Capítulo 12
“Hermanos de Sangre y Dolor”
La oscuridad lo devoraba todo. El hedor a sangre seca, sudor y óxido era lo único que le recordaba que seguía con vida. Sus muñecas estaban al borde del desgarro, colgando de unas cadenas que chirriaban cada tanto con el movimiento imperceptible de su cuerpo exhausto. El tiempo se había vuelto un concepto inútil. No sabía si habían pasado horas… o días. Y sin embargo, lo que más pesaba no era el dolor físico, ni la náusea constante… sino esa voz. "Tu mejor amigo... nunca te contó que es copropietario del lugar más codiciado de la ciudad." Kenji cerró los ojos con fuerza, como si pudiera acallar las palabras que se le habían incrustado como astillas en el alma. "No le importas. Solo quiere lo suyo." —No es verdad… —susurró, apenas un hilo de voz. Pero la sombra de la duda ya lo envolvía. "¿Y por qué estás aquí, colgado como un pedazo de carne… mientras él huye con su nuevo mejor amigo?" Un sollozo escapó de su garganta, más por impotencia que por dolor. Ryohei… ¿realmente sabía que él estaba aquí? ¿Lo estaría buscando? ¿O lo había dejado atrás… como todos? Un ruido metálico retumbó en la sala, haciéndolo estremecer. No entraba nadie. Solo el eco. La mente del joven, desbordada por la fiebre, empezó a repetir fragmentos del pasado mezclados con la voz de su captor. Murakado no necesitaba seguir torturándolo. El daño ya estaba hecho. Y, aun así, en lo más profundo, una chispa se resistía a apagarse. Un susurro distinto. Una memoria cálida, enterrada entre la culpa. “Confía en mí, Kenji… pase lo que pase.” Sus labios partidos esbozaron una sonrisa ínfima. —Hermano… no tardes… El automóvil se deslizaba a toda velocidad por las calles de Kamurocho, con los neumáticos rugiendo en cada curva como si la ciudad intentara tragárselos. Tetsu sujetaba el volante con los dedos tensos. Su mandíbula apretada reflejaba una concentración absoluta. La prótesis en su brazo añadía rigidez a sus movimientos, aunque no comprometía su destreza. Cada maniobra esquivaba peatones y coches como si fueran piezas móviles en un tablero que cambiaba de forma cada segundo. Desde el asiento trasero, Ryohei escudriñaba la ventana. Su mirada, intensa, buscaba cualquier rastro de los hombres de Dojima. Pero Kamurocho, bulliciosa y despiadada, no revelaba amenaza alguna. Solo el rugido lejano de otros motores y el murmullo constante de la vida nocturna acompañaban su retirada. Exhaló lentamente. Intentó soltar la presión que sentía en los hombros, aunque su cuerpo seguía en tensión, como un resorte a punto de soltarse. A medida que avanzaban, las luces de neón se diluían entre sombras. Dejaban atrás la vibrante ciudad y se adentraban en la soledad de calles menos transitadas. Cada kilómetro ganado los alejaba del peligro, pero la paranoia no abandonaba su mente. El joven echó una última mirada por la ventana trasera antes de incorporarse. —No veo a nadie siguiéndonos, hermano… —comentó, sin apartar la vista del retrovisor—. Quizás podrías bajar un poco la velocidad. Tetsu no respondió de inmediato. Sus ojos seguían fijos en el camino, los nudillos blancos por la fuerza que ejercía sobre el volante. —No todavía… —replicó al fin—. Si bajamos la guardia ahora, podríamos lamentarlo después. El silencio llenó el interior del auto. Ambos jóvenes observaban al conductor, que mantenía el control con esfuerzo visible, pero sin perder el temple. Las luces de Kamurocho ya quedaban muy atrás. Ahora, solo la carretera desierta se extendía frente a ellos. Minutos después, llegaron a un terreno apartado, rodeado de vegetación y ajeno al bullicio urbano. Un refugio improvisado para recuperar el aliento tras una noche que aún no terminaba. Kiryu fue el primero en bajar. Tambaleó apenas al incorporarse, llevándose una mano a la cabeza. Ryohei no dudó en acercarse. —Déjame echar un vistazo… —murmuró, revisando con cuidado la zona donde había recibido el golpe—. Fue bastante contundente. El suspiro que soltó el ex yakuza al sentir el toque del aspirante fue más de resignación que de dolor. Los dedos de Ryohei se movían con precisión y suavidad, en un contraste marcado con la brutalidad de la pelea que acababan de dejar atrás. —Tienes buena puntería… —gruñó Kiryu, conteniendo una mueca cuando su compañero aplicó presión sobre la herida—. A ese tipo lo mandaste directo a la lona. Una risa breve escapó de los labios del joven. —¿Qué puedo decir? Anatomía aplicada a la calle. Un golpe en el punto correcto y… buenas noches. Se incorporó ligeramente, explicando con un tono casi académico: —Un buen impacto en la sien y es como apagar un interruptor. Un segundo estás en pie, y al siguiente… en el suelo, sin recordar nada. Desde el asiento del conductor, Tetsu los observaba. Una sonrisa sutil se formó en su rostro. A pesar del caos, era evidente que ambos hombres se complementaban de forma natural. El vínculo estaba creciendo. —Bien… —Ryohei se enderezó, dando por terminada la inspección—. No tienes heridas externas. En cuanto lleguemos al refugio, usaré mi botiquín especial. —¿El bolso que siempre llevas? —inquirió Kiryu, aún algo mareado. —El mismo que tú elegiste, ¿recuerdas? Ambos rieron levemente. Un instante de alivio entre tanto agotamiento. Tetsu salió del vehículo con movimientos lentos. El cansancio se notaba en cada gesto, pero no abandonó la sonrisa al verlos juntos. Los tres se apoyaron junto al auto. El aire nocturno les brindó un breve respiro. Fue en ese momento cuando el empresario rompió el silencio, con la voz baja y entrecortada. —La presión de los hombres de Dojima ha destrozado nuestra red de información estos días… —Llevó una mano al pecho, intentando disimular una punzada de molestia—. Incluso con lo que logramos reunir, coordinar esto y dar órdenes a Oda-san ha sido casi imposible. Su hermano lo observó en silencio. El agotamiento era evidente. —Al menos el plan funcionó —respondió al fin, cruzando los brazos—. Pero sigo sin entender por qué te arriesgaste tanto. El mayor suspiró antes de responder. —Porque no había otra opción… —apoyó la espalda contra el auto y cerró los ojos por un segundo—. Y porque no iba a dejarlos solos en esto. Forzó una sonrisa, que pronto se convirtió en una breve carcajada. —Eso sí… mi conducción fue un desastre. El comentario arrancó sonrisas entre los tres. A pesar de la tensión, el vínculo empezaba a forjarse en el calor de la batalla compartida. Kiryu fue el primero en bromear: —Me sorprende que haya algo que no puedas hacer. Aunque sea una sola cosa. Ryohei alzó una ceja, sin perder su tono sarcástico. —Si supieras… al menos tiene licencia de conducir. El hermano mayor fingió indignación, aunque su tono seguía cansado. —Por lo menos sé distinguir el acelerador del freno. Esto ha sido lo más que he manejado en años. Normalmente es Oda quien conduce. —Lo importante es que llegaste en el momento justo —respondió Kiryu con sinceridad—. Si no fuera por ti, estaríamos muertos. Ryohei asintió, apoyándose de nuevo en el auto. —Eso es verdad… lo hiciste increíble, hermano. Una pausa los envolvió. La noche se sentía menos pesada. La cercanía entre ellos, más sólida. De pronto, Kiryu bajó la mirada. Su voz se tornó grave, con un tinte de melancolía que contrastaba con el ambiente relajado. —He cometido errores… Su compañero lo observó en silencio. —Pensé que podía con todo. Que bastaba con ser fuerte… pero siempre hay alguien que termina pagando el precio. —Kiryu-san… —susurró Ryohei, dando un paso hacia él. El ex yakuza sacudió la cabeza con frustración. —Siempre creí que podía hacerlo solo. Que, si me volvía lo suficientemente fuerte, podría proteger a todos. Pero estaba equivocado. —Su voz se quebró un poco—. Reina, Kazama-san, Nishiki… ustedes. No importa cuánto lo intente, siempre termino arrastrando a otros conmigo. Ryohei frunció el ceño, pero no con desaprobación. Había algo más en su mirada… algo que Kiryu aún no alcanzaba a ver. —Y lo seguiremos haciendo —respondió con firmeza. Kiryu levantó la vista, sorprendido. —Pero es un círculo vicioso… y ahora estoy pagando por mi ceguera. Me siento como un completo idiota. El aspirante a médico soltó una risa irónica. —Créeme, idiota no eres. Kiryu alzó las cejas, desconcertado. —¿A qué te refieres? No hubo respuesta inmediata. Tetsu, que había permanecido en silencio, intervino con serenidad. —Si estuviera en tu lugar, no me culparía tanto. —Su mirada se perdió un momento en el horizonte—. Aunque… tampoco puedo negar que arrastré a quienes más valoro a este desastre. Ryohei bajó la cabeza, pensativo. Luego habló con voz pausada. —Yo lo veo diferente. Si algo he aprendido, es que no podemos con todo. Por más fuertes que seamos, también fallamos. Confiar en las personas correctas es lo que nos