ID de la obra: 964

Yakuza Zero - El Latido del Tigre

Gen
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Maxi, escritos 368 páginas, 123.958 palabras, 16 capítulos
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Sobrevivir la noche, enfrentar el destino

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Capítulo 13

      

“sobrevivir la noche, enfrentar el destino”

      

La puerta se cerró con el clic habitual, dejando a Ryohei a solas con su hermano, cuyo rostro lucía más sereno. Dormía profundamente, ajeno al zumbido constante de la diálisis. Con cautela, arrastró una silla hasta la cama y se sentó. Sujetó la mano metálica de Tetsu con fuerza, como si pudiera transferirle algo de su energía. El murmullo regular de la máquina marcaba el paso del tiempo, acompasado al latido silencioso de su ansiedad. Pasaron minutos antes de que el médico regresara. Con movimientos seguros, desconectó el aparato para que el paciente pudiera descansar sin esa vibración invasiva que parecía impregnar las paredes. Tetsu abrió los ojos lentamente, parpadeando para enfocar. Lo primero que vio fue el rostro de su hermano, aún aferrado a su mano. Aquel apretón, más elocuente que cualquier palabra, condensaba un afecto pocas veces expresado tan abiertamente. —Ryohei… —murmuró con voz débil, aunque cargada de ternura—. ¿Dónde están Oda-san y Kiryu-san? —Estuvieron aquí hace un rato. —Sonrió, aliviado de oírlo hablar—. Fueron a hablar con Chen-san. Él los citó. Ese breve intercambio bastó para reafirmar lo que ambos sabían desde siempre: el lazo entre ellos era inquebrantable. Sin embargo, al intentar incorporarse, la expresión de Tetsu se tornó más severa. Ryohei lo ayudó enseguida, conteniendo el impulso de obligarlo a quedarse quieto. —No deberías forzarte —le advirtió mientras acariciaba con cuidado el brazo, cubierto ahora por vendajes limpios—. Acabas de salir de diálisis y estás débil. Tetsu asintió con una leve sonrisa, reconociendo la verdad en las palabras de su hermano. Pero esa serenidad duró poco. Su rostro adoptó un matiz sombrío, como si recordara algo desagradable. —Tengo un mal presentimiento sobre esa reunión —murmuró—. Creo que deberíamos intervenir. —¿Intervenir? ¿Por qué? —Ryohei frunció el ceño, inquieto por el tono en que lo dijo. El mayor no respondió de inmediato. Con ayuda de su hermano, logró sentarse al borde de la cama. Luego señaló sus ropas dobladas sobre una silla. Ryohei obedeció en silencio, mientras inspeccionaba el brazo donde estaba la fístula. A través del vendaje no se detectaban filtraciones ni signos de sangrado. Aliviado, empezó a ayudarlo a vestirse: primero la camisa, abotonándola con paciencia; luego la corbata, el pantalón y la chaqueta. Cada prenda colocada con respeto, como si el acto fuera parte de un ritual entre hermanos. —No tenías que hacer todo eso —murmuró Tetsu, casi con pudor. —¿Cómo que no? —replicó Ryohei, arqueando una ceja—. Soy tu hermano. Y si tengo que vestirte y darte de comer en la boca, también lo haré. El mayor exhaló un suspiro largo. Acomodado al borde de la cama, lo miró con una mezcla de ternura y preocupación, como si quisiera decirle algo que todavía no se atrevía. —Tengo la sospecha de que Chen-san no permitirá que Kiryu pase la noche aquí —dijo finalmente, con un suspiro más largo que los anteriores—. Puede que sea por el hecho de que es japonés. O por algo más antiguo… algo que aún duele. —¿A qué te refieres? —preguntó el menor cruzándose de brazos, con una ceja arqueada. —Hubo un incidente… antes de que nosotros llegáramos de China. Un suceso que obligó a muchos a refugiarse en este rincón del distrito, formando su propio enclave. —Su voz se volvió más áspera—. Los responsables fueron Sohei Dojima… y también Shintaro Kazama. —¿A qué evento? ¿Qué ocurrió? —No quiero entrar en detalles, pero... muchos de los nuestros murieron. Mujeres, niños… y la herida sigue abierta, aunque pasen los años. Un silencio espeso cubrió el cuarto. —¿Entonces crees que Chen-san no lo dejará quedarse solo por eso? ¿Por ser japonés? Si es así… yo tampoco debería estar aquí. Tetsu esbozó una sonrisa leve, aunque la fatiga aún pesaba en su rostro. —Eres mi hermano. Y para Chen, aunque tengas papeles japoneses, sigues siendo chino. Eso basta para que te acepte como uno de los suyos. —Lo entiendo, pero… —Ryohei desvió la mirada, buscando las palabras justas—. Si le explicamos la situación… que Kiryu-san no pertenecía a la yakuza en ese entonces, quizás le permita quedarse. Puedo hablar con él. Suelo lograr que me escuche. Siguió un silencio denso, interrumpido por el gesto de Tetsu al extender su mano. Su hermano lo sostuvo con firmeza, ayudándolo a incorporarse. Sus miradas se cruzaron: una mezcla de resolución y ternura vibraba en los ojos del mayor. —Eso es lo que quiero intentar… aunque no podemos descartar que nos lo niegue —admitió, sin rodeos. El menor frunció el ceño, intuyendo que había algo más detrás de esa cautela. —¿Y si, aun así, se niega? Tetsu tardó un segundo en responder, como si evaluara el peso de lo que estaba por decir. —Tengo un plan… pero voy a necesitar tu ayuda. Aunque puede que te exponga más de lo que me gustaría. —Te escucho —respondió Ryohei sin dudar. El hermano mayor esbozó una media sonrisa y se giró con esfuerzo hacia él. —Toma tu bolso, Ryohei… Quiero que no te separes de Kiryu-san. Al menos por esta noche. No dudó ni un segundo. Cruzó la habitación, tomó su bolso médico y lo colgó al hombro con gesto decidido. Luego volvió junto a Tetsu, rodeándolo con el brazo sin necesidad de palabras. Lo sostuvo con firmeza, ajustando el paso para acompañarlo. Aunque el mayor lucía más repuesto tras la diálisis y el breve descanso, Ryohei no podía evitar esa postura protectora, casi instintiva, que nacía desde el corazón y hablaba por él. —Vamos… —murmuró, guiándolo con cuidado hacia la puerta. Pero Tetsu se detuvo un momento, mirándolo con seriedad. —Antes de ir… necesito que te mantengas tranquilo. Pase lo que pase con Chen-san, prométeme que no perderás la calma. Ryohei alzó una ceja, pero no respondió de inmediato. Sabía a qué se refería. Chen podía ser hiriente, especialmente con quienes no consideraba parte de los suyos. Y Tetsu conocía demasiado bien el temperamento impulsivo de su hermano. —Te conozco —añadió con un suspiro—. Sé cómo eres… y también sé que, si te dejas llevar, puedes terminar diciendo cosas de las que luego te arrepientas. El menor lo miró por unos segundos antes de desviar la vista hacia la salida. Sus labios se apretaron en una línea tensa. —Trataré de controlarme… pero no puedo prometer nada. Tetsu esbozó una pequeña sonrisa, más agotada que divertida, y asintió con lentitud. —Con eso me basta. El sonido de sus pasos resonaba suavemente en los pasillos de Little Asia, donde el bullicio de la vida nocturna se entrelazaba con la calidez de un refugio oculto entre las sombras de