Sabes qué le ha pasado a Nishiki? —Por lo que creo, debe estar en las oficinas de la familia Kazama —respondió ella, sin pensarlo demasiado—. Lo vi entrar hace un rato. Aunque… parecía algo alterado. —Ya veo. Supongo que eso está bien. El healer frunció el ceño, desconcertado por la pregunta dirigida a la chica. Aun así, no interrumpió su labor y continuó limpiando con precisión la herida. —Menos mal que esto no requiere mayor intervención —comentó, esbozando una ligera sonrisa irónica—. No tengo equipo… y aún no se suturar. Alzó la vista apenas, antes de rematar con humor. —Aunque con lo que aprendí… no estaría mal empezar a practicar contigo. Kiryu soltó un suspiro y, pese a todo, sonrió. Sabía que ese humor irónico era parte del intento de Ryohei por aliviar la tensión. Le agradecía el gesto, aunque no lo dijera. Sin embargo, sus pensamientos pronto volvieron a nublarse. Su mirada se perdió en el vacío. —Kiryu-san —interrumpió Reina, con suavidad—. Afuera… me dijiste que cortaste el vínculo con Nishikiyama-kun. Lo hiciste para mantenerlo a salvo, ¿verdad? El comentario caló hondo. El joven Tachibana alzó la vista, en silencio. La frase de la muchacha lo golpeó como un ladrillo. ¿Cortó el vínculo con Nishiki? ¿Así, sin más? No lo comprendía. O no quería comprenderlo. Su mente se inundó de conjeturas, su pecho se llenó de frustración. Antes de que pudiera decir algo, la voz de Kiryu lo interrumpió, grave. —Ahora mismo… —comenzó, buscando las palabras con cuidado—. La familia Dojima nos está persiguiendo. A mí… y a Ryohei. Hizo una breve pausa. Bajó la mirada. —Es mejor que Nishiki no tenga ninguna conexión con nosotros. Ryohei apretó la gasa con más fuerza de la necesaria, limpiando una herida en la mejilla de su compañero. Sabía que esas palabras eran verdad. Kiryu siempre había sido así. Protector. Discreto. Y él lo entendía. El pedido de su hermano. El vínculo maldito con el Lote. El secuestro de Kenji. La amenaza latente hacia la otra dueña. Todo ese caos parecía una pesadilla… una película que no quería protagonizar, pero de la que ya no podía escapar. No tenía más opción que seguir adelante. —Lo entiendo —murmuró Reina, con una leve tristeza en la voz—. Están hechos de la misma madera. Siempre cuidándose el uno al otro… incluso más que nosotros. Ryohei no respondió. Solo terminó en silencio de curar las heridas visibles. El sonido del alcohol mojando la gasa se mezclaba con los susurros lejanos de Kamurocho. Alzó la vista, más serio. —Cuando trabajaba aquí y venía a beber —comentó de pronto, con voz nostálgica—, siempre contaba anécdotas de ustedes dos. Sin saber quién eras, Kiryu-san. Una sonrisa le curvó la boca. Dejó escapar una leve risa, como una burbuja de alivio en medio de la presión. —Siempre lo hacía con tanta energía. Con exageración. Con esa sonrisa de idiota feliz. Reina sonrió también, cruzando brevemente miradas con él. —Se notaba que su conexión era única, por lo que contaba. Nunca he tenido un amigo tan cercano… tan íntimo. Me da algo de envidia. Kiryu bajó la vista. Las palabras de ambos le pesaban más de lo que quería admitir. Su voz salió baja, casi un susurro cargado de culpa. —Aun así… no quiero involucrarlo en más problemas de los que ya tiene por mi culpa. Sus dedos se apretaron levemente sobre la mesa. —Recuerdo lo que sucedió antes. Nishiki… intentó matarme para protegerme. Para liberarme. Ya es suficiente. No quiero terminar hiriendo a mi hermano. El silencio que siguió fue espeso, pero no duró demasiado. Reina suspiró y cambió de tono, más serio. —La policía también ha estado preguntando por ti. Kiryu la miró con inquietud. —Un detective vino al bar hace unos días —continuó—. Justo después del incidente con Awano. Preguntaba si te conocía… o si conocía a alguien cercano a ti. El silencio volvió. Esta vez más denso. Más definitivo. Kiryu los observó a ambos. Su mirada firme. Como quien ya aceptó su destino. —Supongo que mi tiempo se acabó. —¿Tu tiempo? —repitió la joven, sorprendida—. ¿A qué te refieres? El ex yakuza levantó la vista. Su rostro era una máscara de tensión. —Me están incriminando por el asesinato ocurrido en el Lote vacío… hace unos días. Ryohei no necesitó pensarlo. —Mi hermano movió sus hilos para retrasar la investigación de la policía y sus sospechas —dijo, cortando la tensión—. Es probable que ese tiempo ya haya terminado. La chica los miró a ambos. Se cruzó de brazos, evaluando cada palabra. —Dijiste “incriminado” … entonces, tú… —No lo hice —la interrumpió el hombre de traje, con firmeza en la voz—. Claramente, todo esto es una trampa. —Una trampa muy bien orquestada… —añadió el aspirante a médico, endureciendo el tono—. Los culpables tienen sus motivos, y tenemos a los sospechosos. Volvió a mirar a su compañero. —Por eso Oda te pidió que me dieras algunos