permite resistir. El hermano mayor asintió, pero sus ojos reflejaban una mezcla de resignación y dolor. —Al principio pensé lo mismo… pero el mundo en el que crecí no me dio esa opción. Si no usaba y manipulaba a las personas a mi alrededor, no habría sobrevivido. Y si no sobrevivía, tampoco habría podido darle a Ryohei la vida que se merece. Por eso hice lo que hice, aunque no siempre fue lo correcto. El silencio se hizo denso entre los tres. No era incómodo, sino profundo, lleno de lo no dicho. Un entendimiento tácito flotaba en el ambiente: cada uno había cruzado sus propias líneas por quienes amaban. Tetsu volvió a romper la quietud, su voz ahora cargada de melancolía. —Donde yo crecí, la gente no valía por lo que era, sino por lo que podía ofrecer. Dinero, información, fuerza… todo tenía un precio. Exhaló, con la mirada perdida en algún punto lejano —Pero hay personas que no se moldean con ese código. Tú eres una de ellas, Kiryu-san. Kiryu lo observó de reojo. Había cautela en su expresión, pero también una curiosidad que no podía contener. —Eso quiere decir… ¿la única razón por la que viniste a rescatarnos fue para usarnos? ¿A mí, o a tu hermano? Tetsu soltó una risa seca, casi amarga. —En términos simples, sí… Su tono tenía una gravedad que decía más que sus palabras. —Pero no como lo piensas, Kiryu-san —intervino Ryohei, alzando la voz con una defensa espontánea. Su hermano negó con la cabeza, deteniéndolo con una mano suave. —No tienes que defenderme. Lamentablemente, él tiene razón. No lo niegues. Su voz era tranquila, pero el deje de resignación era evidente. —Desde fuera, todo lo que he hecho puede parecer por conveniencia. El ex yakuza frunció el ceño. —¿Por qué nos dices esto ahora? Tetsu suspiró. Su cuerpo, y especialmente su postura, dejaban ver un agotamiento que iba más allá de lo físico. —He pasado mi vida utilizando a quienes me rodean para acumular fortuna o poder. Haciendo lo que fuera necesario para mantenernos a flote. Mis habilidades, para bien o mal, me han servido para eso. Hizo una breve pausa, bajando un poco la voz —Pero a diferencia de ti, Kiryu… o de mi hermano, no tengo amigos que arriesguen sus vidas por mí. La frase quedó suspendida un instante. —No tengo a nadie que me proteja desinteresadamente. El hermano menor lo observó sorprendido, una tristeza contenida pintándose en su rostro. —Hermano… tú… Tetsu desvió la mirada, esquivando los ojos de Ryohei. Sonrió con amargura. —Tú te describes a ti mismo como un idiota, Kiryu-san. Bueno… supongo que yo también aspiro a ser un idiota como tú. El aspirante a médico los observó en silencio. Sus ojos bajaron hacia el suelo y, tras un largo suspiro, alzó la voz con un tono cargado de honestidad. —Supongo que los tres compartimos algo en común… somos unos idiotas. El peso de sus palabras flotó unos segundos antes de disiparse. Levantó ligeramente el rostro, aunque su mirada seguía distante. —Tal vez Awano no estaba tan equivocado como quisiera creer… Su voz arrastraba una amargura sutil, pero tangible. —Mi arrogancia… y esa ironía que tanto uso para defenderme, han puesto en peligro a las personas que más estimo. El recuerdo de Kenji atravesó su mente. Su mejor amigo seguía atrapado en una situación que aún no lograban resolver. Sus puños se cerraron con fuerza, reflejo de la impotencia que lo consumía. —Y ahora él… —murmuró apenas, como si nombrarlo le doliera más que callarlo. El silencio no era vacío, sino un puente de emociones compartidas. Los tres entendían lo que significaba arrastrar culpas que no se olvidan. Kiryu alzó la vista, sus ojos clavándose en Tetsu. —Tachibana… El aludido desvió la mirada hacia su hermano, consciente de cuánto lo había arrastrado sin querer a esta guerra. Luego desvió la mirada hacia Kiryu, evocando lo que Ryohei le había contado sobre el vínculo entre ambos. Finalmente, dejó escapar una sonrisa melancólica. —He notado algo en ustedes dos… Su voz era suave, pero cargada de significado. Sus ojos se desplazaron de uno a otro. —Quienes se arriesgan a protegerte, Kiryu, lo hacen porque saben que no actúas por interés. Y cuando confías, lo haces de forma imprudente, hasta el final… sin importar el costo. Inspiró hondo antes de continuar. —He visto eso reflejado entre ustedes. Ryohei, algo desconcertado, arqueó una ceja. —¿En nosotros? Su hermano asintió, con un leve destello cálido en la mirada. —Confían el uno en el otro sin necesidad de palabras. Esa clase de personas son raras, especialmente hoy. Su voz titubeó apenas, pero retomó la compostura. —Admito que aún no siento que sería capaz de arriesgar mi vida por ti, Kiryu-san… ni siquiera por Ryohei. Pero algo está cambiando. Guardó silencio un segundo, de pronto, su tono se volvió casi un susurro. —Ahora creo que puedo confiar en ambos. Tal vez, incluso… poner mi vida en sus manos. El menor se acercó sin pensarlo más. Lo abrazó con fuerza, como si pudiera sostenerlo emocionalmente solo con sus brazos. —Hermano… Tetsu, sorprendido, exhaló con suavidad. —Lo siento, lo siento de verdad. —No tienes que disculparte conmigo, hermano. —Sí tengo… especialmente contigo. Aunque quizá debí decirlo con un par de copas encima. Kiryu, que había permanecido callado, esbozó una sonrisa. —La primera ronda corre por mi cuenta. Ryohei se separó un poco y bromeó, sin perder la ironía de su voz. —Y la segunda la pago yo. Aquel breve intercambio no borró el cansancio ni el dolor acumulado, pero les ofreció algo parecido a un respiro. Una tregua emocional. No duró mucho. Tetsu, quien hasta entonces había mantenido la compostura, dejó entrever un gesto de incomodidad. Su rostro se tensó mientras hablaba con voz entrecortada. —Supongo que esas copas tendrán que esperar… Su respiración comenzaba a agitarse. Señaló hacia el automóvil. —Tendremos que dejarlo aquí. Ambos jóvenes se miraron de inmediato. Algo no estaba bien. De pronto, se oyó el rugido de un motor en la distancia. Una furgoneta se aproximaba lentamente, sus luces delanteras iluminando el terreno con un resplandor cegador. —¿Y ese vehículo? —inquirió Kiryu, su cuerpo poniéndose en tensión al instante. Ryohei también se puso en guardia, llevando una mano al bolsillo interior. Estaba listo para usar cualquier cosa como defensa si era necesario. Tetsu, sin embargo, no mostró miedo. Pese al agotamiento, su voz se mantuvo serena. —Tranquilos… Habló más débil, pero con seguridad. —No es del enemigo. Los otros dos hombres mantuvieron la vigilancia. La tensión aún no se disipaba. Fue Kiryu quien entrecerró los ojos y logró reconocer al conductor conforme el vehículo se acercaba. —¿Oda? Su tono era de sorpresa genuina. El menor, al ver el rostro conocido tras el volante, aflojó los hombros un poco. Pero no bajó completamente la guardia. —¿Esto era parte de tu plan? —inquirió el joven, con una mezcla de alivio y desconfianza en la voz. El hermano mayor asintió lentamente, su sonrisa tenue apenas disimulando el agotamiento. —Incluso en un lugar como Kamurocho… —tomó aire con dificultad, el pecho alzándose con un esfuerzo que ya no podía ocultar—… aún hay rincones donde la sombra de Dojima no llega. Un escalofrío recorrió la espalda de Ryohei. Algo en la cadencia de su tono le encendía todas las alarmas. Observó los espasmos sutiles en sus dedos, la respiración agitada que ya no podía ocultar. —Oye, Tetsu… —empezó a decir, pero no alcanzó a terminar. Su hermano se tambaleó. El temblor en sus piernas precedió al colapso. El corazón del menor se detuvo por un instante. El cuerpo frente a él se desplomaba como una marioneta sin hilos. El vacío helado que le invadió el pecho fue seguido por un grito que retumbó más en su alma que en sus oídos. —¡Hermano! Cayó de rodillas, las manos trabajando por instinto, buscando pulso, revisando respiración, cazando señales de vida. Kiryu también reaccionó, sujetando al mayor desde el otro lado. —¿Está bien? ¿Qué le pasa? —inquirió, sin ocultar su preocupación. Los pasos apresurados rompieron la escena: los subordinados de Tachibana Real Estate descendían del camión, liderados por Oda. Al ver a su jefe tambalearse, corrieron a socorrerlo. —¡Sujétenlo con cuidado! —ordenó Ryohei, ya en modo clínico—. Que no incline la cabeza hacia atrás. Le cuesta respirar, pero no podemos moverlo de forma brusca. Sin cuestionar, los hombres obedecieron. En cuestión de segundos, colocaban al enfermo en una camilla improvisada y lo subían con precisión al vehículo. —¡Oda-san! —llamó sin apartar los ojos de su paciente—. Necesito que conduzcas con suavidad. Un movimiento brusco podría empeorar su estado. El conductor asintió con seriedad. —Entendido. Suban, yo me encargo. Kiryu ayudó a acomodar al magnate en la parte trasera del transporte, haciendo todo lo posible por brindarle