Kamurocho. El aire estaba impregnado del aroma a especias orientales y comida recién hecha, creando un contraste desconcertante: la familiaridad acogedora del barrio frente a la tensión latente que los aguardaba tras la siguiente puerta. Desde el otro lado, la voz de Chen emergía con firmeza, teñida de memorias que aún dolían. Hablaba de un pasado que se negaba a olvidar: el incidente que marcó a su comunidad y que involucró a Sohei Dojima y Shintaro Kazama. Oda intentaba intervenir, señalando que Kiryu no tuvo participación alguna, que era apenas un niño cuando aquello ocurrió, pero el anciano se mantenía inflexible. No era cuestión de nacionalidad, sino del vínculo —por lejano que fuese— con los culpables de una masacre que aún sangraba en su memoria. —Kiryu-san no puede quedarse aquí —dictaminó Chen con voz firme—. Lo buscan los Dojima… y la policía. Del otro lado de la puerta, Ryohei apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. —Tienes que calmarte… —lo detuvo su hermano, sujetándolo por el hombro. —Sabíamos que esto podría pasar. —Perdóname, pero no puedo quedarme callado. Sin pensarlo, empujó la hoja con un golpe seco, irrumpiendo en la sala con pasos duros. Tetsu lo siguió de cerca, en silencio. —¿Así que eso es todo, Chen-san? —espetó el joven, controlando a duras penas el temblor en su voz—. No voy a fingir que me sorprende… pero creí que aquí las cosas eran distintas. Su mirada era dura, afilada. Cada palabra cargaba decepción más que rabia. —Si Kazuma Kiryu no es bienvenido, entonces yo tampoco lo soy. El anciano ni se inmutó. Pero en su expresión apareció un destello de algo más profundo: reconocimiento. Había visto crecer a Ryohei. En más de un sentido, había sido como un abuelo para él. —Xiǎo Hǔ… —murmuró con lentitud—. Tu situación y la suya no son comparables. —Para mí, sí lo son —cortó Ryohei, clavando los ojos en los del anciano—. Ya decidiste. No necesito oír más excusas. El silencio se volvió espeso. Chen lo sostuvo con la mirada, pero no respondió. El joven sintió una punzada incómoda en el pecho. Ese lugar, que una vez había sentido como hogar, ahora le parecía ajeno. Los demás observaban en silencio. Nadie se atrevía a intervenir. Sabían que aquello era más que una discusión sobre Kiryu. Era una herida vieja abriéndose. Tetsu, aún débil tras la diálisis, dio un paso al frente. Su voz fue grave, firme: —Ya basta. —Su tono no admitía réplica—. No puede haber diálogo sin respeto, Oda-san. Y Ryohei, eso también va para ti. El aludido frunció el ceño, listo para replicar, pero la mano de su hermano se posó nuevamente sobre su hombro. El gesto fue suave, pero claro: basta. Ambos intercambiaron una mirada sorprendida. Tetsu avanzó con lentitud hasta situarse frente a Chen. Hizo una reverencia breve, digna. —Chen-san… lamento las molestias —dijo con calma—. Como sabes, tu decisión es ley aquí. Y como invitados, debemos respetarla. —Pero no es justo —interrumpió Ryohei, dando un paso al frente—. Castigar a alguien por un crimen que ni siquiera presenció… ¿ni una noche? ¿Eso también está en tus principios? Kiryu lo observó, percibiendo la rabia acumulada. Oda mantuvo la vista baja, en señal de respeto. —Es suficiente —intervino Kiryu al fin, su voz baja pero cortante—. El anciano ya decidió. Buscaré otro sitio. Antes de que pudiera moverse, Ryohei alzó la voz: —No pienso dejarte solo. Si tú te vas, yo me voy contigo. Chen observó al joven con una expresión impasible. Había afecto en su mirada, pero también el peso de décadas de decisiones difíciles. Volvió la vista hacia Kiryu, midiendo el peligro latente. Finalmente, habló con un tono más suave: —¿No quieres una taza de té? La risa de Ryohei fue seca, sin rastro de humor. —¿Té? —repitió, incrédulo—. Le niegas refugio y luego ofreces hospitalidad como si no pasara nada. Viejo cínico… —Ryohei —murmuró Kiryu, posando una mano firme en su hombro. —No es necesario, en serio. —Pero… El contacto fue suficiente para apagar el incendio. Su compañero bajó la mirada, respirando hondo. —No te preocupes —añadió Kiryu, dirigiéndose al anciano con una leve inclinación de cabeza—. Le agradezco su oferta. Y lamento las molestias. El anciano no respondió de inmediato. Solo lo observó en silencio, y luego desvió la mirada hacia Ryohei. No había dureza en sus ojos, ni reproche. Solo la melancólica resignación de quien entiende que el muchacho al que una vez cuidó ya no necesita su aprobación. Mientras los demás se alistaban para marcharse, Chen musitó en voz baja, apenas audible, como si hablara solo: —El Tigre sacó las garras para proteger a los suyos… Estoy orgulloso de ti, chico. Desde el ventanal de su oficina, Itsuki Murakado observaba cómo Kamurocho se envolvía en su habitual manto de neón. Las luces parpadeaban como una promesa corrupta, mientras los callejones rezumaban secretos. Bajo su escritorio, dentro de un tarro de basura, yacía el portarretratos trizado, el cristal astillado como el recuerdo que contenía: una imagen de él besando el vientre de su mujer embarazada. Ella, tiempo atrás, había terminado igual que el marco roto: descartada, olvidada, muerta entre la basura como si nunca hubiese existido. Aquella escena lo visitaba cada noche, pero no con dolor. Con propósito. El timbre del teléfono interrumpió el silencio con precisión quirúrgica. El hombre no se sobresaltó. Respondió como quien ya sabe el contenido de la llamada. —¿Diga? ¿Shibusawa-san? Hubo una pausa al otro lado de la línea, y luego una voz conocida, seca como una amenaza velada. —En Sotembori encontraron un cadáver. Una mujer con las mismas ropas que la chica… Quiero que confirmes si es ella. Murakado ladeó apenas la cabeza, como quien oye la confirmación de una hipótesis bien formulada. —Tenía entendido que Homare Nishitani debía traerla viva —comentó con voz neutra, como si se tratara de una estadística. —Correcto. Pero si se confirma que el cuerpo pertenece a Makoto Makimura, entonces todo el Solar Vacío pasará a manos de Ryohei Tachibana. No podemos permitirlo. Confirma. Y si Nishitani falló… La voz se hundió en un silencio ominoso antes de concluir: —Elimínalo. Murakado cerró los ojos un instante. —Entendido. —Una cosa más. Yo también iré. Nos veremos en el lugar de siempre. El clic de la línea al cortarse fue más pesado que de costumbre. El yakuza dejó el auricular en su sitio con una calma inquietante. Se tomó unos segundos, sacó un cigarrillo, lo encendió y dio una calada profunda. —Así que al final… Nishitani jugó sus cartas. —El humo escapó por entre sus labios como un suspiro satisfecho—. No esperaba menos de un perro rabioso con modales de cortesano. Se levantó despacio. Su abrigo largo colgaba de la percha como un manto de sombras. Se lo puso con la ceremonia de un verdugo y caminó hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo y presionó un botón junto al intercomunicador. —Asegúrate de que el prisionero reciba