días libres. Para ayudar en esta investigación. Un nuevo sonido cortó el momento. El ascensor se detuvo. Luego, golpes suaves en la puerta. Murmullos apagados. El cuerpo de Reina se tensó al instante. Sus ojos se clavaron en la entrada. El bar estaba cerrado. Si alguien tocaba… no era por casualidad. —Rápido. Escóndanse en la bodega. ¡Ahora! Su voz sonó firme, decidida. Ya estaba analizando el entorno, buscando la mejor manera de distraer a los intrusos. Los hombres no dudaron. Ryohei y Kiryu se desplazaron rápido hacia la bodega, siguiendo las instrucciones sin cuestionarlas. Ella se quedó en el bar. Sus ojos en la puerta. Su cuerpo firme. Su mente calculando. Estaba lista para lo que fuera. La puerta se abrió con brusquedad. Tres hombres de negro irrumpieron en el local. Sus pasos pesados resonaron sobre la madera. Uno de ellos se adelantó. Reina dio un paso, pero no logró reaccionar a tiempo. El primero la empujó con fuerza. El segundo levantó la mano y la golpeó con la palma abierta. El impacto fue brutal. El cuerpo de la joven cayó al suelo con violencia. Quedó allí, aturdida. Respirando con dificultad. Consciente, pero herida. —¿Crees que puedes engañar a la familia Dojima, preciosa? —espetó el que la había golpeado, mirándola con desdén—. ¡Kiryu! ¡Tachibana! ¡Salgan de ahí! Su voz retumbaba. —Llevamos vigilando este sitio todo este tiempo, maldita sea. Dejen de esconderse y sean hombres, par de… No alcanzó a terminar la frase. Kiryu y Ryohei salieron al mismo tiempo desde la bodega. Sus miradas eran fuego. Y la provocación, de golpe, dejó de tener efecto. Reina, aún en el suelo, levantó la mirada con odio. Su rostro reflejaba la furia que sentía. Mientras tanto, Kiryu y Ryohei avanzaban con pasos firmes, sus siluetas llenando el espacio con una presencia poderosa y amenazante. La tensión crecía con cada movimiento, como si sus cuerpos respondieran a una coreografía de venganza contenida. Estaban listos. Cada gesto era una advertencia. —¡Kiryu-san! ¡Ryo-chan! ¡Huyan! —gritó la joven, con voz urgente desde el suelo. —En una situación crítica… y me llamas Ryo-chan —murmuró él, sin borrar del todo una sonrisa—. Ese tipo le levantó la mano a una mujer… y espera que lo deje ir caminando. El hombre que los enfrentaba soltó una risa cargada de desdén. —Los más buscados de Kamurocho finalmente se hacen presentes —se burló—. ¡Salgan todos y acabemos con esto de una maldita vez! En ese instante, la puerta principal se abrió de golpe. Otro grupo de hombres vestidos de negro irrumpió por ambas entradas del bar, rodeándolos por completo. La amenaza era inminente. El ambiente se electrificó, como si el más leve movimiento fuera a encender la chispa del caos. Ryohei se tensó. Por un momento, el miedo se dibujó en su rostro... pero lo desplazó con rapidez. Su mirada se volvió aguda, analítica. Observó con precisión las posturas, las armas visibles, los puntos ciegos. Algunos empuñaban pistolas a la altura de la cintura. Otros se posicionaban cerca de las salidas. Uno, más alto y con la expresión endurecida, parecía ser el líder. El joven Tachibana absorbía cada dato como un estratega. —Kiryu-san... —susurró, mirando de reojo a su compañero. Pero no hizo falta hablar más. Sus miradas se cruzaron y bastó un segundo para entenderse. Kiryu asintió. Su atención se desvió hacia Reina, que seguía en el piso con la mejilla marcada por el golpe. —Lo siento… —dijo el ex yakuza, con voz grave—. No debimos haberte arrastrado a esto. Ella levantó el rostro, aún con los ojos encendidos. —¡Ya no tienes ningún lugar en el mundo...! —vociferó el líder de los atacantes, señalándolos—. ¡Acaben con ellos, ahora! La tensión se volvió densa como humo. Los pasos de los hombres resonaron al unísono, cerrando el círculo. Entonces, uno de ellos se abalanzó hacia Kiryu, con la furia reflejada en el rostro. Pero él estaba listo. Giró sobre sus talones, bloqueó el golpe y empujó con fuerza. El atacante salió disparado contra una mesa, rompiendo botellas a su paso. El impacto resonó por todo el local. Ryohei aprovechó el caos. Corrió hacia Reina, la tomó del brazo y la ayudó a levantarse. Intentó arrastrarla hacia un rincón más seguro. Pero antes de que pudieran avanzar, un corpulento hombre se cruzó en su camino y empujó con violencia al aspirante. El grandote levantó el brazo para golpearlo, pero Ryohei solo levantó una ceja, irónico. —¿En serio…? —dijo, al ver una botella rota en el suelo. La tomó sin pensarlo y la estrelló contra el rostro del atacante. El sonido del vidrio quebrándose fue seguido por un grito seco. El hombre cayó al suelo, sin sentido. —¿Te creías muy fuerte, verdad? —musitó, agachándose junto al cuerpo—. Siento arruinarte el rostro. No había tiempo para celebraciones. Otro de los sujetos se abalanzó con una silla en