estabilidad. Ryohei, aún junto a él, monitoreaba los signos vitales, su rostro más concentrado que nunca, aunque en el fondo hervía de angustia. El motor rugió, alejándose del auto abandonado y del peligro inmediato. Pero la tensión no disminuía. El joven no despegaba los ojos del rostro sudoroso y pálido de si hermano, ni de sus labios entreabiertos, que apenas dejaban escapar algún quejido. Con manos firmes pero tensas, palpó el abdomen, el cuello, los costados. La rigidez, la hinchazón, los latidos irregulares… todo apuntaba a una misma conclusión. “La insuficiencia renal…” pensó. “¿Olvidó su medicación? ¿No se dializó hoy?” Apretó la mandíbula, frustrado ante lo evidente. El camión frenó de golpe al llegar a Little Asia. El aroma a especias y comida callejera impregnaba el aire, pero nadie parecía notarlo. En cuanto se detuvieron, un grupo de residentes se aproximó con rapidez y coordinación. Sabían lo que hacían. —Xiǎo Hǔ… —dijo un anciano, con voz urgente pero serena. —¿Todo está listo? —preguntó el joven, respondiendo en mandarín, con el ceño fruncido. —Sí, llamamos al especialista. Ya lo están esperando. Lo llevaremos al lugar de siempre. Asintió sin perder tiempo y sostuvo el extremo de la camilla. A su lado, el pasillo estrecho se iluminaba con faroles cálidos. Detrás, Kiryu y Oda observaban el movimiento en completo silencio. —¿Xiǎo Hǔ? —musitó el ex yakuza, confundido. —El nombre original de Ryohei —explicó el subordinado, sin despegar los ojos del pasillo—. El que usaba en China, cuando todavía era uno de los nuestros. —¿Y por qué aún lo llaman así aquí? —insistió el otro, sintiendo el peso emocional de aquel apodo. Oda guardó silencio por un momento, antes de responder con un tono que reflejaba tanto respeto como preocupación. —Aquí todos lo conocen por ese nombre. Es una forma de respeto hacia él. Aunque... —Oda hizo una pausa, como si eligiera las palabras con sumo cuidado— a él no le ha gustado demasiado. Probablemente porque le recuerda un pasado que preferiría enterrar. Las farolas rojizas arrojaban sombras temblorosas sobre los angostos pasillos de Little Asia. El aire olía a jengibre, carne especiada y tabaco dulce. Era un mundo distinto al de Kamurocho, uno con sus propias reglas. Un santuario, aunque solo para quienes sabían moverse con cautela. Desde el camión, el ex yakuza observaba los callejones estrechos y escuchaba los murmullos de los residentes. No había agresividad, pero sí una vigilancia tensa. Estaban siendo tolerados, no recibidos. El menor de los Tachibana seguía al grupo con pasos urgentes, sus ojos atentos a cada señal de empeoramiento en su hermano. Los breves intercambios en mandarín y el ritmo apurado de las pisadas lo sumían en una inquietud creciente. No bastaba con conocer el terreno; lo que le angustiaba era el tiempo, que parecía escurrirse entre los dedos. —Hermano… aguanta un poco más —susurró con determinación, perdiéndose tras la columna de hombres que transportaban la camilla improvisada. Al final de un pasadizo flanqueado por paneles de bambú y carteles en chino tradicional, se abrió una puerta hacia una antigua bodega reacondicionada. El lugar parecía un hospital de campaña oculto bajo capas de clandestinidad: cortinas limpias separaban las camillas, un generador zumbaba en una esquina y varias bandejas quirúrgicas brillaban bajo luces fluorescentes. No era un hospital legal, pero sí uno funcional. Preciso. Respetado. Tetsu fue depositado con cuidado sobre una camilla. Ryohei, con manos firmes, le retiró la chaqueta y dejó al descubierto el brazo izquierdo donde resaltaba la fístula arteriovenosa, señal inequívoca de un tratamiento renal prolongado. Una máquina de diálisis esperaba encendida en una esquina, como si la escena hubiera sido prevista con antelación. Un hombre de mediana edad con bata clara entró sin prisa, sus ojos serenos y su andar sin apuro. No necesitaba presentaciones. —Xiǎo Hǔ… ¿qué ocurrió exactamente? —preguntó con voz neutra en japonés fluido. El joven tragó saliva. Había aprendido a hablar con precisión clínica, pero dudó. —Mi hermano me encontró en el trabajo. Tuvimos que movernos con rapidez… y entonces… —vaciló. La verdad era demasiado peligrosa para ser dicha. —No necesitas edulcorarlo —interrumpió el doctor, sin perder la calma—. Conozco las circunstancias de tu familia. Háblame con claridad. Asintiendo, Ryohei describió cada síntoma, cada espasmo, cada palidez detectada. El profesional lo escuchó sin interrumpir, mientras examinaba al paciente. —¿Y tu impresión? —inquirió al joven, con tono inquisitivo. —La persecución debió agotarlo… pero temo algo más grave. La hinchazón en las extremidades, la rigidez abdominal, la respiración irregular… son signos de un desequilibrio sistémico. —Una sospecha fundada. —El médico giró hacia el paciente, quien comenzaba a abrir los ojos con dificultad—. Tachibana-san, ¿te dializaste hoy? —Día por medio… sí. Pero… —Tetsu murmuró, entrecortado— la medicación… no la tomé. El joven tensó la mandíbula. Su cuerpo entero se crispó. —¿Por qué harías eso? —preguntó en un susurro que contenía más pena que reproche. Su hermano evitó la mirada. El médico, sin detenerse, preparó la conexión a la fístula. —Por tus niveles actuales, no hay señal de diálisis hoy. Y sin medicación, estás comprometiendo tus funciones vitales. Iniciaremos de inmediato. No hay margen para errores. Una aguja penetró el acceso vascular con suavidad quirúrgica. En segundos, la sangre comenzó a fluir por los tubos hacia el dializador, pasando por filtros que la liberarían de toxinas antes de devolverla al cuerpo. Una danza silenciosa de máquinas luchando contra la muerte. —Hermano… ¿no dejé instrucciones claras con Chen-san? —la voz del joven se quebró por primera vez—. ¿Cómo pudiste olvidarlo? —No olvidé. Elegí. No tengo tiempo para detalles cuando estamos jugándonos todo. —¿Y si caes aquí? ¿Si me dejas solo en medio de esta guerra? El médico, sin detener el proceso, intervino. —Déjalo por ahora. Él comprende. —Giró hacia el joven—. Pero tú… ¿has hecho tus chequeos hepáticos y renales? La pregunta lo desarmó. —Hace… seis meses —confesó, con la vista baja. —No más demoras. —La respuesta fue seca, sin dejar espacio para excusas. La sangre seguía su ciclo mecánico mientras Ryohei permanecía en silencio. No solo por su hermano. También por el temor de que ese destino lo alcanzara. Que el peso de proteger no solo fuera emocional… sino también genético. El zumbido de la máquina llenaba la sala. En ese momento, la puerta se abrió. Kiryu y Oda entraron sin palabras. La expresión del joven de traje blanco era dura como el acero. —Cualquier cosa… —dijo el médico, haciéndose a un lado—. Por mínima que sea, estaré en la oficina. Y se marchó, dejando en la sala solo a los hermanos y a los testigos del destino. Ryohei aún sostenía la mano derecha de su hermano con una delicadeza casi ritual. Esperó a que el médico cerrara la puerta tras de sí, y entonces, con movimientos suaves, depositó la mano de Tetsu sobre la sábana. El cuerpo del mayor comenzaba a relajarse, adentrándose en un reposo inducido por el agotamiento. La atmósfera era densa; cada respiración se sentía pesada, como si la habitación entera compartiera un mismo pulmón agotado. —¿Tachibana se pondrá bien? —preguntó Kiryu, mirando al joven con inquietud. —Va a estarlo… —respondió el aspirante a médico tras un breve silencio—. Es fuerte, siempre lo ha sido… Por ahora, se está estabilizando. Aunque sus palabras intentaban transmitir calma, había un tono quebradizo en su voz. Una grieta que ni siquiera intentó ocultar. Junto a Kiryu, Oda observaba con atención. Percibió la ansiedad en los ojos del joven y, tras una pausa cargada de significado, desvió la vista hacia el hombre tendido en la camilla, aún conectado al dializador. Por un instante, sus facciones se suavizaron, revelando una complicidad que solo los años y las heridas compartidas podían forjar. Pero ese gesto desapareció tan rápido como llegó, y su voz se volvió grave, casi seca. —Esto debe quedar entre nosotros —dijo, dirigiéndose a Kiryu sin apartar la mirada—. Los riñones del jefe llevan fallando. Ni siquiera los empleados de la inmobiliaria lo saben. —¿Está enfermo desde hace tanto…? —preguntó el ex yakuza, mirando con atención a Tetsu, cuyo rostro lucía algo más sereno, como si la tormenta interna comenzara a ceder. El joven de cabello oscuro asintió lentamente. Sus ojos, sin embargo, se hundieron en un punto más lejano. Un rincón del pasado que aún dolía. —Hace dos años, cuando perdió la mano... sangró más de lo que pensé que un cuerpo podía soportar. —Su voz bajó de tono, casi al límite del murmullo—. Pero sobrevivió. El silencio volvió a colarse en la habitación. Ryohei