alimento, solo lo justo. No quiero que muera antes de tiempo. Hubo un silencio breve al otro lado. —¿Instrucciones adicionales, Murakado-san? —Que lo mantengan despierto. Sin hablar. Sin visitas. Quiero que esté debilitado… pero consciente. El plato principal aún no ha llegado —añadió, con una sonrisa invisible en la voz. Luego, apagó el cigarro con lentitud, como quien saborea el último acto de una ejecución postergada. —Hora de ir al dojo. Debo informar a Hanzo de mi renuncia. Diré que mi hijo… ese bastardo que mató a Aoi… está enfermo. Qué irónico. Siempre funciona. Y con paso medido, casi elegante, abandonó el despacho. Detrás de él, la ciudad seguía palpitando, ignorante de que un nuevo acto de su tragedia estaba por comenzar. El aire estaba cargado de tensión, como si las últimas palabras dichas en la sala de Chen aún flotaran en el ambiente. Mientras recorrían los estrechos pasillos de Little Asia, envueltos en el murmullo tenue de las cocinas, Tetsu rompió el silencio con un suspiro. —Lo siento, Kiryu-san… —murmuró con el ceño fruncido—. Subestimé cuánto le pesa aún a Chen-san el miedo hacia los Dojima. No creí que, después de tantos años, ese incidente siguiera tan vivo en él. El aludido no respondió de inmediato. Recordaba que Kazama le había mencionado algo sobre lo ocurrido, aunque sin muchos detalles. —Dijo que la familia Dojima arrasó este lugar durante su expansión… No explicó demasiado, pero me dejó claro que fue una masacre. Oda, con los brazos cruzados, asintió en silencio antes de añadir: —Todo eso pasó mucho antes de que nosotros llegáramos a Kamurocho. Supongo que el viejo nunca lo superó del todo. Hasta entonces callado, Ryohei apretó los puños al costado de su cuerpo. —Puedo entender su resentimiento… pero Kiryu-san no tiene nada que ver con eso —dijo, lanzándole una mirada decidida—. No es justo que cargue con errores ajenos. Lo mejor será irnos antes de que esto escale más de lo necesario. El antiguo yakuza sostuvo la mirada del médico un instante y asintió. —De acuerdo. Nos vamos. Avísennos si pasa algo. Tetsu levantó una mano, deteniéndolos antes de que dieran un paso más. —Puedo recomendarles un lugar donde pasar la noche. No es tan seguro como este, pero servirá por ahora: el parque del Oeste. Kiryu frunció el ceño. —¿El parque? Ryohei también alzó una ceja, desconfiando. —¿Hablas del refugio de vagabundos? —Exacto. Es el último lugar donde alguien pensaría buscar a miembros del clan Dojima… o a quienes están en su mira. Al menos por esta noche, podrían esconderse entre ellos. Su hermano menor lo pensó un momento. —No es mala idea. Dudo que nuestro departamento esté a salvo —luego recordó—. Le dijiste a Ji-Yeon que se fuera, ¿cierto? —Sí, el edificio está rodeado. Esperan que regresen. Kiryu se llevó una mano a la nuca y murmuró con fastidio: —No pensé que terminaría durmiendo en la calle… y con este clima. —No es por presumir —bromeó Ryohei—, pero me preparé para esto. —¿Ah, sí? ¿A qué te refieres? —Ya lo verás. Vamos. Antes de salir, el ex yakuza giró la cabeza hacia Tetsu. —Podrías venir tú también. El líder del grupo rió entre dientes. —Si los tres nos movemos juntos, llamaremos la atención. Además, tengo pendientes que resolver antes de mañana. El joven entrecerró los ojos. —¿Preparativos? —Nada que les preocupe ahora. Solo cuídense. Sigan actuando como el equipo que han sido hasta ahora. Y manténganse lejos del radar. ¿Entendido? Kiryu sostuvo su mirada, luego asintió. —Entendido. Y sin más palabras, él y Ryohei se adentraron en la noche fría de Kamurocho, con las luces de neón brillando sobre sus espaldas como si el mundo no estuviera a punto de quebrarse. El amanecer en Kamurocho se deslizaba con la misma indiferencia de siempre, ajeno al desgaste de quienes habían pasado la noche en vela. Las luces de neón, aún titilantes como los últimos impulsos de un cuerpo extenuado, empezaban a apagarse. Un resplandor anaranjado se abría paso en el horizonte, y el asfalto húmedo, tocado por la brisa nocturna, reflejaba los vestigios de una oscuridad que se resistía a morir. La ciudad no dormía. Ellos, en cambio, lo necesitaban. Los músculos tensos por el cansancio, los pasos cada vez más pesados… Horas sin tregua comenzaban a cobrar factura, mientras la adrenalina se agotaba lentamente, dejando solo el peso sordo del cuerpo que pide descanso. Aunque el distrito seguía siendo un hervidero de excesos y sombras, ellos solo cargaban la inercia de una noche demasiado larga. Tras dejar atrás Little Asia, caminaron en silencio hacia el Parque del Oeste, buscando un refugio donde el brazo de sus enemigos no pudiera alcanzarlos. Ryohei de los dos mantenía la vista al frente, el bolso al hombro, el ceño cargado de tensión. La ira aún le ardía en el pecho, pero lo que más lo inquietaba era el eco amargo de lo hablado con Chen. —No tenías por qué hacerlo —dijo Kiryu, lanzándole una mirada de costado sin detener el paso. —¿Y qué querías? ¿Dejarte ahí tirado como si nada? —resopló su compañero—. Eso no va conmigo. Los callejones aún vibraban con murmullos, luces de clubes, ebrios sin rumbo y chicas con brillo en los labios. Una ciudad que nunca dormía, incluso cuando sus habitantes más sinceros solo deseaban cerrar los ojos. Ryohei se detuvo. —Ese viejo merecía escucharlo. No iba a quedarme de brazos cruzados —frunció los labios con rabia contenida—. No soy así. Mejor dejemos el tema. El otro se detuvo también, mirándolo con la serenidad que a veces usaba como escudo. —Chen-san hizo lo que debía para proteger a los suyos. Para él, Little Asia es su responsabilidad… como Tachibana lo es para ti. No hubo juicio en sus palabras, solo una verdad incómoda que se asentó como plomo. El joven bajó la mirada, tragándose lo que quería discutir. Reanudó el paso en silencio, pero por dentro, el torbellino no cesaba. Sabía que sus palabras habían sido crueles, nacidas del impulso. Y, aun así, al escucharlo a él… comprendía. Chen no lo había traicionado. Solo protegía lo que amaba. Igual que él, igual que Kazama, igual que todos. Avanzaron sin hablar. El eco de sus pisadas marcaba el compás. A medida que se alejaban del centro, los ruidos de Kamurocho comenzaban a difuminarse. El bullicio de los bares, el parpadeo de las marquesinas, los gritos de quienes vivían para la noche… todo quedaba atrás. El aire era más denso. El olor, distinto. Tierra húmeda. Árboles viejos. Un silencio más vivo que el del asfalto. Habían llegado al Parque del Oeste. A diferencia del resto de la ciudad, este lugar parecía suspendido en otro tiempo. Las sombras de los árboles se extendían bajo la tenue luz de los faroles, ocultando caminos de concreto agrietado. Más adelante, un lago artificial devolvía el reflejo pálido de la luna, y el agua ondulaba con una calma falsa, como si también estuviera guardando secretos. No estaban solos. A lo lejos, dispersos en grupos pequeños o acurrucados en rincones