mano. Ryohei, sabiendo que necesitaba tiempo para que Reina se pusiera a salvo, lanzó una mirada rápida a Kiryu. Él comprendió al instante. Se giró, esquivó el golpe con la silla y contraatacó con una patada certera a la pierna del hombre, haciéndolo perder el equilibrio. Antes de que el atacante pudiera reaccionar, el ex yakuza lo sujetó por la camiseta y lo estrelló contra una mesa cercana. —Esto no es un juego, ¿me entiendes? —le murmuró al oído antes de dejarlo caer como un muñeco. Ryohei no pudo evitar soltar una carcajada, mitad nerviosa, mitad provocadora. —No sabía que el gran Kiryu tenía tanta paciencia para tratar con idiotas —comentó, aún con la botella rota en mano, alerta. El último de los atacantes retrocedió un paso, dudando. Pero Kiryu no le dio opción. Se lanzó sobre él con una serie de golpes precisos, lo desarmó con facilidad y lo dejó inconsciente en cuestión de segundos. El cuerpo del hombre cayó pesadamente al suelo. Ryohei escaneó el bar, respirando con fuerza. No quedaban más amenazas. Caminó hacia Reina, que se encontraba ahora a salvo en una esquina del local. —Creo que ya podemos respirar tranquilos… por ahora —dijo, mirando al ex yakuza con una sonrisa ladeada. Kiryu se acercó. Sacudió ligeramente la cabeza. Una leve sonrisa se asomó en sus labios, pero sus ojos seguían tensos. La pelea había terminado, pero no la guerra. —Lamentamos el daño al local, Reina —dijo con voz ronca, aún recuperando el aliento. Luego miró a su compañero—. Si nos quedamos aquí, vendrán más. —Tienes razón —asintió el joven Tachibana, recuperando su tono serio—. Conozco un lugar seguro. Ambos comenzaron a moverse hacia la puerta. Pero la voz de la joven los detuvo. —¡Esperen! Se acercó, todavía con la mano en la mejilla adolorida. —Mejor llamo a la policía. Es probable que te arresten, Kiryu-san… pero al menos seguirás con vida. Ryohei se giró lentamente. Su expresión se ensombreció. —Es una mala idea, Reina-san… —Si la yakuza ha llegado tan lejos, la policía no los detendrá —agregó Kiryu, sin rodeos—. No van a descansar hasta vernos muertos. Te sigo, Ryohei. —Entonces… ¿no hay otra forma de conseguir ayuda? Ambos hombres negaron con la cabeza, al mismo tiempo. Un gesto silencioso, pesado. Como si las palabras sobraran. Se giraron hacia Reina. Ella los observaba sin decir nada, sus ojos temblorosos de preocupación. El silencio los envolvió. Finalmente, fue Kiryu quien rompió la quietud, con un tono bajo y solemne. —Reina… ¿puedo pedirte un último favor? Se acercó con paso lento. Cada movimiento parecía más pesado que el anterior, como si caminara hacia una despedida inevitable. Cuando estuvo frente a ella, metió la mano al bolsillo. Sacó un pequeño objeto metálico. Ryohei lo reconoció de inmediato. Era el reloj. El que Tetsu le había entregado días atrás. El de Kazama. Kiryu lo sostuvo con ambas manos, como si llevara entre los dedos el corazón de un recuerdo. —¿Puedes entregárselo a Nishiki? Su compañero contuvo el aliento. Entendió al instante lo que significaba. Aquel reloj… en manos de Reina… era una despedida. Un vínculo simbólico. La última chispa de conexión entre hermanos. El último favor antes de desaparecer. Y por primera vez en mucho tiempo, Ryohei vio miedo en los ojos de Kiryu. Una sombra fugaz. Pero real. —Cuando se lo entregues… —continuó Kiryu, la voz temblando levemente— dile que no vengue mi muerte en caso de que lo peor ocurra. Pase lo que pase… Se detuvo un segundo. Tragó saliva. Hablar de eso parecía morderlo desde adentro. —…Si se enfrenta a la familia —añadió finalmente—, acabará en la misma situación que nosotros. Reina sostuvo el reloj con cuidado. Sus manos temblaban, como si cargaran algo más frágil que el cristal. Ryohei observó a su compañero con atención: detrás de la mirada decidida de Kiryu, asomaba un temor callado. Ella los siguió con la mirada mientras avanzaban hacia la puerta. Su rostro, inundado de tristeza, parecía entender que quizá era la última vez que los vería. —¡Kiryu-san! ¡Ryo-chan! —alcanzó a decir, con la voz quebrada, mezcla de desesperación y esperanza. Pero ninguno se detuvo. Sus pasos firmes resonaron en el bar vacío hasta desaparecer tras la puerta, dejando a Reina inmóvil, con el reloj aún en las manos. El silencio la envolvió por completo, y un leve temblor cruzó su cuerpo. Sentía que, junto con ellos, se iba una parte de ella… una chispa de esperanza que ahora dependía de un destino incierto. Ambos salieron por la puerta trasera. Pero su tranquilidad se evaporó al instante. Desde las escaleras que descendían al callejón, podían ver a un grupo de hombres de negro aguardando abajo. La insignia de la familia Dojima no dejaba lugar a dudas. Kiryu y Ryohei se detuvieron de golpe. Sus cuerpos tensos. Las miradas se cruzaron. No hizo falta hablar. Ambos sabían que la única salida… era a través del combate. —Quédate aquí —murmuró el ex yakuza, apenas audible—. Yo me encargo. Ryohei alzó las cejas, dudando. —Si encuentras una ruta segura, tómala. Te alcanzaré —añadió Kiryu, sin apartar la vista del enemigo. El menor de los Tachibana apretó los labios. Su instinto gritaba que quedarse al margen no era opción… pero asintió. Kiryu comenzó a bajar las escaleras. Abajo, los hombres los esperaban con sonrisas sobradas. Uno de ellos, claramente al mando, alzó la voz con desprecio: —Ya no pueden escapar… Kiryu. Tachibana. Kiryu lo observó, con calma. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro. —Claro… —respondió con frialdad—. Pero al menos no me sentiré culpable por llevarlos conmigo al infierno. Sus pasos retumbaban sobre los escalones, cada uno más firme que el anterior. Ryohei, desde lo alto, mantenía la mirada alerta. Observaba cada rincón del callejón: cajas, contenedores, escombros. Todo podía volverse arma o refugio. El tiempo no jugaba a su favor. El líder de los yakuza alternó la vista entre ambos. —¿De verdad creen que tienen una oportunidad? —dijo, confiado—. Nuestros refuerzos ya vienen. Los únicos que irán al infierno… son ustedes. Antes de que Kiryu pudiera responder, una voz rugió desde la retaguardia: —¡Acaben con ellos! ¡Maten a los dos! El grito encendió la chispa. Varios hombres se lanzaron sobre Kiryu. Él no vaciló. Esquivó el primer ataque, tomó el brazo del oponente y lo estampó contra la pared. Un segundo se le vino encima: lo detuvo con un puño al estómago y un codazo a la nuca. Cayó como saco vacío. Ryohei, desde lo alto, notó que dos hombres venían hacia él. Iban a cortarle la salida. —¿De verdad van a intentarlo conmigo? —ironizó, aunque su cuerpo ya estaba listo. Agarró una caja metálica y la lanzó contra el primero, que retrocedió al recibir el impacto en el pecho. Aprovechó el momento: saltó los escalones y giró en el aire, conectando una patada directa al rostro del segundo. El primero volvió a la carga, esta vez con un tubo. Ryohei esquivó el golpe, tomó un trozo de madera del suelo y lo usó para desviar el siguiente ataque. Luego, golpeó las piernas del agresor y lo hizo caer de espaldas. —¿Eso es todo lo que tienen? —se burló, lanzando el palo hacia otro que intentaba acercarse. Uno de los hombres intentó sorprenderlo por detrás. No lo vio venir… pero Kiryu sí. El ex yakuza reaccionó como un rayo. Le dio un puñetazo en el costado al atacante y lo remató con una patada directa al rostro. —Eso fue justo a tiempo… —comentó Ryohei, jadeando—. Me pediste que no hablara. Pero te iba a gritar igual. —Y yo te dije que seguiría tus instrucciones sin palabras —respondió Kiryu, bloqueando otro golpe. Con un giro de hombro, arrojó a su oponente contra el suelo. Ahora ambos peleaban sincronizados. Como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Cada golpe de Kiryu encontraba cobertura por parte de Ryohei. Cada distracción era aprovechada por el otro. Usaban el entorno: tapas de contenedor, botellas, fragmentos de madera. Los secuaces de los Dojima se desplomaban uno a uno… pero más seguían llegando. —¿Ves alguna salida? —preguntó Kiryu, mientras arrojaba al último enemigo contra una pila de basura. Su compañero jadeaba, con el pecho agitado. —¡Por ahí! —gritó, señalando hacia la calle principal. Sin pensarlo dos veces, ambos corrieron hacia la salida. Los gritos de los heridos quedaban atrás, mezclándose con el rugido lejano de la ciudad. Pero al salir del callejón, una nueva amenaza los esperaba. La vista que se desplegó ante ellos era desalentadora. Un nuevo grupo de hombres de negro los aguardaba en formación. La luz de los neones teñía sus rostros con sombras irregulares. Y entre ellos, figuras que no necesitaban presentación. Awano, con su sonrisa de depredador. Kuze, cuya mirada era puro juicio. Y, detrás de ellos… Nishikiyama. Su rostro… era un enigma. El silencio era sofocante. Solo se oían los murmullos lejanos de la ciudad, algún motor, una máquina expendedora soltando una lata. Todo Kamurocho parecía contener el aliento. —Hermano… —susurró Nishiki, apenas audible. Sus ojos, sin embargo, hablaban mucho más. Awano avanzó un paso. Clavó la mirada en Ryohei, con burla y desprecio. El joven lo sostuvo con frialdad. Recordaba perfectamente la última discusión con él. Pero no mostró miedo. Al contrario, su sarcasmo habitual emergió, tan afilado como siempre. —Awano-san —saludó, casi con cortesía—. Veo que ignoró mi advertencia… ¿Tan terco es? Se encogió de hombros. —No me sorprendería que termine muerto por su propia imprudencia algún día. Awano rió. Una carcajada seca, sin humor. Sus ojos centelleaban, pero no pareció afectado. —Je… Par de idiotas hijos de puta —escupió, sin dignarse a responder el sarcasmo—. Sabían que todo esto