desvió la mirada, como si esas palabras hubieran revivido una herida antigua. Aunque ya no sostenía con firmeza la mano de su hermano, sus dedos aún la tocaban, aferrándose más al recuerdo que a la carne. Japón, Osaka, 1978. Tenía diez años la primera vez que pisó suelo japonés. No recordaba el nombre del puerto, pero sí el olor a sal y metal, el murmullo constante de las grúas y el frío que se filtraba por el abrigo barato que su hermano le había prestado. Sus zapatos, demasiado grandes, chirriaban a cada paso. En su pasaporte falso, el nombre Ryohei Tachibana resultaba un disfraz incómodo y extranjero. A su lado, Li Hua —el mayor desde su infancia— firmó como Tetsu Tachibana, con la mirada dura como una promesa silenciosa. —Ahora somos esto —dijo Tetsu con voz firme, sin mirar atrás—. En este país, esos son nuestros nombres. El niño tragó saliva, confundido: —¿Ya no soy Xiǎo Hǔ? El protector se detuvo en seco en medio del muelle y lo miró por primera vez desde que pisaron Japón. —Siempre serás Xiǎo Hǔ para mí. Pero aquí… eres Ryohei. Un chico japonés, nacido en Osaka. Esa es nuestra historia. El menor asintió, pero la palabra "Ryohei" le sonó más como una orden que como un nombre propio. —¿Y mamá? —añadió con voz trémula—. ¿No vendrá a buscarnos? El silencio duró tanto como el humo que se elevaba desde los barcos. El hermano mayor bajó la mirada. —Mamá ya no está. Lo sabes. La verdad cayó sobre él como un golpe seco. —¿Y Xiao Qiao? —insistió con esperanza. El rostro del mayor se tensó. —No vuelvas a decir su nombre aquí. Nunca. ¿Me oíste? El niño tragó la vergüenza y contuvo las lágrimas: —Lo siento... Miró a su sombra, sintiendo una distancia nueva, tangible. Una ráfaga fría recorrió el muelle. El menor frotó sus manos buscando calor físico y emocional. Estaban en un país donde aún no encajaban, con identidades prestadas y cicatrices latentes. —Necesitamos encontrar refugio por esta noche —dijo Tetsu con voz grave—. Fingiremos ser japoneses, solo por unas horas. El niño asintió. Sabía bien, por lo vivido en China, que los mestizos eran marginados: ni aquí ni allí eran totalmente aceptados. Su madre —huérfana de guerra en Manchuria— les había transmitido ese dolor: ser de dos mundos sin pertenecer a ninguno Ambos recorrieron callejones industriales hasta dar con una pensión oculta tras un cartel de comida que solo encendía luces de noche. El dueño, creyéndolos japoneses sin recursos, les ofreció dos futones sobre un tatami. El menor dejó caer el abrigo; sus ojos quedaron fijos en el techo, preguntándose si todavía era Xiǎo Hǔ o solo una sombra en un documento falso. —Mañana intentaremos de nuevo —susurró el protector, apagando la lámpara; solo una tenue luz roja quedó encendida—. Solo un paso más. El silencio se adentró en la habitación. Solo se escuchaba la madera crujiente y el viento contra el vidrio. Anocheció en Osaka. En silencio, cargaban los nombres que ya no podían decir. Meses después, ambos recordaban con nostalgia aquel barrio escondido entre callejones oscuros, sostenido por contrabando y una comunidad de inmigrantes que vivía a medias entre identidades. Fue allí donde los hermanos Tachibana habían recalado al llegar a Japón. El menor sostenía un cuaderno ajado bajo la tenue luz de una lámpara colgante. Cada noche repetía con voz vacilante: —Watashi wa Tachibana Ryohei desu… Mientras tanto, su hermano mayor trazaba hiragana con paciencia, corrigiendo cada error con la misma firmeza con la que le enseñaba a sobrevivir. —Tenemos que aprender —dijo en voz baja—. Para sobrevivir aquí, debemos hablar este idioma mejor que ellos. —Sí, pero es difícil… —murmuró el pequeño, borrando otra palabra mal escrita—. Siento que nunca voy a aprender. El mayor no respondió de inmediato. Se acercó, tomó su mano con suavidad y le mostró los trazos con precisión. Hiragana, katakana, lo esencial. El alfabeto era una puerta cerrada, pero él le enseñaba la llave. Semanas más tarde, Tetsu empezó a trabajar. Primero cargando cajas, luego repartiendo mensajes, y finalmente en actividades más turbias: estafas menores, atracos discretos. Llegaba a casa con algunos moretones, pero también con yen suficiente para cubrir una pequeña pensión y gastos básicos. Una noche volvió con cortes superficiales en los brazos y bolsas en ambas manos: una con comida, la otra con un sobre sellado. El menor se acercó de inmediato, preocupado pero preparado. Tenía el botiquín a mano, como siempre. No sabía qué hacía exactamente su hermano en el día, pero se había acostumbrado a curarle las magulladuras en silencio. —Lo conseguí, hermano… —dijo el mayor, tendiéndole el sobre con una media sonrisa—. Tu residencia definitiva. Legalmente… ya eres japonés. El pequeño ladeó la cabeza, con los ojos negros fijos en los documentos. —¿japonés? ¿Y tú, hermano? —Veré los míos después. Lo importante ahora es esto —respondió, girándose para mirarlo a los ojos—. Vas a empezar quinto año en la primaria, en Sotenbori. Ya te inscribí como Ryohei Tachibana. —Pero aún no domino el idioma… ¿crees que podré encajar? —Claro que sí —respondió con convicción—. Te has esforzado tanto… Dominas el japonés mejor que yo, incluso mejor que el que… nos enseñó mamá. Aquel documento fue un portal: gracias a él, el menor pudo inscribirse en una escuela pública y recibir una identificación oficial. Un sueño tangible, aunque aún hablaba con acento, aunque aún se sintiera un disfraz. Era el primer paso. La máquina de diálisis emitía un zumbido grave y constante, como una respiración mecánica que llenaba la sala. Sus tubos, tensos y pulsantes, transportaban un líquido oscuro que burbujeaba levemente, como si la vida misma estuviera contenida en ese vaivén de sangre filtrada. Tetsu dormía. O parecía dormir. La máquina aún rugía suave, succionando vida y devolviendo tiempo, mientras el líquido en los tubos oscilaba en tonos oscuros. La única lámpara de techo parpadeaba a ratos, proyectando sombras largas sobre el cuerpo del hombre en la camilla. Ryohei estaba sentado junto a él. Tenía el rostro iluminado por la tenue luz de una lámpara portátil y el peso de los recuerdos apretándole el pecho. Oda y Kiryu permanecían de pie, viendo la escena con profundo pesar. —Los primeros meses en Osaka fueron muy duros —dijo el menor, casi sin pensar, como si hablara consigo mismo—. Más para un niño que llegó de polizón cuando su hermano mayor decidió venirse solo a este país. —¿Polizón? —repitió el ex yakuza, girando apenas el rostro. Una sonrisa ladeada, nostálgica, cruzó la cara de Ryohei. —Cuando me enteré de sus planes, lo seguí sin que nadie lo supiera. Fue más fácil esconderme entre maletas que explicarle a mamá por qué no pensaba quedarme. —La madre de ellos fue huérfana de guerra —intervino Oda, con voz apagada, sin abrir los ojos—. China los aplastó a todos después de la ocupación. Fue adoptada por una familia en una granja y ahí conoció al hijo de ellos y tuvo a Tachibana. —Y cinco años después… mi hermana y yo. —¿Hermana? —Soy el menor. Mi hermana nació primero… como mellizos… creo que con diez o quince minutos de diferencia. —Entiendo —asintió Kiryu con el ceño levemente fruncido—. Y supongo que en la escuela también fue difícil. —Ni que lo digas… malditos mocosos. Sotenbori, abril de 1979. El uniforme estaba impecable. La corbata, ligeramente torcida. El corazón, latiendo con fuerza bajo la camisa. Aquel pasillo blanco se extendía como un túnel sin salida. Cada paso que daba lo acercaba a un mundo que aún no sentía suyo. La profesora lo recibió con un gesto amable, sin dejar de escribir en la pizarra con una caligrafía tan pulida como lejana. El aula se volvió un océano de miradas curiosas. —Hoy tenemos un nuevo estudiante que acaba de llegar a Sotenbori —anunció—. Adelante. El niño caminó despacio, midiendo cada respiración. Se detuvo frente a todos y, con una reverencia rápida, alzó la voz como quien lanza una cuerda hacia la orilla. —M-me llamo Ryohei Tachibana… Es un placer… c-conocerlos. Las primeras risas fueron apenas murmullos. El acento arrastrado, los kanjis pronunciados con duda, los ojos “demasiado raros”, como decía un niño en voz baja. La maestra no corrigió. Tampoco preguntó. —Mi papá dice que los chinos roban —dijo una niña a su compañera, sin mirar al frente. —El mío dice que tienen los ojos como sapos —agregó otro entre risas. Durante semanas, Ryohei se esforzó. Anotaba con pulcritud, memorizaba frases, corregía su caligrafía hasta que sus dedos dolían. Pero entre clases, los empujones en los pasillos, los susurros venenosos y las risas sofocadas eran constantes. A veces le escondían los zapatos del casillero. Otras, tiraban su cuaderno al barro. Un mediodía, al salir del baño, un grupo lo esperaba. —¿Sabes leer esto, chino