oscuros, los olvidados de Kamurocho se resguardaban bajo techos improvisados de cartón y mantas agujereadas. Sus miradas, apagadas por la costumbre, se alzaban por unos segundos antes de hundirse otra vez en la monotonía de la supervivencia. Algunas hogueras chisporroteaban dentro de latas oxidadas, ofreciendo apenas un soplo de calor contra la humedad nocturna. Otros simplemente yacían envueltos en telas delgadas, ajenos a una ciudad que ya no los veía. —Así que este es el Parque del Oeste… —murmuró el del bolso, escaneando el entorno con ojos curiosos—. Para serte honesto, ni siquiera sabía que existía. —Yo tampoco —respondió el otro, con la misma cautela de quien analiza un campo enemigo—. Será mejor que encontremos dónde refugiarnos. No quiero que nos tomen por sorpresa al amanecer. —Vamos por allá, ese rincón parece tranquilo. Avanzaron por los senderos de concreto, procurando no llamar la atención. A la distancia, una silueta emergió de una carpa deshilachada, sacudiéndose la suciedad del abrigo. Kiryu lo reconoció al instante: uno de los hombres que, tiempo atrás, le había vendido información sobre Tachibana Real Estate a cambio de unas botellas baratas. El vagabundo también lo identificó, aunque esta vez, el traje que llevaba era distinto. —Vaya, vaya… si no es el chico que paga bien por una buena charla. —La sonrisa del vagabundo se ensanchó, marcada por la ironía. Luego, sus ojos se deslizaron hacia el acompañante, escudriñándolo con curiosidad. —Tu cara se me hace conocida. Ryohei no se inmutó. Apenas un destello de tensión cruzó su mirada antes de recuperar la compostura. —¿Nos conocemos? —No que yo recuerde —respondió el del bolso, encogiéndose de hombros—. Solo soy amigo del grandulón acá a mi lado. Una risa ronca brotó de su garganta. Se notaba que disfrutaba tantear el terreno. —Y bien, ¿qué los trae por aquí? Kiryu sabía que, si alguno de esos vagabundos asociaba a Ryohei con Tachibana Real Estate, podrían terminar vendidos al mejor postor. Lo observó con la calma que solía vestir como armadura, manteniéndose erguido. —Perdí mi casa. Literalmente estoy como ustedes. —¿En serio? ¿Y tu amigo? —insistió, ladeando la cabeza—. ¿También quedó en la calle? —Éramos vecinos —intervino Ryohei, con voz neutra pero convincente—. El edificio se incendió… Solo alcanzamos a salir con lo puesto. Lo poco que tengo fue lo que logré sacar en un bolso. La excusa, dicha con naturalidad y sin adornos, surtió efecto. El hombre relajó los hombros y se cruzó de brazos, esbozando una sonrisa ladeada. —Bueno, bienvenidos al club. Solo les falta la ropa hecha mierda y oler a whisky barato. Entre bromas de “bienvenida” y algún que otro comentario sobre su repentino cambio de estatus social, el exyakuza preguntó si conocía algún sitio donde pudieran pasar la noche. No pedía lujos. Algo sencillo, con tal de no congelarse, bastaba. El hombre los observó con detenimiento, como si evaluara cuán desesperados estaban en realidad. Finalmente, se encogió de hombros. —Pueden quedarse conmigo —dijo con una sonrisa despreocupada. Luego, añadió con tono burlón—: Pero nada de cosas raras ni mariconerías, ¿eh? El comentario cayó como piedra en agua estancada. Ryohei se tensó al instante. No fue una reacción explosiva, pero sí evidente: la mandíbula apretada, los dedos crispados sobre la correa del bolso. Un gesto instintivo, automático. Kiryu lo notó de inmediato. No hizo falta que dijera nada. Su silencio fue suficiente. No hubo reproche explícito, solo una pausa densa, cargada de significado. Su rostro permaneció impasible, la mirada fija en el vagabundo con esa calma que no necesitaba levantar la voz para hacerse entender. Y surtió efecto. —Bah, era broma. No te lo tomes a mal, chico —se apresuró a decir el otro, alzando las manos en un gesto conciliador—. Mi casa es su casa. Es esa de lona azul. Caminaron hacia la improvisada vivienda. El suelo del parque se sentía blando bajo sus pasos, humedecido por el rocío de la mañana. Ryohei levantó la solapa con una mano y entró primero, seguido de su compañero y del anfitrión, que los observaba con ese brillo burlón de quien se divierte midiendo a los demás. El interior era justo lo que habían imaginado: estrecho, con un piso cubierto por cartones superpuestos sobre periódicos arrugados que intentaban frenar el frío de la tierra. Un par de mantas finas estaban arrumbadas en un rincón, junto a una bolsa de tela que probablemente guardaba todas las pertenencias del dueño. El aire tenía ese olor rancio a alcohol viejo y tabaco apagado, pero no era peor que muchos callejones en Kamurocho. El joven dejó el bolso en el suelo. Lo abrió sin decir nada y sacó una manta gruesa que dobló con soltura antes de lanzársela a su compañero. —Mira nada más… —ironizó Kiryu al atraparla al vuelo—. Y pensar que tú jurabas estar “preparado” para esto. —Tsk, detalles —respondió el otro, con una sonrisa ladeada, antes de dejarse caer sobre el suelo con un suspiro pesado. El vagabundo los miraba con curiosidad, rascándose la barba mientras esbozaba una sonrisa torcida. —No son tan principiantes, después de todo. ¿Quién diría que hasta traían equipo? —No lo llamaría “equipo”, pero algo es algo —replicó Ryohei, encogiéndose de hombros—. Aunque si no te molesta compartir, mejor. Kiryu-san no es precisamente pequeño… y no quiero despertarme hecho un cubo de hielo. El comentario provocó un chasquido de lengua por parte del aludido. No era molestia real, sino esa mezcla suya de fastidio contenido y resignación bien entrenada. Como si ya se hubiera acostumbrado a ese tipo de humor. Las horas se estiraban con pereza, mientras la luz del día se filtraba por los bordes de la lona y el murmullo de la ciudad despertaba más allá del parque. El hambre comenzaba a rondarlos; no habían probado bocado desde que salieron de Little Asia en busca de refugio. —Voy por comida —anunció el ex yakuza, incorporándose y sacudiéndose el polvo de la ropa. Su compañero arqueó una ceja. —¿Queda dinero? Kiryu sacó unos billetes doblados del bolsillo y se los mostró. —Guardé algo antes de que todo se fuera al demonio. —Excelente… El vagabundo, que los escuchaba, parpadeó incrédulo. —¿Me dicen que tienen dinero y, aun así, pasan la noche aquí conmigo en esta carpa… en vez de buscarse un hotel barato? —Eh… circunstancias —replicó Ryohei, estirando los brazos antes de levantarse—. Voy contigo. El hombre los miró un segundo y soltó una carcajada ronca. —Demonios, me caen bien. Salieron de la improvisada vivienda y caminaron hasta una tienda cercana. Compraron botellas de agua, pan, fideos instantáneos y algo de alcohol barato. El aspirante a médico tomó una botella extra y la alzó frente a su compañero con una sonrisa ladeada. —Para nuestro querido anfitrión. ¿Qué dices? No todos los días se tiene visita de lujo. Kiryu resopló, pero no objetó. Al regresar, el vagabundo silbó al ver la botella. —Ah, ahora sí me