iba a terminar así. Se detuvo un segundo. Su sonrisa se ensanchó. —Pero déjenme decirles algo… Su tono se volvió más oscuro. —El tiempo para las amenazas… ya terminó. —Awano… —murmuró Kiryu, con voz grave. Una advertencia muda se colaba entre las sílabas. —Ya me di cuenta de que nuestra conversación en la discoteca no sirvió de nada. El lugarteniente giró apenas, su postura erguida y confiada. La sonrisa burlona seguía intacta. —Podemos tomarnos todo el tiempo del mundo para hacerte hablar de otra forma, Kiryu —añadió, con tono venenoso—. Ya sabes… para que nos digas dónde está Tachibana. Kuze, que hasta entonces había permanecido en silencio, dejó escapar un resoplido. Sus ojos se clavaron en el ex yakuza con furia contenida. Su mandíbula apretadas y el leve temblor en sus manos delataban su frustración. —Hermano, quédate con todo el crédito si quieres —gruñó entre dientes, mirando de reojo a Awano—. Incluso puedes torturar al mocoso que lo acompaña. Pero déjame a mí el privilegio de matarlo. Ryohei los observaba en silencio. Sus ojos pasaban de uno al otro, midiendo expresiones, analizando gestos, buscando grietas en la fachada de poder. Notó que Kuze cojeaba levemente y sus movimientos eran más torpes. Claramente, el enfrentamiento en las alcantarillas lo había dejado afectado. Y no dejó pasar la oportunidad. —¿Seguro que puedes matarlo, Kuze-san? —intervino con una sonrisa apenas perceptible—. Digo, después de lo que me contaron… parece que lo único que podrías matar es el tiempo. Y ni siquiera eso lo haces bien. El rostro de Kuze se tensó. El color subió a su cara como lava. Pero Awano soltó una carcajada seca, divertida ante la provocación. La atmósfera se volvió aún más densa. —Ya decía yo que Kuze-san era un masoquista… —añadió el menor de los Tachibana, con tono venenoso—. Siempre buscando a Kiryu-san para recibir otra paliza. —¿¡Qué has dicho!? —rugió el lugarteniente, dando un paso hacia adelante, con el rostro encendido de ira. Ryohei se inclinó sutilmente hacia Kiryu y murmuró: —Lo imaginé. La paliza que le diste le afectó más de lo que pensaba. Sus ojos no se apartaban del enemigo. —Cojea, y sus manos tiemblan. Aún está adolorido. Es imposible que alguien esté al cien por ciento después de eso, por muy duro que sea. Kiryu asintió levemente. Sus ojos analizaban la escena con serenidad. Tenía claro que podía vencer a Kuze otra vez… pero no debía confiarse. Awano era astuto. Y los hombres de la familia Dojima los rodeaban como lobos. —Oye, Kiryu… —interrumpió Awano, cruzándose de brazos—. ¿Dónde crees que esté Tachibana después de todo lo que has hecho por él, eh? El tono burlón lo envolvía como una sombra. —Estoy seguro de que tu amiguito ahí atrás debe saberlo. ¿Tanta confianza le tienes… que ni siquiera te lo dice? La sonrisa del mafioso se ensanchó. —Admítelo… te abandonó. A ti. Y a su propio hermano. Sus palabras eran cuchillas afiladas. —¿Qué tan estúpido te sientes ahora, sabiendo que apostaste todo por alguien que no está aquí? Kiryu mantuvo el rostro sereno, aunque sus ojos se endurecieron. Awano, frustrado por no obtener reacción, decidió ir más lejos. —Además… Kazama tampoco moverá un dedo por ti. Se quedará sentado… viéndote morir. Hizo una pausa, luego remató con veneno. —Menudo trato tan patético, ¿no crees? La gente en esta época no tiene corazón. Un largo silencio llenó el espacio. Solo el murmullo lejano de Kamurocho se filtraba entre edificios. Kiryu desvió la mirada hacia Ryohei por un instante, luego volvió a clavarla en Awano. —Tachibana obtendrá el Lote Vacío —declaró, con la calma de quien ya tomó una decisión—. Puedes torturarme si quieres. Pero jamás… te diré dónde está. Awano dejó escapar una risa grave, apenas audible. Dio un paso hacia adelante. Ya no era burla, era amenaza. —Entonces, tal vez podría usar a tu amiguito que está a tu lado. Giró levemente hacia Ryohei. —Un Tachibana por otro Tachibana, ¿no? O quizás… ¿la vida de su amiguito Shirakawa? El rostro de Ryohei se endureció. Entendió al instante que hablaban de Kenji. Awano no sólo sabía de su existencia, lo estaba usando como palanca emocional. El joven respiró hondo. Se mantuvo aparentemente relajado, con las manos en los bolsillos. Pero sus ojos… eran una tormenta. —¿Decirte dónde está mi hermano? No me haga reír, Awano-san… —respondió con frialdad. Su mirada era firme, desafiante. —Usted no conoce nada de nosotros. Y menos… de lo que somos capaces cuando amenazan a quienes amamos. Awano rió, bajito. Luego ladeó la cabeza, divertido con la rabia que lograba provocar. —¿No temes por la vida de tu amiguito, Tachibana? —preguntó, con un tono que pretendía ser casual—. Te lo advertí hace unos días. Tu imprudencia lo puso en esta situación. Ahora está, cómo decirlo… ¿pendiendo de un hilo? Ryohei lo observó sin