tonto? —preguntó uno, mostrándole un cartel escrito al revés. Ryohei no respondió. Una bolsa de basura voló por los aires y le estalló en el rostro. El contenido se esparció en su uniforme: cáscaras, restos de sopa agria, una colilla de cigarro. —¡Vuélvete a tu país, bicho raro! —gritó el más grande, mientras los otros reían. El golpe fue seco. La humillación, insoportable. Pero lo que más dolió no fue la basura ni las palabras. Fue ver que nadie hizo nada. Ni los otros niños. Ni los profesores. Esa tarde llegó a casa con la rodilla abierta y la dignidad hecha trizas. El mayor lo esperaba en la habitación de la pensión, sentado junto al pequeño fogón donde calentaba agua. —¿Qué te pasó ahora? —preguntó sin necesidad de respuesta. Lo lavó en silencio. Le quitó los zapatos, le limpió la herida, le planchó el uniforme como pudo. Y cuando el menor se sentó en el futón con los ojos bajos, fue él quien lo rodeó con los brazos. —¿Por qué tenemos que ser como ellos? —murmuró entre dientes, temblando—. ¿Por qué no podemos ser nosotros? Tetsu no respondió. Solo lo sostuvo con fuerza. Aquel abrazo, apretado y silencioso, valía más que mil discursos. La siguiente semana, cuando volvió a la escuela con el uniforme planchado y el cuaderno limpio, el mismo grupo de niños lo esperaba al final del pasillo. Ya no le decían “Tachibana”. Le llamaban cosas peores. —Oye, bicho raro. ¿Sabes que hueles como tu país? —Seguro se baña con sopa de murciélago —soltó otro, entre carcajadas. Uno de ellos le lanzó una bolsa de basura que se deshizo sobre sus zapatos. El líquido agrio empapó los calcetines, y el hedor le subió por la garganta como un puño. Ryohei apretó los dientes. No quería llorar. No otra vez. —Déjenlo en paz —dijo una voz al final del pasillo. El niño que habló no tenía la cara de un bravucón. Tenía el uniforme limpio, una bufanda azul anudada con esmero y gafas redondas que no ocultaban su expresión decidida. Caminó hacia ellos con pasos cortos y seguros. —Mi papá dice que los cobardes solo atacan en grupo. ¿Van a demostrarle que tiene razón? Los otros chicos dudaron. El líder frunció el ceño, pero retrocedió al ver que un profesor se asomaba al fondo. —Bah, da igual. Dejen que el rarito limpie su sopa. El grupo se dispersó. Ryohei se quedó en silencio, paralizado, con los puños apretados y el rostro encendido de vergüenza. El niño nuevo se agachó frente a él, sacó un pañuelo con dibujos de dinosaurios y limpió la basura de sus zapatos con cuidado. —Soy Kenji Shirakawa —dijo con voz clara, sin una pizca de duda—. Mi papá es médico. Trabaja en la clínica de la esquina con farol rojo. Venimos de Tokio, pero nos mudamos hace poco. —…Soy Ryohei —murmuró el otro, sin saber si dar la mano o no. Intentó pronunciar el nombre con el acento más neutro posible, suavizando las "r", ocultando su forma natural de hablar. Pero Kenji ladeó la cabeza. —No tienes que hablar así. Mi mamá dice que no se debe esconder lo que uno es. Y mi papá dice que no hay forma correcta de sonar japonés. Que los buenos niños se notan por cómo tratan a otros, no por cómo suenan. Ryohei lo miró, confundido. Había esperado muchas cosas ese día. Eso no. —¿Estás seguro…? —Claro. Además, me gusta cómo suena tu nombre, pero es un poco largo. Así que te llamaré Ryo. ¿Está bien? —¿Ryo? —Sí. Ryo es corto, suena rápido. Como un rayo. Como alguien que corre más que los demás. Así me lo imagino. La explicación era la lógica pura de un niño de once años. Pero a Ryohei le pareció el apodo más bonito que había escuchado en su vida. Tardó en asentir. Pero esa noche, al practicar japonés con su hermano, sonrió por primera vez en semanas. Y cuando pronunció su nombre frente al espejo, lo hizo con firmeza. —Boku wa… Ryo da. Por primera vez, no le tembló la voz. Pasaron los años. Secundaria… y luego la preparatoria. Kenji seguía a su lado, inseparable. A su mundo se sumó Kyomi Mizuno, una chica transferida desde Hokkaido, parlanchina, curiosa y con una risa capaz de llenar pasillos enteros. Los tres formaban un pequeño triángulo extraño pero invencible, unidos por libros, tareas y secretos. Una tarde, al salir del colegio, se sentaron en un puesto de comida tradicional junto a la estación, donde el vapor del takoyaki llenaba el aire con promesas de felicidad grasosa. —Mañana iremos de excursión a Kamurocho —anunció Kenji, ya con un palillo en mano y una bolita humeante camino a su boca—. El profesor dijo que nos darán la tarde libre para explorar. —¿Qué crees que encontremos ahí? —preguntó Kyomi, apoyando la cabeza en una mano mientras sopleteaba el suyo. —No lo sé… pero de seguro será emocionante, ¿no creen? —respondió Ryohei justo antes de meterse un takoyaki entero sin medir el calor. Hizo una mueca instantánea, agitando las manos como si eso pudiera enfriar su lengua abrasada. —¡Pero Ryo, llevas ocho años comiendo esto y aún te quemas! —se burló Kenji, dándole un golpe amistoso en la espalda. —F-falta de costumbre… —balbuceó él, aún mascando con esfuerzo. La chica rió con fuerza, cubriéndose la boca con la servilleta. —¿Y qué harán cuando se gradúen? —preguntó de pronto—. Yo quiero irme a Tokio a estudiar actuación… aunque mi mamá quiere que sea profesora. —Yo estudiaré medicina —dijo el mejor amigo, encogiéndose de hombros como si fuera obvio—. Mi papá quiere que tome su lugar en la clínica, y bueno… la verdad es que me gusta ayudar. —¿Y tú, Ryo? —preguntó Kyomi, dándole un codazo suave. Él se quedó en silencio un instante, mirando el cielo entre cables y postes. —No lo sé aún. A veces siento que... solo estoy sobreviviendo. Ambos lo miraron en silencio, pero no con lástima. Con ese respeto tranquilo que solo se da entre amigos que han visto las heridas del otro sin necesidad de abrirlas. Kamurocho, al día siguiente. El sol bajaba entre los edificios apretados cuando les dieron libertad para recorrer el barrio. Caminaban por Taihei Boulevard, mirando vitrinas y carteles de neón apagados a esa hora, cuando un ruido seco los hizo detenerse. Un anciano estaba desplomado en el suelo, entre los botes de basura tras un local cerrado. —¡Oye! —exclamó Kyomi corriendo hacia él—. ¡Está herido! Kenji se arrodilló enseguida y le tomó el pulso con manos torpes, pero decididas. —Está consciente, pero tiene un corte en la pierna… algo lo arañó mal. Ryo, tráeme agua de esa tienda. ¡Rápido! Pero el anciano murmuró algo. No era japonés. Era chino. Ryohei se agachó junto a él, con el rostro tenso. Reconocía esa lengua. Era suya también. Aunque la enterrara en lo profundo, aún estaba ahí. —Está diciendo que le duele mucho la pierna —tradujo de inmediato, mientras sacaba un pañuelo limpio del bolsillo—. No hay fractura, pero está sangrando. Tenemos que detenerlo ya. Su amigo asintió sin dudar. Rasgaron entre los dos la manga de su camisa para improvisar una venda, mientras Kyomi corría a buscar ayuda a una tienda cercana. El anciano gemía con cada respiración, pero no los apartó. Cuando al fin pudo abrir los ojos, miró directamente al joven y volvió a hablarle en chino, con voz baja pero firme: —¿Eres chino? Ryohei dudó apenas un segundo. —Solo la mitad —respondió en el mismo idioma—. Pero suficiente para entenderlo. El anciano lo observó con atención, aferrándose a su muñeca con una mano temblorosa. —¿Cómo te llamas? —Ryohei —dijo el joven, con suavidad, en japonés. El anciano frunció el ceño. Había algo en sus ojos que atravesaba cualquier mentira. —Pregunté tu nombre real. Tu nombre verdadero. Ryohei bajó la mirada. El silencio lo envolvió como un manto. Y entonces, apenas audible, dijo en chino: —Xiǎo Hǔ. El anciano asintió, y por primera vez en todo ese rato… sonrió. Una sonrisa leve, arrugada, pero sincera. —Bien. No lo olvides. Recuerda quién eres. Pequeño Tigre. Poco después, dos hombres del restaurante cercano llegaron con una camilla improvisada. El anciano fue subido con cuidado. Pero antes de que se lo llevaran, volvió a sujetar la mano del muchacho y le habló una vez más, en su lengua compartida: —Tienes unas manos hechas para salvar vidas… Úsalas bien. —¿Qué dijo? —preguntó Kenji, aún agitado. Ryohei bajó la mirada hacia sus propias manos. Estaban manchadas con la sangre del viejo… pero no temblaban. —Que estas manos pueden salvar. Y que debería usarlas para eso. Ese día no solo conocieron Kamurocho. Ese día conocieron a Chen. Aunque no sabían todavía que volverían a encontrarse con él años más tarde… cuando ya no fueran solo tres estudiantes. Y Ryohei, por primera vez en su vida, sintió que quizás… su camino no era solo resistir. Sino sanar. El pitido rítmico de la máquina de diálisis se mezclaba con el zumbido tenue del ventilador de techo. En esa habitación improvisada —con paredes descascaradas y un olor tenue a alcohol antiséptico