están convenciendo. Si piensan quedarse más noches, sigan así de generosos. —No abuses —respondió el alto, dejándose caer en el suelo y abriendo un paquete de fideos. El otro dejó la botella sobre el regazo del hombre. —Solo estamos pagando la estadía. Nada personal. Su anfitrión rió entre dientes, destapó con destreza y dio un largo trago antes de soltar un suspiro satisfecho. —Muchachos, déjenme decirles algo… Puede que estén jodidos, pero al menos lo hacen con estilo. Los fugitivos se miraron de reojo; Kiryu soltó un suspiro resignado, su compañero, una sonrisa burlona. —Sí, bueno… es parte del encanto. La tarde se deslizó entre risas y bromas. El vagabundo, cada vez más cómodo con ellos, lanzaba miradas furtivas al joven, como intentando recordar de dónde lo conocía. Nunca hizo la pregunta. Tampoco ellos repararon en lo rápido que la noche cubrió la ciudad. El cansancio seguía pesando, pero por primera vez en mucho tiempo, habían encontrado un respiro. Finalmente, se dejaron caer sobre la enorme manta, usando algunos apósitos enrollados como improvisadas almohadas. Se acomodaron espalda con espalda, sin añadir una palabra más. El vagabundo ya dormía profundamente, roncando con un sonido sordo y constante, pero eso no era lo que mantenía a los otros dos despiertos. Era la tensión latente en sus pensamientos, esa vigilancia instintiva de quienes saben que no pueden bajar la guardia. Especialmente Ryohei. El eco de la discusión con Chen seguía clavado en su cabeza, junto con la conversación que había tenido con Kiryu antes de llegar al parque. La quietud nocturna se prolongó hasta que el exyakuza, aún de espaldas, rompió el silencio con su voz grave y serena. —¿No puedes dormir? El aludido suspiró y se incorporó apenas, dejando que su mirada vagara por el techo de lona, donde un par de agujeros dejaban entrever fragmentos del cielo de Kamurocho. —No… pero voy a decir que es por culpa del viejo y sus ronquidos. —El comentario estaba teñido de ironía, aunque sus ojos carecían de diversión. Ni siquiera él se creyó su propia excusa. —¿A quién engaño? No es por eso. El sonido de los insectos rompía la quietud, pero la tensión seguía colgando entre ambos como un peso invisible. —Supongo que… —hizo una pausa, como si admitirlo costara— tendré que disculparme con Chen-san cuando vuelva a Little Asia. Kiryu no respondió de inmediato, aunque escuchaba con atención. —Le dije cosas horribles… —tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta—. Y lo peor es que… tenías razón. Solo estaba protegiendo a la comunidad. El otro percibió el temblor contenido en su voz. —Mi hermano me pidió que me calmara y, aun así, me dejé llevar. Quizá porque… —inspiró hondo— me siento culpable por otra cosa. Kiryu giró apenas la cabeza. —¿Culpable? Una risa breve, sin humor, se escapó de sus labios. —Por mi culpa perdiste tu apartamento. —La voz sonó más baja, como si confesara algo que había intentado negar todo el día—. Supongo que por eso me aferré tanto a defenderte con Chen-san. Hubo otra pausa; las cigarras llenaban el silencio. —Me sentí responsable y… bueno, terminé siguiéndote hasta aquí. ¿Ves que también soy un idiota? La frase debería haber sonado deprimente, pero el tono sarcástico le dio un matiz de humor autoindulgente. El otro soltó un bufido, y en lugar de regañarlo, una leve sonrisa apareció en su rostro. —Eso ya lo sabía. —¿Eh? ¿Qué quieres decir? Se acomodó mejor antes de responder. —Aunque no estuvieras involucrado, lo de mi apartamento habría pasado igual. —Hizo una breve pausa—. Todo esto es una trampa para perjudicar a Kazama-san. —Lo sé… pero aun así… —No es tu culpa —lo interrumpió con firmeza—. Además, tuve la oportunidad de negarme cuando Tachibana me propuso la alianza, pero acepté. Y no me arrepiento. —Si hubieras aceptado la propuesta de Kuze de darle información… estarías durmiendo en tu cama y no aquí, a la intemperie. —¿Y? ¿Eso es malo? No respondió de inmediato. En la penumbra de la carpa, su expresión cambió apenas, como si aquellas palabras hubieran significado más de lo que esperaba. —Ya dije que no me arrepiento. No pondré en peligro a quien considero mi padre… y creo que tú tampoco lo harías con Chen-san o Tachibana, ¿verdad? La voz de Kiryu sonaba profunda, sincera. —Así que, cuando todo esto termine, discúlpate con el anciano. Estoy seguro de que no te guarda rencor. Ryohei cerró los ojos con una sonrisa cansada. —Gracias, Kiryu. Prometo compensarte de alguna manera. El tono sonaba casual, pero no ocultaba el peso de la gratitud. Sin embargo, hubo algo más que hizo que su compañero abriera los ojos de nuevo: lo había llamado simplemente “Kiryu”. Sin honoríficos, sin distancia formal. Parpadeó, sorprendido. No era algo que le incomodara, aunque sí lo tomó desprevenido. Siempre lo había llamado a Ryohei por su nombre de pila, más por costumbre que por cercanía, al compartir apellido con Tachibana. Y, aun así, cada vez que lo decía, sentía que el nombre quedaba incompleto. Tal vez porque, en el fondo, todavía existía una brecha entre ellos, una que ninguno se atrevía a reconocer en voz alta. Antes de que pudiera perderse en esa idea, la voz del otro lo devolvió al presente. —A todo esto… —murmuró con un deje de burla— no te molesta si te llamo solo Kiryu, ¿verdad? Si quieres, puedes llamarme Ryo… Kiryu, aún mirando el techo de lona, cerró los ojos con una leve sonrisa. —Haz lo que quieras. La noche avanzaba con una calma engañosa dentro de la carpa de lona. Por primera vez en días, ambos habían caído en un sueño profundo, sus cuerpos cediendo al agotamiento acumulado. El viejo seguía roncando con una sinfonía disonante, pero ni siquiera eso perturbó el descanso de los dos hombres. Cada minuto dormido era un respiro en medio de la tormenta. Se habían acomodado espalda con espalda, más por inercia que por necesidad, compartiendo el calor en la fría madrugada. La tranquilidad, sin embargo, no duró. Un grito desgarró la noche. —¡Piérdete, pedazo de mierda! ¡Tu olor me da asco! Ambos se incorporaron de inmediato. Los músculos del ex yakuza se tensaron al instante, su instinto poniéndolo en guardia. Ryohei parpadeó con pesadez, aún atrapado en la niebla del sueño, pero la agresividad de las voces lo despejó al momento. —¿Qué demonios…? —murmuró, frotándose los ojos antes de levantarse. Kiryu ya estaba en movimiento. —Espera aquí —ordenó, bajo pero firme. —Pero… ¿y si son…? Ignoró la pregunta y se inclinó sobre el vagabundo, sacudiéndolo del hombro con cuidado. —Oye… despierta. El anciano gruñó entre dientes, sobresaltado. Tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, su rostro palideció al reconocer las voces. —Mierda… —susurró, endureciendo la expresión. Ryohei frunció el ceño. —¿La Familia Dojima? Negó de inmediato, y esa reacción resultó casi peor que un sí. —No… son esos malditos… ¡Los cazadores de indigentes! El par de jóvenes intercambió una mirada