parpadear. Afuera estaba estallando una guerra. Pero dentro de él… ya estaba rugiendo. —Sí. Lo tengo claro —dijo al fin, su voz controlada—. Pero ese hilo es más fuerte de lo que imagina. Dejó salir el aire por la nariz, con un leve temblor de mandíbula. —No sé dónde está mi hermano. Y aunque lo supiera… usted sería el último en enterarse.Pero a mi mejor amigo… lo recuperaré. Y créame, Awano-san: si alguien se atreve a tocarlo, no habrá rincón en Kamurocho que los salve de mí. Por primera vez, la sonrisa de Awano desapareció. La burla se transformó en una tensión contenida. —Esa actitud de prepotentes los va a matar —murmuró, como una amenaza formal. Kuze dio un paso al frente, chocando el puño contra la palma. —Déjamelos a mí, hermano —gruñó, con los ojos fijos en Kiryu—. Les cerraré esa bocaza a golpes. Lo juro. Giró el cuello con un chasquido. —Esta vez sí voy a divertirme contigo, Kiryu… Y después de ti, el siguiente será ese "rarito" amigo tuyo. Ryohei soltó una risa sarcástica. Inclinó levemente la cabeza, casi como si agradeciera el insulto. —¿Rarito? Bueno… al menos no soy el que vuelve una y otra vez a por más palizas. ¿No se cansas de tanto perder? Kiryu dio un paso al frente. Colocó una mano firme en el hombro de Ryohei. Su mirada era fuego contenido. —Basta de hablar —dijo con calma peligrosa—. Si vas a intentarlo, Kuze… aquí estoy. La tensión era tan densa que parecía cortar el aire. Los sonidos de la ciudad se desvanecieron. Todo se concentró en ese espacio. En esos segundos. Kuze avanzó. Los músculos tensos, los ojos llenos de rabia. —Esta vez… no te escaparás, Kiryu… —espetó, lanzando el primer golpe, directo. Pero Kiryu ya había cambiado de postura. Giro rápido. Paso lateral. Un nuevo estilo se manifestaba: Rush. Su cuerpo era más ágil, más veloz. El golpe falló. Kiryu respondió con una serie de impactos precisos a las costillas de Kuze, y luego retrocedió. Desde el lateral, Ryohei lo observaba con atención quirúrgica. "Es como un jefe en tres fases", pensó, como si estuviera en una recreativa con Kenji. Kuze cargaba con fuerza bruta… pero sus movimientos eran predecibles. Giraba el torso antes de lanzar puñetazos. Pisaba fuerte con la pierna derecha antes de atacar. Ryohei lo estaba leyendo como si fuera un algoritmo. Y esta vez, no pensaba dejar que ganara. —Esos golpes son lentos… demasiado lentos —murmuró Ryohei para sí mismo, cruzando los brazos mientras observaba desde la distancia. El lugarteniente, frustrado por los movimientos veloces de Kiryu, cambió de táctica. Lanzó un puñetazo directo al suelo, levantando escombros con la intención de desestabilizarlo. Kiryu trastabilló, y Kuze aprovechó la apertura. Se abalanzó con un rodillazo al abdomen que lo hizo retroceder. El ex yakuza apretó los dientes. Su mirada cambió. Sin perder tiempo, modificó su postura. Pasó a un estilo más fluido y contundente: Brawler. Giró sobre su eje, esquivando un nuevo ataque. Luego, conectó una patada giratoria directamente al rostro de su adversario, que tambaleó por el impacto. —¡Eso es, Kiryu-san! ¡Hazlo girar como un trompo! —gritó Ryohei, su tono irónico contrastando con la brutalidad de la escena. Kuze gruñó. Sacudió el golpe con rabia y volvió a la carga, lanzando una ráfaga de puñetazos feroces. Kiryu, sin dudarlo, adaptó su estilo nuevamente. Agarró una silla cercana, la alzó con fuerza y golpeó el torso de Kuze con tal potencia que lo hizo retroceder varios pasos. —¡No me subestimes! —bramó el lugarteniente, lanzándose con furia descontrolada. Kiryu bloqueó el impacto con el antebrazo. Luego, bajó la postura. Su compañero lo notó de inmediato: ya no estaba usando fuerza bruta ni velocidad. Era algo distinto. Más refinado. Más letal. —¿Ese es un nuevo estilo? —susurró el médico, fascinado. Kiryu esquivó un último intento de Kuze, giró y lanzó un gancho ascendente al mentón. El mafioso quedó aturdido. En ese momento, el ex yakuza lo levantó con un golpe desde el abdomen y, sin darle espacio para reaccionar, lo estampó contra el suelo con un impacto que sacudió todo a su alrededor. El lugarteniente yacía jadeando, el cuerpo temblando. Quiso incorporarse, pero sus músculos ya no le respondían. Kiryu se irguió lentamente. Aún respiraba con fuerza, pero su mirada era serena. Sabía que había ganado. Su compañero se acercó, sacudiendo la cabeza con una mezcla de admiración y sarcasmo. —Bien hecho. Aunque estuve a punto de buscar un control para ayudarte desde aquí. El otro esbozó una leve sonrisa, pero no apartó los ojos de su oponente, aún alerta por si intentaba levantarse. Y Kuze lo hizo. Una vez más. Se lanzó con todo lo que le quedaba, respirando como una bestia herida. Pero antes de conectar, Kiryu reaccionó. Avanzó con precisión, interceptó el puño del enemigo y lo atrapó en el aire. —Esto no ha