y polvo—, el silencio seguía siendo más pesado que el aire. El joven aspirante a médico suspiró, mirando a su hermano que seguía conectado a los tubos, pálido pero estable. Con suavidad, volvió a tomar su mano derecha, aquella donde la prótesis metálica reemplazaba la carne que una vez fue suya. —Desde entonces… pude vivir una vida tranquila en este país. Aunque no todo fue color de rosa —murmuró, su voz más tenue que la luz de la lámpara portátil. Oda y Kiryu lo escuchaban sin interrumpir. La historia era un puño en la boca del estómago. Una que ninguno de los presentes se atrevía a cortar. —Cuando cumplí los dieciocho… me di cuenta de que me gustaban los hombres —añadió con una sonrisa amarga—. Ya no era solo el “chino”, o el “mestizo”. Ahora tenía otro motivo más para que el mundo quisiera señalarme con el dedo. El ex yakuza bajó la mirada. No había juicio en su expresión. Solo comprensión. Y un respeto silencioso. —¿Y cómo fue que Tachibana terminó así? —preguntó al cabo de unos segundos. La respuesta llegó de la única otra voz en la sala que conocía todos los bordes de aquella cicatriz. —Hace dos años —comenzó Oda, su tono duro como vidrio resquebrajado—, la Alianza Ōmi secuestró a Ryohei para presionar a Tachibana. Fue el inicio de todo esto. Ryohei asintió con los ojos clavados en su hermano. —Había pasado poco desde mi cumpleaños. Me había graduado de la preparatoria. Fui a celebrarlo con Kenji y Kyomi… Después de dejarla en su casa, nos despedimos y cada uno tomó su rumbo. Pero esa noche, todo cambió. Osaka, Japón – 1986 A sus dieciocho años, Ryohei ya había dejado atrás los pupitres del instituto y las burlas infantiles. Vivía con Tetsu en un apartamento digno, con muebles de segunda mano, pero limpios, y una estufa que funcionaba la mayoría de los días. Sabía que su hermano trabajaba en algo importante, aunque los detalles siempre eran difusos. Para ese momento, Ryohei ya conocía a Jun Oda, otro chino que su hermano consideraba familia. A veces discutían, otras se reían en clave, como si compartieran heridas imposibles de traducir. El menor de los Tachibana viajaba con frecuencia a Kamurocho. El tren bala entre Osaka y Tokio se había vuelto un sendero de ida y vuelta, casi secreto. Iba a visitar al anciano Chen, el mismo al que había ayudado años atrás. Little Asia lo recibió con susurros y té caliente, aunque él nunca se acostumbró del todo a que lo llamaran Xiǎo Hǔ. Pequeño tigre. Le molestaba… pero terminó aceptándolo. Esa noche, sin embargo, no había trenes ni té. Solo preocupación. Ryohei había cenado solo —un bol de arroz tibio y cerdo agridulce recalentado— cuando escuchó pasos torpes en el pasillo. La puerta del departamento se abrió con brusquedad. Tetsu entró primero. Sujetaba del brazo a un joven que apenas podía sostenerse en pie. Ambos estaban manchados. No de lodo. De sangre. —Ryohei —murmuró Tetsu, sin perder tiempo en explicaciones—. Agua caliente. Y vendas. El menor no preguntó. Corrió hacia la cocina y regresó con lo necesario. En el suelo, sobre una manta desdoblada, el joven sangrante jadeaba con la camisa abierta. Tenía una herida profunda en el costado y la sonrisa torcida de alguien que se negaba a caer. —Qué recibimiento —bromeó el hermano menor con voz ronca, soltando una tos seca. —¿Es tu hermano? —preguntó, girando apenas el rostro hacia Ryohei. —Oda-san. Calla —gruñó Tetsu, presionando la herida—. Te estás desangrando. —Dije que no te metieras en ese trabajo —espetó Ryohei entre dientes, mientras empapaba la toalla y la aplicaba con firmeza. Las manos le temblaban apenas, pero sabían qué hacer. Chen lo había entrenado con crudeza y precisión. Las heridas ya no lo asustaban… pero ver a su hermano ensangrentado, sí. —¿Qué le hicieron? —preguntó con la voz tensa. —Cosas que no necesitas saber. —Pero yo soy el que lo está curando —insistió sin alzar la voz. Tetsu apretó la mandíbula, pero no respondió. Fue Oda quien rompió el silencio con una risa rasposa. —Tiene razón. Me gusta este mocoso. —No le digas mocoso —dijo Tetsu con cansancio, aunque un leve gesto de orgullo cruzó su rostro. Esa noche, Oda durmió junto al tatami. Ryohei no pegó ojo. Lo observó entre el humo del incienso, sintiendo que el mundo había dado un giro. Ya no se trataba solo de ayudar ancianos en las calles de Kamurocho. Ahora… las heridas tenían nombres. Rostros. Y consecuencias. Y aunque no lo sabía aún, esa sería la última noche antes del evento que lo marcaría para siempre. Sotenbori, 1986 Aquella noche de diciembre, el frío era notorio, calando hasta los huesos. Los faroles colgaban como luciérnagas eléctricas sobre el canal, reflejándose en el agua oscura que serpenteaba por el corazón del distrito. Las luces de neón iluminaban los carteles de los teatros, restaurantes de fugu y bares de karaoke que aún mantenían su bullicio pese a la hora. Las vendedoras ambulantes comenzaban a recoger sus puestos, y el olor a caldo caliente y castañas asadas se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el eco de las risas. Habían dejado a Kyomi en su casa y, tras beber algo de té con su madre, caminaban por las calles rumbo a sus respectivos hogares. —Ese chico del parque no dejaba de mirarte… —comentó Kenji con una sonrisa—. ¿Qué era ese pañuelo que llevaba mostrando en el bolsillo trasero? —No quieres saber eso, amigo mío… —respondió el otro chico, irónico—. Digamos que… si te enteras, te traumas de por vida y ningún psiquiatra curaría eso. El joven de la bufanda azul comprendió alzando las manos en señal de rendición. —Ya entendí, ya entendí… —dijo, deteniéndose de golpe—. Oh, sí. Esta noche hay una maratón de Black Jack. ¿No te interesa que la veamos en mi casa? Mi papá siempre pregunta por ti. Ryohei se quedó pensativo un momento. —Mi hermano dijo que no llegaría esta noche. Si pasamos a casa a dejarle un mensaje en la mesa y luego vamos a ver esos episodios… —hizo una pausa con una mueca irónica—. Pero tú invitas la comida. Caminaron unos metros más por la vereda que bordeaba el canal, riendo bajo el vapor que salía de sus bocas. Sin embargo, al doblar por una calle lateral, el ambiente cambió. Dos hombres vestidos de negro se acercaron desde la sombra de un callejón. Ambos llevaban abrigos largos y en sus solapas resaltaban los pines metálicos de la Alianza Ōmi, brillando como advertencias bajo la luz del poste. —¿Tachibana Ryohei? —preguntó uno, su voz grave como una amenaza. Ryohei y Kenji se detuvieron. —¿Quién lo pregunta? —respondió el aludido, frunciendo el ceño. El otro hombre dio un paso adelante, mostrándose más grande de lo que parecía. —Te estamos llamando, hermanito del señor Tachibana. No hagas esto difícil. Kenji intentó intervenir. —¡Oigan, esperen! ¿Quiénes son ustedes? Pero no hubo tiempo para respuestas. Uno de los hombres empujó a Kenji de un puñetazo directo al estómago, y el otro sujetó a Ryohei con fuerza por ambos brazos. —¡Ryo! —gritó Kenji, cayendo al suelo. Logró reincorporarse tambaleando y corrió hacia la cabina telefónica más cercana, a unos metros de la esquina. Las monedas chocaron dentro con un sonido agudo. Marcó tembloroso, jadeando. —Vamos… vamos… contesta… Del otro lado, la voz de Tetsu se escuchó apenas. —¿Hola? —¡Secuestraron a Ryo! —soltó Kenji, con la voz quebrada—. ¡Dos hombres con pines de la Ōmi! ¡Se lo llevaron, Tachibana-san! ¡Se lo llevaron! —¿Tú estás bien? —preguntó la voz de Tetsu, grave pero contenida. —S-sí… solo me golpearon… —jadeó Kenji, una mano en el estómago mientras intentaba mantenerse erguido dentro de la cabina—. Pero se lo llevaron. No sé dónde. Del otro lado, se hizo un silencio espeso. Apenas se oía el crujido de la línea telefónica. —Creo saber adónde lo llevaron —dijo por fin el interlocutor, su tono bajo, medido—. Tú no te preocupes. Me encargaré de esto. —Pero… ¿y si…? —Kenji-kun, escúchame bien —interrumpió Tetsu, más firme que nunca—. Regresa a tu casa. No le digas a tus padres lo que pasó. Si preguntan, diles que se separaron como siempre en la calle antes de tomar caminos distintos. Que seguro Ryohei ya está en casa. —No creo que me crean… —musitó, con la garganta apretada. —Haz lo posible. Quédate tranquilo. Llamaremos a tu casa cuando Ryohei esté a salvo. Y colgó. El concreto crujía bajo los pasos apresurados de los hombres. Afuera, el murmullo nocturno de Sotenbori se escuchaba lejano, como si otro mundo respirara mientras la muerte acechaba en este. En el interior del viejo edificio —alguna vez un club nocturno clausurado—, el aire olía a humedad, sudor, pólvora y miedo. Ryohei abrió los ojos de golpe. Le dolía la cabeza, tenía las manos atadas a una tubería oxidada, los labios secos y una capucha de saco basto cubriéndole el rostro. Solo veía oscuridad. Pero oía. —¿Crees que