rápida. El nombre no les sonaba, pero la furia en la voz del anciano hablaba por sí sola. Entre las sombras surgió un grupo de delincuentes. Caminaban con lentitud calculada, chaquetas de cuero baratas y pantalones raídos, pero lo que realmente imponía era la actitud: arrogante, despiadada, hambrienta de violencia. —Pero miren lo que tenemos aquí… —el que parecía ser el líder sonrió con desprecio mientras sus secuaces se alineaban a su lado. Uno de ellos inclinó la cabeza, evaluando al de traje blanco. —Mira eso. Para ser un vagabundo, está bien vestido. —No solo él —otro señaló al otro con gesto burlón—. Este imbécil parece salido de una tienda de diseñadores. —¿Seguro que no son turistas perdidos? —rió uno más. El anciano dio un paso atrás, tropezó y cayó de rodillas. El líder lo agarró del cuello de la camisa, levantándolo con una sola mano. La sonrisa se borró de su rostro, sustituida por puro desprecio. —D-Detente… —balbuceó la víctima, forcejeando. —¿A quién vienes a dar órdenes, viejo asqueroso? —el sujeto lo zarandeó con fuerza—. Si vas a rogar, hazlo bien. Di “detente por favor”. Antes de que pudiera continuar, un puño se estrelló contra su mandíbula como un martillo, lanzándolo de espaldas. El bate de metal rodó por el suelo hasta detenerse a los pies de Ryohei, que lo observó en silencio mientras Kiryu bajaba el brazo, su mirada afilada perforando a los demás como cuchillas. Nadie se movió. —¿Q-Qué… quién demonios es este tipo? —balbuceó el líder, incorporándose con dificultad. El aspirante a médico ladeó la cabeza, dejando escapar una sonrisa envenenada. —Solo veo a un grupo de pendejos jugando a ser adultos. Me dan lástima. —Son menores —murmuró el ex yakuza al evaluarlos. El cabecilla escupió sangre y soltó una carcajada ronca. —Así es, y lo mejor de todo… siendo menores, si los matamos aquí, no nos harían nada. Kiryu dio un paso al frente. —¿Crees que la cárcel es lo peor que les puede pasar? —su voz grave y gélida cayó como una sentencia. La intensidad de su mirada hizo retroceder a más de uno. —Supongo que estos idiotas necesitan aprender —Ryohei tomó el bate y lo giró entre sus manos, un destello de emoción cruzándole los ojos—. Podría enseñarles uno o dos modales. ¿Qué dices? —Que sea una lección que no olviden. —Eso quería oír. Los Cazadores de indigentes apenas tuvieron tiempo de procesar lo que sucedía. Kiryu fue un borrón de movimientos. Antes de que el primer golpe pudiera siquiera aterrizar, atrapó el brazo de uno de los matones y lo estrelló de cara contra el suelo con un impacto seco. Un segundo atacante intentó sorprenderlo por la espalda, pero se giró con la precisión de un depredador, su pierna extendiéndose en una patada que le vació el aire de los pulmones. El tipo se dobló como un papel, vomitando bilis antes de desplomarse. A un par de pasos, Ryohei sostenía el bate con ambas manos. Sus músculos estaban tensos, no por la experiencia de un peleador, sino por la concentración de quien está leyendo un mapa invisible. Sus ojos iban del entorno a los cuerpos de sus oponentes: pies abiertos demasiado, hombros girados, rodillas con carga desigual… detalles que había aprendido a detectar estudiando anatomía en libros viejos y apuntes médicos. No podía permitirse un error. Si fallaba, no tenía la fuerza para recuperar la ventaja. El primero que se le acercó venía con el torso inclinado hacia delante y la guardia baja. Esperó medio segundo, notando cómo el rival respiraba por la boca. Golpeó justo en el costado, apuntando al punto donde el diafragma se contrae. El matón se dobló sobre sí mismo, buscando aire. No se detuvo. Movió el bate hacia abajo con un ángulo medido, golpeando la cara interna de la rodilla. No hubo un crujido evidente, pero sí un grito seco y un derrumbe inmediato. El siguiente rival dudó antes de atacarlo, dando un paso lateral. Ese instante bastó para que Ryohei detectara el peso mal repartido en sus pies: una pierna más adelantada, cuello expuesto al girar la cabeza. Se movió rápido —no con la fluidez de un experto, sino con la urgencia de quien sabe dónde presionar— y giró el bate para rozar el lateral del cuello, aplicando fuerza controlada sobre un nervio específico. —Cinco… seis… —murmuró, sintiendo cómo el pulso del hombre se aceleraba antes de que perdiera la fuerza en las piernas. El matón parpadeó una vez, y se desplomó. Lo dejó en el suelo con cuidado, pendiente de su respiración más que de celebrar la victoria. —Reflejo vagal. —susurró para sí—. Va a despertarse… y a maldecirme cada vez que orine esta semana. Sus manos temblaban un poco, no por miedo, sino por la descarga de adrenalina y la certeza de que un cálculo mal hecho podría haberlo dejado fuera de combate. Mientras tanto, el último de los Cazadores cargó contra el ex yakuza con un tubo de metal. El silbido del arma en el aire duró un instante: Kiryu lo atrapó en pleno vuelo y, sin titubear, lo devolvió con una brutalidad seca. El impacto resonó como un trueno apagado, y el atacante se desplomó de espaldas, su cabeza golpeando el suelo con un golpe hueco. El silencio que siguió fue absoluto. Los pocos que quedaban en pie se miraron, pálidos, y huyeron sin mirar atrás. Kiryu exhaló despacio, ajustando el saco como si acabara de salir de una reunión, no de una pelea. Ryohei, en cambio, soltó el bate sobre uno de los inconscientes; la punta golpeó suavemente su cabeza, un gesto más simbólico que amenazante. —Espero que les sirva de algo. —dijo en voz baja, aunque por dentro sabía que, si volvía a pelear, todavía tendría mucho que aprender. El líder, aún consciente, pero en el suelo, intentó moverse. Su mandíbula hinchada y la sangre en el labio le recordaban el precio de su arrogancia. A su alrededor, los cuerpos de sus compañeros se retorcían con dificultad, algunos reincorporándose entre jadeos de dolor. El chico que Ryohei había dormido con la presión en el cuello empezó a recobrar el sentido. Parpadeó varias veces, la mente todavía nublada. El pánico lo golpeó de lleno cuando sintió algo tibio escurriéndose por su pierna. Bajó la mirada… y lo vio. Una mancha oscura y húmeda se expandía en sus pantalones. Sangre. Orina. La última humillación escrita en su propia piel. El escalofrío que recorrió su espalda no fue solo por el frío nocturno. Fue el reconocimiento de que nunca olvidaría esa noche. Nadie dijo nada. Nadie tenía que hacerlo. La derrota ya estaba escrita en cada hematoma, en cada hueso magullado… y en ese charco silencioso que se extendía bajo su cuerpo. El líder los observó con terror palpable, arrastrándose hacia atrás como si eso pudiera alejarlo de la pesadilla que acababa de vivir. Ryohei se colocó al lado de Kiryu, que permanecía con los brazos cruzados. Su sombra se proyectaba sobre el matón derrotado, y desde el suelo, este lo veía como un titán a punto de aplastarlo: un juicio viviente que no necesitaba palabras. —A-Auch… —murmuró, escupiendo