terminado… —gruñó Kuze, la voz cargada de resentimiento mientras forcejeaba. Ambos hombres tensaban sus cuerpos al límite. Kiryu apretaba con firmeza, ganando terreno poco a poco. La resistencia de su oponente comenzaba a ceder. Pero ni él ni Ryohei vieron venir al otro hombre. Un subordinado de Dojima, armado con un tubo metálico, se acercó por detrás. Levantó el arma y descargó un golpe brutal contra el lateral de la cabeza de Kiryu. El impacto fue seco. Demoledor. El joven soltó a Kuze y cayó de rodillas, aturdido. —¡Dame eso, imbécil! —bramó el lugarteniente al atacante, su rostro deformado por la furia. No toleraba que otro interviniera en su pelea. Pero no llegó a castigar al intruso. Un golpe resonó, sordo, contundente. El hombre con el tubo cayó al suelo, inconsciente. Kuze giró la cabeza y vio a Ryohei. De pie. Con un bloque de metal en las manos. Su respiración era agitada, pero sus ojos… eran los de un depredador. —¿Quién sigue? —dijo el médico, dejando caer el bloque con un golpe seco sobre el pavimento. El silencio se apoderó del lugar. Kuze apretó los puños, su cuerpo temblando de ira. Pero algo en la mirada de Ryohei lo hizo dudar. Esa determinación… no era la de un simple chico. Kiryu, aún tocándose la nuca, miró de reojo a su compañero. Vio esos ojos afilados, esa voluntad incansable. En ese momento, supo que formaban un verdadero equipo. Entonces, un nuevo sonido irrumpió: el rugido de un motor. Neumáticos derrapando. Chirridos metálicos contra el pavimento. Un coche se aproximaba a toda velocidad, zigzagueando entre los obstáculos. El estruendo era ensordecedor, como una tormenta mecánica a punto de explotar. —¿¡Quién demonios es!? —gritó Kuze, volviéndose hacia el ruido. Su rostro mostraba rabia… y desconcierto. —¡Voy a pintar la acera con tus sesos, imbécil…! No terminó la frase. El vehículo embistió con brutalidad. El cuerpo del lugarteniente salió disparado varios metros, estrellándose contra el pavimento como un muñeco. El caos se desató. Los gritos resonaron por todo el callejón. El coche derrapó con violencia, trazando un semicírculo y dejando tras de sí una estela de destrucción. El motor bufaba como una bestia enloquecida. El sonido de los neumáticos desgarrando el suelo se prolongó por unos segundos más, hasta que el auto se detuvo bruscamente. Silencio. Solo el goteo del radiador caliente rompía la tensión. Kiryu, aún aturdido, alzó la mirada. A su lado, Ryohei tenía los puños apretados. Sus ojos fijos en el coche, con la respiración contenida. Y entonces lo reconoció. —No puede ser… —susurró el joven, boquiabierto. Corrió hacia Kiryu para ayudarlo a ponerse en pie. —¿Pero qué…? —murmuró el ex yakuza, aún confuso, mientras aceptaba el apoyo de su compañero. La puerta del copiloto se abrió de golpe. Y allí estaba él. Tetsu Tachibana. Su expresión endurecida. Los ojos afilados, escaneando cada amenaza sin moverse del asiento. Su sola presencia imponía una autoridad absoluta. —Kiryu-san… Ryohei. Suban, rápido —ordenó con voz firme. —¡Hermano! —exclamó Ryohei, un alivio palpable en su tono. Ayudó a Kiryu a entrar al vehículo. Él mismo se acomodó en la parte trasera, sin dejar de mirar alrededor. —Lamento la espera… —dijo Tetsu, arrancando el auto con decisión—. Pero conducir nunca ha sido mi fuerte. —Eso ahora no importa… —respondió el hermano menor, exhalando con fuerza. Su tono mezclaba alivio y tensión mientras seguía atento a las calles—. Pisa el acelerador y olvídate de lo demás. Tetsu asintió, sus manos firmemente sujetas al volante. —Entonces agárrense con fuerza —advirtió, pisando el acelerador a fondo. El bramido del motor cortó el silencio de la noche mientras el vehículo zigzagueaba por las calles, rozando barreras que soltaban chispas al contacto. Aunque la carrocería ya estaba maltratada, el coche avanzaba con furia, derrapando en cada curva para mantener el control. —¡No los dejen escapar! ¡Deténganlos como sea! Desde el suelo, Kuze gritaba a sus hombres con voz rasposa. Algunos corrieron a bloquear el paso, pero Tetsu no dudó. Aceleró sin frenar, arrollando a los que se interpusieron. El crujir de huesos y metal resonó con violencia mientras los hombres de Dojima caían, incapaces de detener la embestida. —¡Bien hecho, hermano! —gritó Ryohei desde atrás, entre el sarcasmo y la adrenalina. Awano, furioso, desenfundó su arma. Sin pensarlo, comenzó a disparar. Las detonaciones rebotaban entre los muros de Kamurocho. Algunas balas golpearon la carrocería, abollándola, pero el vehículo no se detuvo. Al girar una curva cerrada, el coche impactó contra una barrera. El golpe sacudió a los ocupantes, pero Tetsu logró mantener el volante firme. —¡Más rápido! —gritó Kiryu, mirando el retrovisor. Detrás, Awano vaciaba el cargador. Tetsu giró bruscamente. Maniobraba como podía, forzando