Tachibana vendrá por este crío? —decía una voz ronca, más cerca de lo que desearía. —Claro que sí. Es su hermano. Esa rata china va a venir arrastrándose. Y cuando lo haga, lo quebramos también. Intentó moverse. Apenas un quejido escapó de su garganta, pero bastó para que una bota le aplastara el estómago. —Cállate. Ya sabrás para qué sirves. Tosió, escupiendo saliva. El metal del suelo estaba frío bajo su mejilla. Y entonces, el infierno estalló. Un disparo seco. Otro. Luego otro más. Un grito. Un cuerpo cayendo. Y una puerta reventando de una patada. —¡¿Dónde tienen a mi hermano, hijos de puta?! —rugió una voz que congeló el aire. Tetsu Tachibana irrumpió como una tormenta. Vestía de negro, el abrigo largo ondeando tras él como sombra viva. Su pistola semiautomática humeaba. A su lado, Oda gritaba instrucciones, flanqueado por los hombres de su célula clandestina. En sus rostros no había dudas: venían a matar. —¡En el fondo, jefe! ¡Está en el cuarto del generador! —gritó uno de ellos, cubriéndose con una mesa volcada. —¡Muévanse! —ordenó Tetsu, disparando a quemarropa a un yakuza con una navaja. El impacto lo levantó del suelo antes de desplomarse sin un gemido. Oda pateó una puerta, derribando a otro de un culatazo. Dentro, Ryohei se incorporaba como podía, los ojos anegados, jadeando bajo la capucha. —¡Oda-san! ¿Mi hermano está acá? —gritó al reconocer su voz. —Tranquilo, chico… —respondió mientras le quitaba la capucha—. Está aquí. Vámonos. Un secuaz se agachó a desatarlo. Cuando Ryohei se puso en pie, sus piernas temblaban, pero su mirada ardía. Salieron al pasillo, y entonces lo vio. La masacre. Había sangre por todas partes. Las luces parpadeaban, cubriendo la escena de un rojo intermitente como si el infierno mismo latiera en ese corredor. Varios cuerpos yacían en el suelo. Todos llevaban pins de la Alianza Omi. Uno de ellos era el grandote que lo había tomado como rehén: estaba de espaldas, la garganta cortada, el cuchillo aún en la mano. Ryohei se quedó helado. Le temblaban los dedos. No podía dejar de mirar los cadáveres, las balas incrustadas en las paredes, la sangre que goteaba desde una lámpara rota. —No mires, chico —dijo uno de los hombres, empujándolo con suavidad hacia la salida—. Ya pasó. Pero justo cuando Oda se volvía para cubrir la retirada, un grito lo alertó. —¡Atrás, idiota! Un yakuza embistió con una katana corta, buscando atravesar su pecho. No alcanzó. Tetsu se interpuso. Fue solo un segundo. Un destello de acero. Un tajo. Un alarido. La katana segó carne y hueso. El brazo derecho de Tetsu cayó al suelo con un golpe húmedo. —¡Jefe! —rugió Oda, disparando al atacante. El cuerpo del yakuza se desplomó, dejando un charco espeso. Tetsu cayó de rodillas. Su abrigo se empapaba rápidamente. El muñón sangraba a borbotones. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos, encendidos. Su hermano se congeló. Sintió un frío que no venía del aire, sino del alma. —¡Tetsu! —corrió hasta él—. ¡No! ¡No, no, no! Se quitó el cinturón con manos temblorosas, lo apretó sobre el codo como torniquete improvisado. La sangre manchaba sus manos, el suelo, la ropa. —Tranquilo… Xiǎo Hǔ… —murmuró Tetsu, con la cabeza inclinada hacia atrás—. Estoy bien… estoy… —¡Cállate! ¡No hables! ¡No… no te mueras! —le suplicaba Ryohei, con lágrimas desbordadas, la voz quebrada—. ¡Por favor, por favor…! Oda cayó de rodillas al lado opuesto, con una toalla rasgada que presionó sin vacilar. —¡Hay que llevarlo ya! ¡YA! —Estoy orgulloso de ti… —susurró Tetsu, sonriendo con los labios rotos—. Hiciste… lo que yo no pude… te protegiste. —¡No digas eso! ¡No digas esas mierdas ahora! ¡Te vas a salvar! —lloró el joven, sacudiéndolo suavemente—. ¡No me dejes! Los ojos de Tetsu se cerraron, no por la muerte, sino por el agotamiento brutal. Oda lo levantó del suelo con ayuda de sus hombres. Otros rodearon a Ryohei, que no soltaba su mano, aún manchada de sangre. El edificio olía a pólvora, muerte y venganza. Afuera, la ciudad seguía viva, indiferente. Pero para Ryohei, algo dentro de él acababa de morir. Y algo nuevo… acababa de despertar. Horas más tarde. Hospital clandestino – sala de cirugías El lugar olía a desinfectante barato y sudor. Las lámparas halógenas colgaban como soles estériles, bañando de un blanco crudo los quirófanos improvisados entre cortinas corroídas. La luz vibraba levemente, lanzando sombras que danzaban sobre las paredes marcadas por humedad y viejas salpicaduras secas. Desde una cabina telefónica en la calle, Ryohei había logrado contactar a Kenji. Le explicó que estaba fuera de peligro, pero omitió detalles. Le habló de Tetsu, de la herida, de la sangre. Su amigo quiso ir, pero no se lo permitió. No podía arrastrarlo a aquel mundo. Ahora, frente a él, el médico que los había atendido se limpiaba el sudor del cuello con un pañuelo gris. —Logramos estabilizarlo… —comenzó, con voz baja—. Cerramos la herida, pero perdió mucha sangre. Hizo una pausa tensa, como si le pesara cada palabra. —Sus riñones están comprometidos. El daño es serio. Jun Oda, apostado junto a una silla metálica, apretó los puños sobre las rodillas. —Todo esto es culpa mía… El doctor no respondió al comentario, solo dejó escapar un suspiro antes de continuar: —Va a necesitar un largo proceso de recuperación. Instalaremos una prótesis metálica, pero… —bajó la mirada— lo más probable es que necesite diálisis cada dos días. Por el resto de su vida. Ryohei tragó saliva. Su voz salió baja, casi como un niño pidiendo permiso. —¿Puedo verlo? —Aún está bajo los efectos de la anestesia que usamos para la cirugía —explicó el hombre—. Pero puedes pasar. Solo… intenta no hacer ruido. Con gesto firme, Oda le apoyó la mano en el hombro. —Ve. Ahora más que nunca… él necesita verte. El muchacho asintió, pero antes de dar un paso, detuvo su avance. —Antes de entrar… quiero que me digas la verdad. ¿Ustedes trabajan para la yakuza? El silencio se sintió denso. Ni el pitido del monitor logró disiparlo. —No somos parte de la yakuza —respondió, sin alterar el tono—. Pero tampoco somos ajenos a ese mundo. Hizo una pausa, después sonrió con algo de tristeza. —Deberías hablar con el jefe. Contarte todo. Y tú también… deberías contarle lo tuyo, ¿no crees? Ryohei frunció el ceño, confundido. —¿"Lo mío"? —Sí, sabemos de qué se trata. Y créeme, está a salvo conmigo. Nadie va a hacerte daño por eso. Cruzó la cortina con pasos silenciosos. La habitación olía a suero y electricidad. Tetsu reposaba en la camilla, envuelto en sábanas grises. Su brazo izquierdo estaba cubierto de tubos, conectados a la máquina de diálisis que gorgoteaba con un ritmo hipnótico, casi maternal. El derecho… no estaba. Ryohei se acercó. El monitor marcaba sus latidos con insistencia. Uno, dos, tres. De pronto, los párpados del herido se entreabrieron. La mirada era pesada, pero viva. —Ry… o…hei… ¿estás bien? La voz era un susurro roto, pero bastó para que el menor contuviera el aliento. —Sí… unos golpes nada más, pero… —apretó los dientes— dime la verdad. ¿Trabajas para la yakuza? El silencio no fue inmediato, sino progresivo. Tetsu giró lentamente la cabeza hacia la pared, como si allí encontrara consuelo. —No importa en qué mundo me mueva, ni lo que haya hecho —murmuró, sin mirarlo—. Lo único que importa es… —No. —La interrupción fue seca—. No me digas que no importa. Mataste a esos hombres. ¿Quién sabe cuántos más? La culpa flotó como un vapor invisible entre los dos. El mayor no respondió enseguida. —Mis manos están manchadas… lo sé. Pero si tuviera que volver a matar para protegerte, lo haría. Sin dudarlo. Los ojos de Ryohei se empañaron. Respiró hondo, obligándose a no parpadear. —Entonces deja esta vida. Por favor… Tetsu cerró los ojos unos segundos, negando con la cabeza. —No es tan fácil. Hay deudas, compromisos. Se necesita dinero, y rápido… —Encontraremos otro camino. —Su tono cambió, ganando fuerza—. Ya tomé mi decisión. Se acercó un poco más. —Voy a ser médico. Me encargaré de ti, de tus tratamientos, de tus heridas. No pienso permitir que me dejes. No así. El rostro de su hermano mayor se relajó. Una sombra de ternura lo cruzó. —¿Médico, eh…? —La idea parecía absurda y maravillosa al mismo tiempo—. Está bien. Nos iremos de Sotembori. Conozco a alguien en Kamurocho… un anciano que podría acogernos. Si me acepta. —Chen-san —respondió el menor con un atisbo de sonrisa—. Ya hablaré con él. Y nos iremos con Oda y los demás si hace falta, pero jura que vas a dejar ese mundo atrás. Una pausa se instaló. Larga, silenciosa. Luego, con la voz más baja, casi en un hilo, Ryohei añadió: —Además… hay algo más que debo contarte. Tetsu ladeó el rostro para mirarlo. —Es difícil, pero… tiene que ver conmigo. Con lo que soy. Yo… soy gay. Al decirlo, una imagen