sangre mientras trataba de recomponerse. Sus manos temblaban—. ¿Pero qué demonios? ¿De qué están hechos ustedes? Kiryu no respondió. Se inclinó con calma y lo agarró del cuello de la chaqueta, alzándolo con una facilidad alarmante. El estómago del líder se encogió, su cuerpo paralizado por una mezcla de dolor y pánico. —O-Oye, ¡detente! —balbuceó, intentando sonar amenazante, pero la debilidad en su voz lo traicionó—. ¿Crees que puedes salirte con la tuya?! El ex yakuza lo sostuvo un segundo más, los ojos clavados en él, más fríos que la misma noche. El chico tragó saliva: su instinto de supervivencia ya le había dado la respuesta… no tenía oportunidad. —No es a mí ni a mi amigo a quienes debes disculparte —dijo finalmente, soltándolo con un empujón. El tipo cayó de rodillas con un jadeo ahogado. Ryohei, que había observado en silencio, sonrió con ese aire irónico tan suyo. Luego levantó el bate de metal y se lo tendió al vagabundo que les había dado refugio. El hombre lo sujetó con fuerza, sintiendo el frío del metal contra la piel áspera. Por primera vez en mucho tiempo, la balanza del poder había cambiado. Se acercó lentamente al chico aterrorizado, inclinando la cabeza con una mueca de desdén. —¿Esto es tuyo? —preguntó con voz pausada, girando el bate entre las manos—. Querías partirme la cabeza con él… así que, me da a entender que te pertenece. El líder se arrastró de espaldas, temblando, sin atreverse a parpadear. —A-aléjate de mí… bicho raro… —gimió, en un intento patético de sonar desafiante. Ryohei soltó una risa corta, casi divertida. —Sabía que diría eso. El vagabundo levantó un dedo a los labios. —Shhh… Hay gente intentando dormir. Mejor no hagas ruido. Alzó el bate, y el líder chilló: un sonido agudo, patético, más animal que humano. Antes de que el golpe descendiera, se desplomó inconsciente. El olor a orina y sangre volvió a impregnar el aire. Hubo un silencio breve. Ryohei asintió con media sonrisa. —Sí… definitivamente aprendió la lección. A la mala. Con el incidente de los Cazadores de indigentes resuelto y los agresores huyendo humillados, jurando no volver al parque, los tres hombres regresaron a la carpa de lona. A pesar del cansancio, la tensión se había disipado, dejando en su lugar una extraña sensación de alivio. Por primera vez en toda la noche, no había peligro acechando. Ryohei abrió su bolso y sacó algunos insumos médicos que había guardado. No eran heridas graves, solo golpes que necesitaban limpieza para evitar infecciones. Se acomodó junto al vagabundo y comenzó a aplicar desinfectante con movimientos precisos, metódicos. Más habituado a sanar que a golpear, su mano se movía con la seguridad de quien ha repetido el procedimiento cientos de veces. El anciano hizo una mueca por la quemazón del alcohol, pero su expresión pronto se suavizó al mirar al hombre que permanecía observando en silencio. —Si no fuera por ustedes, ya estaría muerto —comentó con una sonrisa agradecida, soltando un suspiro—. Esos malnacidos llevan tiempo atacando a mis amigos… pero después de la paliza que les dieron, dudo que vuelvan a molestarnos. —Eso espero… ahora no te muevas, que limpio ese golpe. Kiryu no respondió de inmediato; solo asintió, confiando en que las palabras del hombre se cumplieran. El aspirante a médico terminó la curación y volvió a guardar los insumos, pero el anciano seguía observándolos con un brillo inquisitivo en los ojos. —Por cierto… —dijo, entornando la mirada como si conectara piezas en su cabeza—. No sé sus nombres. ¿Cómo se llaman? El ex yakuza sostuvo su mirada sin dudar. —Kiryu. A su lado, el otro desvió la vista y aferró con más fuerza la correa del bolso. —Yo… soy Ryohei. Ryohei Tachibana. Hubo un breve silencio. No fue sorpresa lo que cruzó el rostro del vagabundo, sino comprensión. Había escuchado esos nombres antes: en los susurros de la calle, en las advertencias de los hombres de Dojima que merodeaban el distrito, en las conversaciones apagadas entre quienes vivían al margen. El anciano exhaló, evaluando a los dos hombres frente a él. No había miedo en su mirada, solo reconocimiento. —No se preocupen… —murmuró con calma—. Aquí las deudas de honor se pagan. No pienso entregarlos ni venderlos a los Dojima. Ryohei lo miró sorprendido. El viejo sonrió y se inclinó levemente hacia él. —Mucho menos al hermano menor de Tetsu Tachibana. El aludido tardó un segundo en reaccionar. No lo negó, pero tampoco lo confirmó. El anciano se acomodó en su rincón de la carpa con gesto relajado. —Nosotros aquí nos tomamos las deudas de honor muy en serio. Y esta noche… me salvaron la vida. Kiryu esbozó una leve sonrisa. —Es bueno escuchar eso. Por primera vez en mucho tiempo, no sentían la amenaza del peligro inmediato. No había techo lujoso ni refugio cómodo, pero esa noche, en esa carpa, podían cerrar los ojos sin miedo. Y así, el sueño finalmente los reclamó. El amanecer en el Parque del Oeste trajo una luz tímida, filtrándose por los agujeros de la lona en haces dorados que iluminaban el suelo de tierra y cartón. El frío de la madrugada aún persistía, aunque la brisa matutina comenzaba a templarlo, arrastrando el aroma fresco de la hierba húmeda y el débil vestigio del humo de fogatas apagadas. A lo lejos, los primeros sonidos de la ciudad despertaban, mezclándose con el crujir de pasos sobre la grava y el murmullo de quienes se desperezaban tras otra noche más en el olvido de Kamurocho. El rumor de los trenes y el bullicio de los mercados empezaban a reclamar el día. Dentro de la improvisada tienda, los dos hombres se incorporaron lentamente, espantando el letargo con estiramientos perezosos. El descanso, aunque precario, había bastado para devolverles algo de energía. —Buenos días… —murmuró Ryohei, todavía somnoliento—. ¿Qué hora es? —Ni idea —respondió su compañero con calma—. Pero más vale que nos movamos. —Puede que lo de anoche llame la atención de los Dojima… —dijo mientras terminaba de reincorporarse—. Será mejor dar una vuelta por los alrededores. Al salir de la carpa, el aire fresco les golpeó el rostro. La sensación era revitalizante, aunque también les recordó un detalle inevitable: olían como si hubieran dormido en un basurero… porque, en cierto modo, así había sido. El hombre que les había dado cobijo se acercó desde la entrada del parque. Había salido minutos antes para asegurarse de que no hubiera peligro. —Vienen a buscarlos —informó con tono tranquilo, señalando hacia el acceso—. Son de la inmobiliaria. Intercambiaron una mirada rápida. Al menos no era la familia Dojima. —Debe de ser mi hermano… o quizá Oda-san —aventuró el más joven. —Entonces no los hagamos esperar —añadió el ex yakuza, adelantándose. Antes de marcharse, Ryohei sacó un paquete de comida de su bolso y lo tendió al anciano. —Quédate con esto. Procura comerlo antes de que se eche a perder. El hombre parpadeó, sorprendido, antes de esbozar una