al límite el vehículo. Pero al doblar la siguiente esquina, el vehículo volvió a impactar contra otra barrera de contención. El estruendo retumbó por dentro. —¡¿Estás bien?! —preguntó Ryohei, aferrado al asiento. —Sí… pero este coche no aguanta otra igual —gruñó su hermano mayor, con los dientes apretados mientras retomaba el control. Atrás, el lugarteniente seguía disparando hasta que su pistola hizo clic. Vacía. Enfurecido, lanzó el arma al suelo con un rugido. —Mierda… Los ojos clavados en el vehículo que se alejaba, tragado por la ciudad. El coche seguía su marcha. Aunque humeaba y rechinaba en cada curva, no se detenía. Los dejaban atrás. Dentro, el silencio era casi absoluto. Solo el rugido forzado del motor llenaba el espacio, interrumpido por el ocasional jadeo de los tres hombres. Nadie dijo nada. Sabían que ese escape apenas era el primer paso. La guerra apenas comenzaba. Desde la penumbra de un edificio cercano, alguien observaba todo a través de un ventanal. La oficina estaba en sombras, apenas iluminada por la luz anaranjada de los neones. En el fondo, un escritorio de madera, una alfombra persa, una botella medio vacía y un cenicero lleno. Sobre una mesa lateral, una sola foto enmarcada. Itsuki Murakado exhaló humo con lentitud. Sus ojos seguían el coche en fuga, apenas visible entre las luces de Kamurocho. —Ese hijo de puta volvió a escaparse… —murmuró, aplastando el cigarro en el cenicero sin apartar la mirada del cristal—. Ni siquiera durante su entrenamiento logré quebrarlo… Se giró. Caminó hacia la fotografía. La tomó con ambas manos. Una mujer de sonrisa serena, embarazada, posaba mientras él besaba su vientre con devoción. Su rostro se suavizó. —Mi querida Aoi… —susurró, acariciando el marco con dedos temblorosos—. Habría dejado la yakuza por ti. Todo... lo habría dejado todo si eso significaba criar juntos a nuestro hijo. El silencio volvió a envolver la sala. De pronto, dejó la foto boca abajo sobre el escritorio con un golpe seco. —Pero ya no estás en este mundo… —la voz se le quebró apenas—. Ese parto maldito… ese niño… te arrancó de mi lado antes de oír su primer llanto. Contuvo el temblor en la mandíbula. Sus ojos brillaban, pero no dejó caer una lágrima. —Los médicos dijeron que era un embarazo de alto riesgo… pero tú insististe. Querías tenerlo. Y yo… fui tan idiota que te seguí el juego. La voz cambió. Se volvió más áspera, cargada de rabia antigua. —Y al final… él vivió. Y tú no. Golpeó el marco con furia. —Ahora no tengo nada que perder. Se irguió. Sus ojos eran los de un verdugo. Cruzó el despacho con pasos firmes, sin mirar a nadie. Al llegar a una puerta metálica, la abrió de golpe. —Si ni siquiera haciendo sufrir fisicamente a Ryohei Tachibana logré que soltara ese maldito Solar… —musitó—. Tal vez su punto débil me sea más útil que él. La habitación estaba en penumbra. En el centro, colgado de las muñecas por cadenas oxidadas, estaba Kenji Shirakawa. Su cuerpo temblaba. El sudor se mezclaba con sangre seca. La respiración era apenas un susurro. —P-por favor… —balbuceó entre sollozos—. Déjame ir… no sé nada de ese lote… te lo juro… Murakado se acercó, con las manos en los bolsillos. Su mirada brillaba con una calma enferma. Se inclinó a su altura, sin apartar los ojos. —¿Nada? —repitió en voz baja, casi dulce—. ¿Y aun así te arrastraste con él por toda la ciudad, cubriéndole la espalda como buen amigo? Kenji jadeó. Sus ojos buscaban en la oscuridad algo, lo que fuera. Una salida. —Sólo… solo es mi mejor amigo… no sé de qué hablas. ¿A qué te refieres? Murakado rió por lo bajo. Una carcajada seca, hueca. —¿No lo sabías? Qué conmovedor. Dio un paso atrás, cruzando los brazos. —Tu mejor amigo… y nunca te contó que es copropietario del lugar más codiciado de Kamurocho. Kenji parpadeó, confuso. —Intenté conseguir ese sitio por las buenas. Incluso le enseñé artes marciales. Dejé pistas en su bolso para que te encontrara… Su voz bajó de tono. —¿Y qué hizo? Se fue con ese imbécil de Kazuma Kiryu a la primera oportunidad. Se acercó de nuevo. Esta vez, le habló al oído, con veneno gélido: —¿Ves? No le importas. Solo quiere lo suyo. Típico de los Tachibana… usan a todos como piezas. Kenji negó con la cabeza. Le costaba respirar. —N-no… él no me dejaría… Murakado enarcó una ceja. Se enderezó y murmuró: —¿No? ¿Entonces por qué sigues aquí? Colgado… como un pedazo de carne… mientras él huye con su nuevo mejor amigo. El chico rompió en sollozos. Su voz era un hilo roto. —¡No quiero morir! El mafioso le apoyó una mano en la cabeza. Lo miró con una frialdad que rozaba lo paternal. —Tranquilo, muchacho. No tengo intención de matarte. Retrocedió. Fue hacia la puerta. —Pero sí tengo intención de que me seas útil. Cerró con un golpe seco. Y entonces, el silencio… se rompió con el primer grito.