fugaz cruzó su mente: la primera vez que sintió ese miedo, en una ducha escolar, cuando evitó mirar a alguien por temor a delatarse. El agua cayendo como cuchillas, y él, fingiendo normalidad entre murmullos que no entendían de matices. Sus palabras quedaron flotando en la habitación como una hoja a punto de caer. Temblaban, pero no retrocedieron. Su hermano lo miró. Sus pupilas brillaron con algo que no era ni sorpresa ni rechazo. —Ya lo sabía —dijo, con una sonrisa apenas esbozada—. Siempre lo supe. Y nada va a cambiar eso. Te amo, hermanito. Igual que cuando te escondiste en ese barco, llorando de frío… creyendo que eras una carga. —Hermano… El silencio volvió, pero ahora era distinto. Ya no dolía. Solo acompañaba. Ryohei bajó la mirada hacia la máquina. El zumbido constante de la diálisis era un recordatorio de la fragilidad de la vida. De la deuda que aún cargaba. Con cuidado, soltó los dedos de su hermano y los dejó descansar sobre la sábana limpia. —Desde ese día… sus riñones nunca volvieron a funcionar del todo. Kiryu, de pie junto a él, frunció el ceño. Lo había escuchado todo, en silencio. —Nunca habría imaginado que un hombre como él… vivió algo así. El menor no respondió. Se inclinó, volvió a tomar aquella mano maltrecha con la suya. Tetsu, aunque dormido, apretó con fuerza. Oda, hasta entonces en segundo plano, dio un paso al frente. Su voz rompió la quietud con la solemnidad de quien carga también con la memoria. —Perdió demasiada sangre. Necesitaba una transfusión urgente… pero es de tipo negativos. Solo uno de nosotros podía ayudarle. Kiryu lo miró, sorprendido. —¿Negativo? —O negativo, Kiryu-san —afirmó Ryohei—. Yo. El murmullo de las máquinas continuó, indiferente. Aferradas a la vida que aún no se rendía. Kiryu asintió, mirando por un momento a Ryohei y después desviar la vista hacia el subordinado, tenía preguntas que necesitaba respuesta sobre el estado de salud de Tetsu. —¿Así que Tachibana debe dializarse? —preguntó, con una voz grave, cargada de inquietud. Su compañero asintió en silencio. El gesto fue lento, casi resignado. —Día por medio… de lo contrario, morirá. No añadió nada más por unos segundos. Aquel hecho, pronunciado en voz alta, parecía dolerle cada vez que lo repetía. Como si fuera una herida que no cerraba. Se irguió apenas, apoyando ambas manos en los bordes de la cama. —Por eso también tomé la decisión de estudiar medicina —añadió, sin titubear—. No quiero volver a temblar sin saber qué hacer. Su mirada se posó en la prótesis de metal que emergía del cuerpo de su hermano, como un recordatorio constante de aquella noche. —Mis manos temblaban… no supe si estaba haciendo lo correcto. No quiero volver a sentirme así… impotente, cuando alguien sangra frente a mí. Con cuidado, volvió a tomar la mano de Tetsu. La máquina seguía emitiendo su murmullo monótono, como un reloj que marcaba el precio del tiempo. —No quiero que los días se me escapen entre los dedos… como aquella noche. No quiero perder a nadie más… como casi lo perdí a él. Nadie respondió. Solo el zumbido constante acompañó sus palabras, como un eco sordo de todo lo que había permanecido callado durante años. Tras un instante, Kiryu no pudo evitar alzar la voz con una duda que lo rondaba. —¿Y en ese estado… se atreve a enfrentarse a la yakuza? —Si el jefe estuviera en perfectas condiciones, ganaría con una sola mano —intervino Oda, con una mezcla de orgullo y resignación—. Con ambos riñones funcionando, ni siquiera habría necesitado a la inmobiliaria ni a nosotros tres para resolver esto. Ryohei bajó la cabeza, suspirando hondo. Recordó aquella conversación que tuvo con Tetsu tiempo atrás, una opción desesperada que estuvo dispuesto a ofrecer. Su voz se volvió más apagada al compartirlo: —Le propuse donarle uno de mis riñones. Pero él se negó, sin pensarlo dos veces. Alzó la mirada hacia Kiryu, intentando explicar algo que aún pesaba. —Me dijo que, si lo hacía, me llevaría con él en cada diálisis. Que si yo me debilitaba por su culpa… sería como perdernos a los dos. Sus palabras se suspendieron en el aire. La amarga ironía no necesitaba ser explicada. La luz parpadeante de la máquina volvió a marcar su presencia, como si recordara a todos en esa sala que el tiempo no se detenía. Que el precio de proteger a alguien podía ser invisible, pero no menos real. Kiryu miró en silencio a su compañero, que aún sujetaba la mano de su hermano con una firmeza inquebrantable. Un pensamiento fugaz lo cruzó: si Nishiki o Kazama hubiesen necesitado un trasplante, él también habría ofrecido su cuerpo sin dudar. Pero sabía que ambos habrían reaccionado igual que Tetsu. Negándose. Exhaló suavemente, fijo su vista en Oda, buscando en su semblante una respuesta más concreta. —¿Y ahora qué hacemos? —Esperar a que el jefe despierte —respondió el mayor, con el ceño levemente fruncido—. No te preocupes. Los Dojima no tiene ojos en este sitio. Se llama Little Asia. ¿Has oído hablar de él? Kiryu ladeó la cabeza, intrigado. —¿Little Asia? —Es el lugar al que iba después de entrenar… antes de dormir en tu apartamento —intervino Ryohei, recordando sus rutinas recientes con una media sonrisa. —Es pequeño, pero ideal para inmigrantes asiáticos —añadió Oda—. Está lejos del alcance de los Dojima. Además… no todos aquí tenemos raíces puramente japonesas. Kiryu no se sorprendió. Ya lo había intuido. En una ocasión, Su compañero había usado su linaje mixto para zafarse de problemas con la policía, permitiéndoles investigar sin levantar sospechas. Oda esbozó una sonrisa algo burlona. —Tampoco es un secreto a voces. La única razón por la que Tachibana Real Estate ha resistido fuera del Clan Tojo… es este lugar. Little Asia es casi sagrado. Todas las tiendas pagan protección, y así, nuestro pequeño barrio sobrevive. Ryohei asintió, su tono fue más reflexivo que esperanzado. —Mientras sus habitantes se mantengan dentro, la yakuza no se atreverá a tocarlo… ¿cierto? —Exactamente. Es un trato justo —confirmó Oda, con un dejo de solemnidad. Kiryu aceptó la explicación, aunque las dudas persistían. —Entiendo… pero si nos descubren aquí, ¿ese trato no se rompe? Los Dojima arrasaría con todo. —Sí… pero pagamos un precio extra. Un soborno más alto para compensar el riesgo —dijo Oda con serenidad. De pronto, la puerta se abrió sin previo aviso. Un hombre desconocido entró en la habitación. El ex yakuza se tensó, llevándose una mano al cinturón por instinto, pero Ryohei colocó una mano tranquilizadora en su hombro. —¿Quién es él? —inquirió con desconfianza. —Un subordinado del anciano del que hablamos —respondió Oda con calma, mientras el recién llegado se posicionaba al frente. El sujeto los evaluó con una mirada rápida. Después, se inclinó levemente ante Ryohei. Con un acento marcado, pronunció con seriedad: —El viejo Chen quiere verte. Y lleva al japonés contigo. Oda asintió, respondiendo en el mismo tono. El hombre se retiró sin más. Ryohei bajó la vista hacia su hermano. —Vayan ustedes dos. Me quedaré hasta que despierte. —¿Algún problema? —preguntó Kiryu, frunciendo el ceño. —Solo quieren hablar contigo —aclaró Oda—. ¿Estás seguro de quedarte, chico? —Sí —respondió con firmeza—. Cuando despierte, lo llevaré. Intervendremos si es necesario. Pero recuerden que a Chen-san no le gusta recibir visitas imprevistas… Las callejuelas de Little Asia se sentían más angostas esa noche, como si las paredes se cerraran lentamente sobre sí mismas. Las luces de los negocios apenas lograban romper la penumbra. Había vida, sí, pero con un murmullo diferente, como si todos contuvieran el aliento. Las miradas se dirigían una y otra vez hacia la entrada del hospital clandestino, donde los forasteros se refugiaban. Nadie se atrevía a acercarse, pero todos sabían que algo se cocía ahí dentro. Oda caminaba con paso firme, pero Ryohei notaba que sus hombros estaban más tensos de lo habitual. No era solo la visita a Chen. Había historia. Heridas abiertas que nunca se cerraron del todo. —Debo admitir… —murmuró Oda, con media sonrisa— no parece que vaya a ser una fiesta. Ryohei soltó una risa baja, casi involuntaria. Luego adoptó un tono serio, como imitando la autoridad de su hermano. —Seguramente estará en uno de los restaurantes chinos. Kiryu asintió en silencio. Antes de salir, el exyakuza se giró una vez más para mirar a Tetsu. El hombre dormía profundamente, con el rostro más relajado, el cuerpo aún conectado a la máquina. Luego, posó la mirada en Ryohei. El joven sostenía la mano de su hermano con fuerza serena. Sus ojos no eran tristes, pero tampoco en paz. Mostraban una determinación silenciosa. Lo comprendió. No hacía falta decir nada más. Salió junto a Oda, hacia una conversación que —como tantas en Kamurocho— prometía cambiarlo todo.