sonrisa. —Gracias, chico. Solo te pediré una cosa más… la próxima vez, tráeme una buena botella de licor. El joven soltó una breve carcajada. —Hecho. Con el compromiso sellado, ambos cruzaron el parque. La calma del momento no les hizo bajar la guardia. Aunque el auto que los esperaba en la entrada fuera aliado, Kamurocho nunca dormía… y mucho menos sus enemigos. Al llegar a la entrada, la figura inconfundible de Oda los esperaba, apoyado con aire casual contra el auto. El cigarro colgaba de sus labios y su porte relajado transmitía una seguridad que no necesitaba palabras. —¿Durmieron bien? —preguntó con ironía, exhalando una nube de humo—. Últimamente las noches han estado frías. Ryohei sonrió por lo bajo, sintiendo el veneno escondido en la cortesía. —Después de dormir sobre cartón y bajo una lona… no hace falta que lo preguntes. El hombre del traje blanco soltó una risa breve. —No pasamos frío —añadió con honestidad—. Ryohei trajo una manta y tuvimos techo, aunque fuera improvisado. El mayor asintió apenas, sin alterar la expresión seria, pero su postura revelaba cierto alivio. Nunca lo admitiría, pero se notaba que había pensado en ellos. Tras una última calada, apagó el cigarro contra el asfalto. —El jefe los espera en otro sitio. Pero antes… —pausó para evaluarlos de pies a cabeza—. Necesitan arreglarse. Y bastante. El viaje en coche transcurrió en silencio, con las luces de Kamurocho proyectándose en los cristales. La aparente calma no borraba el cansancio en sus rostros. La noche en el parque había sido un respiro, pero la realidad seguía ahí. Frente a un edificio sin letreros ni adornos, el subordinado los guió al interior. Una sala discreta los esperaba con lo esencial: toallas, jabón, champú… y sobre la mesa, un traje azul marino con camisa celeste para el menor de los Tachibana. —Báñense y prepárense —ordenó, dirigiendo una mirada prolongada al ex yakuza—. Donde vamos, no pueden entrar con esa pinta. Kiryu frunció levemente el ceño. Su traje podía estar arrugado y polvoriento, pero no tanto. —No está tan mal… El comentario se perdió en el aire. Oda ya encendía otro cigarro, como si la discusión fuera irrelevante. —Haré que limpien tu ropa cuando termines —añadió con tono seco. El ex miembro del clan suspiró, aceptando la derrota. Fue Ryohei quien rompió la seriedad con una media sonrisa. —Dime, Oda-san… ¿quién se baña primero? Kiryu lo miró de reojo, adivinando sus intenciones. —Porque, si quieres, podemos entrar juntos y ahorrar tiempo. El aludido parpadeó. Era una broma, claro… pero incómoda, más con el mayor presente. —Por dios… —gruñó Oda, pasándose una mano por la cara antes de soltar el humo—. Métanse de una vez. Kiryu dejó su saco con cuidado sobre la silla. —Yo primero —sentenció, yendo hacia el baño. —Cobarde… —murmuró Ryohei, saboreando la provocación. El portazo fue más fuerte de lo necesario, pero no por enfado: era una forma de cerrar la conversación. Oda los observó con el agotamiento de quien no cobra lo suficiente para estas escenas. —Nunca debí preguntar si durmieron bien. —Demasiado tarde para arrepentirte, Oda-san —respondió el joven, encogiéndose de hombros. La mirada que recibió de vuelta dijo mucho más que cualquier palabra. El murmullo constante del agua contra la cerámica llenaba el pequeño baño. Kiryu se dejó envolver por el calor, permitiendo que el vapor disipara el cansancio acumulado y suavizara la tensión que llevaba días cargando. Cerró los ojos, dejando que el agua le golpeara el rostro, y apoyó la frente contra los azulejos húmedos. No recordaba la última vez que pudo relajarse así, sin tener que calcular la distancia a la salida o prepararse para un ataque. Pero, inevitablemente, la voz de Ryohei se coló en sus pensamientos:

"Podemos entrar juntos para ahorrar tiempo."

En su momento le había incomodado. Ahora, bajo la ducha, le arrancó un bufido breve, entre incredulidad y diversión. Sabía que era una broma, y que el chico no lanzaba ese tipo de comentarios con cualquiera. Era su forma de medir la confianza, de tantear el terreno… y él, sin saber exactamente por qué, se lo permitía. Pensó en el “Puedes llamarme Ryo” de la noche anterior. No era solo un nombre. Llevaba un peso que todavía no terminaba de entender y que, por alguna razón, no quería banalizar con un uso apresurado. Sacudió la cabeza para apartar esas ideas. Cerró la llave, secándose con movimientos firmes antes de enfundarse en su traje blanco recién limpio. Mientras él ajustaba las mangas y el cuello, el menor de los Tachibana ocupaba su lugar. Ryohei dejó que el agua caliente golpeara sus hombros, relajando los músculos endurecidos por la noche en el Parque del Oeste. —Definitivamente, esto le gana a dormir sobre cartones —murmuró con un suspiro satisfecho. Desde el otro lado de la puerta, Kiryu respondió con ironía: —No digas que no te gustó la experiencia. Hubo un segundo de silencio, seguido de una risa breve. —No estuvo tan mal… pero la próxima vez, un futón de segunda mano no me vendría mal. Su compañero negó con la cabeza, sonriendo a pesar suyo. Afuera, Oda esperaba con los brazos cruzados y un cigarro encendido, exhalando el humo con la paciencia justa para no mandar a los dos al demonio. Cuando el joven salió del baño, el cambio era notable. El traje azul marino y la camisa celeste lo transformaban: ya no parecía el mismo tipo que horas antes blandía un bate con torpeza en medio de un parque. Cabello limpio, porte más erguido… casi podría pasar por un ejecutivo o el segundo al mando de la inmobiliaria. Kiryu lo recorrió con la mirada, esbozando una sonrisa apenas perceptible. —Tachibana Real Estate tiene buen gusto. —¿Ves? Por eso dormí tranquilo anoche —replicó Ryohei, estirando los brazos como para probar que el traje no le quedaba ajustado. El subordinado se acercó, escaneándolos a ambos con ojo crítico antes de asentir. —Bien. Ya parecen personas decentes otra vez. —Si eso es un cumplido, me siento halagado. —replicó el menor, con media sonrisa. —No te acostumbres —bufó el mayor, apagando el cigarro. Los guió hasta el auto, donde la luz de la mañana bañaba Kamurocho en un ritmo caótico y familiar. Kiryu se acomodó en el asiento trasero junto al chico, que no perdió la oportunidad de mirarse en el reflejo de la ventanilla con evidente satisfacción. —No me veía así de bien desde hace tiempo. El comentario provocó una risa baja en Kiryu… y casi, sin pensarlo, dejó escapar un “Ryo”. La palabra quedó suspendida en su mente. No la dijo, pero pesó más de lo que esperaba. —¿Decías algo? —preguntó Ryohei, ladeando la cabeza con una sonrisa divertida. —Nada —respondió el otro, desviando la mirada hacia el paisaje urbano. El coche avanzó, dejando atrás el bullicio del distrito. Poco a poco, el murmullo de la ciudad se apagaba, y en su lugar crecía un silencio denso mientras se adentraban en calles menos transitadas.
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